Se habría erigido una estatua
Estas confusas e intermitentes pugnas mentales se nos escurren entre los dedos y escapan por medio de sus viscosas sutilezas, sin vacilar en producir un millar de quimeras y caprichos fantásticos apenas comprensibles para sí mismos y desde luego no para quienes los escuchan. A través de estas ilusiones, la mente confundida es llevada de fantasma en fantasma, del mismo modo que en un sueño uno pasa de un palacio a una nave y luego a una gruta o una playa hasta que al fin, al despertar y esfumarse el sueño (junto con la mayor parte de los recuerdos asociados a él), uno descubre que ha estado durmiendo ociosamente y que ha dejado pasar las horas sin hacer nada de provecho.
Galileo,
carta a Cósimo, 1611
Salió del síncope como se sale de un sueño, agitado, jadeante, tratando de recordar algo que se le escapaba por momentos. Su rostro así lo evidenciaba.
—No —gimió—. Vuelve… No olvides…
Esta vez fue el ama de llaves a la que acababa de contratar quien lo encontró: La Piera había llegado al fin.
—¡Maestro! —exclamó mientras se inclinaba sobre él para mirarlo a los ojos—. ¡Despertad!
Soltó un gemido y la miró sin reconocerla. Ella le ofreció una mano y lo ayudó a levantarse. Aunque era un braccio más baja que él, casi pesaban lo mismo.
—Me han dicho que sufrís de síncopes.
—Estaba soñando.
—Estabais paralizado. Os he gritado, os he pellizcado y nada. No estabais aquí.
—Pues claro que no estaba aquí. —Se estremeció como un caballo—. Tenía un sueño, o algo por el estilo. Una visión. ¡Pero no la recuerdo!
—No pasa nada. Estáis mejor sin sueños.
Galileo la miró con curiosidad.
—¿Por qué decís eso?
Ella encogió sus anchos hombros mientras, de un tirón, le alisaba a su nuevo señor la ropa, cogía una pequeña píldora que había encontrado en su chaqueta y se la guardaba en el bolsillo
—Mis sueños son estupideces, eso es todo. Cosas que se queman en el horno mientras todo el pescado de la mesa cobra vida y comienza a morderme o sale por la puerta arrastrándose por el suelo como anguilas. Siempre es lo mismo. ¡Bobadas! La vida ya es suficientemente absurda por sí sola.
—Puede que tengas razón.
En ese momento entró Cartophilus en la altana y se detuvo al verlos. Galileo volvió a estremecerse y lo señaló con el dedo.
—¡Tú! —exclamó.
—Yo —admitió el anciano con cautela—. ¿Qué sucede, maestro? ¿Por qué estáis así?
—¡Ya lo sabes! —tronó Galileo. Y entonces, con voz lastimera, añadió—: ¿No es así?
—No —replicó Cartophilus, tan escurridizo como siempre—. Sólo he oído unas voces y he venido a ver de qué se trataba.
—¿Dejaste entrar a alguien?
—Yo no, maestro. ¿Habéis vuelto a sufrir uno de vuestros síncopes?
—No.
—Sí —confirmó La Piera.
Galileo soltó un enorme suspiro. Estaba claro que no recordaba nada, o casi nada. Levantó la mirada; Júpiter estaba casi encima de sus cabezas. Tenía frío y se frotó los brazos para calentarse.
—¿No estaban aullando antes los lobos en las colinas? —preguntó de repente.
—No, que yo haya oído.
—Yo creo que sí. —Se sentó en el sitio y lo pensó—. Me voy a la cama —murmuró mientras se incorporaba—. Esta noche no puedo trabajar. —Volvió a levantar la mirada y titubeó—. Ah, maldita sea. —Se dejó caer de nuevo sobre el escabel—. Tengo que comprobarlas, como poco. ¿Qué hora es? ¿Medianoche? Traedme un poco de vino especiado. Y quedaos aquí conmigo.
Salviati estaba fuera de la ciudad, así que Galileo estaba atrapado en la casa alquilada que tenía en Florencia. Se encontraba de un humor extraño, distraído y pensativo. Hizo saber a Vinta, con el lenguaje más obsequioso y florido de que era capaz (que no es decir poco), que quería ir a Roma para promocionar sus nuevos descubrimientos… o, tal como admitió en un encuentro con el secretario del gran duque, para defenderlos. Porque había mucha gente importante que, simplemente, no tenía catalejos lo bastante buenos como para ver las lunas de Júpiter, e incluso algunos colectivos bienintencionados, como los jesuítas —los mejores astrónomos de Europa sin contar a Kepler—, estaban teniendo problemas para comprobar sus observaciones. Y en Toscana había acontecido algo nuevo. Un filósofo llamado Ludovico delle Colombe estaba haciendo circular un manuscrito en el que, no sólo se ridiculizaba la idea de que la Tierra pudiera moverse, sino que se incluía una larga lista de citas extraídas de la Biblia para respaldar su argumento de que la idea de Galileo era contraria a las Escrituras. Entre estas citas se contaban: «Él fundó la Tierra sobre sus cimientos» (Salmos 104.5), «Dios hizo al orbe inmóvil» (1 Crónicas 16.30), «Él extiende el norte sobre vacío, cuelga la Tierra sobre nada» (Job 26.7), «Pesada es la Tierra y pesada la arena» (Proverbios 27.3), «El cielo está arriba, la Tierra está abajo» (Proverbios 30.3), «Y sale el Sol, y se pone el Sol, y con deseo retorna a su lugar, donde vuelve a nacer» (Eclesiastés 1.5), «Y púsolas Dios en la expansión de los cielos, para alumbrar sobre la Tierra» (Génesis 1.17).
Galileo leyó una copia manuscrita de esta carta, entregada a su persona por Salviati, y maldijo cada frase.
—¡Pesada es la Tierra! ¡Qué estupidez!
«¿Quién quiere matar la mente humana»? —escribió colérico a Salviati—. «¿Quién se atreve a afirmar que todo cuanto contiene el mundo de observable y cognoscible ya ha sido visto y descubierto?»
La gente temía los cambios. Se aferraban a Aristóteles porque había afirmado que en el cielo no existían los cambios. Por consiguientes, si morías e ibas allí, tampoco experimentarías cambio alguno. Escribió al astrónomo Mark Welser: «Sospecho que nuestro deseo de mesurar el universo utilizando nuestra pequeña vara de medir nos hace caer en extrañas fantasías y que nuestra particular aversión a la muerte nos hace detestar la fragilidad. Si lo que llamamos corrupción fuera aniquilación, al menos los peripatéticos tendrían una buena razón para la terrible enemistad que le profesan. Pero si no es otra cosa que una mutación, no merece tanto odio. No creo que nadie pueda quejarse de la corrupción del huevo si su resultado es la gallina».
