18

Sospecha vehemente

Ya veis, pues, cómo nos somete el tiempo traicionero, cómo estamos todos sometidos a mutación. Y que lo que más nos aflige entre tantas cosas es que no tenemos ni certeza ni esperanza alguna de regresar al mismo ser en el que una vez nos encontramos. Partimos y no volvemos iguales, y como no recordamos lo que éramos antes de estar en este ser, no tenemos indicio alguno de lo que nos esperará después.

Giordano Bruno, La expulsión de la bestia triunfante

Galileo despertó con un sobresalto y Cartophilus le puso una mano en el brazo.

—Estáis en el Vaticano, ¿recordáis?

—Lo recuerdo —dijo Galileo con voz estropajosa mientras miraba en derredor.

—¿Estáis bien?

—Sí —Galileo lo miró fijamente—. Quiero justicia.

Cartophilus frunció el ceño.

—Como todos, maestro. Pero ahora puede que haya cosas más importantes. Como vuestra vida.

Galileo gruñó.

Cartophilus se encogió de hombros.

—Las cosas son así, maestro. Tomad. Bebed este vino.

Dieciocho días después de su primera declaración y dos días después de la conversación privada con Maculano, Galileo pidió volver a hablar con el comisario general. Lo llevaron ante sus jueces en la misma sala donde se había producido la primera audiencia.

Una vez estuvieron todos en sus puestos asignados, Maculano dijo con su sonoro latín:

—Os lo ruego, decid lo que queráis decir.

Galileo leyó en voz alta lo que había escrito en una página que tenía en la mano, enunciando con claridad en su toscano natal.

—«Durante varios días he pensado largo y tendido sobre el interrogatorio al que se me sometió el día dieciséis del presente mes y, más en concreto, sobre la cuestión de si hace dieciséis años se me había prohibido, por orden del Santo Oficio, mantener, defender o enseñar de cualquier otro modo la opinión, por entonces condenada, de que la Tierra se mueve y el sol está inmóvil en el cielo. Lo recordé al leer la versión impresa de mi Dialogo, que durante los tres últimos años ni siquiera había hojeado».

Esto era imposible de creer, teniendo en cuenta el trabajo que había costado publicarlo. Pero Galileo continuó:

—«Quería revisarlo para comprobar si, a pesar de mis mejores intenciones y por culpa de un desliz, había escrito algo que, no sólo permitía a los lectores y a mis superiores inferir un defecto de desobediencia de mi parte, sino cualquier otro detalle que pudiera llevar a considerarme un transgresor del orden de la Sagrada Iglesia. Como disponía, gracias a la generosidad de mis superiores, de la libertad de enviar a un criado mío en diversos encargos, pude obtener una copia de mi libro, que comencé a leer con la máxima concentración y a examinarlo en todo detalle. Llevaba tanto tiempo sin verlo que me pareció casi un libro distinto, escrito por otro autor. Ahora confieso libremente que, en diferentes pasajes, me ha parecido que un lector que ignorara su intención podría llegar a formarse la opinión de que los argumentos del lado equivocado, que yo pretendía refutar, estaban expuesto del modo en que lo estaban para convencer al lector de su solidez, en lugar de ser fáciles de contradecir. Dos argumentos en concreto, el de las manchas solares y el de las mareas, se presentan favorablemente a los ojos del lector para que parezcan sólidos y poderosos, más de lo que deberían para alguien que los sabe inconcluyentes y que sólo pretendía echarlos por tierra, como era el deseo veraz de mi corazón, que los sabe inciertos y refutables. Como descargo por haber caído en un error tan contrario a mi propósito, sólo puedo decir que lo hice porque no me bastaba con la idea de que cuando uno presenta los argumentos del bando contrario con el fin de refutarlos debe exponerlos del modo más honesto posible, sin construirlos sobre cimientos de paja. Y como no me bastaba con ella, me dejé vencer por la gratificación natural que a todos nos inspira nuestra propia sutileza cuando podemos demostrar que somos más listos que el hombre corriente con la exposición de argumentos ingeniosos y aparentemente correctos incluso en defensa de proposiciones erróneas. No obstante, y a pesar de que, por utilizar las palabras de Cicerón, «tengo más sed de gloria de lo recomendable», si tuviera que escribir ahora los mismos argumentos, sin duda los debilitaría de manera que no parecieran exhibir una solidez de la que, en esencia, carecen. Mi error fue, pues, y así lo confieso, de vana ambición, pura ignorancia y descuido.

»Esto es todo lo que puedo decir en esta ocasión, y se me ocurrió al releer mi obra».

Dirigió la mirada hacia Maculano y asintió. El dominico volvió a hacer un gesto hacia a la monja. Al cabo de un momento, la transcripción estaba lista para su firma, orgullosa y claramente ejecutada esta vez:

Yo, Galileo Galilei, he testificado lo que aquí se afirma.

Hecho lo cual, y tras imponerle un nuevo juramento de silencio, Maculano concluyó la audiencia.

Galileo era libre de dejar la sala y así lo hizo. Pero de repente volvió a entrar precipitadamente, con aire afligido. Su reaparición dejó a todo el mundo atónito. Desencajado y con la voz más humilde que nadie allí le hubiese oído hasta entonces, preguntó a Maculano si podía añadir algo a su declaración.

Boquiabierto, Maculano no pudo sino concederle lo que le pedía. Galileo hablo entonces extempore, casi más de prisa de lo que la escriba podía transcribir.

—Y para mayor confirmación de que ni sostuve ni sostengo la tesis de que la Tierra se mueve y el sol está inmóvil, si, como deseo, se me concede la oportunidad y el tiempo de demostrarlo con mayor claridad, estoy dispuesto a hacerlo. La ocasión está a nuestra disposición, dado que en el libro ya publicado, los contendientes convienen en que deberían volver a reunirse pasado un tiempo para hablar de problemas físicos diferentes al tratado allí. Por ello, con el pretexto de añadir uno o dos días a la obra, prometo reconsiderar los argumentos ya presentados en defensa de la mencionada opinión falsa y refutarlos del modo más eficaz que me permita el buen Dios. Suplico a este sagrado tribunal que coopere conmigo en este justo afán y me conceda permiso para ponerlo en práctica.

Si se lo concedían, esto implicaría, por supuesto, que el Dialogo saldría de la lista de libros prohibidos. Parecía que hubiese vuelto en un impulso, para suplicar por la vida del libro, a pesar de que los cambios que proponía lo convertirían en una gigantesca acumulación de contradicciones incoherentes.

