El otro
Al ver que no era que no quisiese hablar sino que, estupefacto, era incapaz de hacerlo, posó delicadamente una mano sobre mi pecho y dijo «No es nada serio, sólo un leve toque de amnesia, una dolencia frecuente de las mentes engañadas. Ha olvidado momentáneamente quién es, pero pronto, una vez que me reconozca, lo recordará. Y para que le sea más fácil, le limpiaré de los ojos un poco de la nube cegadora del mundo».
Boecio
,El consuelo de la Filosofía
Galileo se acercó a grandes zancadas a la puerta y la abrió de par en par al mismo tiempo que volvía a sonar la llamada. El espigado desconocido se encontraba allí, mirándolo, con el estuche del enorme perspicullum a los pies. Estaba ruborizado y sus ojos parecían hechos de fuego negro.
Galileo sentía los latidos de la sangre en la cabeza.
—Ya me habéis encontrado.
—Sí —dijo el hombre.
—¿Os ha informado de mi paradero el criado que me endosasteis? —inquirió el florentino al tiempo que señalaba con el pulgar al avergonzado Cartophilus.
—Sabía dónde estabais. ¿Os apetece hacer otro viaje nocturno?
Galileo tenía la boca seca. Pugnó por recordar algo más que aquel destello azulado. Gente azul.
—Sí —dijo antes de saber que iba a hacerlo.
El desconocido asintió, sombrío, y lanzó una mirada de reojo a Cartophilus, quien corrió hasta la puerta y se cargó el estuche al hombro para llevarlo al interior del patio. Júpiter se encontraba a baja altura en el cielo, debajo de Escorpio, aún enredado entre los árboles.
El pesado perspicullum del hombre parecía algo más que un catalejo. Galileo ayudó a Cartophilus a colocar el trípode y a levantar el grueso cilindro, que parecía hecho de algo parecido al peltre pero era más pesado que el oro. Una vez que el instrumento estuvo montado y orientado hacia Júpiter, con una precisión que parecía fruto de su propia voluntad, Galileo tragó saliva. Volvía a tener la boca seca y sentía una aprensión sin nombre. Tomó asiento en el escabel y miró por el vidrio extrañamente iluminado del ocular. Cayó en su interior.
A su alrededor flotaba un resplandor transparente, como el talco a la luz del sol. «¿Qué es?» trató de decir, y debió de conseguirlo.
—Júpiter está rodeado por un campo magnético tan potente que mataría a la gente si no estuviera protegida —respondió el desconocido en un latín de cuervo—. Para contenerlo hay un campo similar de nuestra propia creación: una fuerza de reacción. El brillo señala la interferencia entre las dos fuerzas.
—Ya veo —murmuró Galileo.
Así que se encontraba sobre la superficie de Europa… otra vez. Algún recuerdo de su anterior visita había vuelto a él… aunque vagamente. Las estrellas temblaban sobre su cabeza como si aún estuviera mirándolas a través del occhialino. Las más grandes, impresionantes, derramaban copos y hebras de luz sobre la negrura que los rodeaba.
La superficie de Europa, por otro lado, era excepcionalmente definida y clara. El hielo liso se extendía hasta un horizonte tan cercano que casi parecía aprisionarlos, un opaco blanco teñido por los colores de Júpiter, o de azul y ocre en algunas zonas. A veces, su superficie estaba picada o estriada y otras profundamente agrietada en patrones radiales. En los demás sitios era suave como el cristal. Por todas partes estaba sembrada de pequeñas rocas, y aquí y allá había algunas piedras del tamaño de un caballo, recubiertas de agujeros y depresiones. La mayoría de las rocas eran casi tan negras como el cielo, pero algunas de ellas eran de un gris metálico, o del mismo rojo de la mancha que había en la inmensa superficie recubierta de franjas de Júpiter. El increíble globo flotaba amenazante sobre sus cabezas, enorme en el firmamento estrellado de la noche a pesar de que sólo estaba iluminado a medias. Esa era la cosa veinticinco o treinta veces más grande que había estado tratando de recordar. Su cara oscura era realmente oscura.
Posiblemente, la proximidad del horizonte y la escasez de atmósfera prestaran al paisaje aquella claridad irreal. El aire estaba muy frío y el sol no se veía por ninguna parte. Los dos hombres proyectaban sombras perfectamente demarcadas sobre el hielo que tenían debajo. Galileo, siempre atormentado en casa por problemas de visión nublada o poco clara, miraba con avidez todo cuanto lo rodeaba. En aquel lugar todo el mundo tenía vista de águila.
—Esto es un punto cálido, en términos locales —dijo el desconocido en el silencio roto sólo por sus respiraciones. A Galileo el hielo se le antojaba idéntico por todos lados, e idénticamente frío. Sus pies crujieron mientras el desconocido lo llevaba hacia una de las rocas más grandes.