En otras palabras, el cambio podía ser crecimiento. Era intrínseco a la vida. De modo que las objeciones religiosas a los cambios que él había visto en el cielo eran estúpidas. Pero también eran peligrosas.
Por ello, todas las semanas escribía a Vinta y le solicitaba que pidiera al magnánimo, brillante y espléndidamente grandissimo gran duque que lo enviara a Roma para poder explicar sus descubrimientos. Pasado algún tiempo, logró convencerlo de que una visita no podía hacer ningún daño. Es más, alimentaría el lustre de la reputación de su príncipe. Por consiguiente el viaje fue aprobado, pero justo en ese momento Galileo volvió a enfermar. Durante dos meses sufrió de tales dolores de cabeza y fiebres que la posibilidad de emprender un viaje ni siquiera pudo considerarse.
Se recuperó en la villa de Salviati.
—Estoy embrollado en algo extraño —le confió a su joven amigo en medio de la fiebre—. La dama Fortuna me ha agarrado por el brazo y se me ha cargado sobre los hombros. Dios sabe adonde me encamino.
Salviati no sabía qué pensar de esto, pero era un buen amigo para tiempos de crisis. Te sostenía la mano, te miraba y entendía lo que decías. Sus ojos líquidos y su rápida sonrisa eran la viva imagen de la bondad inteligente. Se reía con frecuencia y hacía reír a Galileo, y no había nadie más rápido para señalar un pájaro o una nube, o para proponer acertijos sobre los números negativos o cosas similares. Un espíritu dulce, además de inteligente.
—Puede que sea La Vicuña la que os ha tomado de la mano, la musa de la justicia.
—Ojalá, pero no —respondió Galileo mirando hacia su interior—. Es la dama Fortuna la que decide mi suerte. Una mujer caprichosa. Y grande.
—Pero siempre habéis sido avventurato.
—Pero con suerte de todas clases —protestó Galileo—. Buena y mala.
—Pero la buena ha sido muy buena, amigo mío. Pensad en vuestros dones, en vuestro genio. Y eso también es dispensa de la Fortuna.
—Puede. Dejemos que continúe así, entonces.
Al fin, impaciente por la demora que le había impuesto su propio cuerpo, escribió a Vinta para preguntarle si se le podía proporcionar una litera ducal para su viaje. A estas alturas, cada vez estaba más claro que el Sidereus Nuncius había hecho a Galileo famoso por toda Europa. En las cortes que tenían la suerte de haber recibido uno de sus catalejos, como Baviera, Bohemia, Francia o Inglaterra, se celebraban fiestas de las estrellas. Vinta decidió que la presencia de Galileo en Roma sólo podía aportar honor y prestigio a los Medici, así que aprobó el uso de la litera ducal.
El 23 de marzo de 1611, Galileo partió con sus criados Cartophilus y Giuseppe y un pequeño grupo de jinetes del gran duque. Llevaba consigo una carta de presentación para el cardenal Maffeo Barberini escrita por un viejo conocido suyo, Miguel Angel Buonarroti, sobrino del más célebre artista florentino, cuya muerte, sucedida justo antes del nacimiento de Galileo, había provocado rumores (por parte del padre de Galileo, al menos) sobre una transmigración de almas.
Los caminos entre Florencia y Roma eran tan buenos como los mejores de Italia, pero aun así eran lentos, incluso en las mejores etapas, abreviadas de manera considerable por los estragos del invierno. El viaje en litera duraba seis jornadas. Galileo pasaba los días sentado sobre almohadones en el interior del carruaje, soportando los brincos de las ruedas de madera recubiertas de hierro sobre los socavones y las piedras, así como el constante traqueteo provocado por los adoquines o los lechos de gravilla. A veces montaba a caballo para ofrecer un descanso a sus riñones y a su espalda, pero esto sólo significaba otra forma de martirio. Detestaba viajar. El viaje de Roma a Florencia era el más largo que había hecho en toda su vida y sólo se había producido una vez con anterioridad, veinticuatro años atrás, antes de que el terrible incidente de la celda de Costozza arruinase su salud.
Todos los pueblos en los que pararon por el camino —San Casciano, Siena, San Quirico, Acquapendente, Viterbo y Monterosi— estaban jalonados a ambos lados por hileras de posadas que ofrecían camastros maltrechos e infestados de moscas en habitaciones abarrotadas donde había que sufrir los habituales ronquidos y empujones. Era preferible pasar la noche al raso, envuelto en la capa y en una manta, observando el cielo. Júpiter estaba en lo alto y todas las noches podía anotar las posiciones de las cuatro lunas jovianas a primera y a última hora, en los momentos en que aminoraban su velocidad al llegar al extremo más alejado de su órbita o cuando tocaban la cara iluminada del propio Júpiter. Espiaba decidido a ser el primero en calcular sus periodos orbitales, cosa que, según había escrito Kepler, sería difícil de conseguir. Sentía un fuerte vínculo con las lunas, como si el hecho de haberlas descubierto le hubiese otorgado de algún modo su posesión. Una noche, al oír cómo aullaban unos lobos, el vínculo pareció hacerse más fuerte que nunca, como si los animales procedieran de Júpiter. En el catalejo, el disco blanco parecía temblar rebosante de vida, y al verlo se sintió invadido por una sensación que le fue imposible bautizar.
Así que las húmedas noches de primavera pasaban y él se dejaba caer sobre la litera mientras los hombres del gran duque preparaban la partida, y rezaba por poder dormir un poco durante un nuevo día de traqueteos. Muchas mañanas lo lograba y permanecía dormido durante varias horas. Pero sus rutinas nocturnas y diurnas le cobraban un elevado peaje a su espalda, y al llegar a Roma estaba exhausto.
El martes de Semana Santa la litera penetró en las inmensas y paupérrimas afueras de Roma. El amplio camino estaba flanqueado a ambos lados por innumerables chozas de madera menuda, como si las hubieran construido las urracas. Tras atravesar la antiquísima muralla, que no era difícil de pasar por alto, el grupo de Galileo avanzó a un trote lento por las abarrotadas calles de adoquines que discurrían entre el Tíber y el palazzo Firenze, cerca del viejo Panteón, en el centro de la ciudad. Por aquel entonces Roma era tan grande como diez Florencias, y sus edificios, apelotonados unos contra otros, se elevaban muchas veces tres y hasta cuatro pisos sobre unas calles que parecían tornarse más angostas a medida que envejecían. La gente vivía su vida y secaba su colada en los balcones, mientras charlaba con libertad sobre los transeúntes que pasaban por debajo de ellos.
Las estrechas calles se abrían al acercarse al río, donde había espacios que éste anegaba en su crecida y pequeñas arboledas.
