El otro Galileo
Luz os es dada para bien y para malicia; y el libre querer que, si a la fatiga de las primeras batallas con el cielo resiste, después vence todo, si bien se afirma.
Sin embargo, si el presente mundo se desvía, en vos la razón está, de vos se la reclama, y de ello te seré verdadero espía.
Dante, Purgatorio, Canto XVI
—Sí, estoy listo —respondió Galileo, mientras la sangre le corría con tal fuerza por las venas que le palpitaban los dedos. Estaba asustado. Pero también sentía curiosidad.
—Vamos a la altana —dijo al desconocido
Cartophilus llevó el enorme telescopio escaleras arriba y al exterior, encorvado bajo su peso.
—¿Comienzas a acusar la gravedad local? —preguntó el desconocido con tono sarcástico.
—Alguien tiene que cargar con el peso —murmuró Cartophilus en toscano—. No todo el mundo puede ser un virtuoso como vos, signor, y desaparecer volando cuando llegan los malos tiempos. Escabullirse como un condenado diletante…
El desconocido hizo caso omiso de sus palabras. Una vez en la pequeña altana del tejado y colocado el telescopio sobre su trípode, apoyó un dedo sobre el ocular y empujó en dirección a Júpiter. El instrumento se alineó por sí solo con una suavidad que parecía fruto de una voluntad propia. De repente, Galileo sintió que aquello ya había sucedido con anterioridad, la sensación que los franceses bautizarían más adelante como déjá vu.
Y, en efecto, el telescopio se había alineado de algún modo. El desconocido lo señaló con un gesto. Galileo acercó el escabel al ocular y se sentó. Miró por él.
Júpiter era una esfera grande y recubierta de franjas cerca del centro de la lente, tan hermoso que quitaba la respiración y lleno de colorido dentro de su modesto abanico de tonalidades. En mitad del hemisferio sur había una mancha rojiza que se deformaba para adoptar el ovalado contorno de un remolino en medio de un río. Un Caribdis joviano… ¿Iba a subir allí para encontrarse con su propio Escila? Pasó largo rato contemplando el gran planeta, pleno, redondeado, lleno de franjas. Proyectaba su influencia a su alrededor como cualquier astrólogo habría esperado.
Pero no sucedió nada más. Se apartó del telescopio y miró al desconocido, que tenía una expresión profundamente ceñuda en el rostro.
—Dejad que lo revise —examinó el costado del telescopio, se enderezó y parpadeó varias veces. Se volvió hacia Cartophilus, quien se encogió de hombros.
—No tiene buen aspecto —dijo éste.
—Puede que haya sido Hera —respondió el desconocido con tono sombrío.
Cartophilus volvió a encogerse de hombros. Evidentemente pensaba que era problema del desconocido.
Permanecieron allí un rato en silencio. La noche era muy fría. Transcurrieron largos minutos. Galileo se inclinó y volvió a observar Júpiter. Seguía en el centro de la lente. Tragó saliva. Aquello era más extraño que un sueño.
—Esto no es sólo un telescopio —dijo, recordando casi. Gente azul, ángeles…—. Es algo así como… un teleavanzare. Un teletransportador.
El desconocido y Cartophilus se miraron.
—Nunca se pueden suprimir por completo las amígdalas —dijo Cartophilus—. ¿Y por qué no iba a saberlo?
El desconocido volvió a examinar el voluminoso costado de la máquina. Cartophilus se sentó en el suelo junto a ésta, impasible.
—Ah. Volved a intentarlo —dijo el desconocido entonces con un tono de voz distinto—. Echad otro vistazo.
Galileo lo hizo. La luna I estaba separándose de Júpiter en su extremo occidental. La III y la IV se encontraban al este. Habría pasado alrededor de una hora desde la llegada de los dos visitantes.
La luna I abandonó la sombra de Júpiter. Emitía una luz brillante y constante en la negrura. A veces parecía la más brillante de las cuatro. En este sentido había fluctuaciones. La I estaba ligeramente teñida de amarillo. Comenzó a rielar en la lente y, en ese mismo momento, Galileo se dio cuenta de que estaba haciéndose más grande y más detallada y que estaba moteada de amarillo, de naranja y de negro —o al menos eso parecía—, al mismo tiempo que se aproximaba flotando a ella, que caía como un ganso que aterriza, en un ángulo tal que, como si realmente fuera un ganso, extendió los brazos y levantó los pies para frenarse.
La curva esferoide de la luna I no tardó en revelar un paisaje terrible, totalmente distinto a sus vagos recuerdos de la luna II, que eran de una pureza gélida: era una desolada extensión de amontonada escoria amarillenta, recubierta por todas partes de cráteres y volcanes. Un mundo cubierto de Etnas. A medida que descendía, el tono amarillo se fue transformando en un infernal carnaval de intensas variaciones del azufre: de ocre y siena y siena rojiza, de topacio y marrón claro y bronce y girasol y ladrillo y brea, así como los negros del carbón y el azabache, y también terracota y rojo sangre y un abanico crepuscular de naranjas, amarillos limón, dorado y peltre, todos apilados en uno solo, un color que se vertía por encima de los demás y se veía cubierto a su vez por un enorme montón de escoria. Dante habría aprobado la imagen como representación de los ardientes círculos de su infierno.
La superposición de tantos colores hacía que fuese imposible determinar el terreno. Lo que había tomado por un cráter gigantesco se levantó y se invirtió, y resultó ser la cima de un montículo viscoso más grande que el Etna, más grande que la propia Sicilia.
Descendió flotando hacia la cima de esta ancha montaña. Allí, en el borde del cráter de su cima, había una zona llana, ocupada en su mayor parte por un templo redondo de columnas amarillas, abierto al espacio al estilo délfico.
