8

Parada y contraataque

Esperar sin esperanza, que sería lo más sabio, es imposible.

Marcel Proust, Les Plaisirs et les Jours

Nadie entendía por qué el maestro se mostraba tan ansioso y melancólico tras la noche de la visita del cardenal Barberini. Era cierto que había comido y bebido demasiado en el banquete y que luego había dormido mal y finalmente había sufrido uno de sus síncopes, del que había salido demasiado enfermo como para asistir al desayuno de despedida la mañana siguiente. Pero nada de esto era especialmente insólito en él, y la carta extremadamente calurosa que le envió el cardenal debía de haber disipado cualquier temor que pudiera albergar por su ausencia en el desayuno. Realmente, su anno mirabilis se prolongaba ya durante más de tres años y aún parecía en boga. Tendría que haber estado contento.

Pero no lo estaba. Su sueño se veía frecuentemente interrumpido por pesadillas y durante el día se mostraba irritable.

—Va a suceder algo malo —decía una y otra vez mientras miraba Júpiter a través de su telescopio como un vidente—. Algo monstruoso está a punto de nacer.

Una noche hizo llamar a Cartophilus. Miró al anciano por encima de una taza de leche caliente que le habían traído para mantener el frío a raya y dijo de repente:

—¿Dónde está tu señor?

—Mi señor sois vos, maestro.

—¡Ya sabes a quién me refiero!

—No está aquí.

Galileo pensó en esto con el ceño fruncido.

—Cuando quiera volver a verlo, ¿puedes llamarlo? —preguntó al fin.

Después de una nueva pausa, el anciano asintió.

—Estate preparado —le advirtió Galileo.

El anciano se marchó encorvado. Sabía por qué estaba asustado Galileo mejor que él mismo. El peso de esa información era muy grande.

Galileo escribía con frecuencia a Picchena para solicitar el permiso de Cósimo para visitar Roma. A mediados de 1613, las razones de estas peticiones se hicieron más evidentes. Sus detractores se habían vuelto más vehementes a medida que su fama iba creciendo. Buena parte de ello era culpa del propio Galileo. Mucha gente lo aborrecía por lo que llamaban su arrogancia.

Para la servidumbre de su casa, esto no estaba bien. Pasaban bastante tiempo hablando de él, como hacemos siempre con cualquier gran poder que gobierne nuestras vidas.

—Lo que hace es defenderse —decía La Piera—. Se defiende tanto que acaba atacando a los demás para hacerlo y de este modo se vuelve ofensivo.

Para los demás criados era más sencillo: era Pulcinella. Por toda Italia había empezado a aparecer la figura de Pulcinella en los festivales y las comedias bufas, un idiota pomposo que estaba constantemente mintiendo, engañando, fornicando y pegando a los demás. En resumidas cuentas, la viva imagen de cierto tipo de amo que todos los criados del mundo podían reconocer y del que podían reírse a gusto. Una vez, mientras Galileo roncaba en su silla, ataviado con una camisa blanca, alguien le puso una tela negra sobre la cabeza. El disfraz típico quedó tan hilarantemente completo que todos entraron de puntillas para poder verlo, y desde entonces guardaron como un tesoro esta información: trabajaban para el mayor Pulcinella de todos.

Aquella tendencia a la torpeza estaba empezando a pasarle factura y el número de sus enemigos crecía como la espuma. Colombe, por ejemplo, nunca había aminorado la violencia de sus acometidas. Hasta entonces era posible ignorar aquella malicia sustentada con citas de la Biblia, o usarla en meros lances dialécticos, puesto que su enemigo carecía de patronos. Pero ahora habían empezado a utilizarlo otras figuras, mucho más importantes, a las que les interesaba que triunfase en su táctica de acusar a Galileo de contradecir las Escrituras. Josué, murmuraban aquellas figuras en oídos muy importantes, había ordenado al sol que se detuviera en el cielo, no a la Tierra. La Iglesia tenía que responder, ¿no? Podían utilizar este tipo de armas para acallar a Galileo para siempre, porque nadie que no fuese la propia Iglesia debía atreverse a interpretar las Escrituras.

Galileo lo ignoró y trató de responder directamente a sus acusadores. Señaló que si Dios hubiera detenido el sol en el cielo a petición de Josué, tendría que haber detenido también la bóveda celeste y todas las estrellas, puesto que, según Ptolomeo, todas ocupaban posiciones fijas respecto a las demás, mientras que si Copérnico tenía razón, lo único que tendría que haber hecho Dios para detener el sol en el cielo del mediodía hubiera sido parar la rotación de la Tierra, una tarea mucho más sencilla, como cualquiera podía comprender. El hecho de que fuese un argumento ingenioso no quitaba que resultase también ridículo, hasta el punto de que algunas personas decidieron que se trataba de una mofa de la misma idea de las explicaciones bíblicas sobre el firmamento. Era difícil de decir. El sarcasmo impasible era uno de los dardos de la aljaba de Galileo. Pero, sea como fuere, habría sido más prudente no aventurarse por aquel territorio.

Aun así, él insistió en seguir haciéndolo. Escribió una larga Carta a la gran duquesa Cristina en la que explicaba, tanto a ella como a la amplia audiencia de la misiva, los principios que, en su opinión, debían gobernar la relación entre ciencia y teología. «Al discutir de cuestiones físicas, no debemos comenzar a partir de la autoridad de los pasajes de las Escrituras, sino de las experiencias sensibles y las necesarias demostraciones. Dios es conocido primero por la naturaleza y luego por la doctrina; por la naturaleza en sus obras y por la doctrina en su palabra revelada».

—¡Y Dios no nos mentiría! —Esto era lo que repetía una y otra vez desde el inicio de la controversia, cuando, en su taller, había gritado estas mismas palabras al tiempo que golpeaba el yunque con un par de largas tenazas—. ¡Dios no nos mentiría!

Puede que éste fuese un argumento sólido desde un punto de vista lógico e incluso teológico, pero eso era lo de menos. Los ataques continuaron y muchos de ellos recordaban la clase de afirmaciones que solían venir acompañadas por una denuncia secreta ante el Sagrado Oficio de la Inquisición. Corría el rumor, de hecho, de que ésta ya se había producido.

