20

El sueño

El hombre montado en lo alto de la rueda de la fortuna No puede saber quién lo ama en realidad Pues sus amigos falsos se encuentran junto a los verdaderos Y todos le muestran igual devoción.

Pero cuando lleguen los malos tiempos la bandada de aduladores se dispersará, y sólo los que lo aman de todo corazón permanecerán a su lado cuando haya muerto para el mundo.

LUDOVICO ARIOSTO, Orlando Furioso

Pasó un largo tiempo en aquella casa de luto, y al mismo tiempo no pasó. El viejo permanecía en su cama, incapaz de dormir ni de despertar. Cuando lograba conciliar el sueño, dormía como si estuviera muerto y se resistía a despertar. Luego, si La Piera conseguía que volviera en sí, se arrastraba hasta el asiento que tenía en el patio y se quedaba allí. Nadie podía convencerlo de que comiera. A veces paseaba por el jardín y se llevaba una hogaza de pan al huerto, donde se sentaba en el suelo y comenzaba a arrancarle pedazos con los dientes, que masticaba en silencio. Cuando terminaba, se dedicaba a limpiar de malas hierbas los campos de verduras, pero con gran frecuencia, cegado por las lágrimas, se llevaba por delante los brotes tiernos. Además, su ojo derecho había perdido la visión. A veces lo dejaba y se tumbaba en el suelo. En su escritorio no hacía otra cosa que remover los papeles y observarlos con mirada fija. A veces escribía algunas cartas y respondía a algunas de las notas que le enviaban sus simpatizantes. La escritura se había convertido en su medio de comunicación y puede que le fuese más fácil hablar con desconocidos. A un francés al que apenas conocía le escribió en una carta: «Aquí vivo en el silencio, realizando frecuentes visitas a un convento vecino donde tenía dos hijas monjas a las que quería mucho, sobre todo a la mayor de ellas, una mujer de mente exquisita y singular bondad que me tenía mucho cariño. Sufrió muchos problemas de salud durante mi ausencia y no se ocupó lo suficiente de sí misma. Al final contrajo disentería y murió después de seis días de enfermedad, dejándome destrozado e incapaz de hablar. Y por una siniestra coincidencia, al volver del convento en compañía del doctor que acababa de decirme que su condición era irrevocable y que no pasaría del día siguiente, como en efecto sucedió, me encontré al vicario inquisidor, quien me informó de que, por orden del Santo Oficio de Roma, debía desistir de pedir clemencia si no quería volver a la prisión. De lo cual deduzco que mi actual confinamiento sólo terminará para dar paso a ese otro que es común a todos los hombres y que se prolonga durante toda la eternidad».

A otro conocido lejano le escribió: «Siento una tristeza y una melancolía inmensas, unidas a una completa falta de apetito. El insomnio perpetuo que sufro me llena de temor. Me aborrezco a mí mismo y constantemente oigo cómo me llama mi hija querida.»

La Piera mantenía la casa en pie en medio de tanto silencio. Le dejaba la comida delante con el mismo aire metódico y ausente con el que descabezaba las gallinas. Galileo comía como si estuviera muerto. También él había oído el silencio que salía de una negrura abisal. Ahora sabía que todos sus lamentos tras el juicio habían sido por nada. Afligirse por el juicio de otros hombres, por algo que no era más que una idea, era absurdo. Bueno, también la tristeza era una idea. Y a medida que envejecías, la tristeza iba creciendo en tu interior. Puede que hubiera una ecuación para este cambio en la tristeza, una tasa de aceleración. Como cuando soltabas una piedra. Reunías en tu interior todos tus yoes justo a tiempo para chocar contra el suelo y entonces todo se perdía. El diablo del polvo cae al suelo, desaparecido su vórtice de viento. Los átomos, los afectinos de ese campo en concreto se dispersan. «Si algo se conserva —pensó sentado en la huerta, mientras veía cómo se manifestaban las señales de la primavera en todas las plantas—, debe de ser en las generaciones venideras». Algo a lo que se le podría dar un uso. Eso es todo lo que queda del tiempo.

Una tarde, al llegar al convento se encontró a sor Arcángela. Sorprendida por su presencia, apartó la mirada.

—Siéntate —le dijo—. He traído un poco de limón escarchado. —Y se sentó en un banco al sol. Ella no habló, pero las rodajas de limón eran difíciles de resistir. Al cabo de un rato se acomodó al otro lado del banco. Cogió las rodajas y comenzó a comerlas, sin mirarlo una sola vez. Transcurrido un momento, se hizo un ovillo en el banco como un gato, de espaldas a él, pero de un modo en que su nuca quedó casi en contacto con el costado de la pierna de su padre. Pareció quedarse dormida.

Galileo permaneció allí sentado, mirando las plantas de fresa que había a sus pies. Las hojas nuevas salían de la tierra primorosamente plegadas. Las hojas nuevas eran una cosa muy notable cuando se consideraban con detenimiento. La plantita salía de una tierra de color marrón, granulada y nada prometedora. Tierra mojada y nada más. Y sin embargo, ahí estaban las hojas nuevas. Tierra, agua, aire, el sutil fuego de la luz del sol, que transmitía la vida a todo. Algo en la mezcla de estas cosas y algo más allá de ellas… Durante largo rato estuvo allí sentado, mirando, sintiéndose al borde de la comprensión, de las cosas vistas con claridad. La sensación creció en él al darse cuenta de que era algo que experimentaba constantemente, que su vida entera había sido un caso prolongado de presque vu. ¡Casi visto! ¡Casi entendido! El cielo azul vibraba con este sentimiento.

De camino a casa paró para ver a la abadesa. Últimamente Arcángela se había escapado varias veces del convento y vagabundeaba por Arcetri y las sendas campestres que rodeaban al pueblo hasta que alguien la encontraba.

—Dejadla ir si lo hace —dijo Galileo a la abadesa—. Volverá a tiempo de la comida. Si no, yo mandaré a uno de los mozos a buscarla.

Entonces, porque era viejo, porque lo había perdido todo y la gente que más quería había muerto, porque la vida ya no tenía sentido y no le quedaba otra cosa que hacer para llenar las horas antes de que llegara la muerte, dedicó su tiempo a poner por escrito los resultados de los experimentos que Mazzoleni y él habían realizado en Padua cuarenta años antes.

Para empezar, sacamos los viejos cuadernos de la mesa de debajo de la arcada, como hacíamos para desempolvarlos. A veces él pasaba las páginas y entonces, con un fuerte suspiro, tomaba una pluma y escribía algunas notas o transcribía alguna conversación que estaba teniendo lugar en su cabeza. No era más que un modo de pasar el tiempo antes de que se lo llevara la muerte. Al menos al principio.

Entonces algo logró captar su atención y comenzó a blasfemar y a refunfuñar como antes. Trabajo, trabajo, trabajo, el trabajo de pensar, el trabajo de entender algo que nunca había sido entendido hasta entonces. Era el trabajo más duro del mundo. Y le gustaba. Lo necesitaba. Arcángela seguía sin hablarle, a pesar de que a veces se acercaba a la casa y merodeaba junto a la puerta como un perro abandonado. La señora Alessandra seguía en Alemania y las cartas que le dirigía no podían superar determinada longitud, sobre todo cuando la mayor parte de lo que quería escribirle no se podía poner por escrito, sino sólo traducirse en comentarios sobre la jardinería o el tiempo. Después de las mañanas en las que escribía estas cartas, las horas se le hacían muy pesadas. Pero, a pesar de todo, el libro de su vida estaba aún por escribir. Así que, vamos, al trabajo.

Casi todo este material había estado en su mente, o al menos en sus notas, desde antes de 1609, cuando la aparición del telescopio trastocara su vida. Había tomado nota de las diferentes ideas surgidas durante la intensa colaboración con Mazzoleni en el taller de Padua y había realizado bosquejos de ellas, pensando que las pondría por escrito en forma de libro durante el siguiente año escolar. Ahora hacía treinta años que no lo hacía y algunas de las notas las habían transcrito Guiducci y Arighetti, pero la mayoría de los cuadernos ni siquiera los había abierto desde entonces. Incluso tuvo problemas para comprender algunas de las páginas. Cosa que, pensó, tampoco era tan rara, porque estaba revisando el trabajo de un Galileo totalmente distinto, una mente más joven y más ágil. ¿Y si todos aquellos yoes jóvenes no contaban ya, como pensaba al mirar los cuadernos, por mucho que su trabajo estuviera allí por escrito? ¿Y si la persona que eres ahora es realmente la única que importa? Porque es así.

Así que trabajaba y se perdía en geometrías. Pasó el horrible año de 1634. Una cosecha entera maduró en los campos, hubo raíces y más raíces que arrancar y al cabo de algún tiempo dejó de percibir su pena como algo diferenciado. Simplemente, el mundo se había vuelto así, así eran las cosas.