Se quedó allí enrojecido, erguido, con los hombros hacia atrás, mirando fijamente a Maculano.

Maculano asintió en silencio y pidió a la escriba que mostrara a Galileo la declaración modificada. Después de leerla, Galileo volvió a firmar.

Yo, Galileo Galilei, afirmo lo arriba escrito.

Así que Galileo había mantenido su parte del trato. Confesión a cambio de reprimenda. Había confesado un pecado de vanagloria y ambición, que lo había llevado a quebrantar las órdenes de una admonición de 1616 que nunca había visto y que, de hecho, sabía una falsificación, reciente o antigua. Le había dado a Maculano lo que éste le había pedido. Ahora sólo le restaba esperar a que Maculano cumpliera con su parte.

Al principio las cosas parecian prometedoras. En su carta semanal a Cioli, Niccolini afirmaba que Maculano había hablado con el cardenal Francesco Barberini, y después de la conversación, recurriendo a su propia autoridad, dado que el Santo Padre estaba en Castel Gandolfo, el cardenal había ordenado que se permitiera volver a Galileo a Villa Medici para aguardar la fase siguiente del proceso, «a fin de que pueda recuperarse de las penurias y las indisposiciones que frecuentemente lo aquejan y que lo mantienen en un constante tormento».

En Villa Medici, escribió Niccolini en la siguiente carta: «parece haber recuperado la salud». Se le permitía salir a los grandes jardines a dar paseos todos los días, e incluso podía ayudar a desbrozar si se le antojaba. Miraba con avidez los jardines de la iglesia de la Trinitá, al otro lado del muro, y Niccolini pidió en su nombre a Maculano que preguntara al cardenal Barberini si Galileo podía extender sus paseos hasta allí. Esto también se le permitió. En sus propias cartas a casa, dirigidas a María Celeste y a diversos amigos, aunque guardaba silencio sobre el juicio, como no podía ser de otro modo, se mostraba más animado. Las cartas que recibían sus colaboradores más próximos indicaban que esperaba que el Dialogo sobreviviera al juicio, revisado pero con permiso ya para publicarse.

Tras recibir una de estas cartas, María Celeste le contestó al día siguiente:

La satisfacción que me ha inspirado vuestra última y cariñosa carta es tan grande y ha provocado en mí un cambio tan profundo que, debido al impacto de la emoción, unido a la necesidad de leerle y releerle muchas veces la misiva a las demás monjas para que todas pudieran regocijarse con vuestro éxito, sufrí una terrible jaqueca que se prolongó desde la decimocuarta hora de la mañana hasta la noche, algo que nunca había experimentado. Quiero contároslo en detalle, no para reprocharos mis pequeños sufrimientos, sino para que entendáis mejor lo mucho que vuestros asuntos me pesan en el corazón y me llenan de preocupación al mostraros los efectos que producen en mí; efectos que, aunque en términos generales, puede y debe producir la devoción filial en todos los niños, me atrevo a decir que en mi caso poseen aún mayor intensidad, así como el poder que me coloca muy por delante de la mayoría de las hermanas en el amor y la reverencia que me inspira mi queridísimo padre al ver con toda claridad que él, por su parte, supera a la mayoría de los padres en su amor hacia su hija. Y esto es todo lo que tengo que decir.

De hecho tenía mucho más que decir, puesto que escribía casi a diario. Y él, por su parte, escribía al menos una vez por semana y a menudo, según como se encontrara, con mayor frecuencia. Ella le contaba las noticias del convento y de la casa de Il Gioello: el estado de las cosechas y de la producción de vino, el comportamiento del burro, los asuntos de los criados, su asombro ante el hecho de que su hermano Vincenzio no le hubiera escrito ni una sola vez, etcétera, etcétera. Siempre lo alentaba y le aseguraba que estaba bendecido por Dios y tenía suerte de ser quien era. Galileo agarraba las cartas en cuanto llegaban y paraba todo lo estuviera haciendo en aquel momento para leerlas, como un hombre perdido en el desierto que bebiera un largo trago de agua. A veces movía la cabeza al leer su contenido, con una sonrisa triste o cínica. Las guardaba en un pulcro montoncito, dentro de una canasta, en la mesita que tenía junto a la cama.

Durante los días en espera del juicio, el gran duque Fernando hizo que Cioli escribiera a Niccolini para decirle que el tiempo que estaba dispuesto a seguir costeando el alojamiento de Galileo había llegado a su fin, de modo que Galileo tendría que empezar a hacerse cargo de sus propios gastos. Niccolini no dejó que nada de esto llegara a oídos del propio Galileo, aunque el rumor se extendió por toda villa. Y no es que hiciera falta esta noticia para que Galileo comprendiera lo débil que era el apoyo que se le prestaba desde casa. Ya era consciente de ello. Nunca lo olvidaría ni lo perdonaría.

Por el momento siguió disfrutando de la amistad y el apoyo de Niccolini y su esposa, la maravillosa Caterina Riccardi. De hecho, todos los habitantes de la Villa Medici parecían sentirse orgullosos de él y le habían cogido cariño… como los de todas las casas en las que había vivido, con la diferencia de que en ésta no le tenían miedo.

Niccolini respondió con cierta brusquedad a Florencia.

«En lo tocante a lo que me ha dicho su señoría, esto es, que su alteza no tiene la intención de costear sus gastos más allá del primer mes, debo responder que no estoy dispuesto a discutir ese asunto con él mientras sea mi invitado. Prefiero asumir yo esa carga. Los gastos no excederán los catorce o quince scudi por mes, todo incluido, de modo que, aunque se quedase aquí seis meses, eso sólo supondría un gasto de noventa o cien scudi entre su criado y él».

—Un gasto insignificante para que un gran duque se ponga quisquilloso —dijo en voz alta, pero no lo añadió a la carta.

La tercera declaración de Galileo iba a ser una mera formalidad, que completaría los pasos que tenía que seguir todo juicio de herejía: confesión, defensa y abjuración. Se trataba de la confesión y de la defensa, y lo que Galileo debía confesar y lo que podía argüir en su defensa ya había quedado claro en la reunión privada con Maculano.

Al llegar el momento —el 10 de mayo, un mes después de la primera declaración y tres meses después de su llegada a Roma—. Galileo volvió al Vaticano con el documento que había redactado con el máximo cuidado, pasando por más de cinco versiones sucesivas antes de quedar satisfecho.

La blanca sala de interrogatorios, con su crucifijo, estaba como siempre, lo mismo que sus ocupantes.

Maculano comenzó explicándole a Galileo que contaba con ocho días para presentar su defensa, si quería hacerlo.