Galileo seguía defendiéndose, tanto por escrito como en persona, pero cada vez caía enfermo con mayor frecuencia. Sufría de reumatismo, de hernias sangrantes, de temblores, jaquecas cegadoras, insomnio, síncopes, catalepsias, hipocondría y accesos de miedo irracional. Cuando estaba sano, suplicaba al secretario de Cósimo, Curzio Picchena, que le permitiera ir a Roma para poder defenderse. Seguía convencido de su capacidad para demostrar la veracidad de las hipótesis copernicanas a cualquiera con quien pudiese hablar en persona. Picchena no era el único que lo dudaba. Al parecer, sus victorias en aquellos debates festivos habían llevado a Galileo a creer que en el mundo las disputas se resuelven por medio de la discusión. Por desgracia para él, nunca es así.

Además, ignoraba nuevas e importantes complicaciones. El general de los jesuitas, Claudio Aquaviva, había ordenado a los suyos que enseñaran sólo la filosofía aristotélica. Al poco tiempo, comenzó a circular por Roma una versión adulterada de la Carta a Castelli de Galileo, que provocó que su posición pareciera más radical de lo que era en realidad.

Y lo peor de todo era que se decía que, recientemente, Bellarmino había ordenado que se llevara a cabo una investigación sobre las tesis copernicanas tal como las defendía Galileo. Era una investigación secreta, pero todo el mundo estaba al corriente de su existencia. Por consiguiente, había comenzado un juicio… un juicio secreto que no era realmente secreto. Así era la Inquisición: los rumores formaban parte de su método y de su terror. A veces les gustaba aplicar presión para ver si el investigado cometía un error impelido por el pánico.

Galileo volvió a enfermar en el momento más conveniente. Pasó en cama la mayor parte del invierno, doliente e insomne. En Roma, Cesi realizó gestiones en su favor ante el propio Bellarmino y preguntó a su eminencia qué debía hacer el matemático. Bellarmino le contestó que Galileo debía ceñirse a las matemáticas y dejar de realizar afirmaciones sobre la naturaleza del universo, especialmente si se trataba de interpretaciones sobre las Escrituras.

—¡De buen grado lo haría! —gritó Galileo con voz ronca desde la cama,mientras agitaba la carta de Cesi, estrujada en su puño, ante la cara de su criado—. Pero ¿cómo? ¿Cómo puedo hacerlo, cuando esas víboras ignorantes usan las Escrituras para atacarme? ¡Si no puedo responder con sus mismas armas, no podré defenderme!

Y ésta era precisamente la cuestión. Estaba en su poder. Atrapado en el doble nudo de un garrote, cómo no iba a ahogarse. Además, sufría del estómago y su organismo no era capaz de retener nada. Tuvo que pasarse casi un mes entero en cama. Su miedo y su rabia eran palpables, una peste a sudor que invadía su habitación. El suelo estaba salpicado de loza rota y, para ocuparse de él, los criados tenían que entrar con mucho cuidado, apartar los fragmentos con el pie y fingir que todo iba perfectamente al mismo tiempo que esquivaban los objetos que les arrojaba. Todos sabíamos que las cosas no iban bien.

—Tengo que ir a Roma —repetía una y otra vez, como quien reza el rosario—. Tengo que ir a Roma. Debo ir. —De noche, mientras observaba las lunas de Júpiter y tomaba notas tarareando una de las viejas melodías de su padre, medio dormido en su escabel, solía murmurar—: Ayúdame, ayúdame, ayúdame. Llévame a Roma.

Finalmente, Cósimo aprobó la visita. Escribió a su embajador en la urbe que Galileo viajaría hasta allí «para defenderse de las acusaciones de sus adversarios». El embajador debía poner a su disposición dos estancias de la Villa Medici, «porque, a causa de su mal estado de salud, necesita paz y tranquilidad».

Guicciardini, el mismo embajador que había alojado a Galileo durante su última visita a Roma, seguía sin sentir demasiado aprecio por el astrónomo. En su respuesta a Cósimo, escribió: «Ignoro si ha cambiado sus teorías o su disposición, pero conozco a ciertos hermanos dominicos, personajes importantes en el seno del Santo Oficio, así como a otras personas, que no están bien dispuestos hacia él. Éste no es un lugar para venir a discutir sobre la luna y, sobre todo en estos tiempos, para traer ideas nuevas».

A pesar de lo cual, eso es precisamente lo que hizo. Una litera ducal partió con él en dirección a Roma, como antes. Al cabo de una semana de arduo viaje llegó en compañía de Federico Cesi a los arrabales, aún más abarrotados que la última vez, y los cruzó hasta llegar a la colina Pinciana, al nordeste de la ciudad. La colina se alzaba en medio de un barrio laberíntico y abarrotado de pobres desgraciados que habían migrado a la ciudad de Dios con la esperanza de encontrar amparo mundano o sobrenatural. Galileo se convirtió en uno más de ellos.

La Villa Medici ocupaba la misma cima de la colina Pinciana, conocida como colina de los Jardines con todo merecimiento, puesto que las pocas mansiones que en ella había sobresalían como naves en medio de un embravecido mar de viñedos. La casa de los Medici era una vasta mole de color blanco situada en la cumbre, con una fachada de estuco y casi desprovista de todo adorno orientada en dirección al centro de la ciudad. A partir del edificio principal, unas galerías más recientes se adentraban en los grandes jardines de alrededor, donde se podía pasear entre los setos y la magnífica colección de antigüedades que la familia le había comprado a los Capranica una generación antes.

El embajador, Piero Guicciardini, recibió a Galileo en el amplio terrazzo frontal de la villa. Era un hombre elegante, con una barba negra perfectamente recortada, y recibió a Galileo con una frialdad que éste le pagó con la misma moneda. Resolvieron los pormenores diplomáticos con la máxima celeridad posible y, hecho esto, Guicciardini lo dejó en manos del mayordomo de la casa, Annibale Primi. Primi era un sujeto alegre, una figura alta y sanguínea que marchaba siempre con la cabeza ligeramente adelantada con respecto al cuerpo. Llevó a Galileo y a su séquito a las «dos buenas habitaciones» que Cósimo había ordenado que se les proporcionaran. Una vez que Galileo las hubo visto y terminó de organizar su disposición junto con Cartophilus, Primi los acompañó por los jardines hasta la cúspide de un montículo de quince metros de altura levantado por la mano del hombre.

—Está hecho de tierra, apilada sobre el nympthaeum de los antiguos jardines Acilianos. Tiene la altura justa para ofrecer una vista sobre las demás colinas de la ciudad, ¿os dais cuenta? Dicen que es la mejor de toda la ciudad.

