3

Entrelazado

Ahora estoy listo para contar cómo se transforman los cuerpos en otros cuerpos.

Convoco a los seres sobrenaturales que primero engendraron los grandes cambios en la esencia de la vida.

Revelad exactamente cómo se realizaron desde el comienzo hasta este mismo momento.

Ovidio,

Las metamorfosis

Galileo caminó muy tieso hacia la puerta sintiendo los latidos de su corazón. Volvieron a llamar, un tap tap tap regular. Llegó a la puerta y levantó la tranca, cubierto por una capa de sudor provocada por la emoción.

Era, en efecto, el desconocido, alto y enjuto, embutido en una capa negra. Tras él venía un hombre encorvado y menudo, con un saquillo de cuero colgado del hombro.

El extraño hizo una reverencia ante él.

—Dijisteis que os gustaría poder mirar por un catalejo hecho por mí.

—Sí, lo recuerdo… ¡Pero fue hace meses! ¿Dónde habéis estado?

—Ahora estoy aquí.

—¡He visto cosas increíbles! —dijo Galileo sin poder contenerse.

—¿Aún deseáis mirar por el que tengo aquí?

—Sí, por supuesto.

Dejó pasar al desconocido y a su criado, con la incomodidad que sentía escrita en la cara.

—Salgamos a la terraza. Me encontraba allí cuando habéis llamado, observando Júpiter. Tiene cuatro lunas que orbitan a su alrededor. ¿Lo sabíais?

—Cuatro lunas. Sí.

Galileo puso cara de decepción y también de inquietud. ¿Cómo había podido verlas el desconocido?

—Tal vez quisiérais verlas por medio de mi instrumento —dijo éste.

—Sí, claro. ¿Cuál es su capacidad de aumento?

—Varía. —Hizo un gesto a su sirviente—. Permitid que os lo muestre.

El anciano criado tenía algo familiar. Cargado con el instrumento, respiraba con dificultades. En la terraza, Galileo lo ayudó a bajar el saquillo al suelo y durante un instante lo sujetó por el codo y la espalda. Bajo la capa, el hombre parecía hecho sólo de piel y huesos. Se desprendió con descuido de la correa de la alargada bolsa y ésta chocó contra el empedrado del suelo con un sonido sordo.

—¡Pesa mucho! —dijo Galileo.

Los dos visitantes sacaron un enorme trípode de la bolsa y lo desplegaron junto al instrumento de Galileo. A continuación extrajeron un catalejo de gran tamaño de su estuche. El tubo estaba hecho de un metal grisáceo parecido al peltre y tuvieron que sujetarlo por los dos extremos para levantarlo. Era casi dos veces más largo que el de Galileo y tenía el triple de diámetro. Encajó en el trípode con un chasquido perfectamente definido.

—¿De dónde habéis sacado esa cosa? —preguntó Galileo.

El desconocido se encogió de hombros. Miró de reojo el tubo de Galileo y luego hizo girar su trípode con un leve movimiento de la muñeca. El aparato se detuvo en un ángulo muy similar al de Galileo y, con una leve sonrisa, el visitante señaló su instrumento con un gesto.

—Adelante, por favor. Echad un vistazo.

—¿No queréis comprobar adónde mira?

—Está orientado hacia Júpiter. A la luna que bautizaréis como Número Dos.

Galileo se lo quedó mirando, confundido y un poco asustado. ¿Acaso el aparato se orientaba solo? La afirmación del hombre no tenía sentido.

—Echad un vistazo y mirad —sugirió el desconocido.

No hubo respuesta a esto. Era lo que había estado diciéndose a sí mismo, a Cremonini y a todos los demás: ¡mirad, sin más!

Galileo acercó su escabel al nuevo instrumento y se inclinó hacia adelante. Miró por el ocular.