Las páginas se iban acumulando. Seguía usando el formato de diálogos entre Salviati, Sagredo y Simplicio. Este pequeño acto de desafío era una buena señal, pensábamos todos. El uso de aquellos nombres no se le había prohibido ni tampoco el de la forma del diálogo, pero recordarían a todos el libro que sí habían prohibido. Por supuesto, existía la posibilidad de que este nuevo libro fuera prohibido también antes de ver la luz. El Dialogo y el Discorsi, dos libros muy peligrosos, dada su proximidad a la realidad.

Le resultaba interesante volver a leer sus antiguos diagramas y notas. Mientras lo hacía, no pudo sino recordar también todas las cosas que habían sucedido en Padua en la época en que había escrito aquellas páginas. Dieciocho largos años enseñando matemáticas a los estudiantes de Il Bo y viviendo en la casa de via Vignoli, dando clases y tutorías, trabajando en la brújula militar, inventando nuevas máquinas, tratando de determinar diferentes cualidades y propiedades en los experimentos del taller. Había una página sobre la comparación de los pesos del aire y del agua, por ejemplo. También se acordaba de cuando tomaba la barcaza para ir a Venecia a comer, beber y conversar con sus amigos, a jugar con las doscientas cuarenta y ocho chicas y, más adelante, a ver a Marina. Era todo un caos, como una especie de carnaval en su interior, y de hecho era incapaz de asociar ningún experimento concreto con ningún año concreto, como si todo estuviera hecho de una sola pieza: Padua. Era raro, pero a veces parecía que todo hubiera sucedido el día antes y al mismo tiempo estaba todo separado de él por un abismo de un millón de años, un nuevo ejemplo de la extraña y dúplice naturaleza del tiempo. También era raro que hubiese luchado con tanta furia para escapar de aquello, cuando precisamente había sido la época más feliz de toda su vida. ¿Cómo podía haber sido tan tonto? ¿Cómo podía no haberse dado cuenta de lo que tenía? Había una profunda estupidez en la ambición, una ceguera en su seriedad, en su gravedad. Impedía apreciar el momento y reconocer la felicidad, que era la más importante de todas las consideraciones. Impedía apreciar la sensación repicante que lo embargaba cuando encontraba una prueba, por ejemplo, o la primera noche con Marina, o a veces en las barcazas que al alba regresaban por la laguna a la terra ferina. Estos eran los momentos que importaban.

—Mazzoleni, soy un estúpido.

—No sé, maestro —objetó el anciano—. Entonces, ¿qué somos todos los demás?

—Ja ja.

Con el tiempo, hasta los momentos en los que estaba atrapado ahora acabarían por fundirse formando una sola pieza: las mañanas transcurridas en la huerta, las tardes de trabajo en los nuevos diálogos, el pesar por María Celeste, todo quedaría revestido de luz negra. La forma en que se desviaban las miradas de Arcángela cuando la visitaba, aquellas miradas que no eran miradas, que eran peores que cualquier mirada, pues al menos en éstas había un contacto de los ojos. Su cuñada, Anna Chiara Galilei, que se había mudado a Il Gioiello con sus tres hijas y su hijo pequeño, Miguel Ángel, antes de que, de repente, la peste se los llevara a todos ellos. Más luz negra atravesándolo todo; todo parte de la única realidad de aquella época concreta.

La gente seguía escribiéndole, y un día, aquel otoño, se levantó por la mañana, reunió todas las cartas y comenzó a responderlas. Respondía preguntas, inquiría por las investigaciones físicas o matemáticas de otros y le hablaba a la gente sobre los nuevos diálogos que había comenzado a escribir. Como es lógico, era muy poco probable que estos diálogos llegaran a ver la luz algún día. El hecho de que estuviera utilizando a los mismos tres personajes contribuía a aumentar las dificultades. De modo que cuando recibió la carta de una persona a la que no conocía, Elia Diodati, que le escribía desde Holanda para saber si podía ayudarlo con la publicación de un nuevo libro, Galileo se apresuró a asentir.

Al principio nos pareció una buena noticia, pero en seguida nos dimos cuenta de que Galileo comenzaba inmediatamente a crear nuevos requisitos para el libro, de modo que parecía que nunca podría terminarlo. Pronto se hizo evidente que no deseaba terminarlo, que para él sería algo así como el fin de su vida. Estaba tratando de encajar todo lo que había descubierto o incluso creído posible alguna vez, todo salvo las cuestiones cosmológicas de las que le habían prohibido hablar. No obstante, en cualquier caso, éstas seguían siendo cuestiones especulativas, por mucho que se esforzara uno en analizarlas, como evidenciaba la información que le enviaban sus amigos y colegas sobre la duración de las mareas en el Atlántico y que demostraba que su teoría sobre la formación de las mareas era errónea (cosa que tuvo que admitir en sus respuestas).

Mientras que, por otro lado, con estas sencillas proposiciones sobre el movimiento, la fuerza y la fricción podía ceñirse a aquellas afirmaciones que hubiera podido demostrar de manera experimental. Después de tanta especulación sobre cometas, estrellas y manchas solares, sobre flotabilidad y magnetismo, sobre fascinantes misterios que no tenía base para comprender y eran equivalentes a la astrología, era un tremendo placer limitarse a escribir sólo sobre cosas que había visto y experimentado.

—Éste es el libro que debería haber escrito desde el principio —dijo un día al terminar su jornada de trabajo—. Éste y sólo éste. Tendría que haber evitado las palabras para ceñirme a las ecuaciones, como Euclides.

«Sean un plano inclinado AC y otro perpendicular AB, cada uno de los cuales tiene la misma altura vertical sobre la horizontal, llamada BA. En tal caso, existe una relación entre el tiempo de descenso por el plano AC y el de caída por la perpendicular AB, idéntica a la relación entre la longitud de AC y la de AB».

Una relación entre el espacio y el tiempo. ¡Qué satisfactorio! ¡El repique de una pequeña campana!

En el primer día de diálogo del nuevo libro, allá en el arca rosada del palazzo de Sagredo en el Gran Canal de su mente, Salviati, Sagredo y Simplicio discutían las cuestiones siguientes: la relación entre el tamaño y la fuerza en las máquinas; la fuerza de una cuerda trenzada; el método para separar la acción del vacío de otras causas; el punto de ruptura de una columna de agua, que era siempre de dieciocho codos; el papel del fuego en la licuación de los metales candentes; la paradoja del infinito dentro del infinito; la geometría de las superficies menguantes; un experimento para calcular la velocidad de la luz; problemas y teoremas de geometría proyectiva; cuestiones sobre flotabilidad y velocidad de caída de los objetos; por qué el agua se acumula formando gotas sobre algunos objetos; qué es la velocidad terminal y qué la resistencia del aire, así como la resistencia del agua y la del vacío; resultados de los intentos de pesar el aire, de encontrar la relación de pesos entre el agua y el aire (que era de cuarenta a uno, no de diez a uno, como aseguraba Aristóteles); resultados de experimentos con planos inclinados para calcular la velocidad de caída de los objetos; diseño de péndulos hechos de distintos materiales; cuestiones relacionadas con la percusión y el impacto; y, por último, una larga disertación sobre las armonías y la disonancia en la música, explicadas como funciones de proporción en las vibraciones de la cuerda de un péndulo, con especulaciones sobre la relación entre tales sonidos y la generación de emociones fuertes.

El segundo día, los tres personajes discutían sobre el equilibrio de las vigas, la fuerza longitudinal y latitudinal de éstas, la fuerza en función del tamaño y la fuerza en función de la forma.

El tercer día discutían sobre cuestiones relacionadas con el movimiento, tanto local como uniforme, y aspectos relativos a la velocidad y la distancia; sobre movimientos acelerados de manera natural, donde se decía todo lo que se podía decir sobre la gravedad sin mencionarla por el nombre; sobre experimentos con planos inclinados para realizar diversas pruebas relacionadas con el movimiento; sobre experimentos realizados con péndulos con el mismo fin; y sobre diversos teoremas sobre velocidades iguales y planos inclinados, con comparaciones con el movimiento de caída en vertical.

El cuarto día discutían el movimiento de los proyectiles como combinación de un movimiento uniforme y otro naturalmente acelerado, lo que a su vez llevaba al teorema de la media parábola, con montones de tablas en las que se registraba la información de los experimentos que sustentaban estas afirmaciones, a fin de que hablaran por sí solas.

Al comienzo del primer día de diálogo, Salviati dijo algo que sobresaltó a Galileo cuando, más adelante, volvió a leerlo:

«Y aquí quisiera hacer referencia a una circunstancia digna de vuestra atención, como son todas las cosas que suceden contra lo esperado, en especial cuando una medida de precaución termina por ser la causa de un desastre.»