Descendió hacia el suelo amarillento de este templo y aterrizó suavemente sobre él. En la superficie, junto a él, había una caja cuadrada hecha de algo que parecía plomo o peltre. Su cuerpo pesaba muy poco, como si estuviera sumergido en el agua. Sobre él, Júpiter brillaba inmenso en el negro estrellado, con todas sus franjas y todos sus palpables remolinos a la vista. Al verlo, Galileo se encogió como un caballo embargado por la sorpresa y el terror.
Al otro lado de la caja había un grupo formado por varias docenas de personas, todas mirándolo. El desconocido estaba tras él.
—¿Qué es esto? —preguntó éste con tono de enfado.
—Ya lo sabes, Ganímedes —dijo una mujer al tiempo que se apartaba grupo. Su voz, sorda y amenazante, llegó a los oídos de Galileo en una lengua que parecía una forma rústica y anticuada del toscano. Se aproximó a ellos con andares regios y, Galileo, sin darse cuenta, hizo una reverencia. Ella respondió con un gesto de cabeza y continuó—: Te doy la bienvenida a lo; eres nuestro invitado. Ya nos hemos visto antes, aunque puede que no lo recuerdes demasiado bien. Me llamo Hera. Un momento, por favor, mientras me encargo de tu compañero de viaje.
Se detuvo ante el desconocido, Ganímedes, y lo miró como si estuviera calculando hasta dónde caería cuando lo empujara. Era más alta que Galileo y parecía inmensamente fuerte, a la manera de las figuras masculinas de Miguel Ángel. Sus anchos hombros y sus musculosos brazos asomaban bajo la blusa sin mangas de color amarillo pálido, hecha de algo parecido a la seda. Unos pantalones del mismo material cubrían sus anchas caderas y sus largas y gruesas piernas. Parecía al mismo tiempo joven y anciana, femenina y masculina, en una mezcla que confundía a Galileo. Su mirada, al pasar del desconocido a Galileo y volver a aquél, era autoritaria. Al observarla pensó en la diosa Hera, tal como la habían descrito Homero o Virgilio.
—Nos has robado el entrelazador —la acusó Ganímedes con unas palabras que llegaron a oídos de Galileo en un extraño latín. El movimiento de las bocas de los jovianos no se correspondía exactamente con lo que oía Galileo, quien suponía que era el beneficiario de unos traductores invisibles y muy rápidos—. ¿Qué intentas hacer, iniciar una guerra?
Hera lo fulminó con la mirada.
—¡Como si no la hubieras iniciado tú! Atacaste a los europanos en su propio océano. Has hecho trizas la autoridad del consejo y todas las facciones se han lanzado al cuello unas de otras.
—Eso no es culpa mía —replicó Ganímedes con voz fría.
Mientras Galileo oía cómo se intercambiaban estas acusaciones, pequeños retazos de recuerdo iban reconstruyendo la imagen de un viaje submarino por el océano que había bajo los hielos de Europa. Se preguntó lo que habría pasado y cuál sería la sitúación allí. La indignación de Ganímedes, sospechosamente profunda para él, le hacía proyectar su angosta mandíbula hacia un lado, por lo que su rostro parecía un arado inclinado.
—¡Esto no es ninguna broma! ¡El hombre al que estáis secuestrando es Galileo!
—Eres tú el que lo ha secuestrado —repuso Hera—. Yo lo estoy rescatando de ti. Realmente, tu fijación con esta analepsis comienza a ser excesiva. Precisamente con Galileo no deberías jugar, y sin embargo lo utilizas para atemorizar al consejo.
Ganímedes se llevó la mano a la mandíbula y la enderezó con un esfuerzo visible. Su rostro se había teñido de un rojo intenso.
—Ya hablaremos de esto más tarde.
—No me cabe duda. Pero por ahora quiero que nos dejes solos. Voy a explicarle algunas cosas a nuestro visitante.
—¡No!
Los acompañantes de Hera avanzaron al unísono desde atrás. Vestían con ropa similar a la de ella, eran igualmente grandes y fornidos y se movían de un modo que a Galileo le recordó a los seguidores armados de Cósimo, sus guardias suizos, cuando avanzaban para mantener la paz o para llevarse a alguien que había perdido el favor de Cósimo.
Hera los señaló con un gesto de la cabeza mientras le decía a Ganímedes:
—Quédate con mis amigos. Ya conoces a Bia y a Nike, si no me equivoco.
—¡No pienso permitirlo!
—Aquí ya no importa lo que tú permitas. En Ío no tienes ninguna autoridad. Este es nuestro mundo.
—¡Este mundo no es de nadie! Es un mundo de exiliados y renegados, como tú bien sabes, dado que eres la principal de todos ellos. Mi propio grupo se ha refugiado aquí…
—Dejamos que aquí viva quien quiera —repuso Hera—, pero somos los que más tiempo llevamos en este sitio y quienes tomamos las decisiones —se acercó a Galileo mientras sus amigos, moviéndose como un solo hombre, se interponían entre ellos y el desconocido.
—Bienvenido a lo —respondió Hera a Galileo—. Estaba contigo cuando se sumergieron en el océano de Europa. ¿Lo recuerdas?
—No muy bien —dijo Galileo con inseguridad. Unas profundidades azules; algo parecido a un chillido…
Hera, con una mirada de desprecio dirigida a Ganímedes, dijo:
—El uso que hace Ganímedes del anestésico es muy tosco, al igual que el resto de sus actos. Tal vez más adelante yo pueda devolverte parte de tus recuerdos. Pero antes, creo que es mejor que te explique un poco la situación. Ganímedes no te lo ha contado todo. Y parte de lo que te ha contado no es cierto.