Desde allí arribaron al palazzo Firenze, levantado delante de un pequeño campo. Allí es donde se alojaría Galileo, invitado del embajador de Cósimo ante Roma, un tal Giovanni Niccolini, que se aproximaba al fin de una larga carrera diplomática al servicio de los Medici. El embajador apareció en la entrada del palazzo y saludó a Galileo con bastante frialdad. Vinta había escrito a Niccolini que Galileo llegaría acompañado por un solo criado, y allí había dos, puesto que Cartophilus había logrado incluirse en el último minuto. El gran duque y su embajador eran sumamente meticulosos en lo tocante a los asuntos financieros, y puede que Niccolini no supiese con certeza si se le rembolsarían los gastos devengados de la presencia de este criado adicional. Sea como fuere, se mostró sumamente reservado al llevar a Galileo y su pequeño séquito hasta una serie de aposentos de gran tamaño situados en el primer piso, junto al jardín ornamental. Este cuidado espacio verde estaba habitado por antiguas estatuas romanas cuyos rostros de mármol se habían descompuesto con el paso del tiempo. Había algo en su aspecto que llamó poderosamente la atención de Galileo y lo perturbó.
Una vez instalado, Galileo se embarcó en una ajetreada agenda de visitas a dignatarios de importancia estratégica desde el punto de vista de sus propósitos. Una de las más importantes fue la que realizó al jesuíta Christopher Clavius y a sus colegas más jóvenes en el colegio de Roma.
Clavius lo saludó con las mismas palabras que utilizara veinticuatro años antes, cuando Galileo sólo era un joven y desconocido matemático y Clavius, en la cúspide de su carrera, era conocido por toda Europa como «el Euclides del siglo XVI».
—Bienvenido a Roma, joven signor. ¡Loados sean Dios y Arquímedes!
No había cambiado demasiado en apariencia, a pesar de los muchos años transcurridos: era un hombre delgado, con la boca rodeada de arrugas y una mirada amable. Llevó a Galileo hasta el taller del colegio, donde inspeccionaron juntos los catalejos que habían construido los mecánicos monacales. Los instrumentos se parecían a los de Galileo y eran de potencia equivalente, pero adolecían de mayor número de irregularidades, como confió el florentino a los monjes con toda franqueza.
Christopher Grienberger y Odo Maelcote se reunieron en ese momento con ellos y Clavius los presentó como los responsables de haber realizado el grueso de las observaciones; Clavius lamentaba la vista que había perdido con los años.
—Pero he visto varias veces las estrellas que habéis bautizado con el nombre de los Medici —añadió—, y es obvio que orbitan alrededor de Júpiter, tal como aseguráis.
Galileo hizo una profunda reverencia. Había gente que aseguraba que las supuestas lunas no eran más que irregularidades en las lentes de Galileo. Enfurecido, había ofrecido diez mil coronas a cualquiera que fuese capaz de fabricar un catalejo capaz de mostrar irregularidades alrededor de Júpiter, pero no de los demás planetas. Como es natural, nadie había reclamado la recompensa, pero aun así, no todo el mundo estaba convencido. Así que aquello era importante. Ver era creer, y Clavius había visto. Levantándose, Galileo dijo:
—Dios os bendiga, padre. Estaba convencido de que las veríais. No están apenas ocultas y vos sois un astrónomo muy consumado. Y puedo deciros que durante mi viaje a Roma he hecho grandes progresos en el cálculo del periodo orbital de estas cuatro nuevas lunas.
Grienberger y Maelcote enarcaron las cejas e intercambiaron una mirada, pero Clavius se limitó a sonreír.
—Creo que en este caso, y sin que sirva de precedente, estamos de acuerdo con Johannes Kepler, quien ha afirmado que calcular sus periodos de rotación será muy complicado.
—Pero… —Galileo titubeó un instante, y entonces, al comprender que había cometido un error, zanjó el tema con un mero ademán. No tenía sentido realizar anuncios antes de obtener resultados; de hecho, dado que estaba decidido a ser el primero en realizar todos los descubrimientos relacionados con las nuevas estrellas, era preferible que no incitara a sus posibles rivales a adelantársele. Ya era bastante sorprendente que hubieran conseguido manufacturar unos catalejos casi tan buenos como los suyos.
Así que dejó que la conversación derivara hacia las fases de Venus. Ellos también las habían visto, y aunque no hizo hincapié en que se trataba de una prueba muy sólida a favor de las tesis copernicanas, pudo ver en sus expresiones que las implicaciones eran evidentes para ellos. No se molestaron en negar lo que habían visto. Creían en el catalejo. Era una señal excelente, y al considerar las consecuencias de que se hiciera público que sus observaciones coincidían, se recuperó de la intranquilidad que le había provocado la potencia de sus instrumentos. ¡Eran los astrónomos oficiales del papa y apoyaban sus descubrimientos! Así que pasó el resto de la tarde evocando el pasado con Clavius y riéndose a mandíbula batiente con sus chistes.
El siguiente encuentro importante para Galileo, aunque él no lo supiera, llegó el Sábado Santo, cuando visitó al cardenal Maffeo Barberini para presentarle sus respetos. Se encontraron en una de las estancias exteriores de San Pedro, cerca de la puerta del río del Vaticano. Galileo examinó con detenimiento los jardines interiores del lugar. Nunca había estado dentro de la fortaleza sagrada y le interesaba ver cómo era allí la horticultura. Descubrió, sin sorpresa, que le daban más importancia a la pureza que a la lozanía. Las veredas estaban cubiertas de gravilla, los lindes estaban formados por hileras de guijarros de color claro y las franjas de césped, alargadas y estrechas, parecían recortadas por barberos. Las rosas y las camelias, presentes en gran número, eran blancas o rojas. En conjunto era un poco excesivo.
Barberini resultó ser un hombre de mundo: afable, ingenioso, elegante en su atuendo cardenalicio, esbelto y bien parecido, con su perilla, su piel fina y su comportamiento zalamero. Su poder lo tornaba grácil como un bailarín y parecía tan seguro de su cuerpo como una ramera o una nutria. Galileo le entregó las cartas de presentación del sobrino de Miguel Angel y de Antonio de Medici y Barberini, tras dejarlas a un lado con apenas un simple vistazo, tomó al matemático de la mano y lo llevó al patio de su oficina desechando toda ceremonia.
—Así hablaremos con más comodidad.
Galileo mostró el carácter vivaz que acostumbraba, el de un hombre feliz con un don para las matemáticas. En estas entrevistas con gente de la nobleza se mostraba dicharachero y divertido, y siempre estaba riéndose con su tonante voz de barítono, listo para complacer. No sabía gran cosa sobre el cardenal, pero los Barberini eran una familia muy poderosa y había llegado hasta sus oídos que Maffeo era un virtuoso, con gran interés por los asuntos intelectuales y artísticos. Celebraba numerosas veladas de poesía, música y debates filosóficos, y él mismo escribía poesía por la que, se rumoreaba, sentía un orgullo vanidoso. Galileo asumía, por tanto, que se encontraba ante un prelado al estilo de Sarpi, amplio de miras y liberal. En cualquier caso, se encontraba totalmente cómodo en su presencia y le mostró su occhialino por dentro y por fuera.