Tras oír esta formalidad, Galileo asintió y dijo:

—Entiendo lo que me habéis dicho, padre. Como respuesta, digo que quisiera presentar algo en mi defensa, únicamente para demostrar la sinceridad y la pureza de mis intenciones, y en absoluto para excusar las transgresiones que, como ya he dicho, he cometido. Presento la siguiente declaración, junto con un certificado del fallecido y eminentísimo cardenal Bellarmino, escrito de su puño y letra, y del que ya presenté una copia realizada por mi mano.

Así que insistía con el documento redactado por la mano de Bellarmino, que había hecho bien en pedir, puesto que servía como crucial contrapeso a la admonición falsificada que se había usado en su contra durante su primera declaración. Así, los actos de Sarpi en 1616 lo ayudaban al fin.

—En cuanto al resto —concluyó—, me pongo en todos los aspectos a merced de la clemencia de este tribunal.

Tras firmar con su nombre, se le envió de regreso a la casa del antes mencionado embajador del serenísimo gran duque, bajo las condiciones que ya se le habían comunicado.

El escrito de defensa que Galileo había entregado al comisario estaba centrado principalmente en la cuestión de por qué no había informado a Riccardi de que estaba escribiendo un libro que incluía una discusión de las tesis de Copérnico. Explicaba que esto se debía a que en su primera declaración no le habían preguntado por el tema y ahora quería hacerlo «para demostrar la absoluta pureza de mi mente, siempre contraria al uso de la simulación y el embuste en mis actos». Lo que era casi cierto.

Describía la historia de la carta que había obtenido de Bellarmino y la razón de su existencia: que la había solicitado para contar con pautas explícitas de cara al futuro. Continuaba afirmando que lo que decía ésta, consultada frecuentemente a lo largo de los años, le había permitido sin duda olvidar cualquier prohibición adicional enunciada sólo de modo verbal que hubiera podido producirse en cualquiera de las numerosas audiencias a las que había acudido en 1616. La nueva y más completa prohibición que «según me han contado, se contiene en la admonición que se me ha mostrado, en los términos de no “enseñar” y “de cualquier otro modo” se me antojó nueva e inaudita. No creo que resulte sorprendente que, en el transcurso de catorce o quince años, haya podido olvidar algo así, sobre todo si tenemos en cuenta que no le dediqué ningún pensamiento al disponer de un recordatorio tan importante por escrito».

Nueva e inaudita, insistía.

También recordaba a la comisión que había entregado el manuscrito de su libro a los censores de la Inquisición y recibido la aprobación de éstos. Por tanto «creo que tengo derecho a esperar que los eminentísimos y prudentísimos jueces no den crédito a la idea de que desobedecí consciente y voluntariamente las órdenes recibidas».

Prudentísimos, les recordaba.

Y finalizaba el escrito de defensa con lo siguiente:

«Por último, sólo me queda pediros que consideréis el penoso estado de salud al que me veo reducido tras diez meses de constante tensión mental y a las penurias de un largo y agotador viaje en la peor de las estaciones y a la edad de setenta años. Tengo la sensación de que he perdido la mayor parte de los años que me prometía mi estado de salud anterior. Me ha alentado a hacer esto la fe que tengo en la clemencia y bondad de corazón de sus eminentísimas señorías, mis jueces, y confío en que si su sentido de la justicia concluyera que al castigo por mis crímenes le resta algo entre tantas penurias, lo condonen en consideración a mi avanzada edad, que, humildemente, me atrevo también a pedirles que tengan en cuenta. Igualmente, quiero que tengan en consideración el perjuicio ocasionado a mi honor y mi reputación por los infundios esparcidos por aquellos que me aborrecen, y espero que cuando éstos persistan en manchar mi reputación, sus eminentes señorías lo tomen como prueba de por qué tuve que obtener del eminentísimo cardenal Bellarmino el certificado que se adjunta».

A pesar de la referencia emocional al asunto de la edad, en conjunto era una sólida, incluso podría decirse que desafiante, defensa. Lo único que tuvo que confesar era «la vana ambición y satisfacción de parecer más listo que el hombre corriente». Un lector atento podía incluso llegar a la conclusión de que había aludido de manera oblicua a la naturaleza fraudulenta de algunas de las pruebas presentadas en su contra.

Puede que fuese este desafío lo que lo consiguió. Puede que fuese otra cosa. En cualquier caso, por la razón que fuera, el juicio no siguió adelante. No hubo sentencia.

Transcurrieron semanas, y luego más semanas. No llegaron noticias del Santo Oficio de la Inquisición. Galileo pasaba los días paseando por las veredas de los jardines de Villa Medici, similares en su trazado al laberinto legal en el que él se encontraba perdido.

A esas alturas había llegado ya el final de la primavera y todo rebosaba de nueva vida. Las nubes blancas que traía el viento desde el Mediterráneo llegaban cargadas de lluvia. En el Vaticano, presumiblemente, la Inquisición estaba preparando su informe final para el papa Urbano. O puede que ya lo hubiesen terminado y estuvieran esperando a que el Santo Padre volviera de Castel Gandolfo. En la ciudad, repleta de agentes y observadores, cualquier sentencia parecía posible.

Y mientras tanto allí estaba él, en un jardín grande y verde. Los parterres de las verduras, pegados a la pared trasera, los usaba el cocinero para contribuir en la alimentación del numeroso personal de la villa, que superaba el centenar de almas. Galileo paseaba arriba y abajo por allí, se sentaba en un banquillo entre las hileras de tomates y se dedicaba a arrancar las malas hierbas. No había nada que hacer, salvo esperar. El reumatismo lo fastidiaba, así como la hernia. Y, por las noches, el insomnio. Ni siquiera se había traído uno de sus telescopios, y si había allí alguno de los que había regalado al embajador en una de sus visitas anteriores, nadie se lo dijo y él tampoco lo preguntó. En ocasiones, a pesar del jardín, lo abrumaban la melancolía, el miedo e incluso el terror. Las noches sin descanso y los días que las seguían eran especialmente duros. Y a veces no bastaba ni con un día en el jardín para sacarlo de su negra aprensión.

A mayo se le agotaron los días. Entonces, a comienzos de junio, el papa volvió a su residencia del Vaticano.

Niccolini se reunió con él en cuanto fue posible y solicitó una pronta resolución del juicio, así como una sentencia clemente. Urbano le explicó que ya había sido clemente y que la sentencia tenía que ser condenatoria. Le prometió que llegaría pronto.