Las otras seis colinas, situadas a distintas distancias, impedían contemplar la ciudad de Roma en su totalidad, pero aun así, transmitía con fidelidad abrumadora la abarrotada vastedad de la urbe: una provincia entera de techumbres, se le antojó a Galileo, como un millón de planos inclinados dispuestos para un experimento de complejidad suprema, una extensión cubierta de humo y atravesada aquí y allá por la serpentina de brillo metálico que era el Tíber. Las demás colinas importantes estaban, como aquélla, ocupadas por grandes villas, lo que les hacía parecer islotes de color verde en medio de un oleaje de tejas, cubiertas por las líneas horizontales y verticales de los cipreses y los viñedos que las cubrían.

—Es una maravilla —dijo Galileo mientras paseaba a lo largo del muro circular que delimitaba el montículo, como si fuera una altana veneciana—. Qué gran ciudad. Habrá que subir un telescopio hasta aquí.

—Estaría bien. —Primi sacó una gran botella de vino de la alforja que colgaba de su hombro y, con una sonrisa en el rostro, se la ofreció a Galileo para su inspección.

—Ajá —dijo el florentino con una pequeña reverencia—. Un hombre con mis mismas inclinaciones.

—Eso pensaba —respondió Primi—, teniendo en cuanta lo que dice la gente de vos. Y aquí estamos, en efecto, en la cima del mundo. Cuando se llega a un sitio como éste, hay que celebrarlo.

—Muy cierto.

Se sentaron sobre el murete que rodeaba la cima del montículo y Primi descorchó la frasca de vino. Tras llenar sendas copas de metal, brindaron por el día y charlaron allí sentados mientras bebían. Primi, hijo de un posadero, recordaba a Galileo a sus artesanos. Era un hombre listo que había visto mucho y sabía hacer un sinfín de cosas. Habló a Galileo sobre los invernaderos y las nuevas galerías y luego contemplaron la ciudad mientras seguían bebiendo. Además del humo, un ruido envolvía la ciudad, una especie de rumor sordo generalizado. Desde donde se encontraban, Galileo podía ver todos los tejados que los separaban del Janículo, escenario, cuatro años antes, de su triunfal encuentro con el papa y de la demostración de su telescopio ante toda la nobleza romana. Cuánto habían cambiado las cosas.

—Es una ciudad infernal —dijo mientras hacía un gesto de impotencia en dirección a la urbe. No podía mantener totalmente a raya el miedo, pero el vino le permitía contener la tensión de forma reconfortante. Se puso en pie disfrutando de la sensación. Al fin y al cabo, había llegado. ¡Al menos ahora podía luchar!

Primi hablaba sobre las villas de las demás colinas. Bajo el crepúsculo velado por el humo, la ciudad se tornó umbría y anaranjada, como una mole de granito bajo un cielo sin nubes.

Primi era un mayordomo muy activo. Todas las mañanas, los ayudaba a decidir qué sayos, jubones y calzas serían los más apropiados para las citas del día. Organizaba los carruajes y daba instrucciones a los cocheros para elegir los caminos por los que llevar a Galileo a ver todas las cosas que, en su opinión, debía ver en la ciudad.

Y así Galileo salía, con sus mejores calzas y uno de sus mejores sayos. Los nobles y los prelados lo recibían, pero ya no se mostraban tan entusiastas como antes. Las visitas terminaban en menos de una hora, so pretexto de otros compromisos anteriores. Pero había una razón, que no era otra que los rumores sobre el interés de Bellarmino. Un rumor que bastaba para provocarle escalofríos a cualquiera.

En su azoramiento y su preocupación, no es fácil saber si Galileo se daba cuenta de ello, pero parece lógico que sí y que, simplemente, estuviera fingiendo lo contrario. O eso, o era aún más despistado de lo que todo el mundo había sospechado hasta entonces. Pero parecía más probable lo primero. Todas las tardes, al volver, salía agotado del carruaje y entraba arrastrándose en la villa, tras haber pasado todo el día proclamando la misma cosa ante todo el mundo:

—Soy católico devoto. Mi objetivo es reconciliar la teoría de Copérnico con la Santa Madre Iglesia. Pretendo ayudar a la Iglesia, que, de otro modo, no tardará en encontrarse contraviniendo hechos evidentes de la creación de Dios, tan evidentes que todo el mundo se dará cuenta de ello. ¡Eso no es bueno! Debemos ayudarla en esta hora de necesidad.

Y todo el que lo escuchaba debía de estar pensando en lo mismo: Bellarmino. «No estar allí donde mira Bellarmino» llevaba siendo un dicho repetido en la ciudad durante más de veinte años. Así que cuando Galileo volvía a la villa y el embajador no estaba por ninguna parte, la aparición de Annibale Primi en la entrada del gran jardín, con una alforja voluminosa bajo el brazo y una gran sonrisa en el rostro, siempre le hacía responder con una reverencia de gratitud. Luego, tras cambiarse de ropa, ascendía por la espiral del sendero de gravilla hasta el montículo del jardín, donde muchas veces se quedaban hasta que las estrellas brillaban en el cielo, comiendo y bebiendo y, tras pedir que le llevaran el telescopio, contemplando la ciudad y las estrellas. Muchas de las mañanas que seguían a aquellas noches disolutas apenas era capaz de moverse, a pesar de lo cual tenía nuevas citas a las que acudir. A veces teníamos que vestirlo como si fuese un espantapájaros o el maniquí de un sastre.

Y luego se ponía de nuevo en movimiento, con una bofetada en la cara o un brebaje de canela, para comenzar sus rondas diarias como un buhonero o un mendicante, y cruzaba y volvía a cruzar aquella inmensa y humeante ciudad para reunirse con todo el que le enviara una invitación o estuviera dispuesto a recibir una de Cesi. A veces obtenía pequeños éxitos. Un día, unos cuantos partidarios y aliados potenciales se reunieron con él en el palacio de Cesi, incluido un cardenal recién nombrado, el joven Antonio Orsini, que además de galileano era un aliado potencialmente importante. Pero la mayoría de la gente guardaba las distancias. «No estar donde allí donde mira Bellarmino».

Así que una tarde, cuando se presentó en la Villa Medici un mensajero del papa con una orden, cundió la consternación, pero no una auténtica sorpresa. Galileo debía reunirse la mañana siguiente con el cardenal Bellarmino en el Vaticano.

Aquella noche, la atmósfera en villa era tensa y temerosa. Galileo, en lugar de subir al montículo con Primi, se quedó en sus aposentos. A lo largo de la noche llamó dos veces a Cartophilus para que le trajera algo de beber: primero vino especiado y luego leche caliente. Cartophilus tuvo la sensación de que no pudo dormir en toda la noche. Así que él mismo tampoco durmió demasiado.