—Ojalá hubiera traído la cantidad suficiente de ellos para dejaros uno como regalo, eminencia, pero sólo se me permitió utilizar un pequeño baúl para todo mi equipaje.
Barberini respondió a este lamento con un asentimiento de cabeza.
—Lo entiendo —murmuró mientras miraba por el instrumento—. Ver a través del vuestro es suficiente, por ahora, y más que suficiente. Aunque mentiría si dijera que no quiero uno. —Se apartó para mirar a Galileo—. Es curioso. Nadie esperaría que las cosas lejanas contuvieran más cosas de las que ya percibimos a simple vista.
—Así es. Debemos admitir que nuestros sentidos no nos revelan todo lo que existe, ni siquiera en el mundo de lo sensible.
—No, en efecto.
Observaron con el instrumento las colinas del este de Roma y el cardenal, maravillado, le dio unas palmadas en el hombro, como cualquier otro hombre.
—Nos habéis regalado nuevos mundos —dijo.
—Al menos su visión —lo enmendó Galileo para no pecar de falta de humildad.
—¿Cómo se lo han tomado los peripatéticos? ¿Y los jesuítas?
Galileo ladeó la cabeza.
—Ninguno de ellos está demasiado complacido, vuestra gracia.
Barberini se echó a reír. Se había educado con los jesuítas, pero no le gustaban demasiado. Al darse cuenta de ello, Galileo añadió:
—Algunos de ellos se niegan a mirar por el catalejo. Uno murió recientemente, y como dije en su momento, aunque no quisiera mirar las estrellas a través de mi catalejo, ¡ahora tendría la ocasión de verlas de camino al cielo!
Barberini se rió a mandíbula batiente.
—Y Clavius, ¿qué dice de esto?
—Admite que las cuatro lunas de Júpiter están ahí.
—¿Las lunas Medici, las habéis llamado?
—Sí —admitió Galileo, al darse cuenta, por primera vez, de que aquello podía suponer otro problema—. Confío en realizar más descubrimientos en el cielo y espero poder honrar a quienes me habrán ayudado a hacerlo.
La sonrisilla que afloró al rostro del cardenal no era del todo amistosa.
—¿Y pensáis que esas lunas jovianas demuestran que la Tierra gira alrededor del sol de manera análoga, como aseguraba Copérnico?
—Bueno, como mínimo demuestra que las lunas giran alrededor de los planetas, como hace la nuestra alrededor de la Tierra. Mejor prueba de las teorías de Copérnico, vuestra gracia, es la visión de las fases de Venus a través del catalejo.
Galileo le explicó que, en la teoría copernicana, las fases de Venus, combinadas con la variación de la distancia con respecto a la luna, eran las causantes de que, a simple vista, su brillo no variara de intensidad, lo que parecía rebatir la posibilidad de las fases cuando nadie tenía catalejos para comprobarlo. También le explicó que su posición, en la parte baja del cielo tanto por la mañana como a última hora de la tarde, se añadía al descubrimiento de sus fases para sustentar la idea de que Venus orbitaba alrededor del sol en el interior de la propia órbita de la Tierra. Eran ideas complicadas de describir con palabras, y Galileo, que se sentía muy cómodo, se atrevió a levantarse, coger tres limones de un cuenco, colocarlos sobre la mesa y moverlos como ilustración de sus ideas, para evidente deleite de Barberini.
—¡Y los jesuítas lo niegan! —repitió el cardenal una vez que Galileo hubo terminado una demostración sumamente convincente de su sistema.
—Bueno, no. Al menos ahora reconocen que estos fenómenos son reales.
—Para afirmar a continuación que su explicación no está clara todavía. Sí, tiene sentido. Es típico de ellos. Y, después de todo, supongo que Dios podría haberlo organizado de cualquier manera que complaciese a su voluntad.
—Por supuesto, vuestra gracia.
—¿Qué dice Bellarmino?
—Lo ignoro, vuestra gracia.
La sonrisa del cardenal cobró cierta malicia que le otorgó el aire de un zorro.
—Puede que lo averigüemos.
Luego habló de Florencia, de su amor por aquella ciudad y por su nobleza, a lo que Galileo pudo sumarse de buen grado. Y cuando Barberini, como era su costumbre, le preguntó por sus poetas favoritos, el astrónomo declaró:
—Oh, prefiero a Ariosto antes que a Tasso, como prefiero la carne a la fruta escarchada —comentario que hizo reír al cardenal, puesto que era el reverso de la caracterización habitual que se reservaba a los dos personajes.
La entrevista continuó por derroteros tan suaves hasta su conclusión y la obsequiosa retirada de Galileo. El cardenal Barberini debió de disfrutar de ella, puesto que aquella misma tarde escribió tanto a Buonarroti, el sobrino de Miguel Ángel, como a Antonio de Medici, para decirles que les agradecía que le hubieran recomendado al nuevo filósofo de la corte de Florencia y que sería un placer ayudarlo en todo cuanto estuviese en su mano.
Pocos días después, Galileo fue invitado a una fiesta organizada por el cardenal Giovanni Battista Deti, sobrino del fallecido papa Clemente III, donde conoció a otros cuatro cardenales y asistió a un discurso ofrecido por Giovanni Battista Strozzi. En el debate que se produjo a continuación, Galileo se abstuvo de hablar, tal como contaría más adelante por carta, pensando que, para un recién llegado como él, era lo más cortés. Pero guardar silencio no le resultaba fácil, dada su natural locuacidad —por no decir su tendencia al arrebato verbal— y dado también lo que sólo podía llamarse una familiaridad creciente con el tema del discurso de Strozzi, que no era otro que el orgullo. Porque el éxito de todas estas visitas comenzaba a subírsele a la cabeza. Noche tras noche acudía a veladas importantes, celebradas a menudo en la residencia que tenía el cardenal Ottavio Bandini en el Quirinal, junto al palacio del papa, y tras disfrutar de la comida y del virtuosismo de los músicos, se ponía en pie para convertirse en objeto de entretenimiento para los invitados, con sus palabras y con demostraciones de lo que podía verse de las regiones circundantes por medio de su catalejo. La gente siempre se mostraba entusiasmada con lo que les mostraba, lo que no hacía sino alimentar la vanidad del florentino. Después de tales fiestas, al volver al palazzo Firenze, estaba tan hinchado que no había manera de sacarlo del jubón y las botas.