—No hay manera de evitar alguna forma de castigo personal —dijo a Niccolini con brusquedad.

Este volvió a casa preocupado. Algo había cambiado, se notaba. Las cosas ya no parecían ir bien.

Escribió lo siguiente a Cioli: «Por lo que se refiere al signor Galileo, sólo le he mencionado la inminente conclusión del juicio y la prohibición del libro. Sin embargo, no he dicho nada sobre castigos personales para no afligirlo con demasiadas noticias negativas. Además, su santidad me ordenó no hacerlo para no atormentarlo aún, y porque las cosas todavía podrían cambiar en las deliberaciones. Así que considero que es mejor que nadie, por vuestra parte, lo informe de nada».

Un día seguía a otro y a otro.

Entonces, a mediados de junio, llegó una noticia: debía prepararse para una cuarta declaración.

Fue una sorpresa, un nuevo y poco prometedor giro de los acontecimientos, puesto que excedía la forma prescrita para un juicio por herejía, además de contravenir lo prometido por Maculano en su encuentro privado. Parecía que algo había salido mal. Todos en la villa se daban cuenta.

Aquella noche, mientras todos dormían en Villa Medici, Cartophilus salió a hurtadillas por la puerta negra y se encaminó al Vaticano.

Las calles de Roma nunca estaban del todo vacías, ni siquiera entre medianoche y el alba. Personas y animales las recorrían en solitario. En parte resultaba aterrador, puesto que la posibilidad de toparse con un ratero o con un asesino era muy real. En parte era tranquilizador, puesto que la mayoría de los que las recorrían estaban realizando los trabajos nocturnos de la ciudad, como recoger la basura y los excrementos de la calle, o traer a la ciudad la comida y las mercancías del día siguiente. Era posible seguir a los carromatos, las carretas, las recuas de mulas y los asnos ocupados, al parecer, en sus propios quehaceres y, manteniéndose al borde de la luz que emitían las antorchas desperdigadas aquí y allá, moverse sin que nadie te viera y nadie te molestara. Los gatos callejeros hacían lo mismo, moverse de olor en olor, y había que tener cuidado para no tropezar con ellos al saltar de sombra en sombra.

En las temblorosas tinieblas que se extendían cerca de la puerta que tenía el Vaticano junto al río, Cartophilus se encontró con su amigo Giovanfrancesco Buonamici, quien en ocasiones hacía las veces de guardaespaldas para el cardenal Francesco Barberini.

—Algo ha cambiado —dijo Buonamici.

—Sí —repuso Cartophilus en seguida—. Pero ¿el qué?

—No lo sé.

—¿Quiénes son los responsables? ¿Los jesuitas?

—Por supuesto. Pero no sólo ellos. Se ha enviado la chiusura d’istruzione a la Congregación y a su santidad, y la cuestión es que no está escrita por Maculano, sino por su ayudante, Sinceri.

—Oh, no.

—Oh, sí. Y ninguna de las declaraciones ni de los documentos de apoyo la acompañaban. Sólo un pequeño stiletto en prosa, obra de «el magnífico Carlo Sinceri, doctor en ambas leyes, fiscal procurador de este Santo Oficio», como se presenta él mismo en la firma. —Con un resoplido, Buonamici escupió al suelo.

—¿Y qué dice el informe? —respondió Cartophilus con la boca tensa.

—La misma mierda de siempre, desde Lorini y Colombe. Que si ha dicho que la Biblia está llena de falsedades y Dios es un accidente que se ríe y llora, que si los milagros de los santos no han ocurrido, etcétera, etcétera.

—¡Pero si el juicio ni siquiera era por eso!

—Claro que no. En cuanto a eso, atribuye todas las prohibiciones de la admonición falsificada al certificado de Bellarmino, así que la distinción que pretendía hacer Galileo ha quedado en nada.

—Jesús. Así que… la defensa entera de Sarpi queda anulada así, sin más.

—Sí. Van a acusarlo de herejía.

Cartophilus meditó un momento.

—¿Y adónde la ha enviado Sinceri?

—A monseñor Paolo Bebei, de Orvieto. Acaba de reemplazar a monseñor Boccabella como asesor del Santo Oficio. Boccabella, que simpatizaba con nuestra causa.

—Un cambio más, pues. En fin, lo de Sinceri ya lo sabíamos.

—Sí, pero creí que no importaría. Obviamente, me equivocaba.

—Entonces tienen al asesor y a Sinceri. Y dominan la Congregación. Y el papa sólo escucha lo que dice la Congregación. Además de que sigue enfadado.

—Como siempre. De todos modos, ahora mismo debe de estar fuera de sí. Los Avvisi han publicado otro horóscopo desfavorable y ha ordenado que prueben toda su comida antes de tocarla. Que no es poca, por cierto.

Cartophilus asintió. Durante largo rato no hizo otra cosa que mirar fijamente los adoquines del suelo mientras reflexionaba sobre todo ello.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Buonamici.

Cartophilus se encogió de hombros.

—Esperemos a ver lo que sucede en la cuarta declaración. De todos modos, no creo que haya modo de evitarla. Dependiendo de lo que suceda, ya decidiremos. Puede que tengamos que intervenir.

—¡Si podemos!

—Si podemos. Tenemos al cardenal Bentivoglio y a Gherardini. En caso necesario, podrán prestarnos su ayuda. Mantén los oídos bien abiertos y averigua lo que puedas. Volveremos a vernos una vez finalizada la cuarta declaración.

Y volvió a perderse en la inquieta noche romana.

El solsticio de verano de 1633, seis semanas después de su tercera declaración, convocaron a Galileo al Vaticano para emitir una cuarta.

—¿Tenéis algo que decir? —preguntó Maculano.

Galileo, también en italiano y con una apariencia de impasibilidad que ocultaba su irritación y su miedo, respondió:

—No tengo nada que decir.

Hubo un largo silencio. Maculano dedicó este tiempo a consultar las notas que tenía sobre la mesa. Finalmente, con mucha lentitud, como si estuviera leyendo, dijo:

—¿Sostenéis, o habéis sostenido, y durante cuánto tiempo, que el sol es el centro del mundo y la Tierra, en lugar de serlo, se mueve?

Galileo también titubeó antes de hablar. Era una línea de ataque nueva, una direttissima. Cuando, en teoría, tenían un acuerdo.