Por la mañana, dos de los oficiales inquisitoriales que llevaban a cabo los arrestos para Bellarmino se presentaron en la villa para acompañar a Galileo y a Cartophilus hasta la casa del cardenal, al otro lado del recinto del Vaticano. De camino allí, Galileo no pronunció palabra, aunque parecía animado, con el rostro colorado y los ojos brillantes. Hora de realizar una última acción, parecía expresar su actitud. Levantaba frecuentemente los ojos hacia el cielo, que estaba moteado por pequeñas y lisas nubes de color gris.

Una vez en la antecámara de Bellarmino, los dos oficiales se inclinaron ante Galileo y se marcharon. Sólo se quedaron los criados, de pie junto a la pared, uno por parte del cardenal y otro por parte de Galileo, lado a lado.

En ese momento, el cardenal en persona entró en la habitación. Galileo se hincó sobre una rodilla, pero descubrió que, a pesar de ello, seguía siendo más alto que él. Roberto Bellarmino era un hombre muy menudo.

Rozaba los setenta años. Su fina perilla era casi del todo blanca y su cabello castaño salpicado de canas. Con el atuendo rojo de cardenal era una imagen tan hermosa como impresionante, a pesar de su pequeño tamaño, que le hacía parecer un autómata dotado de vida. Saludó a Galileo con una voz suave y cortés.

—Levantaos, gran astrónomo, y hablad conmigo.

Comparado con él, Galileo, con su ronca voz de barítono, se sentía grande, tosco y un poco rústico.

—Mil gracias, gloriosa eminencia. Beso vuestras sandalias. —Resopló un poco al ponerse torpemente en pie y luego observó desde arriba al hombrecillo, uno de los principales intelectos de su época. Bellarmino levantó hacia él una sonrisa interrogante y en apariencia amistosa. Estaría acostumbrado a mirar a la gente desde abajo.

En aquel momento, uno de los criados los interrumpió con un murmullo y entró en la sala otro inquisidor del Santo Oficio.

—El comisario general del Santo Oficio, padre Miguel Ángel Segizzi —anunció el criado. Segizzi venía acompañado por algunos de sus ayudantes, todos ellos dominicos, así como por otros dos hombres de elevada estatura a los que no se molestó en presentar.

—Hemos venido para ejercer como notarios del encuentro —declaró el dominico con tono duro mientras aguantaba sin arrugarse la mirada de Bellarmino—. De este modo, quedará un registro escrito para que su santidad pueda leerlo.

La cara del pequeño cardenal enrojeció levemente. Estaban en su propia casa, y si no contaba con la aparición de aquellos hombres, aquello era una falta de respeto.

Pero no dijo nada a Segizzi, aparte de invitarlo, amplia con el resto de sus acompañantes, a entrar en su estudio. El grupo desfiló por la gran puerta hasta el interior de una soleada estancia, dominada por la gran mesa en la que trabajaba Bellarmino situada bajo la ventana del norte.

Una vez allí, Bellarmino, ignorando a Segizzi, dijo a Galileo con voz tranquila y amable:

Signor, debéis abandonar el error del copernicanismo, si es que en verdad lo sostenéis. El Santo Oficio lo ha declarado erróneo.

Galileo se esperaba algo menos drástico. No dijo nada. Palideció tanto como se había ruborizado antes Bellarmino. Era como si hubieran trocado sus respectivas epidermis. Dos veces trató de hablar, vaciló y se detuvo. Por lo general, el único modo que tenía de responder a la oposición era fustigarla hasta someterla por medio de argumentaciones implacables. No conocía otro modo de proceder.

En el tenso silencio, el comisario Segizzi bajó la cabeza como un toro y comenzó a leer en voz alta el contenido de una proclama escrita que tenía delante.

—«Galileo Galilei, se te ordena, en el nombre de su santidad el papa y de la Congregación del Santo Oficio en su conjunto, que renuncies a la opinión de que el sol es el centro del mundo y permanece inmóvil mientras la Tierra se mueve. No deberás mantenerla, enseñarla ni defenderla de ningún modo, sea verbal o por escrito. De lo contrario, el Santo Oficio incoará proceso contra ti».

Galileo volvió a quedarse sin palabras. El cardenal Bellarmino, con expresión de sorpresa, incluso de cólera, lanzó a Segizzi una mirada tan hostil como si fuera un hombre vulgar y corriente.

—Debes cumplir esta orden —dijo Segizzi a Galileo—. Si no lo haces, habrá otro encuentro, y no será aquí.

Hubo un prolongado silencio.

—La cumpliré. Prometo obedecer la orden —respondió, al fin, Galileo con voz tensa.

Bellarmino, pensativo y aún enrojecido, hizo un ademán que indicaba que la reunión había terminado. Sin añadir una sola palabra más, se volvió hacia su mesa con el ceño levemente fruncido, miró un instante a Segizzi y luego volvió a bajar la vista.

Así terminó el primer juicio de Galileo.

—¿Qué ha sucedido ahí? —preguntó Galileo mientras caminaban tras el carruaje enviado desde Villa Medici para llevarlos de regreso. Estaba demasiado agitado como para sentarse en su interior.

Era una pregunta retórica, puesto que estaba ocupado revisando su memoria para grabar el recuerdo de todo lo que allí se había dicho, pero Cartophilus, con voz insegura, se aventuró a ofrecer una respuesta:

—Al parecer, el cardenal Bellarmino no esperaba que esos dominicos estuvieran presentes en el encuentro.

—¿De veras? —Galileo frunció el ceño.

—Sí.

—Pero ¿qué significa eso?

—No lo sé, maestro. —El anciano negó con la cabeza, confundido.

Aquella noche, Cartophilus salió a hurtadillas y se dirigió a la puerta de los criados, situada al final del jardín. Allí lo esperaba un amigo suyo llamado Giovanfrancesco Buonamici. Le contó lo que había sucedido aquel día en el Vaticano.

Buonamici se pasó la lengua por los labios. Era un hombre alto y, bajo su voluminosa capa oscura, flaco como una comadreja. Estuvo un rato mordiéndose una uña con aire pensativo.

—Podría ser malo —dijo—. Ahora pueden traer un testigo que asegure que ha hablado de Copérnico después de recibir esa advertencia, o podrían utilizar todo lo que ha estado diciendo durante el último mes alterando las fechas, o algo por el estilo. Podría suceder muy de prisa. Se lo contaré al padre. Veremos qué cree que debemos hacer.

—Sí, bien. Porque hoy había algo extraño, no sé el qué.

—Si alguien puede saberlo, será él.

—Eso espero.