Recogió la caja de peltre del suelo y se la llevó consigo mientras se alejaban del indignado Ganímedes y del grupo que lo rodeaba. A pesar de las objeciones de aquél, Galileo fue tras ella, interesado en oír lo que tuviera que decir. Sabía que la mujer conseguiría lo que quería pasase lo que pasase. No era la primera mujer decidida que conocía.
Era al menos una mano más alta que él y puede que una cabeza entera. Galileo caminaba con dificultades, dando saltos arriba y abajo, y al final tuvo que agarrarse del brazo de la mujer para no caerse. La soltó al volver a tocar el suelo, y entonces estuvo a punto de tropezar y tuvo que agarrarla de nuevo. Después de eso, permaneció asido a su antebrazo como si fuera el tronco de una parra. A ella no pareció importarle y lo ayudó a caminar a su lado. Al cabo de un rato, sin poder evitarlo, se encontró realizando diversos cálculos eróticos relacionados con la evidente fortaleza de su acompañante (la caja que llevaba parecía muy pesada), cálculos que hicieron que se le abrieran los ojos de par en par y se le alborotara el corazón. Costaba un poco creer que fuese humana.
—Sois digna de vuestro nombre —murmuró.
—Gracias —dijo ella—. Nos ponemos el nombre cuando somos jóvenes, en el ritual de la mayoría de edad. Hace mucho tiempo, en mi caso.
Al llegar al arco situado al otro extremo del pequeño templo, se detuvo. Galileo le soltó el brazo. Desde allí había una vista espléndida del sulfuroso costado del gran volcán en el que se encontraban: una imagen inmensamente alta y tan amplia en su extensión que se alcanzaba a divisar con toda claridad la curvatura del horizonte, así como al menos una docena de volcanes de pequeño tamaño, algunos de ellos aún humeantes, mientras otros escupían grandes géiseres blancos al negro cielo.
Hera abarcó el extraordinario paisaje con un ademán, como si le perteneciese.
—Esto es Ra Patera, el mayor macizo de Ío. Ío es lo que tú llamas luna I, la más próxima al planeta de las cuatro. Ra Patera es mucho más alta que la montaña más alta de la Tierra, incluso más que la montaña más alta de Marte. Lo que estamos mirando es su flanco oriental, en dirección a Mazda Catena, esa grieta humeante que hay en el costado del escudo —señaló—. Ra era el dios del sol en el antiguo Egipto y Mazda el de Babilonia.
Galileo recordó la imagen moteada del sol sobre el papel proyectada por el ocular del telescopio.
—Parece quemada por el sol, a pesar de lo lejos que estamos. Y más caliente que el infierno.
—Está caliente. En muchos sitios, si caminaras sobre la superficie te hundirías en la roca. Pero el calor procede del interior, no del sol. La luna entera se comprime bajo las tensiones mareales de Júpiter y de Europa.
—¿Mareas? —preguntó Galileo creyendo haberlo entendido mal—. Pero si aquí no puede haber océanos.
—Por mareas me refiero a la atracción que ejerce un cuerpo sobre todos los que lo rodean. Todas las masas atraen a todo lo que las rodea. Cuanto mayor es la masa, mayor es la atracción. Así, Júpiter tira desde un lado y las demás lunas tiran desde el otro lado. Principalmente Europa, que está tan próxima —hizo una mueca expresiva—. Estamos atrapados entre Júpiter y Europa. Y todas esas fuerzas se combinan continuamente en Ío, primero en un sentido y luego en el contrario. Este es, por consiguiente, un mundo caliente. Treinta veces más que la Tierra, según tengo entendido, y está totalmente fundido, salvo una capa muy fina y unos archipiélagos algo más gruesos de magma endurecido, como el lugar en el que nos encontramos ahora. Toda la masa de Ío se ha fundido y ha sido expulsada a la superficie por medio de erupciones en muchas ocasiones.
Galileo tuvo que hacer un esfuerzo para imaginarse un mundo que se regurgitaba a sí mismo, roca fundida que fluía de dentro afuera y luego volvía al interior para fundirse y ser vomitada de nuevo.
—Aquí no hay una sola gota de agua —continuó Hera— ni de ninguno de los otros elementos volátiles a los que estáis acostumbrados en la Tierra.
—¿Y de qué está hecho, entonces?
—De silicatos, principalmente. Es un tipo de roca, fundida en su mayor parte. Y de mucho azufre. Son los elementos más livianos que no se han evaporado y, a causa de su ligereza, tienden a permanecer en la superficie en lugar de hundirse, como puedes ver.
—Sí, parece azufre —había visto cazuelas con este material burbujeando en un alambique. Husmeó el aire, pero no captó nada.
—Sobre todo azufre, sí, o sales u óxidos de ese mismo material. Aquí estamos cerca del punto triple del azufre, de modo que se vaporiza al salir expulsado desde el interior. Literalmente explota al entrar en contacto con el vacío. Puede salir disparado en un géiser y caer al suelo a más de ochenta kilómetros de distancia.
—No lo entiendo —confesó Galileo.
—Lo sé —le dirigió una mirada—. Hay que tener valor para admitirlo. Aunque son pocos los que lo entienden en realidad.
—Ya me he dado cuenta.
—Sí. Bueno, no me corresponde a mí explicarte los principios físicos y químicos involucrados. Pero puedo contarte más sobre lo que has visto aquí, y también sobre la persona que te ha traído. Y sobre las razones por las que su grupo y él están actuando de ese modo.
—Os lo agradecería mucho —respondió Galileo con tono diplomático. Siempre era conveniente contar con fuentes alternativas de mecenazgo; a veces era posible equilibrarlas, u oponerlas, o utilizarlas de otro modo para crear una ventaja diferencial, un punto de apoyo—. Antes habéis dicho que me llevaron a Europa y que nos sumergimos en su océano. ¡He de decir que supongo que será un mundo muy distinto a éste! Querían impedir que otros bajaran allí porque es un lugar sagrado. Pero nos sucedió algo. Un encuentro, o algo así. Casi lo recuerdo, fue como un sueño. Me parece recordar que fue como si… nos saludaran. Algo que vive en el océano. Hubo un ruido, como el aullido de unos lobos.
