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I Primi Al Mondo

Sucedido esto, apelé, más allá de mi alma inocente, a los dioses elevados y omnipotentes y a mi propio y buen genio, e imploré por su eterna bondad que repararan en mi estado de postración. ¡Y oíd lo que os digo! Comencé a discernir una luz tenue.

FRANCESCO COLONNA,

Hypnerotomachia Poliphili (El sueño de Polifilo).

La noche siguiente, de regreso en Padua, Galileo salió a su jardín y dirigió hacia la luna su mejor occhialino. Dejó a Mazzoleni dormido junto a la chimenea y no despertó a ninguno de los criados; la casa dormía. Era la hora en que, como tantas otras noches, el insomnio hacía presa de él. En su mente no veía más que la espada que el desconocido tenía a modo de cara y su mirada intensa. «¿Habéis mirado ya la luna?». Aquella noche, la luna estaba en cuarto creciente y la parte iluminada ocupaba casi la mitad de ella, mientras que la oscura resultaba perfectamente visible contra el cielo nocturno. Era una esfera evidente. Galileo, sentado en un banquillo bajo, contuvo la respiración y llevó el ojo derecho al ocular. En el lado izquierdo del pequeño círculo negro de cristal se veía una mancha blanca y luminosa. La enfocó.

Al principio no vio nada más que un claroscuro moteado de manchas, algunas grisáceas y otras blancas y brillantes, cuya luz trémula parecía derramarse sobre los puntos oscuros. Ah, colinas. Un paisaje. Un mundo visto desde arriba.

Una visión de mundo a mundo.

Aflojó el tornillo de la cabeza del trípode y movió ligeramente el tubo, tratando de atrapar en el cristal la punta superior del creciente de la luna. Apretó el tornillo y miró de nuevo. Un cuerno blanco y brillante y una tonalidad grisácea oscura en su curva interior, una negrura levemente invadida de blanco. De nuevo vio el arco de unas colinas. Allí, en la frontera entre la luz y la oscuridad, había una mancha lisa y oscura, como un lago en la sombra. Obviamente, la luz del sol caía en horizontal sobre el paisaje, como no podía ser de otro modo, puesto que estaba observando la zona sobre la que amanecía. Estaba presenciando el amanecer en la luna, veintiocho veces más lento que el de la Tierra.

Allí había un pequeño valle redondeado; allá otro. Un sinnúmero de círculos y arcos, de hecho, como si Dios hubiese estado jugando en aquel lugar con un compás. Pero aun así la impresión predominante seguía siendo la de las colinas, allá en la frontera entre el blanco y el negro.

La luna era un mundo, al igual que la Tierra. Bueno, claro. Él siempre lo había sabido.

En cuanto a las afirmaciones sobre la cuestión realizadas por los aristotélicos, de que como se encontraba en el firmamento tenía que ser una esfera perfecta hecha de un cristal ultraterreno de inalterable pureza… Bueno, su apariencia a simple vista siempre había proyectado sospechas sobre esto. Ahora estaba más claro que nunca que Aristóteles se equivocaba. Esto no era ninguna sorpresa. ¿Cuándo había acertado en las ciencias naturales? Tendría que haberse ceñido a lo que más dominaba, que era la retórica. No disponía de las matemáticas.

Galileo se levantó y fue al taller en busca del volumen que estaba utilizando en aquel momento, una pluma y un tintero. Pensó por un momento si debía despertar a Mazzoleni y al final decidió no hacerlo. Habría otras noches. Podía sentir cómo le latía la sangre en la cabeza y tenía agarrotados los músculos del cuello. Aquella noche era suya. Nadie más había visto aquellas cosas. Bueno, puede que el desconocido sí, pero Galileo reprimió este pensamiento para poder glorificarse en su propio momento. Todos aquellos años, todos los siglos que habían llegado y se habían ido, las estrellas que giraban sobre ellos noche tras noche, y hasta aquel momento nadie había contemplado las colinas de la luna.

La luna debía de rotar sobre su eje a la misma velocidad a la que giraba alrededor de la Tierra para mantener siempre la misma cara orientada hacia ésta. Era extraño, pero no más extraño que otros muchos fenómenos, como el hecho de que tanto ella como el sol tenían siempre el mismo tamaño en el cielo. Todas estas cosas podían ser provocadas o accidentales. Era difícil de decir. Pero que se trataba de una esfera rotatoria, esto estaba claro. ¿Significaba eso que la Tierra también lo era? Galileo se preguntó si la defensa por parte de Copérnico de esta antigua afirmación pitagórica sería correcta.