Galileo tenía la inmensa suerte, dado el poder de sus enemigos, la situación en la que se encontraba y su propia imprudencia, de contar con aliados y partidarios que trabajaban a su favor, y no sólo en público, como sucedía con los linces de Cesi, sino también entre bambalinas. No me refiero sólo a nosotros, sino también a los venecianos. Venecia disponía de la mayor red de espías de toda Europa, con un contingente especialmente nutrido en Roma. La mayor parte de éste se encontraba en el Vaticano, claro está, pero también había penetrado en las cortes romanas, los servicios de correos, las academias, los hostales y los burdeles. Ni siquiera el propio Vaticano poseía una visión tan completa de la maraña de rumores y maquinaciones que envolvía la ciudad como el servicio de espionaje veneciano.

Así que una semana después, cuando Cartophilus volvió a oír el silbido de Buonamici, bajó los escalones que llevaban hasta el depósito de estiércol de la villa y se dirigió a la puerta del huerto para reunirse con su amigo. Buonamici y él descendieron por la colina en dirección al barrio de abigarradas viviendas que había al este, y una vez allí, entraron en el patio de una pequeña iglesia, una de las muchas que servía a un barrio cualquiera en un anonimato completo. Allí, Buonamici llamó a una desgastada puerta lateral mientras Cartophilus observaba las viejas gallinas que picoteaban despreocupadamente entre los parterres del sacerdote residente. La puerta se abrió y, tras pronunciar Buonamici una palabra, salió un hombre, embutido de pies a cabeza en un hábito monacal con capucha. Se volvió hacia Cartophilus, quien descubrió con asombro que se trataba del mismísimo general de los servicios de espionaje de Venecia, el padre Paolo Sarpi.

Sarpi llevaba muchos años siendo el general secreto del espionaje veneciano, desde el estallido de la guerra de palabras y cuchillos que enfrentaba a Venecia y Roma. Era el hombre perfecto para aquel trabajo, dotado de un conocimiento exhaustivo de Europa, imbuido de enorme capacidad analítica e implacable en su vigilancia por lo que a Roma se refería. El hecho de que el papa Pablo hubiera tratado de asesinarlo era, como es lógico, una de las razones de esta vigilancia, pero en modo alguno la principal. Roma siempre había sido un gran problema para Venecia, y el ataque del pontífice no había hecho más que subrayar, a los ojos del venerable servita, el peligro que representaba la gran ciudad. La venganza que la mayoría de la gente habría buscado, Sarpi la transformó en un plan aún más ambicioso: no sólo la caída de Pablo, sino la destrucción definitiva de las ambiciones imperiales de la gran urbe.

Y en aquel momento Sarpi se encontraba allí con ellos, en una ciudad en la que podrían haberlo prendido y arrojado sin miramientos al Castel Sant’Angelo, donde desaparecer sin dejar ni rastro era siempre una posibilidad.

—¿Es prudente que estéis aquí, fray Paolo? —preguntó Cartophilus sin poder contenerse.

—Estoy bien escondido, bendito seas. Un viejo monje es invisible en esta ciudad, como en cualquier otro lugar. De hecho, una vez pasé varios meses oculto en esta iglesia. Y ahora tenía la sensación de que volvía a ser necesario.

—¿Tan mala es la situación? —preguntó Cartophilus. Ignoraba cuánto sabría el servita.

—Se dice que hay una facción en la ciudad que quiere acallar de una vez para siempre a nuestro astrónomo. El peligro es real. Así que, antes que nada, tengo que saber todo lo que observaste en la audiencia con Bellarmino.

Escuchó con atención la narración de Cartophilus de lo que recordaba del encuentro.

—¿Y los hombres que acompañaban a Segizzi? —preguntó—. Cuéntame todo lo que recuerdes sobre ellos.

Cartophilus le contó entre susurros todo lo que pudo, tratando de revivir la escena en su mente. Mientras lo escuchaba, Sarpi frunció el ceño, gesto que hizo que se le arrugaran las cicatrices que tenía en la parte izquierda de la cara. Al terminar Cartophilus, permaneció un rato en silencio.

—Creo que el que acompañaba a Segizzi era Badino Nores —dijo al fin—. Y Agostino Mongardo, de Montepulciano. Son hombres de los Borgia, lo mismo que Segizzi. Así que dudo mucho que su presencia allí estuviera prevista. Lo que significa que Segizzi irrumpió en una audiencia privada celebrada por Bellarmino en su propia casa. Eso es algo que Bellarmino no habría tolerado de haber podido impedirlo.

—Pero es el cardenal…

—Sí, en teoría no le teme a nadie. Pero la realidad es que no puede enfrentarse a los Borgia. Otros me han referido otras piezas de este rompecabezas y todo está empezando a encajar. Creo que la aparición de Segizzi fue un ataque sorpresa. Posiblemente, la advertencia hecha por Segizzi a Galileo haya sido más severa de lo que Bellarmino o Pablo pretendían. Y lo importante, claro, es que ahora hay un documento en el archivo del Vaticano en el que ha quedado constancia de la audiencia. Podrían declarar que Galileo fue advertido en términos aún más tajantes, por ejemplo. De este modo, nuestro amigo Galileo sería doblemente engañado, por decirlo así, con respecto a lo que el papa le permite o le prohíbe decir.

—Parece peligroso —apuntó Buonamici lacónicamente.

—En efecto. Muy peligroso, porque nuestro impetuoso astrónomo no es capaz de refrenar la lengua ni siquiera cuanto está completamente en guardia.

Los dos hombres asintieron sin decir palabra. Como mínimo, la afirmación se quedaba un poco corta.

—Bueno. —Sarpi negó con la cabeza—. Debemos tratar de averiguar más sobre lo que está sucediendo y luego deshacer el dogal que Galileo lleva al cuello, si es posible. —Sonrió al decir esto, gesto que resultaba aún más aterrador que el de preocupación—. Al margen de lo que descubramos, Cartophilus, creo que sería conveniente que convencieras a Galileo de que le pida a Bellarmino una declaración firmada en la que se le indique de manera explícita lo que se le prohíbe hacer y lo que no. Creo que Bellarmino se prestará, porque lo verá como una manera de pagar a los hombres de los Borgia por haber invadido su casa. De este modo, si nuestro amigo termina delante de un tribunal inquisitorial, podremos girar las tornas en esta pequeña conspiración.

Cartophilus asintió con aire sombrío.

—Lo haré. Espero que sea suficiente.

