8

Aurora

Por eso me ha parecido a mí que el tiempo no es otra cosa que una distensión; pero ¿de qué? No lo sé; y maravilla será, si no es de la misma alma.

SAN AGUSTIN, Confesiones, Libro XI

En su difícil viaje de regreso a Florencia, Galileo escribió cartas a todos sus amigos en las que les explicaba por qué su visita había sido un éxito, más aún que la de 1611. Todos ellos habían oído la historia de fuentes más inmediatas, así que no dieron crédito a su relato, pero aun así muchos de ellos le respondieron con tono tranquilizador. Había sido un éxito, sin duda.

Todas las noches se quejaba de la comida de las posadas, las camas infestadas de chinches, el crujido de los suelos y los incesantes ronquidos de los demás viajeros (cuando él mismo era un prodigioso roncador), de modo que, en lugar de retirarse, salía a dormir al cojín acolchado de su litera o al escabel del telescopio, arrebujado en una manta.

Una noche, en una posada del camino, junto a Montepulciano, totalmente incapaz de conciliar el sueño, se sentó embozado en la manta junto al telescopio. Inclinado sobre él, contempló Júpiter, su propio emblema y reloj y, en muchos aspectos, la causa de todos sus problemas. En aquel momento se encontraba casi en su cénit. Marcó las posiciones de sus lunas en la tabla de su cuaderno de trabajo.

Tras contemplar durante largo rato la pequeña constelación de puntos blancos, se levantó y se dirigió a los establos, donde sabia que gustaba de dormir Cartophilus. Le clavó un dedo nada amistoso en la espalda.

—¿Qué pasa? —graznó el anciano.

—Tráeme a tu señor —exigió Galileo con fiereza.

—¿Cómo? ¿Ahora?

—Ahora mismo.

—¿Por qué ahora?

Galileo agarró al hombre por el huesudo cuello.

—Quiero hablar con él. Tengo preguntas para él. Vamos.

—Agh —resolló Cartophilus. Galileo lo soltó y el anciano se frotó el cuello mientras esbozaba una mirada de ceñudo resentimiento—. Lo que vos digáis, maestro. Vuestros deseos siempre son órdenes para mí, pero no puedo sacarlo de la nada. —Alargó la mano hacia un jarro de agua que guardaba todas las noches junto a su cama, tomó un trago y se lo ofreció a Galileo, quien la rechazó con un ademán—. Lo haré en cuanto me sea posible. Puede que tarde un día o dos. Será más fácil cuando estemos de regreso en Florencia.

—Date prisa —le ordenó Galileo—. Estoy harto de esto. Tengo algunas preguntas.

El anciano lo observó un instante antes de mirar en el interior de su jarra.

—¿El viaje a Roma ha tenido que ver con él, quizá?

—En cierto modo. —Galileo colocó su gran puño derecho justo debajo de la nariz del hombre—. Tú sabes más que yo de eso, estoy seguro.

Cartophilus negó con la cabeza de manera muy poco convincente.

—Claro que no —resopló Galileo. ¿Realmente eres el judío errante?

El viejo volvió a negar con la cabeza.

—La historia no coincide del todo. Aunque me siento maldito. Y soy viejo. Y errante.

—¿Y eres judío?

—No.

—¿Te burlaste de Cristo mientras arrastraba la cruz hacia el Gólgota?

—Desde luego que no. ¡Ja! Era una historia que contaban los gitanos. Hace un par de siglos, cuando un grupo de ellos llegaba a una ciudad explicaban que eran penitentes inmortales porque, sin darse cuenta, habían insultado a Jesús. Prácticamente todas las ciudades en las que la contábamos nos abrían las puertas y nos trataban como si perteneciéramos a la realeza. Después fue un simple caso de transferencia.

—Así que el judío errante venía de Júpiter.

El viejo enarcó marcadamente las cejas y dio otro trago antes de responder.

—Deduzco que recordáis algo de vuestro último síncope.

—Lo sabes mejor que yo —rezongó Galileo.

—No. Pero me di cuenta de que queríais ir a Roma para defenderos.

—Sí.

—Sólo que las cosas no han salido como esperabais.

—No.

Cartophilus vaciló largo rato. Cuando Galileo empezaba a pensar que había vuelto a quedarse dormido, se aventuró a decir:

—A veces tengo la sensación de que cuando alguien intenta hacer algo basándose en su… conocimiento de las cosas, o, mejor dicho, en un conocimiento previo, en una premonición, lo que los alemanes llaman Schwanung, lo que hace, sea lo que sea, acaba… rebotando contra él. En lugar de impedir o conseguir el final deseado, sus actos tienen el efecto de provocar justo lo contrario. Una acción complementaria, por decirlo así.

—Lo sabes mucho mejor que yo, no me cabe duda.

—No es cierto.

Galileo volvió a levantar el puño.

—Tú convoca a tu señor.

—En cuanto me sea posible. En Florencia. Os lo prometo.

De regreso a Florencia, Galileo se trasladó a la casa nueva que acababa de alquilar en Bellosguardo, la Villa del Segui, una hermosa mansión situada en lo alto de una colina, al sur del río, desde la que se divisaba la ciudad. Volvía a tener una casa de verdad, por primera vez desde la casa Galilei de Padua. Allí estaba, de vuelta a sus jardines, de vuelta a los cuidados de La Piera, de vuelta a los brazos de sus chicas (o al menos a los de Virginia).

Acababa de instalarse cuando una noche, al salir al jardín para completar sus abluciones, lo sobresaltó un movimiento junto al muro de los establos.

Una figura negra salió de la oscuridad. Galileo se disponía a lanzar un grito cuando se dio cuenta de que era el desconocido. Al ver aquel rostro anguloso, la cara nada ganimedana de Ganímedes, experimentó una sensación intensa, aunque vaga, de liberación. Todos los recuerdos borrosos e inciertos de lo que le había acontecido en las lunas jovianas regresaron en tropel. Los de sus últimos viajes nocturnos eran como ensueños, de los cuales algunos instantes destacaban con más claridad que las cosas del presente —en concreto, en aquel caso, el fuego—, pero el resto era más vago de lo que era habitual en su memoria, quizá por su contenido onírico. Le habían hecho algo en la mente, lo sabía; la mujer llamada Hera lo había ayudado a contrarrestar un preparado con otro, eso lo recordaba. Así que no era sorprendente que sufriese efectos secundarios. En todo caso, los viajes anteriores habían aflorado a su recuerdo, aunque sólo al ver la cara, fina como una hachuela, del desconocido. El corazón de Galileo se aceleró en su pecho ante el vívido recuerdo del fuego, que nunca había terminado de abandonarlo.

—Quiero regresar —exigió—. Tengo algunas preguntas.

—Lo sé —dijo Ganímedes—. Y también hay preguntas para ti. He tomado medidas para asegurar el dispositivo al otro lado.

Galileo resopló.

—Ya me lo imagino. Pero, de todos modos, quiero ver a Hera.

Ganímedes frunció el ceño.

—No creo que eso sea sensato.

—La sensatez no tiene nada que ver con ello.

Esta vez, Ganímedes se limitó a girar una protuberancia de la caja de peltre que llevaba colgada del codo y al instante se encontraron allí, en el interior de una de las cavernas de hielo verde y azulado de Europa.

—Vaya —exclamó Galileo, sorprendido—. ¿Qué le ha pasado a tu teletransportador?

Ganímedes ladeó la cabeza.