Volvió a mirar por el catalejo y localizó de nuevo las colinas. La parte a oscuras, al oeste, era muy interesante. Obviamente, se trataba de la zona a la que todavía no había llegado el sol. Puede que también contuviera lagos y mares, aunque no veía ni rastro de ellos. Pero no era tan negra como una cueva o una habitación cerrada de noche. Se podían distinguir los contornos de grandes formas, porque el área estaba ligeramente iluminada. Puede que no con luz directa, claro. Pero del mismo modo que la luz de la luna que iluminaba su jardín en aquel momento era en realidad la luz del sol reflejada sobre la superficie de la luna, estaba convencido de que la cara oscura de ésta la iluminaba la luz del sol reflejada sobre la Tierra… que luego volvía a rebotar, claro está, para llegar hasta sus ojos. Esto explicaría las sucesivas disminuciones de la luz. Lo que la luz del sol era para la luz de la luna, la luz de la Luna lo era para la cara oscura de la luna.

A la mañana siguiente dijo a Mazzoleni:

—Quiero más aumentos. Algo así como veinte o treinta.

—Lo que vos digáis, maestro.

Construyeron montones de catalejos. Usando en el objetivo lentes más grandes y mejor pulidas al tiempo que se mantenían las mismas en el ocular consiguieron avances muy satisfactorios en la capacidad de aumento. En cuestión de semanas obtuvieron catalejos que mostraban las cosas veinte, veinticinco, treinta y finalmente treinta y dos veces más cerca que a simple vista. Aquí llegaron a su límite. No se podían hacer lentes más grandes ni mejor pulidas y los tubos ya eran dos veces más grandes que al comienzo. Además, a medida que crecía la capacidad de aumento, lo que uno alcanzaba a ver por el cristal se iba contrayendo hasta quedar reducido a un campo de visión muy pequeño. Se podía mover el ojo en el ocular para ampliar un poco la vista, pero no demasiado. Era muy importante apuntar bien con el tubo, y Galileo descubrió que era más fácil conseguirlo adosando un tubo vacío al lado del catalejo. También tenían que sufrir un brillo blanquecino que invadía los contornos de las imágenes ampliadas, donde, además, tendían a acumularse las irregularidades existentes en las lentes, de modo que, en muchas ocasiones, la circunferencia exterior de la imagen resultaba casi inútil.

En este caso, Galileo recurrió a una solución que había descubierto al tratar con los anillos multicolores que aquejaban su propia visión, especialmente de noche. Siempre había atribuido este desgraciado fenómeno a la experiencia que casi le cuesta la vida en la bodega de Villa Costozza, experiencia a la que, según creía, se debían también su reumatismo, sus malas digestiones, sus dolores de cabeza, sus ataques, su melancolía, su hipocondría, etcétera. Obviamente, los problemas de visión no eran más que otro vestigio de aquel antiguo desastre, y había descubierto tiempo atrás que si miraba algo a través del puño, la aurora de luces de colores que lo rodeaba quedaba bloqueada y desaparecía. De modo que intentó el mismo remedio con sus nuevos catalejos. Con la ayuda de Mazzoleni confeccionó un cilindro de cartulina que se podía colocar sobre el objetivo. El más efectivo dejaba una abertura oval sobre la lente que bloqueaba casi la tercera parte de la misma, la más pegada al exterior. Por qué resultaba más eficaz un óvalo que un círculo, lo ignoraba, pero era así. La luz blanquecina desaparecía y la imagen era casi tan grande como antes y mucho más definida.

A medida que aumentaba la potencia de los catalejos, en el cielo comenzaron a aparecer cosas que no habían sido visibles hasta entonces. Una noche, tras una prolongada inspección de la luna, dirigió el catalejo en dirección a las Pléyades, justo encima del techo de la casa. Miró por el aparato.