Un banquete de consecuencias duraderas fue el que tuvo lugar en el palazzo de Federico Cesi, marqués de Monticelli. Este joven era el fundador de la Accademia dei Lincei, la Academia de los Linces, cuyos miembros se reunían con regularidad para discutir sobre cuestiones de matemáticas y de filosofía natural. Cesi, que costeaba esas reuniones, había utilizado también su fortuna para reunir en su palazzo una colección cada vez más grande de maravillas de la naturaleza. Cuando Galileo llegó al lugar, Cesi se lo llevó consigo para realizar una visita por dos habitaciones llenas a rebosar de piedras imanes, fragmentos de coral, fósiles, cuernos de unicornio, huevos de grifo, cocos, conchas de nautilius, dientes de tiburón, tarros con fetos monstruosos, carbúnculos que brillaban en la oscuridad, caparazones de tortuga, un cuerno de rinoceronte con incrustaciones de oro, un cuenco de lapislázuli, cocodrilos disecados, maquetas de cañones, una colección de monedas romanas y una caja llena de especímenes lapidarios realmente exquisitos.
Galileo inspeccionó cada uno de estos objetos con genuina curiosidad.
—Maravilloso —dijo al mirar el extremo hueco de un cuerno de unicornio repujado en oro—. Debe de ser tan grande como un caballo.
—Eso parece, ¿no? —respondió Cesi con alegría—. Pero venid a que os muestre mi herbolario.
Por encima de cualquier otra cosa, resultó, Cesi era botánico; tenía cientos de hojas y flores secas clasificadas en libros grandes y gruesos, acompañadas por sus correspondientes descripciones. Señaló sus favoritos con entusiasmo. Galileo lo observaba con detenimiento. Era un joven apuesto, muy rico, que disfrutaba con la compañía de los hombres. Y su admiración por Galileo no conocía límites.
—Sois la persona que estábamos esperando —dijo al cerrar sus libros de plantas—. Necesitábamos un líder espiritual para que nos iluminara el camino a los niveles superiores, y ahora que estáis aquí, estoy seguro de que será así.
—Podría ser —admitió Galileo. Le gustaba mucho la idea de la Academia de los Linces. Salir de la sombra de las universidades y sus peripatéticos, llevar las matemáticas y la filosofía natural a los niveles más elevados del pensamiento y la curiosidad. Era un empeño nuevo y grande, un gran avance. Una institución de nuevo cuño, así como un aliado potencial.
Avanzado aquel mismo día, Cesi organizó una cena para presentar a Galileo al resto de los linces. La velada tuvo lugar en el viñedo de monseñor Malvasia, en la cima del Janiculum, la más alta de las colinas romanas. Los miembros de la academia, junto con una docena de caballeros de mentalidad similar, se reunieron mientras aún era de día, porque desde lo alto del Janiculum la ciudad se podía divisar en todas direcciones sin interrupción. Entre los invitados estaban los miembros extranjeros de la institución, Johann Faber y Johann Schreck, de Alemania; Jan Eck; de Holanda y Giovanni Demisiani, de Grecia.
Galileo comenzó orientando su catalejo hacia la basílica de San Juan de Letrán, al otro lado del Tíber, situada a unos cinco kilómetros de allí, y lo ajustó hasta que todos pudieron leer en el ocular la inscripción cincelada del loggia que había sobre la entrada lateral, colocada allí por Sixto V el primer año de su pontificado:
Sixtus
PONTIFEX MAXIMUS
ANNO PRIMO
Como de costumbre, todo el mundo quedó asombrado por la inesperada posibilidad de leer una inscripción desde tan lejos. Después de que todos hubieran mirado por el occhialino más de una vez y leído y releído la inscripción, se propusieron y realizaron varios brindis. El grupo se volvió ruidoso, un poco frívolo incluso; los músicos de Cesi, al percibir la atmósfera del momento, tocaron una fanfarria con unos cuernos sacados de debajo de sus asientos. Galileo hizo una reverencia y, mientras continuaba la música, dirigió su instrumento hacia la residencia del duque de Altemps, situada en una colina de las primeras estribaciones de los Apeninos, muy al este. Una vez preparado todo, los linces volvieron a congregarse a su alrededor y se turnaron para contar las ventanas de la fachada de la gran villa, situada a casi veinticinco kilómetros de allí. Un repique de vítores invadió el Janiculum.
Aquella noche, tras mucho comer, beber y charlar, y tras realizar una breve inspección de la luna, que, totalmente llena, apenas se veía en el ocular como un resplandor blanco, el griego Demisiani se sentó junto a Galileo y se inclinó en dirección a él.
—Tendríais que bautizar vuestro invento con una palabra griega —dijo, con el rostro saturnino animado por la sugerencia, o por el hecho de ser él el que la estaba realizando—. Deberíais llamarlo telescopio.
—¿Telescopio? —repitió Galileo.
—Para ver desde lejos. Tele scopio, visión lejana. Es mejor que perspicullum, que en realidad sólo significa lente, o visorio, que sólo hace referencia a lo visual o lo óptico. Y occhialino suena un poco mezquino, como si sólo lo quisierais para espiar a los demás. Es demasiado pequeño, demasiado provinciano, demasiado toscano. Las demás lenguas nunca lo utilizarán y tendrán que crear sus propias palabras. Pero telescopio es algo que entenderán y utilizarán todos. ¡Como sucede siempre con el griego!
Galileo asintió. Sin duda, los mejores nombres científicos estaban siempre en griego o en latín. Hasta entonces, Kepler lo había llamado perspicullum.
—Las palabras que lo conforman son muy antiguas y muy elementales —dijo Demisiani—, al igual que el método de composición.
Galileo se puso en pie de un salto, levantó su copa y esperó a que el grupo reparara en él y guardara silencio.
—¡Telescopio! —exclamó arrastrando las sílabas como si estuviera llamando a Mazzoleni o anunciando el nombre de un campeón. El grupo aplaudió y Galileo se inclinó a un lado para darle un abrazo al sonriente griego. ¡Por supuesto, su invento, que era una cosa nueva en el mundo, necesitaba un nombre también nuevo! ¡Se acabaron los occhialinos!
—¡TE-LES-CO-PIO! —Quién sabe cuántos en las colinas circundantes de Roma oyeron la nueva palabra. Sólo a Galileo podrían haberlo oído desde allí hasta la mitad del camino de Salerno.
Al día siguiente llegó la noticia: el papa quería verlo.
Una audiencia con el papa Pablo V. En el palazzo Firenze, la rutina adoptó un aire ligeramente frenético. Costaba dormir. Galileo, en lugar de intentarlo, se dedicó a observar Júpiter y a pensar en lo que se avecinaba, y de este modo el sueño acabó por llegar. Despertó temprano, antes del amanecer, y dio un pequeño paseo matutino entre las estatuas del jardín ornamental. Realizó sus abluciones y tomó un ligero desayuno. Más ligero aún de lo habitual, quizá. A continuación, Cartophilus y Giuseppe lo ayudaron a vestirse con sus mejores ropas, con la más oscura y más formal de sus dos capas, a las que estaba dando mucho uso durante aquella visita. Casi todas las noches se ponía una o la otra, y la gente que lo veía con regularidad ya debía de haberse percatado a esas alturas de que poseía un guardarropa más bien limitado.