Había una puerta en la roca, que no era una roca en realidad, sino una especie de carruaje o de nave, de forma más o menos ovoide, parada sobre el hielo como un gran huevo negro. Su superficie era lisa, ni rocosa ni metálica, sino más bien córnea u ósea.
Se abrió una puerta en su superficie deslizándose lateralmente, y al otro lado apareció un pequeño vestíbulo o antecámara frente a unos escalones negros y bajos. El desconocido, con un gesto, indicó a Galileo que entrara.
—Es nuestro vehículo. Nos hemos enterado de que los europanos pretenden dirigir una incursión ilegal al océano que hay debajo de este hielo. Han ignorado nuestras advertencias y las autoridades relevantes del sistema joviano se han negado a intervenir, así que hemos decidido detenerlos por nosotros mismos. Pensamos que cualquier incursión podría ser desastrosa de formas que esta gente ni siquiera se ha parado a considerar. Queremos detenerlos, si es posible, e impedir que hagan daño. Y, como mínimo, debemos ver lo que hacen allí abajo. Si lo que ocurre es tan malo como me temo, nunca lo reconocerán. Así que debemos seguirlos. Con un poco de suerte, llegaremos allí primero y podremos detenerlos cuando atraviesen la capa de hielo y penetren en el agua que esconde.
—¿Y queréis que os acompañe? —preguntó Galileo.
—Sí. —Ganímedes titubeó un instante y luego dijo—: Si resulta que os veis expuesto a ciertas experiencias, puede que más adelante os sean de utilidad.
En ese momento, algo que había detrás de Galileo llamó su atención y su expresión cambió a una de sobresalto. Al volverse, Galileo vio un objeto plateado, como el perspicullum pero más grande, que descendía en medio de un pilar de fuego blanco con un tenue rugido en la atmósfera enrarecida.
El hombre puso una mano sobre el hombro de Galileo.
—Si hay algún peligro, os transportaré de vuelta a vuestro tiempo. Es posible que la transición sea un poco brusca.
Se abrió una ranura en el vehículo plateado y apareció una figura vestida de blanco.
—¿Sabéis quién es? —preguntó Galileo.
—Sí, lo sé. La conocisteis cuando hablamos ante el consejo.
—Ah, sí. Hera, dijo llamarse. ¿La esposa de Júpiter?
—Se cree así de importante, sí —dijo el desconocido con tono agrio, antes de añadir entre dientes—: Y es casi cierto.
La mujer era, en efecto, de una talla impresionante: alta, ancha de hombros y de caderas, de brazos gruesos y pecho grande. Se aproximó y se detuvo frente a ellos, mirando al desconocido con una sonrisa sardónica.
—Ganímedes, sé que aborreces lo que planean hacer aquí —dijo—. Y sin embargo, has venido. ¿Qué sucede? ¿Pretendes atacarlos?
El desconocido, que no se parecía en nada a la idea que tenía Galileo de Ganímedes, se volvió hacia ella como un hacha a punto de golpear.
—Ya sabes lo que dirán sobre esto en Calisto si se enteran. Vemos las cosas del mismo modo que ellos. La única diferencia es que ellos no quieren hacer nada.
—¿Y por eso has traído al tal Galileo contigo?
—Es el primer científico. Será nuestro testigo ante el consejo y más adelante hablará por nosotros.
Esto no la impresionó demasiado, le pareció a Galileo.
—Estás usándolo como escudo humano. Mientras esté contigo, los europanos no te atacarán.
—No lo harán en ningún caso.
Ella se encogió de hombros.
—Yo también quiero ser testigo. Quiero ver lo que ocurre, y me han nombrado tu mnemósine, te guste o no. Deja que me una a vosotros si no quieres que mi pueblo alerte a los europanos de que estáis aquí.
Ganímedes se hizo a un lado y señaló con un ademán la puerta del vehículo ovoide.
—Ven con nosotros. Quiero que todos comprueben la irresponsabilidad de esta incursión.
Dentro del vehículo había algunas personas inclinadas sobre paneles de instrumentos y cuadrados brillantes del color de las joyas. Sus caras, iluminadas desde abajo por aquellos mostradores tenían un aspecto monstruoso. La mirada lívida de Júpiter parecía escapar a través de sus ojos.
Hera se colocó junto a Galileo y se inclinó para hablarle al oído. De nuevo, sus palabras le llegaron en un rústico toscano, parecido al de Ruzante, o algo así.
—¿Eres consciente de que te están utilizando?
—No necesariamente.
—¿Sabes dónde estás?
—Esta es una de las cuatro lunas que orbitan alrededor de Júpiter. Las bauticé yo; son las estrellas Medici.
