CAPÍTULO 1
LA RESISTENCIA A LA MODERNIDAD: FASCISMO
Y MILITARISMO EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XX
En el verano de 1936 secciones importantes del cuerpo de oficiales del ejército español se alzaron en armas contra la Segunda República. Los oficiales implicados en el golpe estaban convencidos de que intervenían para salvar a su país de la desintegración del orden público, de la desintegración de la unidad nacional y de oleadas del desorden proletario inspirado por agentes extranjeros. Pensaban que actuaban de manera desinteresada, inspirados solamente por los valores más altos del patriotismo[1]. De hecho, el alzamiento militar, la consiguiente guerra prolongada entre 1936 y 1939 y la dictadura que institucionalizó la victoria final de los rebeldes compartían una función partidista social y política. La función, aunque no la intención, de los rebeldes militares en 1936 y de los líderes militares de España después de 1939, fue, además de extirpar el regionalismo y reafirmar la hegemonía del catolicismo institucionalizado, proteger los intereses de la élite agrario-financiero-industrial. De hecho, lo que hacían era proteger a la oligarquía terrateniente reaccionaria de una reforma en profundidad de las obsoletas estructuras económicas vigentes en España.
En el año de 1936, debido a varias razones complejas, la sublevación militar podía contar con bastante apoyo popular. Este, que equivalía, en términos generales, a las fuerzas electorales conjuntas de los principales partidos derechistas de la Segunda República[2], se consolidó durante el curso de la guerra civil debido a las convicciones religiosas reafirmadas por la devoción de la Iglesia católica a Franco, el temor alimentado por el terror político, la lealtad geográfica de las personas cuyo instinto de supervivencia les dictó la adhesión a la causa nacional, la intensificación bélica de pasiones y odios provocada por las atrocidades experimentadas en ambas zonas, y la capacidad de la dictadura victoriosa para adjudicar promociones. Esto no implica que la dictadura franquista fuese tan popular como pretenden sus propagandistas, sino que reconoce simplemente que la dictadura tenía una base autónoma de apoyo y que no era simplemente el instrumento de un grupo aislado de soldados y plutócratas[3]. El mecanismo por el cual los militares movilizaron y encauzaron aquel apoyo popular fue la organización ampliamente extendida de la derecha, el «Movimiento», o más formalmente, la Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, creada artificialmente por la unificación forzada de los partidos políticos de la órbita de Franco en abril de 1937[4].
La «Unificación» sólo formalizó el hecho de que el régimen franquista estuviera construido sobre una coalición de fuerzas entrelazadas y vinculadas, falangistas, carlistas, católicos autoritarios y monárquicos aristocráticos. La coalición nacionalista fue legitimada por la Iglesia católica y dominada por su propia guardia pretoriana. Siempre habría cierta rivalidad por el poder entre los grupos componentes, aunque los conflictos fueron normalmente moderados y rara vez degeneraron en violencia. Las hostilidades dentro del régimen se vieron limitadas por una conciencia de la necesidad de aferrarse entre ellos en contra de la izquierda vencida. Se dice a menudo que la suma habilidad del general Franco fue su destreza para manejar, en pro de sus propios intereses, la competencia entre sus seguidores. Sería incorrecto pensar, sin embargo, que ello implicara que no fueron colaboradores de buena voluntad en sus malabares juegos políticos. La propia posición del Caudillo nunca estuvo seriamente amenazada durante treinta y ocho años de poder dictatorial.
El hecho de que a Franco le desafiaran tan poco reflejaba tanto el poder del ejército dentro de la derecha española como el cuidado que el mismo Franco dedicó a sus relaciones con el propio ejército. Aunque había de verse finalmente rebajada en la dictadura, el ejército mantuvo una posición privilegiada, en cierta medida au dessous de la mêlée. Los únicos aspirantes a dominar la organización franquista procedían de la Falange, y aun así sólo durante los primeros años del régimen. No es sorprendente que los dos instrumentos más poderosos del franquismo, lo civil y lo militar, que se unieron bajo presión durante la guerra civil y nuevamente durante los últimos días de la dictadura, entretanto resultaran ser rivales. Las tensiones experimentadas entre ambos iban a ser más agudas durante la segunda guerra mundial, cuando la Falange parecía quizás más fuerte de lo que realmente era. Las filas de la Falange se llenaban de nuevos reclutas procedentes de otros partidos y su influencia había aumentado gracias al éxito militar de Hitler y a las maquinaciones de la embajada alemana[5]. Después de 1945, su fuerza había de desvanecerse lentamente. Durante la guerra, sin embargo, la Falange había de ser partidaria acérrima de la participación de España en la segunda guerra mundial del lado del Eje. Aunque no faltaban oficiales fascistas, muchos de los generales superiores, que eran invariablemente católicos y a menudo monárquicos, adoptaron un tono patricio y despreciaban a los falangistas como gente indigna y presuntuosa. Aún más, a diferencia de los fanáticos ideológicos de la Falange, después del desmantelamiento de la guerra civil, el alto mando se mostraba cauteloso en cuanto a comprometerse de alguna forma con el Eje, a pesar de su admiración por el valor militar de los alemanes.
Hacia 1943 la pugna interna por el poder iba en contra de la Falange. Mientras la posición del ejército se mantenía tan fuerte como siempre, después de la caída de Mussolini la voz de la Falange quedó algo acallada. En la situación resultante de la segunda guerra mundial, la influencia de la Falange dentro de la dictadura fue rebajada por Franco, quien, deseoso de liberarse del estigma de sus vinculaciones fascistas y con el Eje, comenzó a buscar servidores políticos superiores en las filas de los católicos autoritarios[6]. La Falange, sin embargo, aún mantenía una posición importante en los gabinetes de Franco. Fuera del gobierno, la Falange tenía una base de poder sustancial y lucrativa. Controlaba una enorme cadena de prensa a nivel nacional y provincial, el sistema sindical del Estado y ejercía además una terrible influencia a través de sus organizaciones de masas, el Frente de Juventudes y la Sección Femenina[7]. Durante las décadas subsiguientes, esta influencia había de ir perdiendo importancia de manera inexorable. Como consecuencia de los cambios sociales y económicos que conducían a España hacia la integración definitiva en una Europa democrática, su retórica resultó ser anacrónica. Irónicamente, a pesar de su posición más fuerte en lo fundamental, los militares también habían de perder importancia política. Ése sería el precio a pagar por consentir en la degradación profesional bajo Franco a cambio de privilegios políticos y por anteponer la defensa de la dictadura a la de la nación[8]. En los últimos años de la década de los cincuenta el desarrollo económico de España había alcanzado tal punto que una dictadura militar constituía un obstáculo claro para el proceso de crecimiento. De esta manera, los militares y la Falange se unieron otra vez. Existía un rapprochement entre ambos, favorecido por el hecho de que, desde los años sesenta en adelante, los rangos superiores del ejército estuvieron dominadas por simpatizantes falangistas que habían llegado a ser alféreces provisionales durante la guerra civil. Ya no podían contar con el apoyo popular de que habían disfrutado al final de la guerra civil y generales aislados y falangistas se unieron en una serie de empresas desesperadas para destruir el régimen democrático que se estableció después de la muerte de Franco[9].
Las diferencias existentes entre los oficiales del ejército de los años 1931-1936 y los de los años 1973-1981 demuestran los cambios enormes que habían tenido lugar en la derecha española durante la dictadura franquista. En los años treinta los oficiales estaban convencidos de que defendían los valores nacionales fundamentales, la integridad territorial de España, la Iglesia católica y a la oligarquía terrateniente contra las amenazas procedentes de Moscú. Además, al asumir el papel de defensores de la «verdadera» España podían estar seguros de representar a grandes sectores de la sociedad. Cuando tuvo lugar el alzamiento, el 18 de julio de 1936, las redes de la prensa moderna y sumamente politizada de la derecha los apoyaban sin reserva desde hacía meses o incluso años. Con esto, se garantizó el enorme apoyo perceptible en la geografía electoral de la derecha durante la Segunda República. Las partes más encumbradas de la jerarquía eclesiástica les apoyaba. Los banqueros y los industriales les consideraban como salvadores. Por tanto, el orgullo de los oficiales superiores de los años cuarenta no fue exclusivamente consecuencia de su victoria militar, sino también de su inamovible confianza de que desempeñaban un papel hegemónico en la sociedad española, con la aprobación de la Iglesia, la élite económica y numerosos españoles católicos.
