Las fases de Venus
Giordano Bruno,
Lo spaccio della bestia trionfante (La expulsión de la bestia triunfante).
Galileo despertó en el suelo, junto a su catalejo, con el escabel volcado a un lado. El firmamento comenzaba a iluminarse al este y Mazzoleni le tiraba del hombro.
—Maestro, deberíais iros a la cama.
—¿Cómo?
—Estabais sumido en una especie de trance. Ya he salido antes, pero no pude despertaros.
—He… he tenido una especie de sueño, creo.
—Más bien parecía un trance. Uno de vuestros síncopes.
—Es posible…
Entre la larga lista de los males que aquejaban a Galileo, uno de los más misteriosos era su tendencia a quedar inconsciente durante periodos de tiempo que variaban de pocos minutos a tres o cuatro horas, tiempo en el que sus músculos permanecían totalmente rígidos. Su amigo, el famoso médico Fabrizio d’Aquapendente, no había sido capaz de tratar esos síncopes, que en la mayoría de la gente se veían acompañados por ataques o convulsiones violentas. Sólo algunos de los afectados, como Galileo, quedaban simplemente paralizados.
—Me siento extraño —dijo Galileo.
—Lo más probable es que estéis agarrotado.
—He tenido un sueño, creo. No consigo recordarlo bien. Era azul. Estaba hablando con gente azul. Era algo importante.
—Puede que hayáis visto ángeles por vuestro catalejo.
—Puede que sí…
Galileo aceptó la mano que le ofrecía el artesano y se incorporó. Estudió la casa, el taller y el jardín, que estaban tiñéndose de azul a la luz del alba. Le recordaba algo.
—Marc’antonio —dijo—. ¿Crees que es posible que estemos haciendo algo importante?
Una expresión dubitativa afloró a la cara de Mazzoleni.
—Nadie más hace lo que vos —admitió—. Pero claro, también es posible que estéis loco, simplemente…
—En mi sueño era algo importante —insistió Galileo. Se dirigió tambaleándose al asiento que había debajo del pórtico, se dejó caer sobre él y se cubrió con una manta—. Tengo que dormir.
—Claro, maestro. Esos síncopes son cosa seria.
—Déjame ahora mismo.
—Claro…
En cuanto salió Mazzoleni volvió a quedarse dormido. Cuando despertó, sentía el fresco de primeras horas de la mañana y la luz del sol bañaba la parte superior del muro del jardín. Quien había bautizado como gloria matinal a las campanillas había dado en el clavo. En el azul del cielo palpitaban pálidos brochazos de rojo y blanco.
El viejo criado del desconocido se encontraba allí frente a él, con una taza de café en la mano.
Galileo retrocedió de un salto. En su rostro había temor.
—¿Qué estás haciendo aquí? —Comenzó a rememorar la aparición del desconocido la noche antes, pero poco más aparte de esto. Había un catalejo grande y pesado y él se había sentado en su escabel para mirar por él…— ¡Creía que formabas parte del sueño!
—Os he traído un poco de café —dijo el anciano mientras bajaba la mirada y la volvía hacia un lado, como si quisiera desaparecer—. He oído que habéis pasado una mala noche.
—Pero ¿quién eres?
El anciano acercó la taza aún más a la cara de Galileo.
—Sirvo a la gente.
—¡Sirves a ese amigo de Kepler! ¡Vinisteis a verme la pasada noche!
El anciano levantó la mirada un instante hacia él y volvió a ofrecerle la taza.
Galileo la aceptó y tomó un sorbito de café caliente.
—¿Qué sucedió?
—No sabría decirlo. Sufristeis un síncope durante una hora o dos durante la noche.
—Pero sólo después de mirar por el catalejo de vuestro señor, ¿no?
—No sabría decirlo.
Galileo lo observó.
—Y tu señor. ¿Dónde está?
—No lo sé. Se ha marchado.
—¿Piensa volver?
—No sabría decirlo. Creo que sí.
—¿Y tú? ¿Qué haces aquí?
—Puedo serviros. Vuestra ama de llaves me contratará si se lo ordenáis.
Galileo lo observó con detenimiento mientras lo pensaba. Algo extraño le había sucedido la noche pasada, de eso estaba seguro. Tal vez aquel viejo chocho pudiera ayudarlo a recordar… o ayudarlo en lo que quiera que pudiera derivarse de aquello. Comenzaba a tener la impresión de que el anciano estaba allí desde siempre.
—Muy bien, se lo diré. ¿Cómo te llamas?
—Cartophilus.
—¿Amante de los mapas?
—Sí.
—¿Y te gustan los mapas?
—No. Y nunca he sido zapatero, tampoco.
Galileo frunció el ceño un instante y luego lo despidió.
—Hablaré con ella.
Y así fue como entré al servicio de Galileo, con la pretensión (como siempre, y con tan poco éxito como siempre) de hacerme notar lo menos posible.
En los días que siguieron, Galileo aprovechó para dormir a intervalos cortos al amanecer y después de cenar, y todas las noches se quedaba despierto para observar Júpiter y las pequeñas estrellas que giraban a su alrededor por su catalejo, azuzada su curiosidad por una sensación extraña en la boca del estómago. Cada noche señalaba las posiciones de las cuatro lunas usando la notación I, II, III y IV. I era la más próxima a Júpiter en las órbitas que estaba empezando a desentrañar y IV la más lejana. Al calcular y cronometrar sus movimientos iba cobrando una noción cada vez más precisa de sus respectivas rotaciones alrededor de Júpiter. Todos los indicios de movimiento circular se habían manifestado. Cada vez estaba más claro lo que estaba sucediendo allá arriba.
Obviamente tenía que hacer públicos sus descubrimientos para establecer su precedencia como descubridor. A esas alturas, Mazzoleni y los artesanos habían confeccionado cerca de un centenar de catalejos, pero sólo una decena de ellos eran capaces de captar los nuevos y pequeños planetas. Sólo eran visibles con occhialini de treinta aumentos, o a veces de veinticinco, cuando el pulido de las lentes era realmente bueno. (¿Qué otra cosa había sido veinticinco o treinta veces más grande?). Las dificultades que entrañaba la creación de un instrumento tan potente lo tranquilizaron. Era muy poco probable que otra persona llegara a ver las estrellas jovianas e hiciera pública la noticia antes que él. Sin embargo, lo mejor era no dormirse en los laureles. No tenía tiempo que perder.
—¡Voy a hacer que esos perros venecianos lamenten profundamente su oferta! —declaró con tono alegre. Aún seguía furioso con los senadores por cuestionar su honestidad al atribuirse la invención del catalejo. Se preciaba de su honradez, una virtud a la que se aferraba con tal vigor como para transformarla en un defecto. Y también estaba enfadado por el modesto aumento que le habían ofrecido, que, por si fuera poco, ni siquiera se haría efectivo hasta el nuevo año y a cada momento que pasaba se le antojaba más inadecuado. Y lo cierto era que durante todos los años pasados en Padua —dieciocho ya— siempre había mantenido, en el fondo de sus pensamientos, la idea de un posible regreso a Florencia—.