El campo de visión del instrumento estaba repleto de estrellas y parecía muy grande, unas veinte o treinta veces más de lo que veía Galileo a través de su propio catalejo. En el centro, lo que supuso que sería una de las lunas de Júpiter brillaba como una esfera blanca recorrida por finas líneas. Era más grande que el propio Júpiter en el catalejo de Galileo. Cuanto más miraba, más obviamente esferoide se hacía la luna y más visibles sus estriaciones. Era como una bola de nieve delante de las estrellas, que ardían con diferentes intensidades sobre un profundo fondo de negro aterciopelado.

Parecía que la esfera blanca, más clara que nunca a su visión, tenía áreas ligeramente más oscuras, más o menos como la luna terrestre; pero lo más llamativo, con mucho, era la red quebrada de líneas que se intersecaban sobre ella, como el craquelado de una pintura vieja o el hielo de la laguna veneciana en los inviernos fríos, después de que las mareas lo hubieran agrietado. Los dedos de Galileo buscaron una pluma que no se encontraba allí, ansiosos por dibujar lo que estaba viendo. En algunas regiones las líneas formaban racimos paralelos, mientras que en otras divergían como fuegos artificiales, y ambos patrones se solapaban y entrecruzaban repetidamente.

Un patrón de grietas se hizo evidente para Galileo, resplandeciendo con exquisito detalle. Al enfocar la vista sobre él, el aumento pareció ampliarse hasta que llenó la totalidad de la lente del ocular. Un mareo repentino recorrió su cuerpo entero. Era como si estuviese cayendo hacia la blanca luna. Perdió el equilibrio. Su cuerpo se venció hacia adelante y cayó de bruces sobre el instrumento.

Las cosas caían en arcos parabólicos, pero él no. Él volaba hacia arriba y hacia adelante —hacia fuera—, con la cabeza ladeada para ver qué estaba sucediendo. La llanura de hielo agrietado afloró justo delante de sus ojos. O debajo de él; puede que estuviera cayendo. El estómago le dio un vuelco al revertirse su sentido de la orientación.

No sabía dónde estaba.

Trató de coger aire. Estaba cayendo. De repente volvió a estar erguido. El sentido del equilibrio volvió tan rápida y fácilmente como regresa la vista cuando cierras los ojos y vuelves a abrirlos: algo definitivo. Fue un inmenso alivio y la cosa más preciada del mundo entero, esa sencilla percepción de dónde estaba arriba y dónde abajo.

Se encontraba de pie sobre una superficie de hielo blanco y opaco, recubierto de manchas anaranjadas y amarillas; los colores del crepúsculo, del otoño. Levantó la mirada…

Una luna gigantesca, de color anaranjado y recubierta de franjas, cubría el horizonte estrellado. Era muchas veces más grande que la luna del cielo terrestre y las franjas horizontales que la recorrían eran de distintas tonalidades del naranja y el amarillo, ocres y cremosas. Las fronteras de las franjas formaban volutas que se entremezclaban unas con otras. En el cuarto inferior de la luna, una mancha ovalada de color ladrillo cruzaba las fronteras de una franja de color terracota y otra de color crema. La opaca llanura de hielo sobre la que se encontraba reflejaba estos colores. Levantó el puño en alto con el pulgar extendido. En su hogar, el pulgar cubría la luna por completo. Ésta era siete u ocho veces más ancha. De repente comprendió que era el propio Júpiter el que estaba allí arriba. Se encontraba en la superficie de la luna que había estado mirando.

Tras él, alguien carraspeó educadamente. Galileo se volvió; era el desconocido, de pie junto a un catalejo como el que había invitado a Galileo a utilizar. Puede que el mismo. El aire frío y enrarecido resultaba ligeramente tonificante, como un vino o incluso un brandy. A Galileo le costaba mantener el equilibrio y se sentía liviano.

El desconocido estaba observándolo con curiosidad. Tras él, sobre el cercano horizonte, se alzaba un grupo de torres altas y esbeltas, como una colección de campaniles. Parecían constituidas del mismo hielo que la superficie de la luna.

—¿Dónde estamos? —inquirió.

—En la segunda luna de Júpiter, que nosotros llamamos Europa.

—¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

—Lo que os dije que era mi catalejo es en realidad una especie de sistema portal. Un instrumento de transferencia.