—Será sólo un movimiento en una partida de ajedrez, claro. Pero sólo podemos hacer lo que podemos hacer, tanto a estas alturas como en general. —Y, con su espantosa sonrisa en el rostro, el sacerdote científico volvió a desaparecer en la pequeña y vetusta iglesia de aquel rincón del inmenso anonimato que era la ciudad de Roma.

Aquella misma noche, el anciano le llevó a Galileo una taza de leche caliente, y cuando su señor sacó a colación el tema de las ominosas y contradictorias advertencias de Bellarmino y Segizzi, como hacía todas las noches de manera obsesiva, Cartophilus aprovechó la ocasión para mencionar, con voz vacilante:

—Maestro, he oído que lo que la gente dice ahora es que os han obligado a abjurar de manera secreta, o algo así.

—Yo también lo he oído —rezongó Galileo—. Me ha escrito gente para preguntármelo, incluso desde Florencia.

Cartophilus asintió con la mirada clavada en el suelo.

—Quizá os convendría conseguir la admonición, sea cual sea su contenido, del propio Bellarmino, por escrito y con su firma, para que la tengáis a mano en un documento que podáis mostrar más adelante. Por si alguna vez os preguntan.

—Sí. —Galileo lo atravesó con la mirada; no le gustaba que el anciano se metiera en sus cosas así, de maneras que le hacían pensar en lo que representaba—. Buena idea —admitió con voz pesada.

—Gracias, maestro.

Galileo inició el proceso de conseguir una nueva audiencia con Bellarmino. Esto debía hacerse a través de Guicciardini, así que hubo que insistir y suplicar un poco. Mientras Galileo se sometía a este fastidioso proceso, cada noche acudía a un banquete distinto, pero ya no realizaba virtuosos recitales en defensa de las teorías copernicanas, sino que se limitaba a ser un comensal más. Como es natural, la gente reparó en este cambio y comenzaron a proliferar los rumores sobre la severidad con la que había sido reconvenido por el gran cardenal.

Galileo ignoró toda esta palabrería y siguió adelante. Descubrió que Roma tenía más de siete colinas. Cada vez se hacía más y más difícil limpiar su sayo sin revelar lo viejo y deshilachado que estaba. Todas las noches comía demasiado y bebía vino en exceso. E incluso en las raras noches que se quedaba en Villa Medici, no era capaz de tranquilizarse si no bebía grandes cantidades de vino, y casi siempre se reunía hasta altas horas con Annibale Primi en lo alto del montículo, donde se emborrachaba para distraerse ante los ojos de aquella gran ciudad, cuyo poder parecía alcanzar a todo el mundo. En más de una de esas noches tuvimos que meterlo en una carretilla para llevarlo hasta su cama, donde lo dejamos caer como un cargamento de ladrillos, mientras él refunfuñaba, roncaba y murmuraba sobre cosas terribles que, a buen seguro, estaban por acontecer.

Comenzamos a trabajar con la red romana de Sarpi, vagabundeando por las callejuelas de los barrios infectos de las orillas del Tíber, llamando a ciertas puertas y reuniéndonos con ciertas personas en las tabernas y en la parte trasera de pequeñas iglesias. Roma llevaba siglos atrayendo gente extraña, cuyos descendientes eran aún más extraños y más pobres que ellos al llegar. Hablábamos con guardias de puertas, con criados, con ayudantes de diplomáticos extranjeros, con secretarios, con abogados, con cocineras y con escribas. Algunos de ellos tenían secretos a la venta, o sabían de otros que los tenían. Pagábamos a ciertos publicanos y vendedores de información, a un noble arruinado, a un sacerdote expulsado, a varias alcahuetas y prostitutas, contratamos algunos observadores y espías callejeros para que mantuvieran vigiladas determinadas puertas, e incluso alquilamos los servicios de un deshollinador profesional, un hombre aún más menudo que Bellarmino, que estaba dispuesto a acercarse a una distancia prudente de ciertas ventanas del Vaticano. Un contacto conducía a otro en aquella vasta red de inquina y humanidad, y los criados y mendigos nos llevaban cada vez más al interior de la maraña parasitaria de la burocracia clerical. A ese nivel, Roma era un laberinto infinito, un caos de callejones y piazzas de suelo de tierra donde pasabas galería tras galería de tiendas abiertas al mundo, donde los olores que llenaban el aire cambiaban repentinamente de pan recién hecho a cuero curtido, pasando por carne podrida o pestes de orinal. Era difícil separar lo verdadero de lo falso, o lo útil de lo dañino. Era un lugar donde una amplia red como la de los venecianos podía llevar a cabo hallazgos y, con un poco de suerte, confirmarlos o refutarlos. Casi con toda seguridad, poseían una visión más precisa de la situación en su conjunto que ningún otro grupo de Roma, incluidas las facciones del Vaticano. Pero aun así, seguían siendo unas aguas de testaruda turbidez, en cuyo interior se agitaban fuerzas diversas.

Buonamici se presentó un día en las puertas, y cuando Cartophilus quedó libre, bajaron a la pequeña iglesia en la que se ocultaba Sarpi, donde se sentaron a la sombra entre las gallinas. Unos niños estaban jugando a tirarse agua con unos juncos que habían encontrado.

El jefe de espías arrojaba cáscaras de semilla a las aves hambrientas mientras les contaba a los otros parte de lo que había averiguado.

—Hace pocas semanas, el joven cardenal Orsini habló en defensa de Galileo ante el papa Pablo. Le explicó su punto de vista y declaró que no hay contradicción alguna entre este punto de vista y las Escrituras, pero el papa le dijo que Galileo debía revisar sus opiniones. Y cuando Orsini trató de continuar, Pablo lo cortó diciéndole que estaban estudiando el asunto.

—Se refería a Bellarmino —apuntó Buonamici.

—Sí. Pablo lo llamó y le ordenó que convocara una congregación especial del Santo Oficio para encomendarle específicamente que tachara las ideas de Galileo de erróneas y heréticas. La congregación volvió a reunirse pocos días después: seis dominicos, un jesuíta y un sacerdote irlandés. Informaron al papa de que la idea de que el sol era el centro del universo era «estúpida y absurda». Stultam et absurdam. Y además, formalmente, una herejía. La idea de que la Tierra se mueve es «contraria a la fe» y «contradice el sentido de las Sagradas Escrituras».

Cartophilus enterró la cabeza entre las rodillas. Sentía un fuerte mareo. Hasta Buonamici, el más frío de los hombres, estaba pálido.

—Una herejía. Eso es nuevo, ¿verdad?-dijo.