—Eso lo hacíamos para darte un medio de comprender lo que estaba sucediendo. Pensamos que si te bilocábamos sin que pudieras explicarte la prolepsis en tu propio marco de referencia, la desorientación podía ser excesiva. Algunos temían que sufrieras un colapso mental o que, de algún otro modo, te negaras a aceptar la realidad de la prolepsis. Que tal vez decidieras que se trataba de un mero sueño. Así que creamos un simulacro de transporte que tuviera sentido en términos locales: en tu caso, un vuelo por el espacio. Le dimos al entrelazador la forma de algo que pudiera enviar tu visión hasta nosotros. Luego te transmitimos la experiencia del vuelo, una vez bilocalizado.

—¿Se puede hacer eso?

El desconocido dirigió a Galileo una mirada de lástima.

—A veces es posible diferenciar las experiencias simuladas de las reales, pero en espacios pobres en datos, como es el vacío estelar, es difícil hacerlo.

Galileo señaló con un gesto la gran caverna de hielo que se alejaba de ellos en todas direcciones, con un techo de color aguamarina recubierto por una constelación de grietas.

—Si esta caverna no fuese real, ¿cómo podría yo saberlo?

Ganímedes se encogió de hombros.

—Tal vez no pudieras.

—Ya me lo imaginaba —murmuró Galileo—. Todos éstos son paisajes oníricos. —Volvió a recordar su inmolación en la pira. En voz más alta, añadió—: ¿Qué nos mantiene calientes?

—El calor.

—Bah. ¿De dónde procede ese calor? ¿Y el aire?

—Los crean unos motores.

—¿Motores?

—Máquinas. Dispositivos.

—¡Qué revelador!

—Lo siento. Los detalles no te dirían nada. Poca gente aquí los comprende. Pero el calor y el aire no suponen un problema importante, en cualquier caso. Lo más complicado es protegerse de la radiación de Júpiter. Por eso, cuando estamos en Europa, permanecemos bajo tierra la mayor parte del tiempo. Una de las razones por las que se han vuelto locos, si quieres saber mi opinión. En Ganímedes nos encontramos bajo el cielo. En Ío utilizamos los nuevos campos burbuja. Pero aquí hay estructuras más antiguas para hacer frente a ese problema.

—¿Radiación? ¿Es otra denominación del calor?

—Algo así, pero hay vibraciones a lo largo de un amplio abanico de longitudes. Nuestros ojos captan determinadas longitudes de onda, pero la banda de lo visible no es más que una parte de un espectro más amplio que se extiende a ambos lados. Las ondas de menor longitud son los rayos gamma, y luego la longitud de onda va aumentando hasta toda la anchura del universo, más o menos.

Galileo se lo quedó mirando.

—¿Y esas otras ondas, cómo se manifiestan?

—A veces en forma de calor. O en forma de un castigo a la carne que no se siente. No sé cómo explicártelo exactamente.

Galileo puso los ojos en blanco.

—Pues llévame con alguien que sí sepa.

—La verdad es que no tenemos tiempo para eso, lo siento.

—¡Llévame con alguien que sí sepa! Porque tú eres idiota.

Ganímedes cerró los ojos.

—Yo desciendo de…

—¡Llévame! —gritó Galileo mientras le daba un fuerte empujón en el pecho. En casa le habría pegado. ¿Por qué allí no? No tenía el convencimiento de que aquello fuera real. Le propinó un puntapié en la espinilla mientras un ataque de rabia teñía de rojo todos los azules del lugar—. ¡Vamos! Quiero ver a alguien que sepa algo. ¡Debe de haber alguien que sepa algo!

Levantó su gran puño.

—Detente —protestó Ganímedes. Era flaco a pesar de su estatura y no parecía acostumbrado a la lucha física—. Deja de intentar intimidarme. Aquí no estamos en uno de vuestros callejones bárbaros. La gente verá lo que haces y pensará que no estás realmente civilizado.

—¿Yo? El incivilizado eres tú, que no conoces ni el fundamento del funcionamiento de vuestras máquinas,

—No digas tonterías. Nadie sabe todas esas cosas. ¿Podrías tú decirme cómo funcionan todas las máquinas de tu época?

—Sí, por supuesto. ¿Por qué no iba a poder?

Ganímedes apretó los labios.

—Bueno, pues ya no es posible.

—No lo acepto. Al menos los principios deben estar claros, si haces el esfuerzo de entenderlos.

—Ya lo verás. —Y murmuró algo a un lado, como si estuviera hablando con un ángel invisible.

—Llévame.

—Te llevaré.

La galería en la que se encontraban era una especie de antecámara abierta de dimensiones gigantescas que daba entrada a otra ciudad excavada bajo el hielo. Los espacios abiertos se extendían tantos kilómetros en la distancia que el techo azul se curvaba y tocaba el suelo, interrumpiendo la vista. Galileo escogió un edificio plateado especialmente brillante delante de ellos, donde el techo parecía unirse con el suelo, y comprobó que sólo tardaban quince o veinte minutos en llegar hasta allí. Un horizonte muy cercano. Las calles y avenidas de la fría ciudad estaban a veces abarrotados de personas altas y gráciles, que se movían como si estuvieran en el agua. En otras ocasiones estaban casi vacías. Vestían como Ganímedes, con ropa sencilla pero de buena calidad, de tonos pastel que los hacían parecer iluminados bajo aquella luz verdosa.

Después de dejar atrás el edificio plateado continuaron caminando cerca de una hora, calculó Galileo, durante la cual pasaron junto a abarrotadas plazas a izquierda y a derecha, algunas de ellas abiertas al cielo negro y la mayoría techadas con una capa de hielo. A medida que transcurría esa hora fue aprendiendo a caminar mejor en aquella gravedad reducida. Aquella extraña liviandad sugería toda clase de ideas, incluida la de que el peso dependía del planeta en el que se encontraran. Otro indicio de que Europa debía de ser muy pequeño.

—¿Adonde me llevas? —dijo.

—A ver una persona que quizá pueda responder a tus preguntas. O quizá debería decir que es una máquina.

—¿Una máquina? ¿Entonces ninguno de vosotros sabe estas cosas?

—No, no, esta persona es una especie de… híbrido. Bastante parecido a ti, de hecho. Un físico y un matemático bastante famoso.

—Bien —dijo Galileo—. Quiero algunas explicaciones.

Llegaron a un lago y embarcaron en un bote bajo y alargado, parecido a una góndola. Una vez acomodados junto a la proa, uno de los tripulantes largó amarras y, con un suave zumbido, comenzaron a avanzar lentamente por las aguas transparentes y azules, dejando tras de sí una estela que dibujaba una espiral más lenta de la que habría aparecido en la laguna. El azul verdoso palpitaba sobre sus cabezas y a su alrededor formando ondas, y Galileo fue incapaz de calcular la profundidad del lago, puesto que las múltiples tonalidades de color azul cremoso variaban en intensidad y claridad, pero permanecían siempre opacas. Azul real, azul celeste, azur, turquesa, aguamarina: todos ellos se confundía en largas bandas, y parecía también que unas ondas de color cobalto pasaban por otras azules y las teñían el hacerlo, como si estuvieran circulando por el sistema venoso de un corazón azul y palpitante. Los edificios que había detrás de los anchos pilares de sustentación de su izquierda parecían bloques de hielo transparentes, pintados en tonos pastel, que mantenían vigorosamente su color incluso en aquella omnipresente luz verdosa, en aparente contradicción con todo lo que Galileo creía saber sobre la teoría de los colores. La aparición de una hilera curva de edificios junto a la ribera le recordó poderosamente al Gran Canal, y entonces se dio cuenta de que la ciudad era una especie de Venecia tallada en el hielo.

—¿Por qué no se funde?

—Está protegida. Revestida de diamante, de hecho.