Los pensamientos de Galileo volaban más rápido de lo que podía registrar. La idea de Bruno de que todas las estrellas estaban habitadas, la maquinaria de acero del Arsenal…

—¿Por qué? —dijo, tratando de ocultar su miedo.

El desconocido tragó saliva. Su nuez, como otra gran nariz que se hubiera tragado, subió y bajó bajo la piel afeitada de su cuello.

—Actúo en nombre de un grupo que querría que hablarais ante el consejo de las lunas. Un grupo similar al Senado veneciano, se podría decir. A vuestros senadores los llamáis pregadi. Invitados. Aquí el pregadi sois vos. Mi grupo, que procede originalmente de Ganímedes, quiere conoceros y desea también que habléis ante el consejo general de las lunas jovianas. Tan importante nos parece que nos hemos atrevido a importunaros. Me he ofrecido a ser vuestra escolta.

—Mi Virgilio —dijo Galileo. Notaba los fuertes latidos de su corazón.

El desconocido no pareció entender el comentario.

—Siento haberos sobresaltado así. No me veía capaz de explicároslo en Italia. Espero que disculpéis la impertinencia de haberos secuestrado de este modo. Y la sorpresa. Parecéis bastante perturbado.

Galileo cerró la boca, que, en efecto, tenía abierta de par en par. Sentía la lengua seca y pegada a la bóveda igualmente seca del paladar. Sus manos y pies estaban helados. De repente se acordó de que cuando soñaba solía tener los pies fríos, hasta el punto de que a veces creía que caminaba por ahí con botas de hielo y, al despertar, descubría que se le había levantado la manta. En aquel momento se miró los pies, tembloroso. Seguían con sus habituales zapatos de piel, un poco incongruentes sobre el hielo manchado de aquel mundo. Se pellizcó la piel entre el índice y el pulgar y se mordió la parte interior de los labios. Parecía despierto, sin duda. Y además, por lo general, la idea de que podía estar soñando bastaba para despertarlo. Pero ahí estaba, en el aire frío y enrarecido, con la respiración entrecortada y el corazón palpitando tan de prisa como ya raras veces lo hacía, igual que cuando era joven y cualquier cosa lo aterrorizaba. No era exactamente miedo lo que sentía en aquel momento, sino sólo la respuesta de su corazón ante él. Puede que su mente no diese crédito a todo aquello, pero desde luego su cuerpo sí que lo hacía. Tal vez hubiese muerto y aquello fuese el cielo. Puede que el purgatorio orbitase alrededor de Júpiter. Recordó su jocosa lectura de la geografía de Dante, en la que había calculado el tamaño del infierno comparando la longitud del brazo de Lucifer con la estatura de Virgilio…

—¡Es demasiado extraño! —protestó.

—Sí. Siento el asombro que debe de haberos causado esto. Pensamos que las observaciones que habéis realizado recientemente a través de vuestro catalejo os ayudarían a comprender y aceptar la experiencia. Pensamos que tal vez fuerais el primer humano capaz de hacerlo.

—Pues no lo entiendo —tuvo que admitir Galileo, aunque estaba encantado de que lo consideraran el primero en alguna cosa.

El desconocido lo miró.

—La falta de comprensión debe de ser una sensación a la que estaréis acostumbrado —sugirió—, habida cuenta del estado de vuestras investigaciones sobre las fuerzas físicas.

—Eso es distinto —repuso Galileo.

Pero si lo pensaba un poco, no era del todo falso. La falta de comprensión era una sensación que le resultaba familiar. En casa nunca había tenido dificultades para admitirlo, por mucho que la gente dijera lo contrario. ¡De hecho, era el único que tenía el valor suficiente para admitir lo poco que comprendía! Hasta había insistido en ello.

Pero allí no había necesidad de insistir. Estaba estupefacto. Volvió a levantar la mirada hacia Júpiter y se preguntó a qué distancia estarían de él. Había demasiados interrogantes como para poder calcularlo. Su cara oscura, una franja de pequeño tamaño, era muy negra. En la parte visible, perfectamente iluminada por el lejano sol, lo más destacable eran las gruesas franjas horizontales. Sus límites parecían manchurrones viscosos de pintura al óleo que se arrollaban y encabalgaban sin llegar nunca a mezclarse. Casi le parecía que podía ver moverse los colores.