Ignorando las pequeñas tiranteces que se habían producido el año pasado con Belisario Vinta, redactó otra florida nota para acompañar el mejor catalejo de que disponía, en la que explicaba que se lo ofrecía como regalo al estudiante más querido que jamás tuviera, el ahora grandísimo gran duque Cósimo. Describía sus nuevos descubrimientos jovianos y preguntaba si sería posible bautizar con el nombre de Cósimo alguna de las pequeñas estrellas que acababa de descubrir en Júpiter. Así, si al gran duque le parecía pertinente, las llamarías las estrellas Cosmianas, lo que fundiría en un mismo término los nombres Cósimo y cósmico; o quizá sería mejor ponerles a las cuatro los nombres de Cósimo y sus tres hermanos; o llamarlas en su conjunto las estrellas Medici.
En su respuesta, Vinta le daba las gracias por el catalejo y lo informaba de que el gran duque prefería el nombre de estrellas Medici, puesto que, a su parecer, era el que mejor honraba a su familia y la ciudad que gobernaban.
—¡Ha aceptado la dedicatoria! —gritó Galileo a los miembros de su casa. Era una noticia extraordinaria. Galileo aulló triunfante mientras corría por la casa, despertando a todo el mundo y ordenando que se abriera una frasca de vino para celebrarlo. Lanzó a lo alto un plato de cerámica y disfrutó viendo cómo se hacía mil pedazos sobre el suelo de la terraza y cómo sobresaltaba a los muchachos.
El mejor modo de anunciar al mundo esta dedicatoria era insertarla en el libro sobre todos los descubrimientos que estaba escribiendo y que se encontraba ya próximo a su conclusión. Se aplicó con todas sus fuerzas a la tarea de acabarlo; la necesidad de trabajar tanto de día como de noche multiplicó su irritabilidad, pero era necesario hacerlo. De noche, cuando trabajaba solo, se sentía enormemente esperanzado por todo lo que parecía depararle el futuro. A veces tenía que parar un momento y dar un paseo por el jardín para calmar los pensamientos que se agolpaban en su cabeza, los diferentes y grandes futuros que se le aparecían como visiones. Sólo durante el día flaqueaba, dormía a deshoras y refunfuñaba delante de todo el mundo y por todas las cosas de la casa. Y escribía sus páginas a gran velocidad.
Había elegido el latín para su libro a fin de que pudieran entenderlo al instante en todas las cortes y las universidades de Europa. En él describía sus hallazgos astronómicos por orden más o menos cronológico, como una narración de sus descubrimientos. Los pasajes más largos y de mayor enjundia eran los que hacían referencia a la luna, complementados además con los diagramas elaborados a partir de sus esbozos. Las secciones relativas a las cuatro lunas de Júpiter eran más cortas y en su mayor parte se limitaban a anunciar sus descubrimientos, que eran de tal magnitud que no necesitaban embellecimiento alguno.
La historia sobre el nacimiento de la idea del occhialino, o perspicullum, la relataba con ciertas dosis de circunspección: «Hace cosa de unos diez meses llegó hasta nuestros oídos el rumor de que un holandés había inventado cierto instrumento óptico por medio del cual los objetos, aunque se encontraran lejos del ojo del observador, podían verse con tanta claridad como si estuvieran a su lado. Espoleado por este descubrimiento, decidí emprender la tarea de investigar los principios y los medios por los que se pudiera inventar un instrumento similar, cosa que logré poco después empleando los fundamentos de la ciencia de la refracción».
El texto contenía ciertas opacidades estratégicas, pero no pasaba nada. Encargó a un impresor veneciano, Tomaso Baglioni, una edición de quinientos cincuenta copias. La primera página, un frontispicio ilustrado, decía en latín:
En el que se revelan grandes, insólitas y extraordinarias cosas,
y se disponen para la consideración de todos los hombres,
especialmente de los astrónomos y los filósofos;
TAL COMO LAS OBSERVÓ GALILEO GALILEI
Caballero de Florencia
Profesor de matemáticas en la Universidad de Padua,
CON LA AYUDA DE UN PERSPICULLUM
Inventado por él, en la superficie de la luna,
en innumerables y estáticas estrellas,
en nebulosas y, por encima de todo,
en CUATRO PLANETAS
que giran velozmente alrededor de Júpiter a distintas velocidades y periodos,
sin que nadie los conociera antes de que el autor los percibiera
y decidiera que debían llamarse
las Estrellas Medici
Venecia 1610
Las primeras cuatro páginas después de este gran proemio que constituía la portada las ocupaba una dedicatoria para Cósimo Medici, de una floridez extraordinaria hasta para Galileo. Júpiter estaba en el ascendiente en el momento del nacimiento de Cósimo, señalaba; «vertía al aire más puro todo su esplendor y toda su grandeza, a fin de que con vuestro primer hálito, vuestro pequeño y tierno cuerpo y vuestra alma, engalanados ya por obra de Dios con nobles ornamentos, pidieran beber de este poder universal. […] Vuestra increíble clemencia y amabilidad. […]
«Serenísimo Cósimo, gran héroe, […] aun cuando ya habéis sobrepasado a vuestros iguales, seguís contendiendo con vos mismo por el poder y la grandeza, cosa que conseguís a diario. Mi muy piadoso príncipe, […] del más humilde de los servidores de vuestra alteza, Galileo Galilei.»
El libro se publicó en marzo de 1610. La primera edición se agotó en cuestión de un mes. Las copias circularon por toda Europa. De hecho, puede decirse que obtuvo fama mundial. Al cabo de cinco años llegó la noticia de que se hablaba de él en la corte del emperador de la China.
A pesar de este gran triunfo literario y científico, la casa de Galileo seguía en condiciones precarias y su señor se veía obligado a trabajar en exceso. Escribió a su viejo amigo Sagredo: «Siempre estoy al servicio de una persona u otra. Derrocho muchas horas del día, a menudo las mejores, al servicio de otros. Necesito un príncipe.»
El 7 de mayo de 1610 escribió una nueva misiva dirigida a Vinta. En lugar de andarse por las ramas, compuso una solicitud explícita, una auténtica pieza de retórica. En ella pedía un salario de mil florines anuales y tiempo libre suficiente para llevar a buen puerto ciertos trabajos que había emprendido. Tras lanzar una mirada a los cuadernos cubiertos de polvo de los estantes para asegurarse de que no se olvidaba de nada, elaboró una lista de lo que confiaba poder publicar si disponía de tiempo suficiente: «Dos libros sobre el funcionamiento y la constitución del universo, una exhaustiva concepción repleta de filosofía, astronomía y geometría; tres libros sobre el movimiento, una ciencia completamente nueva, puesto que nadie, sea antiguo o moderno, ha descubierto las numerosas e increíbles propiedades que existen en los movimientos, sean naturales o forzados, razón por la que me atrevo a considerarla una ciencia descubierta por mí desde sus principios primeros; tres libros sobre mecánica, dos de ellos relativos a los principios y fundamentos de esta ciencia y otro sobre sus problemas. Y aunque otros han escrito ya sobre esta misma materia, lo que se ha descubierto hasta la fecha no es ni la cuarta parte de lo que yo escribiré, tanto en calidad como en importancia. También tengo pequeñas obras sobre temáticas físicas diversas, como Sobre el sonido y la voz, Sobre la visión y los colores, Sobre las mareas, Sobre la composición del continuo, Sobre el movimiento de los animales, y muchas otras. También quiero escribir sobre ciencias militares, y no sólo para ofrecer un modelo de lo que debe ser un soldado, sino tratados matemáticos sobre fortificaciones, movimientos de tropas, asedios, reconocimientos, cálculo de distancias y uso de la artillería, así como una descripción más completa de mi brújula militar —que es, de hecho, mi mayor invento, no llegó a añadir—, un instrumento capaz por sí solo de realizar todos los cálculos militares ya mencionados, además de la división de las líneas, la solución de la regla de tres, la ecualización del dinero, el cálculo del interés, la reducción proporcional de figuras y sólidos, el cálculo de raíces cuadradas y cúbicas, la identificación de los términos medios proporcionales, la transformación de paralelepípedos en cubos, la determinación de los pesos proporcionales de metales y otras sustancias, la descripción de polígonos y la división de circunferencias en partes iguales, la cuadratura de círculos u otras figuras regulares cualesquiera, el igualado de los escarpes de los muros.» Era, en resumidas cuentas, una máquina omnipotente, capaz de realizar cualquier cálculo imaginable, a pesar de lo cual casi nadie había reparado en su existencia y menos gente aún la había comprado. ¡Tan estúpido era el común de los mortales!