Mientras terminaba de lavarse apareció Niccolini para hablar sobre la audiencia y para contarle las últimas noticias aparecidas en el Avvisi, el boletín de rumores y habladurías de Roma, relacionados siempre con la última semana de su santidad y lo que parecía haber en su mente. Como todo el mundo, Galileo ya conocía la historia del papa: de cardenal había sido Camillo Borghese, un miembro hasta entonces poco conocido de la más poderosa y peligrosa de las familias romanas, un experto en derecho canónico cuya elección como pontífice fue tan inesperada que él mismo la consideraba obra del Espíritu Santo, y se había dejado regir desde entonces, en todos sus actos políticos, por un acusado sentido de lo divino. Entre éstos se contaba la ejecución de un tal Piccinardi, que había tenido la insolencia de escribir (aunque no de publicar) una biografía no autorizada del predecesor de Pablo, Clemente VIII. Este acto se convirtió en un ejemplo que todos recordaban.
Niccolini no mencionó a Galileo aquel ejemplo concreto de la severidad de Pablo, pero sí que se refirió a ella por medios menos directos. El pontífice, le advirtió, era un hombre rígido, tozudo y perentorio. En aquellos difíciles años de la Contrarreforma no toleraba desviaciones de las doctrinas y las tácticas establecidas por el concilio de Trento medio siglo antes. Un papa, en pocas palabras. «Como suele ocurrir, ha engordado un poco con el poder papal», concluyó Niccolini.
La audiencia se celebró en la Villa Malvasia, en el mismo lugar donde Galileo había estado la pasada noche. La idea había sido del papa. Quería estar lejos del Vaticano. Así que Niccolini llevó al matemático hasta la gigantesca antecámara de la villa y allí lo presentó a Pablo, usando frases bastante rígidas y nerviosas.
El papa era, en efecto, orondo: un hombre inmenso, casi esférico bajo su túnica blanca, con un cuello carnoso y casi tan grueso como su cabeza y unos diminutos ojos de cerdito prácticamente escondidos bajo sucesivos pliegues de carne. Llevaba la barba recortada en una perilla triangular. Galileo se arrodilló ante él y le besó el anillo que le ofrecía mientras murmuraba la plegaria de obediencia que le había enseñado Niccolini.
—Levántate —lo interrumpió Pablo con tono brusco—. Háblanos de pie.
Era un gran honor. Galileo se puso en pie con la mínima torpeza que le fue posible y, tratando de mantener el rostro en calma, inclinó la cabeza.
—Camina con nosotros —dijo Pablo—. Queremos dar un paseo por el jardín.
Galileo echó a andar junto al papa, mientras Niccolini y un puñado de ayudantes y criados papales iban tras ellos. Caminaron por los viñedos de la cima de la colina, que Galileo ya conocía muy bien tras los numerosos banquetes de las semanas pasadas, y a medida que se iba acostumbrando a los modales bruscos y los andares lentos del gran hombre, fue sintiéndose cada vez más cómodo. Fue como si hubiera olvidado el estilete que entraba y salía de la cabeza de Paolo Sarpi y estuviera hablando con el mismísimo Dios. Sobre todo habló de la alegría que le producía encontrar nuevas estrellas en el cielo y la bendición que suponía disfrutar de los nuevos poderes que Dios había concedido al hombre.
—Algunos hablan de problemas teológicos derivados de estos nuevos descubrimientos —dijo Galileo con calma—, pero en realidad no es posible que se trate de problemas, puesto que la creación es única. El mundo de Dios y la palabra de Dios son necesariamente lo mismo, pues ambos derivan de Él. Cualquier discrepancia aparente es sólo una cuestión de malentendidos humanos.
—Claro —replicó Pablo con voz seca. No le gustaba la teología. Desechó aquellos problemas como si fueran las abejas que zumbaban por el viñedo—. Contáis con nuestro apoyo en esto.
Después de esto, Galileo habló de otras cosas, tan henchido por esta afirmación como una vela atrapada por el viento. La personalidad alegre que solía demostrar en la corte comenzó a reemplazar su seriedad. Luego, transcurridos unos tres cuartos de hora de paseo por los viñedos, Pablo miró de reojo a sus secretarios y, sin mediar palabra, se alejó caminando hacia la litera que habían dejado en la entrada de la villa.
Sorprendido por esta brusca partida, Galileo se quedó en el sitio con la boca abierta, preguntándose si lo habría ofendido con algún comentario. Pero Niccolini le aseguró que aquel era siempre el comportamiento del pontífice. Dada la frecuencia de sus audiencias, el tiempo que podía perder con las siempre dilatadas despedidas podía llegar a sumar más de una hora al día.
—Lo realmente asombroso es que se haya quedado tanto tiempo. De no haber estado realmente interesado, se habría ido mucho antes —a decir verdad, la audiencia había sido un éxito deslumbrante y Galileo había sido favorecido al permitírsele pasear en compañía del papa. Era una de las audiencias más amistosas que jamás hubiese presenciado el embajador. Un triunfo tanto para Galileo como para Florencia. Y viniendo de Niccolini, que de repente se mostraba entusiasmado, Galileo comprendió que debía de ser verdad.
Después de aquello, Galileo perdió la cabeza. Todos a su alrededor se dieron cuenta. La interminable sucesión de banquetes en los que era el centro de todas las atenciones y todas las alabanzas; la rica comida; los baltasares[1], y las frascas de vino; las largas noches, cuando, a pesar de todas las celebraciones, se quedaba despierto después para poder observar a Júpiter y sus lunas, de modo que, aun en medio de todo aquello, seguía avanzando en el cálculo de los periodos orbitales de I, II, III y IV… a despecho de lo cual, seguía teniendo que levantarse temprano por las mañanas para prepararse para nuevos banquetes. Todas estas cosas empezaron a pasarle factura. La idea de que mantuviera la boca cerrada en una discusión celebrada en uno de esos banquetes, versase sobre el orgullo o sobre cualquier otro tema, se volvió risible. Arengaba, disertaba, conversaba y presumía. Siempre había sabido que era más listo que los demás, pero en los años en los que este don, aparentemente, no lo había beneficiado, no se había dejado impresionar por él. En aquel momento su vanidad alcanzó cotas insospechadas. Empezó a utilizar su ingenio como una espada, o más bien, habida cuenta del aire rudo y buffo de su humor, como un garrote. El buffo se tornó buffare al tiempo que él se iba hinchando.