En el cielo, sobre su hombro derecho brillaba lo que supuso que sería el sol, una astilla de resplandor puro, como si se hubieran apelotonado unas cincuenta estrellas en un espacio no mucho mayor al ocupado por cualquiera de las demás. En cuanto a la Tierra, no había demasiado que ver. Lo reducido de sus dimensiones evidenciaba que todas las estrellas podían ser soles, puede que con su correspondiente séquito de planetas, tal como había asegurado el desdichado Bruno. Un mundo tras otro, cada uno con sus propios habitantes, como aquel desconocido, un joviano al parecer. Era una idea sobrecogedora. Sin embargo, el recuerdo de Bruno, quemado en la pira por atreverse a decir que existían tales mundos, teñía todo cuanto veía con una fina capa de terror. No quería conocer aquellas cosas.

—¿La Tierra resulta visible desde aquí? —preguntó mientras escudriñaba las estrellas próximas al sol en busca de algo parecido a un Venus azulado. Aunque puede que desde allí se pareciera más a Mercurio, diminuto y muy próxima al sol… Sin embargo, muchas de las estrellas que había sobre su cabeza eran de color rojo o azul, o a veces amarillas e incluso verdes. Lo que había tomado por Marte podía ser Arturo… No, allí estaba Arturo, más allá de la curva de la Osa Mayor. Las constelaciones, vio, eran idénticas desde aquel punto, cosa que sólo se explicaba si las estrellas estaban mucho más lejos que los planetas.

El desconocido también estaba contemplando el cielo, pero en aquel momento se encogió de hombros.

—Puede que sea aquélla —dijo señalando un brillante punto blanco—. No estoy seguro. Aquí el tiempo cambia con rapidez, como bien sabéis.

—¿Cuánto duran los días en este lugar?

—La rotación es de ochenta y ocho horas, lo mismo que la traslación alrededor de Júpiter, que estáis a punto de calcular. Al igual que la luna terrestre, este lugar está anclado por las fuerzas de marea.

—¿Las fuerzas de marea?

—Mareas gravitatorias. Existe una… una fuerza de marea ejercida por todas las masas. O más bien, una distorsión del espacio. Es difícil de explicar. Sería más sencillo si os hubieran explicado antes otras cosas.

—No me cabe duda —replicó Galileo. Estaba tratando de desterrar el miedo de su mente concentrándose en aquellas preguntas.

—Parece que tenéis frío —comentó el desconocido—. Estáis temblando. ¿Me permitís que os lleve a la ciudad? —Señaló las torres blancas.

—Me echarán de menos en casa. —Puede que fuese así. Aunque no lo había dicho con demasiado convencimiento.

—Cuando volváis sólo habrá pasado un corto lapso de tiempo. Parecerá que habéis sufrido un síncope o un ataque de catalepsia. Cartophilus se encargará de eso. No os preocupéis por ello ahora. Ya que me he tomado la libertad de molestaros para traeros hasta aquí, bien podemos hacer lo que pretendíamos y llevaros ante el consejo.

Esto también le serviría como distracción ante el miedo, sin duda, al margen de que la parte de él que aún conservaba la calma sentía curiosidad. De modo que Galileo respondió:

—Sí, como vos digáis. —Y se sintió como si tratase de sacar una rama de un remolino—. Os sigo.

A pesar de todos sus esfuerzos por conservar la calma, las emociones lo recorrían por dentro como ráfagas de viento en una tormenta. Miedo y suspense —el terror por debajo de todo cuanto experimentaba—, pero también una intensa euforia. El primer hombre que podría haber entendido esta experiencia. Que no era otra que un viaje entre las estrellas.

I primi al mondo.