Pero esto no era pertinente, a pesar de que la recepción cosechada por su brújula aún lo sorprendía y era una de las razones de este proyectado regreso a Florencia. No era un tema conveniente para la misiva, así que pasó a la conclusión: «Finalmente, en cuanto al título y al alcance de mis deberes, quisiera que su excelencia adjuntara el de filósofo al de matemático. Que merezco dicho título y debería tenerlo es algo que podré demostrar a su excelencia si tiene a bien darme la ocasión de debatir el asunto en su presencia con los más estimables practicantes de dicha profesión…».
—¡Que son, en su mayor parte, un hatajo de idiotas peripatéticos demasiado bien pagados!
Al releer las frases finales del texto y mirar el tafilete rojo del mejor catalejo creado por sus artesanos hasta la fecha, decorado con los habituales símbolos de Florencia y de los Medici, le dio la impresión de que las oportunidades que le brindaba a cualquier patrono potencial eran demasiado grandes como para rechazarlas. ¡Qué solicitud! Hasta el estuche de viaje en el que lo iban a cargar todo antes de entregárselo al correo florentino era una belleza. ¿Quién podría decir que no a una cosa semejante?
Y, en efecto, el 24 de mayo de 1610, llegó la respuesta de Vinta a la casa que había detrás de la iglesia de Santa Giustina, la casa de la Via Vignali donde todos habían vivido y trabajado juntos durante dieciocho años. «El gran duque Cósimo —escribía Vinta—, os acepta a su servicio.»
Galileo respondió a la aceptación el 28 de mayo. El 5 de junio, Vinta le confirmó en su respuesta que su título sería el de «Matemático jefe de la Universidad de Pisa y filósofo del gran duque».
A lo que Galileo respondió a su vez pidiendo que el título se revisara para cambiarlo por el de «Matemático y filósofo del gran duque».
También pedía que se lo absolviera de cualquier obligación ulterior para con sus dos cuñados, derivados de las dotes aún no satisfechas de sus dos hermanas. Eso le permitiría volver a casa sin sufrir el inconveniente de engorrosas demandas por parte de tan repulsivos oportunistas ni tener que temer la eventualidad de un arresto. Podría encontrárselos por la calle y decirles: «Soy el matemático y filósofo del gran duque. Idos a tomar por culo».
Todo esto quedó acordado en su nombramiento formal el 10 de julio de 1610. Entraría al servicio de Cósimo a partir de octubre. Se sobrentendía que se trataba de un nombramiento vitalicio.
Ya tenía un príncipe.
El traslado de Padua a Florencia fue complicado, y lo que nunca había sido más que un caos controlado en la casa de Galileo se transformó en un caos total. Entre otras tareas prácticas, Galileo tenía que hacer frente a los resentimientos que había provocado, en gran cantidad, tanto en Padua como en Venecia. Muchos de los pregadi venecianos, indignados al enterarse de que finalmente había decidido rechazar una oferta ya aceptada, tacharon su actitud de ingratitud y cosas peores. El procurador Antonio Priuli se mostró especialmente agrio: «Espero no volver a poner los ojos sobre ese gusano ingrato», se decía que había gritado, cosa que, como es natural, no tardó en llegar a los oídos de Galileo. Y no fue sólo Priuli; la furia era generalizada. Era evidente que Venecia no volvería a ofrecerle trabajo. Se había decantado por Florencia y, decía la gente con tono sombrío, más valía que le fuese bien allí, porque de lo contrario…
Galileo apretó los dientes y continuó con los preparativos de su marcha. La reacción era de esperar. No era más que otra parte del precio que debía pagar para conseguir mecenazgo. Demostraba que los venecianos lo valoraban, a pesar de lo cual se habían aprovechado de él y, conscientes de ello, se sentían culpables. Y como la gente prefiere sentir rabia que culpa, la transformación de la una en la otra les había resultado muy sencilla. Todo tenía que ser culpa suya.
Se concentró en cuestiones prácticas. Sólo en empaquetar el contenido de la gran casa tardó semanas, y justamente en un momento en que sus trabajos astronómicos estaban en un punto crucial. Por suerte para él, se trataba de trabajos nocturnos, de modo que, a pesar del estruendoso y polvoriento revuelo de los días, siempre podía despertar después de la siesta que se echaba tras la cena, sentarse en su escabel y pasarse las largas y frías noches realizando sus observaciones. Esto significaba sacrificar horas de sueño, pero de todos modos nunca había sido una persona que necesitara dormir mucho y muchas veces pasaba meses enteros sin otra cosa que pequeñas cabezaditas, así que no importaba en exceso. Era demasiado interesante como para detenerse en aquel momento.
—Hay que hacer lo que hay que hacer —les decía con voz ronca a Mazzoleni y a los demás artesanos mientras los flagelaba toda la tarde—. Ya dormiremos cuando estemos muertos. —Hasta entonces, aprovechaba para dormir los días nublados.
Por todo ello, la servidumbre lo evitaba por las mañanas, cuando solía estar de un humor de perros, e incluso en los mejores días se mostraba un poco desorientado y melancólico. Le arrojaba cosas a cualquiera que fuese lo bastante necio como para molestarlo durante el par de horas que tardaba en despertar del todo y, a pesar de encontrarse sumido en lo que parecía un sueño muy profundo, era capaz de lanzar puntapiés con cruel precisión.
Después de despertarse refunfuñando y bostezando, desayunaba las sobras del día anterior y salía a dar un paseo al jardín. Recogía algunas semillas, arrancaba un limón o un racimo de uvas y luego volvía a entrar para afrontar las cosas del día: la mudanza, la correspondencia, los estudiantes, las cuentas y el aprovisionamiento. Las copiosas cenas y los almuerzos incluían por lo general ravioli endulzados, ternera, grandes pasteles de cerdo, gallina, cebollas, ajo, dátiles, almendras, azafrán y otras especias, además de ensaladas y pasta, regado todo con vino y culminado con chocolate o canela. De noche, todo el mundo se desplomaba en la cama mientras él salía solo al terrazzo para realizar sus observaciones, usando los catalejos que habían construido en la primavera. No habría más avances en este sentido hasta que no estuviera instalado en Florencia.