—Dios mío —exclamó mientras sentía una trepidación por todo el cuerpo. Alrededor de las Siete Hermanas había docenas de estrellas. Las siete conocidas estrellas que formaban la pequeña y preciosa constelación eran más brillantes que las demás, pero a su alrededor había una miríada de estrellas de menor tamaño, tan numerosas que en algunos puntos parecían formar casi una capa de polvo blanco. La sensación de profundidad inmensa en el pequeño círculo negro era palpable, casi mareante y Galileo, con la boca abierta, se balanceó ligeramente en su escabel. Realizó un pequeño esbozo del grupo, abigarrado de repente, en el que, como si fuera un niño, dibujó pequeñas estrellas de seis puntas para marcar la posición de las hermanas y minúsculas cruces para la de las recién llegadas. Lo hizo de manera casi inconsciente, con una especie de hábito nervioso que se le había grabado profundamente tras numerosos años de ejercicio. Hasta que no dibujaba las cosas en el papel, la impaciencia hacía que le hormigueara la mano.

Siguió mirando hasta que le dolieron los ojos y los puntos de luz empezaron a bailar en el ocular como mosquitos bajo el sol. Tenía tanto frío que casi tiritaba y se sentía como si tuviera un engranaje oxidado en la parte trasera de la cabeza. Tenía la sensación de que caería dormido en cuanto su cabeza tocara la almohada: algo asombroso para un insomne crónico como él. Se regodeó en estas sensaciones mientras se dirigía tambaleante a la cama.

La cama vacía. Sin Marina. La había echado a patadas y desde entonces su vida era mucho más apacible. No obstante, sintió una rápida punzada de culpa al tiempo que se iba sumiendo en las profundidades del sueño. Habría sido agradable tener alguien a quien contárselo. Bueno, se lo contaría al mundo.

Este pensamiento estuvo a punto de despertarlo.

Sólo seis días después de su demostración ante el Senado veneciano llegó la respuesta de éste, bajo la forma de una nueva oferta de contrato. El procurador Antonio Prioli, una de las cabezas de la Universidad de Padua, salió de la Sala del Senato para tomar a Galileo de la mano.

—El Senado, consciente de lo bien que habéis servido a Venecia durante diecisiete años, y agradecido por haber ofrecido el occhialino como regalo a la república, ha ordenado que se os conceda el puesto de profesor a título vitalicio, si estáis de acuerdo, con un salario de mil florines al año. Son conscientes de que a vuestro actual contrato aún le resta un año, a pesar de lo cual quieren que el aumento de salario se haga efectivo este mismo día.

—Os ruego transmitáis a su serenidad y a todos los pregadi mi más profundo agradecimiento por esta amable y generosa oferta, excelencia —dijo Galileo—. Les beso la mano y acepto con la máxima gratitud.

»Mierda —dijo en cuanto estuvo fuera. Y, ya en su casa, comenzó a maldecir de un modo que vaciaba las habitaciones mucho antes de que él empezara a recorrerlas hecho una furia, dando puntapiés al mobiliario—. Mierda, mierda, mierda. ¡Serán gusanos! ¡Serán ratas roñosas, serán soddomitecci!

Recordó, como siempre le ocurría, que Cremonini, un viejo necio con el que había disfrutado litigando a lo largo de los años, recibía dos mil florines al año del Senado veneciano. Esa era la diferencia de posición en el mundo de la filosofía y las matemáticas: una relación inversa a la justicia, como tantas veces ocurría. El peor filósofo cobraba dos veces más que el mejor matemático.

Aparte de que un salario fijo a perpetuidad significaba que nunca habría otro aumento y Galileo, que conocía sus gastos hasta el último quattrini, era consciente de que el aumento sólo serviría para cubrirlos, sin permitirle pagar la dote de su hermana y otras deudas.

Además, el salario era un salario, pagadero por dar clases, como hasta entonces, lo que significaba que no tendría tiempo para poner por escrito los resultados de sus experimentos ni hacer otros nuevos. Todo el trabajo contenido en los cuadernos del taller seguiría donde estaba, acumulando moho.

Así que no se trataba del resultado más favorable que podría haber imaginado, habida cuenta de la extraordinaria capacidad de su nuevo aparato y de su importancia estratégica, evidente para cualquiera que hubiese estado presente en la demostración. Tras el triunfo cosechado aquel día, Galileo había llegado a imaginarse una sinecura vitalicia, con todas sus deudas y sus gastos pagados, lo que lo dejaría libre para investigar y ofrecer consejo, cosa a la que se aplicaría con la máxima diligencia a mayor gloria de la Serenissima. Podrían haberse beneficiado mucho de su ingenio, y en cualquier ducado, principado o reino, un mecenazgo de esta naturaleza no habría sido inusual. Pero Venecia era una república, y el patronazgo cortesano como el que se practicaba en Florencia, en Roma o en casi cualquier otra parte de Europa, no era posible allí. Los caballeros de la república trabajaban para la república y eran pagados consecuentemente por ello. Era una práctica admirable… si uno se la podía permitir.