Es lo que había pasado en 1615, comprendió de repente. Sus medidas de precaución habían provocado el desastre. Pero ¿cómo se podía saber hasta que sucedía? Y, por tanto, ¿no había que intentarlo? Sí. No se podía hacer otra cosa. Aprendías cosas que te hacían intentarlo.

Había hecho lo que había podido con lo que tenía. Pensando en esto, continuó escribiendo, e hizo que Salviati defendiera esa idea:

«Nuestro académico ha pensado mucho sobre este tema y, según su costumbre, lo ha demostrado todo por métodos geométricos, por lo que, en justicia, se podría llamar a lo que hace una nueva ciencia.»

—¡Que lo ha demostrado todo por métodos geométricos! —exclamó Galileo mientras volvía a leerlo moviendo ostentosamente la cabeza—. Ja. Ya te gustaría. Eso sí que sería una nueva ciencia.

A medida que el libro seguía creciendo página a página, continuaba escribiendo cosas que luego lo sorprendían, cosas que ignoraba que supiera.

«Los atributos “igual a”, “mayor que” y “menor que” no son aplicables a cantidades infinitas.»

«Es asombrosa la fuerza que se produce al sumar una gran cantidad de fuerzas pequeñas. No cabe duda de que cualquier resistencia, cuando no es infinita, se puede vencer por medio de una multitud de fuerzas mínimas.»

«El infinito y la indivisibilidad son, por su mera naturaleza, incomprensibles para nosotros. Pues imaginaos cómo serán cuando se combinan. Y sin embargo, así es nuestro mundo.»

«Cualquier velocidad impartida a un cuerpo en movimiento se mantendrá rígidamente mientras desaparezcan las causas externas de aceleración o deceleración. […] El movimiento a lo largo de un plano horizontal es perpetuo. Pues si la velocidad es uniforme, no se puede reducir, ni menguar, ni mucho menos destruir.»

«Un cuerpo que desciende por un plano inclinado cualquiera y continúa su movimiento ascendiendo por otro, subirá, gracias al impulso acumulado, hasta la misma altura sobre la horizontal; y esto se cumple sean iguales o distintas las inclinaciones de los dos planos.»

A veces, al escribir, le parecía como si Salviati y Sagredo siguieran vivos en alguna parte, hablándole desde allí, con sus mentes tan despiertas como siempre. A veces escribía en el libro cosas que les había oído decir en vida, como cuando incluyó uno de los ingeniosos comentarios que Salviati improvisaba con frecuencia:

«Intentaré eliminar, o al menos reducir, una improbabilidad introduciendo otra similar o más grande. A fin de cuentas, a veces un hecho maravilloso palidece al lado de un milagro.»

Un hecho maravilloso palidece al lado de un milagro. Esto le había sucedido con frecuencia, parecía. Había vivido en un milagro.

A veces las voces de la página decían cosas que poseían una misteriosa capacidad de conmoverlo.

«Observad por favor, caballeros, cómo hechos que al principio parecen improbables dejan caer, hasta con la más leve explicación, la capa que los ha ocultado y se muestran en su desnuda y sencilla belleza.»

Había visto eso, lo había sentido. Había visto caer la capa y mostrarse el objeto en toda su belleza. Una imagen evocada por la frase empujada desde detrás de sus ojos, desnuda y sencilla; no vista, pero casi. Una belleza como Marina, pero más elevada.

Más tarde volvió a invadirlo una sensación extraña, muy intensa, al leer un pasaje en el que Salviati y Sagredo comenzaba a hablar sobre cuerdas musicales que vibraban al ritmo o sin él, sproporzionatamente, y Salviati sugería que en aquellos patrones de interferencia todas las ondas contenían vidas secretas. Al releer el pasaje, Galileo no recordaba haberlo escrito.

«Una cuerda golpeada comienza a vibrar y continua haciéndolo mientras uno oye el sonido (risonanza); las ondas se expanden hacia el espacio y hacen vibrar no sólo cuerdas, sino también cualquier otro cuerpo que, por casualidad, tenga el mismo periodo que la cuerda golpeada. Las ondulaciones del medio se dispersan ampliamente alrededor del cuerpo que resuena, como se demuestra por el hecho de que se puede conseguir que un vaso de cristal emita un sonido con sólo pasar la yema de un dedo sobre su borde, pues en el agua que contiene se genera una serie de ondas regulares. ¿No sería una cosa magnífica poder producir ondas que persistieran durante mucho tiempo: meses, años… e incluso siglos?

»Sagredo: «Un invento así me inspiraría, te lo aseguro, admiración.»

»Salviati: «Se trata de una idea con la que me topé por accidente. Mi único mérito consiste en observarla y en apreciar su valor, en la medida en que confirma algo en lo que me sumergí profundamente».

Interferencia de ondas. Acción a lo largo del tiempo. Algo en lo que me sumergí profundamente. Un secreto en el corazón del tiempo, en las profundidades de él… No conseguía terminar de expresarlo. Había tantas cosas casi vistas, en la punta de la lengua… ¿Había sido distinto alguna vez? ¿Simplemente, ahora, era más consciente de ello?

Sólo podía seguir escribiendo.

El Discorsi, pues, era para él algo así como el vivir y el respirar. No era la clase de libro que uno deseara terminar. Valía más seguir y seguir, página tras página, para siempre. Ahora comprendía a los alquimistas obsesionados que escribían hasta la tumba, sin conseguir nunca que sus libros se publicaran.

Finalmente Diodati lo convenció de que declarara el libro terminado y le sugirió que lo publicara por partes, de las cuales aquellas cuatro serían sólo las primeras de muchas. Era una idea brillante. Diodati conseguía el libro que quería publicar, mientras que, por su parte, Galileo podía seguir escribiendo y viviendo.

Así que el libro se publicó. El título sugerido por Galileo era Diálogos de Galileo Galilei sobre dos ciencias enteras, todas nuevas y demostradas desde sus principios y fundamentos primeros, de modo que, a la manera de otros elementos matemáticos, se abren caminos a vastos campos, con razonamientos y demostraciones matemáticas repletas de infinitas y admirables conclusiones, de las que se deduce que aún queda por ver en este mundo mucho más de lo visto hasta el tiempo presente.

Diodati lo tituló Discurso sobre dos nuevas ciencias. El Discurso, lo llamamos todos. Estaba previsto que a sus cuatro días de diálogos les siguieran un quinto y un sexto, anunciaba el prefacio, y después de ellos otros tantos, y así a perpetuidad.

Galileo distribuyó varias copias del libro entre ciertos amigos y antiguos estudiantes para recabar sus comentarios. La nota a sus amigos romanos contenía una disculpa por el contenido del libro. «He descubierto cuánto merma la vejez la viveza y la velocidad de mi pensamiento, puesto que ahora tengo que esforzarme para entender muchas de las cosas que descubrí y demostré cuando era más joven».

Sus amigos en Roma se rieron al leer esto.

—¡Está perdiendo agudeza! —comentaron al hojear el libro—. Sólo trescientas treinta y siete páginas esta vez, ya veo.

—Todas ellas rebosantes de ideas. Y muchas, por lo que parece, totalmente nuevas.

—¡Y no pocas de ellas difíciles de entender!

—¡Oh, sí! —bromearon—. Es una auténtica decadencia.

Y se rieron a carcajadas sin poder evitarlo.

Una vez enviado el Discorsi a Holanda, lo invadió la melancolía. Parte de la culpa la tuvo el hecho de que su ojo derecho, que tantas horas había pasado pegado a los oculares de sus telescopios, había comenzado a fallar. Durante el día realizaba pruebas con él como si fuera uno de sus instrumentos, tomando notas sobre la reducción de su campo de visión, su agudeza y su sensibilidad a la luz. Por la noche gimoteaba.

Una mañana despertó diciendo que si se quedaba ciego no podría volver a ver la letra de María Celeste en las cartas, no podría volver a leer sus pensamientos expresados con tanta claridad como si leyera su mente, así que cogió la cesta que contenía las cartas del lado de la cama y comenzó a leerlas sosteniendo las páginas junto a su cara y respirando su fragancia al tiempo que lo hacía. Los grandes bucles diagonales de la letra le devolvieron todas sus bromas, los años en los que habían gobernado juntos San Matteo y Bellosguardo, llevando las cuentas y cuidando tanto de los campos como de las casas. También le recordaron cómo lo había alentado ella durante el juicio, a pesar de lo aterrorizada que estaba.