Se aproximaron a las torres blancas, que seguían pareciendo hechas de hielo. El desconocido y él llevaban cerca de una hora caminando y la base de las torres había aparecido ante sus ojos hacía cosa de media, de modo que aquella luna no debía de ser tan grande como la de la Tierra. Puede que algo más de la mitad. El horizonte parecía muy próximo. El hielo por el que caminaban estaba cubierto por todas partes de hoyos diminutos, atravesado por vetas más oscuras o más claras y, en ocasiones, marcado también por lomas circulares muy bajas. Parecía fundamentalmente blanco y sólo teñido de amarillo por la luz de Júpiter.

A un lado de las torres apareció en medio de la blancura un arco de color aguamarina pálido. El desconocido lo llevó hasta el arco, que resultó ser una amplia rampa excavada en el hielo y que descendía en un ángulo muy suave hasta una entrada tras la que se abría una cámara de grandes dimensiones.

Bajaron. La cámara situada bajo el techo de hielo tenía unas puertas amplias de color blanco, como los portones de una ciudad. Al llegar al final de la rampa se detuvieron ante ellas. Al cabo de un instante, las puertas se volvieron transparentes y un grupo de personas ataviadas con blusas y pantalones de tonalidades jovianas apareció ante ellos en algo que parecía una especie de vestíbulo. El desconocido tocó levemente a Galileo en la parte anterior del brazo para invitarlo a entrar en la antecámara. Pasaron bajo un nuevo arco. El grupo los siguió sin pronunciar palabra. Sus rostros parecían viejos, pero al mismo tiempo jóvenes. El espacio de la sala describía una suave curva hacia la izquierda, tras la que se abría una especie de mirador con unos amplios escalones. Desde allí se divisaba una ciudad edificada en el interior de una caverna; se extendía hasta el horizonte próximo y parecía teñida toda ella de un azul verdoso, bajo un techo elevado de hielo opaco del mismo color. La luz era tenue, pero más que suficiente para ver. Era bastante más brillante que la luna llena en la Tierra. Un zumbido o un rugido lejano llenaba los oídos de Galileo.

—La luz azul llega más lejos —se aventuró a decir al acordarse de los lejanos Alpes en los días claros.

—Sí —asintió el desconocido—. La luz se mueve por medio de ondas, y los diferentes colores son ondas con distintas longitudes. La roja es más corta y la azul es más larga. Cuanto más larga es la longitud de las ondas, más puede penetrar en el hielo, el agua o el aire.

—Un color muy bonito —dijo Galileo con sorpresa mientras trataba de pensar lo que quería decir el desconocido con eso de que la luz se movía por medio de ondas y si aquello podía explicar el fenómeno de rebote óptico que había advertido al trabajar en el catalejo.

—Supongo que sí. Aquí dentro iluminan algunos espacios con luz artificial para que las cosas sean más brillantes y tengan el espectro entero. —Señaló un edificio que brillaba como una linterna amarilla en la distancia—. Pero en la mayoría de los casos, los dejan así.

—Os hace parecer ángeles.

—Pues somos los únicos humanos de este lugar, como me temo que pronto descubriréis.

El desconocido lo llevó hasta un anfiteatro que, excavado en el suelo de la ciudad, no era visible hasta llegar al borde curvo de los asientos más altos. Al mirar hacia su interior, Galileo lo encontró parecido a los teatros romanos que había visto. Las últimas docenas de asientos del fondo estaban ocupados y había otras personas de pie sobre el escenario circular. Todos vestían con blusas y pantalones sueltos de color azul o amarillo pálido, o de las mismas tonalidades jovianas del grupo que acompañaba a Galileo. En el centro del escenario había una brillante esfera blanca sobre un pedestal. Las tenues líneas que lo cruzaban de lado a lado daban hicieron pensar a Galileo que podía tratarse de una representación esférica de la luna en la que se encontraban.

—¿El consejo? —preguntó.

—Sí.

—¿Qué queréis que diga?

—Habladles como el primer científico. Decidles que no maten aquello que estudian. Ni que se maten a sí mismos estudiándolo.

El desconocido bajó con Galileo por unos escalones hasta el anfiteatro, sujetándolo con firmeza por el antebrazo. Galileo volvió a sentir aquella curiosa falta de peso; rebotaba sobre el suelo como si estuviera hundido hasta el cuello en el agua de un lago.