La gente se asomaba a los pilares del mismo modo que habrían hecho en casa. Algunos de ellos miraban el agua, pero no a Ganímedes y a Galileo; su embarcación era sólo una entre muchas. Las ondas en el agua creaban una fina celosía de líneas curvas que se movían a cámara lenta. El hielo del techo era más grueso en algunas zonas que en otras, a juzgar por las diferencias de tonalidad en el verde azulado. Y, definitivamente, su superficie era recorrida por impulsos.

—¿Qué son esas ondas de color que atraviesan el techo? —preguntó.

—Las demás lunas ejercen fuerzas de marea en sentido contrario a la atracción de Júpiter propiamente dicha. Hacemos pasar por el hielo un tipo especial de luz que revela la tensión, a fin de ver las interacciones entre estas fuerzas.

—¿Y cómo conseguís que los canales y lagos se mantengan líquidos?

—Los calentamos —respondió Ganímedes con paciencia—. En algunas zonas verás vapor. En otras, cruzaremos una fina capa de nieve al avanzar por determinados canales.

—Pero no sabes cómo se calienta el agua, ¿verdad?

—Ése no es uno de los más complejos logros de nuestra tecnología, créeme.

Su embarcación se acercó con un zumbido a un pilar hecho de algo que parecía roca negra. Al desembarcar, Galileo peguntó:

—¿De dónde sale la roca?

—De los meteoritos, que aquí llamamos rocas celestes. Con uno o dos de los grandes hay suficiente para construir una ciudad entera, puesto que sólo lo utilizamos para complementar el hielo.

—¿Cuánta gente vive en esta Venecia vuestra?

—Se llama Rhadamanthys Linea. Cerca de un millón de personas.

—¡Cuántos! ¿Y cuántas ciudades como ésta hay en Europa?

—Puede que un centenar.

—¡Un centenar de millones!

—Es una luna grande, como bien sabes.

Sobre sus cabezas, los amplios arcos de cobalto y violeta palpitaban a su paso.

—Los patrones de luz son tan complicados que se diría que hay más de cuatro influencias —apuntó Galileo.

—Todas las lunas jovianas influyen sobre las demás.

—Pero ¿hay más de cuatro?

—Son unas noventa.

—¿Noventa?

—La mayoría son muy pequeñas. Algunas están muy alejadas. Pero todas ejercen su influencia, por pequeña que sea, y como el hielo del techo ha sido cargado de la manera que te decía, cada cambio en la relación de fuerzas queda registrado piezoeléctricamente.

—¿Y por qué lo cargan así?

Ganímedes se encogió de hombros.

—Les gusta el aspecto que tiene.

En aquel momento caminaban por una calle ancha y llena de gente, flanqueada por edificios bajos y alargados. Unos carromatos de poca altura se movían a la velocidad a la que corre un hombre sin que nadie tirara de ellos. Ante Galileo y su acompañante, un grupo de edificios muy altos y angulosos se elevaba casi hasta el techo de hielo.

—Eso debe de ser la torre de Babel —bromeó Galileo.

—Bueno, en su interior reina la confusión, sin duda. Y hay mucha gente que quiere que caiga.

Al poco tiempo llegaron a aquellos edificios altos y, una vez en su interior, entraron en una antecámara de vidrio, que al instante comenzó a ascender por el muro exterior a tal velocidad que Galileo, sorprendido, sintió como un taponazo en las orejas. Siempre lo había aquejado un pequeño dolor en el oído derecho, que ahora le palpitaba de manera desagradable. Así que parecía que, en algún sentido, su cuerpo también se encontraba allí.

—Si estoy aquí, ¿cómo puedo estar también en Italia, sufriendo uno de mis síncopes?

—Estás aquí en una potencialidad complementaria.

La antecámara de cristal se detuvo y se abrió una puerta en su costado interior. Salieron a una amplia y agradable terraza del color de la malaquita situada justo debajo del techo de hielo. Ganímedes llevó a Galileo hasta un pequeño grupo de gente congregado junto a una barandilla desde la que se divisaba la ciudad. Galileo alcanzó a ver el canal; sobre él aparecía una superficie reflectante en el mismo punto en que, en la Tierra, habría aparecido un espejismo, aproximadamente a medio camino del horizonte. A partir de allí parecía un camino de plata tendido entre edificios azules y ondulantes. Venecia tenía el mismo aspecto en ciertas noches de luna, y Galileo volvió a preguntarse si estaría soñando.

—Éste es Galileo Galilei, el primer científico —lo presentó Ganímedes—, presente entre nosotros en entrelazamiento proléptico.

—Ah, sí —dijo una mujer espigada que se encontraba en el centro del grupo—. Nos dijeron que habías llegado. Bienvenido a Rhadamanthys.

Aunque anciana, seguía teniendo la espalda erguida y era una cabeza más alta que Galileo. Llevaba unos pendientes de plata que le salían de los oídos y luego, tras describir una curva, parecían hundirse en su cuello. Galileo se inclinó brevemente ante ella, miró a su guía y murmuró:

—¿Y dónde está el matemático?

Ganímedes señaló a la anciana.

—Es ella. Aurora.

Galileo trató de disimular su sorpresa.

—Pensé que me habías dicho que era una máquina —dijo para justificarse.

—Eso es cierto, en parte —respondió la alta y delgada mujer—. Estoy conectada a diversas entidades artificiales.

Galileo mantuvo el rostro impasible, a pesar de que la idea se le antojaba monstruosa, algo así como meterse una de sus brújulas militares por un oído hasta llegar al cerebro. Y, en efecto, ahí estaban esos pendientes.

—Ven conmigo —dijo Aurora mientras lo tomaba del brazo y se alejaba un corto trecho con él a lo largo de la barandilla de la altana. Los crujidos y zumbidos sordos que parecían provenir del techo les impedían oír las otras conversaciones que tenían lugar en la terraza.

—Es un placer conocerte —afirmó la anciana con tono educado. Tenía una voz como la de Ganímedes, ronca y un poco cascada, y su latín poseía el mismo acento extraño que el de él—. A menudo se te llama el primer científico.

—Me sentiría honrado si eso fuera cierto, pero no fui el primero.

—Estoy de acuerdo. Pero sí que fuiste el primer matemático experimental.

—¿De veras?

—Eso se deduce de lo que nos enseña la historia y lo que hemos visto en los entrelazamientos. Pero, como es lógico, sólo se trata de especulaciones. El pasado siempre está cambiando. Pero hasta donde sabemos, tu intención era la de afirmar sólo aquello que podías demostrar y describir desde un punto de vista matemático. Eso es ciencia. ¿No fuiste tú el que lo escribió? ¿Que el mundo está escrito en un lenguaje matemático?

—Me gusta eso —admitió Galileo—. Si es que es cierto.

—Lo es en parte —respondió ella, aunque con cierta expresión de preocupación—. La realidad es matemática, mientras comprendas que la incertidumbre y la contingencia también se pueden describir matemáticamente sin que esto contribuya a desvelarlas.

—Enseñadme —pidió Galileo—. Enseñadme cómo respiráis aquí, qué son esas mareas de colores y… Enseñádmelo todo. ¡Quiero saberlo todo! Quiero saber todo lo que habéis averiguado desde mis tiempos.

La mujer sonrió, complacida por su insolencia.

—Tardaríamos algún tiempo.

—¡No me importa!

Aurora lo miró con curiosidad.

—Nos llevaría años, incluso para alguien de tu inteligencia.

—¿No se puede hacer más de prisa? ¿Contarme una versión abreviada?

—La versión abreviada no te permitiría entenderlo de verdad. Está hecha de metáforas de imágenes que no transmiten la situación real. Lo que te interesa es el trasfondo matemático, y para desarrollar eso mucha gente tuvo que trabajar durante muchos años. Ahora nadie aprende más que un pequeño porcentaje de la totalidad e incluso eso requiere muchos años.

—¡Puede que no para mí!

—Hasta para ti.