Pero antes de eso, por supuesto, había que ocuparse de Marina. Desde que quedara embarazada, Galileo la había provisto de las rentas necesarias para alquilar y mantener una casita en el Ponte Corvo, en una calle perpendicular a la suya, donde podía dejarse caer de vez en cuando y hacer una visita a las chicas de camino a sus clases en Il Bo. Ahora Virginia tenía diez años, Livia nueve y Vincenzio cuatro. Habían pasado sus vidas enteras entre las dos casas, aunque las chicas pasaban la mayor parte del tiempo en la de Galileo bajo los cuidados de la servidumbre. Ahora había que tomar algunas decisiones.
Galileo cruzó meditabundo el Ponte Corvo, tratando de prepararse para la inevitable refriega verbal. Era un hombre de torso enorme, con una barba rojiza y un cabello del mismo color, pero en aquel momento parecía menudo. En situaciones como aquellas no podía evitar acordarse de su pobre padre. Vincenzio Galilei había sido el más fustigado y acogotado marido de la historia de la humanidad. Había sentido el látigo en sus carnes a diario, como el propio Galileo había podido comprobar con sus propios ojos. Marina era un ángel comparada con la vieja dragona, una mujer culta que sabía dónde debía clavar exactamente sus cuchillos. De hecho, incluso entonces, Giulia era una presencia más temible para Galileo que Marina, a pesar de la negra mirada, la lengua de cobalto y el grueso brazo derecho de ésta. Había recibido tantas diatribas en su vida que se había convertido en un experto en ellas, un gourmet, y en esta materia no cabía duda de que la vieja y rolliza bruja era una autoridad mundial. La cabeza inclinada de su padre, la tensión en las comisuras de sus labios, el modo en que recogía el laúd y comenzaba a pulsar las cuerdas, a ritmo doble e incluso fortissimo, a pesar de que esto sólo servía para acompañar las pavorosas arias de Giulia, capaces de alcanzar un volumen muy superior al del instrumento, eran imágenes que estaban demasiado frescas en la mente de Galileo, aunque sólo fuese para evitar que se reprodujeran.
Y sin embargo había hecho las mismas cosas que su padre. Probablemente fuese un error emparejarse con una mujer más joven, como ambos habían hecho. No cabía duda de que esto engendraba un desequilibrio fundamental, o al menos inspiraba el natural desprecio que los jóvenes sienten por la edad madura. Sea como fuere, allí estaba, otro Galilei en pie ante una puerta, preparándose para ser fustigado y titubeando antes de llamar. Temiendo llamar.
Llamó. Marina, que lo había reconocido por su forma de hacerlo, respondió con un grito.
Entró. La mujer mantenía limpio el lugar, no se podía negar. Puede que lo hiciera para subrayar la parquedad del mobiliario o la confusión y suciedad de la casa de él. En cualquier caso allí estaba, en la puerta de la cocina, limpiándose las manos, tan hermosa como siempre, a pesar de que el paso de los años no había sido amable con ella. Cabello negro, ojos negros, un rostro que aún conseguía que a Galileo se le trabara el aliento en la garganta; el cuerpo que amaba, una mano en la cadera y un trapo sobre el hombro.
—Me he enterado —le dijo.
—Ya me lo imaginaba.
—Bueno… ¿Y ahora?
Lo observaba sin esperar nada. No era como cuando le explicó cómo serían las cosas, sentados en los fondamenta de Venecia, cuando ella estaba embarazada de cinco meses. Eso había sido duro. Esto sólo era embarazoso y tedioso. No habían estado enamorados muchos años. Ella se veía con un hombre de los muelles del canal, un carnicero, según creía él. Galileo tenía lo que quería. Sin embargo, aquella expresión, aquella vez en Venecia… Su influencia estaba presente también esta vez, seguía entre ellos. Él poseía cierto ojo para las expresiones, seguramente como consecuencia de haberse criado con una medusa a modo de madre.
—Las chicas se vienen conmigo —dijo—. Vincenzio es demasiado joven. Aún te necesita.
—Todos me necesitan.
—Me llevo a las niñas a Florencia.
—Livia no va a querer. Detesta tu casa. Es demasiado ruidosa para ella y hay demasiada gente.
Galileo suspiró.
—Será una casa más grande. Y ya no tendré que alojar estudiantes.
—Conque ahora eres una criatura de la corte.
—Soy el filósofo del príncipe.
Marina se echó a reír.
—Se acabaron las brújulas.
—Eso es.
Permanecieron los dos en silencio, pensando quizá en el tiempo en que las brújulas eran un chiste privado entre ellos.
—Muy bien —dijo ella—. Estaremos en contacto.
—Sí, claro. Seguiré pagando esta casa. Y querré ver a Vincenzio. Dentro de unos años, también él se trasladará a Florencia. Quizá puedas ir con él entonces, si quieres.
Lo miró fijamente. Aún era capaz de flagelarlo con una simple mirada. La tensión en las comisuras de los labios le recordó a su padre y sintió una punzada de remordimiento al pensar que tal vez ahora Giulia fuera él. Era una idea espantosa, pero ya no se podía hacer nada salvo asentir y marcharse, con la nuca chamuscada por el calor de aquella mirada abrasadora.
Durante todo este tiempo continuó con sus observaciones diarias y difundiendo por todo el mundo las bondades de su instrumento óptico. Occhialino, visorio, perspicullum… Cada persona lo llamaba de una manera diferente y él también. Envió catalejos de primera calidad al duque de Baviera, al elector de Colonia y al cardenal Del Monte, entre otros nobles y prelados eclesiásticos. Estaba al servicio de los Medici, claro, pero éstos querían que los poderes de su catalejo se conocieran en tantas cortes europeas como fuera posible. Y era importante cimentar la legitimidad de lo que Galileo había afirmado en su libro con la colaboración de figuras influyentes. Se había enterado de que algunas personas, como Cremonini, se negaban a mirar por los catalejos, mientras que otros afirmaban que sus descubrimientos no eran más que ilusiones ópticas, creaciones del propio instrumento. De hecho, había sufrido una desgraciada demostración en Bolonia, cuando trató de mostrarle las estrellas de los Medici al famoso astrónomo Giovanni Magini y sólo pudo encontrar una de ellas…, probablemente porque las otras tres estuviesen detrás de Júpiter. No fue nada fácil, sobre todo con aquel odioso arribista bohemio, Martin Horky, allí, sonriendo con malicia ante cada palabra suya, a todas luces encantado de que las cosas no estuvieran yendo conforme a lo planeado. Más tarde se enteró de que Horky había escrito a Kepler para contarle que el visorio era un fraude, un instrumento sin ninguna utilidad para la astronomía.
Kepler poseía la experiencia suficiente como para hacer caso omiso de las puñaladas traperas de semejante gusano, pero la carta que escribió para apoyar los descubrimientos de Galileo, en su característico estilo prolijo y confuso, publicada en un libro entregado al mundo bajo el título Dissertatio cum Nuncio Sidereo, fue, en algunos aspectos, tan perjudicial como los disparates de Horky. La confusión de Kepler no era ninguna novedad, aunque hasta entonces siempre había hecho reír a Galileo. En una ocasión, para divertir a sus artesanos, había traducido al toscano la afirmación de Kepler de que la música de las esferas era un sonido literal que emitían los planetas, un acorde de seis notas que pasaba de mayor a menor dependiendo de si Marte estaba en el perihelio o en el afelio. La idea hizo reír a Galileo de tal modo que apenas pudo seguir leyendo.