Por contra, durante los últimos días del régimen franquista muchos oficiales del ejército se vieron por completo divorciados de la sociedad. En los últimos años de la década de los sesenta la Iglesia había retirado su apoyo al régimen de Franco, favoreciendo el creciente clamor popular por la democracia. Los sectores más dinámicos de la banca y de la industria apostaban por el cambio democrático. Después de la muerte de Franco, los sondeos de la opinión pública y las subsiguientes elecciones demostraron que la ultraderecha franquista ya no volvería a disfrutar de más del 3% del apoyo popular, y que casi todo se concentraba en las dos Castillas[10]. Aunque la retórica de los conspiradores militares a finales de los años setenta apenas se diferenciaba de la que se oía en las salas de banderas durante los años cuarenta, ahora se hablaba no con orgullo sino con resentimiento. Los conspiradores de 1936 podrían creer razonablemente que estaban salvando España, no para todos los españoles, pero ciertamente para los que importaba. En cambio, los golpistas resentidos de 1981 estaban amargados, ya que ni a esos españoles que importaban les interesaban los valores de la guerra civil.
Las transformaciones de la estructura social y de los niveles de desarrollo económico dentro de España, junto con los cambios políticos en el mundo exterior, explican la evolución dramática de los papeles tanto del fascismo como de los militares dentro del repertorio franquista. En el turbio crepúsculo político de la decadencia senil de Franco, aquellos cambios habían hecho obsoletos la dictadura, su aparato falangista y sus defensas militares. Sin embargo, tanto falangistas como oficiales del ejército se ocuparon de la defensa de su régimen. Después de eso, la extrema derecha, civil y militar, conocida colectivamente con el nombre del «búnker», trabajó desesperadamente para derrumbar el proceso de democratización. El hecho de que algunos sectores del ejército y del Movimiento se negasen a desvanecerse junto con su Caudillo o a buscar algún tipo de rapprochement con la monarquía constitucional fue la consecuencia natural del papel que la dictadura asignó a cada uno de ellos.
La relación entre el fascismo y el ejército en España cambió de forma notable durante la dictadura, pasando de la alianza insegura durante los años de la guerra civil a algo más compenetrado durante los años setenta. De hecho, la preeminencia política del ejército al tomar la delantera en el asalto contra la Segunda República y durante la dictadura franquista se ha utilizado para absolver al franquismo de la acusación de fascismo. No obstante, no se podría decir que la cooperación existente entre el ejército español y la Falange durante la guerra civil fuese como una relación entre amo y criado. Se diferenciaba de la relación que existía entre la Wehrmacht y el partido nazi, o la que existía entre el ejército italiano y el partido fascista, ya que el ejército español ejercía el papel claramente dominante. En los tres casos, sin embargo, el partido fascista y el ejército constituyeron elementos importantes dentro de una alianza contrarrevolucionaria más amplia. En cada país, por razones relacionadas con las tradiciones específicas de las fuerzas armadas, por su historia reciente y por las especiales circunstancias nacionales de la aparición de grupos contrarrevolucionarios, el equilibrio de fuerzas dentro de esa alianza era distinto.
El ejército italiano estuvo más subordinado al dictador que el ejército español. Sin embargo, la intención de líderes fascistas como De Vecchi, Farinacci y Balbo de fascistizzare el ejército se frustró. Además, las actividades de las milicias fascistas se restringieron[11]. El proceso por el cual Hitler pasó del respeto hacia el cuerpo de oficiales alemanes a un dominio despectivo del mismo fue muy complejo y se prolongó durante más de cinco años. Sin embargo, aunque las circunstancias fueron algo distintas y las consecuencias lardaron más en materializarse, la introducción de elementos nazis como parte del gran crecimiento de la Wehrmacht tuvo su paralelo español en la proliferación de alféreces provisionales durante la guerra civil[12]. Es en el personaje y en las preocupaciones políticas del líder de la alianza contrarrevolucionaria donde se encuentra una diferencia sustancial. Por consiguiente, el hecho de que tanto Mussolini como Hitler ejercieran un control personal de la maquinaria militar aseguró que el ejército italiano y alemán no serían elementos de limitación a la hora de elaborar la política extranjera. Franco, a pesar de ser un general, rechazaba los intentos de los altos mandos de convencerle de que se opusiera a la tentación del Eje[13]. En los casos español, alemán e italiano, en la cooperación de partidarios patricios, oficiales del ejército y activistas fascistas hubo, además de entusiasmo sincero, transacciones y servidumbres, desprecio mutuo y resentimiento oculto.
En el campo de las relaciones fascistas-militares, las definiciones científicas son una quimera. Parte del atractivo de limitar el estudio del fascismo en España a la Falange se encuentra en el hecho de que así se evita diestramente cierto número de problemas interpretativos r ideológicos. En el supuesto de que se pueda reducir el fascismo español al frágil híbrido fundado por José Antonio Primo de Rivera, entonces cabe excluir a otros grupos de la derecha autoritaria, como la CEDA o Renovación Española, de una discusión del tema. Lo que es más importante es el hecho de que después de la guerra civil, Franco mutiló a la Falange, con lo que libró a su régimen de ser considerado fascista. En la medida en que sea posible una definición exacta, es muy posible que el régimen franquista no fuera fascista. La inferencia de que su régimen era, por tanto, moralmente algo menos desagradable, simplemente «conservador» o quizás autoritario^ es insostenible. Puede que sea legítimo rechazar la apariencia fascista del régimen y sus relaciones íntimas y dependientes con el fascismo italiano y el nazismo alemán como disfraces cínicos o alianzas circunstanciales. Sin embargo, en lo que se refiere al encarcelamiento, la tortura y la ejecución de su clase obrera y de sus enemigos liberales su historial invita a una comparación seriamente desfavorable con el fascismo italiano. En efecto, tal como había de observar Himmler en 1940, el régimen franquista se mostraba más brutal en su tratamiento de la clase obrera española que el Tercer Reich con los obreros alemanes[14].
En el supuesto de que los principales criterios para definir el fascismo sean el estilo y la ideología y no la función social y económica, entonces es inevitable la elección exclusiva de la Falange Española como el candidato español. Su culto a la violencia contribuyó a la desestabilización de la Segunda República. Sus milicias de camisa azul, con sus saludos romanos y sus cantos rituales, parecían indicar que estaban imitando los modelos nazis y fascistas. Este capítulo, sin embargo, sostiene que cualquier investigación significativa del fascismo en España tiene que desligarse de los límites que supone considerar de forma aislada la Falange Española. Hay dos premisas que impulsan el debate hacia parámetros cronológicos y políticos más amplios. La primera es que no se puede entender la naturaleza del fascismo en España sin considerar el atrasado capitalismo agrario del país y la crisis que experimentaba durante los años treinta. La segunda es que aquella crisis fomentó la elaboración de medidas políticas extraordinarias en la forma de la coalición contrarrevolucionaria que luchó en la guerra civil. La alianza nacionalista era análoga a los grupos contrarrevolucionarios que aparecieron en Italia y Alemania como una reacción a sus propias crisis nacionales. Difería en su equilibrio de las fuerzas componentes, pero con todo desempeñaba un papel estructural comparable. Se sostiene, por tanto, que la búsqueda de un fascismo español debería de considerar en conjunto la coalición franquista unificada. Visto así, la Falange Española se convierte en uno de los grupos, el más servil, de los que colaboraron para defender a la oligarquía asediada de España siendo el ejército el otro.
La inestabilidad política que tanto alarmó a los oficiales y les impulsó a lanzarse al golpe militar del 18 de julio de 1936 era real. Era, en parte, producto de la desesperación de la clase trabajadora y de los conflictos internos entre distintos sectores del movimiento obrero ante la depresión económica y ante la resistencia intransigente de la oligarquía a cualquier cambio[15]. De modo más inmediato, fue el fruto de un deliberado programa de desestabilización auspiciado por los terratenientes y empresarios industriales más amenazados por la reforma. Antes de que el ejército asumiese su defensa, los intereses de éstos habían sido defendidos por algunas organizaciones políticas de derechas. Para la mayor de ellas, la clerical y autoritaria Confederación Española de Derechas Autónomas, la intervención militar señalaba el fracaso de su táctica de caballo de Troya para bloquear la reforma sin salirse de los límites de la legalidad republicana. Para los demás, los anacrónicos carlistas de la comunión tradicionalista, los monárquicos radicales de Renovación Española y los fascistas de camisa azul de Falange Española, el alzamiento representó la satisfacción de su compromiso «catastrofista» con el derrocamiento de la República[16].