—Es cierto. Muy bien. No me sorprende que lo recuerdes, a pesar del amnésico que te administraron. Las áreas reprimidas se pueden liberar por intercesión de recuerdos similares, así que el hecho de estar aquí te ayuda a recordar tus visitas anteriores.
—¿Visitas?
—Lo que más me sorprende es que Ganímedes te llevara en esa incursión. Puede que no supiera para cuándo estaba previsto el descenso de los europanos y se viera obligado a incluirte en sus planes sin pretenderlo.
—Ah.
—Lo que sí sé es que ha estado diciéndote que su grupo te ha traído a nuestro tiempo para que nos asesores en un asunto de la máxima importancia.
—Me parece poco probable —rehusó Galileo en una demostración de modestia poco convincente.
Ella sonrió un instante.
—Según él, eres el primer científico, y en calidad de tal, una de las personas más importantes de la historia. No obstante, si te trajo aquí no fue para pedirte consejo.
—Entonces ¿por qué?
Hera se encogió de hombros de manera expresiva, como habría hecho un toscano.
—Posiblemente creyera que tu presencia lo ayudaría a defender lo que hizo en Europa. Nadie en el consejo quería aceptar la responsabilidad por interferir en los asuntos de los europanos. Ganímedes adoptó la posición de que lo que proponían era una contaminación peligrosa de una zona de estudio de importancia crucial, de modo que detenerlos sería la postura más lógica desde el punto de vista científico, así como lo más seguro para la humanidad. Te trajo en una prolepsis que esperaba que lo ayudara a sustentar esa posición.
—¿Y qué valor puede tener mi presencia? —preguntó Galileo.
—Lo ignoro —admitió ella mientras lo miraba con el ceño fruncido—. Ha creado muchas más analepsis que nadie. Tantas, de hecho, que no es fácil saber cuáles son sus planes. Me pregunto si no te habrá traído, principalmente, para cambiarte, para conseguir que hagas lo que quiere que hagas, allá en tu época. A pesar de los amnésicos que bloquean tu mente, tu presencia aquí te ha cambiado. Pero luego, cuando ya te tiene aquí, comete un alarde de temeridad con el entrelazador, tratando de asustar al consejo. Puede que pensara que con eso cimentaba su autoridad, puesto que eres el primer científico. El santo patrón de los científicos, se podría decir. O al menos de la secta de Ganímedes.
—Si me preguntáis a mí, el primer científico fue Arquímedes.
—Es posible —Hera frunció el ceño—. De hecho, también hubo intrusiones analépticas en el entorno de Arquímedes. Pero tú eres el primer científico moderno, el gran mártir de la ciencia, el que todo el mundo conoce y recuerda.
—¿La gente no se acuerda de Arquímedes? —preguntó Galileo con incredulidad mientras pensaba: «¿mártir?».
Ella adoptó una expresión ceñuda.
—Estoy segura de que los historiadores sí. En cualquier caso, haces bien en cuestionar la afirmación de Ganímedes. Puede que busque el efecto que puedes tener aquí en una prolepsis, o que pretenda moldear su analepsis por medio de lo que experimentes aquí.
Galileo meditó sobre estos términos, que para él derivaban de la retórica.
—¿Un desplazamiento hacia atrás?
—Sí.
—¿Y en qué año estamos, entonces?
—3020.
—¿Tres mil veinte? ¿El anno Domini tres mil?
—Sí.
Galileo tragó saliva involuntariamente.
—Es mucho tiempo —dijo al fin, tratando de mostrarse valiente—. Regresar hasta mí es, de hecho, una analepsis —recordó el rostro del desconocido en el mercado, sus noticias sobre el telescopio. De Alta Europa, había dicho Ganímedes aquella primera vez—. ¿Cómo funciona? ¿Y qué significa?
Ella volvió a fruncir el ceño.
—Realmente es mucho lo que ignoras sobre física, pero no estoy aquí para instruirte. Además, no tenemos tiempo. El hecho de haberme apropiado de su entrelazador, y de ti, tendrá consecuencias duraderas, que podríamos sufrir antes de lo que pensamos. En el tiempo de que disponemos, quiero hablarte de otras cosas. Porque ahora que ha realizado esta analepsis en tu época y en Italia, lo más probable es que se prolongue y tenga efectos sobre todas las demás temporalidades entrelazadas. Incluida tu vida, entre otras cosas. La intuición me dice que cuanto más sepas sobre la situación, mejor podrás resistirte a la intervención de Ganímedes. Lo que nos conviene a nosotros, puesto que, de este modo, es más probable que nuestro tiempo perdure en su forma actual.
—¿Queréis decir que podría no ser así?
—Por eso son peligrosas las analepsis. Hay muchos isótopos temporales, claro está, y están todos entrelazados de maneras imposibles de comprender, incluso, según dicen, para los matemáticos especializados en física temporal. Lo único que necesitas saber es que el tiempo no es unitario ni laminar, sino que es una pléyade de múltiples potencialidades que se interpenetran y se influyen entre sí. Una representación recurrente es la de un amplio lecho fluvial de grava con numerosos canales entrelazados, por donde el agua circula al mismo tiempo corriente arriba y corriente abajo. Los canales, que son los isótopos temporales, se cruzan unos con otros, cambian y fluyen, se bifurcan o incluso llegan a secarse, o se vuelven más profundos y menos sinuosos, etcétera. No es más que una imagen para ayudarnos a entenderlo. Otros hablan de un bosque de algas en el océano, agitado por las corrientes de acá para allá. Ninguna imagen es apropiada para expresar la realidad, que incluye las diez dimensiones existentes y es imposible de concebir. Sin embargo, en la medida de nuestro entendimiento, tu época representa una confluencia o un recodo importante, o como quieras llamarlo.