Galileo negó con la cabeza.

—No quiero pasar años estudiando. No dispongo de ellos.

Aurora pareció consultar los patrones de ondas que se intersecaban en el cercano cielo de hielo.

—Podemos administrarte un compuesto que te permitiría aprender más de prisa. Un velocinéstico sináptico, se llama, formado por una mezcla especial de productos químicos neurológicos. Con su ayuda, es posible forzar en cierta medida las propias capacidades. Las redes florecen en el cerebro con extremada rapidez. Es útil en determinadas situaciones.

—¿Un preparado alquímico?

—Sí, si quieres llamarlo así.

—¿Es peligroso? —preguntó acordándose de los alquimistas medio locos a los que había conocido, entregados a unas prácticas similares a la brujería en sus propios y lúgubres laboratorios y envenenados por su propia mano.

—No, creemos que no. Es ligeramente carcinogénico, pero no te matará. Aunque, según he oído, algunas personas han acusado cierto estrés después de consumirlo. Pero yo lo he probado y no he sentido tal cosa.

Y eso lo decía la mente de una máquina. Galileo fue incapaz de contener un resoplido. Tras meditarlo detenidamente, dijo:

—Dadme el compuesto. Y luego, ¿quién me enseñará las matemáticas? ¿Vos?

Ella le dirigió una mirada divertida.

—Una de nuestras máquinas.

—¿Otra máquina?

—Es un currículo estándar, diseñado para usarse con el velocinéstico. Será más rápido que yo y también más claro. Yo supervisaré el proceso.

—Pues hacedlo, entonces. ¡Quiero saber!

Los hombres de Aurora le entregaron un casco ajustado, hecho de una tupida malla metálica. Insistieron en que se sentara y lo acomodaron en lo que parecía un pequeño trono ligeramente inclinado hacia atrás.

Recostado en él, clavó la mirada en el techo de hielo. Unas rápidas palpitaciones se entrecruzaban sobre él formando densos patrones de interferencia, ondas procedentes de tres direcciones diferentes que proyectaban breves destellos de iridiscencia de color zafiro. Estas cimas triples formaban su propio patrón móvil, como la luz del sol sobre las aguas sacudidas por la brisa. Aunque las lunas Galileanas (qué buen nombre) sólo hubieran sido cuatro, sus mutuas interacciones habrían creado, como es lógico,un patrón muy complejo. Siempre había estado convencido de que las mareas terrestres eran el resultado de los movimientos de los océanos contra su base de roca, movimientos que, provocados por la rotación y la traslación de la Tierra alrededor del sol, creaban velocidades diferenciales. Pero allí le habían dicho que no era verdad. En tal caso, ¿qué provocaba las mareas? La atracción de los cuerpos celestes… Pero ahí estaba de nuevo la astrología. Y sin embargo, decían que era así. ¿Tenía razón la astrología, entonces, al hablar de influencias celestes e interacciones a distancia, acciones sin aplicación de fuerzas mecánicas de ninguna clase? ¡Detestaba las explicaciones que no eran explicaciones!

Y sin embargo, allí estaban. Miró a los ayudantes de Aurora, inclinados sobre las máquinas de la pared. Esperaba que el tratamiento funcionara, que no lo matara ni lo enloqueciera.

Le inocularon el compuesto en la sangre usando una aguja hueca que se insertó sin dolor alguno en su carne: una experiencia desagradable. Contuvo el aliento mientras lo hacían, y finalmente, cuando exhaló e inhaló, el mundo se hinchó como un globo. Al instante se dio cuenta de que estaba siguiendo varias cadenas mentales al mismo tiempo y que todas ellas se fundían en una fuga a contrapunto que a su padre le habría encantado escuchar de haber sido música. En cierto modo, parecía serlo: un canto polifónico de ideas, cada una de las cuales desarrollaba una parte de la música que formaba el todo. Hasta cierto punto, su propio pensamiento siempre le había parecido así, una serie de acompañamientos que discurrían bajo el aria de la voz de la mente. Sólo que ahora aquellos contrapuntos eran corales y poderosos, al tiempo que se encajaban con precisión arquitectónica en la melodía. Podía mantener seis o diez pensamientos a la vez y al mismo tiempo pensar en lo que estaba pensando y contemplar la composición entera.

Seguía habiendo una melodía principal, o un camino a través de un laberinto, un laberinto que era como el delta del Po. Parecía estar mirándolo desde arriba mientras cantaba. Gran número de canales desembocaban serpenteando sobre una planicie ligeramente inclinada. Cada canal era una especialidad matemática. Algunos de ellos eran poco profundos y se perdían en la arena, pero la mayoría culminaban sus bucles y volvían a unirse a otras corrientes. Unos cuantos eran tan profundos que hasta podrían navegar barcos por ellos. Corriente arriba se iban combinando hasta quedar reducidos a unos pocos arroyos dispersos. Meros afluentes que ascendían en distintas direcciones hasta llegar a sus fuentes, manantiales la mayoría de las veces. Aguas que brotaban de la roca.

Se trataba, comprendió, de una imagen de las matemáticas en el tiempo de su existencia. O puede que fuese todo el tiempo, o la humanidad en el tiempo. Pero a él le pareció que eran las matemáticas.

Fue hacia esos escasos canales que había aguas arriba, en el lejano pasado, mucho antes de su propio tiempo, adonde lo llevó entonces el programa tutor de Aurora. Entonces se vio volando sobre el arroyo del tiempo, o en él, y a veces regresaba aguas arriba un momento para examinar una disciplina contemporánea. En general tenía la sensación de estar volando en el sentido de la corriente, por encima de un paisaje eterno cuya naturaleza era imposible de discernir, o a veces en su interior. Se encontraba dentro de una imagen de la que había oído hablar algún tiempo antes, la de la historia como un río en el que la gente eran las aguas, que iban erosionando las orillas y depositando sedimentos a medida que avanzaban, de manera que las riberas iban cambiando lentamente y el río se tornaba distinto a como hubiera sido de otro modo, sin que el agua percibiese alguna vez el cambio en el curso del entrelazado arroyo.

Trató de convertir todas las matemáticas en geometría para poder verlas y así entenderlas mejor. Esto a veces le funcionaba. Desde luego, lo que había dicho Aurora sobre el compuesto era cierto. Comprendía algunas cosas en el mismo momento en que las veía, e incluso algunas conclusiones saltaban a su mente a medida que avanzaba, disparadas ante sus ojos como flechas. Estaba dentro y fuera al mismo tiempo, delante y detrás, arriba y abajo, extendido a lo largo de un amplio territorio sobre el que volaba describiendo picados y giros, pero siempre mirando hacia el horizonte con ojo de águila. La voz de la máquina tutora era la voz ronca de la propia Aurora, quien volaba además a su lado, o dentro de él, y a veces le hablaba también en su extraño latín, de tal modo que parecía que hubiera dos de ellas hablando. A veces, Galileo hacía preguntas y los tres contestaban al mismo tiempo, pero sin embargo era capaz de seguir las tres líneas de pensamiento, que se fundían en su mente formando una música, un trío compuesto por un arpa y dos estridentes fagatto.

A veces se le mostraban atisbos de personas y de lugares, pero, en todo momento, el contenido sustancial de sus enseñanzas eran las matemáticas. Reconoció a Euclides y a Pitágoras y, por un breve pero increíblemente satisfactorio momento, se encontró en compañía de su héroe, Arquímedes, aún crucial para la historia. ¡Hurra! La vida entera del griego afloró en su interior en un instante, una isla o una burbuja en medio de la corriente, y por un momento la conoció por completo… y le pareció ver también a Ganímedes allí de pie, junto al espejo incendiario… y también al soldado romano en el terrible final…

Sobresaltado, porque aquello no era como el resto de la lección, ascendió repentinamente en su vuelo, como un cuervo asustado que abandona la copa de un árbol. Entonces reconoció a Regiomontanus, y vio todo lo que este hombre brillante había rescatado de los griegos a través de los textos árabes, y aquello lo distrajo. Pasó a Harriot y a sus símbolos algebraicos, cuya utilidad había reconocido desde la primera vez que Castelli se los mostrara. Luego a Copérnico y a Kepler y su fórmula poliédrica para las distancias planetarias, que Galileo siempre había creído incorrecta, como en verdad lo era.