—¡El capítulo se titula: «Qué planetas hacen de soprano, cuáles de contralto, cuáles de tenor y cuáles de bajo»! ¡Lo juro por Dios! ¡El mayor astrónomo de nuestros tiempos! Admite que no tiene más base para esta afirmación que sus propios deseos y concluye que Júpiter y Saturno deben ser las voces de bajo, Marte la de tenor, la Tierra y Venus las contraltos y Mercurio la soprano.
A continuación, los trabajadores del taller cantaron, en la armonía a cuatro voces que solían utilizar, una de las canciones amorosas más vulgares que conocían, sólo que reemplazando los nombres de las chicas por el de Venus.
Eso era Kepler: un buen material para hacer bromas. Pero en aquel momento, al leer su defensa de los descubrimientos que había realizado con su catalejo, Galileo se sintió invadido por una intranquilidad que iba en aumento cuanto más leía. Su libro llegaría a mucha gente, pero la mayoría de las alabanzas de Kepler eran tan atolondradas que se convertían en un arma de doble filo:
«Podría parecer que me precipito al aceptar tan fácilmente vuestras afirmaciones sin el apoyo de mi propia experiencia. Pero ¿por qué no iba a creer a un matemático tan instruido cuyo mismo estilo atestigua la solidez de su juicio? Ni tiene la intención de practicar el engaño para granjearse una publicidad vulgar ni finge haber visto lo que no ha visto. Porque ama la verdad, no vacila en oponerse incluso a las opiniones más extendidas, y sufre con ecuanimidad las burlas de la muchedumbre.»
¿Qué burlas de la muchedumbre? Para empezar, no eran tantos, y para continuar, Galileo no las sufría con ecuanimidad. Quería matar a todos los que lo criticaban. Le gustaban las peleas del mismo modo que el rojo atrae a los toros: no porque parezca sangre, como dicen, sino porque es el color de las partes palpitantes de las vacas en celo. A Galileo le encantaban las peleas de aquel mismo modo. Y hasta aquel momento no había perdido ninguna. Así que la ecuanimidad no tenía nada que ver con el asunto.
Kepler continuaba con su torpe intento de respaldo preguntando a Galileo lo que veía cuando miraba «la esquina superior izquierda de la cara del hombre de la luna,» pues resultaba que el astrónomo alemán tenía una teoría, que aprovechaba para exponer ante el mundo: que aquella marca era obra de seres inteligentes que vivían en la luna, quienes, inevitablemente, debían soportar días catorce veces más largos que los de la Tierra. Por consiguiente, escribía Kepler:
«Soportan un calor insufrible. Puede que carezcan de piedra para erigir refugios frente al sol. O, por otro lado, puede que su suelo sea tan pegajoso como la arcilla. Por ello, el plan de construcción que suelen emplear es el siguiente: tras excavar enormes campos, transportan la tierra y la apilan formando un círculo, quizá con el fin de que la humedad penetre más profundamente. De este modo pueden ocultarse a la sombra de estos terrones excavados y moverse en pos del sol sin abandonarla. Poseen, podría decirse, una especie de ciudad subterránea. Construyen sus casas en numerosas cavernas excavadas en ese terraplén circular. Los campos de labranza y los pastos están en el centro, para no verse forzados a alejarse en demasía de sus granjas para escapar del sol.»
Galileo se quedó boquiabierto al leer esto. Empezaba a temer la aparición del término «por consiguiente» en la obra de Kepler, un elemento que señalaba siempre con toda precisión el punto en el que la lógica secuencial era abandonada.
Pocas páginas después, las cosas empeoraban aún más: Kepler hablaba de la diferencia detectada por Galileo por medio de su catalejo entre la luz de los planetas y la de las estrellas: «¿Qué otra conclusión se podría extraer de esta diferencia, Galileo, que la de que la luz de las estrellas se genera en su interior, mientras que los planetas, de superficie opaca, se iluminan desde fuera, esto es, y por utilizar los términos de Bruno, aquéllas son soles mientras que éstos son lunas o tierras?».
Galileo lanzó un gruñido audible. La mera mención del nombre de Bruno junto al suyo bastaba para que se le encogiera el estómago.
Entonces llegó a un pasaje que le provocó frío y calor al mismo tiempo. Después de la felicitación de Kepler por haber descubierto las lunas de Júpiter y de afirmar, sin base ninguna para ello, que debía existir un propósito para la existencia de estas nuevas lunas, concluía con el falso silogismo de que, puesto que la luna de la Tierra existía para satisfacción de los habitantes de ésta, y las de Júpiter debían de existir para satisfacción de sus propios habitantes, éstos: «Deben de ser muy felices al contemplar este fenómeno de maravillosa variedad. La conclusión e bastante evidente. La luna existe para nosotros, habitantes de la Tierra, no para los de los otros globos. Esas cuatro pequeñas lunas existen para los habitantes de Júpiter, no para nosotros. Cada planeta, junto con sus habitantes, disfruta del servicio de sus propios satélites. Esta línea de razonamiento nos permite deducir, con elevadísimo grado de probabilidad, que Júpiter está habitado».
Con una imprecación, Galileo arrojó este cúmulo de disparates al suelo y salió al jardín preguntándose por qué razón su hilaridad se habría convertido tan rápidamente en temor.
—¡Kepler es una especie de idiota! —le gritó a Mazzoleni—. ¡Sus razonamientos son auténticas locuras! ¿Habitantes de Júpiter? ¿De dónde demonios ha sacado eso?
¿Y por qué resultaba tan perturbador para él?
El desconocido… El hombre que le había hablado del occhialino, aquella tarde en Venecia… en que había aparecido tras la gran demostración ante el Senado veneciano y le había sugerido que echara un vistazo a la luna…, ¿no había mencionado que venía de parte de Kepler, o algo por el estilo? Unos rápidos destellos de algo más, un azul parecido al crepúsculo… ¿No se había presentado el desconocido en su puerta una noche, poco tiempo antes? ¿Y no había entrado Cartophilus al servicio de la casa por aquel entonces? ¿Qué significaba todo aquello?
Galileo no estaba acostumbrado a tener recuerdos vagos de nada. En condiciones normales habría dicho que, básicamente, recordaba todo lo que le había sucedido en su vida, o todo cuanto había leído o pensado. Que, de hecho, recordaba demasiado, como si un fragmento de cada cosa que recordaba se le clavara en el cerebro igual que un trozo de cristal y le robara el sueño. En parte, mantenía la mente ocupada para que no se le clavara algo demasiado afilado. Pero en aquella cuestión la claridad no existía. No había más que borrones, como si hubiera estado enfermo en el momento en que le había sucedido.
Cartophilus recogió el libro de Kepler del suelo de la galería, le limpió el polvo y lo examinó con curiosidad. Miró de reojo a Galileo, quien a su vez lo miró con rabia, como si pensara que podía arrancarle la verdad al viejo con sólo observarlo fijamente. Un miedo sin nombre lo atravesó.
—¿Qué significa todo esto? —gritó al arrugado anciano mientras se acercaba a él como si se dispusiera a golpearlo—. ¿Qué está sucediendo?
Cartophilus se encogió de hombros con aire furtivo, casi malhumorado, y dejó el libro sobre una mesa. La página que había estado leyendo Galileo se perdió. ¡Habitantes de Júpiter!