Con unas pocas y notables excepciones, las bases y los líderes de las organizaciones tanto legalistas como «catastrofistas» se alinearon con presteza junto al ejército, proporcionando la carne de cañón necesaria para el esfuerzo bélico rebelde y la clase política de la zona insurrecta. Esto se formalizó en abril de 1937 mediante la llamada «unificación», por la que los grupos derechistas de preguerra se subsumieron en la Falange Española Tradicionalista y de Las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista. El hecho de que esta extraña amalgama tomara su nombre y su enfoque de la Falange encontró poca resistencia en los otros grupos, que hasta ese momento habían considerado a la Falange como una chusma hampona y pendenciera que podía ser financiada de un modo rentable. Las razones de tanta prudencia fueron diversas. El reconocimiento de la importancia de los factores económicos y políticos en juego durante la guerra sofocó las manifestaciones de orgullo herido que podrían haber quebrado la unidad necesaria para la victoria. Además, la ayuda proporcionada a los rebeldes por Hitler y Mussolini contribuía a crear una creencia entusiasta en que el orden del mundo futuro sería fascista. En cualquier caso, ello no violentó la conciencia de la derecha, puesto que, incluso antes de la guerra, la atracción por el fascismo era un rasgo común a todas las organizaciones derechistas españolas[17].
No es, pues, sorprendente, dada la exagerada alabanza con que se colmaba a los regímenes alemán e italiano y la proliferación de ramas juveniles militarizadas, que la izquierda española considerase a estas organizaciones, indiscriminadamente, como fascistas. Y aún es menos notable que el esfuerzo bélico de Franco, respaldado por las potencias del Eje y con una fachada falangista, fuese visto por sus contemporáneos, tanto españoles como extranjeros, como una empresa fascista. Las subsiguientes exageraciones del nazismo y la barbarización de la guerra en el frente oriental, junto con los constantes esfuerzos de Franco para apartarse del Eje a partir de 1943, contribuyeron en gran medida a socavar la fácil identificación del franquismo con el fascismo. Ciertamente, durante los últimos veinte años algunos expertos han insistido en el hecho de que el franquismo no era lo mismo que el hitlerismo y han sido influidos por el desarrollo, muy poco fascista, de España a partir de 1957[18]. Estas especulaciones han dado como resultado un consenso cada vez más generalizado en torno a la idea de que el franquismo nunca fue realmente fascista, sino más bien una variante de autoritarismo limitado y semipluralista. Algunos autores han ido todavía más lejos al postular, explícita o implícitamente, el punto de vista de que el estudio significativo del fascismo en España se debería limitar a Falange Española[19].
Este enfoque es tan comprensible como desafortunado. Tiene su punto de partida en la premisa, ostensiblemente laudable, de que el desprecio por los rasgos más censurables de la dictadura de Franco no debería permitir la aplicación acientífica al mismo del término fascista, simplemente como medio de injuria política. Además, mientras existen dudas en cuanto al contenido fascista de organizaciones tales como Renovación Española, la comunión tradicionalista y la CEDA, la naturaleza fascista del estilo, la ideología y los mitos de Falange son incuestionables. Consiguientemente, la estrecha identificación del fascismo español con Falange Española evita la necesidad de examinar los rasgos fascistas de otros grupos derechistas y del propio régimen de Franco. Es desafortunado porque convierte al fascismo español en insignificante y carente de interés, si se exceptúa un período de unos doce meses. Antes de la primavera de 1936, Falange Española era una organización minúscula de estudiantes y taxistas. Después de abril de 1937 se había convertido en una maquinaria burocrática y dispensadora de protección al servicio de Franco. Como en una ocasión explicó el Caudillo a uno de sus embajadores, en una explosión de sinceridad y liviandad poco características en él, «la Falange es la claque que me acompaña en mis viajes por España». La fácil relegación de la Falange a los márgenes del debate, unió si se debe al propio Franco como a los estudiosos, implica olvidar no sólo los adornos fascistas y las alianzas del franquismo con el Eje sino también las actividades de su maquinaria represiva entre 1937 y 1943.
Ésta no es la única razón para tener dudas respecto a la definición reducista del fascismo en España. La conciencia de que el fascismo puede ser un término tanto de injuria como de definición política es un arma de doble filo[20]. El afán de exonerar al régimen de Franco del tinte de fascismo puede ir acompañado de la disposición a olvidar que, después de alcanzar el poder por medio de una guerra civil que se cobró cientos de miles de vidas y obligó a otros cientos de miles a exiliársela dictadura ejecutó a un elevado número de personas (los cálculos oscilan entre cuarenta mil y doscientas cincuenta mil), mantuvo campos de concentración y batallones de trabajos forzados y envió tropas a luchar para Hitler en el frente ruso. Bajo cualquier circunstancia, la confiada exclusión, tanto de los grupos derechistas españoles de preguerra, a parte de la Falange, como del régimen de Franco, del estudio del fascismo sólo se puede justificar si se considera al fascismo como sinónimo del nazismo en sus aspectos más extremados de bestialidad racista. Tal punto de vista, que lleva, lógicamente, a sugerir que la Italia de Mussolini tampoco fue realmente fascista, es tan rígido que resulta inútil[21].
Constituye una premisa básica de este trabajo que un movimiento y un régimen que debe ser considerado como genéricamente fascista es el de Mussolini. Esto no significa que la investigación del fascismo español se limitará inflexiblemente a la búsqueda de similitudes con Italia. Después de todo, a pesar de sus rasgos comunes, la mayoría de los movimientos fascistas, excepto los creados tras la ocupación alemana, eran respuestas a crisis nacionales y se nutrían de tradiciones nacionales. Así pues, si el nazismo y el fascismo, habida cuenta de todas sus diferencias, pueden considerarse como las respuestas fascistas alemana e italiana a las crisis de sus respectivas sociedades, del mismo modo se puede pretender que los grupos derechistas que apoyaron a los rebeldes en la guerra civil sean considerados, al menos potencialmente, como la respuesta fascista española a la crisis de la sociedad española. Los profundos problemas estructurales de Alemania, Italia y España entre el decenio de 1870 y la primera guerra mundial presentan después de todo un grado de similitud. A pesar de las enormes diferencias con respecto al nivel de desarrollo económico, los tres países experimentaron las tensiones resultantes bajo un régimen político atrasado que rechazaba los desafíos de una burguesía dinámica y de una clase obrera militante[22].
Con todo, no hay que olvidar diferencias significativas. Contrariamente a Alemania e Italia, España no participó en la primera guerra mundial. En consecuencia, no había masas de veteranos de guerra que pudiesen nutrir las filas de las organizaciones paramilitares. Tampoco existía una psicosis nacional de derrota. Estos dos factores contribuyeron a la diferencia más grande de todas: el destacado papel político desempeñado por las fuerzas armadas en la defensa de los intereses derechistas contra los desafíos izquierdistas. Por otra parte, la guerra trajo una enorme dislocación social y económica a una España ya conflictiva, aunque no exactamente en la misma escala que en los casos de Alemania e Italia. El subsiguiente fermento revolucionario en el norte industrial y en el sur rural traumatizó profundamente a las clases dirigentes españolas. En muchos aspectos, la crisis española de 1917-1923 fue análoga a la crisis italiana de 1917-1922. Aquella fue simplemente anestesiada por la dictadura del general Primo de Rivera. Volvió a emerger con mayor intensidad bajo las condiciones de depresión económica de la década de los treinta. En España cundió la creencia, como ya había sucedido con anterioridad en Italia y Alemania, de que el orden político existente no podía garantizar, adecuadamente y por más tiempo, los intereses económicos de las clases alta y media. Fue entonces cuando comenzó la búsqueda de un medio extraordinario de defensa de esos intereses. Ya que el ejército español había asumido este papel a finales del siglo XIX, y aún más después de la pérdida de Cuba en 1898, no era sorprendente que se le invitara a actuar en 1917, en 1923 y una vez más en 1936.