Sin embargo, también su propia idea de que todas las cosas se movían por impulso natural en círculos se vio hecha añicos al encontrarse cara a cara con el concepto de la inercia… Pero es que esta idea siempre la había tenido en la punta de la lengua, sólo que expresada en palabras ligeramente diferentes; gritó al verla. Y luego la ley de la gravedad: su expresión matemática por medio de la ecuación de Newton hizo que remontara el vuelo, aturdido. ¡Qué concepto tan sencillo y a la vez tan profundo! Él había visto la evidencia de las leyes de la inercia y de la gravedad, las había utilizado en su descripción parabólica de los cuerpos en caída, pero no había comprendido lo que había usado y ahora flotaba ante ellas, abatido, avergonzado por su abrumadora simplicidad. La fuerza de la gravedad era simplemente una ley de energía inversa, una solución de infantil sencillez, que ofrecía respuestas obvias a cosas como las órbitas de Kepler, que este sólo había conseguido inferir a tientas tras años de observación y análisis.

De modo que las órbitas planetarias eran, por naturaleza, elipses, en las que el sol ocupaba el eje principal, mientras que la combinación de las demás fuerzas gravitatorias determinaba la ubicación del eje menor. ¡Pues claro! Lástima que nunca hubiera avanzado lo suficiente en los delirantes escritos de Kepler como para llegar a aquellas observaciones. Podría haberlo alertado sobre la ausencia de la circularidad en los cielos… Aunque también puede que hubiera concluido que se trataba de círculos distorsionados por algo que no veía. La presencia previa de una idea en la mente alteraba lo que uno veía. ¡Y sin embargo, a pesar de sus prejuicios en contra, allí estaban de nuevo la atracción y la influencia desde lejos, sin fuerzas ni causas mecánicas! Era un misterio. La historia no podía terminar ahí, ¿verdad?

No era consciente de haberlo preguntado en voz alta, pero en aquel momento oyó la respuesta de Aurora:

—Esa es una pregunta que no deja de reaparecer, como ya comprobarás. No eres el primero ni el último al que le desagrada lo que uno de nosotros llamó la «fantasmagórica» acción a distancia.

—Por supuesto. ¿A quién podría agradarle tal cosa?

—Y sin embargo, como ya verás, esa acción está por todas partes, simplemente. Descubrirás que el sencillo concepto de la distancia acarrea problemas muy serios. De hecho, termina por volverse tan problemático como el tiempo mismo.

—No entiendo…

Pero de nuevo, la mujer y su voz maquinal se habían alejado por los caminos de la geometría analítica, de donde pasaron luego a un método de analizar el movimiento llamado cálculo, algo que siempre había necesitado y de lo que nunca había dispuesto.

Y parecía que había aparecido justo después de su época, inventado por jóvenes cuando él era ya viejo: un irritante francés llamado Descartes, un alemán llamado Leibniz y de nuevo ese loco inglés, Newton, quien, para vergüenza de Galileo, parecía haber logrado perfeccionar la dinámica de éste tal como él se había pasado la vida entera intentando. ¡Y era tan sencillo cuando lo veías!

—Si he visto menos que los demás —se quejó a Aurora con irritación—, es porque estaba subido a los hombros de unos enanos.

Ella respondió con una risotada.

—No le digas eso a nadie más.

Continuaron su vuelo por encima de la teoría de los números, de las ecuaciones y de las probabilidades, tan útil y, al mismo tiempo, tan conforme a la realidad experimental en cuanto se veía… Era el funcionamiento del mundo, no cabía duda, la expresión matemática del mundo. ¡Oh, las cosas que podría haber hecho con ello! ¡Y qué lejos se podía llegar con ello!

Armados con estas herramientas, volaron rápidamente hacia las ecuaciones diferenciales y luego hacia los avances en la teoría de los números y en lo que aprendió a llamar geometría diferencial. Y es que a veces le seguía pareciendo que la geometría continuaba subyaciendo por debajo de todo, por muy elaborada y abstracta que se hubiera vuelto. La geometría se convertía en números y los números se cartografiaban por medio de geometrías más complejas. De ahí nacía la trigonometría, la topología…, y en todo este proceso seguía pudiendo trazar líneas y figuras para elaborar un mapa de lo que estaba aprendiendo, aunque a veces pareciera un ovillo de lana.

Cuando Aurora lo llevó más adelante y se adentraron en su vuelo en las geometrías no euclidianas, Galileo se echó a reír en voz alta. Era como pretender que las leyes del dibujo de la perspectiva eran un mundo real, de modo que las líneas paralelas se encontraban en un horizonte hipotético situado a una distancia infinita y al mismo tiempo susceptible a los cálculos convencionales. Era una idea muy divertida y volvió a reírse de puro placer.

Entonces, cuando Aurora le dijo que, con frecuencia, aquellas geometrías imposibles resultaban más útiles para describir el mundo real de las fuerzas invisibles y las partículas fundamentales que las geometrías euclidianas y la física newtoniana (que en realidad equivalía a decir galileana), se quedó estupefacto.

—¿Cómo? —exclamó mientras volvía a reírse, pero esta vez de asombro—, ¿no hay líneas paralelas en ninguna parte?

—No. Sólo a escala local.

Esto le hacía gracia. La idea de que la geometría euclidiana fuera un mero artificio formal… era profunda, lo cambiaba todo. No había una red euclidiana subyacente a la realidad. Y era cierto que él mismo había afirmado en una ocasión que nadie podía construir un auténtico plano de gran tamaño a causa de la curvatura de la Tierra. Así que había intuido este mundo no euclidiano, casi lo había visto por sí mismo… ¡como todo lo demás que había aprendido hasta entonces! Oh, sí, tenía razón: el universo era un lugar salvaje pero matemático. Y Dios no era sólo un matemático, sino un matemático de una complejidad sobrenatural. Casi, podría decirse, de una inventiva perversa, que lo llevaba a mostrarse a menudo contrario al sentido y a la razón de los seres humanos. ¡Y, al mismo tiempo, rigurosamente lógico! Y así: la teoría de la integración, las variables complejas, la topología, la teoría de grupos, el análisis complejo, la teoría de los grupos infinitos (en la que existía una cosa llamada la «paradoja de Galileo» que no recordaba haber propuesto y cuyo descubrimiento provocó que se distrajera un momento mientras se concentraba en ella y trataba de aprender rápidamente lo que de otro modo tendría que descubrir). Luego llegó la matematización de la propia lógica, al fin, aunque al pasar sobre ella le sorprendió lo limitada que aparentaba ser su utilidad. Es más, principalmente parecía servir para demostrar la imposibilidad de concluir de manera lógica las matemáticas y el pensamiento lógico, lo que suponía la destrucción de sus dos padres de un solo golpe, por decirlo así. ¡Un doble parricidio!