Llegó a la carta en la que se contaba la historia de la vez en que le envió una cesta de aves de caza para endulzar las comidas de otra joven monja que había enfermado y estaba muriendo a pesar de los cuidados de María Celeste. En ella le escribía: «He recibido la cesta que contenía los doce zorzales. Los cuatro que habrían completado el número que se mencionaba en vuestras cartas, sire, debe de habérselos quedado algún encantador gatito que decidió probarlos antes que nosotros, porque no estaban allí y el trapo que los cubría tenía un gran agujero. Así que, como los zorzales han llegado en un estado un poco peor de lo esperado, ha sido necesario guisarlos y he tenido que estar todo el día cuidando de ellos, así que, por una vez, he sucumbido a la gula».

Por una vez. Sucumbir a un guiso de pájaros mordisqueados por un gato.

Galileo volvió a dejar las cartas en la cesta.

Tras algunas semanas de negrura, Cartophilus preguntó si últimamente había tenido noticias de la señora Alessandra Buonamici, que estaba en Alemania con su esposo.

—No —respondió secamente Galileo, pero aquel mismo día, más adelante, pidió papel. Le escribió una larga carta y, a partir de entonces, adquirió la costumbre de hacerlo con frecuencia. A causa de la distancia que los separaba, podía contarle cosas que nunca le habría dicho a la gente que lo rodeaba, así como expresar otras sin peligro de crear expectativas de ninguna clase. De modo que entonces, a menudo, tras pasar la mañana en la huerta, se sentaba a la sombra de la galería y le escribía notas, hacía un paquete con cinco o seis de ellas y se guardaba el resto para sí.

Aquel primer día, escribió en su mente: «Cómo os amo, mi queridísima señora. Llenasteis mi mente en tal medida que me parece que estáis aquí conmigo. Estáis muy bella en mi jardín, debo decir. Y estoy seguro de que esto es aún más cierto en Maguncia. Ojalá estuvierais aquí, a pesar de que siento la vibración de vuestra presencia incluso en la distancia, pues estamos afinados en el mismo armónico. Puede que haya un mundo en el que no os hayáis ido a Alemania, un mundo en el que las cosas hayan sido distintas y pueda pasar más tiempo con vos. No sólo podría haber pasado más tiempo con vos, sino que lo he hecho. Y no sólo lo he hecho, sino que lo hago en alguna otra parte de este momento. Ésa es la parte del momento que más me gusta. Sin embargo, entretanto, vivo en este mundo del que soy cautivo, en el que estáis en Alemania o en cualquier otro lugar, así que debo escribiros sólo en mi mente y luego capturar en estas páginas una mínima fracción de los pensamientos que os he revelado en esa vacía estancia».

En el último año que conservó la vista, solía salir a la huerta de noche para sentarse en el diván reclinado y mirar la Luna y lo que se podía captar de las estrellas. Reparó por primera vez en que, a pesar de que la luna siempre mostraba la misma cara desde la Tierra, no era exactamente la misma. Había pequeños cambios, como si el hombre de la luna estuviera mirándose en un espejo e inspeccionando su cara desde distintos ángulos —así fue como Galileo lo expresó ante sus amigos al referirles el descubrimiento—, inclinando primero la cabeza hacia arriba, luego hacia abajo, luego hacia la izquierda y luego hacia la derecha. Puede que aquello tuviera que ver con el influjo lunar sobre las mareas; pues su teoría, la de que no las causaba la luna sino los movimientos de rotación y traslación de la Tierra alrededor del sol, había resultado, no sólo herética, sino también errónea. Parecía que, después de todo, la luna sí que tenía algo que ver. O al menos había cosas que afectaban de manera simultánea a la luna y a las mareas. Tal vez aquel movimiento de la cara tuviera que ver con ello. No era fácil de decir, pero al constatar la realidad de esta pequeña oscilación, que nadie en la historia de la humanidad había observado, por muy vigilante que fuese, la pequeña campana volvió a repicar en su interior.

El rostro móvil del hombre de la luna fue su última observación. Poco después perdió también el ojo izquierdo y se acabaron para él este tipo de cosas. Una combinación de infecciones y cataratas lo había dejado ciego. Al poco tiempo de aquello, el Vaticano envió la noticia de que se le permitía trasladarse temporalmente a Florencia para que lo viera un médico. Pero era dudoso que hubieran podido hacer algo, aun en el caso de haberlo visto antes.

Después de oscurecerse el día para él, tuvo que dictar sus cartas, que continuaron saliendo al mundo como hasta entonces. Invitó a un joven estudiante de diecisiete años, Vincenzio Viviani, a instalarse en la casa como ayudante. Una vez entre nosotros demostró ser un joven serio, inteligente y servicial, que se tomaba muy a pecho sus deberes. Galileo pasaba muchas horas dictando su correspondencia y Viviani tomaba nota de todo.

En una carta a Diodati, decía: «Este universo, que yo, con mis asombrosas observaciones y claras demostraciones he ampliado cien, no, mil veces más allá de los límites vistos por los sabios de los siglos pasados, ha menguado ahora para mí y ha quedado reducido a los confines estrechos de mi propio cuerpo».

Cuando hacía comentarios lúgubres como éste por la casa, yo siempre le contestaba:

—Podría haber sido peor.

—¿Peor? —me replicaba—. ¡Nada podría ser peor! ¡Habría sido mejor que me quemara en la hoguera aquel embustero que incumplió su palabra!

—No lo creo, maestro. No os habría gustado el fuego.

—Al menos habría sido rápido. Este desmoronamiento lento, pieza a pieza… Ojalá me cayera de una escalera, me diera un golpe en la cabeza y terminase de una vez. ¡Déjame en paz! Déjame si no quieres que te dé un puntapié. Sé quién eres.

Podía diferenciar muchas hierbas por el tacto, así que seguía sentándose en el jardín por las mañanas, incluso cuando no hacía otra cosa que escuchar a los pájaros y sentir los rayos del sol en la cara. Sacó el laúd, lo envió a reparar, le puso cuerdas nuevas y volvió a tocarlo. A medida que se le endurecían los callos de las manos fue haciéndolo más y más, repitiendo las canciones que conocía, y tarareando o canturreando con voz grave y ronca las letras de algunas de ellas. Solía tocar una pequeña pieza compuesta por su padre, así como ambientes musicales para Ariosto y Tasso y melodías largas y divagantes de su propia creación. La Piera dirigía la casa junto con Geppo y los demás criados de toda la vida. Viviani ejercía como secretario y escriba de Galileo. Yo continuaba siendo su criado personal. Un nuevo estudiante, Torricelli, se instaló en la casa para recibir clases de matemáticas. Las cosas continuaron de esta manera nueva.

Y entonces regresó Alessandra Buonamici. Apareció en primavera de 1640, anunciando que la misión diplomática de su marido lo había llevado inesperadamente a Florencia. Apareció en su habitación; lo tocó en el brazo y dejó que él le tocara el rostro.

—Sí, estoy aquí —dijo.

Una vez más, Galileo era salvado por la aparición de un desconocido en un momento culminante de su vida. Esta vez fue Alessandra, casi cuarenta años por entonces, sin hijos, alta y rotunda. Venía a visitarlo casi todos los días, acompañada sólo por uno o dos criados. Traía consigo regalos que él podía tocar o comer: rollos de hilo, diferentes tejidos de lino, fruta seca, piezas de metal, polígonos de madera, fragmentos de coral… Él, sentado en su silla, se inclinaba hacia adelante y manoseaba o se pasaba por las mejillas retazos de tela o cubos, mientras le hablaba a ella de la cohesión o la solidez de la madera.

«Anhelo hablar con vos —le escribía cuando no venía—. Es raro encontrar mujeres con vuestra sensibilidad».

Ella respondía aún con más audacia: «He estado tratando de encontrar el modo de ir y quedarme para pasar un día entero conversando con vos sin provocar un escándalo». Sugería planes de fantasía, cosas que nunca podrían llegar a suceder pero que sabía que a él le complacería imaginar: que saldrían a recorrer el Arno en bote, que podría introducir un pequeño carruaje en Arcetri para secuestrarlo y llevárselo a Prato para pasar varios días juntos, y cosas parecidas. «¡Paciencia!», escribía.

«Nunca he dudado de vuestro afecto —le respondía él—, y estoy seguro de que vos, en el corto tiempo que me queda, sabéis también cómo fluye el mío hacia vuestra persona». La invitó a venir con su marido y quedarse allí cuatro días. Por alguna razón, esto nunca llegó a suceder.

La vida en Il Gioiello se contrajo sobre sí misma, orquestada por La Piera e interpretada por la casa entera, con el joven Viviani casi siempre junto al maestro, hasta el punto de que, a veces, Galileo tenía que ordenarle que se fuera. Muchos días no quería más que descansar a la sombra, tendido en el diván, o tumbarse sobre la tierra de la huerta y arrancar las malas hierbas. Se notaba que arrastrarse por el suelo, abrazarlo, era un consuelo para él.