Se ha señalado con frecuencia que España no sufrió la misma crisis de identidad nacional que la que experimentaron por Italia y Alemania como consecuencia de las imperfecciones de sus procesos de unificación y de sus respectivas decepciones al final de la primera guerra mundial. Por otra parte, el trauma producido por la derrota en la guerra hispano-norteamericana y la pérdida de los últimos restos del imperio tuvieron efectos de largo alcance. El movimiento regeneracionista que se desarrolló tras el desastre de 1898 había de ejercer una profunda influencia en el pensamiento de la derecha española, ya bien entrada la época de Franco. La nostalgia del imperio era un rasgo común a todos los grupos derechistas en la década de los ti cinta, pero mucho más acusadamente en la Falange. Los falangistas proclamaban abiertamente que la conquista imperial era una manera de desviar la lucha de clases y ansiaban unirse al esfuerzo de guerra del Eje para abrir de nuevo un dominio imperial para España[23]. El principal legado del regeneracionismo fue la creencia de que la derrota de 1898 se había producido por culpa de un sistema político marcado por la corrupción y la incompetencia. La idea de un futuro mejor se asociaba al saneamiento de la política y a la reforma impuesta desde arriba. En última instancia, esto había de generar un autoritarismo antiparlamentario. Las esperanzas iniciales se habían depositado en el gran político conservador Antonio Maura. Tras su retirada de la vida política, sus seguidores, incluidos José Calvo Sotelo y Antonio Goicoechea, prestaron su lealtad al general Primo de Rivera y fueron luego figuras destacadas de Renovación Española. Otra línea de conexión entre el regeneracionismo y la Falange, y concretamente su énfasis imperialista, venía de José Ortega y Gasset, tamizada por su entusiasta vulgarizado^ Ernesto Giménez Caballero, al hijo del dictador, José Antonio Primo de Rivera.
Otra importante diferencia entre España, por un lado, y Alemania e Italia por otro, reside en el hecho de que Franco no fue derrotado en una guerra exterior y perpetuó su dictadura durante treinta años después de 1945. Puesto que ni el nazismo ni el fascismo pervivieron, sería absurdo, ajeno a la realidad de los hechos, especular sobre si cualquiera de ellos podría haber evolucionado como lo hizo el régimen de Franco. No obstante, teniendo en cuenta contrastes tan ineludibles como sus distintos niveles de crecimiento económico antes de 1930, la ayuda proporcionada por el Plan Marshall y sus políticas posteriores a 1945, las semejanzas entre Italia y España son asombrosas. Dadas estas diferencias, acentuarlas sería, sin duda, un ejercicio ahistórico. Y sin embargo en las comparaciones de Franco con Hitler y Mussolini se da un presupuesto igualmente ahistórico referente a la extensión cronológica de los tres regímenes. El hecho de que el régimen de Franco, en respuesta a las cambiantes realidades internacionales, se apartase progresivamente de sus manifiestas posiciones pro-Eje después de 1943 ha sido considerado implícitamente por algunos comentaristas como una absolución retrospectiva del pasado fascista de Franco, cuya importancia disminuía cuanto más duraba su vida. Obviamente, sería absurdo no reconocer que el régimen franquista evolucionó. Es, sin embargo, igualmente absurdo considerar que las ejecuciones, los campos de concentración, las fantasías imperialistas y la influencia del Eje sobre la política española durante los años cuarenta se borren con el advenimiento del desarrollismo del Opus Dei durante los años sesenta. Mutatis mutandis, sólo las cosas semejantes pueden compararse entre sí. Franco pudo no haber sido fascista en términos estrictamente teóricos. No obstante, hay que considerar que, a la luz de la escalada de represión después de la guerra civil, se le puede comparar con los dictadores más crueles del siglo, tanto de América Latina como de Europa.
Las coincidencias sobrepasan, sin duda, las diferencias, al menos en lo que se refiere a Italia y España. Esto es cierto no únicamente en lo que concierne a los regímenes de Franco y de Mussolini, también son posibles las comparaciones entre el fascismo italiano interior a 1922 y los diversos grupos derechistas españoles anteriores a 1936. Y no es solamente una cuestión de los componentes rituales que acompañan al fascismo, a pesar de que el saludo roma no, la pompa, los cánticos, las marchas y las formaciones paramilitares fueran tan corrientes en España antes de 1936 como lo serían más tarde con Franco. Cabe hacer comparaciones más interesan tes, particularmente a la luz de las diferencias más notorias existentes entre el fascismo italiano y el nazismo alemán. La unificación de 1937 y la magnificación y burocratización de la Falange tuvieron su paralelo en la fusión de los fascistas, los nacionalistas y los monárquicos en 1923. Hay similitudes asombrosas entre el apoyo social, los objetivos ideológicos y la crucial importancia dada a sus respectivas causas, de los fascistas y de la CEDA, ambas organizaciones de bases agrarias[24]. Se pueden establecer igualmente compaña iones válidas entre Renovación Española y la Asociación Nacionalista Italiana, tanto en sus relaciones con los grupos más radicales y populistas, la Falange y el fascismo, respectivamente, como en el papel desproporcionado que sus teóricos habían de tener más tarde en ambas dictaduras.
Sin embargo, entre ambos regímenes se encuentran los parecidos más chocantes. Una vez más la parafernalia litúrgica, las concentraciones militarizadas en honor del principio del caudillaje, aunque existían en ambos regímenes y eran significativas, no son las similitudes realmente importantes. Y tampoco lo son las coincidencias ideológicas, la glorificación de la vida campesina, la retórica búsqueda del hombre «nuevo». Mucho más relevantes son las similitudes que se basan en las realidades sociales, políticas y económicas. Los aspectos en que algunos comentaristas han observado que Mussolini no alcanzaba el «fascismo total», es decir, una aproximación conceptual al nazismo, son precisamente aquellos en los que su régimen coincide con el de Franco. Al igual que la existencia de grupos de presión políticos y económicos creó un pluralismo estrechamente restrictivo bajo Mussolini, el régimen de Franco experimentó constantes intrigas por el poder y la influencia entre los grupos de intereses económicos y entre los generales, los falangistas, los católicos, los monárquicos, el Opus Dei y otras facciones políticas. Es necesario decir que la relación de fuerzas no era, ni mucho menos, idéntica en ambos países. No obstante, aunque con diferencias de detalle y de intensidad, el papel desempeñado por el ejército, el compromiso con la Iglesia, el freno del radicalismo del partido y la subordinación de los sindicatos fascistas y falangistas a los intereses del capital son aspectos que apuntan, en ambos casos, a la supervivencia de las fuerzas del sistema anteriores a la crisis. La rapidez con la que los fascistas y los falangistas habían de llorar el fracaso de su «revolución» es un claro síntoma del grado en que ambos regímenes, más allá de su retórica y de las intenciones declaradas antes de acceder al poder, tenían como función primordial la protección y el fomento del orden económico existente. La diferencia más grande entre España e Italia se encuentra en la importancia de los papeles desempeñados en ambos países por el ejército y el partido fascista en lo que se refiere tanto a la toma del poder como al régimen subsiguiente.
A este respecto la opinión de fascistas contemporáneos tanto italianos como españoles es significativa. Casi todos aceptaron que Renovación Española y la CEDA compartían las metas económicas, sociales y políticas del fascismo. Creyeron que la derecha conservadora había intentado modernizarse al «fascistizar» su retórica y métodos operativos. Según ellos, las diferencias se encontraban en el desprecio elitista de los monárquicos de Renovación Española por la movilización masiva y en las lealtades vaticanistas de la CEDA. Mussolini no creía que depender del ejército —opinión que compartían casi todos los grupos de la derecha española, incluso la Falange— fuera una manera propiamente «fascista» de proceder. El embajador italiano, Raffaele Guariglia, criticó la ideología de la CEDA como «prehistórica» a pesar de reconocer que, teniendo en cuenta su éxito en el reclutamiento masivo, podría haber formado la base para un partido fascista español. Guariglia veía a José Calvo Sotelo como un «filo-fascista»[25].
La actitud de Gil Robles era muy ambigua. Hizo una visita a Italia en enero de 1933, elogiaba los logros de Mussolini con frecuencia y permitió a su propio movimiento juvenil, la Juventud de Acción Popular, que se comportase como un partido fascista, con sus uniformes, sus grandes mítines y su adopción de consignas fascistas. Tenía reservas, sin embargo, acerca del panteísmo fascista. Aun así, la participación de Gil Robles en la campaña electoral de 1933, durante la cual hablaba de fundar un nuevo estado y de purgar la patria de «masones judaizantes», indujo a José Antonio Primo de Rivera a alabar mis principios fascistas y a aplaudir el «entusiasmo fascista» de su estilo. Sin embargo, en el mismo debate parlamentario previo a la guerra durante el cual Calvo Sotelo se declaró fascista, Gil Robles expresó dudas sobre lo que él consideraba los elementos de socialismo de lisiado del fascismo[26]. Para el radical Ramiro Ledesma Ramos, fundador de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista, se trataba de unos conservadores tradicionales que se «fascistizaban», impregnando su retórica de elementos fascistas para engañar a las masas a fin de que les apoyaran. Aún durante la guerra civil, tanto Mussolini como su primer embajador ante Franco, Roberto Cantalupo, animaban los esfuerzos de Franco por «fascistizar» España[27]. Lo que esto implica es que Calvo Sotelo, Gil Robles y Franco no merecieron la aprobación de Mussolini ni de Ledesma Ramos. Está claro que ninguno de los tres podía emular la autopercepción de Mussolini y de Ledesma Ramos como verdaderos revolucionarios. Lo cual no elimina del todo la coincidencia general de sus ambiciones sociales, económicas y políticas.