Ya de por sí, todo esto resultaba muy confuso, pero de todos modos no se detuvieron. Y si la geometría no euclidiana le había hecho reír, la mecánica cuántica lo hizo llorar. Allí, más que volar, avanzó dando tumbos y traspiés. El vivo zumbido de la inteligencia, incluso de la sabiduría, con que lo había embargado el velocinéstico, tenía también un enorme componente emocional, vio de repente. Y estos dos aspectos del entendimiento estaban profundamente imbricados entre sí. Al aprender tantas cosas a tanta velocidad lo había invadido el júbilo, y ahora que todo terminaba de manera tan repentina era como estrellarse contra una pared de cristal que no hubiera visto hasta entonces. Le hizo mucho daño. Soltó un grito de dolor y aturdimiento, cayó de bruces y perdió el sentido.

Se convirtió en luz. Era un solitario corpúsculo de luz y pasó entre dos hendiduras paralelas en una pared, y el patrón de su colisión con la que había detrás demostró, más allá de toda duda, que era una onda. Entonces rebotó en un espejo y se hizo evidente que se trataba de una partícula increíblemente minúscula, una de las muchas que se movían de una en una en una corriente de otras idénticas. En función de su forma de volar, era una partícula o una onda, así que parecía que tenía que ser ambas cosas al mismo tiempo, a despecho de las contradicciones, las imposibilidades que implicaba esta idea. Puede que las ideas fueran corpúsculos y las emociones fueran ondas, pues estaba preparado para explotar con las dos a la vez, y las emociones en sus ondas eran también una miríada de alfilerazos, como afectinos que volaran en nubes de probabilidad y se descargaran como aguanieve. Era cierto pero imposible.

Antes de que tuviera tiempo de empezar a desentrañar esto, se encontró observando uno de estos corpúsculos, como un rayo de luz de sol sobre el agua. Pero para poder verlo hacía falta que al menos un mínimo de luz recayera sobre él y rebotara hasta su ojo, y al hacerlo había sacado de su curso al corpúsculo, de manera que era imposible medir su velocidad mirándolo dos veces, porque cada mirada, al modificar su trayectoria, arruinaba los cálculos. No había manera posible de determinar a la vez la posición y la velocidad de los corpúsculos, pero tampoco se trataba de un mero problema de medida, una cuestión simplemente de la desviación generada. Los dos aspectos existían con propósitos entrecruzados y se anulaban al nivel más básico. La probabilidad de la trayectoria era lo único que existía, una función de onda, y el propio acto de la medida engendraba una de sus posibles versiones. ¡Estos puntos de indefinición eran los propios corpúsculos y el mundo estaba lleno de ellos! Una especie de manchas de probabilidad, cuya descripción matemática sólo era posible mediante funciones que a menudo implicaban la raíz cuadrada de menos uno y otras irrealidades flagrantes. El viento sobre el lago, la luz del sol sobre él, la trepidación de la luz en el agua, los puntos que atravesaban el ojo…

Galileo chocó con otro espejo inclinado, que atravesó y del que rebotó al mismo tiempo y del que salió reintegrado de nuevo, o no, y se dividió al mismo tiempo que volvía a hacerse uno…

—¡Esperad! —gritó a Aurora lleno de pánico—. Socorro. ¡Socorro! ¡Esto no puede ser, no tiene sentido! ¡Socorro!

La estridente voz de Aurora sonó en su oído, divertida.

—Nadie lo entiende en el sentido que dices. Relájate, por favor. Sigue volando. No temas. Bohr dijo una vez que si no te sobrecoge la mecánica cuántica es que no la has visto bien. Hemos llegado a un aspecto de la multiplicidad de las multiplicidades que no se puede comprender recurriendo a las imágenes de los sentidos ni a las geometrías que tanto amas. Es contradictorio y contrario a los sentidos. Debe permanecer en el nivel de las abstracciones matemáticas por el que nos estamos moviendo. Pero recuerda que se ha demostrado que, usando esas ecuaciones cuánticas, se pueden conseguir resultados experimentales de extraordinaria precisión, hasta un grado de un billón a uno. En este sentido, las ecuaciones son demostrablemente ciertas.

—Pero ¿qué significa eso? No se puede entender lo que no se puede ver.

—Te equivocas. Tú mismo lo has hecho con bastante frecuencia. Descansa tranquilo. Más tarde, la mecánica cuántica se reconciliará con la gravedad y la relatividad general en el contexto de la multiplicidad decadimensional. Y entonces, si consigues llegar hasta allí, te sentirás mejor al ver cómo es que estas ecuaciones funcionan o pueden describir un mundo real.

—¡Pero los resultados son imposibles!

—En absoluto. Hay otras dimensiones plegadas sobre las que perciben nuestros sentidos, como ya te he dicho.

—¿Cómo podéis saberlo, si no las percibís con los sentidos?

—Es una cuestión de experimentos, como los que tú utilizas en tu trabajo. Hemos descubierto maneras de estudiar las características de estas dimensiones en la medida en que influyen en nuestra percepción sensible. Así hemos deducido que debe de haber otras dimensiones. Por ejemplo, cuando ciertas partículas muy pequeñas experimentan un proceso de descomposición del que surgen dos fotones, dichos fotones tienen una propiedad cuántica que llamamos espin. El espin de uno, en el sentido de las agujas del reloj, se ve contrarrestado por otro de idéntica intensidad y sentido contrario, de modo que sus valores sumados equivalen a cero. El espin es una constante en este universo, al igual que la energía y el momento. Se ha demostrado experimentalmente que, antes de que se mida un espin, existe el mismo potencial para un espin en el sentido de las agujas del reloj y otro en el contrario, pero en el momento mismo en que se mide, se convierte en uno o en el otro. En ese momento, el fotón complementario, por muy lejos que esté, debe tener el espin contrario. De este modo, el acto de medir un espin determina el de los dos, aunque el otro fotón se encuentre a varios años luz de distancia. El cambio se produce antes de que la noticia sobre la medición pueda llegar a él, aun moviéndose a la velocidad de la luz, que es la velocidad máxima a la que se desplaza la información en las dimensiones perceptibles por nosotros. Así que, ¿cómo es posible que el otro fotón sepa en qué debe convertirse? Pues sucede, y a una velocidad superior a la de la luz. Este fenómeno se demostró experimentalmente en la Tierra hace mucho tiempo. Y sin embargo, nada se mueve más de prisa que la velocidad de la luz. Einstein fue el que llamó a este efecto, aparentemente superlumínico, una «fantasmagórica acción a distancia», pero en realidad no es eso. Más bien, la distancia que percibimos es irrelevante para la característica que llamamos espin, un rasgo del universo no vinculado a lo local. Esta «no localidad» significa que las cosas suceden a través de las distancias como si éstas no existieran, y hemos descubierto que la no localidad es fundamental y ubicua. En algunas dimensiones, el entrelazamiento no local está en todas partes y lo es todo, es la característica principal de ese tejido de la realidad. Así como el espacio tiene distancia y el tiempo tiene duración, otras posibilidades tienen entrelazamiento…

—Me duele la cabeza —dijo Galileo. Voló tras ella en dirección a un haz de luz violeta—. El espin es algo que entiendo —añadió—. Volved a eso.

—Nuestro espin es un giro, pero no es tan sencillo. Una misma partícula puede tener dos ejes de giro al mismo tiempo. Una que se llama barión tiene un espin tal que debe girar 720 grados antes de volver a su posición original.

—La cabeza me duele de verdad —confesó Galileo—. ¿No se tratará del compuesto?

—No. Le pasa a todo el que llega a este punto. La realidad no es una cuestión de los sentidos. No se puede visualizar.

—¿Y el tiempo? —preguntó Galileo, acordándose de sus viajes.