Pero era famoso en toda Europa gracias a sus libros y al juicio. Muchas veces, algún viajero extranjero preguntaba si podía pasar a visitarlo. Él siempre accedía a estas solicitudes, que además de adular su vanidad, servían para romper la rutina de los días y lo ayudaban a pasar el tiempo. Sólo pedía a cambio que los visitantes fueran discretos, y muchos de ellos solían serlo, al menos al principio. Muchas veces sucedía que, después de marcharse, querían relatarle al mundo la visita. Lo que resultaba gratificante para él. Seguía siendo una figura en el gran escenario de Europa: un viejo león al que habían cegado y le habían arrancado los colmillos, pero todavía un león. Para los protestantes representaba otro ejemplo de la corrupción de la Iglesia católica de Roma, un papel que no le gustaba interpretar. Se sentía una víctima, no de la Iglesia, sino de la corrupción en el seno de ésta, y siempre que tenía ocasión intentaba dejar claro que era así.

«No espero indulto alguno —escribió a un partidario llamado Peiresc—, y eso es porque no he cometido crimen alguno. Podría esperar perdón si hubiera errado. Ante la culpa, un príncipe puede mostrar clemencia, pero contra alguien que ha sido condenado injustamente es imperativo extremar el rigor para dar ejemplo». Parecía algo extraído de Maquiavelo, un autor al que Galileo conocía muy bien. También Galileo había conocido a su príncipe y sufrido las mismas y terribles consecuencias que él.

Al parecer, había aparecido una edición traducida del Dialogo en Inglaterra. Galileo no tuvo noticia de ello hasta que empezaron a aparecer ingleses en su puerta. Uno de ellos, un tal Thomas Hobbes, le habló de la edición traducida y luego se empeñó en conversar sobre filosofía e intentó que Galileo dijera cosas que no quería decir. Como la conversación se desarrolló en latín (y la pronunciación inglesa del latín era muy extraña, como algo que a él le parecía recordar), pudo conducirla por derroteros en que se sentía cómodo discutiendo. Al final, Hobbes se marchó sin denuncias ni blasfemias que citar.

Una pareja de ingleses más jóvenes se mostró más afable, al menos al principio. Estaban recorriendo Europa juntos: se llamaban Thomas Hedtke y John Milton. Hedtke era el más agradable de los dos y Milton el más locuaz, porque además de un latín excelente hablaba una confusa pero inteligible versión del toscano, cosa muy poco frecuente entre los extranjeros. Era un torrente de palabras. Al parecer no conocía aquel proverbio que decía que los viajeros en tierras extranjeras debían proceder con i pensieri stretti e il viso sciolto, los pensamientos cerrados y la cara descubierta. Declaró que dominaba todas las lenguas y hablaba en español, francés, toscano, latín y griego. Tenía un millar de preguntas, la mayoría de ellas intencionadas, con el objeto de hacer quedar mal al papa y a los jesuitas, por los que parecía albergar una especial aversión, lo que resultaba gracioso teniendo en cuenta lo jesuítico que era.

—¿No estáis de acuerdo en que el juicio entablado contra vos era un intento de afirmar que la Iglesia de Roma tiene la autoridad para decir lo que podéis pensar y lo que no?

—No tanto lo que puedo pensar como lo que puedo decir.

—¡Exacto! ¡Se arrogan el derecho de decidir quién puede hablar!

—Sí. Pero toda sociedad tiene sus normas.

Esto acalló al joven durante un rato. Estaba sentado en un banquillo, junto al diván de Galileo. Hedtke había salido al jardín con el viejo alumno de Galileo, Carlo Dati, que era quien había llevado a los dos ingleses hasta Arcetri. Milton se agachó en cuclillas a su lado haciendo preguntas. ¿Eran los Medici unos tiranos?, ¿unos envenenadores?, ¿creían lo que enseñaba Maquiavelo? ¿Lo creía Galileo? ¿Sabía Galileo quién era el mayor poeta italiano después del incomparable Dante? Porque Milton sí: ¡Era Tasso! ¿Conocía Galileo los enormes beneficios que confería la castidad?

—No los he percibido —murmuró Galileo.

—Y, más aún, ¿conocéis los beneficios derivados de esa sabia doctrina, la virginidad?

Galileo estaba sin palabras. Una vez más se daba cuenta de que hay hombres sumamente inteligentes y profundamente estúpidos al mismo tiempo. Él había sido así la mayor parte de su vida, de modo que ahora era un poco más tolerante. Siguió intentando que la conversación se centrara en Dante, a falta de un tema mejor. No quería seguir oyendo hablar de la inmensa superioridad de la fe protestante, que era el tema predilecto de aquel joven. Así que habló sobre Dante y sobre lo que le hacía grande.

—Cualquiera puede hacer del infierno un sitio interesante —dijo—. Lo que importa es el purgatorio.

Milton se rió al oír esto.

—¡Pero si el purgatorio no existe!

—El vuestro es un credo muy duro. Los protestantes no sois del todo humanos, me parece a mí.

—¿Aún seguís defendiendo la Iglesia de Roma?

—Sí.

El joven no podía estar de acuerdo con esto, como volvió a explicar largo y tendido. Galileo trató de distraerlo contándole que de joven había estudiado para monje, pero entonces se había fijado en el balanceo del pebetero de la catedral después de que lo encendiera un monaguillo, y al calcular con su pulso el periodo de este movimiento pudo confirmar que por muy lejos que llegara la lámpara en su movimiento pendular, siempre tardaba el mismo tiempo en recorrer el arco.

—Al ver la verdad de la situación, sentí en mi interior como el repique de una campana.

—Era Dios, que os decía que abandonarais la Iglesia de Roma.

—No lo creo.

Galileo bebió más vino y sintió que la vieja tristeza volvía a apoderarse de él como un péndulo, firme en su cósmico balanceo. Le entró sueño. Como todos los idiotas, el pedante y joven pensador estaba prolongando en exceso su despedida. Galileo dejó de escucharlo y se sumió en un sueño ligero. Despertó al oír que el joven decía que la ceguera era un castigo que se le había impuesto, o algo así.

—El ciego aún puede ver por dentro —dijo—. Y, a veces, los que ven son los más ciegos de todos.

—No si se escudan con sus plegarias, dirigidas directamente a Dios.

—Pero las plegarias no siempre obtienen respuesta.

—La tienen si se pide lo correcto.

Galileo no pudo reprimir una risa.

—Supongo que es cierto —dijo—. Quiero lo que quiere Júpiter.

Pero no existían palabras capaces de llegar hasta aquel joven. Nunca se puede enseñar a los demás nada importante. Las cosas importantes debe aprenderlas uno mismo, casi siempre cometiendo errores, de modo que las lecciones siempre llegan demasiado tarde para ayudarnos. En este sentido, la experiencia era inútil. Era precisamente lo que no se podía transmitir por medio de una lección o una ecuación.

El joven inglés siguió allí sentado, parloteando en su extraño italiano. Galileo dormitó un rato y soñó que cruzaba el espacio.

Al despertar de nuevo el joven había dejado de hablar y el astrónomo ni siquiera podía asegurar que siguiera allí.

—El orgullo conduce a la caída —murmuró—. Deberíais recordarlo. Yo puedo decirlo, era muy orgulloso. Pero caí. Mi madre me robó los ojos. Y al final, el favorito tiene que caer para hacer sitio a los demás. La caída es nuestra vida, nuestro vuelo. Si pudiera expresarlo bien, me entenderíais. Lo haríais. Porque, qué sueños he tenido… Y qué hija…

Pero, al parecer, el desagradable joven ya se había marchado.

Así que Galileo volvió a quedarse dormido. Al despertar, la casa estaba en silencio a su alrededor, pero tenía la sensación de que había alguien en su puerta. La persona se le acercó con pasos furtivos y se dio cuenta de que no era el inglés. Dio unas palmaditas en el diván. Ella se tendió a su lado, con la parte trasera de la cabeza apoyada en su rodilla, sin palabras, sin perdón. Se quedaron así mucho rato.

Al cabo de un rato acabó por quedarse dormido, y mientras dormía tuvo un sueño. Soñó que estaba en una iglesia, con su familia y sus amigos. A su alrededor se encontraban Sarpi, Sagredo, Salviati, Cesi, Castelli, Piccolomini, Alessandra, Viviani y Mazzoleni; y detrás, Cartophilus y La Piera. María Celeste estaba con él. Cerca del altar, Marina y Maculano hablaban de algo mientras éste preparaba el servicio. Sobre sus cabezas se columpiaba el pebetero que había visto de niño, sólo que ahora había un pequeño muelle en el punto de unión que, en cada balanceo, daba a la cuerda del péndulo un pequeño impulso cerca del fulcro, de modo que el pebetero seguiría siendo un péndulo para siempre, un reloj que medía el tiempo del propio Dios. El muelle era una buena idea.