—Debemos seguir trabajando en el traslado a Florencia, sire —dijo—. Me han dicho que guarde las cacerolas. —Salió de la galería y entró en la casa como si Galileo no fuera su señor y no acabara de hacerle una pregunta.
El regreso de Galileo a Florencia, como ahora llamaba a su decisión, seguía provocando controversias en Venecia y en Padua. Priuli lo definía como un incumplimiento de contrato, así como una traición personal, y le sugirió al dogo que solicitara la devolución de una parte del salario del matemático.
Al ver que las animosidades contra él se enconaban tanto, fue un alivio comprobar que fray Paolo Sarpi continuaba siendo un amigo y un partidario tan firme como siempre. Galileo se dirigía a él en su correspondencia como «padre y señor» desde hacía muchos años. Tener a Sarpi de su lado era importante.
Un día, Sarpi, de paso por Padua, se dejó caer por la Via Vignali para ver a Galileo y comprobar cómo le iba a su combustible amigo. Le llevaba también una carta de su mutuo amigo Sagredo, quien, en el camino de regreso desde Siria se había enterado por carta de la decisión del matemático de volver a Florencia. Sagredo, preocupado, había escrito: «¿Quién puede inventar un visorio capaz de diferenciar las personas locas de las sanas, el buen vecino del malo?». Sarpi, no tardó en hacerse evidente, pensaba más o menos lo mismo. Galileo se sentó con él en la terraza de atrás, sobre el jardín, junto a una mesa de fruta, con algunas jarras de vino joven. Relajarse en su pequeño escondrijo de la ciudad, bajo los muros de estuco que los rodeaban, era algo que ya habían hecho muchas veces con anterioridad, puesto que Sarpi no era un sacerdote ni un mentor típico. Al igual que Galileo, era un filósofo, y en las investigaciones que había llevado a cabo mientras Galileo estudiaba los problemas de la mecánica, había descubierto cosas tales como las pequeñas válvulas que contienen las venas humanas, las oscilaciones de las pupilas y la atracción polar de los imanes. En este último trabajo había contado con la ayuda de Galileo, y él, por su parte, lo había ayudado con la brújula militar e incluso con las leyes de la dinámica.
En aquel momento, el gran servita bebió un buen trago, levantó los pies y suspiró.
—Lamento mucho verte marchar. Las cosas no serán iguales por aquí, y lo digo de verdad. Espero que te vaya bien, pero al igual que Francesco, me preocupa tu bienestar a largo plazo. En Venecia siempre habrías estado a salvo de Roma…
Galileo se encogió de hombros.
—Necesito que me dejen hacer mi trabajo —insistió.
Sin embargo, el argumento de Sarpi lo había dejado intranquilo. Nadie tenía mejores razones que él para preocuparse por la protección frente a Roma. La evidencia estaba a la vista en su rostro horriblemente mutilado. Se tocó las heridas y esbozó su sonrisa desfigurada.
—Ya conoces el chiste —recordó a su amigo—. Yo conozco bien el estilo de la curia. —El «estilo» era también una especie de estilete.
Todo formaba parte de la guerra entre Venecia y el Vaticano, que en parte era una guerra pública de palabras, un duelo de imprecaciones y maldiciones tan furibundo que, en una ocasión, el papa Pablo V había excomulgado a la población entera de la Serenissima, pero al mismo tiempo era una guerra silenciosa y nocturna, una pugna cruel de cuchillos y asesinatos. Precisamente habían elegido dogo a Leonardo Dona porque era un conocido antirromano, y Dona había nombrado a Sarpi su principal consejero. Luego, Sarpi había anunciado al mundo su intención de escribir una historia completa del concilio de Trento, usando como fuente los archivos secretos de los representantes venecianos en el concilio, que sin duda contenían interesantes revelaciones sobre la desesperada campaña emprendida el siglo anterior por el Vaticano para frenar el avance del luteranismo. Una denuncia, en pocas palabras. Cuando Pablo tuvo conocimiento del proyecto de Sarpi, sintió tal alarma y tal cólera que autorizó su asesinato. Se enviaron asesinos a Venecia, pero el gobierno de la república tenía muchos espías en Roma, quienes se enteraron con antelación de su existencia e incluso lograron identificar a algunos de ellos. Las autoridades de Venecia los arrestaron en cuanto pusieron el pie en el puerto y los metieron entre rejas.
Después de eso, Sarpi aceptó tener un guardaespaldas, un hombre que debía permanecer con él todo el tiempo y dormir junto a su puerta.
Algunos pensaban que no bastaría con un solo guardaespaldas. Creían que hacía falta mucho más para protegerlo, porque Sarpi era mucho más importante de lo que él pensaba. Muchas cosas dependían de él. Y al final resultó que tenían razón, así que fue una suerte que se hubieran tomado otras medidas de protección.
El ataque contra él se produjo la noche del 7 de octubre de 1607. Se había declarado un incendio cerca de Santa María Formosa, la gran iglesia situada justo al norte de San Marco. Fuera intencionado o no el incendio, el estúpido guardaespaldas de Sarpi abandonó su puesto en la Signoria para ir a ver qué pasaba. Una vez que Sarpi terminó con sus asuntos, lo esperó un rato, antes de marcharse al monasterio servita, acompañado por un viejo criado y un senador veneciano entrado en años. Para ello tomó la ruta que acostumbraba, que cualquiera podía haber determinado con sólo seguirlo durante una semana: al norte por la Mercería y, tras pasar por el Rialto y el palazzo de Sagredo, hasta el campo di Santa Fosca. Luego al norte de nuevo, cruzando el ponte della Pugna, el puente de los Luchadores, un angosto puente escalonado sobre el rio de’ Servi, cerca del monasterio servita, donde Sarpi dormía en una modesta celda de monje.
Cayeron sobre él al llegar al otro lado del puente, cinco atacantes en total. Primero acabaron con sus acompañantes y luego persiguieron a Sarpi por la calle Zancani. Cuando lo alcanzaron, lo arrojaron al suelo, lo apuñalaron varias veces y luego echaron a correr. Hasta quince heridas contamos después, a pesar de que sólo estuvieron allí un par de segundos, antes de perderse en la oscuridad.
Como estábamos siguiéndolo a una prudente distancia, no pudimos hacer más que chillar, cruzar el puente a la carrera, arrodillarnos junto al pobre hombre y aplicar presión a las heridas que encontrábamos a la luz temblorosa de las antorchas. Al parecer, el estilete que tenía clavado en la sien derecha se había doblado al tropezar con la mandíbula superior y luego había vuelto a asomar por la mejilla derecha. Aquella herida parecía fatal por sí sola.
De momento seguía vivo, aunque la respiración, acelerada y superficial, parecía fallarle por momentos. Las mujeres gritaban en las ventanas desde las que se dominaba el puente y señalaban la dirección por la que habían huido los asaltantes. Al poco tiempo se nos unieron otros. Ya había gente en el puente pidiendo ayuda a voces. Pero estaba todo muy oscuro a pesar de las antorchas, así que pudimos inyectarle antibióticos y suturar con pegamento una herida en la ingle que, con toda seguridad, le habría costado la vida. Hecho esto no nos quedó otra cosa más que levantarlo y llevarlo con la máxima delicadeza posible hasta su monasterio.