Ella respondió con una sonrisa maliciosa.
—El nombre no llegó a calar. Hoy en día sólo lo recuerdan los historiadores como un ejemplo perfecto de la abyecta sumisión de la ciencia ante el poder.
Ofendido, Galileo respondió:
—¡Nada de eso!
Hera se rió de él.
—Lo siento, pero desde nuestra perspectiva resulta evidente. Y siempre lo fue, estoy segura. ¿No se te ocurrió pensar que a los grandes cuerpos celestes no se los bautiza con el nombre de un mecenas?
—¿Y cómo las llamáis vosotros, entonces?
—Se llaman Ío, Europa, Ganímedes y Calisto.
—Colectivamente —intervino Ganímedes—, las llaman las lunas Galileanas.
—¡Vaya! —dijo Galileo, sorprendido. Por un instante, se quedó sin palabras. Entonces respondió—: Es un buen nombre, debo admitirlo. —Y tras un momento de confusión, añadió, con una mirada desafiante dirigida a Hera—: Aunque no muy diferente de otro como Medici, si no me equivoco.
Ella volvió a reírse.
—No es lo mismo el descubridor de algo que el mecenas de ese descubridor. O el mecenas que éste aspira conseguir, para ser más precisos. Usando el nombre como una tosca forma de adulación, como una especie de soborno.
—Bueno, yo mismo no podía ponerles mi propio nombre —señaló Galileo—. Así que mejor elegir algo útil, ¿no os parece?
Hera asintió con la cabeza, dubitativa. Pero al menos dejó de reírse de él.
En cuanto se presentó la ocasión, Galileo volvió a acercarse disimuladamente a ella para que pudieran seguir hablando sotto voce.
—Todos habláis como si fuera alguien de vuestro pasado —le dijo—. ¿Qué queréis decir?
—Tu tiempo es anterior al nuestro.
Galileo hizo un esfuerzo por comprender estas palabras. Había dado por supuesto que la máquina del desconocido sólo estaba transportándolo por el espacio.
—¿Y en qué época estamos entonces? ¿En qué año?
—En vuestros términos, es el año 3020.
Galileo sintió que se le abría al boca por sí sola mientras trataba de asumir esta noticia. No sólo lo habían trasladado hasta Europa, sino a una época situada mil cuatrocientos años después de la suya…
—Eso explica muchas cosas que no entiendo —dijo con voz débil, aturdido.
Hera sonrió con malicia.
—Aunque, claro está, crea también otros misterios —añadió Galileo.
—En efecto. —Lo miró con una expresión que él era incapaz de interpretar. No era un ángel ni una criatura sobrenatural de ninguna clase, sino una humana como él. Una mujer impresionante.
Hubo un sonido corto y metálico, seguido por una sacudida, y la habitación se inclinó a un lado. Ganímedes señaló un globo blanco, iluminado desde dentro, que flotaba en una esquina de la sala.
—Un globo de Europa —le dijo a Galileo.
El blanco estaba teñido de colores diferentes para indicar la temperatura de la superficie. La mayoría era azul pálido, atravesado por numerosas y finas líneas verdes. Galileo cruzó la habitación para examinarlo con mayor detenimiento y, casi sin darse cuenta, comenzó a buscar patrones geométricos en la craquelada superficie. Triángulos, paralelogramos, espículas, equis, pentágonos… En los puntos donde se intersecaban las líneas, los verdes a veces se teñían de amarillo y, en algunos casos, el amarillo se transformaba en naranja.
—Las mareas rompen el hielo —le explicó Ganímedes— y los flujos de ascenso convectivo llenan algunas de las grietas del hielo, formando zonas verticales parecidas a pozos artesianos que pueden servir como canales para llegar al océano líquido. En Ganímedes las llamamos cañones.
—¿Mareas? —preguntó Galileo.
—Por debajo del hielo, este mundo está completamente cubierto por un océano. El agua tiene más de quince mil metros de profundidad. Sólo los primeros kilómetros están helados, y las mareas submarinas agrietan el hielo.
—¿Entonces Europa tiene movimiento de rotación? —Galileo creía que las mareas las provocaba el movimiento de balanceo de las aguas sobre la superficie de un cuerpo que rotaba sobre su eje al mismo tiempo que se desplazaba alrededor de otro objeto, provocado a su vez por la variación de la velocidad a lo largo de la superficie. Había visto comportarse de aquel modo el agua dulce que se transportaba en las barcazas que cruzaban la laguna veneciana.
—Sí, Europa tiene movimiento de rotación, pero gira a la misma velocidad que a la que se desplaza alrededor de Júpiter.
—Entonces, ¿cómo puede haber mareas?