—Mierda —repitió en voz baja mientras miraba fijamente la mesa de su taller—. Bastardos roñosos… —Pero una parte de su mente ya estaba calculando cómo usaría los mil florines anuales para costear sus gastos y pagar sus deudas.

Entonces, en una carta de Sarpi, se enteró de que algunos de los senadores se habían quejado ante la asamblea de que los catalejos eran de uso frecuente en Holanda y otras zonas del norte de Europa, de modo que, en realidad, no se trataba de un invento de Galileo, quien lo había presentado como si lo fuera bajo falsas premisas.

—Nunca dije que la idea fuera mía —protestó Galileo—. Sólo que la había perfeccionado. ¡Cosa que es cierta! ¡Decidles a esas ratas roñosas que intenten encontrar un catalejo tan bueno como el mío, si creen que es posible!

Redactó una larga carta y la envió a Sarpi para que la presentara a los senadores:

Encontrábame yo en Venecia cuando me llegó la noticia de que un holandés tenía un artefacto con el que se podían ver las cosas con tanta claridad como si estuvieran cerca. Con esta simple información regresé a Padua, donde tras reflexionar sobre el problema, encontré la solución la primera noche pasada en mi casa. Al día siguiente fabriqué el instrumento e informé de ello a mis amigos de Venecia. Tras confeccionar un segundo instrumento más preciso, volví a Venecia y allí realicé una demostración para asombro y estupefacción de los illustrati de la república… tarea que me ocasionó no pocas fatigas.

Pero quizá sea justo decir que no se puede atribuir el mérito por la creación de una cosa cuando se sabe con antelación que tal cosa existe. A esto debo responder que la ayuda que me prestó la información no fue más que la de orientar mis pensamientos en la dirección correcta, y que es posible que sin ella jamás lo hubieran hecho por sí solos. Pero que esta información me facilitara el acto de la invención propiamente dicho es algo que debo negar, y digo más: para encontrar la solución a un problema concreto hace falta mayor esfuerzo que para resolver uno no especificado. Porque en este último caso puede desempeñar el papel más importante el accidente, el mero azar, mientras que en el primero todo deriva de la acción de la mente racional e inteligente. Así, podemos tener la seguridad de que el holandés no era más que un fabricante de lentes que, mientras probaba distintos tipos de ellas, decidió mirar a través de dos y, al reparar en el sorprendente efecto que se creaba, pudo inventar el instrumento. Mientras que yo, sin contar más que con la noticia del efecto obtenido, inventé el mismo instrumento, no por mera casualidad, sino por medio del razonamiento puro. Cometido en el que no recibí auxilio alguno por el conocimiento de que la conclusión a la que apuntaba ya existía.

Algunos pensarán que la certeza de la existencia del resultado perseguido ayuda a alcanzarlo: les bastará con leer historia para descubrir que Aristóteles creó una paloma capaz de volar y que Arquímedes inventó un espejo que quemaba cosas a grandes distancias. Imagino que, con solo meditar un poco sobre ello, estas personas podrán, sin apenas dificultades, hacerse acreedoras a los honores y beneficios derivados de explicarnos cómo se construyeron tales cosas. ¿No es así? Y si no tuvieran éxito, tendrán que testificar por propia voluntad que el conocimiento previo del resultado deseado allana la tarea mucho menos de lo que habían imaginado…

—¡Unos necios es lo que son! —gritó Galileo, pero en lugar de añadir este comentario a la misiva, la rubricó con una firma convencional y la envió tal cual.

Como es natural, Sarpi no trasladó la carta al Senado, sino que viajó a Padua para aplacar a su enfurecido amigo.

—Lo sé —dijo con tono de disculpa mientras ponía una mano sobre la mejilla pecosa de Galileo, que había enrojecido tanto como su cabello mientras enumeraba las razones para su furia—. No es justo.

Y era menos justo aún de lo que pensaba Galileo, puesto que Sarpi también venía a decirle que el Senado había decidido finalmente que el aumento estipulado de su salario no entraría en vigor a título inmediato, sino sólo a partir del enero siguiente.

