19

Eppur Si Muove

Ancora imparo. Aún estoy aprendiendo.

MIGUEL ANGEL a la edad de 87 años

Confinado de nuevo en Villa Medici, Galileo dedicaba sus días a hervir de rabia y desespero. No parecía consciente de que había escapado por poco a un final terrible. Estaba demasiado amargado y furioso para ello. Sólo hablaba en breves estallidos, en los que farfullaba para sí.

—Documentos falsificados… Promesas rotas. Traiciones. Embustero. ¡Embustero! ¿Quién iba a imaginar que un hombre rompería su palabra cuando no había necesidad? Pero eso es justo lo que hizo.

Pasaba el día en la gran cocina de la villa, comiendo de manera compulsiva. La mayor parte de sus gemidos procedían de las letrinas. Mientras estaba en manos de la Inquisición había sido incapaz de comer o de defecar. Ahora parecía querer compensar el tiempo perdido en ambas cosas. A veces, después de hacerlo, daba un paseo por los jardines, donde miraba las plantas como si estuviera tratando de recordar lo que eran. Todo el que se acercaba a él oía las mismas cosas:

—Ese cabrón mentiroso ha devorado mi vida. De ahora en adelante, cuando la gente piense en mí pensarán en ese juicio. Es el poder definitivo.

—Definitivo —murmuraba Cartophilus entre dientes con un resoplido.

—Cierra el pico —refunfuñaba Galileo mientras, agitando el puño en dirección al viejo criado, se alejaba a grandes zancadas.

Todo esto, aunque malo por sí mismo, era predecible. Pero las noches eran mucho peores. En las horas tardías, en su cama, medio dormido y medio despierto, daba vueltas y vueltas en la cama, gruñía, gemía, gritaba e incluso llegaba a chillar de agonía. Nadie en aquella ala de la villa podía dormir, y Niccolini y su esposa Caterina estaban fuera de sí. El embajador, ignorando lo que exigía el protocolo, se presentó repetidas veces en el Vaticano para solicitar que liberaran al astrónomo. Caterina ordenó a los criados y al sacerdote de la villa que organizaran misas a medianoche, repletas de música y cantos que recorrían los oscuros pasillos desde la capilla hasta el ala este. A veces, esto parecía ayudarlo un poco.

Las noticias sobre los ataques nocturnos de Galileo circulaban por todas partes, y, como es lógico, un par de semanas después de la abjuración, el cardenal Francesco Barberini habló con su primo en privado. Finalmente, el Santo Padre accedió a trasladar el arresto domiciliario de Galileo al palazzo del arzobispo Ascanio Piccolomini en Siena. Piccolomini, otro antiguo pupilo del astrónomo, lo había solicitado así y Urbano se plegó a la idea, puede que con la esperanza de sacar a Galileo y sus histrionismos del torbellino de rumores que era Roma y librarse al fin de él.

El 2 de julio de 1633 Galileo abandonó Roma por última vez en un carruaje eclesiástico cerrado. En Viterbo, justo después de abandonar la gran ciudad, pidió a gritos que el carruaje parara, se bajó, hizo un gesto zafio en dirección a la urbe, escupió y luego anduvo durante seis o siete kilómetros por el camino antes de prestarse a volver a subir.

Sin embargo, en Siena sus terrores nocturnos no hicieron más que empeorar. Parecía haber perdido la capacidad de conciliar el sueño, salvo en algunos momentos fugaces cerca del alba. Con los ojos inyectados en sangre, miraba a sus cuidadores y repetía todos los crímenes cometidos en su contra, antes de despotricar contra todos sus enemigos; una lista que ahora contaba nombres por docenas, de modo que si los citaba de uno en uno y en orden de aparición, como a veces hacía, podía tardar cerca de una hora en completarla. Usaba frases fijas que siempre repetía, como epítetos homéricos. El tábano mentiroso. El astrónomo ciego. El apuñalador. El maldito pichón. Al cabo de un rato, estos desvarios desembocaban en la incoherencia y los epítetos se convertían en las únicas palabras que se podían entender, tras de lo cual se sumía en accesos de lastimeros gemidos, entremezclados con agudos gritillos, e incluso chillidos breves y fuertes, como si lo estuvieran asesinando.

En tales ocasiones todo el mundo acudía corriendo y trataba de confortarlo y llevarlo de vuelta a la cama. A veces ni siquiera nos reconocía y reaccionaba como si fuésemos carceleros, golpeándonos en los brazos y dándonos puntapiés en las espinillas. Había algo tan desquiciante en estos ataques de pánico que, por un momento, todos caíamos de cabeza en su pesadilla, fuera la que fuese.

Pero el arzobispo Ascanio Piccolomini era un hombre persistente. Casi tan menudo como Bellarmino, su aspecto se asemejaba al que debía de haber tenido Bellarmino a la edad de cuarenta años, con la misma cabeza agradable y triangular, terminada en punta con una cuidada perilla. Este elegante intelectual nunca había olvidado sus lecciones con el maestro, recibidas cuando tuvo la suerte de convertirse en uno de los amigos del joven Cósimo. Como maestro de Cósimo, Galileo había tratado de ser como Aristóteles con Alejandro, autoritario y encantador a un tiempo, divertido, instructivo, una influencia formativa: en suma, el perfecto pedagogo. Piccolomini se había sumergido en el baño de este empeño, que había sido, de hecho, el bautismo de una vida nueva, pues de aquel momento en adelante el joven aristócrata había experimentado las matemáticas y la ingeniería con pasión y tomándose un profundo interés en todas las cosas. En resumen, había sido mejor alumno que Cósimo y se había convertido en un galileano de corazón. Así que se sobrecogió al presenciar cómo el quebrantado anciano vagaba por su palazzo como un lunático. Había albergado la esperanza de proporcionarle al científico un santuario, algo muy parecido a la Academia de los Linces, pero con la ventaja adicional de estar en el seno de la Iglesia, lo que implicaría que la sentencia de Galileo no era un juicio unánime, y desde luego no una excomunión, dijera lo que dijera la gente. Pero en aquel momento, al ver la desolación del anciano, Piccolomini se dio cuenta de que el proceso de recuperación iba a ser más complicado de lo que había previsto. Todas las noches reaparecían los ataques de pánico. A veces Galileo parecía haber perdido la razón por completo, incluso de día.

Una mañana, después de una noche especialmente penosa, el arzobispo se llevó a un aparte al viejo criado de Galileo.

—Buen hombre, ¿creéis que deberíamos maniatarlo? ¿Deberíamos atarlo a la cama para impedir que se haga daño? Estos ataques que lo aquejan son tan violentos que a veces parece que podrían provocar una caída fatal.

Cartophilus hizo una reverencia.

—Oh, eminencia, gracias, tenéis razón, claro. Aunque quizá, posiblemente, me pregunto si puede haber dejado atrás…

—¿Lo peor?

—No lo sé. Pero con él siempre hay que ir paso a paso, eminencia.

—¿Si? Oh, sí. Bueno, he estado intentando darle alguna otra cosa en que pensar. Pero quizá tendría que haber sido más directo.

—Una gran idea, excelencia.

El arzobispo sonrió como un escolar.

—Tengo al hombre idóneo en mente.

—No será un astrónomo, confío.

Piccolomini se echó a reír y dio al anciano un golpecito en la cabeza que era en parte una bendición y en parte una palmadita de aliento como las que se dan a los escolares. Y en los días siguientes invitó a su casa a varios filósofos naturales de Siena para que vinieran al palazzo a hablar con Galileo. Les pidió que iniciasen discusiones sobre la fuerza de los materiales, sobre el magnetismo y sobre otros tópicos terrenales similares. Ellos lo hicieron manteniéndose decididamente alejados del tema sangrante para el anciano, hasta el punto de pasar mucho tiempo al microscopio, observando las espectaculares articulaciones de polillas y moscas.

Y es cierto que, en compañía de estos hombres, Galileo parecía más tranquilo. Atendía a los temas que sacaban, claramente aliviado por la distracción, y ellos se sentían felices en su presencia. Se daban cuenta de que al fin había llegado el momento en que se podía discutir tranquilamente con Galileo. Flotaba en el aire una auténtica benevolencia mientras disfrutaban de este nuevo placer, algo así como si compartieran habitación con un tigre enjaulado.