Al fin respondió:

—Hace mucho tiempo…, antes de la decisión de la Sagrada Congregación del índice, y antes de que se emitiera aquella admonición, no estaba decidido y consideraba plausibles las dos opiniones, la de Ptolomeo y la de Copérnico, en el sentido de que una o la otra podían ser de naturaleza cierta. Pero después de la mencionada decisión, respaldada por la prudencia de las autoridades, mis incertidumbres se disiparon y pasé a mantener, como aún sostengo, la indudable verdad de la opinión de Ptolomeo; es decir, que la Tierra está inmóvil y el sol se mueve.

Una vez más, una afirmación muy cuestionable realizada bajo juramento.

Maculano dio unos golpecitos a la gruesa copia del Dialogo que había sobre la mesa para dar mayor énfasis a sus palabras.

—Se ha determinado que habéis sostenido dicha opinión copernicana después de ese tiempo, a partir de la manera y el procedimiento en que se expone dicha opinión en este libro, publicado después de lo que decís, así como del mismo hecho de que escribierais y publicarais el mencionado libro. Por consiguiente, se os pide que respondáis con toda sinceridad a la pregunta de si defendéis o habéis defendido esa opinión.

«Por consiguiente, se os pide». Maculano parecía estar distanciándose de las preguntas… y no era de extrañar, habida cuenta de que había roto el trato que habían hecho. Las preguntas no eran suyas. Le habían sido impuestas por alguien desde arriba. Galileo podía extraer consuelo de este hecho o renovar sus temores, dependiendo de la perspectiva desde la que lo contemplara. Pero en cualquier caso tenía que responder con mucho, mucho cuidado.

—Por lo que se refiere a la escritura del Dialogo en su forma ya publicada, no lo hice porque tuviese por cierta la opinión de Copérnico —respondió con voz firme—. Más bien creía estar haciendo un bien al exponer los razonamientos físicos y astronómicos que sustentan cada una de las dos opiniones. Traté de demostrar que ni los que defienden una de las tesis ni los que defienden la otra cuentan con la fuerza de pruebas concluyentes y que, por consiguiente, para proceder con certeza, habría que recurrir a la determinación de doctrinas más sutiles. Como se puede leer en numerosas ocasiones a lo largo del Dialogo.

En realidad esto no era cierto, pero ¿qué otra cosa podía decir? Su tez morena se había teñido de un rojo tan intenso como una remolacha, y observaba a Maculano como si quisiera agujerearlo con la fuerza de su mirada.

Sin embargo, Maculano tenía los ojos clavados en sus notas. El juicio ya no estaba en sus manos.

—De modo que, por mi parte concluyo —continuó Galileo como si estuviera estudiando el asunto desde fuera— que no sostengo ni, tras la decisión de las autoridades, he sostenido, la opinión condenada.

Maculano guardó silencio un instante y luego leyó el contenido de la hoja que sostenía, como si no hubiera oído la respuesta del acusado.

—Del propio libro, así como de las razones sostenidas por la tesis afirmativa, es decir, la que afirma que la Tierra se mueve y el sol está inmóvil, se deduce, como ya se ha mencionado, que sostenéis las opiniones de Copérnico o que al menos las sosteníais en el momento en que lo escribisteis. Por tanto ahora se os advierte de que si no decís la verdad tendremos que recurrir a los remedios que nos ofrece la ley y tomar las medidas apropiadas contra vos.

Los instrumentos de tortura estaban dispuestos sobre una mesa, junto a la pared opuesta. Cosa que se hacía en cumplimiento de las estrictas leyes que gobernaban la Inquisición. Primero las advertencias. Luego la muestra de los instrumentos de tortura. Y sólo después de eso, si el acusado insistía en obstruir la acción del tribunal, llegaba el uso de tales artilugios. Como se decía en el manual de la Inquisición Sobre el modo de interrogar a los acusados por medio de la tortura: «Si el acusado hubiera negado los crímenes y éstos no se hubieran podido probar del todo, será necesario, para averiguar la verdad, proceder contra él por medio de un riguroso examen. La función de la tortura es suplir las carencias de los testigos cuando éstos no puedan brindar pruebas concluyentes en contra del acusado».

Como, por ejemplo, en aquel caso. Pero Galileo no podía admitir más de lo que ya había admitido sin correr el gravísimo riesgo de reconocer una herejía. Tenía las manos atadas.

Por desgracia para él, de este modo estaba logrando enfurecer a Maculano, así como a los superiores de éste que le habían ordenado aquel proceder. Saltaba a la vista en el color rojo oscuro que estaba adquiriendo el cuello del dominico, así como en la postura de sus hombros. Cualquiera que hubiera trabajado alguna vez para él habría salido de la sala en aquel momento sin perder un instante.

Galileo respondió con voz tensa, sombría, cada palabra separada de la siguiente por un hachazo

—No sostengo la opinión de Copérnico, ni la he sostenido desde que la admonición me ordenara abandonarla. En cuanto al resto, estoy aquí en vuestras manos, haced lo que os plazca.

—¡Decid la verdad! —ordenó Maculano—. De lo contrario tendremos que recurrir a la tortura.

Galileo, que ignoraba por completo lo que el papa podía querer que confesara, se irguió.

—Estoy aquí para someterme, pero no he sostenido esa opinión después de que se tomara una decisión al respecto, como ya he dicho.

Silencio en la sala.

Y como no se pudo hacer más para conseguir la ejecución de la decisión, una vez que hubo firmado se le envió a su casa.

«La ejecución de la decisión» había escrito la monja. Una decisión, la de llamarlo para interrogarlo de nuevo hasta obtener una confesión, que, en última instancia, debía de haber sido de Urbano. Pero por qué se había tomado, nadie salvo Urbano parecía saberlo.

Confinaron de nuevo a Galileo en las habitaciones del dormitorio dominico donde había esperado durante las tres declaraciones anteriores. Era una mala señal, retrógrada y ominosa. No había forma de saber lo que sucedería a continuación, ni cuándo. Cualquier trato o entendimiento alcanzado podía darse, evidentemente, por desaparecido.

Se sentó en la cama con la mirada clavada en la pared y tomó un poco de su cena y un vaso de vino, pensativo. Se tumbó a altas horas de la noche, y sólo después de conciliar el sueño comenzó a gemir y a quejarse, aunque hay que decir que a menudo gemía y se quejaba mientras dormía, al margen de las circunstancias. Dormir no era grato para él. Pero el insomnio era aún peor.

La Congregación del Santo Oficio estaba compuesta por diez cardenales, y como Borgia era uno de ellos, no estaba claro que la voluntad de Urbano pudiera imponerles una sentencia. La aversión de Borgia por Urbano era tan profunda que la posibilidad de que el pontífice fuera envenenado se les había pasado a algunos por la cabeza, principalmente al propio Urbano. Era perfectamente posible que, enfrentado a una animosidad tan amarga como ésta, Urbano decidiera arrojar a Galileo al fuego a fin de despejar el área a su alrededor y poder presentar batalla sin lastres.