—El tiempo, en concreto, es imposible de percibir o concebir correctamente y es mucho más complejo de lo que captamos o medimos como tal. Seguimos confundiendo nuestro sentido del tiempo con el tiempo en sí, pero no lo es. No es laminar. Burbujea y se hincha, percola y desaparece, está completo pero es fraccionario, exhibe tanto la dualidad onda-corpúsculo como el entrelazamiento no local y siempre está en proceso de cambio. Las descripciones matemáticas que de él tenemos están verificadas experimentalmente, hasta el punto de que podemos manipular interferencias del entrelazamiento, como bien sabes debido a tu presencia aquí. Así que sabemos que las ecuaciones son veraces aunque nos sea imposible creer en ellas, al igual que sucede con la mecánica cuántica.

—No sé —objeto Galileo, más y más asustado a cada momento que pasaba—. No creo que pueda aceptarlo. ¡No lo veo!

—Puede que ahora no. Es suficiente para una lección. O incluso demasiado. Y ha venido gente a hablar contigo.

Salió del vuelo de la visión como de un sueño que no se evaporara al despertar. Volvía a encontrarse en la terraza de la torre, aturdido y con los sentimientos en carne viva. Claridad y confusión, una bella imposibilidad… Ayudó a los colaboradores de Aurora a quitarle el casco de la cabeza y luego bajó la mirada hacia un espejo brillante que tenía en la mano, cubierto de notas manuscritas con una letra que el uso de los dedos a modo de útil había tornado tosca. Un diagrama de gran tamaño del experimento de las dos ranuras llenaba la parte superior de la superficie como si fuera un símbolo. Esto le recordó que el mundo no tenía sentido. Inspeccionó la parte trasera del espejo, que parecía hecho de algo parecido al cuerno o al ébano.

—Así que es cierto —dijo como si intentara encontrar algo a lo que sujetarse en su caída—, que Dios se expresa por medio de las matemáticas.

—Hay una relación entre los fenómenos observados y las formulaciones matemáticas, a veces sencilla, a veces compleja —respondió Aurora—. Los filósofos aún siguen debatiendo lo que significa eso, pero la mayoría de ellos acepta que la multiplicidad de multiplicidades es una forma de eflorescencia matemática.

—Lo sabía. —Aun mentalmente exhausto y confundido, había en Galileo un brillo que reconocía, una especie de zumbido en su interior, como si fuese una campana tañida algún tiempo antes. Claro que puede que la campana se hubiera quebrado—. Menuda lección ha sido.

—Sí. Un recorrido de casi cuatro siglos. Es mucho. Pero debes recordar que sólo hemos cubierto una pequeña parte de la historia completa y gran parte de lo que has aprendido sería rebatido, superado o integrado en teorías más amplias en el futuro.

—¡Pero eso está mal! —exclamó Galileo—, ¿por qué hemos parado?

—Porque habría sido demasiado. Confío en que continuemos más adelante.

—¡Eso espero!

—No veo por qué no.

—¿Puedo llamaros?

—Sí.

—¿Y acudiréis cuando lo haga?

Aurora sonrió.

—Sí.

Galileo volvió a pensar en lo que había aprendido. Era imposible de asumir. De un modo distinto a sus anteriores viajes a Júpiter, se encontraba un poco más allá de su alcance. Lo recordaba con claridad, pero no era capaz de comprenderlo ni de aplicarlo.

Aurora estaba mirando en dirección al canal que ascendía hacia la torre. Al verlo, Galileo dijo:

—¿Qué hay de la cosa que vive en el océano, bajo vuestros pies? —inquirió—. ¿Habéis tratado de comunicarle vuestros conocimientos? ¿Habéis aprendido su lengua o al menos habéis intentado contactar con ella? ¿Habéis recibido respuesta?

—Nos hemos comunicado con ella, sí. Y la comunicación, como ya has deducido, ha sido totalmente matemática.

—¿De qué otro modo podía ser?

—Exacto. Así que primero hemos intentado averiguar si esa inteligencia percibe algunas de las mismas operaciones matemáticas que nosotros en sus fenómenos naturales.

—Sí, es lógico. ¿Y qué habéis averiguado?

—Que está de acuerdo con nosotros en la existencia y el valor de pi. Ése fue nuestro primer éxito, establecido por medio de sencillos diagramas y de un código binario. Además, parece distinguir los primeros veinte o cincuenta números primos, así como las secuencias habituales, como la de Fibonacci y otras. En resumidas cuentas, podemos decir que, en lo tocante a los números reales o a la geometría euclidiana más sencilla, parece estar de acuerdo con nosotros en lo sustancial.

—¿Pero?

—Bueno… —Vaciló—. Por lo que se refiere a las diversas ramas de las matemáticas superiores, cuando hemos podido formular preguntas claras, la inteligencia no parece entender lo que estamos diciendo. Por ejemplo, no parece responder a la mecánica cuántica.

Galileo se echó a reír.

—¡O sea, que es como yo!

Aurora lo observó sin unirse a su risa. Galileo se calló.

—¿Por eso habéis accedido a enseñarme? —preguntó—. ¿Porque creéis que, al ser tan ajeno a vuestro pensamiento como la criatura del océano, podéis usarme para daros ideas para comunicaros con ella?

—Bueno —repuso la anciana—, es cierto que una perspectiva nueva sobre el problema siempre puede aportar nuevas ideas. Como podrás imaginar, aquí en las lunas Galileanas se te recuerda bien. Creo que Ganímedes te ha entrelazado esta vez por razones propias, pero hay algunos que creen que, además, podrías aportar cierta frescura a nuestro problema. Otros piensan que tu contexto es sólo un inconveniente y que no podrás ayudarnos. En cualquier caso, aunque es posible que la inteligencia europana exista en un nivel matemático aproximadamente similar al tuyo, yo creo que lo más probable es que su percepción se proyecte principalmente sobre una multiplicidad diferente a la nuestra. Esa podría ser la base del problema. Los matemáticos de orientación filosófica están manteniendo acaloradas discusiones sobre las cuestiones ontológicas y epistemológicas que genera la situación, como ya podrás imaginar…

—Puede que esa criatura piense que está tratando con una mente más sencilla que la suya —sugirió Galileo con tono irónico—. Como vosotros conmigo.

—Es capaz de generar diseños geométricos muy complicados —replicó ella—, que nos transmite por medios sonoros organizados en un código binario. Pero hay huecos que sugieren que vive en algunas de las otras multiplicidades.

Galileo no entendía lo que quería decir esto.

—La criatura será ciega, ¿no? Aquello es realmente oscuro.

—Puede sentir partes del espectro que no son visibles para nosotros y que serían el equivalente a nuestra vista. Estamos estudiando los códigos de comunicación en los que transmite información por medio de un canto para dar con una forma de traducirlos a patrones visuales comprensibles para nosotros. Así que, en ese sentido, se podría decir que ve, creo. De hecho, cuando le enviamos un plano de los patrones gravitatorios creados por los cuerpos del sistema joviano, nos envió correcciones que nos hacen pensar que conoce aspectos muy sutiles de la gravitación, aspectos como los gravitones y los gravitinos, que sólo se manifiestan en el contexto de la teoría de la multiplicidad de multiplicidades. Nosotros llevamos poco tiempo trabajando con este modelo. Así que todo esto resulta bastante desconcertante.

En ese momento hubo un estallido de gritos en la antecámara vertical. Se trataba de Hera y un grupo de seguidores suyos que se abrían paso a la fuerza entre los partidarios de Ganímedes. Hera venía a la cabeza, furiosa e imparable.

—Oh, vaya —dijo Aurora—. No parece contenta.

Galileo resopló.

—¿Alguna vez lo está?

Aurora se echó a reír. Hera se aproximó y se detuvo frente a ellos, con los gruesos y musculosos brazos desnudos y tensos, como si tuviera que hacer enormes esfuerzos para no emprenderla a golpes con los dos, así como con los ayudantes de Aurora.

—Confío en que no te haya molestado este fantasma ambulante, ¿no? —se dirigió a Aurora.

