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El juicio

«Quiero lo que quiere el destino», dijo Júpiter.

Giordano Bruno, La expulsión de la bestia triunfante

La prohibición por parte del Santo Oficio del índice del Dialogo de Galileo, así como la orden del papa de que se presentara ante el Santo Oficio en Roma para ser examinado, en octubre de 1632, supusieron dos grandes sorpresas para Galileo. Todas las autoridades relevantes habían aprobado su libro, cuya imparcialidad se anunciaba hasta en su mismo título:

DIÁLOGO

por

Galileo Galilei, Lince

Extraordinario matemático

De la Universidad de Pisa

Filósofo y matemático jefe

Del serenísimo

GRAN DUQUE DE TOSCANA

Donde, en el transcurso de cuatro días, se discuten

Los dos

PRINCIPALES SISTEMAS DEL MUNDO,

EL PTOLEMAICO Y EL COPERNICANO

Y se defienden las razones de ambos, tanto filosóficas como naturales

Sin llegar a pronunciarse por ninguno de ambos de manera concluyente.

Florencia, Giovan Battista Landini, MDCXXXII

Con permiso de las autoridades

Se enteró a través de una carta del nuevo secretario del gran duque, Cioli, quien se la había enviado expresamente a Arcetri con un correo. «La Sagrada Congregación de la Iglesia os convoca a Roma para que respondáis en persona por vuestro libro. La obra ha quedado prohibida». Así de simple. Ahora nadie quería saber de él. Y a pesar de los diversos indicios, luchas y premoniciones, él seguía sin poder creerlo.

Sin embargo, de haber estado mejor enterado de la situación en Roma, no se habría sorprendido tanto. El embajador del gran duque ante el pontífice, aún Francesco Niccolini, podría haberle explicado muchas cosas, puesto que se encontraba en medio de todo. La situación iba mucho más allá de las especulaciones filosóficas de Galileo, que nadie, salvo el propio astrónomo, consideraba de gran importancia. Gustavo Adolfo, rey de Suecia y antiguo aliado de Roma, estaba cruzando Alemania de norte a sur con un ejército protestante que estaba haciendo trizas a los católicos. Los españoles, furiosos, eran de la opinión de que la culpa era de Urbano, por la excesiva tolerancia que había demostrado al comienzo de su papado con respecto a protestantes y heterodoxos de todas clases.

Y en aquel momento pedían las medidas severas que, en su opinión, eran necesarias para mantener unido al catolicismo.

Los jesuitas también estaban furiosos. Su orden, ampliamente extendida, era una de las principales perjudicadas por la invasión protestante del norte de Europa. En la oración que todos los años elevaba en la catedral de San Pedro el día de Viernes Santo, el padre Orazio Grassi en persona, antiguo oponente de Galileo bajo el nombre de Sarsi, pronunció un escalofriante sermón en el que advertía contra nuevas debilidades papales, con Urbano allí, ofuscado, en el solio papal. Semejante reproche en público al papa, por su negligencia en la defensa de una Iglesia asediada, no se había visto nunca, al menos que se recordara. A medida que Grassi hablaba, la congregación se fue sumando en un silencio tan profundo que pudo oírse hasta el arrullo de las pocas palomas que habían escapado al genocidio y anidaban en lo alto de la cúpula.

Fue un mal momento entre muchos otros. Urbano, era un hombre supersticioso y, hacía poco, el Vesubio había entrado en erupción tras ciento treinta años de completa calma, cubriendo los alrededores de Nápoles de un muro de lava que la gente comparaba con los ejércitos protestantes. Una mala señal, a buen seguro. Y hasta las propias estrellas anunciaban catástrofes. Como es natural, la prohibición de publicar horóscopos sobre la muerte de Urbano continuaba vigente, pero no se podían prohibir predicciones de desastres más generales, y lo cierto es que estaban a la orden del día.