Pero entonces llegaba la noche y el sueño no lo hacía. El vino no servía de nada, ni tampoco la leche caliente. Medio enloquecido, Galileo merodeaba aullando por las frías galerías iluminadas por la luz de la luna, mirando por las ventanas y aparentemente confundido por la cúpula rayada de la catedral de Siena, que se levantaba por encima de los planos inclinados de tejas. Al llegar el amanecer se desplomaba en alguna parte y miraba la nada con ojos enrojecidos, con la voz y la mente rotas. Parecía increíble que pudiera hacer frente al día siguiente en algo similar a un estado coherente, después de que la noche lo hubiera agotado en lugar de descansarlo. Y, de hecho, durante el día había huecos oscuros en su cara y su amabilidad con los invitados era una cosa frágil. Una tarde, un tal padre Pelagi se unió al grupo para ofrecer una disertación sobre si los remolinos creaban vórtices de atracción o de repulsión, y Galileo, sentado junto a la ventana con los brazos cruzados sobre el enorme pecho, observaba con hostilidad al sacerdote mientras éste desgranaba su inesperada mezcolanza de aristotelismo y Sagradas Escrituras. Al oír que un cuerpo flotante se hundiría si la flotabilidad no era suficiente para mantenerlo en la superficie, soltó un resoplido y le espetó:

—¡Ya veo que vuestros remolinos han engullido hasta vuestros argumentos, pues corren en círculos!

—¿Qué queréis decir? —le replicó Pelagi.

—Quiero decir —contestó Galileo— que usáis argumentos circulares. Estáis diciendo que las cosas flotan porque flotan. Eso no son remolinos, sino tautologías.

—¿Cómo os atrevéis? —replicó el sacerdote—. ¡Vos, que habéis sido reprobado por el Santo Oficio!

—¿Y? —lo desafió Galileo—. ¡Aun así, la Tierra se mueve, y vos sois un necio! —De un salto se puso en pie, se abalanzó sobre el hombre y comenzó a golpearlo. Los demás tuvieron que agarrarlo y luego interponerse entre ellos. Después de algunos gritos más, Pelagi fue expulsado. Casi defenestrado, de hecho. Piccolomini anunció que tenía prohibido entrar en el palazzo mientras durara la estancia de Galileo. Por otro lado, había sido agradable ver tan animado al viejo guerrero, y todos esperaban que esto sirviera para darle nuevas fuerzas.

Pero aquella noche, los gritos procedentes del cuarto de Galileo fueron más angustiados que nunca. La luna estaba llena, lo que concedió a sus ataques un brío realmente lunático. Para quienes tuvieron que sufrirlo, fue como cuando llora un niño: una hora parece un año y una noche toda la eternidad.

Entonces, al día siguiente, se presentaron problemas realmente perturbadores para él, en forma de una de las cartas de María Celeste. Los amigos de Galileo Gino Bocchineri y Niccolo Aggiunti se habían presentado en San Matteo para pedirle las llaves de su casa y de su mesa, a fin de poder entrar y llevarse ciertos documentos. «Fue en la época en que nos parecía que corríais más peligro. Fueron a la casa e hicieron lo que había que hacer, un acto que en aquel momento me pareció bien concebido y esencial para evitaros males mayores, aparte de que no sé cómo habría podido negarles las llaves y la libertad de hacer lo que pretendían al ver con qué enorme celo querían servir a vuestros intereses».

Esta acción se había llevado a cabo siguiendo las instrucciones de Galileo, informó éste a María Celeste posteriormente; había enviado una carta a sus amigos (una vez más, antiguos estudiantes) para pedirles su ayuda. Así que debía de temer que el caso contra él no estuviera del todo cerrado. Y probablemente tuviese razón al pensar que algunas de las cosas que había escrito a lo largo de los años podían ser peligrosas. El copernicanismo, el atomismo, la condición de criatura viviente del sol… Había escrito muchas cosas que ahora podían ocasionarle problemas.

Pero incluso una vez sacados de la casa aquellos documentos, seguía habiendo razones para tener miedo. Cada vez estaba más claro que Urbano continuaba furioso con Galileo. Era posible que pensara que el astrónomo se había librado con demasiada facilidad, que para demostrar su fuerza ante Borgia no hubiera infligido tanto daño a Galileo como realmente le habría gustado. Un arresto en el lujoso palazzo de un arzobispo admirador no era un gran castigo para una sospecha vehemente de herejía. De momento Urbano dirigía su furia en otras direcciones. Las noticias que llegaban a Siena evidenciaban que todo el que había ayudado a Galileo estaba siendo castigado. La prevaricación de Riccardi no lo salvó: perdió su puesto de Maestro del Palacio Sagrado. El inquisidor de Florencia que había aprobado la publicación fue objeto de una reprimenda. Castelli había huido de Roma para no llamar la atención. A Ciampoli le ordenaron que abandonara la ciudad. Su vida habría corrido peligro de no haberlo hecho, dijo Urbano a todo el mundo. Pasaría el resto de sus días como párroco de una miserable aldea de Umbría.

Y éstos no fueron, ni de lejos, los castigos más severos que impartió Urbano, porque estaba realmente furioso. A un obispo y dos sacerdotes acusados de realizar misas negras para propiciar su muerte los ataron juntos en la pira y los quemaron en el campo de Fiori. La gente decía que aquellos desgraciados le servían al pontífice como reemplazos de Galileo, que de algún modo había conseguido escapar… Al menos de momento. Porque la historia no estaba necesariamente cerrada. Estaba claro que el papa ya no estaba del todo cuerdo. Así que había buenas razones para tener miedo, y este miedo alcanzaba a veces al propio Galileo. Durante el día hervía de furia, lanzaba miradas fulminantes, gemía, rugía y chillaba. Se desplomaba sobre la cama y no conseguía dormir. Y luego, por la noche, los miedos se apoderaban de él, cada una de ellas a cual más negra para su alma.

En este triste desorden iban atropellándose los días. Piccolomini, perdido, volvió a consultar a Cartophilus. Después fue al taller de la catedral y preguntó a los artesanos en qué estaban trabajando. A través de ellos se enteró de un problema que se había ocasionado en la fundición de la ciudad, donde estaban intentando forjar una sustitución para la campana más grande de la catedral. El molde de la nueva campana estaba hecho de dos inmensos bloques de arcilla, de los cuales el exterior, boca abajo, lo sostenía en su posición una estructura de pesadas vigas, mientras que el interior, un tapón inmensamente sólido cuya cara externa tenía la forma de la campana, colgaba de un entramado de vigas cruzadas en una posición muy próxima a la arcilla modelada del bloque exterior. El espacio vacío que los separaba tenía la forma de la campana. Era el método de trabajo habitual y no parecía haber nada de malo en él, pero cuando vertían el metal fundido, fluía hasta el fondo del espacio vacío, se acumulaba allí y deformaba el molde inferior, a pesar de que el enorme bloque de arcilla pesaba mucho más que el metal fundido. Nadie entendía por qué.

Piccolomini sonrió mientras caminaba alrededor del gran armazón de madera que sostenía el molde.

—Bien —dijo—. Esto es justo lo que necesitamos.

Fue a ver a Galileo, le describió lo que había sucedido y Galileo se sentó y lo pensó un rato. Por un momento pareció que se había olvidado del asunto y se había quedado dormido, lo que, ya de por sí, habría sido un gran beneficio. Entonces se puso en acción. Cogió una hoja de papel de gran tamaño, tintero y pluma y dibujó un corte lateral del problema para ilustrar sus argumentos ante el arzobispo.

—Esto lo descubrí cuando trabajaba en el problema de los cuerpos flotantes. Una pequeña cantidad de líquido puede levantar un cuerpo sólido mucho más pesado si el líquido está atrapado en una curva por debajo del peso, como aquí.

—Pero ¿por qué?

—No nos preguntemos el porqué —solicitó Galileo.

A Piccolomini la respuesta le trajo recuerdos de sus lecciones infantiles y del pobre Cósimo, muerto tiempo atrás.

—¿Y qué se puede hacer, maestro?

Galileo se empeñó en demostrar su descubrimiento con un modelo antes de seguir adelante. Utilizó el orinal de vidrio de la habitación a modo de molde exterior, y los artesanos de la catedral hicieron un molde de madera que encajara en su interior, y que llenaron de perdigones para que fuera más pesado. Luego lo colocaron dentro del orinal de tal modo que, en palabras de Piccolomini «no cabía ni una piastra entre ellos». Hecho esto, Galileo pidió que trajeran un frasco de mercurio y lo vertieran en el espacio que separaba el vidrio y la madera. Y a pesar de que el mercurio pesaba menos de la vigésima parte que la estructura de madera rellena de perdigones, el molde se levantó uno o dos dedos. Casi todo el mercurio se acumuló en el fondo del orinal.