Todos los jovianos se lo quedaron mirando. Hera negó fugazmente con la cabeza, como si la explicación excediera la capacidad de entendimiento de Galileo. Irritado, se volvió hacia Ganímedes, quien se encogió de hombros con incomodidad.
—Veréis, la gravedad… Quizá podríamos hablar de ello en otro momento. Porque hemos iniciado nuestro viaje hacia el interior. Descendemos fundiendo el hielo a medida que bajamos, para despejar el cañón…
El vehículo se inclinaba en un sentido y luego en el contrario. En la pared de la estancia había una gran superficie rectangular teñida de brillantes colores primarios, como si hubieran usado el arcoiris para pintarla. Su vehículo estaba representado como un colgante negro en el centro del rectángulo, que iba dejando atrás en su descenso una serie de escarapelas de aquellos colores: hebras anaranjadas junto al punto negro, rodeadas por un entramado amarillo y verde. El rectángulo de mayor tamaño situado en otra parte de la pared era, al parecer, una ventana, por la que podían disfrutar de la vista de lo que había fuera; es decir, nada, salvo un campo del azul más oscuro que se pudiera imaginar, un azul tan profundo y tan puro que atraía inexorablemente la mirada de Galileo. Su interior exhibía numerosas retículas y brillos de colores más claros, lo que parecía revelar que se trataba más bien de un aguanieve congelada. La ventana ofrecía mucha menos información que el otro rectángulo, con aquellos colores brillantes que indicaban la temperatura.
Bajaron, bajaron y siguieron bajando. Al otro lado de la ventana, el azul fluía hacia arriba cada vez con más rapidez al tiempo que se iba oscureciendo. La pantalla de temperaturas experimentaba transformaciones continuamente. Aparte de esto, no había más que el zumbido de las máquinas del vehículo y el roce de la brisa que soplaba en su interior. Galileo había soñado una vez que se caía de una embarcación y se hundía en el Adriático. Ahora estaban soñando todos juntos.
Ganímedes detestaba tener que sumergirse allí, detestaba la mera idea de una intrusión en el océano, bajo el hielo, y al cabo de poco tiempo se hizo evidente que todos los tripulantes compartían su opinión. Observaban sus pantallas con expresión sombría y apenas decían nada. Ganímedes, tras ellos, caminaba de un lado a otro con nerviosismo, consultándolos de vez en cuando.
En el panel del arcoiris, una mancha de color verde con forma de patata pasó hacia arriba. Parecía una roca. Galileo preguntó por ella.
—Un meteorito —respondió Ganímedes—. El espacio está lleno de rocas. Las estrellas fugaces que veis en vuestros cielos son rocas, a veces tan pequeñas como granos de arena, que arden hasta fundirse.
—¿La fricción del aire basta para fundir la roca?
—Se mueven a velocidades elevadísimas. Sin embargo, aquí, en Europa, no hay atmósfera, así que todo lo que llega colisiona con el hielo. Ocurre con frecuencia, pero los cráteres que dejan los impactos en el hielo se deforman con rapidez y al poco tiempo vuelven a ser planos.
—¿Que no hay atmósfera? ¿Y qué aire estamos respirando aquí, entonces?
—Vivimos dentro de burbujas de aire, que se mantienen en el sitio por medios artificiales.
La nave detuvo su descenso. Galileo quedó sorprendido al comprobar la claridad con la que había percibido esta parada, a pesar de lo sutil que había sido.
—¿Va todo bien, Pauline? —preguntó Ganímedes.
—Todo va bien —dijo una voz de mujer, procedente aparentemente del interior de las paredes de la nave.
—¿Cuánto tardaremos aún en alcanzar el fondo del océano?
—Si mantenemos la velocidad actual, unos treinta minutos.
—¿La hebra de Ariadna está desplegándose con limpieza?
—Sí.
—La hebra de Ariadna —le explicó Ganímedes a Galileo— es también un elemento calentador que mantendrá fundido el centro del cañón para que podamos regresar.
Esperaron, absortos en sus pensamientos. La leve atracción gravitatoria de Europa hacía que los movimientos de la tripulación por el puente fueran fluidos y lentos, como un baile de ensueño. Galileo descubrió que le costaba mantener el equilibrio, como si estuviera flotando en un río.
Se acercó con parsimonia a Hera y le dijo:
—Todas estas máquinas son necesarias para mantenernos con vida.
—Sí, así es.
—Parece peligroso.
—Lo es. Pero precisamente por ello, las diseñamos para que sean seguras. Tanto los materiales como las fuentes de energía son terriblemente avanzados en comparación con tu época. Y además, existe un principio llamado redundancia de los puntos críticos. ¿Lo conoces? Hay sistemas de reemplazo disponibles en caso de avería. A pesar de todo, todavía hay imprevistos. Como entre vosotros. Ocurren en todas partes.