—Entonces… ¿soy importante?
Las cejas de Hera ascendieron de repente. Galileo la divertía. Él reconoció la mirada y tuvo la sensación de que la había visto antes. Ella señaló con un gesto la infernal superficie que brillaba debajo de ellos.
—¿Sabes cómo llegó aquí la gente?
—En absoluto.
—En última instancia, llegamos hasta aquí realizando experimentos y analizando sus resultados por medio de las matemáticas. Ésa es una idea, o un método, si lo prefieres, que ha cambiado para siempre el curso de la historia del hombre. Y fuiste tú el que tuvo la idea, o desarrolló el método, de manera pública y decisiva, explicando el proceso para que todos pudieran entenderlo. Eres il saggiatore, el experimentador. El primer científico. Y por ello en todas partes, pero especialmente aquí, en las lunas Galileanas, eres objeto de gran reverencia.
—¿Las lunas Galileanas?
—Así es como llamamos a las cuatro lunas de Júpiter.
—¡Pero yo las bauticé como estrellas Medici!
Hera suspiró.
—Es cierto, pero, como te dije ya una vez, ése ha sido siempre un ejemplo famoso de sumisión de la ciencia al poder. Nadie salvo tú las llamó nunca de ese modo, y desde entonces muy poca gente ha sentido interés por los sórdidos detalles de tu búsqueda de mecenas.
—Ya veo —hizo una pausa—. Bien, lunas Galileanas es un nombre igualmente bueno, supongo.
—Sí —tenía varias miradas diferentes cuando algo la divertía, estaba empezando a descubrir.
Galileo pensó en todo lo que le había dicho.
—¿Mártir? —preguntó, muy a su pesar.
En aquel momento, la mirada de ella se volvió realmente seria. Lo miró a los ojos y él vio que tenías las pupilas dilatadas y el color roble oscuro de sus iris formaba un vívido anillo entre blancos y negros de tonalidades lustrosas.
—Sí, supongo que llamamos Galileanas a las lunas para recordar lo que te pasó. Nadie ha olvidado el precio que pagaste por defender la realidad del mundo.
—¿A qué os referís? —balbuceó Galileo, totalmente espantado.
Ella no dijo nada.
Una especie de pánico comenzó a apoderarse de sus tripas.
—¿Me conviene saberlo?
—No te conviene —respondió Hera—. Pero he estado pensando y he decidido que te lo voy a contar de todos modos.
Lo miró con una expresión que a él se le antojó fría.
—Están administrándote amnésicos antes de devolverte a tu propio tiempo, al tiempo que controlan lo que averiguas aquí para tratar de influir tus acciones en una dirección determinada. Pero he pensado que podría darte un anamnésico para contrarrestar ese tratamiento y enseñarte otras cosas. Así, cuando recuerdes lo que has descubierto aquí, puede que tenga un efecto positivo sobre tus decisiones. Podría cambiar las cosas, tanto en tu tiempo como después. Eso podría ser peligroso. Pero también es cierto que muchas de las cosas que han sucedido desde entonces necesitan ser cambiadas.
Señaló la caja de peltre que le había arrebatado a Ganímedes, que descansaba en el suelo pulido de color amarillo, entre ellos.
—¿Qué es eso? —preguntó con voz temblorosa, mientras sentía que lo atravesaba una oleada de temor.
—Es el aspecto real que tiene el entrelazador. El otro entrelazador, en Italia, está en el momento que quiero mostrarte —lo cogió por los hombros, lo obligó a acercarse a la máquina y dijo con voz fría, como una Atropos inflexible—: Voy a devolverte allí.
Dicho lo cual, se arrodilló y tocó una protuberancia situada en un lado de la caja.
El dolor fue de tal intensidad que habría gritado de inmediato, pero una mordaza de hierro le atenazaba la boca y se lo impidió. La mordaza tenía una punta en la parte interior que le pegaba la lengua a la parte alta del paladar. Tuvo el tiempo justo de tragarse la sangre que le inundaba la boca para no ahogarse. Su corazón palpitaba desbocado, y al ver y comprender dónde se encontraba, comenzó a hacerlo aún con más fuerza. Con tanta, de hecho, que tuvo la certeza de que le iba a estallar.
Los encapuchados hermanos de la Compañía de San Juan el Decapitado, conocida también como Compañía de la Misericordia y la Piedad, acababan de ponerle en la cabeza la mordaza metálica, con una especie de bozal. Lo levantaron en vilo y lo metieron en la parte trasera de un carromato. Se encontraban junto al
Castel Sant’Angelo, en las orillas del Tíber. Los caballos en sus arneses echaron a andar bajo el castigo del látigo, y Galileo trató de mantener la cabeza en alto para no golpearse contra los costados del carromato. Las ruedas giraban sobre los adoquines a paso lento. Unos monjes dominicos flanqueaban el carromato y abrían la marcha. Al mismo tiempo, los perros de Dios le ladraban, instándolo a retractarse, a confesar sus pecados, a marchar al encuentro de Dios con la conciencia tranquila. «¡Confieso!», quería decir. «¡Me retracto sin dudarlo!». Las calles estaban repletas a ambos lados de una multitud andrajosa, muchos de cuyos miembros se sumaban a la comitiva a su paso y los acompañaban en su procesión por la ciudad. En medio de tal abundancia de gritos, era imposible que nadie oyera sus gemidos. Se daba por hecho que ya no iba a decir nada, eso se leía en los ojos que se deleitaban con la imagen de su persona y del carromato y no necesitaban más sonido que sus propios y salvajes gritos. Dejó de intentar que lo escucharan. Bastaba con gemir para que tragara sangre, para ahogarse en ella. Quizá pudiera hacerlo a propósito llegado el momento.