—Hasta la plateada orina de mercurio da alas a las cosas —bromeó Galileo con la cabeza ladeada.

Piccolomini respondió al comentario con una carcajada cortés.

—Una demostración muy clara —dijo con alegría—. Pero si esto, por extraño que pueda parecemos, es así, ¿qué deberíamos hacer para forjar nuestra campana?

Galileo empujó hacia abajo el molde de madera.

—Hay que fijar en su posición el molde inferior, pesado o no, igual que el exterior. Para impedir que se levante, tendréis que clavarlo al suelo. Usad las vigas y los clavos más pesados y todo irá bien.

Siguieron sus recomendaciones y así lograron forjar la campana con éxito. Y al ver salir la flamante creación de su inmenso molde, Galileo pareció satisfecho por un momento.

Pero aquella noche aulló con mayor agonía que nunca.

Al levantarse, Cartophilus se lo encontró caído sobre la barandilla de la escalera que subía al campanario desde el que se divisaba la piazza en la que pronto se disputaría la famosa carrera de caballos. Primero emitió una especie de ladridos en los oscuros espacios de la escalera y luego comenzó a gruñir al compás de los ecos que rebotaban arriba y abajo. Había estado llorando tanto que apenas podía ver. La luz de la vela que llevaba el anciano criado parecía hacerle daño en los ojos.

—Seguro que no os habéis tomado el vaso de leche antes de iros a la cama —lo amonestó Cartophilus mientras se sentaba pesadamente a su lado—. Os dije que no debíais olvidarlo nunca.

—Calla la boca —gimió Galileo lastimeramente—. Mira que hablar de leche cuando me han arrojado al infierno…

—Podría ser peor —señaló Cartophilus.

Silencio.

Entonces Galileo gruñó. Era su gruñido de oso herido, y el viejo criado, sorprendido de oírlo, no pudo contener una sonrisa. Una vez, durante los años de Bellosguardo, habían presenciado juntos una pelea con osos en Florencia, y al final del espectáculo, los hostigadores habían pinchado en la espalda al ensangrentado oso para obligarlo a salir del rincón y pelear con los perros. El animal había levantado la mirada un instante hacia sus torturadores y había emitido un gruñido, un sonido sordo, amargado y resignado, que hizo que a todos los que lo oyeron se les erizara el pelo de la nuca. De camino a su casa, Galileo lo había imitado una y otra vez.

—Soy yo —le dijo a Cartophilus una vez que consiguió hacerlo a su completa satisfacción—. Es mi gruñido. Porque me tienen acorralado y me van a obligar a luchar.

Y en aquel momento, tantos años después, el mismo sonido volvía a salir de su corpachón y llenaba el espacio de la escalera.

—Errrrrrrrrrrrrrrr… —Al ver cómo lo miraba, Cartophilus comprendió que Galileo quería recordarle aquel episodio en Florencia y sabía que le esperaba el mismo destino que al animal.

—Sí, sí —murmuró mientras se llevaba al anciano a su cuarto—. Pero podría ser peor, es lo único que digo. Debéis recordar eso. Tenéis que recomponeros y, de algún modo, seguir adelante.

Galileo lo agarró del brazo.

—Envíame otra vez —exigió con voz ronca—. Una vez más. Envíame con Hera.

—De acuerdo —asintió Cartophilus después de una pausa—. Si es lo que queréis. Vamos. —Y aquella misma noche, más tarde, el viejo volvió a caer en uno de sus síncopes.

Cuanto más se afana el alma por alcanzar lo inteligible, más olvida. […] En este sentido, pues, podríamos decir que el alma buena es olvidadiza.

Plotino, Enéadas

Hera se acercó a él vestida de blanco. Volvían a estar en el templo de Ío, a gran altura sobre el paisaje de azufre de su volcánica luna. A Galileo le dio un vuelco el corazón al verla. Extendió los brazos, pero ella se detuvo justo antes de que éstos la tocaran y lo miró desde arriba con expresión cómica. El corazón saltaba dentro del pecho del astrónomo como un niño que tratara de escapar.

—Bueno —dijo ella—, has escapado a las llamas.

—Sí —respondió él—. Al menos esa vez. —Un destello de rabia lo estremeció—. ¡No me lo merecía!

—No.

—Y tú… ¡sigues aquí!

—Sigo aquí. Claro.

—Pero ¿qué ha pasado con el Galileo que ardió? Me enviasteis a las llamas y era algo que ya me había ocurrido, a pesar de que, cuando lo hicisteis, era más joven.

Hera negó con la cabeza.

—Sigues sin entender. Todas las potencialidades están entrelazadas. Todas ellas vibran dentro y fuera de las demás. Resuenan en el tiempo e. Lo vimos durante un momento cuando estábamos en Júpiter. Al menos yo.

—Yo también.

—Pues ahí lo tienes.

Galileo levantó las manos.

—Entonces, ¿qué pensaba Ganímedes que estaba haciendo? ¿Por qué quería enviarme a la hoguera?

Hera lo acompañó hasta un banco, donde se sentaron uno junto al otro y contemplaron desde allí las laderas cubiertas de escoria de la montaña amarilla. Lo cogió de la mano.

—Ganímedes tiene una idea del futuro en la que incluso ahora sigue insistiendo. No está claro si viene de nuestro futuro o no. Hice caso de tu sugerencia y lo examiné con el mnemónico, y ahora pienso que podría ser cierto. No he reconocido gran cosa de lo que he visto en su juventud. Sin embargo, el periodo en Ganímedes estaba muy claro. Era lo que sospechaba. Realizó una incursión en el océano del satélite con un pequeño grupo de partidarios y allí descubrió la existencia de las mentes jovianas y las demás. ¿Cómo es que consiguió descubrir mucho más que los europanos?, no lo sé, y puede que eso confirme también que procede de una época futura. Pero en aquel momento comenzó a realizar analepsis, utilizando uno de los entrelazadores, concentradas en el nacimiento de la ciencia. El ve ese nacimiento y el encuentro con la consciencia alienígena como partes de un todo, una situación que, durante siglos, ha estado intentando alterar, tanto en tu época como en la mía. Cree que son puntos cruciales en el organismo, puntos sensibles donde pequeños cambios pueden tener grandes consecuencias. Creo que la tesis con la que trabaja es que cuanto más científica se vuelva una cultura, más probabilidades tendrá de sobrevivir a un primer contacto con una conciencia alienígena. En cualquier caso, lo que está claro es que ha realizado más analepsis que nadie. Sencillamente, su mente está a rebosar de estos sucesos, que a menudo han sido traumáticos para él. Debe de pensar que son positivos. Debe de pensar que, como cada uno de ellos hace que se colapse la función de onda de las potencialidades, cambia la suma de las historias y, por consiguiente, el discurrir principal de los acontecimientos. Así que ha realizado docenas de bilocalizaciones…, centenares de ellas. Es como emprenderla a patadas con la orilla de un río para tratar de abrir un nuevo canal.

—¿Y ha tenido éxito? —preguntó Galileo—. Y… ¿realmente empeoran los años siguientes si me salvo? ¿Han muerto miles de millones de personas por mi culpa?

—No necesariamente. —Tomó una de sus manos entre las de ella—. Como en todo, hay más de dos alternativas. Toda analepsis engendra otra, así que, en cierto sentido, no podemos saber lo que ha hecho Ganímedes porque no podemos verlo. Hay ocasiones en las que acabas martirizado. Pero sabemos que también hay un flujo de potencialidades en el que consigues convencer al papa de tu punto de vista y la Iglesia acoge bajo sus alas a la ciencia y la bendice, e incluso hace de ella su instrumento.

—¿Existe una posibilidad así? —preguntó Galileo con asombro.

—Sí.

—¿Por qué no me lo dijisteis?

—No quería que lo supieras. Pensé que si lo hacías, tratarías de llegar a ese desenlace a toda costa.

—¡Pues claro! ¡Y lo hice de todos modos!

—Lo sé. Pero no quería alentarte más en esa dirección. Porque es el peor grupo de potencialidades de todos.

—¡No!