—Sí —respondió Sarpi, seco—. Y por eso convocaron a Galileo a presencia de Bellarmino, para que el gran cardenal pudiera ordenarle que abandonara las teorías copernicanas. Si se negaba a hacerlo, lo enviarían con Segizzi, quien le ordenaría de manera formal que abjurara de sus tesis. Y si continuaba negándose, sería encarcelado hasta que se sometiera.

—Así que Segizzi se presentó en la escena.

—Sí.

—Y todo eso —señaló Cartophilus con voz sombría— lo ha provocado Galileo al venir a Roma a defender su caso. De no haberlo hecho, nada habría sucedido.

Sarpi se encogió de hombros mientras miraba a Cartophilus con curiosidad.

—Pero las cosas han sido así. De modo que ahora hemos de hacer frente a la situación.

—Sí, padre.

—Además, al parecer, Segizzi ha incluido un documento en el archivo sobre Galileo en el que se afirma que su advertencia fue exhaustiva. Ahora está en manos de los escribanos, guardado en alguna caja en alguna estantería de las oficinas interiores. Más allá del alcance de nadie que pudiera pretender cambiarlo.

Estuvieron en silencio durante un rato. El sordo zumbido de los sonidos de la ciudad invadió la iglesia y llegó hasta ellos. Los niños estaban gritando.

—Aún tenemos algunas vías de actuación abiertas —los tranquilizó Sarpi—. Galileo debe volver a hablar con Bellarmino, porque el cardenal está furioso y eso podría sernos de gran ayuda. Y voy a ver si consigo que el papa vuelva a conceder audiencia a nuestro amigo. Aunque, claro está, tendré que utilizar un intermediario. ¡No puedo pedírselo directamente! —dijo con un rostro risueño que resultaba hermoso y feo al mismo tiempo.

Los primeros días tras la entrevista con Bellarmino, Galileo hablaba con todo el mundo sobre ella, más indignado cada vez. Los amigos que tenía en la ciudad acudieron a verlo para tratar de calmarlo, pero esto sólo sirvió para que se enfureciera más aún y gritara tan fuerte que pudieron oírlo por toda la colina Pinciana. Vino Cesi, luego Antonio Orsini y luego Castelli, pero ninguno logró aplacarlo.

Guicciardini dictó cartas dirigidas a Picchena y a Cósimo, en Florencia, que pudieron ser oídas durante su composición o cayeron en manos de alguien que pudo colarse en su oficina de noche y meter la mano en las alforjas del correo. Una de ellas rezaba:

Galileo confía más en su propio juicio que en el de sus amigos. El cardenal Del Monte y yo mismo, así como varios cardenales del Santo Oficio, hemos tratado de convencerlo de que guarde silencio y se olvide del irritante asunto. Si quiere defender las tesis de Copérnico, se le ha dicho, que lo haga con discreción y no invierta tantos esfuerzos tratando de conseguir que otros lo hagan. Todos temíamos que esta visita fuera perjudicial y peligrosa y que, en lugar de permitirle justificarse y triunfar sobre sus enemigos, terminara con una afrenta. Y ahora que ha sucedido precisamente esto, se solivianta cada vez más, y como posee un temperamento tan apasionado, provisto apenas de paciencia o de prudencia, es incapaz de mantener el control. Es esta irritabilidad la que torna tan peligrosos para él los cielos de Roma. Se ha implicado en esta disputa de manera apasionada, como si fuera un asunto personal, y no se da cuenta de adonde puede llevarlo, así que podría correr peligro, al igual que cualquiera que lo secunde. Pues es un hombre vehemente, apasionado y de ideas fijas, así que es imposible, cuando uno está cerca de él, escapar de sus manos. Y no se trata de cosa de broma, sino de algo que podría tener las más graves consecuencias.

Aquel mismo día, el 6 de marzo, Galileo estaba redactando su propio informe para Picchena, como todas las semanas. Se disculpaba por no haber escrito la semana anterior, pero explicaba que la causa era que no había sucedido nada.

Una semana después llegó la noticia de que la Congregación del índice había ordenado que los libros de Copérnico se sacaran de la circulación hasta que se realizaran las correcciones pertinentes para aclarar que sus hipótesis eran meras convenciones matemáticas y no afirmaciones sobre hechos físicos reales. Los libros copernicanos de Diego de Zúñiga y Foscarini se prohibieron directamente. Sin embargo, el decreto no mencionaba el nombre de Galileo ni utilizaba la palabra «herejía». Tampoco se le ordenaba presentarse ante el tribunal público de la Inquisición. Así que la advertencia de Bellarmino y Segizzi seguía en el ámbito de lo privado. Ni Bellarmino ni Segizzi le habían hablado a nadie de ello, y Galileo, aunque tardíamente, comenzó a guardarse los detalles de su encuentro. Aun así, la noticia corría por toda Roma. El contorno general de la historia estaba muy claro. Galileo había llegado a Roma para defender las tesis copernicanas, y a pesar de ello —o más bien a causa de ello— sus propias teorías habían sido declaradas formalmente falsas y contrarias a las Escrituras. Muchos estaban encantados con esto, y los rumores de que se le había amonestado en privado con mayor severidad circulaban con libertad.

Galileo escribió a Picchena: «Puedo demostrar que mi comportamiento en este caso ha sido tan cuidadoso que ni un santo hubiera demostrado mayor reverencia o mayor celo hacia la Santa Madre Iglesia. Mis enemigos, en cambio, no han mostrado tanta delicadeza, pues no han escatimado calumnias, maquinaciones ni las más diabólicas sugerencias que quepa imaginar».

Era una afirmación un poco exagerada, pero típica de las vitriólicas diatribas que Galileo utilizaba contra sus enemigos.

Entonces, para sorpresa generalizada, Galileo logró obtener otra audiencia con el papa. Fue un gran golpe de mano y, si tenemos en cuenta el papel desempeñado por Pablo como instigador de las acciones contra las tesis copernicanas, resulta difícil de interpretar. Se decía que el joven cardenal Antonio Orsini había intercedido en su favor, aunque parece poco probable que una maniobra así diera frutos. No obstante, el martes 11 de marzo de 1616 presenció su paseo por los jardines papales del Vaticano, como lo presenciaran los viñedos de Villa Malvasia en 1611.

Caminaban por delante de sus acompañantes, pero hablaban con tanta libertad que los criados pudieron oír la mayor parte de la conversación. Galileo se quejó abiertamente de la malicia de sus enemigos. Juró que era tan buen católico como el que más y que todo cuanto había hecho o dicho estaba concebido para ayudar a la Iglesia a evitar un desgraciado error que más tarde pudiera avergonzarla.