—Pero en la Tierra —objetó Galileo—, en el aire, no es necesario que funcionen las cosas que fabricas para que sobrevivas.
—¿Ah, no? ¿Y vuestra ropa, vuestra lengua o vuestras armas? Todas deben funcionar para que sigáis viviendo, ¿verdad? En este mundo somos pobres gusanos pinchados en un tenedor. Sólo nuestra tecnología y la ayuda de nuestros camaradas nos permiten sobrevivir.
Galileo frunció los labios. Puede que hubiera algo de verdad en las palabras de Hera, pero seguía teniendo la sensación de que había una diferencia real.
—Por mucho que seáis un gusano —dijo—, sin añadir que se trataba de un gusano perfectamente formado, en la Tierra, para manteneros con vida, os bastaría con poder respirar, comer y permanecer caliente. Sí, conseguir estas cosas os requeriría un esfuerzo, pero sería un esfuerzo factible. Tenéis herramientas que os ayudan, pero no es indispensable que funcionen para que sobreviváis. Un hombre solo abandonado en una isla podría conseguirlo. No hace falta estar rodeado de armatostes mecánicos que nos protejan como una fortaleza, que deban seguir funcionando eternamente para que no suframos una muerte muy rápida.
Hera negó con la cabeza.
—Es como un viaje por mar. Si el barco se hunde, no sobrevive nadie.
—Pero vuestro pueblo nunca toca tierra. Seguís navegando para siempre.
—Sí, eso es cierto. Pero es cierto para todo el mundo, siempre.
Galileo se acordó de cuanto estaba de pie en su jardín durante la noche, al aire libre, bajo las estrellas. Era una experiencia que aquella mujer nunca había conocido. Tal vez no pudiera ni imaginarla. Posiblemente ni supiera de qué le estaba hablando.
—No comprendéis lo que es ser libre —dijo, sorprendido—. No sabéis lo que es estar al aire libre, sin estas ataduras.
Ella movió la cabeza con un gesto de impaciencia.
—Piensa lo que quieras.
—Así lo haré.
La mirada divertida regresó de nuevo al rostro de Hera, como si estuviera mirando a un niño.
—Te hiciste famoso por eso —dijo—, si no recuerdo mal. Hasta que se torcieron las cosas.
La voz de Pauline anunció que estaban llegando al fondo del la capa de hielo y que se encontraban en lo que llamó el «hielo fragmentado». Se oía cómo golpeaban el casco fragmentos de diferentes tamaños, un ruido estridente de arañazos y golpes secos.
Y entonces comenzaron a flotar libremente en el agua. Galileo había pasado tanto tiempo en barcazas y transbordadores, y en los escasos aunque bien rememorados viajes por el Adriático, que reconoció al instante la sensación bajo sus pies. La sensación cinética era tan sutil que desaparecía en cuanto uno intentaba concentrarse en ella, pero cuando enfocaba la atención en cualquier otra cosa volvía a ser consciente de la totalidad del efecto.
—Pauline, busca el cañón de los europanos —dijo Ganímedes—. Y cualquier otra nave, claro está. Y danos un análisis del agua, por favor.
Pauline les informó de que el agua era casi pura, con pequeñas trazas de sal, partículas en suspensión y gases disueltos. Algunos de los tripulantes comenzaron a toquetear sus mesas como posesos. Al otro lado de la ventana, el omnipresente azul se había convertido en negro. Lo mismo podrían haber estado en las entrañas de la Tierra. Sólo la sensación de movimiento sugería que se encontraban sumergidos en un fluido.
Así que, cuando apareció en la ventana un fugaz destello de color azul cobalto, como el fulgor ocasional que uno ve pasar de vez en cuanto por delante de sus párpados, Galileo se sorprendió.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.
—Lo llamamos radiación de Cherenkov —dijo Ganímedes.
—¿El mecenas de alguien? —inquirió Galileo mirando a Hera de soslayo.
—El descubridor del fenómeno —respondió ella con firmeza.
Ganímedes ignoró este intercambio de estocadas.
—Existen unas partículas minúsculas llamadas neutrinos que nos atraviesan en cantidades enormes, pero raramente interactúan con nada. De vez en cuando, una de ellas choca con un protón, que es una pequeña pero importante parte de un átomo, y como consecuencia de este choque, el protón libera un muón, que es a su vez uno de sus componentes, de muy pequeño tamaño. Cuando sucede tal cosa en un océano como éste, el muón atraviesa el agua dejando tras de sí un corto reguero de luz en la longitud de onda correspondiente al azul. Veremos unos cuantos cada minuto.
Otro fogonazo azul apareció entonces, parecido también a las imperfecciones visuales que atormentaban a Galileo.
—Son como estrellas fugaces —comentó.