—Sí. Cuando consigues una reconciliación y la religión logra dominar la ciencia en sus primeros pasos, en las épocas posteriores se llega a los puntos más bajos y violentos. Eso es lo que vio Ganímedes y es en lo que ha insistido desde entonces. Cuando te queman y te conviertes en un mártir de la ciencia, ésta domina con más rapidez a aquélla, por lo que los puntos bajos posteriores se reducen en gran medida. Es malo, pero no tanto.

Galileo lo pensó un momento, confundido por esta visión del pasado de nueva proliferación.

—Entonces —dijo— ¿qué pasó en este tiempo, en el que estoy ahora?

—Este tiempo es una alternativa, como lo son todos. Pero es la alternativa que tú y yo, y todo el mundo en esta corriente, conseguimos moldear entre todos. Una introyección analéptica que significó un gran cambio.

—¿Y es mejor?

Hera lo miró a los ojos y esbozó una pequeña sonrisa.

—Eso creo.

Galileo volvió a pensarlo.

—¿Y qué le sucede a mi yo al qué quemaron? ¿Qué le pasa ahora a ese Galileo?

—Todas las potencialidades existen —dijo ella con lentitud para tratar de explicárselo de nuevo—. Cuando una analepsis crea un nuevo isótopo temporal, éste coexiste con todos los demás, entrelazados unos con otros. Entre todos conforman la multiplicidad, que se desplaza bajo el impacto del nuevo potencial y cambia, pero también continúa. El que podamos o no modificar un canal hasta hacerlo desaparecer es una cuestión que queda abierta. Teóricamente posible, y algunos aseguran haberla visto, pero muy complicado en la práctica. Como sabes mejor que yo, supongo, gracias a tus sesiones con Aurora.

Galileo movió la cabeza con aire dubitativo.

—Entonces, ¿aún existe un mundo en el que queman a Galileo como hereje?

—Sí.

—¡No! —exclamó mientras se levantaba del banco—. Me niego a aceptarlo. Soy la suma de todos los Galileos posibles y lo único que he hecho es decir lo que he visto. ¡No deberían quemar a nadie por eso!

Ella lo observó.

—Ya ha sucedido. ¿Qué quieres hacer?

Tras pensarlo un momento, dijo:

—El teletrasporta. Debo suplicarte que lo uses. La otra caja debe estar en Roma en ese día, eso ya lo sé.

Hera se puso en pie y lo observó con mirada seria.

—Podrías morir. Podríais morir los dos.

—Me da igual —dijo—. Todos somos uno. Lo siento, están en mi mente. En mi mente ardo en la pira. Tienes los medios para hacerme regresar. Así que tengo que hacerlo.

El humo le había llenado los pulmones y comenzaba a ahogarlo para cuando el fuego le llegó a los pies. El dolor inundó su consciencia y la arrasó hasta que no quedó nada salvo él, y estuvo a punto de desmayarse. Si hubiera podido contener el aliento se habría desmayado, pero no pudo. Sus pies estaban empezando a prender.

Entonces, a través del humo, vio que la masa de rostros distorsionados se abría bajo el impacto de un hombre montado a caballo y el rugido de la muchedumbre se transformaba en un grito. El círculo de dominicos que protegía la pira cerró filas para repeler al invasor, oculto detrás de un yelmo, pero todos ellos sabían lo que pasa cuando un caballo choca con un hombre a pie, así que antes de que los alcanzara se dispersaron y echaron a correr. El caballo se encabritó y corcoveó delante del fuego y luego desapareció detrás de Galileo. Algo impactó con las cadenas que lo maniataban y, al instante, la temperatura del hierro aumentó. Entonces el jinete lo agarró por la cintura, lo subió al nervioso caballo y lo arrojó sobre la silla, delante de él. Al parecer, los pies seguían encadenados a la pira, pues el tirón estuvo a punto de descoyuntárselos. Pero al final se soltaron y su cuerpo rebotó como un saco sobre las flexibles ancas del caballo. A su alrededor todo se desdibujó en una confusa sucesión de maldiciones y gritos, de un caballo que retorcía el flanco y de una espada que destellaba en medio del humo. Su salvador gritó con más fuerza que todos ellos mientras dominaba al animal y salía de allí como una exhalación. Vislumbró la parte inferior del rostro bajo el yelmo, una boca cuadrada, enrojecida por la furia y cubierta de barba. Justo antes de perder la consciencia pensó: «Al menos he muerto pensando que me salvaba yo mismo».

Y volvió en sí en la bodega de la casa del conde de Trento, en Costozza, gimiendo. Le dolía todo el cuerpo. Sus compañeros seguían en el suelo.

—¡Signor Galilei! ¡Domino Galilei, por favor, por favor! ¡Despertad!

—¿Qua…? ¿Qua…?

Su boca se negaba a formar las palabras. No era capaz de enfocar la mirada. Lo arrastraban por los brazos sobre el áspero suelo y sentía cómo se arañaba las posaderas sobre las losas como desde muy lejos, mientras oía los gemidos de alguien, amortiguados como si llegaran desde detrás de una pared. Quería hablar pero no podía. Los gemidos eran suyos.

Entonces oyó la voz de Hera en su oído mientras contemplaba la devastada ladera de lo aferrado a su brazo, tendido sobre el banco.

—Moriste en el suelo de la bodega aquella primera vez, junto con tus dos compañeros. Ahora sacaremos el cuerpo muerto de allí y volveremos a dejarlo en la pira para llenar tu ausencia en la alternativa de las llamas. Aquí en Costozza, el Galileo rescatado sobrevivirá al trauma y seguirá viviendo. Pero debes entender una cosa: siempre habrá este pequeño remolino en ti, entre los mundos.

—Entonces ¿voy a volver a vivir?

—Sí.

Galileo gimió.

—¿Es necesario que lo sepa? —preguntó—. ¿Puedes hacerme olvidar?

—Sí, naturalmente. Pero estará en ti de todos modos. La potencialidad siempre está ahí. Y en ocasiones te acordarás de ello, a pesar de los amnésicos. Porque la memoria es profunda y siempre está entrelazada y vivirá mientras tú vivas.

—Me parece bien mientras no recuerde esto.

—Bien. Pero aunque no lo hagas, lo harás. Es algo que se oculta debajo de tus sentimientos.

—¿Y los demás? ¿Los otros Galileos en las otras potencialidades?

—Debes entenderlo, por favor. Siempre están allí. Son muchísimos.

—¿Tendrán fin? ¿Acabará esto alguna vez?

—¿Terminar? ¿Acaso terminan las cosas?

Galileo volvió a gemir.

—Así que —dijo— aunque me salvara un millar de veces, aún quedaría un millón de veces en las que no me salvaría. Y las viviré una vez tras otra. Haré los mismos descubrimientos y cometeré los mismos errores. Y sufriré las mismas muertes.

—Sí. Y a veces lo sabrás. Y a veces lo sentirás. Esta es la paradoja de los infinitos dentro de los infinitos, que has descubierto al sentirla en tus propias carnes. Vives en la paradoja de Galileo. Sujetarás a tu esposa y a tu madre para impedir que se maten y te parecerá horrible y luego ridículo y luego precioso. Algo que recordar con cariño. Éste es el don de la paradoja, el don del regreso en espiral de la memoria.

—Siempre en mí. Aunque olvide.

—Sí.

—Entonces hazme olvidar. Dame el amnésico.

—¿Es eso lo que quieres? Significará perder la memoria consciente de mucho de lo que has visto ahí fuera. —Con un gesto, señaló la grandeza escorial de Ío y la enormidad de Júpiter. Y a sí misma.

—Pero en realidad no lo haré —respuso Galileo—, como tú misma acabas de decirme. Seguirá estando en mí. De modo que sí, es lo que quiero. No podría soportar el saber de la existencia de los demás. Estaría constantemente volviendo al pasado para cambiar las cosas, como Ganímedes. No puedo afrontar algo así. Pero tampoco puedo afrontar las malas alternativas, las muertes y las hogueras. No está bien. Así que… así que necesito olvidar para seguir adelante.

—Como desees.

Le dio una píldora. Él se la tragó. Le había dado otra al Galileo que cayera en el suelo de la bodega venenosa, estaba seguro. Un Galileo que volvería a vivir todo lo que había seguido a esc momento, ajeno al futuro, como él había hecho, al menos hasta la aparición del desconocido. Cuando todo volvería a empezar.

—Así que en realidad no conseguí nada al salvarlo —dijo—. No cambié nada.

—Creamos este remolino en el tiempo —respondió ella con delicadeza, y luego lo tocó.

En Siena, al despertar del síncope, estaba tembloroso y pálido. Se quedó mirando a Cartophilus y lo agarró del brazo.