Pablo asintió mientras lo escuchaba y respondió que era consciente de la rectitud y la sinceridad de Galileo.

Este hizo una profunda reverencia y luego tuvo que apretar el paso para alcanzar al enorme pontífice.

—Gracias, Santo Padre, muchísimas gracias, pero aún siento cierta aprensión con respecto al futuro, por miedo a ser perseguido con implacable aversión por mis enemigos…

Pablo lo animó inesperadamente:

—Puedes desechar todo cuidado, pues gozas de mi máxima estima y de la de la Congregación. No prestarán oídos a palabras calumniosas. Mientras yo esté vivo, puedes sentirte seguro.

—Gracias, Santo Padre —reiteró Galileo mientras, con cierta brusquedad, tomaba la mano del pontífice y le cubría el anillo de besos entusiastas. Pablo lo dejó hacer durante un instante mientras dirigía una mirada cargada de nobleza a la lejanía, y luego le indicó que era hora de marcharse y se encaminó de regreso a sus aposentos como un gran barco en alas de una leve brisa. Entretanto, Galileo lo seguía expresándole su gratitud en los más floridos términos. Nadie lo había oído nunca hablar con tan obsequiosa gratitud, salvo quizá los que lo habían visto en presencia de su señor Medici durante los primeros años del siglo.

Galileo volvió a la colina de los Jardines de un humor infinitamente mejor. Renovó sus esfuerzos para conseguir una segunda audiencia con Bellarmino, cosa que no resultó fácil. Pero varias semanas después, y de nuevo para sorpresa de todos, la codiciada audiencia se concedió. Una mañana de finales de mayo volvió a la casa que el menudo cardenal tenía en el Vaticano, donde le habló de los rumores que estaban llegándole desde todas partes de Italia y de los efectos deletéreos que estaban teniendo tanto sobre su reputación como sobre su estado de salud. No mencionó la inesperada aparición de Segizzi en la última visita, pero aseguró a Bellarmino que no había contado nada a nadie sobre el encuentro (una mentira increíble), para añadir a continuación que estaba seguro de que Bellarmino había sido igualmente discreto. La conclusión implícita estaba clara: Segizzi y sus compañeros debían, por consiguiente, ser los responsables de los rumores.

El ojo de Bellarmino parpadeaba ligeramente mientras escuchaba todo esto. No cabe ninguna duda de que captó las implicaciones de sus palabras. Asintió mientras miraba a su alrededor, como si hubiera perdido algo en el estudio. Puede que estuviera acordándose de la invasión de Segizzi. Finalmente, con una pequeña sonrisa, llamó a un secretario y le dictó in situ un certificado para Galileo.

Nos, el cardenal Roberto Bellarmino, habiéndonos enterado de que con ánimo calumnioso se afirma que el signor Galileo Galilei ha en nuestra presencia abjurado y sido castigado con saludable penitencia, requeridos para afirmar la verdad sobre lo sucedido, declaramos que el susodicho Galileo no ha abjurado, ni en nuestra presencia ni en la de ninguna otra persona en Roma, o en cualquier otro lugar, hasta donde alcanza nuestro conocimiento, de ninguna opinión o doctrina sostenida por él. Asimismo, no se le ha impuesto penitencia alguna, aparte la declaración realizada por el Santo Padre y publicada por la Sagrada Congregación del índice, según la cual las doctrinas atribuidas a Copérnico de que la Tierra se mueve alrededor del Sol miéntras este se encuentra estacionario en el centro del universo y no se mueve de este a oeste son contrarias a las Sagradas Escrituras y, por tanto, no pueden ser objeto de defensa. En testimonio de todo esto redactamos y suscribimos este documento por nuestra propia mano el vigésimo sexto día de mayo de 1616.

Con su pequeña e irónica sonrisa aún en el rostro, Bellarmino firmó este documento que, una vez seca la tinta, entregó a Galileo con un gesto de asentimiento que parecía expresar que aquélla era la advertencia que había querido transmitirle desde el principio: no se debía mantener ni defender la opinión, pero no estaba prohibido discutir sobre ella. Aquel documento existiría siempre para aclararlo.

Guicciardini realizó la acostumbrada revisión bianual de las cuentas de Villa Medici y estuvo a punto de subirse por las paredes. Dictó, casi a voz en grito, una carta para Piccena: «Extrañas y escandalosas eran las idas y venidas por el jardín durante la larga estancia de Galileo en la compañía y bajo la administración de Annibale Primi, quien ha sido despedido por el cardenal. Annibale dice que tuvo enormes gastos. Sea como fuere, cualquiera con ojos en la cara ha podido darse cuenta de que llevaban una vida desordenada. Os adjunto las cuentas. Espero que esto baste para ordenar el regreso a casa de vuestro filósofo y ponga fin de una vez a su campaña por castrar a los frailes».

Bastó. El mismo correo llevó a Galileo las instrucciones de Cósimo, que no eran otras que las de regresar a Florencia de inmediato.

En la semana del viaje de regreso a Florencia, Galileo no habló con nadie de lo sucedido. Parecía exhausto y pensativo. Por las noches volvió a sacar su telescopio y reanudó las observaciones de Júpiter. Durante el día permanecía sumido en el silencio. Para todos nosotros era más que evidente que sus esfuerzos le habían pasado factura, que al acudir a Roma para defender su posición se había excedido hasta un punto en que había provocado el efecto contrario y, de hecho, había corrido el peligro de encontrarse con la Inquisición. Y el asunto no estaba, ni de lejos, cerrado. Desde el mismo camino le escribió amargamente a Sagredo: «De todos los odios, no hay ninguno más grande que el que siente la ignorancia por el conocimiento».

Si se hubiera limitado a quedarse en Florencia y continuar con su trabajo sin llamar la atención, era posible que la tormenta clerical hubiera terminado por amainar. Es posible que Cesi hubiera podido volver las tornas gradualmente en su favor en el seno de la Curia. Podría haber sido así. Pero en su lugar, Galileo decidió, con su habitual testarudez, razonar con el papa, asediarlo con todas sus armas de persuasión hasta que el árbitro último de la situación quedara convencido de que debía apoyarlo. Era incapaz de imaginar que las cosas sucedieran de otro modo.

O esto era así o bien, como decíamos algunos cuando estaba dormido, al ver el peligro había decidido hacerle frente y atacarlo con la esperanza de matarlo cuando aún era joven. Era perfectamente posible que hubiera realizado un cálculo atinado de los riesgos, hubiese estimado correctamente las posibilidades y estuviera dispuesto a intentarlo hasta el límite de sus fuerzas. Pero fracasó.