Habiendo ampliado la investigación del fascismo en España más allá de las estrechas fronteras de Falange Española, ese estudio no debería limitarse a la acumulación de similitudes entre España e Italia. Deben tenerse en cuenta las características individuales de cada fascismo nacional. Éstas se derivan en parte de las tradiciones específicas del país en materia de retórica patriótica y conservadora. No obstante, la característica esencial de un determinado movimiento fascista y de su subsiguiente régimen nacía de la naturaleza especial de la crisis que había de resolver. Inevitablemente, la existencia del comunismo soviético dio a todos los fascismos un foco común de miedo y enemistad, al igual que las vicisitudes de la economía internacional dieron lugar a otros puntos de coincidencia. Tan importantes como esas influencias fueron, sin embargo, las circunstancias nacionales de la crisis social y económica que llevaron a que las fuerzas conservadoras tradicionales dejaran de considerarse adecuadas para la defensa de los intereses oligárquicos en el seno de la democracia burguesa. El momento en que eso sucedió y el grado en que la amenaza que afrontaban tenía su origen en una revolución, real o percibida, o simplemente en los logros de un socialismo reformista en un momento de contracción económica, variaron de un país a otro. Consecuentemente, el análisis de cualquier alianza contrarrevolucionaria nacional debe basarse en el conocimiento de la naturaleza y desarrollo del capitalismo correspondiente al que estaba vinculada.
En los cincuenta años anteriores a la aparición del fascismo, el capitalismo español había experimentado desequilibrios aún más amplios que su equivalente italiano[28]. Había sectores industriales y bancarios modernos y dinámicos, pero estaban aislados y lejos de ser hegemónicos. La fuerza dominante en el capitalismo español era la oligarquía agraria, que ejercía un monopolio casi completo sobre la política nacional y hasta 1917 controlaba una asociación desequilibrada en que los industriales y los banqueros eran los socios menores. Ese monopolio estaba construido sobre los pilares gemelos de un sistema de falsificación electoral basado en el poder social de los terratenientes y en el poder represivo de las fuerzas del orden: la Guardia Civil y, en tiempos de más tensión, el ejército. A raíz de la industrialización del país empezaron a aparecer desafíos al sistema. Las sublevaciones rurales desesperadas dejaron paso a las huelgas de un proletariado industrial militante. Cuando llegó la inevitable explosión, ésta no fue precipitada por la clase obrera sino por la burguesía industrial. La rápida bonanza económica de resultas de la posición económicamente ventajosa de la neutralidad de España durante la primera guerra mundial hizo que los dueños de las minas de carbón, los industriales del acero, los propietarios de astilleros y los magnates del textil se beneficiaran del despegue de la industria española. El equilibrio de poder dentro de la élite económica se desplazó un tanto. Los intereses agrarios mantuvieron su preeminencia, pero los industriales ya no estaban dispuestos a tolerar su posición política subordinada e incluso jugaban ron la idea de hacer una tentativa de modernización política.
El celo reformista de los industriales y de los banqueros enriquecidos por la guerra coincidió con una intensificación de la militancia entre un proletariado empobrecido por las escaseces de la guerra y por la inflación. La Unión General de Trabajadores, sindicato socialista, y la Confederación Nacional de Trabajadores, anarcosindicalista, se vieron unidas en la esperanza de que una huelga general conjunta derrumbaría un sistema corrupto. Mientras los industriales y los obreros presionaban en pro del cambio, los oficiales del ejército de graduación intermedia protestaban por los salarios bajos, las estructuras de ascenso anticuadas y la corrupción política, y culpaban a estos factores de la denota colonial y de la ineficacia militar. Expresando sus quejas con la retórica del regeneracionismo de 1898, aplaudieron a los oficiales para atraerles como elementos simbólicos de un gran movimiento nacional reformista. Si el movimiento hubiera estado unido en sus propósitos, podría haber suplantado el sistema de la Restauración y haber establecido un gobierno democrático capaz de permitir el ajuste social y de apaciguar los amargos conflictos de clases del momento. Tal y como estaban las cosas, las clases dirigentes explotaron fácilmente sus contradicciones. Los oficiales fueron separados uno a uno del movimiento reformista, otorgándoles concesiones en lo referente a sus quejas acerca de los salarios y el sistema de ascenso. La diestra provocación de una huelga prematura de los ferroviarios desunió a la UGT y a la CNT. Otra vez en paz con el sistema, el ejército se alegraba de defenderlo en agosto de 1917 reprimiendo la huelga socialista con un derramamiento de sangre considerable. Alarmados por la perspectiva de una revolución proletaria, los industriales y los banqueros amortiguaron sus propias reclamaciones de la reforma política y, seducidos por las esperanzas de la modernización económica, se unieron en 1918 a un gobierno de coalición nacional con los antiguos partidos oligárquicos liberal y conservador. La buena voluntad con que el ejército había protegido al sistema aseguró que la gran crisis revolucionaria de 1917 condujera simplemente a un reajuste del equilibrio del poder entre la oligarquía terrateniente y la burguesía industrial y banquera[29].
El hecho de que la burguesía industrial renovase su asociación con la oligarquía terrateniente garantizó, desde 1918 en adelante, la división de España en dos grupos sociales furiosamente hostiles, los terratenientes y los industriales por una parte y los obreros y los braceros por otra. Durante cinco años, hasta que el ejército intervino otra vez, la agitación social alcanzó por momentos niveles de una guerra civil no declarada. Durante los «tres años bolcheviques» de 1918 a 1921, las sublevaciones de jornaleros anarquistas en el sur fueron sofocadas por la Guardia Civil y por el ejército. También en el norte, los industriales de Cataluña, el País Vasco y Asturias intentaron soportar la crisis inmediatamente posterior a la guerra con reducciones de salarios y despidos, por lo que había huelgas violentas, y, en Barcelona, una espiral terrorista de provocaciones y represalias[30]. El sistema político de la Restauración se consideraba un mecanismo no idóneo para la defensa de los intereses económicos de las clases dirigentes. En ese momento el ejército intervino con el golpe de estado del general Primo de Rivera[31].
Como capitán general de Barcelona y amigo íntimo de los empresarios textiles catalanes, Primo era perfectamente consciente de la amenaza anarquista a que estaban sometidos. Además, por su procedencia de una familia terrateniente de Jerez, también tenía conciencia de las agitaciones campesinas del llamado trienio bolchevique de 1918 a 1921. Así pues, Primo era el defensor pretoriano ideal de la coalición de empresarios y terratenientes que se había consolidado durante la gran crisis de 1917. El régimen de Primo era ligeramente represivo y prohibió la CNT, si bien obtuvo la colaboración de los socialistas. Además, la dictadura disfrutaba de cierta prosperidad, lo que provenía en parte de la recuperación general europea, pero también de grandes inversiones en el desarrollo de infraestructuras. Por consiguiente, años más tarde se consideró la era de Primo de Rivera como la edad de oro de las clases altas y medias españolas. La idea de una monarquía militar con éxito llegó a ser un mito central de la derecha reaccionaria, abrigado por los ideólogos del franquismo[32]. Irónicamente, a corto plazo tuvo el efecto de desacreditar España la idea del autoritarismo. El intento de Primo de perpetuar mi sistema autoritario por medio de un partido único, la Unión Patriótica, fracasó totalmente, si bien proporcionó una vinculación de la monarquía militar a los partidos derechistas de la Segunda República[33]. Además del fracaso que experimentó en su intento de crear un aparato de autoritarismo duradero, las improvisaciones condes endientes y paternalistas del dictador lo alejaron de los terratenientes, los industriales, la jerarquía de la Iglesia y algunos oficiales de las unidades de élite del ejército. Se había abierto la puerta a una oportunidad para la izquierda. De manera decisiva, los intentos de Primo por reformar a los militares y, concretamente, de regularizar el sistema de ascensos aseguraron que el ejército se mantuviera apartado cuando una gran coalición de socialistas y republicanos de clase media se hicieron con el poder dos días después de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931.
Los derechistas nostálgicos que habían prestado sus servicios a la dictadura se vieron obligados a considerar la importancia del ejército. Por medio de la revista Acción Española y del partido Renovación Española habían de formar el estado mayor de la ultraderecha durante la Segunda República y habían de proporcionar gran parte del contenido ideológico del régimen franquista. Comprendieron muy bien que el ejército había defendido los intereses derechistas en 1917 y en 1923 y que, al no hacer lo mismo en 1931, había permitido el establecimiento incruento de la República. Por consiguiente, empezaron a acercarse al ejército y dedicaban sus esfuerzos a convencer a los oficiales de que una sublevación era no sólo legítima sino también necesaria.