—En absoluto —respondió ésta. Parecía divertida—. Ha sido un gran placer conversar con un personaje tan famoso.

—¿No sabes que tales conversaciones pueden ser peligrosas? ¿Que podrías alterar analépticamente la multiplicidad hasta el punto de cambiarnos a todos, e incluso de borrarnos de la existencia?

—No creo que nada de lo que le suceda aquí a Galileo pueda tener ese efecto —replicó Aurora.

—Eso no puedes saberlo.

—Las inercias detectadas de las isotopías temporales me permiten aproximarme a un cálculo de las probabilidades —afirmó Aurora en un tono que sugería que Hera nunca podría hacer algo similar.

—Ganímedes está intentando usar a Galileo para cambiar cosas —replicó esta—. Así que él debe de creer que es posible.

—Puede. Pero no creo que lo que le suceda aquí a Galileo pueda provocar un cambio como ése. Además, Galileo siempre ha tenido un sentido notablemente fuerte de la intuición proléptica. De hecho, desde este punto de vista, el de la capacidad de anticipar invenciones futuras, he leído comentarios que lo califican como el tercer físico más inteligente de todos los tiempos.

—El tercero —rezongó Galileo—. ¿Y quiénes son los otros dos?

—El segundo fue un hombre llamado Einstein y la primera una mujer llamada Bao.

—¿Una mujer? —preguntó Galileo.

Hera le lanzó una mirada tan llena de desprecio, pena, asco y vergüenza que Galileo se encogió y cambió el peso de pie, con tan mala fortuna que resbaló lateralmente y cayó al suelo. Por pura casualidad, el rebote de su cuerpo contra éste lo devolvió a la misma posición de antes, donde no pudo más que ponerse colorado y alisarse las mangas del sayo como si nada hubiera sucedido.

—Ven conmigo —lo conminó Hera con tono perentorio.

La siguió, invadido por una fuerte aprensión, pero consciente de que si no cooperaba lo obligaría a hacerlo por la fuerza.

—¿Qué sucede? —se quejó.

Hera lo fulminó con la mirada.

—Marchaos —ordenó a sus seguidores—, y no dejéis que nadie nos siga.

Lo cogió del brazo y lo arrastró consigo como si fuera un niño desobediente de cinco años. Bajo sus dedos, un escalofrío recorrió el brazo y descendió por todo el costado de Galileo, de su oreja a su pie.

En ese momento, Ganímedes salió de un grupo de partidarios suyos al otro lado de la terraza y se acercó rápidamente a ellos. Hera maldijo entre dientes.

—Quieto —le ordenó a Galileo.

Se acercó a Ganímedes y discutieron con unos susurros que Galileo fue incapaz de oír. Cuando Hera volvió a su lado, había en su rostro una mirada de torva satisfacción.

—Ven —le dijo mientras se lo llevaba de nuevo a rastras por la terraza—. En teoría, ya no debería estar en Europa, así que no puede hacer nada para detenernos.

Desde aquel lado de la terraza se divisaba un verdadero laberinto de tejados blancos atravesado por canales.

—¿No recuerdas lo que te mostré la última vez que estuviste aquí? —inquirió ella.

—¡Sí, lo recuerdo!

—¿Por qué has venido, entonces?

—Quería algunas respuestas —dijo Galileo con testarudez—. Le dije a Ganímedes que me llevara con alguien que pudiera darme respuestas, unas respuestas que tú no me habías ofrecido.

Esto no pareció impresionarla.

—Puedes pedirle que te dé todo lo que quieras, pero eso no quiere decir que vaya a hacerlo. Debes entenderlo: él quiere que termines como te mostré. En el fuego…

—Sí, sí, pero mira. Me tomé el preparado que me diste la última vez, pero ellos me obligaron a inhalar el polvo contra el que me habías advertido. Recuerdo parte de lo que me mostrastes. Desde luego, lo esencial. Así que, al volver, hice todo lo que pude para asegurarme de que eso no llegara a suceder. Pero no sirvió de nada. ¡De hecho, empeoró las cosas! Ahora me han prohibido hasta mencionar las tesis de Copérnico. Y sin embargo ahí está, en la base de todo lo demás. Es la verdad de Dios, y encima una verdad bastante elemental. ¡Y, a pesar de que finalmente la hemos descubierto, no podemos decir una palabra sobre ella! Si la menciono siquiera, puede que sea el fin. Y tengo enemigos que vigilan todos mis pasos. ¡Sería como arrancarme yo mismo la lengua de la boca!

Hera asintió con la cabeza.

—Puedes encontrar el modo de decir lo que quieres decir. Pero entretanto debes pensar en lo que pasará si aprehendes nuestro nivel de conocimientos y luego vuelves a tu época. Si, para intentar contrarrestar esto, tomas un amnésico potente y lo olvidas todo, olvidarás también el destino que estás intentando evitar. Podrías meterte de cabeza en el fuego sin darte cuenta. Y si, por el contrario, tomas anamnésicos como el que te di antes para preservar el recuerdo de esta visita, sabrás demasiado. Tu trabajo quedará arruinado y puede que cambies cosas de un modo que resulte desastroso para tu época y para la nuestra. Estarás en un auténtico dilema, o atenazado por un doble nudo.

—¿No podéis administrarme un preparado que conserve algunos recuerdos y borre otros?

—No puedes así.

—Yo pensaba que sí. En los últimos años, recordaba lo que me había ocurrido aquí, pero era sólo un recuerdo parcial, como un sueño. Recordaba la hoguera y tus advertencias, pero era todo muy confuso.

—Puede que sea así, pero no hay forma de controlar el proceso con tanta precisión como para estar seguros. La memoria es un mecanismo muy difuso, depende de múltiples sistemas coordinados. Manipularla hasta el límite que nosotros hemos alcanzado es una verdadera proeza. No puedes correr el riesgo de borrar demasiado.

Galileo levantó las manos.

—Pero es que quiero saber. ¡Estoy hecho para saber! ¡Y no entiendo que saber más pueda hacerme daño! ¡Si de verdad quieres ayudarme, tal como dices, entonces ayúdame! Pero no me ayudes diciéndome que debo alimentar mi ignorancia, porque no pienso aceptarlo. ¡Estoy harto de que me digan que debo ignorar las cosas!

Hera suspiró con expresión sombria.

—Las prolepsis son complicadas —declaró—. Ojalá Ganímedes no te hubiera hecho esto. Ahora debemos trazar un plan. Desde luego, en tu época debes dejar de hablar de la teoría copernicana, al menos durante algún tiempo. Dedícate a trabajar en otras cosas. A fin de cuentas, tampoco sabes demasiado sobre física básica, como has descubierto aquí. Puedes concentrarte en eso. Te propongo una cosa: te administraré un amnésico que borrará tu memoria a corto plazo. Te permitirá conservar lo que sabías antes de la pequeña clase que has recibido, pero los sucesos de este último viaje te serán difíciles de recordar. Con suerte, esto permitirá que el papel que desempeñes en el curso de los acontecimientos conserve la consistencia.

—Quiero saber —insistió Galileo—. No veo qué de malo puede tener eso.

—No entiendes… Ni a nosotros, ni el tiempo, ni a ti mismo…

Al otro lado de la terraza, Ganímedes y su grupo habían apartado a los seguidores de Hera y se aproximaban a ellos en medio de un torbellino de empujones y maldiciones. Hera colocó el dedo índice ante las narices de Galileo.

—Soy yo la que quiere ayudarte a escapar de tu destino —le recordó mientras cogía la caja de peltre que le ofrecía uno de sus partidarios—. Así que escúchame. No puedes ser una cosa aquí y otra allí. Debes mantener tus yoes unidos. O consigues rehacerte de nuevo o mueres en las llamas.