Allí, en su cuarto de piedra desnuda, yació al borde de la muerte, no sólo aquella noche, sino durante las tres semanas siguientes. Acquapendente, que había acudido desde Padua, lo vigilaba día y noche. Sólo podíamos administrarle los antibióticos cuando el buen doctor se quedaba dormido. Temía que el estilete estuviera envenenado y, para averiguarlo, se lo clavó a una gallina y luego a un perro. Los animales sobrevivieron y Sarpi también. En cuanto a nosotros, volvimos con sigilo a nuestros quehaceres.
Y así era como ahora, Sarpi podía estar sentado en compañía de Galileo y advertirle con una sonrisa irónica a la que sus cicatrices dotaban aún de mayor fuerza:
—Roma puede ser peligrosa.
—Sí, sí. —Galileo asintió con aire descontento. Había visitado a Sarpi varias veces mientras se encontraba en el umbral entre la vida y la muerte. Hasta había ayudado a Acquapendente a extraerle el estilete. Las rosadas cicatrices aún estaban lívidas.
Ambos sabían que el papa Pablo había recompensado a los asaltantes con una pensión, a pesar de su fracaso, cosa que había hecho gracia a Galileo y al propio Sarpi. Por descontado, lo que decía el monje era cierto: Florencia estaba bajo la sombra de Roma como Venecia nunca lo había estado. Si Galileo llegaba a ofender a la Iglesia, como parecía bastante posible teniendo en cuenta sus descubrimientos astronómicos y las objeciones de algunos prelados a ellos —por no hablar de los desvarios de Kepler—, puede que Florencia no estuviera lo bastante distanciada del largo brazo de los perros de Dios.
—Lo sé —dijo Galileo. Pero ya estaba decidido a hacerlo y el ejemplo de Sarpi era un arma de doble filo, por decirlo así. Florencia era una aliada de Roma, mientras que Venecia era su oponente feroz, excomulgada de manera masiva. Era posible que en Florencia estuviera más resguardado.
Sarpi pareció leer tales ideas en su mente.
—Un mecenas nunca es tan seguro como un contrato con el Senado —dijo—. Ya sabes lo que les pasa siempre a los favoritos de los mecenas: caen. Más tarde o más temprano, siempre ocurre.
—Sí, sí. —Los dos habían leído a Maquiavelo y a Castiglione y la caída de los favoritos era un tema recurrente en la poesía y en las canciones. Era una de las formas que tenían los mecenas de demostrar su poder, remover las aguas de vez en cuando para mantener las esperanzas de los que aspiraban a reemplazar a los caídos.
—Ésa es otra razón por la que no estarás tan seguro.
—Lo sé. Pero necesito que me dejen hacer mi trabajo. Tengo que terminar las cosas. Y en Padua no habría podido. El Senado podría habérmelo permitido, pero no lo han hecho. El salario era mísero y el trabajo excesivo. Y nunca me pagarían por hacer simplemente mi trabajo.
—No. —Sarpi le obsequió una sonrisa afectuosa—. Necesitas un mecenas que te pague sin tener que trabajar por ello.
—¡Trabajo mucho!
—Lo sé.
—Y será un trabajo útil, tanto para Cósimo como para todos los demás.
—Lo sé. Quiero que hagas tu trabajo, como bien sabes. Que Dios te bendiga por ello. Estoy seguro de que lo hará. Pero debes tener cuidado con lo que dices.
—Lo sé.
A Galileo no le gustaba mostrarse de acuerdo con los demás. Nunca le había gustado; eso era algo que hacían los demás con él después de haberle llevado la contraria. La gente siempre cedía a su lógica superior y a su penetrante sentido de la disputa. En el debate se mostraba jactancioso y sarcástico, gracioso y sagaz… realmente sagaz, en el sentido de que no era sólo rápido de mente, sino también profundo. A nadie le gustaba discutir con Galileo.
Pero con Sarpi las cosas no eran así. Hasta aquel punto en la vida de Galileo, Sarpi había sido como una especie de protector para él, pero también mucho más: un mentor, un confesor, un colega científico y una figura paternal. E incluso ahora, incluso ahora que Galileo abandonaba la Venecia que tanto amaba Sarpi, seguía mostrándose como un amigo muy querido. Su rostro cubierto de cicatrices, desfigurado por los asesinos ejecutores del papa, albergaba en aquel momento una expresión de grave preocupación, de cariño y de afecto indulgente: amorevolezza. No estaba de acuerdo con Galileo, pero sí muy orgulloso de él. Era la mirada que cualquiera querría recibir de su padre. Algo imposible de negar. Galileo sólo pudo agachar la cabeza y limpiarse las lágrimas de los ojos. Tenía que marcharse.
De modo que, tras varios meses de preparativos, se trasladó a Florencia dejando tras de sí, además de a Marina y al pequeño Vincenzio, a sus pupilos y a la mayoría de los criados y artesanos que lo servían, incluidos Mazzoleni y su familia.
—Ya no voy a necesitar un taller —les explicó con cierta brusquedad—. Ahora soy un filósofo. —Esto sonaba tan ridículo que añadió—: Si me hace falta algo, los mecánicos del gran duque me lo proporcionarán.
En otras palabras, adiós a las brújulas. Adiós a Padua. Estaba despidiéndose de todo ello y no quería llevarse una parte consigo.
—Tú puedes seguir haciendo las brújulas aquí —le dijo a Mazzoleni antes de dar media vuelta y salir del taller. A fin de cuentas, lo había contratado para ello. Claro que no venderían demasiadas sin el curso sobre su manejo que ofrecía Galileo, pero quedaban todavía algunos manuales y, en última instancia, era mejor que nada. Aparte de que en Padua había trabajo de sobra para un artesano.
De modo que la gran casa de la Via Vignoli quedó vacía y sus habitantes dispersos. Un día de otoño la devolvieron al casero, y aquel mundo en miniatura desapareció por entero.
En Florencia, Galileo había alquilado apresuradamente una casa que estaba quizá demasiado cerca del Arno, pero que contaba con una pequeña terraza en el tejado para salir a ver las estrellas —lo que los venecianos llamaban una altana—, y supuso que más adelante podría encontrar un alojamiento más apropiado. Y un nuevo conocido, un hermoso y joven noble veneciano llamado Filippo Salviati, le aseguró que durante el año de alquiler podía pasar todo el tiempo que se le antojara en su palazzo de la ciudad y en su villa, la Villa delle Selve, situada en las colinas del oeste de Florencia. Galileo estaba encantado. Los vapores fluviales de Florencia le resultaban desagradables, así como la proximidad de su madre. Desde la muerte de su padre había mantenido a la vieja arpía en una casa alquilada de la parte más pobre de la ciudad, pero nunca la visitaba y tampoco quería empezar a hacerlo ahora. Prefería pasar el tiempo en el palazzo Salviati, escribiendo libros y discutiendo de temas filosóficos con su nuevo amigo y su círculo de conocidos, todos ellos hombres de la máxima calidad. Cuando Cósimo lo reclamaba, podía marchar a caballo a la ciudad y así ni tenía necesidad de evitar a su madre ni debía temer encontrarse con ella por accidente.