Cruzaron lentamente la ciudad, de la gran prisión a las orillas del Tíber al campo dei Fiori, la plaza de las Flores. Unos nubarrones bajos y oscuros cubrían el cielo, impulsados por un viento constante y fuerte. Unos sacerdotes vestidos de negro rezaban por él y le arrojaban agua bendita, o le pegaban sus crucifijos a la cara. Prefería los encapuchados e impasibles dominicos a aquellos rostros grotescos, deformados por el odio. No hay odio como el que sienten los ignorantes por los instruidos…, aunque ahora se daba cuenta de que mayor aún es el odio que sienten los condenados por los mártires. Se daban cuenta de que el final que estaban presenciando acabaría un día por engullirlos por sus pecados. Aquel día podían regocijarse pensando que era otro el que sufría aquel destino, pero sabían que también les llegaría el momento a ellos y que el castigo sería eterno, así que su miedo y su odio brotaban de su interior de forma explosiva, revelando la falsedad de su supuesto regocijo.
En el campo dei Fiori, uno de los dominicos de negro comenzó a salmodiar junto a su oído. El papa había ordenado que el castigo se administrara de la forma más clemente posible, así que no habría derramamiento de sangre. Cómo se compaginaba esto con la sangre que brotaba de sus labios era algo que nunca tendría la ocasión de preguntar, porque el sacerdote estaba explicándole que eso significaba que lo quemarían en la pira sin destriparlo primero.
Muchas manos lo sacaron del carromato. El vientre de los nubarrones estaba cubierto de ondas, como un campo de trigo sacudido por el viento. Lo arrastraron por los talones hasta la pira y allí lo desnudaron arrojando al suelo el sayo blanco del penitente, aunque el bozal de hierro no se lo quitaron de la cara. Le pasaron los brazos alrededor de la picota y se los ataron con fuerza a la altura de las muñecas y los codos. Como todo el mundo, se había quemado una o dos veces en el horno o con una vela. No era fácil afrontar la idea de que su cuerpo entero iba a quedar inmerso en aquella agonía. Sólo esperaba que no durara demasiado.
La multitud vociferaba. Trató de ahogarse en su sangre, de contener la respiración hasta perder el sentido. A su alrededor, los perros de Dios canturreaban sus imprecaciones. No vio quién encendió la pila de leña que había a sus pies. Primero olió el humo y luego sintió el fuego en las puntas de los dedos. Éstos trataron de apartarse de la picota como impelidos por una voluntad propia, pero estaba encadenado al poste a la altura de los tobillos. No se había fijado en los grilletes hasta entonces. En cuestión de segundos, el fuego comenzó a ascender por sus piernas y las cubrió con un dolor agónico. Su cuerpo trató de gritar, se asfixió con su propia sangre, comenzó a ahogarse, pero no perdió el conocimiento. El olor de la piel y la carne carbonizada de sus propias piernas, un olor de cocina, llegó hasta él. Luego no quedó nada más que el dolor que llenaba su cabeza y lo cegaba, un dolor rojizo como un chillido.
Gritó con toda la fuerza de sus pulmones. Tenía la boca libre y la lengua entera. Estaba tendido en un suave suelo de piedra. El dolor era sólo un recuerdo de la agonía que había sido. Su eco parecía teñirlo todo con una tenue neblina rojiza.
Estaba tendido de espaldas sobre el suelo del templo levantado en la cima de Ío, la luna de Júpiter. Yacía sobre la roca pulida con la cabeza aferrada entre las manos, el hedor de su carne quemada aún en los pulmones, en toda su lengua… Pero no. Sólo era el eco de aquel hedor, un recuerdo. Sólo estaba en su mente. Pero era un recuerdo del que seguramente nunca podría escapar por mucho que lo intentara. Cada vez que comiera carne asada…
Tenía el paladar entero y no estaba tragando otra cosa que sus mocos y su saliva, que le resbalaban por la garganta como la sangre antes.
Sentía un mareo en la boca del estómago. Había estado llorando y tenía el cuerpo cubierto de un sudor frío. Se incorporó con las manos en la mandíbula. El sabor de la sangre había desaparecido, salvo en su mente.
La mujer de Ío, Hera, estaba en pie a su lado, tan alta y corpulenta como correspondía a la esposa de Zeus. Le ofreció una mano y lo ayudó a levantarse. Para ella debió de ser como levantar a un títere al que le hubiesen cortado las cuerdas. Galileo estuvo a punto de tropezar con la caja de peltre. Lo ayudó a recobrar el equilibrio y lo soltó.
El matemático se limpió las lágrimas de la cara y miró a la mujer, lleno de vergüenza y temor. Ella se encogió de hombros, incómoda y comprensiva a un tiempo. No hay de qué avergonzarse, parecía decir su gesto. A nadie le gustaría que lo quemaran vivo en la pira. Y además, no era culpa suya. No había hecho más que mostrarle la realidad.
—¡Pero es algo horroroso! —exclamó él.
—Sí.
—¡No puede suceder!
—Pero ya ha sucedido, como podrás comprobar.
—Pero… ¿no dijisteis que había tiempos diferentes, entrelazados?
—Bueno, eso es cierto. Eres listo. Pero en casi todas las posibilidades esto es lo que sucede.
Galileo tragó saliva.
—¿Cuándo?
—No te conviene saberlo.
—Supongo que no. Aunque, quizá… —no sabía con seguridad lo que quería decir como para terminar la frase.