Las reuniones del colegio cardenalicio de los martes eran cada vez más tensas. Hubo varias escenas de amargas recriminaciones entre Urbano y su principal enemigo, el inmensamente corpulento Gasparo Borgia, quien ejercía como embajador del rey de España ante el pontificado. El poder de España era tan grande que Borgia era casi tan influyente en Roma como el propio Urbano y todos los martes se levantaba y, con evidente desprecio, acusaba a Urbano de mostrarse excesivamente tolerante con respecto a las actividades de los herejes.

Las turbulentas aguas habían terminado de desbordarse el 8 de marzo de 1632. Se corrió la voz de que, en el transcurso de una de las reuniones de los cardenales, Borgia se había subido a un pequeño estrado y, con su enorme corpachón así elevado, había anunciado con un rugido que iba a leer un documento oficial, «un asunto del máximo interés para la religión y la fe». Se habían hecho copias del documento para distribuirlas entre sus partidarios, así que todo el mundo pudo leer después lo que había dicho y asombrarse por su audacia. Era una denuncia increíblemente virulenta de todas las políticas de Urbano, que llegaba incluso a tildar de herética la anterior alianza del papa con Gustavo.

Con las mejillas enrojecidas al instante, pues era un hombre de piel tan suave como su temperamento, Urbano trató de hacer callar a Borgia con gritos de «¡Basta ya!», «¡Cierra la boca!» y cosas parecidas. Pero su adversario, ignorándolo, había seguido leyendo aún con más ímpetu que antes. La afrenta que suponía esta flagrante insubordinación había dejado boquiabiertos a todos los presentes. Todos los partidarios de Urbano, prorrumpiendo en gritos, se habían abalanzado en masa sobre Borgia para sacarlo de allí. Pero él, que había previsto esta reacción, estaba preparado y los cardenales de su facción lo rodeaban como una guardia de corps: Ludovisi, Colonna, Spinola, Doria, Sandoval, Ubaldini, Albornoz; todos ellos contuvieron la presión de los hombres de Barberini mientras Borgia continuaba con su denuncia en un tono que todo el mundo pudo oír. La gente quedó asombrada al enterarse de que el cardenal Antonio Barberini, hermano de Urbano, se había arrojado entonces sobre el grupo de los españoles con un enorme grito, sacudiendo puños y codos; y había logrado abrirse camino entre ellos hasta asir de la túnica a Borgia para sacarlo del estrado. De repente, el cardenalato entero estaba en el suelo, intercambiando patadas y golpes como dos bandas de borrachos. Colonna aporreó a Antonio Barberini hasta conseguir que soltara a Borgia, quien se levantó como si tuviera la intención de continuar con su soflama. Algunos vieron a Urbano dar un paso hacia él con el puño alzado, pero entonces, acordándose de su condición, llamó a gritos a la Guardia Suiza.

Los suizos, con sus petos de acero y sus mangas rojas, restauraron el orden con las picas alzadas, interponiéndose entre Colonna y Antonio Barberini, así como el resto de venerables contendientes, que gritaban y maldecían como posesos, con las túnicas rojas y las caras enrojecidas separadas sólo por los pacificadores de mangas carmesí, generosamente cubiertos con la sangre de labios y coronillas heridos. Una escena teñida de rojo. Los hombres de Borgia repartieron copias de su denuncia al salir de la sala. Después de eso, Urbano no pudo hacer otra cosa que subirse al confiscado estrado para recalcar sus prerrogativas, pero a esas alturas, sus partidarios, con la respiración entrecortada, apenas habían alcanzado a oír sus palabras.

Era lo más parecido a una revuelta abierta contra el papa que se podía imaginar.

La noticia de esta pelea a puñetazos entre cardenales no tardó en propagarse. Niccolini, en una carta a la corte de Florencia, predecía que, a partir de entonces, las acusaciones públicas de herejía se convertirían en el principal instrumento del partido español para presionar a la Curia. Urbano tendría que moverse con cuidado. Algunos extremistas del bando español, incluido el cardenal Ludovisi, amenazaban con emprender un proceso de deposición papal. Sin la menor duda, Urbano estaba a la defensiva. La revuelta en el consistorio había demostrado con toda claridad que sólo podía contar con su propia familia para recibir apoyo real. Por suerte, ya había concedido numerosos cargos en el Vaticano a los Barberini, así que tenía recursos diversos para devolver los golpes a los españoles. Para empezar, exilió de Roma a Ludovico Ludovisi.