Fray Paolo, que conocía este temor, le había sugerido a Galileo que tratara de reconciliarse con ella, pero no conocía ni la mitad de la verdad; de hecho, ni la centésima parte. Galileo había recibido hacía poco una carta de su madre en la que le daba la bienvenida a «su ciudad natal» y le pedía que se dejara caer por su casa, pues lo echaba muchísimo en falta. Galileo soltó un resoplido al leer esto. Ya tenía algo nuevo que añadir al catálogo de alfileres clavados en el alfiletero que tenía por cerebro. Al partir de la Via Vignali la cocinera había encontrado una carta enviada a un criado al que había despedido, un tal Alessandro Piersanti, que también había trabajado para la vieja en Florencia. Giulia le escribía allí: «Ya que tu amo, tan ingrato contigo y con todos los demás, posee tantas lentes, no te costaría mucho sustraer dos o tres, ponerlas en el fondo de una cajita, llenarla con las píldoras de Aquapendente y luego enviármela». Después, continuaba, ella las vendería y se dividirían las ganancias.
—¡Jesucristo! —había gritado Galileo—. ¡El ladrón en la cruz!
Asqueado, había arrojado la carta al suelo. Luego la recogió y la guardó en su archivo, por si algún día le encontraba alguna utilidad. Estaba fechada el 9 de enero de aquel mismo año, lo que quería decir que la misma semana que Galileo estaba descubriendo las estrellas Medici y cambiando así el firmamento para siempre, su propia madre conspiraba para robarle lentes de los catalejos y venderlas para enriquecerse a su costa.
—Jesús, hijo de María. ¿Y por qué no me arrancas ya los ojos de la cara?
Ésta era su madre para él. Giulia Galilei, sobornadora de criados y ladrona del eje de su trabajo. Se quedaría en la villa de Salviati siempre que pudiera.
Aunque exhausto por el traslado y por las numerosas noches pasadas en vela aquel año, todas las noches claras seguía saliendo a mirar las estrellas y observar los movimientos de las cuatro lunas de Júpiter en el cielo. Al principio, las noches florentinas eran menos claras que las de Padua, pero a medida que el otoño de su anno mirabilis se aproximaba al invierno, el frío fue haciendo que la atmósfera se aclarara. En diciembre, uno de sus antiguos pupilos, el sacerdote Benedetto Castelli, le escribió para sugerirle que, si la teoría copernicana era correcta, Venus también giraría alrededor del sol, en una órbita más próxima al astro que la de la Tierra, y se podría utilizar un occhialino para comprobar si pasaba por fases como las de la luna, en cuyo caso se podría ver, o la cara orientada hacia el sol, o la contraria, o la zona intermedia.
La idea ya se le había ocurrido a Galileo y se irritó al darse cuenta de que había olvidado mencionarla en el Sidereus Nuncius. Entonces se acordó: Venus estaba oculto tras el sol el pasado invierno, mientras él escribía el libro, así que no había podido comprobar si la idea era acertada y, finalmente, se había decantado por guardársela.
Ahora dirigió su mejor occhialino hacia Venus en cuanto apareció en el cielo, después de anochecer. En los primeros días de estudio era un pequeño disco completo que flotaba a baja altura en el cielo. Entonces, a medida que iban pasando las semanas, fue ascendiendo y ascendiendo, cada vez más grande, sólo que también deformado… puede que giboso. Finalmente reveló en el catalejo que tenía la forma de una medialuna de pequeño tamaño y Galileo escribió a Castelli para referírselo. Después, al emprender de nuevo su descenso hacia el horizonte al crepúsculo, adoptó una forma indiscutiblemente cornuda. El más perfeccionado catalejo de Galileo tenía un objetivo de gran calidad que había pulido él mismo, y en el ocular resplandecía la imagen de Venus, claramente menguante, como una miniatura de la luna nueva que se había puesto apenas una hora antes.
Allí erguido, mientras observaba aquel punto brillante y blanco, consciente de la presencia de la luna al otro lado del horizonte, con la atmósfera nocturna aún bañada por su luz, todo cobró sentido de repente para él. La esfera de Venus y la de la Tierra giraban alrededor del sol; la esfera de la luna giraba alrededor de la Tierra; las cuatro esferas de las lunas de Júpiter giraban alrededor de éste, que a su vez giraba lentamente alrededor del sol. Saturno estaba más lejos y se movía más despacio, mientras que Mercurio, el más rápido de todos, se encontraba más allá de Venus, donde no era fácil de localizar. Tal vez un catalejo lo bastante potente pudiera ver también sus cuernos, puesto que a buen seguro pasaría también por sus fases. Tan cerca del sol como estaba, sólo sería visible cerca de su cuarta fase. Marte, más alejado que la Tierra, orbitaba entre ésta y Júpiter, lo bastante cerca de la Tierra como para explicar el aparente balanceo de su órbita, un cambio de perspectiva derivado de la interferencia de las dos órbitas.
El sistema entero era una combinación de círculos dentro de otros círculos. Copérnico tenía razón. Su sistema predecía la existencia de las fases de Venus y allí estaban, mientras que en la teoría de Ptolomeo, defendida por los peripatéticos, rechazaba su existencia de manera expresa, dado que se suponía que Venus giraba alrededor de la Tierra, como el sol y el resto de los cuerpos celestes. Las fases de Venus eran una especie de prueba, o al menos un indicio sumamente sugestivo. El extraño y frágil modelo de Tycho Brahe, en el que los planetas orbitaban alrededor del sol, pero éste lo hacía alrededor de la Tierra, podía explicar este fenómeno, pero era una explicación ridícula en todos los demás aspectos, en especial por lo tocante a algo tan simple como la parsimonia. No, la teoría de Copérnico explicaba mejor las fases de Venus. Eran el indicio más sólido que hubiese visto Galileo, no exactamente una prueba, pero sí algo muy próximo a ella. Todos los años transcurridos en Padua había enseñado a Aristóteles, a Copérnico e incluso a Tycho, pensando que todos ellos se limitaban a buscar excusas para los fenómenos perceptibles sin llegar a explicar lo que sucedía en realidad. La teoría copernicana requería que la Terra se moviese, lo que no parecía posible. Y su principal defensor, Kepler, se mostraba tan disparatado e incomprensible que no lograba convencer a nadie. Y sin embargo, allí estaba: el cosmos revelado de un solo golpe bajo una de sus explicaciones y no bajo la otra. La Tierra estaba girando sobre sí misma bajo sus pies y además giraba alrededor del sol. Círculos dentro de círculos.
Volvió a repicar como una campana. Su carne vibraba como el bronce y tenía los pelos de punta. Cómo funcionaban las cosas. Tenía que ser así; y él repicaba. Se puso a bailar. Dio vueltas alrededor de su occhialino como la Tierra daba vueltas alrededor del sol, girando en un lento paso dividido en cuatro mientras recorría con una pequeña órbita la altana, con los brazos abiertos, dirigiendo con las manos la música de las esferas, que, a despecho de los desvaríos de Kepler, de repente parecía plausible. Y es que, de hecho, un coro sonaba silenciosamente en el interior de sus oídos.
En ese momento llamaron a la puerta. Su baile se detuvo con una sacudida y su mirada bajó por la escalera del exterior de la casa.
Cartophilus estaba allí, junto al portal, con una linterna con las portillas cerradas, mirándolo. Galileo bajó precipitadamente la escalera y levantó un puño, como si se dispusiera a golpearlo.
—¿Qué sucede? —exclamó con voz sorda y furiosa—. ¿Está aquí de nuevo?
Cartophilus asintió.
—Está aquí.