El desconocido se detuvo varios pasos por delante del grupo e hizo un anuncio en una lengua que Galileo no reconoció. Con una levísima demora, oyó que su voz decía en latín:

—Os presento a Galileo Galilei, el primer científico.

Todos levantaron la mirada hacia ellos. Durante un momento permanecieron inmóviles. Muchos de ellos parecían sobresaltados, e incluso molestos.

—Parecen sorprendidos de vernos —comentó Galileo.

El desconocido asintió.

—Quieren ser ovejas, así que es lógico que se comporten con la timidez de las ovejas. Vamos.

Mientras bajaban, algunos de los que vestían de naranja o de amarillo se inclinaron ante ellos. Galileo respondió inclinándose a su vez, como habría hecho ante el Senado veneciano, al que este grupo se parecía un poco, tanto por su apariencia de sabiduría como porque, saltaba a la vista, estaban acostumbrados a la autoridad. Sin embargo, había entre ellos muchas mujeres, o al menos eso le pareció a Galileo. Vestían las mismas blusas y pantalones que los hombres. Si uno de los monasterios y uno de los conventos del norte hubieran mezclado sus poblaciones y sólo hubieran podido expresar su riqueza por medio de la calidad de la tela de sus sencillos atuendos, el resultado habría sido algo parecido a aquello.

A pesar de las reverencias respetuosas, algunos miembros del grupo habían empezado a protestar por la interrupción de aquel desconocido. Una mujer vestida de amarillo habló en un idioma desconocido para Galileo, que en seguida volvió a oír traducido al latín…, un latín hablado por una voz masculina con el mismo acento que la del desconocido.

—Esta es otra irrupción ilegal —dijo—. No tienes derecho a interrumpir las sesiones del consejo y no permitiremos que una prolepsis tan peligrosa como ésta modifique los términos del debate. De hecho, como bien sabes, se trata de un acto criminal. ¡Llamad a los guardias!

El desconocido siguió llevando a Galileo escaleras abajo, en dirección al escenario circular, hasta que se encontraron entre la gente que había allí de pie. Casi todos ellos eran considerablemente más altos que Galileo, quien los miraba fijamente, fascinado por la delgadez y palidez de sus rostros, bellamente saludables, pero dotados al mismo tiempo de una mezcla de ancianidad y juventud que resultaba insólita a sus ojos.

El guía de Galileo se acercó a la mujer que había protestado y le dijo algo, pero dirigiéndose a todo el grupo, en su lengua, de modo que Galileo volvió a oír la traducción en sus oídos tras una pequeña demora.

—Sólo los cobardes interrumpen a quien está en posesión de la palabra. Mi pueblo viene de Ganímedes y reclamamos el derecho a hablar en su nombre para ayudar a decidir lo que va a hacer la gente en el sistema joviano.

—Ya no representas a Ganímedes —replicó la mujer.

—Yo soy Ganímedes, como puede atestiguar mi pueblo. Hablaré. La prohibición de descender al océano de Europa se promulgó por razones muy importantes, y el empeño actual de los europanos por rescindirla ignora peligros de diversa índole. ¡No lo toleraremos!

—¿Tu grupo y tú formáis parte del consejo joviano, no? —replicó la mujer.

—Por supuesto.

—Pues la cuestión ya ha sido debatida y decidida y vuestra posición ha perdido ante la mayoría.

—¡No! —exclamaron otros a su alrededor.

Muchos de ellos comenzaron a hablar al mismo tiempo y el debate no tardó en degenerar en un concurso de gritos. La gente se apelotonaba dando empujones y se contraía formando grupos como las bandas rivales en las piazza, con los rostros encendidos por la indignación. El latín que oía Galileo se dividió en distintos gritos que se solapaban: «Ya se decidió…», «¡Le pedimos que hablara!», «¡Haremos que os expulsen!», «¡Cobardes!». «¡Anarquistas!», «¡Queremos que Galileo dé su opinión sobre el asunto!».