—Sí. Un fuego muy sutil
—¿Un fuego en el agua?
—Bueno, una luz, podríamos decir. Aunque también hay fuegos que arden en el agua, claro está.
Galileo trató de imaginárselo. Aquel sueño estaba sometiéndolo a toda clase de pruebas. ¿Podría encontrar el modo de darle la vuelta y ponerlo a prueba a su vez? Quizá así pudiese responder a la pregunta esencial: «¿Estaba sucediendo todo aquello en realidad?». Miró en derredor para comprobar si había algún objeto de pequeño tamaño que pudiese ocultar en el interior de la capa. Robar ideas de los sueños… Puede que no fuese tan poco habitual. Puede que fuese una forma de pensar fundamental.
El siguiente destello azul vino seguido por una esfera del mismo color, que se fue expandiendo rápidamente hasta convertirse en una especie de poliedro difuso que despedía espículas y radios de luz azulada que luego se alejaban del poliedro describiendo espirales. Algunas de éstas eran apretadas y uniformes, con serpentines cilindricos, mientras que otras, equiangulares, se expandían violentamente hacia fuera creando formas cónicas. Una de éstas pasó justo delante de la ventana y, por espacio de un segundo o dos, una luz palpitante de color zafiro inundó la estancia.
Algunos tripulantes gritaron y luego se hizo el silencio.
—¿Qué ha sido eso? —peguntó Galileo.
Ganímedes parecía sobrecogido. Se quedó pegado a la ventana, tocándola con aquella espada que tenía a modo de nariz.
Cuando se enderezó, había una expresión sombría en su cara.
—Está aquí, lo sé. Las anomalías lo evidencian. Llevo diciéndolo desde el principio. —Se volvió hacia su tripulación—. ¡No deberíamos estar aquí! ¿Los europanos han aparecido ya?
—Aún no los hemos visto —respondió uno.
—¡Pues buscad su cañón, entonces! Y dirigios hacia allí. ¡Tenemos que llegar antes que ellos para detenerlos!
Todos volvieron a sus pantallas y a sus abarrotadas mesas. Al cabo de un momento, uno de ellos dijo:
—Lo hemos encontrado. Están bajando. Nos estamos acercando… Alto. Ahí están. Son dos. Acaban de salir del cañón.
Ganímedes soltó un bufido.
—¡Adelante! —exclamó—. ¡Embestidlos! ¡Colocaos debajo y embestidlos desde allí! ¡A toda máquina hasta llegar a su lado y luego situaos en posición para volver a empujarlos hacia el cañón! —Parecía consternado, sombrío hasta un grado imposible de expresar—. Tenemos que obligarlos a marcharse de aquí.
—¿Y cómo pretendes conseguirlo? —preguntó Hera.
—Los embestiremos hasta que se marchen.
—¿Vas a advertirles?
—No quiero romper el silencio de radio. Quién sabe qué efecto podría tener sobre lo que hay aquí.
—¿Y el ruido de las colisiones? ¿Y los sonidos y los gases de vuestros motores?
—¡Es lo que he estado diciéndoles desde el principio! Ninguno de nosotros debería estar aquí
Otra espiral cónica de color azul pasó como una exhalación junto a ellos. Ganímedes leyó las pantallas y las mesas.
—Podría tratarse de alguna señal. Palabras, o pensamientos, en un lenguaje hecho de luz.
—¿Y a quién estaría dirigido?
—Puede que la luz sea secundaria. ¿Quién sabe a quién se dirige? Tengo mis sospechas, pero…
—Probad con figuras geométricas —sugirió Galileo—. Mostradle un triángulo, veamos si conoce el teorema de Pitágoras.
Ganímedes sacudió la cabeza, haciendo esfuerzos patentes por no perder los estribos.
—Eso es lo que harán los europanos, me temo. Intervenciones temerarias como ésa. No saben en qué se están metiendo.
—¿Es una especie de pez?
—No es un pez. Pero en el fondo del océano hay capas de algo… Puede que un lodo organizado en estructuras más grandes.
—Pero ¿cómo va a emitir luz un lodo?
Ganímedes se agarró el negro cabello con las manos.
—La luz del limo es bioluminiscente —dijo con voz tensa—. El lodo que surge de la luz es la fotosíntesis. Son dos fenómenos muy comunes. Son como reacciones alquímicas.
—Pero si la alquimia es una patraña.
—No siempre. Ahora guardad silencio. Tenemos que sacar a los europanos de aquí.
En la pantalla que contenía las imágenes multicolores del cañón se veía ahora una mancha totalmente grisácea, en la que unas formas casi blancas definían un objeto muy parecido a su propia nave, detenida ante un fondo cubierto de estrías. Ganímedes se sentó ante una de las mesas y comenzó a pulsar con delicadeza sobre los interruptores y botones allí dispuestos. Tras una fuerte sacudida, la pantalla no mostró nada más que la imagen fantasmal de otra nave.