En el momento del fracaso de la dictadura de Primo, las clases altas se habían encontrado privadas de formaciones políticas capaces de defenderlas del reajuste de los privilegios políticos y sociales que conllevaba la llegada de la República. Las elecciones de abril y de junio de 1931 hicieron que el poder político pasase a los socialistas y a sus aliados, las clases medias urbanas, los abogados e intelectuales republicanos. Éstos pretendían utilizar esta parcela de poder estatal, súbitamente adquirida, para crear una España moderna mediante la destrucción de la influencia reaccionaria de la Iglesia y del ejército, pero, por encima de todo, mediante una profunda reforma agraria, no sólo para mejorar las condiciones de vida de los braceros sumidos en la miseria, sino también a fin de crear un campesinado próspero que constituyese un mercado potencial para la industria española.
En este sentido la República era, potencialmente, el agente de la revolución burguesa que los banqueros, los comerciantes y los empresarios españoles habían sido incapaces de realizar. Sin embargo, el nuevo régimen no podía contar con su apoyo inequívoco. Esto se debía en parte a los estrechos lazos que existían entre la industria y el campo, que se habían intensificado durante los acontecimientos revolucionarios de 1917 a 1923. También era un reflejo de las circunstancias que afectaban a la Segunda República. La combinación de un contexto de depresión a nivel mundial con el considerable incremento, en tamaño e influencia, de los sindicatos, era algo que difícilmente podía animar a los empresarios a la aventura. El entusiasmo mostrado por los intelectuales liberales y los nacionalistas regionales en Cataluña y el País Vasco en favor del reformismo y el federalismo de la República no se reflejó en la actitud de la élite económica. En el mejor de los casos, existía cierta tolerancia hacia la República entre los elementos más progresistas de la industria ligera. Sin embargo, la acogida provisional que dieron a la República, con dudas y muchas veces con remordimientos instantáneos, fue contrarrestada por las reacciones de la alta burguesía catalana y vasca[34]. Sin embargo, en términos generales la mayoría de los empresarios y banqueros estaban de acuerdo con el punto de vista de la prensa derechista en el sentido de que la República era un régimen peligroso y revolucionario. Esto venía confirmado tanto por las actividades legales de los grupos de presión de los empresarios industriales, actividades que eran disolventes y subversivas, como por el hecho de que en la financiación de Renovación Española y de falange los empresarios vascos tuvieron casi tanta relevancia como los terratenientes[35].
Así pues, las ambiciones tímidamente reformistas de la República habían de hacer frente a la hostilidad incesante de los dos aliados de la coalición reaccionaria española. Es decir, el poder económico de los empresarios y terratenientes permaneció intacto durante la transición de la monarquía a la República. Por otra parte, habían perdido el monopolio del poder político y estaban empeñados en utilizar indas las armas sociales y económicas que tuvieran en sus manos para recuperar el control del aparato estatal. Como resultado de las elecciones relativamente limpias de 1931, la clase obrera y la baja burguesía urbana se encontraban ahora en condiciones de lograr sus mínimas aspiraciones políticas y sociales. Pocos meses después de la fundación del nuevo régimen, el gobierno de coalición republicano-socialista había introducido reformas que desafiaban en sus fundamentos la estructura social y económica anterior a 1931. La intención que había tras esta legislación social inicial era aliviar la miseria de los jornaleros del sur. Sin embargo, el ineficaz sistema latifundista dependía, para su supervivencia económica, de la existencia de un ejercito de reserva de braceros a los que se pagaban salarios de hambre. La introducción de la jornada laboral de ocho horas diarias donde anteriormente los hombres habían trabajado de sol a sol y de los comités de arbitraje para la regulación de los salarios y de las condiciones de trabajo, enfurecieron a los latifundistas.
Como la depresión hacía descender los precios de los productos agrícolas, los consiguientes aumentos de salarios, aunque fueron mínimos, significaron una redistribución de la renta potencialmente importante. Los medios tradicionales de mantenimiento de los salarios bajos —introducción de mano de obra barata del exterior y el cierre patronal agrícola (lock-out)— fueron dificultados por los decretos de términos municipales y de cultivo obligatorio. Con el aluvión de braceros a la Federación de Trabajadores de la Tierra de UGT y figurando el líder de la UGT Francisco Largo Caballero al frente del Ministerio de Trabajo, los terratenientes del sur se sintieron tan amenazados como sus homólogos italianos del Valle del Po cuando se enfrentaron a los ambiciosos avances del sindicato agrario socialista, la Federterra, tras la primera guerra mundial[36].
Si bien los fabricantes textiles catalanes y los empresarios de la industria ligera se beneficiaron del aumento del poder adquisitivo del campesinado, los empresarios de la industria pesada del País Vasco y los propietarios de las minas de Asturias se vieron tan fuertemente afectados como los latifundistas por la depresión y por el aumento de poder y de confianza de los sindicatos. Rápidamente iniciaron la búsqueda de nuevas formas de defensa de intereses económicos que nunca se habían visto afectados por amenazas legales como las que les planteaba la República. Los métodos adoptados para combatir los problemas planteados por el establecimiento de una democracia de masas operativa tomaron dos formas, una legal y otra violenta. A pesar de las manifiestas diferencias entre ellas, especialmente en términos de táctica cotidiana, sus estrategias generales eran complementarias y sus objetivos a largo plazo prácticamente idénticos. La defensa legal de los intereses oligárquicos implicaba la movilización de un movimiento de masas derechista que igualase la fuerza numérica de la izquierda. Eso dio lugar finalmente a la creación de la organización católica autoritaria Confederación Española de Derechas Autónomas. A diferencia de los intentos de esta última de conquistar el poder y de establecer un Estado corporativo por medios electorales, los llamados «catastrofistas» (es decir, los carlistas, los monárquicos de Renovación Española y los falangistas) se dedicaban abiertamente a la destrucción del régimen parlamentario.
Dada la agudeza del conflicto de clases en España, nunca hubo grandes posibilidades de que algún sector significativo de la clase obrera fuese movilizado por los grupos derechistas. Todos los intentos hechos en tal sentido durante la Segunda República fracasaron. El único grupo social, mínimamente sustancial, susceptible de manipulación por las derechas era el de las clases rurales medias-bajas. Los esfuerzos por movilizar a los pequeños propietarios agrícolas contra el poder creciente de la clase obrera urbana y rural ya habían tenido un éxito considerable. La Confederación Nacional Católico-Agraria, financiada por los grandes terratenientes, tenía medio millón de afiliados antes de que, con la dictadura de Primo de Rivera, empezase a parecer inútil[37]. Su influencia fue, no obstante, heredada por Acción Nacional, organización política católica de masas fundada a la semana siguiente de la caída de la monarquía y empeñada en la resistencia contra cualquier cambio en el orden religioso, económico o social. Bajo el dinámico liderazgo de un joven monárquico, José María Gil Robles, Acción Popular, nombre con el que se rebautizó en 1932, llevó a cabo campañas de propaganda generalizada destinadas a convencer a los pequeños terratenientes conservadores de que los intentos de la República de quebrar el poder social de la Iglesia constituían una persecución religiosa sin paliativos y que la proyectada reforma agraria iba dirigida tanto contra ellos como contra los grandes terratenientes.
Se gastaron ingentes sumas de dinero en convencer a estos pobres pero orgullosos agricultores de que la República los iba a convertir en proletarios. Cuando Acción Popular absorbió, en los primeros meses de 1923, a organizaciones derechistas similares a ella y se convirtió en la CEDA, podía contar con el apoyo de millones de personas. Estas bases eran persistentemente bombardeadas con la más virulenta propaganda antirrepublicana, como parte del proceso por H cual estaban siendo preparadas para combatir a la izquierda por lo que Gil Robles denominaba «la posesión de la calle». Se organizaron concentraciones masivas en las que se fomentaba en el auditorio una rabiosa hostilidad hacia el régimen parlamentario. En 1937, como más tarde lo hizo en sus memorias, Gil Robles afirmó que las reservas de beligerancia antirrepublicana así conseguidas hacían posible la victoria de Franco en la guerra civil[38]. A pesar de la intensidad de su antirrepublicanismo, la CEDA se mantuvo dentro de los límites de la legalidad. Sin embargo, una abierta admiración tanto por el fascismo italiano como por el nazismo alemán indicaba la fragilidad de ese legalismo. Hitler y Mussolini eran admirados por llevar a cabo los propósitos que se había fijado la CEDA: la destrucción del socialismo y del comunismo, la abolición del parlamentarismo liberal y el establecimiento del Estado corporativo[39].