—He tenido un sueño —dijo con voz entrecortada, confuso. Intentó aferrarse a él—. ¡Me golpearon! —Miraba a Cartophilus como desde el fondo de un profundo pozo. Y desde aquellas profundidades, declaró—: Soy la suma de todos los Galileos posibles.

—No me cabe duda —asintió el viejo criado—. Tened, maestro, bebed un poco de este vino rebajado. Esta vez ha sido grave, se nota.

Galileo apuró la copa. Entonces se quedó dormido, y al despertar había olvidado hasta que hubiera sufrido un síncope aquella noche.

Sin embargo, le quedó una sensación muy extraña. En su carta semanal a María Celeste intentó describirla: «Estoy atrapado en los bucles de estos sucesos y de este modo borrado del libro de los vivos».

Ella respondió a su habitual manera alentadora: «Me causa infinito placer saber del fervor con el que monseñor arzobispo os cuida y os favorece. Y no creo, ni por un instante, que os hayan borrado, como vos decís, de libro vivendum. Nadie es profeta en su tierra».

Galileo asintió con la cabeza al leer esto.

—Nadie es profeta en ninguna parte —dijo mirando por la ventana en dirección norte, donde estaba San Matteo—. Y hay que dar gracias a Dios por ello. Ver el futuro sería una maldición terrible, estoy seguro. No quisiera ser profeta en mi tierra, sino científico. Sólo quiero ser científico.

Pero esto ya no parecía posible. Aquella vida era cosa del pasado. Ahora estaba sentado en los jardines de Siena, pero no veía nada. Piccolomini intentó que se interesara en otros problemas relacionados con el movimiento y las fuerzas, pero ya ni siquiera estos viejos amigos conseguían animarlo apenas. Permanecía sentado esperando el correo. Si las cartas de María Celeste no llegaban cuando las esperaba, se echaba a llorar. Algunas veces, a duras penas conseguían convencerlo de que saliera de la cama.

Más o menos en la misma época, algunos de los espías venecianos informaron de que Piccolomini había sido denunciado anónimamente ante el papa. Todo seguía sucediendo. La carta recibida en el Vaticano decía: «El arzobispo ha estado diciendo a mucha gente que Galileo fue sentenciado injustamente por la Sagrada Congregación, que es el hombre más grande del mundo, que vivirá para siempre en sus escritos aunque los prohíban y que lo siguen las mentes más preclaras y modernas. Y como tales semillas, sembradas por un prelado, podrían dar un fruto muy pernicioso, me veo en la obligación de informar de ello».

Nunca se conoció la identidad del informador sienés, pero no parecía improbable que fuese el padre Pelagi. En cualquier caso, lo que estaba claro es que la campaña contra Galileo no había terminado. Cartophilus, enterado de esta denuncia secreta a través de Buonamici, que había acudido desde Roma para contárselo, fue a ver aquella noche al arzobispo Piccolomini y le preguntó con timidez si no había llegado el momento de que Galileo pudiera albergar la esperanza de volver al fin a Arcetri. Piccolomini, que lo creía muy posible, dedujo de las palabras del viejo criado que sería conveniente enviar al anciano a su casa antes de que muriera. Y Buonamici se aseguró aquella misma noche de informar sobre la denuncia anónima al confesor del arzobispo, a fin de que, al poco tiempo, Piccolomini también estuviera al corriente del peligro.

Así que emprendió una campaña para conseguir el regreso de Galileo a Arcetri. Eran los primeros días de octubre de 1633.

Fingió no saber que lo habían denunciado, claro está, y por carta confió a personas situadas fuera del Vaticano (personas que luego la trasladarían al interior de la fortaleza) la idea de que confinar a Galileo en su casa de Arcetri sería un castigo más severo que la situación, relativamente lujosa y pública, de que disfrutaba en el palazzo sienés del arzobispo.

Cuando Urbano lo oyó expuesto de este modo, dijeron algunos, accedió al plan. A comienzos de diciembre llegó una orden del papa a Siena: Galileo debía ser trasladado a Arcetri, donde quedaría confinado en arresto domiciliario.

El propio Piccolomini le dio la noticia a Galileo, radiante de placer por su antiguo maestro, quien, se temía, había recorrido una gran parte del camino que lleva a la locura. A buen seguro, volver a ver a sus hijas le haría mucho bien.

—Maestro, ha llegado la noticia de Roma, el Santo Padre os ha bendecido con su permiso para volver a casa, con vuestra familia. Alabado sea Dios.

Galileo estaba realmente atónito. Se sentó en su cama y lloró, y luego abrazó a Piccolomini.

—Me has salvado —dijo—. Ahora eres uno de mis ángeles. Tengo tantos…

Y así era. Tantos, aparecidos desde quién sabe donde: la gente que lo ayudaba, la multitud que intentaba hacerle daño. Si un suceso histórico se torna más abarrotado cuanto más lo miras es prueba de que se trata de un momento crítico, un punto de inflexión que cambia ante tus mismos ojos. Sólo que entonces tus ojos se ven atrapados también y te conviertes en una de las cosas que cambian en ese momento.

El día de su partida de Siena sopló un fuerte viento desde las colinas del oeste, que arrancó de los árboles las últimas hojas y las arrojó por el aire en un vuelo alocado. Varios amigos despidieron afectuosamente a Galileo, y cuando por fin abrazó al menudo arzobispo, los pies de éste se despegaron del suelo. Cuando lo soltó, Piccolomini retrocedió un paso, se limpió las lágrimas de los ojos y, sacudiendo la cabeza, lo tomó del brazo y lo ayudó a subir al carruaje. El cabello y la barba grises de Galileo se agitaban en el viento, como las nubes y las banderolas que colgaban del palacio. Las aves volaban sobre sus cabezas. Galileo se detuvo para mirar a su alrededor, señaló el espectáculo con un gesto y dio un fuerte pisotón en el suelo.

—¡Y, sin embargo, se mueve! —dijo—. Eppur si muove!

Más tarde, Piccolomini contó la historia del comentario final de Galileo a su hermano, Ottavio. Quien, más tarde aún, en España, encargaría a Murillo un cuadro para conmemorar el relato de su hermano. Murillo representó la escena como si hubiera tenido lugar delante de la propia Inquisición, y en ella Galileo señalaba la pared que había sobre la Congregación, donde unas letras flamígeras rezaban Eppur si muove. Así fue como, de boca en boca, la historia se fue transmitiendo. En algún momento, el relato de la pintura se convirtió en el que contaba la gente, y más adelante alguien debió de pensar que era demasiado blasfemo, así que doblaron el lienzo y volvieron a enmarcarlo con la pared y las letras ocultas. Sólo salieron de nuevo a la luz cuando se restauró el cuadro, muchos años después. Pero durante todo este tiempo, la gente continuó contando la historia, la del oblicuo desafío de Galileo y su comentario, murmurado a los oídos de la posteridad, que era cierta al mismo tiempo que no lo era.

El carruaje sólo tardó dos días en llevar a Galileo hasta Arcetri y las puertas de Il Gioiello. Toda la casa estaba allí en pie para recibirlo. Geppo daba saltos delante de todos y La Piera se mantenía impasible detrás. Había estado once meses fuera.

Bajó agarrándose al carruaje y, apoyando una mano en el hombro de Geppo para sujetarse, gimió mientras se ponía derecho.

—Llevadme a San Matteo —dijo.

Para que alguien sea amado, debe amar y ser digno de recibir amor.

Baldassare Castiglione, El cortesano

Se quedó atónito al ver lo mucho que había adelgazado María Celeste en su ausencia. Aquellos once meses había trabajado muy duro, tanto en la dirección del convento como en el cuidado de Il Gioiello. Geppo había caído enfermo y luego sufrió una erupción cutánea realmente molesta. María Celeste lo curó con un ungüento de su propia invención. Autorizó a La Piera los gastos adicionales necesarios para hacer frente a una carestía de harina de tres meses y luego, avanzado este periodo, dio órdenes al ama de llaves de que cerrara el horno de la casa y comprara el pan del convento a un precio de ocho quattrini la hogaza. Nunca comía hasta que lo hubieran hecho todos los demás.