—Esperad —ordenó Ganímedes con voz seca, y volvió a pulsar con más rapidez que antes—. Pauline, mantén los vectores para que podamos empujarlos hacia el cañón.
Entonces hubo un sonido estrepitoso y se produjo una deceleración instantánea que los hizo saltar a todos. Cuando volvieron a caer, Galileo se encontró en medio de un montón de cuerpos, en una esquina, encima de Hera. Se levantó y trató de ofrecerle una mano, pero en ese momento la nave se inclinó de nuevo y el florentino retrocedió tambaleándose.
—Están en el cañón —dijo la voz llamada Pauline—, pero pueden volver a bajar.
—Ve a por la otra, de todos modos. Espera. Mientras estamos en contacto con ellos, habla de nave a nave y diles que regresen a la superficie. Diles que si no lo hacen los embestiremos con tal fuerza que abriremos una brecha en las dos naves. Diles quiénes somos y asegúrales que lo haré.
De improviso, una tormenta de destellos azules explotó en la ventana y todas las pantallas se iluminaron como con un arcoiris desgarrado. El caos visual fue interrumpido por un relámpago negro que, de algún modo, era tan devastador para la vista como la luz blanca. Los gritos de alarma llenaron el aire. Entonces, la nave se inclinó hacia abajo y comenzó a girar. Todos tuvieron que sujetarse a algo para permanecer en pie. Galileo agarró a Hera por el codo, que le llegaba casi a la altura del hombro, y ella se sujetó a él con el mismo brazo mientras con el otro se asía al respaldo de uno de los asientos. Una de las tripulantes se sujetó a su mesa mientras señalaba la pantalla con la otra mano. Ganímedes se movía como un acróbata por la cubierta violentamente sacudida e iba inspeccionando las pantallas una detrás de otra. Los oficiales le gritaban con voces agudas. En las pantallas, Galileo vislumbró el revoloteo de una espiral cónica y vertical que, surgida de las profundidades, revelaba en aquel momento su inmensidad: tenía varios kilómetros de longitud. El destello de luz azul volvió a iluminar la sala.
—No nos quiere aquí —dijo Ganímedes—. Pauline, contacta por radio con esas naves. Envíales esto: «¡Marchaos! ¡Marchaos! ¡Marchaos!».
Un gemido agudo recorrió la columna de Galileo, dejándole el vello tan tieso como las púas de un puercoespín. El sonido recordaba a cuando los lobos le aullaban a la luna. Galileo los había oído muchas veces en la distancia, a altas horas de la noche, cuando el resto del mundo dormía. Pero el sonido que en aquel momento lo llenaba por entero era al aullido de los lobos como éste al lenguaje humano: algo tan extraño y misterioso que seguramente los propios lobos habrían gimoteado al oírlo. El miedo le convirtió en agua las entrañas y vio que todos los demás ocupantes de la nave estaban igualmente asustados. Apretó con fuerza el grueso bíceps de Hera y sintió que ella gemía involuntariamente. Había demasiado ruido para que nadie pudiese oírlo; los sobrenaturales aullidos lupinos se transformaron en un penetrante chillido que parecía estar en todas partes al mismo tiempo, tanto dentro como fuera de él. Los destellos azulados estaban ahora en el interior de la nave, e incluso dentro de sus ojos, a pesar de que había cerrado los párpados con fuerza.
—¡Vámonos! —gritó Hera. Galileo se preguntó si alguien más la habría oído.
Sea como fuere, la nave comenzó a ascender en espiral con tal violencia que Galileo cayó de rodillas. Hera le dio la vuelta como él habría hecho con un niño, y lo dejó sentado sobre una silla. Retrocedió tambaleándose, estuvo a punto de caer sobre él y, al fin, aterrizó con fuerza en el suelo, a su lado. Los destellos negros aún los atravesaban como relámpagos, del suelo al techo, como si volaran en alas de una especie de explosión gigantesca, acuática pero incorpórea, mientras todo ascendía en una espiral vertiginosa. Era como estar atrapado en un tornillo de Arquímedes viviente. Subieron y subieron hasta que se produjo una colisión enorme que los arrojó a todos contra el techo y luego, tras agitar torpemente los brazos un instante, los lanzó con fuerza contra el suelo. Habían chocado con la capa de hielo que cubría el océano, supuso Galileo, y parecía perfectamente posible que la nave se hubiera agrietado y todos fueran a ahogarse muy pronto. Entonces Galileo sintió que una fuerza lo presionaba contra el suelo, lo que indicaba la aparición de una nueva aceleración, como cuando un caballo encabritado intentaba sacárselo de encima. La nave era ahora la que crujía y chirriaba mientras el espeluznante aullido quedaba cada vez más apagado. La sala seguía bañada por chispazos de fuego azul. Ganímedes, apoyado sobre los dos brazos ante la más grande de las mesas de instrumentos y pantallas, conversaba en tono tenso con los miembros de la tripulación que lo rodeaban. Parecía que aún estaban intentando enderezar la embarcación.