Después de un silencio, ella le dijo:
—Ahora ya entiendes por qué te reverencian.
—En absoluto —objetó Galileo—. ¡Según Ganímedes, fue por mis éxitos! Porque inventé el método científico, como experimentador matemático.
—En efecto. Así que cree que necesitamos que tengas éxito, ¿entiendes? O nada de esto sucederá.
—¡Pero lo que he visto no es ningún éxito! —un escalofrío le encogió los músculos, como les pasa a los perros o a los caballos cuando algo los aterroriza—. ¡Puede que me equivoque, pero no me ha parecido ningún triunfo!
—A los ojos de algunos —replicó ella con cautela—, tu éxito incluye tu inmolación. Ganímedes y sus seguidores así lo creen. Tienen una fijación por ti y tu trabajo, sobre lo que significó para el devenir posterior de la historia. A partir de aquel punto, según ellos, la ciencia comenzó a prevalecer y la religión a retroceder. Se inició la secularización del mundo. Sólo eso salvó a la humanidad de muchos siglos de oscuridad, en los que la ciencia, pervertida, serviría a la voluntad de religiones dementes. Así que te consideran el gran mártir de la ciencia.
—Pero ¿para qué necesita la ciencia un mártir?
—Ése es precisamente mi argumento desde el principio.
Una oleada de afecto por aquella mujer recorrió a Galileo. La tomó de la mano. Sintió unas punzadas de esperanza.
—¿Y podéis ayudarme, entonces? ¿Ayudarme a escapar de ese destino?
Ella dirigió la mirada hacia el mundo sulfuroso que se extendía hecho pedazos por debajo de ellos mientras lo pensaba. Estaba reflexionando sobre su destino, de nuevo como Átropos. Galileo la observó con avidez. De repente la encontraba hermosísima y recordó un verso de Castiglione: «La belleza deriva de Dios y es como un círculo, cuyo centro es la bondad».
—Creo que sí —dijo Hera al fin. Galileo le besó la mano, incapaz de contenerse. Ello lo miró con aire especulativo—. Probablemente sea cierto que debes lograr lo que lograrás para que el canal principal de la historia sea como ha sido. Y probablemente también sea cierto que esos logros te granjearán la animadversión de la teocracia.
—¡No veo por qué! —la indignación de Galileo por este hecho había llegado a tal punto que estuvo a punto de gritar. Pero entonces convirtió el grito en una súplica—: ¡No hay contradicciones entre la ciencia y las Escrituras! Y aunque las hubiera (pues la misma presencia de las lunas bajo la sombra de la inmensa esfera cubierta de franjas que era Júpiter parecía sugerir algo que rebasaba el dominio de la Biblia, algo que iba más allá de lo que contemplaban las Escrituras), aunque las hubiera, puesto que Dios ha creado tanto la naturaleza como ellas, el problema estaría entonces en los detalles de las Escrituras o en una mala interpretación de las mismas por nuestra parte. Porque es imposible que haya discrepancias entre ambas, pues las dos son obra de Dios y Él no puede ser inconsistente. Y la Tierra gira alrededor del sol como el resto de los planetas. Así que esto es cierto y no puede haber nada blasfemo en ello.
—No. Por supuesto que no. Pero ésa nunca fue la cuestión.
Se detuvo, reflexionó un momento y suspiró.
—La cuestión es: ¿quién puede hablar? ¿Quién tiene la autoridad para realizar afirmaciones sobre la naturaleza última de la realidad? Ésta es la base de las objeciones de tu Iglesia, tu empeño en que tenías derecho a realizar afirmaciones sobre cuestiones esenciales. La cosmología era una cuestión religiosa, ¿no lo entiendes? Esto es lo que estabas diciendo, por debajo de todos los detalles, que al menos, en la mitad de los casos, eran erróneos o carecían de fundamento: que tenías derecho a poseer una opinión propia sobre la realidad y que tenías derecho a expresarla en público, así como a defenderla frente a los puntos de vista de los teócratas.
—Así que yo era una especie de protestante, estáis diciendo —concluyó Galileo con tristeza—. Pues bien podría haberme ido al norte y hacerme luterano.
—Tal vez.
—Y así… Bueno, en tal caso estoy condenado.
—Se avecinan problemas para ti, eso es seguro, si insistes en reafirmarte de ese modo. Que es lo que hiciste y que es, precisamente, lo que te convirtió en una figura tan crucial en la historia del hombre. Así que es indispensable que te reafirmes y, al hacerlo, te conviertas en el primer científico.
—¡Y que acabe quemado en la pira, como Bruno!
—Sí. Pero… la parte de la pira, me atrevería a decir, no es la más importante de tu historia. Lo importante aquí no es el castigo, sino la reafirmación.
—¡Me alegro de que penséis eso, mi señora! —cómo admiraba la inteligencia de aquella mujer. Podría haberle besado los pies en aquel mismo momento, como ya había hecho con su mano. De hecho, a duras penas logró contener el impulso de postrarse de hinojos ante ella—. Entonces, si… si…
—Si pudieras realizar el acto de reafirmación y al mismo tiempo escapar a sus consecuencias de algún modo… Sí. Será arriesgado, pero creo que servirá. Existen muchas potencialidades, a fin de cuentas. El modo en que se colapsa la función de onda en un momento dado nunca determina totalmente lo que sucede a continuación. Hay inercias e inestabilidades, así como muchas intervenciones posteriores. Y si se producen cambios ulteriores a largo plazo, tengo la impresión de que podrían ser para bien. Con las historias que tenemos ahora, tampoco sería una mala idea un cambio en los siglos posteriores al tuyo. Hasta podría atenuar los peores momentos y llevarnos hasta aquí con menos sufrimiento.