Como consecuencia de todo esto, estaba más flaca que nunca. Sin duda, tanto preocuparse por Galileo tenía parte de culpa. Había tratado de ayudarlo con su juicio, lo que desde su posición era un empeño un tanto fútil, pero aun así había escrito repetidas veces a Caterina Niccolini para rogarle que pidiera a una pariente política del papa que intercediese por él. Puede que estas cadenas de influencia femenina, casi invisibles para los hombres y los libros de historia, ayudaran a la causa de su padre o puede que no. Entra dentro de lo posible que la suya fuese la intervención crucial y que Caterina fuera la arquitecta de la estrategia que permitió salir a Galileo con vida de Roma. Pero desde fuera de aquella red de influencias era imposible de saber. En una de sus últimas cartas antes del regreso de su padre, María Celeste hizo mención a sus esfuerzos con las siguientes palabras: «Sé, y no me molesta admitirlo ante vos, que estos son planes pobremente trazados, pero aun así no puedo descartar la posibilidad de que las plegarias de una hija piadosa puedan tener más peso aún que la protección de grandes personajes.»

Luego pasaba a hablar de un asunto que había sacado a colación en su última carta, uno de sus modestos intentos de bromear en tan graves circunstancias: «Mientras yo vagaba perdida en estos planes, vi en vuestra carta, sire, que insinuabais que una de las razones que atiza mi deseo de teneros de vuelta es la anticipación de verme deleitada por un regalo que traéis para mí. ¡Oh!, puedo aseguraros que me enfurecí de verdad, aunque a la manera del bendito rey David, quien nos exhorta en los salmos: Irascimini et nolite peccare, enfureceos pero no pequéis. Porque casi parece como si os sintierais inclinado a creer, sire, que la contemplación de un regalo podría significar para mí más que vuestro regreso. Y esto difiere tanto de mis auténticos sentimientos como la oscuridad de la luz. Puede que haya malinterpretado el sentido de vuestras palabras y quiero aferrarme a esta idea para tranquilizarme, porque si llegarais a cuestionar mi amor, no sé qué haría ni qué diría. Está bien, sire, pero quiero que comprendáis que si al final se os permite regresar a vuestra casa, será difícil que la encontréis en estado de mayor abandono, sobre todo ahora que se acerca la época de rellenar los barriles. La Piera os envía sus mejores deseos y me dice que si se pudieran comparar vuestros deseos de regresar con el de ella por veros, está convencida de que su lado de la balanza se hundiría hasta las profundidades mientras el vuestro ascendía volando hacia el cielo.»

Las mujeres de su vida habían bromeado con él, le habían tomado el pelo cuando él lo había hecho y le habían enviado su amor al áspero estilo de buffa que tanto le gustaba. Los arranques de genio de María Celeste eran como un reflejo de los de Marina en sus tiempos. ¡Si cuestionáis mi amor, preparaos para una buena paliza! Esta amorevolezza lo había alentado en los peores tiempos.

Y en aquel momento, al llegar frente a ella en el convento, se dejó caer en sus brazos y lloró. Hasta Arcángela, que miraba el suelo con la cabeza ladeada, se acercó y lo tocó fugazmente en el brazo. Galileo le devolvió el roce en el hombro, delicadamente y luego abrazó a María Celeste, la levantó en vilo y le secó a besos las lágrimas de júbilo. Era como un pajarillo entre sus brazos y lloró al sentir su delgadez.

—Mi pequeña Virginia —dijo con la cara pegada a sus costillas, tembloroso y asustado.

En las semanas que siguieron a su llegada, se consagró en cuerpo y alma a las hermanas del convento. Arcángela volvió a su actitud habitual; siempre que le hablaba apartaba la mirada. Estaba más flaca y angulosa que nunca. Incómodo, Galileo volvió a tratar de granjearse su amistad, esta vez con trocitos de fruta escarchada, como si estuviera tratando de domesticar a un cuervo. Ella agachaba la cabeza, cogía los dulces y se alejaba corriendo.

Mientras tanto, María Celeste hablaba de manera incesante, como si quisiera compensar el tiempo perdido; y aunque Galileo sabía que el tiempo perdido no se recupera nunca, se alegraba de poder complacerla. Era agradable volver a estar en casa, con preocupaciones y responsabilidades reales, relacionadas con objetos físicos, no sólo los hornos, las chimeneas, las ventanas y los techos de su propia casa, sino también el desvencijado convento de las clarisas, que a esas alturas estaba acercándose a un colapso material similar al mental que él llevaba tiempo sufriendo.

Así que pasaba mucho tiempo en el lugar, cuya antigua prohibición de la presencia masculina había quedado olvidada hacía tiempo. Medía vigas para que las cortaran los criados, calculaba el grosor de los agujeros para las estaquillas y las clavaba él mismo. Qué placer ensamblar una cola de milano y que encajara como una llave en su cerradura. Con materiales menos susceptibles a la podredumbre habría podido construir un techo que mantuviera a raya la lluvia durante mil años. Pero el plomo era caro, así como el cedro. Tendrían que contentarse con piezas de pino.

En la huerta no había tantas tareas pendientes. La Piera la había cuidado diligentemente, dado que era una de las cosas que los mantenía con vida. Ahora no había gran cosa que hacer, aparte de decidir qué variedades de cedro y de limonero iban a poner en los barriles de vino que habían cortado por la mitad para usarlos a modo de tiestos.

En ese momento, San Matteo recibió una herencia.

—¡Primero reciben respuesta tus plegarias y ahora las mías! —dijo Galileo a María Celeste. El hermano mayor de sor Clarisa Burci les había dejado una granja en Ambrogiana por valor de cinco mil scudi. María Celeste calculó que produciría unos 290 celemines de trigo, cincuenta barriles de vino y setenta sacos de mijo anuales.

—También yo recé por esto, creedme —respondió ella con expresión sombría—. Unas diez mil veces. —A la granja la acompañaba el personal que la trabajaba, así como la obligación por parte de las monjas de decir una misa por su alma cada día de los cuatrocientos años siguientes y absolverlo tres veces al año durante otros doscientos. No pasaba nada, pero la tierra estaba descuidada y casi en estado silvestre, con personal o sin él.

Era algo que Galileo podía hacer, así que se lanzó de cabeza a ello. Poder agarrar un problema con las manos y estrangularlo era algo muy satisfactorio. En este caso, el ingenio constructivo podía conseguir mucho. En una ocasión, mientras paseaba por el comedor pensando en un complejo problema de equilibrio, una monja se interpuso en su camino, así que le explicó con mucha firmeza que no debía hacerlo, pues estaba arreglando el tejado. Después de aquello, la monja dijo a sus hermanas:

—¡Arregla las cosas pensando en ellas! —Y, en efecto, una vez que terminó de pensar sobre la nueva granja, las monjas contaban por fin con una fuente de sustento fiable. Era lo que esperaba cuando le habló a María Celeste de conseguir un beneficio del nuevo papa. No tendría que habérselo preguntado, comprendía ahora, sino limitarse a pedir la tierra.

Pero al fin la tenían y él caminaba por los descuidados campos de invierno, bajo un cielo del color del peltre, descortezando los árboles de tamaño medio que habían invadido los pastos y talando los más pequeños a torpes golpes de hacha, que enarbolaba como si estuviera decapitando a determinados dominicos, jesuitas, benedictinos y profesores. A los setenta años, y a pesar de la hernia, aún era capaz de golpear con más fuerza que la mayoría de los mozos, y los gritos que profería al hacerlo eran, con mucho, los más fuertes. Resultaba muy satisfactorio. La granja volvería a producir gracias a él y de este modo proporcionaría sustento a las monjas.

—Las cosas llegan a su tiempo —dijo.

Le habría gustado ayudar a María Celeste del mismo modo. Se le habían podrido y caído casi todos los dientes, pero al menos no sufría infecciones de la mandíbula. Pero la falta de dientes no le hacía ningún bien a su digestión. Con una sonrisa de tristeza, construyó una máquina de triturar la carne extrayendo las piezas de la estructura de uno de sus viejos planos inclinados. Había más de un modo de masticar la realidad.

El taller menguó mucho. Ya sólo era un pequeño cuarto repleto de herramientas y maquinaria, vigas, varas y planchas de metal. Mazzoleni, viejo y encogido, se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, a pesar de que, en realidad, era cuatro años más joven que el propio Galileo. Este era un anciano, pero es posible que a Mazzoleni se le hubiera cocido un poco la sesera por culpa de las muchas horas pasadas al sol de Venecia y entre el humo de los hornos. El cerebro, en suma, se le había secado un poco, aunque todavía conservaba su alegre y agrietada sonrisa, cuya visión siempre provocaba una punzada a Galileo, que recordaba perfectamente lo que había significado.