Por ejemplo, una noche, hablando sobre la irregularidad de la superficie de la luna, revelada con total claridad por su telescopio, recordó a todos los presentes que tenía que tratarse de un gran problema para los pobres peripatéticos, puesto que la ortodoxia aristotélica aseguraba que todo cuanto había en los cielos era perfectamente geométrico, por lo que la luna debía de ser una esfera perfecta. Hasta el padre Clavius, añadió, había aventurado, y en letra impresa, que aunque la superficie visible de la luna fuera irregular, podía tratarse de un efecto ilusorio, y sus montañas y llanuras podían estar debajo de una cáscara de cristal que constituyera su esférica perfección. El tono de voz de Galileo expresaba la incredulidad que le merecía esta opinión y la audiencia respondió con risillas, pero cada vez más atenta; estaba acercándose un poco al límite.
Cartophilus, con un almohadón y una botella de vino, se había reunido con algunos de los demás criados en el viñedo, más allá del alcance de la luz de las antorchas que bañaban la alargada mesa de banquetes, y desde allí observaban y escuchaban a los invitados, engalanados con sus joyas y sus mejores galas, como en la escena de un cuadro dotada de vida para su deleite. Pero al ver que Galileo empezaba a bromear a expensas del famoso y anciano jesuíta, se levantó y dejó la botella de vino.
—Todo el mundo tiene derecho a imaginar lo que le plazca, así que, por supuesto, se puede decir que la luna está rodeada por una sustancia cristalina que es transparente e invisible. ¿Quién puede negarlo? Lo reconoceré sin poner objeción alguna siempre que, con igual cortesía, se me permita a mí decir que el cristal tiene sobre su superficie exterior un gran número de montañas enormes, treinta veces más altas que las terrestres, pero invisibles, puesto que son diáfanas. ¡Y por tanto también puedo imaginar una luna diez veces más montañosa de lo que dije en su momento! —los invitados se echaron a reír—. Es una bonita hipótesis —continuó, espoleado por su entusiasmo—, ¡pero tiene el pequeño inconveniente de que ni está demostrada ni es demostrable! ¿Alguien no ve que se trata de una ficción puramente arbitraria? ¡Es más, si consideramos que la atmósfera de la Tierra es una cáscara transparente del mismo tipo, también la Tierra sería perfectamente esférica!
Y, por supuesto, todos se echaron a reír. La mezcla de ingenio y sarcasmo de Galileo llevaba años haciendo reír a la gente. Pero Christopher Clavius siempre se había mostrado amigable con él y, en general, no era conveniente bromear a costa de los jesuítas.
Y menos en público, en Roma y justo antes de que estos mismos jesuítas se dispusieran a celebrar un espléndido banquete en el colegio de Roma para celebrar tus logros. Pero eso era exactamente lo que él estaba haciendo. Cartophilus no pudo sino gemir y echar otro trago a su botella. Desde la oscuridad del viñedo, la imagen de Galileo allí, a la luz de las antorchas, en la alargada mesa llena de extasiados comensales, era como una ilustración pictórica del Orgullo antes de su caída.
Sólo que él no se daba cuenta. Se limitaba a comer, a hablar y a presumir. Dirigía su telescopio hacia el sol utilizando un método que le había sugerido Castelli para poder observarlo. La luz del gran astro atravesaba el tubo hasta caer sobre una hoja de papel, donde uno podía observar el gran círculo iluminado todo el tiempo que quisiera y sin peligro alguno para sus ojos. Cualquiera que lo estuviese viendo se daba cuenta al instante que la imagen iluminada del sol estaba cubierta de pequeñas e indistintas manchas oscuras. Con el paso de los días, estas manchas se movían por la superficie solar de un modo que indujo a Galileo a pensar que también el sol rotaba, a una velocidad que, según sus cálculos, proporcionaba a sus días una duración de un mes. Por consiguiente, rotaba a una velocidad similar a la del giro de la luna alrededor de la Tierra. Y en el cielo tenían el mismo tamaño. Era extraño. Todos los días dibujaba la disposición de esas manchas solares y luego colocaba dibujos unos junto a otros para mostrar la secuencia del movimiento.
Galileo se atribuyó el descubrimiento de la rotación del sol, a pesar de que había otros astrónomos —jesuítas de nuevo— que llevaban algún tiempo estudiando las manchas solares. Difundió su descubrimiento a los cuatro vientos, fingiendo no darse cuenta de que era otro hallazgo inconveniente para los peripatéticos, ni que contradecía ciertas afirmaciones astronómicas contenidas en la Biblia. Tampoco importaba. De haber reparado en que esto suponía un problema para sus adversarios, se habría limitado a hacer otro chiste ofensivo a su costa.
Por el momento, ninguna de sus indiscreciones parecía estar teniendo consecuencias negativas. En el banquete celebrado en su honor por los jesuitas, nadie mencionó sus comentarios sarcásticos sobre Clavius, y el jesuíta holandés al que Galileo había conocido antes, Odo Maelcote, leyó un comentario erudito sobre Sidereus Nuncius en el que se confirmaban todos los descubrimientos realizados por él. No parecía haber razones para preocuparse.
En aquel momento, el recientemente entusiasta Niccolini fue reemplazado como embajador de Cósimo en Roma por Piero Guicciardini, quien, al encontrarse a Galileo en la cúspide de su vanidosa glorificación, no hizo buenas migas con él. Y en la ciudad, Belisario Vinta fue reemplazado como secretario de Cósimo por Curzio Picchena, quien compartía con Guicciardini una visión menos favorable de la notoria defensa de las posiciones copernicanas que realizaba Galileo. Ambos decidieron que no había razón alguna para que los Medici se vieran atraídos a una controversia potencialmente peligrosa como aquélla. Pero si Galileo reparó en la presencia de estos individuos y en su actitud hacia él, no pareció preocuparse por ello.
Entretanto, el cardenal Bellarmino, principal consejero del papa Pablo, además de jesuita e inquisidor responsable del caso de Giordano Bruno, incoó una investigación sobre las teorías de Galileo. Probablemente lo hiciese a instancias del propio pontífice, pero los espías que lo habían descubierto en el Vaticano no podían asegurarlo. Bellarmino, decían, había mirado por uno de los telescopios de los jesuitas y había pedido a sus hermanos de congregación una opinión. Luego había acudido a una reunión del Sagrado Oficio de la congregación, que a continuación comenzó a investigar el caso. Todo apuntaba a que era él quien había ordenado que se llevara a cabo la investigación.
Pero nadie informó a Galileo sobre este preocupante giro de los acontecimientos, puesto que todavía no estaba claro qué podía significar. Y además, tras su encuentro con el papa y todo lo demás que había sucedido, seguía henchido de orgullo y dominado por el engreimiento. La visita a Roma estaba dando mejores frutos de los que había esperado. Era un triunfo en todos los sentidos, a pesar de que Guicciardini estuviera sugiriendo que lo mejor era marcharse ahora que todavía era objeto de adulación generalizada. En este tema, el embajador no rebasó en ningún momento los límites de lo diplomático, pero si Galileo se hubiera colado en su despacho y hubiese echado un vistazo a las cartas que había sobre su escritorio, cosa que no le habría resultado nada complicado, se habría hecho una idea más clara de lo que pasaba por la mente del florentino:
«Galileo demuestra escaso juicio a la hora de controlarse a sí mismo, lo que convierte la atmósfera de Roma en sumamente peligrosa para él, sobre todo en estos tiempos en los que tenemos un papa que detesta el genio».