Al oír esto, Galileo volvió a montar en cólera. E inmediatamente después de la marcha de Sarpi, se puso manos a la obra para responder a las afrentas, trabajando en dos direcciones diferentes. En Venecia, volvió a la ciudad con un catalejo mucho más potente, el mejor que habían fabricado sus artesanos hasta el momento, y se lo entregó al dogo como presente, recalcando lo útil que le sería en la defensa de la república, la gratitud que sentía por su nuevo contrato y la medida en que la esplendidez del dogo iluminaba no sólo la Serenissima sino también toda la ribera del Po, etcétera. Dona tomaría nota de su generosidad, como compensación, quizá, de lo que sólo podía calificarse como respuesta templada por parte del Senado. Y luego puede que actuase para revisar como es debido el aumento. No era lo más probable, pero podía suceder.

A continuación, en el frente florentino —que siempre había formado parte de su vida, incluso en los últimos diecisiete años, pasados en Padua al servicio de Venecia—. Galileo escribió al secretario personal del joven gran duque Cósimo, Belisario Vinta, para hablarle de sus catalejos y ofrecerle el mejor de ellos así como los conocimientos sobre su manejo. La carta se cerraba con unas pocas frases en las que sugería la posibilidad de solicitar el mecenazgo de la corte de los Medici.

Había algunos escollos en este camino. Galileo había sido el tutor del joven Cósimo cuando su padre, Fernando, era el gran duque, cosa que suponía una ventaja. Pero el año anterior se le había pedido que elaborara el horóscopo de Fernando, y al hacerlo había descubierto que las estrellas predecían una vida larga y saludable para el gran duque, como siempre. Lo malo es que Fernando había muerto poco después. Esto implicaba una desventaja. Con el embrollo del funeral y la sucesión nadie había dicho nada, y el único indicio de que no todo el mundo se había olvidado del asunto fue la mirada prolongada y penetrante que le dirigió Vinta en su siguiente encuentro. Puede que, en realidad, no fuera importante. Además, Galileo había enseñado matemáticas a Cósimo y, como es natural, lo había tratado con suma amabilidad, por lo que se profesaban un mutuo cariño. Cósimo era un joven brillante y su madre, la gran duquesa Cristina, era una mujer muy inteligente que, además, le tenía simpatía a Galileo. De hecho, había sido su primera valedora en aquella corte. Y como Cósimo era tan joven y hacía tan poco que se sentaba en el trono, ella gobernaba casi con poderes de regente. Así que las posibilidades de que aquello fructificase eran muy reales. Y además, aparte de todo el resto, Galileo era florentino. La ciudad era su hogar. Su familia seguía allí, cosa que no le gustaba pero era imposible de evitar.

De modo que, aún furioso con los venecianos por su ingratitud, comenzó a descuidar sus clases en Padua, escribió cartas por resmas a todos sus amigos influyentes y comenzó a hacer planes para trasladarse.

En esta época, a pesar de la desarmonía y el caos que presidían aquellos días tempestuosos, pasaba todas las noches de cielo despejado en el jardín, mirando por el mejor catalejo de que dispusiera en cada momento. Una de ellas despertó a Mazzoleni y lo sacó al exterior para contemplar la luna. El anciano miró por el tubo y, al apartar la cabeza, sonriente, negó con la cabeza con incredulidad.

—¿Qué significa?

—Que es un mundo, como el nuestro.

—¿Y hay gente allí?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Cuando la luna estaba en alto y no demasiado llena, Galileo la observaba. Tiempo atrás había recibido lecciones de dibujo de su amigo florentino Ostilio Ricci, el que mejor había sabido trasladar al papel sus ideas sobre mecánica. Uno de los ejercicios que contenía el tratado de Ricci sobre dibujo de perspectiva consistía en dibujar esferas repletas de figuras geométricas, como pirámides o cubos, cada una de las cuales debía dibujarse de manera ligeramente diferente para indicar dónde se encontraban en la superficie oculta de la esfera que había debajo. Era una forma de práctica muy meticulosa y ardua, muy polito, en la que Galileo, como había acabado por reconocer el propio Ricci, logró alcanzar una maestría superior. En aquel momento, Galileo se dio cuenta de que le había proporcionado las habilidades que necesitaba, no sólo para dibujar las cosas que había en la luna, sino, en primer lugar, para verlas.

Dibujar el terminador de la luna, donde se entremezclaban la luz y la sombra trazando patrones que cambiaban cada noche, resultaba especialmente revelador. Como escribió en su cuaderno: «Con la luna en diversos aspectos con respecto al sol, algunos picos de la cara oscura aparecen bañados de luz, a pesar de encontrarse muy lejos de la frontera que separa luz de oscuridad. Al comparar la distancia desde la frontera al diámetro lunar, he descubierto que, en ocasiones, este intervalo supera la vigésima parte del diámetro».