El altar de aquella iglesia estaba formado por dos de los grandes planos inclinados que había utilizando y todos ellos, bajo la dirección de Maculano, realizaban experimentos sobre los cuerpos en caída, moviendo de un lado a otro los hermosos marcos, soltando las esferas, midiendo el tiempo de su caída por medio de relojes de agua hechos de cálices. Marina soltaba las esferas, Mazzoleni esbozaba su desdentada sonrisa y todos cantaban el himno: Todas las cosas se mueven por Dios. Fray Sarpi abría los brazos y decía:

—Esas ondas se extienden hasta las profundidades del espacio y provocan la vibración, no sólo de cuerdas, sino también de otros cuerpos que, casualmente, tienen el mismo periodo.

A lo que Sagredo añadía:

—A veces, un hecho maravilloso queda velado detrás de un milagro.

Entonces formaron una V con los dos planos y colocaron una pequeña curva de marfil en la parte baja para conectarlos, de modo que la bola pudiera correr con suavidad de abajo arriba. Al llegar a la cúspide del segundo plano, Mazzoleni colocó la campana del taller a un lado. La señora Alessandra, cuya cabeza tocaba la bóveda de la cúpula, alargó el brazo hacia abajo y soltó una bola desde la parte superior del primer plano: tras una caída rápida y un largo ascenso decelerado, al fin la bola tocó el borde de la campana. Y Galileo oyó que la campana tañía sobre los dos mundos.

Volvió a enfermar. Lo había hecho tantas veces antes que tardamos un tiempo en entender que esta vez era diferente. Le dolían los riñones y se le oscureció la orina. Llamamos a los médicos, pero no había nada que pudieran hacer. Le prohibieron el vino, pero de todos modos, La Piera le llevaba una o dos copas todas las noches.

Cuando las cosas tomaron un cariz realmente malo y comenzó a quejarse como no lo había hecho desde la muerte de María Celeste, enviamos una carta a la señora Alessandra y ella apareció sin previo aviso. Se sentó en su cama y le lavó la cara con un paño mojado en agua fría. A veces él le tendía la canasta y ella le leía las cartas de María Celeste en voz alta. En ocasiones desaparecían todas las noticias sobre falta de comida, dientes arrancados, catarros y locuras y no quedaban más que las recetas compartidas, las plegarias devocionales, los comentarios mordaces sobre su hermano, las expresiones de amor, de amorevolezza. La voz de Alessandra al leer era tranquila y distante. Hablaba de otras cosas y hacía pequeños y secos chistes que hacían descender brevemente a Momus, dios de la risa.

—Me recordáis a alguien —dijo Galileo—. Ojalá pudiera acordarme.

—Todos somos todo el mundo. Y todos lo recordamos todo.

Antes de irse me miró y negó con la cabeza.

—Tengo que marcharme —dijo—. No puedo volver a hacer esto. No, cuando todo podría terminar en un día.

Al día siguiente no vino y en su lugar envió una carta. Viviani se la leyó a Galileo, quien la escuchó en silencio. Luego le dictó una respuesta:

Vuestra carta me ha sorprendido en la cama, gravemente indispuesto. Muchas, muchas gracias por la amabilidad que siempre me habéis demostrado y por la condolencia con la que ahora me visitáis en mi miseria y mis penurias.

Fue su última carta. Pocos días después cayó inconsciente. Aquella noche aullaron los lobos de las colinas y él se debatió de tal modo en el lecho que nos pareció que oía su llamada. Murió al alba.

Los habitantes de la casa vagaban como perdidos a la luz descarnada de la mañana. Era cierto, claro, que habíamos perdido a nuestro patrono, y esto no representaba pequeña parte de nuestro desespero. Sin Sestilia no se podía contar con Vincenzio para nada. Pero no era sólo eso: también se había hecho evidente al instante el hecho de que, sin el maestro, el mundo nunca volvería a ser tan interesante. Habíamos perdido a nuestro héroe, a nuestro genio, a nuestro propio Pulcinella.

Fue La Piera quien nos obligó a abordar los tristes deberes de aquel día y de los que lo siguieron.

—Vamos, sigamos adelante —dijo—. Todos somos almas, ¿recordáis? Todos existimos en todos. Para recuperarlo sólo tenemos que pensar en lo que habría hecho y en lo que habría dicho.

—¡Ja! —exclamó Mazzoleni, lúgubre—. ¡Suerte con eso!

Fernando II aprobó el plan de Viviani para realizar grandes exequias por Galileo, que habrían incluido oraciones fúnebres y la construcción de un mausoleo de mármol, Pero el papa Urbano VIII negó su permiso para ambas cosas. Fernandino se sometió a esta negativa, así que el cuerpo de Galileo se incineró en privado, en la capilla de los novicios de la iglesia franciscana de Santa Croce, en una sala bajo el campanile. Esta cripta improvisada fue casi una tumba anónima.

Pero el papa Urbano tenía sesenta y cuatro años, mientras que Vincenzio Viviani sólo tenía diecinueve. A la muerte de Urbano, en 1644 (a las once y cuarto de la mañana, y se dice que a mediodía todas sus estatuas en Roma habían sido derribadas y pulverizadas por multitudes furiosas), a Viviani aún le quedaban por delante cincuenta y cinco años más de vida, cada uno de cuyos días consagró al recuerdo de su maestro. Pagó el diseño de un monumento que se erigiría en San Croce, frente a la tumba del gran Miguel Angel. Sus tumbas conformarían así una pareja: el Arte y la Ciencia juntos, como puntales de la Iglesia. Mientras se afanaba en conseguir que se aprobara y construyera el monumento, Viviani pasó muchos años reuniendo todos los documentos de Galileo que pudo encontrar. Y en algún momento de este proceso comenzó a escribir una biografía.

Una vez, mientras trabajaba en este proyecto, nos encontramos en Arcetri y me pidió ayuda.

—¿Qué puedes contarme sobre el signor Galileo, Cartophilus?

—Nada, signor Viviani.

—¿Nada? Algo sabrás que ignoremos los demás.

—Tuvo una hernia. Y tenía problemas para dormir.

—Muy bien, pues no me cuentes nada. Pero ayúdame a buscar en San Matteo.

—¿Y cómo vamos a hacer eso?

Resultaba que tenía un certificado del párroco local que nos permitía entrar en el convento. Esperaba dar con las cartas enviadas por Galileo a María Celeste para añadirlas a la inmensa colección de documentos, libros de notas y volúmenes que por aquel entonces ocupaban una sala entera de su casa. Hasta el momento, las cartas de Galileo a su hija no habían aparecido, aunque al menos sí tenían las que ella le había enviado a él, un montón que conservaba Viviani aún en su cesta. Conociendo la prolijidad de Galileo (y más en el caso de su hija), aquella correspondencia constituiría presumiblemente una perspectiva única sobre su manera de pensar, así como un volumen considerable de documentación, difícil de ocultar. Y en aquel momento, al menos para Viviani, de enorme interés.

Pero no pudimos encontrarlas. Si las monjas las habían quemado por miedo a que contuvieran alguna forma de herejía, que parecía la más probable de una serie de explicaciones desagradables, o simplemente las habían tirado o usado para encender el fuego de la cocina, no había forma de saberlo. Pero el caso es que nunca aparecieron.

Pasaron más años y Viviani escribió su biografía del maestro en los términos más devotos y hagiográficos imaginables. Consiguió que se publicara, pero se dio cuenta de que la tumba que había proyectado no llegaría a levantarse en su vida. Los Medici habían perdido la determinación, si es que alguna vez la habían tenido en este asunto, y Roma se mostraba implacable.

Al fin, cuando Viviani comenzaba a acercarse también a la vejez, encargó una placa y la colgó de la entrada a la pequeña sala de Santa Croce donde estaba enterrado Galileo. En su testamento pidió que lo enterraran en la misma sala. A continuación hizo quitar la puerta principal de su casa y convirtió la fachada delantera del edificio en una especie de entrada. Nosotros lo ayudamos en este trabajo, puesto que Salvadore y Geppo habían pasado a trabajar como peones, y una vez terminado este trabajo, fijamos con cemento un busto de Galileo sobre el dintel. Este improvisado arco conmemorativo se levantaba tristemente en la calle de un barrio pobre de Florencia, como una de esas rarezas arquitectónicas que se ven a veces en los vecindarios modestos cuando el propietario ha perdido la cabeza y pretende realizar una demostración de orgullo. De hecho, esto era en alguna medida lo que le sucedía a Viviani, aunque éste era un hombre muy serio, siempre en contacto epistolar con científicos de toda Europa y tan consagrado a todas las buenas causas de la ciudad que era difícil burlarse de él. Adosamos unos alargados paneles de mármol a cada lado del arco sobre los que Viviani enumeró los logros de Galileo, pintados con todo esmero sobre el mármol para que sirvieran como guía a mi cincel.