Finalmente, Galileo terminó por aceptar las sugerencias de su embajador, o llegó a la misma conclusión por sí mismo, y anunció que regresaba a Florencia. El cardenal Farnese celebró el banquete de despedida en su honor y lo acompañó en su viaje al norte hasta Caprarola, la villa rural de la familia, donde invitó a Galileo a pernoctar con toda clase de comodidades. El matemático llevaba consigo un informe escrito que había solicitado y recibido del cardenal Del Monte, dirigido a Cósimo y a Picchena. Su eminencia terminaba este tributo con las siguientes palabras: «Si aún viviéramos bajo la antigua república de Roma, estoy convencido de que habrían erigido una estatua en su honor en el Capitolio…». Puede que junto a la antigua estatua de Marco Aurelio, que aún seguía allí. No era un mal compañero en la fama. No era de extrañar que Galileo hubiese perdido un poco la cabeza. Hasta donde él sabía, la visita a Roma había sido un éxito total.
Las cosas siguieron igual tras volver a Florencia. Cósimo y su corte lo agasajaron sin reservas y todo el mundo pudo ver que el gran duque estaba sumamente complacido con él. Su actuación en Roma había dejado en muy buen lugar el mecenazgo del Medici.
El joven duque ya no era tan joven. Se sentaba a la cabecera de su mesa como un hombre acostumbrado al mando, y el muchacho al que recordaba Galileo ya no era visible en él. Desde el punto de vista físico, seguía siendo muy parecido: delgado, un poco pálido y de rasgos muy similares a los de su padre, es decir, que tenía una nariz muy larga, una cabeza muy estrecha y una frente muy noble. No era un joven muy robusto, pero ahora estaba mucho más seguro de sí mismo, como no podía ser de otro modo: a fin de cuentas, era un príncipe. Y, como todo el mundo, había leído a Maquiavelo. Había dado órdenes difíciles y el ducado entero las había obedecido.
—Maestro, habéis puesto a los romanos en su sitio —dijo complacientemente mientras ofrecía un brindis a la sala entera—. ¡Por mi antiguo profesor, maravilla de la época!
Y los florentinos lo vitorearon aún con mayor entusiasmo del que habían mostrado los romanos.
Al poco de su regreso, Galileo participó en un debate referente a la hidrostática: ¿Por qué flota el hielo? Su oponente era su viejo adversario Colombe, el gusano malévolo que había tratado de colgarle al cuello unas supuestas objeciones a las Sagradas Escrituras para que acabara arrojado al infierno. Galileo ardía en deseos de clavarle sus dardos al sujeto mientras sus victorias romanas aún estaban frescas en la mente de todos, así que se ofreció a la contienda como un toro atraído por el rojo. Pero entonces, para su frustración, Cósimo le ordenó que no se enfrentara a enemigos tan insignificantes más que por escrito y que desmontara los argumentos de aquel moscardón ante el mundo entero. Una vez que hubo cumplido su orden, con un escrito tan largo como en él era costumbre, Cósimo pasó a ordenarle que debatiera el asunto de manera oral con un profesor de Bolonia llamado Pappazoni, a quien el matemático florentino había ayudado a conseguir la plaza docente en Il Bo. Era como arrastrar a un cordero atado a los pies de un león, pero Galileo y Pappazoni no podían hacer otra cosa que cumplir con su deber, y Galileo fue incapaz de no disfrutarlo, puesto que se trataba de un sacrificio meramente verbal.
En aquel momento, Maffeo Barberini pasó por Florencia de camino a Bolonia. Resultaba que el cardenal Gonzaga también estaba en la ciudad, así que Cósimo los invitó a asistir a una repetición del debate de Galileo sobre los cuerpos flotantes que se realizaría durante una cena de gala a celebrar el 2 de octubre. Papazzoni, aunque a regañadientes, volvió a presentarse, y tras el banquete y un concierto, y después de que el vino hubiese corrido en abundancia, Galileo volvió a hacerlo trizas para estrepitoso deleite de la audiencia. Entonces el cardenal Gonzaga se puso en pie y sorprendió a todos los presentes declarando su apoyo a Papazzoni. Pero Barberini, con una sonrisa afectuosa, y quizá recordando su grato encuentro en la primavera romana, tomó partido por Galileo.
Fue, por tanto, otra velada de triunfo para él. Al finalizar el banquete, pasada la medianoche, mucho después del sacrificio de Pappazoni, el cardenal Barberini lo tomó de la mano, le dio un abrazo, se despidió de él y le prometió que volverían a verse.
A la mañana siguiente, cuando Barberini se disponía a partir para Bolonia, Galileo no se presentó para despedirlo, impedido inesperadamente por una dolencia que lo había aquejado durante la noche. Desde el camino, el cardenal le escribió una nota:
Siento sobremanera que no hayáis podido venir a verme antes de que partiera. No es que lo considerara una prueba necesaria de vuestra amistad, puesto que ésta me consta sobradamente, pero lamento mucho que estuvierais indispuesto. Espero que Dios os guarde, no sólo porque una persona tan extraordinaria como vos merece una larga vida de servicio público, sino a causa del afecto que os profeso y siempre os profesaré. Me alegro de poder decir esto y os agradezco el tiempo que me habéis dedicado.
Vuestro afectuoso hermano, cardenal Barberini
¡Vuestro afectuoso hermano! Eso era tener amigos en lugares importantes. Hasta cierto punto, parecía que ahora contaba con un mecenas romano que añadir al florentino.
Todo eran triunfos. De hecho, habría costado imaginar cómo podían haber ido mejor las cosas en los dos últimos años para Galileo y su telescopio: prestigio científico, respetabilidad social, mecenazgo en Florencia y en Roma… Todo estaba en su cúspide y Galileo se encontraba ligeramente aturdido tras lo que había demostrado ser un doble anno mirabilis.
¿Por qué, entonces, volvió a Roma menos de cuatro años después?
Porque había corrientes subterráneas y fuerzas contrarias; gente decidida a interferir. Sucedían cosas, incluso aquella misma mañana en que Galileo no apareció para despedir al cardenal Barberini. Estaba enfermo, sí, porque había sufrido un síncope al volver a casa del banquete. Cartophilus bajó de la silla delante de la casa alquilada en la que vivían en Florencia, amarró al caballo y abrió la puerta. Allí, en el pequeño patio, se encontraba el desconocido, con su enorme telescopio colocado ya sobre el negro trípode.
—¿Estáis listo? —preguntó en su extraño latín a Galileo.