Así que hizo lo que pudo para ayudar a comer a María Celeste y siguió trabajando en el convento, en la granja y en el jardín de Il Gioiello. Cuando se cansaba de la huerta iba al taller, hojeaba sus viejos y polvorientos cuadernos y elaboraba listas de propuestas para el libro que estaba pensando en escribir.

Ésta era otra buena idea que, en un momento de inspiración, le había recomendado Piccolomini a Galileo: revisar sus antiguos experimentos y escribir un libro que no tuviese nada que ver con Copérnico ni con el cielo, un libro que, en su lugar, regalara al mundo lo que había descubierto sobre el movimiento y sobre la fuerza de los materiales. Había comenzado a escribir un nuevo diálogo en Siena, usando otra vez a Salviati, Sagredo y Simplicio como interlocutores, en un acto evidente de desafío, e incluso de insolencia, como reconocía él mismo con cierto placer. Al final podía conservar los nombres o cambiarlos, si alguna vez llegaba el momento de publicarlo. De todos modos nunca lo dejarían volver a publicar, al menos en Italia, o en cualquier otra parte donde el papa tuviese influencia. Pero tenía conocidos protestantes que podrían estar interesados. No obstante, la cuestión no era ésa. De modo que a veces trabajaba en el diálogo y le añadía algunas páginas.

Pero su proyecto principal era María Celeste. Había visto los cuerpos de muchas mujeres en su juventud y, como todo el mundo, había visto enfermar y morir a mucha gente. Así que cada día recorría la vereda que era la calle principal de Arcetri hasta el convento y se reunía con ella en las puertas, la besaba en las mejillas y la levantaba como si la estuviera pesando, señaló ella en una ocasión, y era cierto. Y cada día sentía que se le encogían las entrañas y pensaba en cómo conseguir que la comida de aquel día resultara un poco más atractiva para ella. Por lo general, lo que hacía falta era proveer por igual para todas las monjas, así que tenía que ser algo voluminoso, normalmente alguna cosa con la que se pudieran preparar treinta cuencos de sopa. Estas sopas solían estar bastante diluidas, por lo que a veces les echaban un poco de vino para darles más cuerpo. María Celeste se quejaba de frío en el estómago, y bien podía hacerlo, puesto que no tenía ninguna grasa en el cuerpo. Así que las sopas siempre le sentaban bien. Galileo, que había sufrido muchas enfermedades en su vida, conocía bien todos los signos, y sabía también lo que significaban, así que, al verla, a pesar de que lo hacía todos los días, sufría también de fríos en el estómago, aunque en su caso era por miedo. En esos momentos ni el sol en la huerta podía calentarlo. En las cartas que ella le enviara durante su ausencia, siempre había hablado sobre su miedo a no vivir lo suficiente para ver su regreso, y no era el tipo de persona que exagera los temores o incluso se regodea hablando de ellos. Así que había sido un sentimiento genuino. Él conocía la sensación, el temor a que el fin pudiera estar cerca. Lo había sentido más de una vez y era inconfundible. Era algo que te marcaba. Y ella se sentía tan cerca de él que no había tenido miedo de escribirle y hacerle saber lo que sentía.

Bueno, así era la vida. Nunca escapas realmente del miedo. Una vez, mucho antes, había escrito: «Los hombres construyen extrañas fantasías al tratar de medir el universo entero por medio de su diminuta escala. El profundo odio que nos inspira la muerte necesita que la fragilidad no sea algo tan malo. ¿Por qué íbamos a querer ser menos mutables? ¿Y por qué sufrir el destino propiciado por la cabeza de la medusa, convertirnos en mármol y perder el sentido y las cualidades que no podrían existir en nosotros sin cambios corporales y el hecho de que siempre estamos convirtiéndonos en algo nuevo y diferente?.»

Fácil de decir cuando uno está sano. Pero sano o enfermo, era cierto.

Con el paso de los días fue acostumbrándose a su nueva delgadez. No era más que su aspecto. Seguía tan despierta y locuaz como siempre, igual que un pinzón convertido en mujer. Siempre estaba hablando de todo, lo mismo que en sus cartas, sólo que ahora lo acompañaba con la música de su voz. Como si las cartas hubieran sido sólo la composición, escrita para que él pudiera imaginarla diciendo aquellas cosas en su cabeza, pero únicamente del mismo modo en que él oía las melodías de su padre al mirar las partituras que había dejado tras de sí. Estar en presencia de la intérprete y oír cómo cantaba la música de sus pensamientos en el aire era una cosa totalmente diferente. Él la absorbía como si fuera la luz del sol, como si fuese música eclesiástica. Era la ridicula música de las esferas de Kepler, inmanente en el mundo. Sus ojos castaños tenían el mismo fuego que los de Marina. La tez de su piel era viva, a pesar de los escalofríos que la aquejaban. Y actuaba con calurosa vehemencia. Había muchas cosas en las que se parecía a Marina.

En aquellos días laboriosos la veía revoltear por el convento, hablando sin parar.

—Los cedros aún no están lo bastante secos como para hacer caramelo y uno de ellos ha cogido moho, así que me temo que si llueve los perderemos todos, y hemos tirado treinta scudi en el carpintero que trató de arreglar la puerta. Padre, ¿podríais mirar la bisagra inferior? Hacedlo, por favor. He dicho por vos los salmos penitenciales, así que no debéis preocuparos por eso. Sor Francesca, por favor, no peles eso ahí, o sor Luisa tendrá más trabajo luego. Hazlo ahí, si te parece. Eso es, eres un espíritu bondadoso. Venid conmigo, padre, sentémonos en el jardín y recojamos los limones mientras aún hace fresco… —Y allá fuera, mientras lo hacían, bajo el cielo azul y las nubes altas, algodonosas y blancas, enumeraba todos los quattrini de que disponía, esta vez con la esperanza de calcular si tenían lo suficiente para adelantar el primer pago de dos docenas de mantas.

Era un hervidero de actividad. No podía mantener el ritmo de su mente. Era asombroso que, en sus cartas, pudiera conservar tan bien el hilo de los pensamientos, puesto que el acto de la escritura era mucho más lento que el de la concepción mental. Cuando Galileo descubría que sus propios pensamientos se adelantaban a él, solía concentrarse en palabras individuales, con la que jugueteaba entre sus dedos como guijarros para frenarse, pero ella no lo hacía. Puede que hubiera heredado parte de los hábitos mentales de Galileo junto con la fuerte voluntad de su madre, y toda esa fuerza tenía que descargarla en los desvencijados confines de San Matteo. A Galileo esto le recordaba las stanzas de Ariosto sobre la princesa confinada en una cáscara de nuez que, a pesar de todo, albergaba allí dentro una corte, como siempre. Era imposible no amar su capacidad de amoldar sus ambiciones a su situación real. El nunca había sido capaz de hacer tal cosa.

Una vez había dejado de trabajar en los engranajes y poleas de su viejo y voluminoso reloj para dibujar los primeros bosquejos de un reloj de péndulo que utilizaría un muelle en la parte más alta del eje para funcionar. A primera vista parecía una buena idea. La energía potencial contenida en el muelle lo convertía en una especie de peso que impulsaba sus movimientos laterales y que podía hacerlo funcionar durante años. Cuando vino María Celeste y le contó la idea ella se rió al ver su cara. Se asomó sobre su hombro, le preguntó por la columna de números que había escrito al lado de los planos y él trató de explicarle el hilo de sus pensamientos. Ella asintió, y al ver que lo entendía, Galileo continuó hasta finalmente llegar a la ley de los cuerpos en caída, y a ella le pareció tan interesante la idea de que existiera una relación entre la distancia y el tiempo que a Galileo se le saltaron las lágrimas.