Galileo levantó la mano como un estudiante en clase.

—¿Qué asunto es el que estáis discutiendo? —preguntó en voz alta—. ¿Para qué me habéis traído aquí?

En la pausa que se produjo entonces, uno de los ganimedanos del desconocido se dirigió a él.

—Ilustrísimo Galileo —exclamó en latín mientras se inclinaba respetuosamente ante él. Continuó en su propia lengua, que traducida para Galileo dijo así—: Primer científico y padre de la física. Aquí, entre las lunas de Júpiter, hemos encontrado un problema tan fundamental e importante que algunos de nosotros hemos pensado que necesitamos a alguien con una mente como la vuestra, alguien que no se vea influido por todo lo que ha sucedido desde vuestro tiempo, alguien dotado de vuestra inteligencia y vuestra sabiduría supremas, para que nos ayude a decidir lo que debemos hacer al respecto.

—Ah, muy bien —dijo Galileo—. Se trata de eso, entonces.

Su respuesta hizo reír a una mujer. Era grande y majestuosa como una estatua e iba vestida de amarillo. En medio de todas aquellas discusiones parecía en parte irritada y en parte divertida. Los demás reiniciaron de nuevo su escandaloso debate, muchos de ellos con vehemencia creciente, y en medio del tumulto de sus voces, la mujer rodeó al gentío por la izquierda, en dirección opuesta al desconocido. Se inclinó ante Galileo (a quien superaba en estatura por casi treinta centímetros) y le habló rápidamente al oído en su propia lengua, pero lo que oyó éste fue un toscano algo anticuado, como el de Maquiavelo, o incluso el de Dante.

—No os creeréis todas esas tonterías, ¿verdad?

—¿Por qué no iba a creerlas? —respondió Galileo sotto voce, también en toscano.

—No estéis tan seguro de que vuestro acompañante está pensando en vuestros intereses, por mucho que seáis el gran mártir de la ciencia.

Galileo, a quien no le gustaba cómo había sonado esto último, respondió con rapidez:

—¿Y cuáles creéis que son mis intereses en este caso?

—Los mismos que los de cualquiera —respondió ella con una sonrisa maliciosa—. Vuestro propio beneficio, ¿no?

En mitad de una feroz arenga contra sus adversarios, el desconocido miró en su dirección y reparó en que Galileo y la mujer estaban trabados en una conversación. Dejó de discutir con los demás y la apuntó con el dedo.

—Hera —dijo con tono de advertencia—, déjalo tranquilo.

La aludida enarcó una ceja.

—No tienes derecho a pedir a nadie que deje tranquilo al signor Galileo, me parece a mí. —Esta frase también le fue traducida al toscano.

El desconocido frunció profundamente el ceño y negó con la cabeza.

—Esto no tiene nada que ver contigo. Déjanos en paz. —Volvió su atención al grupo entero, que empezaba a guardar silencio para enterarse de lo que estaba sucediendo—. Éste es el hombre que lo inició todo —dijo el desconocido con voz tonante, mientras Galileo, por el otro oído, oyó que la mujer le decía en toscano:

—Lo que quiere decir es «Éste es el hombre al que elegí para que lo iniciara todo».

El desconocido continuó con su arenga sin más comentarios sotto voce por parte de la mujer a la que había llamado Hera.

—Éste es el hombre que comenzó a investigar la naturaleza por medio de la experimentación y el análisis matemático. Desde su época hasta la actualidad, la ciencia, empleando este método, nos ha convertido en lo que somos. Cuando hemos ignorado los métodos y los hallazgos científicos, cuando hemos permitido que las estructuras arcaicas del miedo y el control afianzaran su poder sobre nosotros, nos ha sobrevenido un desastre implacable. Abandonar la ciencia en este momento y arriesgarse a destruir por nuestra precipitación el objeto de nuestro estudio sería una estupidez. Y sus consecuencias podrían ser mucho peores… ¡mucho peores de lo que podáis imaginar!