Buonamici tenía acceso al Vaticano por las noches gracias a su trabajo con el cardenal Barberini. Tras los muros de la sagrada fortaleza, podía disfrazarse de dominico y así llegar a cualquier parte del silencioso complejo, incluidos los pasillos que daban a los aposentos de Galileo. Desde allí podía acompañar a Cartophilus al exterior, detrás de San Pedro, donde, si tenían cuidado, podían ocultarse en las sombras y visitar cualquier cámara que quisieran.

—Siguen en la Sede de la Congregación discutiendo del asunto —informó Buonamici a Cartophilus en voz baja—. La cosa se está enconando bastante. Los cardenales implacables son los jesuitas. Scaglia, Genetti, Gessi y Verospi. Son todos romanos y no sienten aprecio por los florentinos.

—¿Y Borgia?

—Es su líder, claro. Pero se ha retirado a Villa Belvedere para descansar un poco.

—¿Se podría convencer a alguno de los jesuitas?

—No, no lo creo. Los únicos que se pueden oponer a ellos son los cardenales de nuestro lado. Mi señor Barberini, por supuesto. Está realmente furioso porque la solución que propuso ha fallado, lo que le hará quedar como un mentiroso ante el gran duque. Luego está Zacchia. Estoy seguro de que se negará a firmar cualquier cosa con la que esté en desacuerdo. Y también Bentivoglio, y como es el general, tal vez pueda forzar una sentencia de compromiso, pues sin su firma quedaría mal seguir adelante. Parecería que se trata de una imposición de Urbano, lo que a su vez sólo podría significar que se ha sometido a Borgia. Así que Urbano no quiere algo así. Quiere que parezca que ha aparecido en el último momento para mostrar su clemencia, así que podría funcionar. Y Bentivoglio podría conseguir que los más inflexibles acepten un compromiso, creo. Como es lógico, sería mucho, mucho más fácil si Borgia estuviera ausente el resto del debate. Probablemente eso haría más por nuestra causa que ninguna otra cosa. Y también habría que darle a Bentivoglio el material para un compromiso, algo con lo que trabajar.

—Encárgate de eso, entonces. Yo volveré al alba.

Villa Belvedere era una enorme y compleja mole anclada a una esquina de la muralla exterior del Vaticano. Como es lógico, contaba con la acostumbrada vigilancia de centinelas en sus puertas interiores y exteriores, pero no había nadie apostado en la parte trasera de la villa, que era una pared de cuatro pisos de altura situada frente a la muralla exterior, semejante a una fortaleza en su sólida verticalidad.

Pero en la oscuridad era muy fácil saltar de un árbol hasta la muralla exterior y luego avanzar reptando hasta el propio edificio y, una vez allí, moverse milímetro a milímetro a lo largo del estrecho saliente dejado por los albañiles en la pared. Era posible usar expansores en las grietas verticales que separaban los enormes bloques de arenisca del edificio y así ascender por la fachada trasera.

Los batientes de las ventanas de lo alto eran enormes, así que era posible sentarse al otro lado de éstas, que estaban cerradas para mantener a raya los mosquitos y los vapores mefíticos de principios de verano. Si una persona tenía cuidado podía, con cierta facilidad, introducir un cuchillo entre las dos hojas de la ventana y abrir el pestillo que la mantenía cerrada. Y luego colarse en el edificio.

Que era tan oscuro como una cueva. Con la luz infrarroja, las formas aparecían rojinegras sobre un fondo muy oscuro. De este modo era posible llegar hasta el cuarto piso, donde un par de guardaespaldas dormían delante de la puerta del dormitorio de Borgia; espolvorearlos muy suavemente con un aerosol soporífero y pasar sobre ellos; abrir el pestillo interior con un imán y entrar en la habitación. La información proporcionada por la servidumbre, que incluía la ubicación del aposento, describía también los hábitos cotidianos del cardenal, que incluían una copa de vino con agua de limón para romper el ayuno y comenzar el día de buen talante. Al poco lo seguían colaciones más sustanciosas. Así que: espolvorear el rostro, rotundo como un bloque, que asomaba entre las sábanas. Una pequeña inyección. Levantar la jarra que había junto a la cama para calcular la cantidad de líquido, abrir un frasco de un somnífero más potente, combinado con un amnésico, ambas sustancias insípidas e incoloras. Dejar una gota en el fondo de la copa que había al lado de la jarra, por si se pedía una jarra nueva, con cuidado para no excederse en la dosis. La mole que roncaba bajo las mantas era un recordatorio constante de lo rollizo que era Gasparo Borgia. Luego retirarse, volver a cerrar la puerta, deshacer el camino, salir de nuevo por la ventana, descender por el muro utilizando viejas junturas (sin duda la parte más complicada de la operación) y desaparecer.

Ya existía una expresión en Roma para describir el hecho de utilizar un método en contra de quienes lo usaban habitualmente. Se decía «envenenar a los Borgia».

Una pequeña falange de dominicos se presentó en el dormitorio de Galileo para llevarlo al convento de Minerva. Los perros de Dios, blancos y negros, parecían tan sombríos como verdugos. Antes de salir del aposento le dieron una túnica blanca de penitente para que se la pusiera sobre la ropa. Nada suyo debía asomar por debajo de la túnica, le dijeron. Y debía ir con la cabeza descubierta.

Así que había llegado la hora de la sentencia.

Lo rodearon sin decir nada más y lo acompañaron el corto trecho hasta la sala del juicio. Allí dentro, la sala parecía mucho más abarrotada que durante ninguna de las declaraciones. La mayor parte de la Sagrada Congregación había acudido para asistir a la sentencia. Como es natural, el papa Urbano VIII no estaba presente.

Maculano leyó la sentencia:

Nosotros:

Gasparo Borgia, con el título de la Santa Cruz de Jerusalén;

Fray Felice Centini, con el título de Santa Anastasia, llamado d’Ascoli;

Guido Bentivoglio, con el título de Santa María del Popolo;

Fray Desiderio Scaglia, con el título de San Carlo, llamado di Cremona;

Fray Antonio Barberini, llamado di Sant’Onofrio;

Laudivio Zacchia, con el título de San Petro in Vincoli, llamado di San Sisto;

Berlinghiero Gessi, con el título de Sant’Agostino;

Fabrizio Verospi, con el título de San Lorenzo in Panisperna, de la orden de los sacerdotes;

Francesco Barberini, con el título de San Lorenzo in Damaso; y

Marzio Ginetti, con el título de Santa María Nuova, de la orden de los diáconos.