En la antigüedad se había calculado que el diámetro de la luna era de aproximadamente tres mil doscientos kilómetros; con este dato no le fue difícil calcular la altitud de las montañas lunares. Trazó un círculo que representaba la luna y luego un triángulo con uno de sus radios en el terminador, otro hasta la cima de la montaña iluminada de la cara oscura y un tercero desde el terminador a la mencionada cima. Las dos caras que se encontraban en el terminador estaban en ángulo recto, y como conocía las longitudes de ambas, basadas en la del supuesto diámetro, pudo usar el teorema de Pitágoras para calcular la longitud de la hipotenusa. Al restar el radio de la luna de esta hipotenusa, el resultado eran unos siete kilómetros, que debía de ser la altitud de la montaña sobre la superficie a la altura del terminador.

«Pero en la Tierra —escribió—, no existe ninguna montaña que alcance una altitud perpendicular de dos kilómetros». ¡Las montañas de la luna eran más altas que los Alpes!

Una noche, cuando la luna estaba en cuarto menguante, localizo un cráter perfectamente circular, justo en medio del terminador y muy cerca del ecuador. Lo dibujó con proporciones mayores de las reales para subrayar lo mucho que resaltaba a la vista y cuánto se diferenciaba de todo cuanto lo rodeaba. Un buen dibujo astronómico, decidió, debía evocar la imagen para que los astrónomos posteriores pudieran buscar los hitos, más que representarlos a escala perfecta, puesto que en este caso, las exigencias de fidelidad obligarían a representarlos demasiado pequeños. A fin de cuentas, el mismo acto de prestar atención suponía una suerte de amplificación.

El dibujo de las constelaciones, con las nuevas estrellas que ahora las acompañaban, era un problema de índole diferente, más sencillo en algunos aspectos, dado que era una tarea principalmente esquemática, pero también mucho más complicado, puesto que no había forma de representar el aspecto real que tenía lo que veía a través del catalejo. Alteró considerablemente los tamaños de lo que veía para transmitir una sensación de distinta brillantez, pero usar blanco sobre negro para representar lo que era negro sobre blanco no resultaría satisfactorio. Sería mejor usar marcas blancas sobre un fondo negro, como en los grabados.

Estuvo dibujando hasta que se le agarrotaron los dedos por el frío. A la mañana siguiente realizó copias de lo dibujado, con las dimensiones exageradas para que las impresiones resaltaran más que nunca. Realizó unas acuarelas de gran delicadeza, así como los planos que servirían como plantilla para un grabador, puesto que ya había engendrado la idea de editar un libro con el que acompañar el catalejo, del mismo modo que la brújula militar venía acompañada por un manual de instrucciones. Sin embargo, en este caso se trataba de ver las cosas con los propios ojos. La Vía Láctea, por ejemplo, descubrió que estaba compuesta por un inmenso granulado de estrellas. Un hallazgo realmente extraordinario, pero imposible de transmitir por medio de un dibujo. La gente debía verlo por sí misma.

A medida que transcurría diciembre y las noches se iban haciendo más frías, se sumió profundamente en su nueva rutina. Siempre había sufrido de insomnio, pero ahora tenía un buen modo de pasar las noches sin sueño. En lugar de irse a la cama, salía a la terraza donde había instalado su occhialino y tomaba notas sobre todo lo que veía, feliz en el silencio solitario de la ciudad dormida. No se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que disfrutaba de la soledad. Al alba ponía por escrito lo que había observado y luego, muchas mañanas luminosas y frías, se quedaba dormido, envuelto en una manta, contra el soleado rincón de la pared, bajo el gnomon de la gran L de la casa.

Con los días más cortos de diciembre llegaron el invierno y las nubes. Aprovechaba estas de ellas para leer o para recuperar el sueño perdido, si era posible. Pero muchas noches despertaba cada hora o cada dos horas, con el cerebro lleno de estrellas, y salía al exterior para comprobar el estado del cielo. Si se había aclarado, atizaba las brasas de la chimenea, ponía una cazuela de vino especiado en la parrilla, añadía unos palitos y salía para montar el catalejo, dominado por aquella sensación turbulenta en la sangre que tanto le gustaba. ¡Era la cacería, sí, una cacería como nunca había conocido! Cuando la noche era clara, no había cosa en el mundo que hubiera podido impedirle salir a observar el firmamento. Y si sus obligaciones diurnas tenían que sufrir las consecuencias —como así era—, lo sentía. De todos modos, los malditos pregadi tampoco se lo merecían.