—Ya presentaste ese argumento, y sin éxito —dijo con firmeza un hombre de rostro enrojecido—. Es posible investigar el interior de Europa usando un protocolo mejorado, a fin de averiguar lo que llevamos años deseando saber. Tu visión es anticuada y tus temores carecen de fundamento. Lo que hicisteis en Ganímedes ha menoscabado vuestra capacidad de comprensión.

El desconocido negó con la cabeza con vehemencia.

—¡No sabéis de qué estáis hablando!

—Sólo repito lo mismo que ya ha dicho el comité científico asignado al problema. ¿Quién está mostrándose poco científico ahora, ellos o tú?

Volvió a estallar un debate general, que Galileo aprovechó para preguntar a la mujer:

—¿Qué es lo que quieren prohibir mi protector y sus aliados?

Ella se inclinó para responder, de nuevo en italiano:

—No quieren que nadie se sumerja bajo este océano de hielo. Temen lo que se pueda encontrar allí, si he comprendido correctamente a los ganimedanos.

En ese momento, un grupo de hombres vestidos con ropas azules bajaron a saltos los escalones del otro lado del anfiteatro. Un senador vestido del mismo color hizo un gesto hacia ellos mientras se dirigía a voz en grito al desconocido:

—¡Vuestras objeciones ya han sido rechazadas! Y estáis quebrantando la ley con esta irrupción. Es hora de poner fin a esto. —Se volvió hacia los recién llegados y gritó—: ¡Expulsad a esta gente!

El desconocido agarró a Galileo por el brazo y se lo llevó en dirección contraria. Sus aliados cerraron filas tras él y escaparon escalones arriba subiéndolos de dos en dos. Galileo estuvo apunto de caerse, pero entonces sintió que lo levantaban las personas que tenía a cada lado. Lo asieron por debajo de los codos y se lo llevaron en volandas.

Al llegar a lo alto, fuera ya de la cavidad del anfiteatro, repentinamente volvió a aparecer ante sus ojos la ciudad, de aspecto frío bajo el techo verde y azulado. La gente que había en sus amplias avenidas estaba tan lejos que tenían el tamaño de ratones.

—A las naves —ordenó el desconocido cogiendo a Galileo del brazo. Mientras huían corriendo de allí, le dijo—: Es hora de devolveros a vuestra casa antes de que hagan algo que todos lamentemos. Siento que no hayan querido escucharos. Creo que, de haber podido juzgar la situación, os habrías puesto de nuestro lado y habríais sabido exponer nuestra posición con mucha claridad. Volveré a llamaros cuando esté más seguro de que van a escucharos. ¡Aún no habéis acabado aquí!

Llegaron a la amplia rampa que se elevaba en dirección contraria a la ciudad y, tras cruzar sus puertas, volvieron a salir a la superficie amarillenta. Un grupo de personas vestidas de azul se interponía en su camino. Con un rugido, el desconocido y sus compañeros se abalanzaron sobre ellos. Se produjo una rápida reyerta y Galileo, incapaz de controlar su cuerpo en ausencia del peso al que estaba acostumbrado, pasó como pudo entre varios grupillos de luchadores. De haber estado soñando, gustosamente la habría emprendido a puñetazos él también, puesto que en sus sueños era mucho más audaz y violento que en la vida real. De modo que el hecho de que se contuviera evidenciaba bien a las claras lo mucho que se diferenciaba aquello de un sueño, lo real que parecía. Sorteó la refriega como si estuviera patinando en el Arno helado, agitando los brazos cuando lo necesitaba para recobrar el equilibrio. Y de repente, en medio de estas piruetas, el desconocido y otro hombre lo agarraron por los brazos y se lo llevaron.

A cierta distancia del escenario de la batalla, los compañeros del desconocido habían montado un gran catalejo y en aquel momento estaban realizando los últimos ajustes. Era el mismo que Galileo había visto en su terraza, o uno idéntico a él.

—Acercaos, por favor —dijo el desconocido—. Mirad por el ocular, por favor. De prisa. Pero antes… inhalad esto…

Levantó un pequeño incensario y espolvoreó una neblina fría sobre la cara de Galileo.