—Pero ¿podrían esos cambios borraros de la existencia?
—Estamos aquí —señaló ella.
—Aun así, ¿podría suceder?
—Es posible. Mas, ¿en qué cambiaría eso nuestra situación? Podríamos dejar de existir en un mero parpadeo, en cualquier momento.
Galileo se estremeció al pensarlo.
—Entonces, ¿vais a ayudarme?
Ella lo observó con curiosidad. Casi pareció vacilar. Pero entonces dijo:
—Sí. Lo haré. Pero tendremos que ser muy cuidadosos, ¿entiendes? El cambio tendrá que ser muy sutil. Y debes comprender que habrá gente que tratará de impedir cualquier cambio de esa naturaleza. Ganímedes y otros.
—Lo comprendo.
Hera levantó la mirada de pronto y vio algo que le hizo fruncir el ceño. Galileo siguió su mirada, pero no vio más que el cielo negro y rebosante de estrellas, y poco más. Pero en ese momento reparó en un pequeño grupo de luces en movimiento, parecidas a libélulas. Refuerzos enviados por la gente de Ganímedes, quizá.
—Debemos volver con Ganímedes —dijo Hera.
—¿Y qué debo contarle sobre esto?
Ella sonrió, probablemente por la rapidez con que se sumaba a su conspiración.
—Lo que quieras —respondió—. Aquí en Ío eres libre de decir lo que te plazca. Si quieres, puedes contarle todo lo que te he dicho.
—Sí, claro. Gracias. Pero ¿debería hablarle sobre nuestro plan?
—¿Tú qué crees?
—Creo que es mejor que no. Si su facción cree que debo arder en la hoguera para que la historia se desarrolle de acuerdo a sus deseos, podrían tratar de impedírnoslo, ¿no es así?
—Exacto.
—En tal caso, debemos mantener nuestro proyecto en secreto.
—¡Ja! —dijo ella—. A mí no se me da muy bien guardar secretos. Siempre digo lo que pienso.
—¡Pero dijisteis que ibais a ayudarme!
—Y voy a ayudarte. Simplemente, puede que decida no hacerlo en secreto.
—Ah. Bien, en tal caso… —Galileo estaba confuso—. ¿Me enviarán de regreso a mi tiempo?
—Sí.
—¿Y me administrarán un preparado para que olvide lo sucedido aquí, decís?
—Sí.
—Pero ¿vos podéis darme algo que contrarreste ese preparado?
Sus cejas se juntaron mientras lo pensaba. Lo miró de lado.
—Sí —dijo—. Puedo hacerlo. Cada amnésico tiene su anamnésico. Aunque no estoy muy segura de que te guste recordar esto, puedo tratar de modular tu memoria a corto plazo, para que recuerdes los hechos principales y las sensaciones. Pero como no sé qué amnésicos van a utilizar, será arriesgado. Puedo tratar de contrarrestar la clase entera del fármaco que, según creo, piensan emplear —dijo unas palabras rápidas al dorso de su propia mano—. Mis amigos te entregarán lo que creo que necesitarás. Pero, funcione o no, cuenta con sufrir cierta confusión.
—Mientras no lo olvide todo…
—No. Lo que voy a darte debes tomártelo ahora, antes de que ellos te administren el preparado. Luego, contén la respiración justo antes de que te envíen de vuelta. Te rociará el rostro con un polvillo en el último momento. Si lo haces bien, el resultado será que lo recordarás todo con bastante claridad. Los anamnésicos son bastante efectivos, como podrás comprobar. Sólo espero que éste no lo sea de un modo que te resulte intolerable.
—Bien. Y… ¿me devolveréis aquí en algún momento, si podéis? Tengo la sensación de que, para tener éxito en mi empresa, necesitaré saber más.
Esto la hizo reír.
—Siempre estás diciendo eso, ¿no?
—Entonces, ¿me devolveréis aquí?
—No puedo asegurarlo.
—¿Lo intentaréis?
—Puede. Pero no se lo menciones a Ganímedes. Eso es algo arrheton… algo de lo que no se debe hablar.
En aquel momento, unos vehículos parecidos a cascos de embarcación herméticos, sustentados sobre unos pilares de fuego, descendieron a su alrededor. Hera lo tomó del brazo y lo llevó por el suave suelo de losas amarillas del templo redondo hasta el lugar en el que sus amigos tenían retenidos al desconocido y su pequeño grupo. Ganímedes, todavía allí, los taladró a ambos con una mirada de curiosidad tan ardiente que Galileo tuvo que apartar los ojos por temor a que la verdad se le escapara por su sola fuerza. Entretanto, Hera lo tomó de la mano y le dejó allí una pequeña píldora. Luego se inclinó hacia él.
—Trágatela ahora mismo —le susurró al oído, antes de darle un beso en la mejilla. Galileo levantó la mano como si pretendiera rozarle la cara y ella se apartó al tiempo que se metía la píldora en la boca y se la tragaba. Sabía un poco amarga, como las limas verdes.
Hera se había vuelto hacia Ganímedes y su grupo de partidarios que acababa de llegar. Parecían furiosos. Después de entregarle a Ganímedes la caja de peltre, anunció en voz alta:
—Aquí tenéis. Podéis quedaros con él. Pero dejad que regrese al lugar al que pertenece.
—Lo habríamos hecho hace mucho tiempo de no ser por ti —replicó Ganímedes con tono furioso, y a continuación Galileo se vio rodeado por los partidarios del desconocido. Al ver que Ganímedes se situaba a su lado con la caja entre las manos, contuvo la respiración con fuerza. Pero uno de ellos vio lo que estaba haciendo, le presionó con fuerza en el plexo solar y al fin, tras esperar a que tomara aliento después de esta exhalación involuntaria, le roció el rostro con el polvillo.