—Sí —continuó—. El mundo se rige por leyes matemáticas. Es mucho más asombroso de lo que la gente suele creer. Piénsalo: los números son ideas, son cualidades de nuestra mente que abstraemos al observarlo. Así, por ejemplo, vemos que tenemos dos manos y que hay dos ovejas en el rebaño, pero nunca vemos un dos en ninguna parte. No es una cosa, sino una idea, y por tanto intangible. Son como almas en este mundo. Y luego nos enseñamos juegos que se pueden hacer con estas ideas: vemos que se pueden sumar para obtener otros números, como si se añadieran más ovejas al rebaño. Vemos, por ejemplo, que cualquier número se puede sumar a sí mismo tantas veces como él mismo, dos doses o cuatro cuatros, y llamamos a éstos cuadrados, porque los podemos ordenar en formas cuadradas con el mismo número de ovejas en cada lado. Y vemos que los números multiplicados por sí mismos aumentan más cuanto mayores son y que este rápido crecimiento se produce también en proporción. Una idea interesante. Crea un bonito dibujo en la página o en la mente. Luego miramos al mundo que nos rodea. Soltamos una pelota y vemos que cae al suelo. Parece acelerar a medida que desciende, es lo que percibe el ojo, así que medimos la caída de distintas maneras y, oh sorpresa, descubrimos que todas las cosas caen a la misma velocidad y que la distancia que recorre algo en su caída se incrementa en función del cuadrado del incremento en el tiempo de la caída, con total precisión, a pesar de que el tiempo y la distancia parecen ser cosas tan distintas. ¿Por qué es así? ¿Cómo puede ser tan sencilla y tan clara la relación? ¿Por qué están relacionadas ambas cosas? Lo único que podemos decir es que lo están. Las cosas obedecen leyes en su caída, leyes sencillas… o, más bien, descubrimos luego, no tan sencillas. ¡Pero el mundo se rige por leyes matemáticas! El mundo está proporcionado a cosas tan dispares como el tiempo y la distancia. ¿Cómo puede ser?

—Es así porque Dios lo hizo de ese modo.

—Sí. Dios ha creado el mundo usando las matemáticas y nos ha dado mentes capaces de verlo. Podemos descubrir las leyes que ha utilizado. Verlo y comprenderlo son las cosas más hermosas del universo. Es una plegaria. Es más que una plegaria, es un sacramento, una especie de comunión. Una aprehensión, una epifanía. Es ver a Dios, ver el cuerpo de Dios en este mundo. Qué suerte tenemos de poder experimentarlo de ese modo. ¿Quién no dedicaría su tiempo a entender más, a profundizar más en la forma que tiene Dios de pensar en estas cosas?

—En efecto —dijo ella mientras lo miraba con cariño.

Y luego sentir la bondad de Dios en el sol que bañaba su espalda, en la huerta. Tenía un pequeño banquito con ruedas que podía mover entre las hileras de plantas, con una ranura en el centro para que pudiera encajar el braguero. Se le aliviaban un poco las rodillas y la espalda al sentarse sobre él, inclinado, para arrancar raíces, sintiendo la tierra entre los dedos y el sol en la espalda. Era como sentir la acción de Dios en el mundo, del mismo modo que determinar las proporciones de la naturaleza era como ver su mente. Sin poder evitarlo, pensó que ojalá María Celeste pudiera recorrer la vereda hasta Il Gioiello para ayudar a La Piera en la casa y para sentarse con él en el jardín como él se sentaba con ella en el convento. Tendría que organizarlo. Probablemente pudiera convencer a la nueva abadesa de ello. Ah, el bendito ajetreo de los días.

Pero hacía bien en tener miedo. Bueno, todos lo hacemos. Un día, a los pocos meses de su regreso, una carne en mal estado le provocó a su hija una descomposición estomacal y su flaco cuerpo fue incapaz de retener el agua o de darle fuerzas cuando más la necesitaba. La disentería la devoró rápidamente y, una vez evacuado todo lo que podía evacuar, le retorció las entrañas de tal modo que se estremecía de dolor. Se le agrietó la piel y comenzó a orinar sangre y eliminar los demás fluidos y viscosidades corporales de las tripas, después de lo cual no quedó otra cosa que sentarse junto a su cama y pedir a las demás monjas que la ayudaran a levantarse si necesitaba aliviarse, retirándose para no ofender su sentido del pudor, volver en cuanto era posible para limpiarle la frente y darle limones para que los chupara y luego sentarse a ver cuánto caldo podía retener dándole pequeños sorbitos cada vez que conseguía llamar su atención. En su fiebre empezó a delirar y se le agrietaron los labios. Su cuerpo dejó de perder fluidos y se quedó allí, con la respiración entrecortada, sin siquiera sudar, con el pulso débil y, a partir del quinto día, errático.

Galileo estaba allí sentado, a su lado, observando la pared. Sarpi estaba muerto, Sagredo estaba muerto, Salviati estaba muerto, Cesi estaba muerto, Marina estaba muerta, sus hermanos, sus parientes… La lista continuaba y continuaba. Cósimo. Cesarini. La Biblia hablaba de tres decenas y diez más, pero muy pocos llegaban a eso. Era un mundo caído.

Las horas pasaban latido a latido, hálito a hálito. Horas como semanas y días como meses. No hay cosas suficientes para pensar en un momento así.

Al final del quinto día se puso en pie y salió para hablar con el doctor que la visitaba en el convento, un hombre en el que había aprendido a confiar más que en la mayoría de los médicos. El hombre se limpió la sudorosa calva y entornó la mirada por la angustia de las noticias que traía.

—Ha ido demasiado lejos —dijo. Agarraba a Galileo por el brazo como si estuviera hablando de su propia hija—. Cuando pierden tanto líquido no hay marcha atrás.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Galileo.

—Un día, o menos.

—Volveré en cuanto recoja algunas cosas. Encargaos de que se le administren los sacramentos.

—Ya lo han hecho. Os acompañaré a vuestra casa.

Se arrastró hasta el camino del pueblo, tan familiar ya que parecía el único camino que hubiera conocido nunca. Al llegar, Galileo se encontró la puerta ocupada por un grupillo de clérigos de Florencia, dirigidos por el vicario local de la Inquisición.

—¿Qué queréis? —inquirió con brusquedad.

El vicario enderezó la espalda para indicar la importancia de lo que iba a decir.

—Su santidad el papa os prohíbe seguir pidiendo libertad de movimiento al Santo Oficio de Florencia, si no queréis que os lleven de nuevo a la prisión del Santo Oficio en Roma.

Galileo se lo quedó mirando. Geppo y La Piera observaban con horror desde el patio. A buen seguro, el maestro iba a estallar en uno de sus negros ataques de furia. Echaría de allí a golpes a los prelados y luego ¿qué sería de ellos?

—He intentado obtener permiso para ir a Florencia a ver a mis médicos —dijo finalmente.

—Se os prohíbe intentarlo.

Galileo hizo un ademán y entró en la casa sin decir nada más. Observó cómo discutían los clérigos, con la cara enrojecida, y luego se marchaban.

Aquella noche volvió al convento, se sentó junto a María Celeste y le sostuvo la mano helada. Estaba inconsciente y apenas respiraba. Arcángela vino un rato y lloró con la cara escondida entre su hábito y el pliegue del codo. Incluso pegó la cara al costado de Galileo y lloró allí, sin mirarlo una sola vez. A la décima hora de la noche, después de las campanadas de los segundos maitines, María Celeste murió.

Treinta y tres años. La misma edad que Cristo. Una hija de Cristo, su pequeña santa, santa María Celeste, ahora en el cielo. Si no la hubiera convertido en monja, si le hubiese encontrado un marido y le hubiese dado una dote… Las clarisas pobres eran tan pobres que morían por sus votos. Podría haber estado criando a sus nietos y gobernando Il Gioiello, como la santa de la joya.

2 de abril de 1634.

El silencio se apoderó de la insomne casa. Era un contraste tan grande con los aullidos y alaridos que Galileo profería cuando estaba enfermo o se sentía miserable que nadie en la casa podía dar crédito a lo que estaba pasando. Comprendían ahora que aquellos histrionismos anteriores habían sido como el rugido de un león que se clava una espina en la pata, el rugido de alguien que está decidido a que nadie duerma si él no puede hacerlo. Pero ya no había nada de eso. Ningún sonido salía de su cuarto cerrado. Aquel silencio era intensamente doloroso para los habitantes de la casa, repicaba en sus oídos como una negrura en el corazón de todo. Protestad, por favor, se decían para sus adentros, chillad, por favor, gritadle al cielo y maldecid al papa o incluso a Dios, golpeadnos hasta dejarnos medio muertos, por favor, lo que fuese menos aquel silencio, tan insoportable que entraban en su habitación y lo servían impasiblemente y luego, al salir, se apoyaban en las paredes y sollozaban. Y en las noches silenciosas se amontonaban en la cocina o se acurrucaban en la cama y escuchaban sin poder hacer, otra cosa. E incluso yo, anciano más allá de todo sentimiento y toda cordura, harto de todo cuanto contiene este mundo, incluso yo lloraba. Habría sido mejor para él morir en el fuego.