Por la gracia de Dios cardenales de la Santa Iglesia de Roma y nombrados especialmente por la Sagrada Curia Apostólica como inquisidores generales de la depravación herética por toda la Cristiandad:

En tanto que tú, Galileo, hijo del fallecido Vincenzio Galilei, denunciado ante este Santo Oficio en 1615 por mantener como cierta la doctrina falsa de que el sol es el centro del mundo y está inmóvil en el cielo, mientras que la Tierra se mueve;

Y como este Santo Tribunal quisiera remediar el desorden y el daño derivado de esta doctrina, los teólogos asesores se han pronunciado con respecto a las dos afirmaciones, la de la estabilidad del sol y la del movimiento de la Tierra, como sigue:

Que el sol sea el centro del mundo y esté inmóvil es una afirmación tanto filosóficamente absurda y falsa como formalmente herética, al contradecir de manera explícita a las Sagradas Escrituras;

Que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve es una afirmación igualmente absurda y falsa desde el punto de vista filosófico, así como al menos errónea desde el teológico.

Sin embargo, comoquiera que en aquel momento deseáramos trataros con indulgencia y benignidad…

Maculano, que era quien estaba leyendo la sentencia, pasó a contar que Pablo V había utilizado la admonición de Bellarmino para advertirle, además de emitir un decreto en el que se prohibía la publicación de nuevos libros sobre la materia. Y luego:

Y como quiera que últimamente ha aparecido un libro, titulado Diálogo de Galileo Galilei sobre los dos principales sistemas del mundo, el ptolemaico y el copernicano, tras un detenido examen se ha determinado que dicho libro viola de manera explícita la mencionada admonición; pues en dicho libro has defendido la mencionada opinión condenada, por mucho que, por diferentes subterfugios, hayas querido dar la impresión de que no tomabas partido y sólo la considerabas probable. Cosa que seguiría siendo un grave error, dado que es imposible que una opinión declarada contraria a las Sagradas Escrituras pueda ser probable.

Por tanto, por orden nuestra fuiste convocado a este Santo Oficio.

El veredicto pasaba a describir el proceso judicial con cierto detalle hasta terminar en un rotundo rechazo de los argumentos de Galileo, incluida la validez del certificado firmado de Bellarmino que Galileo había aportado.

El certificado que esgrimiste en tu defensa agrava aún más el caso, puesto que dice que la mencionada opinión es contraria a las Sagradas Escrituras, a pesar de lo cual te atreviste a tratarla, defenderla y hacerla pasar por probable. Tampoco te ayuda la licencia que, ingeniosa y astutamente lograste arrancar, puesto que no mencionaste la admonición a la que estabas sometido.

Como no creíamos que dijeras toda la verdad sobre tus intenciones, consideramos necesario proceder contra ti por medio de un riguroso examen. Aquí respondiste haciendo profesión de fe católica, aunque sin defensas adecuadas a las cuestiones antes mencionadas, confesadas por ti y deducidas a pesar de tus intenciones. Por consiguiente, tras haber considerado con todo cuidado los méritos de tu caso, junto a las mencionadas confesiones y excusas, así como cualquier otra cuestión razonablemente digna de consideración, hemos llegado a un veredicto final contra ti:

Decimos, pronunciamos, sentenciamos y declaramos que tú, el mencionado Galileo, a causa de las cosas que se han deducido en este juicio y que tú mismo has confesado, te has hecho vehementemente sospechoso de herejía a los ojos de este Santo Oficio.

Éste era un término técnico, una categoría específica. Las categorías iban de ligeramente sospechoso de herejía a heresiarca (es decir, alguien que no era sólo un hereje sino que incitaba a otros a la herejía), pasando por vehementemente sospechoso de herejía y hereje a secas.

Maculano, tras hacer una breve pausa para dejar que Galileo y todos los demás asimilaran la frase relevante, continuó:

Y, en consecuencia, has incurrido en todas las censuras y penas de los sacros cánones y otras constituciones generales y particulares impuestos y promulgados contra tales delincuentes. Estamos dispuestos a absolverte de ellas siempre que antes, con corazón sincero y fe no fingida, ante nos abjures, maldigas y detestes los mencionados errores y herejías y cualquier otro error o herejía contraría a la Iglesia Católica y Apostólica de la forma y manera que por nosotros te será dada.

Y para que éste tu grave y pernicioso error y trasgresión no quede del todo sin castigo y seas más cauto en el futuro y ejemplo para otros que se abstengan de delitos semejantes, ordenamos que por público edicto se prohíba el libro Dialogo de Galileo Galilei.

Te condenamos a cárcel formal en éste Santo Oficio a nuestro arbitrio; y, como saludable penitencia te imponemos que, los tres próximos años, digas una vez a la semana los siete salmos penitenciales; y nos reservamos la facultad de moderar, cambiar o levantar, en todo o parte, las mencionadas penas y penitencias.

Y así, decimos, pronunciamos, sentenciamos, declaramos, ordenamos y reservamos en este o en cualquier otro modo o forma mejor que por razón, podemos y debemos.

Esto pronunciamos, nos, los cardenales firmantes:

Felice, cardenal d’Ascoli

Guido, cardenal Bentivoglio

Fray Desiderio, cardenal di Cremona

Fray Antonio, cardenal di Sant’Onofrio

Berlinghiero, cardenal Gessi

Frabrizio, cardenal Verospi

Marzio, cardenal Ginetti

Faltaban, por tanto, las firmas de Francesco Barberini, Laudivio Zacchi y Gasparo Borgia.

Se había llegado a un compromiso.

A continuación entregaron al anciano de la túnica blanca su abjuración, que debía leer en voz alta en la ceremonia de conclusión formal con la que terminaría el juicio. Era un texto tan formulario como una misa o cualquier otro sacramento, pero Galileo la leyó primero en silencio, muy concentrado, pasando las páginas a medida que avanzaba. Su rostro palideció, de modo que con la túnica blanca, el cabello castaño salpicado ahora de blanco y gris, más delgado y enjuto que nunca, parecía su propio fantasma. Fuera, el día estaba nublado y las velas y la luz de las ventanas del triforio dejaban la sala ligeramente en penumbra, por lo que su figura destacaba como iluminada.

Mientras leía, Cartophilus esperaba de pie junto a la puerta abierta, junto a los demás criados, estrechando la mano de Buonamici y respirando hondo por primera vez en meses y puede que en años. Confinamiento, prohibición del libro, etcétera: un éxito.