Mientras trabajábamos, a veces hablábamos sobre el maestro y lo que estaba sucediendo con su reputación. Viviani expresó su profundo desprecio por el francés Descartes, quién no había tenido la valentía de publicar nada controvertido tras la condena de Galileo, pero hacía poco había distribuido una larga crítica del Discorsi del maestro en la que enumeraba no menos de cuarenta supuestos errores, de los cuales todos salvo dos, pensaba Viviani, eran en realidad errores suyos, mientras que Galileo tenía razón. No pude por menos que reírme cuando Viviani me dijo que una de las cosas en las que Descartes tenía razón era que Galileo había dado crédito a la historia de los espejos ardientes de Arquímedes.

Viviani, ofendido aún por la impertinencia de Descartes, se limitó a mover la cabeza con reconvención por mi risa afligida. Geppo y Salvadore trataron de distraerlo de tan serios pensamientos con mordaces comentarios sobre lo graciosa que iba a quedar la entrada al terminar aquel trabajo y lo fría que iba a ser la casa sin una puerta, pero lo único que hizo él fue retroceder un paso para mirarla y suspirar.

—Alguien tiene que hacerlo —dijo—. Espero que mis sobrinos continúen con mi labor. —Nunca se había casado ni tenido descendencia y en aquel momento movió dubitativamente la cabeza—. No estoy muy seguro de ellos, pero espero que alguno lo haga.

«Qué vida más extraña —pensé—. Conocer al maestro, ciego y viejo, a los diecisiete años; trabajar con él hasta su muerte, a los diecinueve. Y luego, durante el resto de tu vida, seguir trabajando por él». Dejé a un lado estos pensamientos y le puse una mano en el hombro.

—Muchos lo harán, signor. Habéis empezado bien. Salvar sus papeles ha sido crucial. Nadie podría haberlo hecho salvo vos. Habéis sido un estudiante fiel, un auténtico galileano.

Y lo pensaba de verdad, por aquel entonces. Pero la frontera entre la devoción y la locura es estrecha. Varios años después pasó por el pequeño laberinto de casitas que se extendía a la sombra de San Matteo y volvió a encontrarme allí, tan viejo como siempre, pero no más. Era imposible saber mi edad. Al cabo de algún tiempo, estas cosas se desdibujan.

Viviani, por otro lado, estaba envejeciendo de prisa. Es duro presenciar esas vidas tan fugaces. El fin del siglo XVII estaba ya cerca.

—Necesito que me ayudes —dijo en aquel momento, con el rostro transido de urgencia, pero también con esa especie de serenidad mística y celestial que a veces se apodera de la gente al iniciar un peregrinaje que creen que puede cambiarlo todo.

Podría haberle pedido que me dejara tranquilo, pero no lo hice. Tal vez hubiese intentado llevarme por la fuerza. Además, era imposible negarse ante una devoción como la suya, incluso después de tantos años. Lo seguí hasta la parte trasera de San Matteo, donde su pequeño mausoleo seguía clavado en la tierra, recubierto de pequeños agujeros oscuros a cada lado, como una especie de panal gigante. Era el crepúsculo de la primera noche de carnaval y todo el mundo se había ido a Florencia para ver los desfiles y los fuegos artificiales. Todos salvo Geppo y Salvadore, resultó al final, y también una vieja menuda y rolliza que barría en aquel momento los suelos de Santa Croce: La Piera. Viviani había permanecido en contacto con ella, igual que yo.

Viviani conocía el agujero en el que se encontraba el ataúd de María Celeste. Lo levantamos con gran esfuerzo de un lado y tiramos de él a la luz de una solitaria vela. El ataúd pesaba tan poco como si hubiera estado vacío, pero el pasillo era muy angosto y no era fácil agarrarlo así.

Signor Viviani —dije—, no me parece una buena idea.

—¡Tira!

Así que seguí tirando con ellos hasta que, al final, conseguimos sacarlo del mausoleo. Yo lo sujetaba por detrás, Viviani iba por delante y Salvadore y Geppo lo hacían por los lados. La Piera llevaba la lámpara. Cruzamos el patio del convento hasta un pequeño carromato tirado por un burro, que nos esperaba junto a la puerta con algunas herramientas de albañil, algo de arena de mortero seca y unos cubos. Levantamos el ataúd, lo dejamos junto a la arena y luego lo cubrimos con una lona.

Viviani cogió las riendas del burro y nos llevó por la vereda de Arcetri hasta el gran camino de las colinas occidentales, donde nos sumergimos en el tráfico vespertino de la ciudad. Parecíamos cuatro pobres criados detrás de nuestro señor y de su burro. La gente que estaba celebrando el carnaval gritaba y nos vitoreaba al pasar a nuestro lado.

Entramos en Florencia y, en su revuelo, la cruzamos hasta San Croce y luego descendimos por las escaleras hasta la capilla de los novicios. Dentro de la pequeña sala, bajo el campanile, se alzaba la tumba de ladrillos, oscura y polvorienta. Viviani cogió un mazo de manos de Geppo y lo descargó con todas sus fuerzas sobre la tapa.

—Es una idea horrible —dije mientras volvía la mirada hacia la calle, al otro lado de la puerta abierta del final del pasillo de piedra—. Nos va a ver alguien.

—A nadie le importa —respondió él con amargura—. Nadie se fijará.

—Nadie —dije yo—. ¡Ni siquiera Galileo! Está muerto, signor.

—Nos verá desde el cielo.

—En el cielo no piensan en nosotros. Nos han dejado atrás y están encantados por ello.

Se encogió de hombros.

—Eso no lo sabes con seguridad.

Sacamos el pesado ataúd de Galileo de la tumba abierta, un trabajo mucho más duro que el de trasladar a su hija. A continuación, siguiendo las instrucciones de Viviani, metimos en la tumba el de María Celeste, tan liviano que daba pena. Era como si estuviéramos enterrando un gato. Salvadore y Geppo introdujeron a la fuerza unos puntales cruzados en los ladrillos que había bajo su ataúd, para que lo sustentaran. A continuación volvimos a meter el ataúd de Galileo sobre el de ella, como para protegerla del cielo.

Los viejos mozos trajeron un cubo de argamasa del carromato y volvieron a colocar los ladrillos de la tumba, uno a uno, sobre otro juego de puntales cruzados para sustentarlos.

Hubo unos ruidos en la calle y, por un instante, nos quedamos todos helados de terror.

—Esto es absurdo —protesté—. El maestro está muerto y bien muerto. Podríamos meternos en un lío y él ni se enteraría.

—Le habría gustado de haberse enterado —afirmó Viviani.

Tú, Ocasión, camina por delante, precede mis pasos, abre miles y miles de caminos diferentes para mí. Marcha irresolutamente, irreconocible, oculta, porque no quiero que mi llegada pueda predecirse con demasiada facilidad. Abofetea las caras de todos los videntes, profetas, adivinos, lectores de manos y pronosticadores. En un momento y simultáneamente, vamos y venimos, nos alzamos y nos sentamos, nos quedamos y nos movemos. Por tanto, fluyamos a partir de todo, a través de todo, en todo, aquí con dioses, allá con héroes, aquí con gente, allá con bestias.

Giordano Bruno, La expulsión de la bestia triunfante

Le habría gustado de haberse enterado.

Puede que sea un modo tan bueno para expresarlo como el que más. Hacer lo que al maestro le habría gustado. Viviani, que creía que el alma del agonizante Miguel Ángel había entrado en el niño Galileo al nacer (puesto que ambos acontecimientos habían tenido lugar casi a la misma hora), se rigió por aquel principio durante casi toda su vida. Murió a los pocos años de nuestra noche de carnaval y lo enterraron junto a Galileo, como había pedido, sin que nadie llegara a darse cuenta nunca de que habían tocado la tumba del científico. Los herederos de su sobrino no lograron obtener la aprobación de un papa —Clemente XII, un florentino— para la construcción de la elaborada tumba que Viviani había pedido hasta el año 1737. Una vez terminada la tumba, trasladaron los ataúdes, y con sorpresa descubrieron entonces que había tres en la pequeña tumba de Galileo. No tardó en quedar bastante claro lo que había sucedido, así que los tres ataúdes se colocaron en el nuevo monumento, justo enfrente de la nave en la que estaba la de Miguel Ángel. ¡El Arte y la Ciencia enterrados juntos! Junto con un estudiante y una clarisa pobre que habían pasado por el mundo sin llamar la atención. Extrajeron del cuerpo de Galileo una vértebra, un diente y tres dedos para usarlos como reliquias. El resto de los tres cuerpos sigue allí: Galileo, María Celeste y Vincenzio Viviani.