Los fines de Gil Robles a corto plazo eran obstaculizar las ambiciones reformistas de la República. Antes de su considerable éxito de 1933, esto se consiguió mediante un hábil programa de obstruccionismo parlamentario. Después, cuando tuvo la fuerza suficiente para controlar la política de una serie de ministerios en manos de los radicales o de éstos junto con la CEDA, este bloqueo se convirtió en la abolición completa de la legislación social de la República. El propósito de Gil Robles antes de las elecciones de 1933 había sido el establecimiento legal del Estado corporativo como medio de defensa permanente contra la izquierda. Cuando su victoria se demostró insuficiente adoptó una táctica más sibilina, consistente en fragmentar gradualmente el Partido Radical mediante una serie de crisis ministeriales bien orquestadas, abrigando la esperanza de ser designado eventualmente para formar gobierno. Al mismo tiempo, la brutal disminución del nivel de vida de la clase obrera le daba una nueva arma. Si pudiese provocar un levantamiento izquierdista, después de su represión se podría imponer el Estado corporativo[40]. Cuando ello sucedió, la insurrección de 1934 fue sofocada con tales dificultades que las esperanzas de una rápida introducción del Estado corporativo se abandonaron en favor de una vuelta a una táctica legalista más lenta. Las esperanzas de Gil Robles se vieron finalmente frustradas cuando a finales de 1933 una crisis de gobierno mal calculada llevó no a su nombramiento como presidente del gobierno, sino a la convocatoria de elecciones[41].
El éxito relativo de Gil Robles en la restauración del orden social anterior a 1931 provocó la unidad de la izquierda que había de ser la base de la victoria electoral del Frente Popular en febrero de 1936. La revolución de Asturias en octubre de 1934 ya había apuntado la imposibilidad de una imposición pacífica del Estado corporativo. Las elecciones del Frente Popular significaron el fracaso definitivo de los esfuerzos realizados por la CEDA por utilizar la democracia contra sí misma. En lo sucesivo las oligarquías terrateniente e industrial buscaron una forma de protección menos peligrosa y permanente. Comenzaron a reencauzar su apoyo financiero en favor de la derecha «catastrofista». Al mismo tiempo las masas uniformadas del movimiento radical juvenil de la CEDA empezaron a ingresar en la Falange y, en menor medida, en el movimiento carlista[42]. Los pagadores del catastrofismo, por supuesto, habían puesto sus esperanzas en el ejército.
El fin de las ilusiones acerca del establecimiento legal del corporativismo por parte de la CEDA dio nuevas y agradables perspectivas de ida a la debilitada Falange. Para las demás organizaciones catastrofistas, Renovación Española y la comunión tradicionalista, de naturaleza carlista, esto no revistió gran importancia, excepto para confirmar lo que desde hacía tiempo predecían. Los carlistas, en particular, se vieron poco afectados por los acontecimientos diarios de la política durante la República. Acérrimos antimodernos y empeñados en el establecimiento de una monarquía teocrática, su compromiso con la destrucción violenta de la República laica era inamovible. Encerrados mi sus feudos navarros, tendían a mantenerse distantes del resto de la derecha, aunque contribuyeron a ayudarla significativamente de dos maneras. La más evidente fue la aportación de su fanática milicia, el requeté, a la causa de la derecha en la guerra civil. La menos evidente fue proporcionar a la derecha un cuerpo autóctono de doctrina reaccionaria que permitió a otros derechistas defender, como auténticamente españolas, las ideas autoritarias y fascistas en boga[43].
La derrota de Gil Robles aportó el contexto necesario para el levantamiento militar a que se dedicaban las principales actividades le Renovación Española. Al igual que Gil Robles y José Antonio Primo de Rivera, sus líderes habían sido militantes de la Unión Patriótica de Primo y de la Unión Monárquica Nacional, fundada en 1930 con el fin de ocupar el puesto de los partidos oligárquicos del periodo de la Restauración. Eran jóvenes miembros de la élite política monárquica que creían que la monarquía había fracasado porque estaba teñida de constitucionalismo liberal. En consecuencia, buscaron nuevos medios de defensa de los intereses de las clases altas. Devotos del general Primo de Rivera, su ideal era un Estado corporativo bajo una monarquía militar, aunque eran receptivos a otras soluciones al problema del auge de las masas izquierdistas. Aunque alardeaban de un movimiento juvenil radical e incluso pertenecieron Acción Popular hasta fines de 1932, a los monárquicos les repelía la política populista y se inclinaban hacia formas más incisivas y elitistas de hacer frente a la amenaza izquierdista. Así pues, Renovación española fue concebida como una organización de lucha dedicada a extender la idea de la legitimidad de un levantamiento militar contra la República, a inyectar el espíritu de rebelión en el ejército y a proporcionar la cobertura necesaria para la colecta de fondos, la compra le armas y la conspiración. Que la defensa del orden social, para esta organización, primaba sobre la conservación de la monarquía se puso de manifiesto en los planes del grupo para el futuro, planes que se revelaron como una admirable profecía del régimen de Franco. Eduardo Aunós y José Calvo Sotelo, fuertemente simpatizantes del fascismo italiano, habían realizado múltiples viajes en busca de modelos para la defensa del orden establecido y habían regresado como defensores entusiastas de la ordenación corporativa del movimiento obrero y de la economía[44]. Sin embargo, el desdén que ambos mostraban por las masas, responsables en su opinión de los excesos de la democracia, restringió cualquier inclinación que pudieran haber tenido a favor de un fascismo verdaderamente populista.
No era motivo de sorpresa que miembros del grupo Renovación Española financiasen con agrado a la Falange. Careciendo de bases militantes, los monárquicos veían a la Falange como carne de cañón en potencia para la lucha callejera y como un instrumento de desestabilización política para extender un ambiente de inseguridad y para justificar un alzamiento militar[45]. Además la presencia de José Antonio, hijo del dictador, al frente de Falange constituía una garantía útil para los empresarios y, en particular, para los terratenientes. El mismo tipo de garantía que el joven aristócrata Primo de Rivera proporcionaba a los terratenientes del sur era el que José María de Areilza representaba para la alta burguesía vasca. De hecho, a pesar de toda su retórica anticonservadora, los límites del radicalismo falangista estaban muy claros. Los elementos lumpenproletarios más francos, procedentes de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista, a las que se había unido la Falange a principios de 1934, fueron rápidamente sometidos a control. Además, incluso las críticas jonsistas de la mediocridad moral y espiritual de los elementos del sistema burgués jamás llegaron al ataque del sistema de producción capitalista. La vacuidad de las consignas revolucionarias de la Falange fue revelada por su participación en la represión de la izquierda tras el alzamiento de octubre del treinta y cuatro y, más patentemente, por su papel en la guerra civil[46].
Con anterioridad a 1936 la Falange había sido incapaz de conseguir una masa de seguidores significativa debido a que sus apoyos naturales, las clases rurales medias-bajas, ya habían sido reclutadas por la CEDA. Perdería el apoyo financiero de los monárquicos de Renovación Española no a causa de su retórica izquierdista, sino debido a la rivalidad personal entre José Antonio Primo de Rivera y José Calvo Sotelo. José Antonio se negó a unirse con la coalición derechista de Calvo Sotelo, el Bloque Nacional, aunque otros elementos supuestamente radicales de la Falange sí que se unieron al mismo. Ramiro Ledesma Ramos, por ejemplo, no se mostró tan intransigente como para rechazar el regalo de una motocicleta por parte de los monárquicos[47]. Incapaz de reclutar grandes masas y retirado gran parte del apoyo financiero nacional, la supervivencia de la Falange fue posible, en parte, gracias al dinero del gobierno italiano, aunque esto no debe considerarse en exclusiva como un sello de la aprobación fascista, puesto que tanto los carlistas como Renovación Española eran objeto de la buena disposición de Mussolini[48].