Pero en ese momento, de repente, Galileo hizo un gesto a Maculano. Cartophilus inhaló profundamente y contuvo el aliento mientras su señor comenzaba a dar unos fuertes golpes sobre una de las páginas de su abjuración.

—¿Qué hace? —preguntó Cartophilus a Buonamici con tono agónico.

—¡No lo sé! —susurró Buonamici.

Galileo habló entonces en voz lo bastante alta para que lo oyeran todos los cardenales presentes, así como todo el que se encontrara en la sala y en el pasillo exterior. Su voz era ronca y quebrada y sus labios estaban teñidos de blanco bajo el bigote.

—Abjuraré de buen grado de mi error, pero hay dos cosas en este documento que no pienso decir, me hagáis lo que me hagáis.

Un silencio mortal. Fuera, en el pasillo, Cartophilus había aferrado el brazo de Buonamici con las dos manos y susurraba:

—No, no ¿Por qué?, ¿por qué? ¡Decid lo que ellos quieran, por el amor de Dios!

—No pasa nada —susurró Buonamici tratando de tranquilizarlo—. El papa sólo quiere humillarlo, no quemarlo.

—¡Puede que el papa no sea capaz de impedirlo!

Aguardaron agarrados mientras, en el interior de la sala, Galileo mostraba la página relevante a Maculano y clavaba un dedo sobre las frases que inspiraban sus objeciones.

—No pienso decir que no soy buen católico porque lo soy y pienso seguir siéndolo, digan lo que digan mis enemigos. Y segundo, no pienso decir que he engañado a nadie en este asunto, y menos al publicar mi libro, que sometí con toda inocencia a la censura eclesiástica y que sólo imprimí tras obtener una licencia para hacerlo. Y si alguien puede demostrar lo contrario, yo mismo levantaré la pira y le acercaré la antorcha.

Maculano, abatido por la inesperada ferocidad de la sentencia, miró a los cardenales. Les acercó la abjuración y señaló los pasajes con los que Galileo tenía objeciones. En el pasillo, Cartophilus siseaba de consternación, tan nervioso que casi daba saltos arriba y abajo, mientras que Buonamici, que había desistido de tranquilizarlo, miraba ansiosamente a los cardenales desde el otro lado de la puerta.

Bentivoglio estaba susurrando algo a los demás. Finalmente asintió en dirección a Maculano, quien llevó el documento a la escriba y le pidió que marcara dos páginas para modificarlas. Mientras ella lo hacía, Maculano dirigió a Galileo una mirada severa que parecía contener también un destello de aprobación.

—Concedido —dijo.

—Bien —respondió Galileo, pero no dio las gracias. De repente, unas lágrimas escapadas de sus ojos resbalaron hasta su barba y se las limpió antes de tomar el documento revisado de manos del comisario general.

—Dadme un momento para recomponerme. —Volvió a examinar el documento mientras se limpiaba la cara y susurraba una plegaria. Sacó un pequeño crucifijo de debajo de la blanca túnica y lo besó antes de volver a guardarlo. Hecho esto, asintió mirando a Maculano y se dirigió al centro de la sala, frente a la mesa ante la que se había colocado el cojín para que pudiera arrodillarse. Se persignó y cogió de nuevo el documento de Maculano. Lo sostuvo con la mano izquierda y apoyó la derecha en la Biblia que descansaba sobre una peana que tenía delante y que le llegaba a la altura de la cintura. Habló entonces con voz clara y penetrante, aunque monocorde y privada de toda expresión:

Yo, Galileo, hijo de Vincenzo Galileo de Florencia, a la edad de setenta años, interrogado personalmente en juicio y postrado ante vosotros, eminentísimos y reverendísimos cardenales, en toda la república cristiana contra la herética perversidad Inquisidores generales; teniendo ante mi vista los sacrosantos Evangelios, que toco con mi mano, juro que siempre he creído, creo aún y, con la ayuda de Dios seguiré creyendo todo lo que mantiene, predica y enseña la Santa, Católica y Apostólica Iglesia.

Pero como, después de haber sido jurídicamente intimado para que abandonase la falsa opinión de que el sol es el centro del mundo y que no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no podía mantener, defender o enseñar de ninguna forma, ni de viva voz ni por escrito, la mencionada falsa doctrina y después que se me comunicó que la tal doctrina es contraria a las Sagradas Escrituras, escribí y di a imprimir un libro en el que trato de la mencionada doctrina perniciosa y aporto razones con mucha eficacia a favor de ella sin aportar ninguna solución, soy juzgado por este Santo Oficio vehementemente sospechoso de herejía, es decir, de haber mantenido y creído que el sol es el centro del mundo e inmóvil y que la Tierra no es el centro y se mueve.

Por lo tanto, como quiero levantar de la mente de las eminencias y de todos los fieles cristianos esta vehemente sospecha que justamente se ha concebido de mí, con el corazón sincero y fe no fingida, abjuro, maldigo y detesto los mencionados errores y herejías y, en general, de todos y cada uno de los otros errores, herejías y sectas contrarias a la Santa Iglesia. Y juro que en el futuro nunca diré ni afirmaré, de viva voz o por escrito, cosas tales que por ellas se pueda sospechar de mí; y que si conozco a algún hereje o sospechoso de herejía lo denunciaré a este Santo Oficio.

Yo, Galileo Galilei he abjurado, jurado y prometido y me he obligado; y certifico que es verdad que, con mi propia mano he escrito la presente cédula de mi abjuración y la he recitado palabra por palabra en Roma, en el convento de Minerva este 22 de junio de 1633.

Yo, Galileo Galilei, he abjurado por propia voluntad.

Tomó la pluma de manos de Maculano y firmó con esmero en la parte baja del documento.

En el pasillo, Cartophilus se desmoronó sobre los brazos de Buonamici. Este, más contenido, sostuvo al anciano y le susurró:

—La herida ha sido pequeña, considerando la fuerza que había detrás del dardo.

Cartophilus no pudo hacer otra cosa que llevarse una mano a la boca y asentir. Había estado muy cerca. Podía sentir los fuertes latidos de su joven compañero. También él lo había pasado mal. Habíamos visto lo que podía pasar. Habíamos visto demasiado.

Aquella noche en Villa Medici el embajador Niccolini escribió a Cioli en Florencia para transmitirle la noticia de la conclusión del juicio. «Es una cosa terrible habérselas con la Inquisición —concluía—. El pobre hombre ha salido del trance más muerto que vivo».