Había ordenado que trasladaran una de las mesas de trabajo a la terraza que había junto al jardín y la colocaran bajo una sombrilla, junto a un asiento. Tenía allí una lámpara con portilla, cuadernos, tinteros y plumas, así como tres catalejos con sus correspondientes trípodes, de distintas potencias y oclusiones. Y por último, mantas para echarse sobre los hombros. Mazzoleni y la cocinera mantenían las cosas en funcionamiento por las mañanas, mientras él dormía, y hacían acopio de todo lo necesario para sus velas nocturnas. Los dos eran ese tipo de personas que caen dormidas en cuanto se pone el sol, así que no lo veían trabajar salvo que él los obligara. Cosa que, al cabo de un tiempo, dejó de hacer. Le gustaba estar solo durante las noches gélidas, mirando una cosa y luego otra.

La noche del 7 de enero de 1610 estaba en el exterior observando los planetas. Tal como había escrito en la carta que le había enviado al joven Antonio Medici: «Los planetas aparecen muy sólidos al ojo, como lunas en miniatura. Son redondos y no emiten rayos. Pero las estrellas no son así. Parecen rutilantes y trémulas, más aún con el catalejo que sin él, y brillan de tal modo que la forma que poseen, sea la que sea, no se revela a la vista».

Así que los planetas, pequeños discos visibles, eran más interesantes. Y Júpiter se encontraba en aquel momento al oeste, tras la puesta de sol. Era el más grande de los que se veían en el catalejo, cosa que no sorprendía a nadie que hubiera visto cómo dominaba el firmamento nocturno siempre que era visible.

Galileo lo colocó en el centro del ocular y vio que había tres estrellas brillantes a su izquierda y a su derecha, alineadas con él en el plano de la eclíptica. Anotó su posición en la nueva hoja de la carta para Antonio y luego pasó largo rato observándolas. En lugar de parpadear, como las estrellas, su brillo era continuo. Estaban casi perfectamente alineadas. Eran casi tan brillantes como Júpiter, o más aún, aunque de menor tamaño. En cuanto a Júpiter, era un disco perfectamente perceptible.

La noche siguiente volvió a buscar Júpiter en el cielo y descubrió con asombro que las tres estrellas seguían allí, sólo que ahora se encontraban al oeste del gran planeta, mientras que las noches anteriores dos de ellas estaban al este. Se preguntó si la efemérides de la noche estaría equivocada.

El 9 de enero estaba nublado y no se podía ver nada. Pero la noche del 10 de enero el cielo volvía a estar despejado.

Esta vez sólo dos de las resplandecientes estrellas estaban allí, ambas al este de Júpiter. Una parecía brillar un poco menos que la otra, a pesar de que las noches anteriores eran idénticas.

Asombrado —intrigado hasta el punto de la obsesión—, Galileo inició una nueva página en su cuaderno, donde copió los diagramas que ya había dibujado al final de su carta a Antonio. Apartó la carta de momento, puesto que aún era prematura.

En este nuevo afán que ocupaba sus noches, los días pasaban con lentitud y realizaba todos los trabajos indispensables sin prestarles la menor atención, como si estuviera soñando despierto. Esta era una señal bien reconocida por la servidumbre: estaba de cacería. Y al igual que no se despierta a los sonámbulos por miedo a volverlos locos, sabían que en momentos como aquél no debían molestarlo. Mantenían a los niños en silencio y a los estudiantes a raya, y lo alimentaban casi como si fuera un niño. Es cierto que los habría azotado de haberlo distraído, pero también que les gustaba este estado de cosas.

La noche del 12 de enero, Galileo dirigió su catalejo hacia Júpiter en los últimos instantes del crepúsculo. Al principio no encontró más que dos de las estrellas brillantes, pero una hora después, cuando ya era noche cerrada, volvió a mirar y descubrió que se había hecho visible una más, muy cerca del extremo oriental de Júpiter.

Mientras dibujaba unas flechas para tratar de entender cómo se movían, sus ojos pasaban del catalejo a los esbozos que cubrían la página. De repente, todo cobró sentido en los reiterados croquis que había trazado: las cuatro estrellas se movían alrededor de Júpiter, del mismo modo que la luna se movía alrededor de la Tierra. Lo que estaba viendo era una serie de órbitas circulares. Se encontraban muy próximas, en un solo plano, que a su vez se encontraba muy próximo al de la eclíptica, en el que se movían los propios planetas.