Los demás seguimos nuestro camino: hacia adelante, hacia atrás, de lado. Yo estuve en Holanda, luego en Inglaterra y luego en Francia, donde he permanecido desde entonces. Me he ocupado del entrelazador y he seguido en contacto con La Piera, Buonamici y Sestilia. Las guerras han sido casi constantes. Huygens era un buen hombre, al igual que Leibniz. En conjunto ayudamos a unas cuantas personas. Por toda Europa, las ideas de Galileo fueron recogidas por los filósofos y sus métodos por los científicos. Sin embargo, para ser francos, se han llevado a cabo muy pocos procesos científicos, o de cualquier otra clase. Y sin embargo ya nadie llega por el entrelazador. A veces, Hera revisa su estado, pero no me cuenta gran cosa y a mí me resulta doloroso informarla de lo que he visto. Si acaso, el sufrimiento está aumentando, porque, a pesar de que la gente está recuperándose de la peste negra, las epidemias siguen siendo virulentas e invencibles. Y la gente continúa matándose.

Por alguna razón, en toda esta sucesión de años, mientras veo pasar aceleradamente vidas ante mí, Galileo sigue volviendo. Si La Piera tenía razón y estamos vivos cuando la gente piensa en nosotros, Galileo sigue vivo sin ninguna duda, y vuelve a nosotros como supongo que continúa volviendo al suelo de aquella bodega venenosa: inmortal, jactancioso, sarcástico, egoísta, con todos sus conocidos defectos, sí.

El bien por el que luchó no es fácil de expresar. Pero se podría decir así: creía en la realidad. Creía que había que prestarle atención, descubrir lo que se pudiera descubrir en ella y luego transmitir lo averiguado, incluso si había que insistir. Y luego, tratar de aplicar ese conocimiento para mejorar las cosas, si era posible. Dicho de otro modo: creía en la ciencia.

Pero escuchad lo que os digo, porque lo vi con mis propios ojos: la ciencia comenzó siendo una clarisa pobre. La ciencia estaba arruinada, así que se dejó comprar. La ciencia estaba asustada, así que hizo lo que se le decía. Inventó la pistola y la puso en manos del poder, y el poder se la apoyó en la cabeza y le dijo que inventara más cosas. Qué estúpida, ¿no? Ahora la ciencia se ve obligada a tener que inventar una máquina secreta que desactive las pistolas y comenzar de nuevo desde cero. Y no está claro que pueda funcionar. Porque todos los científicos son Galileos, pobres, asustados, con una pistola en la cabeza. El poder está en otra parte. Si conseguimos cambiar ese poder… Esa es la incógnita. Si conseguimos trasladar la historia a un nuevo canal y sortear los siglos de pesadilla. Si conseguimos mantener la promesa de la ciencia. Una tarea ardua.

De hecho, hasta el momento no marcha bien. Cuando realicé mi primera analepsis, hace tanto tiempo que me estremezco con sólo pensarlo, la historia era poco más que un largo descenso hacia la extinción, una sucesión de guerras cada vez más devastadoras y genocidios, hambrunas y epidemias, de miseria creciente para el grueso de la humanidad y el resto de la vida en la Tierra. Cuando enseñaba historia a los niños y veía la expresión de sus caras al entender lo que les contaba, sentía vergüenza.

Así que dejé aquello y me uní a Ganímedes. Me uní a su intento de realizar una retroyección que pudiera cambiar el curso de aquella pesadilla. Con sólo que la gente comprendiera antes, pensábamos, que la ciencia es una religión, la más ética de las religiones, la más devota y entregada… Está claro que fue un error incluso intentarlo. En realidad no es posible. Las paradojas y las potencialidades entrelazadas son el menor de los problemas. Es mucho peor la enorme inercia de las debilidades humanas, la codicia, el miedo… la inmensa y sanguinolenta masa que somos. Ha sido una pesadilla. Y yo me he sumado a ella, yo he ayudado a soñarla. Volvimos atrás en el tiempo y nos entrometimos en la vida de Arquímedes, le enseñamos cosas por las que acabaron matándolo. Yo conseguí que lo mataran. Podría haberlo salvado si hubiera sido lo bastante rápido, pero no lo fui, estaba demasiado asustado. Contemplé cómo lo ensartaba aquel lancero, paralizado por el miedo. Así que volví con Ganímedes, pensando que podría enmendarme por aquello. Pero entonces vi que Ganímedes estaba haciendo todo lo que podía para conseguir que quemaran a Galileo en la pira, tratando también de enmendar aquello, de deshacerlo, de impedirlo. A pesar de que todo lo que sucede, sucede. Es la acción de propósitos que se entrecruzan. Tantos errores, tanta miseria… Y, sin embargo, aquí sigo. ¿Por qué? No puedo decir que mi ayuda haya tenido ningún efecto perceptible. Hasta el momento se diría que, más que nada, he hecho más mal que bien. Me quedo por la luz del sol, supongo, por el viento, por la lluvia y por Italia. Pero sobre todo me quedo porque no sé qué otra cosa hacer.

Y, de hecho, me he quedado demasiado tiempo. La revolución se ha apoderado de todo. Ayer mismo guillotinaron a Lavoisier y yo estoy en una celda de la Bastilla, esperando mi turno, que creo que llegará mañana. Aqui sentado en la oscuridad, mientras oigo las voces del exterior, recuerdo el poema que escribió Maquiavelo al abandonar la prisión donde lo torturaron, el lugar donde aprendió las lecciones sobre el poder que tanto se afanó por transmitirnos a los demás:

Lo que más me perturbó

Fue que al filo del alba, aún dormido

Oí cantar: per voi s’ora.

Por ti estamos rezando. Eso espero. La Piera tiene el entrelazador, que de otro modo me habrían arrebatado. No sé si Buonamici, Sestilia y ella podrán reunirse fuera con él y ayudarme a salir. Puede que sea el fin. Me cuesta creerlo, y supongo que eso explica mi estoica ausencia de temor. Si sucede, sucede. Estoy cansado de esta basura de los días. Y si al final resulta que éste es el fin, quiero dedicar mis últimas horas a pensar con todas mis fuerzas. La imaginación crea sucesos, y para cuando despunte el alba pretendo haber vivido diez mil años. Luego, mi parte del tapiz regresará atrás en un bucle y los hilos se esparcirán por el resto del patrón.

Y habré acabado con esta historia, de la que tanto me he esforzado por mantenerme a distancia. Parte de ella la vi yo mismo, parte me la contó Hera y parte me la inventé. No pasa nada, las cosas siempre son así. Parte la habéis inventado también vosotros. La realidad siempre es, en parte, una creación de la consciencia que observa. He dicho lo que quería, y conocía al maestro lo suficientemente bien como para saber que he sido bastante atinado. Sé que era como nosotros, siempre estaba preocupándose por sí mismo, pero a diferencia de nosotros, él actuó, mientras los demás a menudo carecemos del valor de hacerlo. Escribo esto para Hera, pero estéis en la época que estéis al leerlo, estoy seguro de que la historia que os contéis seguirá siendo un relato de potencialidad entrelazada, de innecesaria miseria. Así son las cosas. En todas las épocas a la gente le falta, sobre todo, valor.

Pero a veces no es así. A veces siguen intentándolo. Eso también es historia. Somos historia, somos las esperanzas de gente pasada y el pasado de otros, conocidos por ellos, juzgados por ellos, cambiada por ellos al usarnos. Así que la historia sigue cambiando, interminablemente. Esto también lo he presenciado y por eso insisto. En algún punto del plano inclinado, la bola toca fondo y comienza a ascender. Eso es lo que está intentando la ciencia. Hasta el momento no ha funcionado y la historia ha sido fea, estúpida y vergonzosa, sí. Pero eso puede cambiar. Siempre puede cambiar. Debéis entender esto: una vez vi arder a Galileo en la pira. Y luego vi cómo lograba escabullirse. Imaginaos cómo te hace sentir eso. Comprendes que siempre debes seguir intentándolo.

Así que, cuando a veces os sintáis raros, cuando notéis una punzada en el corazón u os parezca que un momento ya ha sucedido, o cuando levantéis la mirada hacia el cielo y, sorprendidos por la aparición del brillante Júpiter entre las nubes, todo os parezca de repente revestido de una inmensa importancia, pensad que, tal vez, otra persona, en alguna otra parte, esté entrelazada con vosotros en el tiempo, tratando de ejercer un poco de presión sobre la situación, un poco de ayuda para mejorar las cosas. ¡Entonces, pegad el hombro a la rueda más cercana, al momento que estéis viviendo, y empujad también! ¡Empujad como Galileo! Puede que juntos logremos dar un pasito hacia el bien.