Mientras Falange se encontraba en sus horas bajas, la mayor parte de los esfuerzos de la oligarquía se dirigían a atraer a las masas de la CEDA hacia la órbita más agresiva de Renovación Española. Esto había de hacerse a través del mecanismo del llamado Bloque Nacional, bajo el liderazgo de José Calvo Sotelo. En teoría, el Bloque Nacional fue un perfecto anticipo de la unificación franquista. En la práctica, tanto Gil Robles como Primo de Rivera se mantuvieron al margen. En esta actitud había un fuerte elemento de rivalidad personal. José Antonio estaba resentido por la manera en que Calvo Sotelo le había robado su bagaje ideológico al abogar por soluciones fascistas para la crisis española. Su aristocrático desdén se reveló en el comentario de que Calvo Sotelo nunca podría acaudillar un movimiento de salvación nacional a causa de su torpeza en la equitación[49]. También existían fricciones personales entre Gil Robles y Calvo Sotelo. Con todo, si bien la unidad formal se vio obstaculizada por consideraciones personales, el triunfo de la izquierda en febrero de 1936 creó una situación en que la unidad de hecho se convertía en una necesidad urgente.
La izquierda estaba ahora dispuesta a llevar a cabo las reformas que con tanto éxito había impedido la CEDA. El evidente desafío a los intereses oligárquicos condujo a un notable cierre de filas en la derecha. Los líderes de Renovación Española intensificaron su presión en favor de una intervención militar y encauzaron fondos hacia la Falange para la realización de un programa de desestabilización política. Los ataques a personas y organizaciones de izquierda por parte de Falange y de militantes de la Juventud de Acción Popular fueron utilizados por Gil Robles y Calvo Sotelo como base de escalofriantes discursos parlamentarios en los que alegaban que España estaba entregada a la anarquía. En consecuencia, las clases medias y altas fueron inducidas por medio del terror a creer que sólo el ejército podría salvarlas. Los papeles de carlistas, Falange y Renovación Española en los preparativos finales de la largamente esperada catástrofe eran casi predecibles. Más interesante fue el comportamiento de la CEDA. Aunque fuera el partido político de la derecha más arraigado, y había sido creado concretamente para contrarrestar a la izquierda, una vez llegada la crisis, la mayoría de sus líderes y de sus bases volvió a la reacción refleja de la derecha española amenazada. Junto con los catastrofistas que habían estado intentando preparar el terreno para un golpe de estado, se dirigieron al ejército. Habiendo aceptado ya que el legalismo había fracasado, Gil Robles no hizo nada por detener el flujo de sus seguidores hacia organizaciones extremistas. Cedió los fondos electorales de la CEDA a los conspiradores del ejército y ordenó a los militantes de base de su partido que se pusieran a las órdenes de los militares en cuanto comenzase el alzamiento. Ensalzó la violencia fascista como respuesta patriótica a los pretendidos crímenes de la izquierda. Persona muy alabada por su legalismo, Gil Robles no dudó en poner su fuerza al servicio de los que pretendían establecer por la violencia el Estado corporativo autoritario.
La afinada orquestación de los esfuerzos tanto de los catastrofistas como de los legalistas en la primavera de 1936 indujo a muchos izquierdistas a ver a la CEDA, Renovación Española, a los carlistas y la Falange como regimientos de un mismo ejército. Durante toda la República, los líderes de cada grupo derechista habían intervenido en los mítines de los otros, siendo, normalmente, bien recibidos. Se reservaban espacios en la prensa de los diversos partidos para incluir informes favorables sobre las actividades de los rivales. Todos los sectores de la derecha compartían la misma determinación de establecer un Estado corporativo y de destruir las fuerzas efectivas de la izquierda. Todos ellos eran servidores de las oligarquías terrateniente e industrial en la medida en que dependían de su apoyo financiero, y todas sus actividades políticas estaban dirigidas a la protección de los intereses oligárquicos. Había, por supuesto, diferencias de opinión que ocasionalmente conducían a polémicas públicas. No obstante, rara vez iban más allá de disensiones sobre la táctica y, en tal caso, normalmente sobre lo que a los demás grupos parecía un excesivo legalismo de la CEDA. Estos grupos raramente rompieron su unidad parlamentaria en tiempo de elecciones o, lo que es más importante, durante la guerra civil, en fuerte contraste con las divisiones que quebraron a la izquierda en tiempos tanto de paz como de guerra. Es más, no era raro, en particular entre la burguesía rural de las provincias, pertenecer a más de una de estas organizaciones, y en algunos casos a todas ellas.
Tanto separada como conjuntamente, todos estos grupos constituyeron instrumentos de solución de una crisis en la que se encontraban las oligarquías terrateniente e industrial españolas como consecuencia de la presión de la izquierda en favor del cambio. La intensidad de esta crisis se debía en parte a la situación internacional, pero en mayor medida era el resultado del éxito obtenido por la oligarquía terrateniente al ir retrasando el cambio durante casi un siglo. Tras el hundimiento de la política de la Restauración y el fracaso final de la dictadura de Primo de Rivera, había que buscar nuevos métodos de defensa de los privilegios oligárquicos. En este sentido se puede considerar a las organizaciones derechistas, primero por separado y después de febrero de 1936 en conjunto, manifestaciones del fascismo español. En algunas ocasiones se ha comentado que el papel principal desempeñado por el ejército sugiere que la sublevación nacionalista no fue, en ningún sentido significativo, fascista. De hecho, como otros sectores de la derecha tradicional, el ejército se había permitido, en cierta medida, ser fascistizado. Algunos oficiales eran falangistas puros; la organización conspiradora, Unión Militar Española, era puramente fascista en su retórica, y durante toda la guerra civil la política del ejército no se podía distinguir de los fascismos contemporáneos.
Ya se han subrayado diversas diferencias y similitudes entre las experiencias italiana y española. Una diferencia fundamental que subraya las similitudes en otros aspectos es el hecho de que la crisis española llegó a su punto culminante catorce años después de que Mussolini conquistase el poder. La izquierda española había aprendido la lección de Italia, así como la de Portugal, Alemania y Austria. En España no existía la posibilidad de vencer a la izquierda con escaramuzas de squadristi. La guerra civil fue, en este contexto, la inevitable culminación del intento de imponer soluciones más o menos fascistas a la crisis española. En otras palabras, no sólo la tradición histórica y las pautas existentes de relaciones civiles-militares, sino también la fuerza de la clase obrera española y su decisión de resistirse a lo que consideraba como fascismo, dictaron que fuera el ejército quien desempeñara el papel principal en la defensa de los intereses derechistas.
El hecho de que en aquel caso la defensa de la oligarquía llevase a una guerra abierta proporcionó inevitablemente al ejército durante el régimen de Franco una influencia que no tuvo parangón en Italia. Por esta razón, la novedosa retórica antioligárquica estuvo bastante más reprimida bajo Franco que bajo Mussolini. Sin embargo, con la unidad formal en un solo partido de los grupos derechistas del período anterior a la guerra, el régimen de Franco consiguió los objetivos a que todos ellos aspiraban: el Estado corporativo, la abolición de los sindicatos libres, la destrucción de los partidos políticos y de la prensa de izquierda. Gran cantidad de dirigentes de las clases obreras fueron ejecutados y muchos más fueron internados en campos de concentración. La dominación social de los grandes terratenientes fue restaurada intacta. La política económica de Franco, como cabía esperar, favoreció permanentemente a la oligarquía terrateniente[50]. Esta identificación con la oligarquía tradicional es una de las razones de que con frecuencia no se identifique al régimen de Franco con el fascismo. Otra razón es la dominación política del ejército español durante la dictadura. No se debe olvidar, sin embargo, que el cuerpo de oficiales se llenó de falangistas durante la guerra civil, ni que funciones importantes del régimen, como la prensa, la propaganda y la organización sindical, estuvieron en manos de la Falange hasta los años setenta.
No deja de ser irónico, por tanto, que la dictadura de Franco, realizando inadvertidamente la función modernizadora que caracterizó a los regímenes fascistas, hubiese de asistir al eclipse de la oligarquía terrateniente y al triunfo final de la oligarquía industrial. Las represivas relaciones laborales del régimen condujeron a la acumulación de capital; su rabioso anticomunismo atrajo la ayuda norteamericana. La combinación de ambos factores, en el contexto favorable de finales de los cincuenta, condujo al segundo y definitivo despegue industrial de España. A finales de la década de los sesenta, la élite industrial llegó a considerar al régimen de Franco como un molesto anacronismo y, en consecuencia, industriales y banqueros coincidieron con la oposición democrática en su lucha por el cambio. La derecha, que había sido lo bastante implacable y versátil como para servirse tanto de falangistas como de militares, había cambiado. Para salvaguardar el desarrollo económico de los años sesenta y setenta la oligarquía estaba dispuesta a aceptar la cooperación con la izquierda moderada con vistas a permitir el establecimiento de la democracia. No es sorprendente que ciudadanos desconcertados de la ultraderecha y militares se plegaran en defensa de un concepto retóricamente fascista del régimen y en contra de los deseos de la mayoría abrumadora de la población.