Subieron dando tumbos, vueltas y giros, inclinándose en una dirección y luego en la otra, pero siempre hacia arriba.
—¿Los europanos van por delante de nosotros? —gritó Ganímedes.
—No hay ni rastro de ellos. —La voz de Pauline apenas resultaba audible bajo aquel chillido amortiguado.
El ruido fue ascendiendo en la escala en un glissando cada vez más acusado hasta que dejó de ser audible, pero al instante, un violento dolor de oídos y de cabeza asaltó a Galileo.
—¿No emergeremos demasiado de prisa si no frenamos? —le gritó a Ganímedes.
Éste lo miró de soslayo y luego comenzó de nuevo a pulsar botones en una de las mesas.
En ese momento, el negro de las pantallas se volvió azul, una tonalidad añil que se tornó más clara bruscamente, y entonces salieron disparados hacia arriba en una violenta aceleración turquesa. Galileo se golpeó la cabeza contra el suelo de la nave y metió un brazo por debajo de Hera. La nuca de la mujer le golpeó el antebrazo y le hizo daño, pero al volverse se dio cuenta de que había evitado que se diera un buen golpe.
En una de las pantallas apareció el cielo negro y estrellado, y debajo de él la llanura blanca y agrietada de la superficie de Europa.
—¡Vamos a caer!
Pero no lo hicieron. La columna de agua que los había seguido en su salida como el surtidor de una fuente se había congelado instantáneamente y se había quedado allí, sustentando su nave del mismo modo que las columnas de arenisca sustentaban bloques de esquisto en cierta zona de los Alpes. De los costados de la nave se desgajaban carámbanos, que caían hasta hacerse mil pedazos sobre las olas bajas y congeladas que rodeaban ahora la columna. Cielo negro; hielo blanco teñido de los naranjas de Júpiter; su nave, como el huevo de un roc sobre un plinto.
—¿Cómo vamos a bajar de aquí? —inquirió Galileo en el repentino silencio. Los oídos le dolían y le zumbaban, y varios miembros de la tripulación se sujetaban la cabeza.
—Alguien vendrá a buscarnos —dijo Ganímedes.
Hera soltó una risotada nerviosa y se zafó de los dedos de Galileo, que todavía la sujetaban por el brazo.
—Los europanos vendrán a buscarnos. El consejo vendrá a buscarnos.
—No me importa, mientras vengan también a por los demás.
—Puede que los demás hayan muerto ahí abajo.
—Que así sea. Le diremos al consejo lo que hicimos y les recordaremos que tendrían que haberlo hecho ellos. —Se volvió hacia uno de los tripulantes—. Preparad el entrelazador para enviar de regreso al signor Galileo.
El tripulante, uno de los pilotos, abandonó la estancia por una puerta baja. Ganímedes se volvió y cambió unas palabras con otro de ellos.
Hera se inclinó sobre Galileo y le dijo rápidamente al oído:
—Te administrarán un anestésico y no recordarás nada de esto. Bebe agua salada en cuanto despiertes. ¿Vuestros alquimistas conocen el sulfato de magnesio? Mierda… Tampoco recordarás nada de esto. Toma… —Introdujo una mano en su túnica, sacó una pequeña tableta y se la entregó—. Es mejor que nada. ¡Guárdate esto encima y, cuando vuelvas a verlo, tómatelo! —Le dirigió una mirada furiosa, con su nariz a escasos centímetros de la de él, mientras le pellizcaba el brazo con fuerza—. ¡Tómatelo! ¡No lo olvides!
—Lo intentaré —le prometió Galileo al tiempo que se guardaba la píldora en la manga y sentía el dolor del pellizco.
Ganímedes se acercó a él, altísimo.
—Vamos, signor. No hay tiempo que perder, pronto nos aprehenderán. Puede que las demás naves no lo hayan conseguido, en cuyo caso podemos despedirnos de ellos, pero tendremos muchas cosas que explicar. Dejad que os envíe de regreso a casa.
Galileo se puso en pie. Al pasar junto a Hera, ella volvió a pellizcarlo, esta vez en las nalgas. «Tómate la píldora, —pensó haciendo caso omiso de la mujer, mientras se acercaba con Ganímedes al grueso perspicullum—. Tómate la píldora».
—Ahora —dijo Ganímedes, y una neblina surgida de su mano cayó sobre la cara de Galileo.