Se levantó, parpadeando para limpiarse las lágrimas que siempre lo aquejaban pasar demasiado tiempo mirando por el catalejo y que esta vez se debían además a la repentina oleada de una emoción que era incapaz de bautizar, una especie de júbilo salpicado también de temor.

—Ah —dijo. El roce de lo sagrado, justo en la parte trasera del cuello: Dios lo había tocado. Estaba exultante.

Nadie había visto aquello. La gente había visto la luna y había visto las estrellas; pero aquello no lo habían visto nunca. I primi al mondo! El primer hombre que veía las cuatro lunas de Júpiter, que habían estado orbitando a su alrededor desde el principio de la creación.

Todo lo que había visto durante la última semana cobraba sentido. Se puso en pie, un poco tambaleante por el impacto de la idea, y rodeó la mesa como si quisiera imitar a una de las lunas. Era posible que, cuando sólo se veían dos, las otras dos estuvieran detrás del gran planeta… o delante de él. Y también se dio cuenta de que era posible que la más lejana de todas ellas se hubiera alejado lo bastante de Júpiter como para abandonar los confines del pequeño círculo. Sus cambios de posición sugerían que se desplazaban con bastante rapidez. La luna terrestre sólo tardaba veintiocho días y medio en completar su órbita. Esas cuatro parecían más rápidas, y también existía la posibilidad de que se desplazaran a velocidades diferentes, como lo hacían los planetas por el cielo.

Si tenía razón, vería también otras cosas. Como la órbita se apreciaba desde un lado, las lunas parecerían aminorar el paso al aproximarse a la distancia máxima desde Júpiter y acelerar cuando más cerca de él estuvieran. Además, desaparecerían cuando estuvieran detrás de él (o delante) siguiendo un patrón homogéneo, y siempre reaparecerían al otro lado, nunca al mismo. Con observaciones repetidas se haría posible determinar qué luna era cada una de ellas y cuáles orbitaban más cerca y más lejos del planeta respectivamente. Esto lo ayudaría a calcular sus respectivos periodos orbitales, lo que a su vez le permitiría seguir sus pasos por el cielo, e incluso predecir dónde estarían, en una efemérides joviana de su propia invención.

—Dios mío —dijo, abrumado por estos pensamientos, y de repente se echó a llorar, convencido de que habría tenido que ponerse de rodillas para elevar una plegaria de agradecimiento…; sólo que hacía demasiado frío y tenía las rodillas demasiado rígidas. Además, su plegaria era mirar por el catalejo. «¡Soy el primer hombre en el mundo!».

Cosa que —pensó una vez que se recobró del pasmo provocado por esta idea— era algo a lo que podía sacarle provecho. Una cosa realmente nueva en el mundo. ¿Cómo no iba a serle útil? Incapaz de contenerse, dio unos saltos por la terraza en medio de la noche para expresar su alegría. Mazzoleni y los demás se habrían reído de haberlo visto, como habían hecho siempre después de algún descubrimiento importante. ¡Pero ninguno lo era tanto como aquél! Riéndose a carcajadas, bailó por la terraza con el catalejo como pareja. Sentía deseos de tañer la campana del taller, de despertar a Mazzoleni y a los demás para compartir la noticia con alguien. Pero él mismo era la campana que quería tañer, y si despertaba a los demás, Mazzoleni se limitaría a asentir y a mostrarle su sonrisa desdentada, complacido al comprobar que su nuevo instrumento funcionaba mejor que al anterior. Lo que sucedía en el firmamento no le importaba.

Así que Galileo se contuvo y volvió a la terraza. Reemprendió su bailecillo alrededor del trípode y de la mesa de trabajo, susurrando palabras sin sentido al mismo tiempo. Al día siguiente pondría la noticia por escrito, y después de eso la haría pública lo antes posible para compartirla con el resto del mundo. Todos los sabrían, todos levantarían la mirada y lo verían. Pero sólo él sería el primero. Siempre el primero, el primero para toda la eternidad. Al pensarlo sintió que lo invadía un calor nuevo bajo la capa y volvió a tomar asiento en el escabel junto al trípode para seguir mirando un poco más.

Entonces alguien llamó a la puerta del jardín. Y él supo quién era.