Sin embargo, al propio Borgia, como embajador del rey de España y como miembro de esta familia, no podía tocarlo. En Roma, la mayoría de los observadores tenían la sensación de que hasta que Urbano pudiera acabar con Borgia o hasta que éste muriera, no podría hacer otra cosa que participar en el juego que el otro había iniciado. Tenía que demostrar su liderazgo emprendiendo una cruzada contra la herejía. Lo que significaba que, en ciertos aspectos, Borgia y los españoles ya habían ganado. La alta cultura barberiniana había quedado atrás y el mirabile congiunture era cosa del pasado.

De modo que la prohibición del Dialogo de Galileo no era más que otro elemento en este giro del paisaje político italiano. En cuanto el libro vio la luz, casi todos los enemigos de Galileo se quejaron ante el Santo Oficio de su publicación, lo que supuso el comienzo de la cacería. Riccardi estaba aterrorizado, puesto que no podía negar que lo había aprobado. Estaba dispuesto a hacer lo que fuese con tal de aplacar a Urbano y conseguir que se olvidara de este asunto. Así que, a finales del verano de 1632, el libro fue prohibido y ordenaron a Galileo que se presentara personalmente en Roma para dar explicaciones.

Una orden como ésta ya era un juicio en sí misma, como Galileo sabía muy bien. No se trataba de un juicio ordinario; el Santo Oficio de la Congregación tomaba sus decisiones con antelación, en secreto, y luego convocaba a los condenados para comunicarles la sentencia. Por consiguiente, durante aquel otoño de 1632, Galileo hizo todo lo que pudo para tratar de eludir el viaje. Al principio, el gran duque Fernando II y su corte lo apoyaron en sus esfuerzos, como intermediarios y como defensores, porque también ellos tenían mucho que perder si su filósofo y matemático era juzgado por herejía. Preguntaron al papa en su nombre si, dado su mal estado de salud, podía someterse a examen por escrito desde su casa de Arcetri.

La respuesta llegó desde Roma: no.

Respondieron para preguntar si el interrogatorio podía realizarlo el oficial florentino de la Inquisición.

La respuesta volvió a ser la misma: no. Debía presentarse en Roma.

Galileo, postrado en cama, escribió para explicar que a la avanzada edad de setenta años (tenía sesenta y siete), su estado de salud era demasiado malo como para realizar un viaje semejante.

Al cabo de un mes, lo visitó en su casa un oficial florentino de la Inquisición para comprobar su estado de salud. Galileo lo recibió en la cama, quejumbroso, febril y ojeroso. Parecía una actuación, aunque lo cierto es que el personal de la casa lo había visto así centenares de veces. Entregó al representante de la Iglesia una nota escrita por sus tres doctores, para que la leyera y luego la trasladara a Roma:

«Encontramos que su pulso sufre intermitencias cada tres o cuatro latidos. El paciente sufre de ataques frecuentes de mareos, de melancolía hipocondríaca, de debilidad de estómago, de insomnio y de dolores corporales. También hemos observado una grave hernia, con ruptura del peritoneo. Todos estos síntomas podrían ser peligrosos para una vida a la menor agravación».

Esta nota, junto con el informe del clérigo, se envió a Roma, El papa se puso furioso al recibirla y envió pronta respuesta. Galileo debía presentarse en Roma voluntariamente o lo llevarían allí cargado de cadenas.

Era demasiada presión para el gran duque Fernando. Sólo tenía veinte años y Urbano ya le había arrebatado por la fuerza el ducado de Urbino, donde había reemplazado al legítimo heredero Medici por un partidario suyo. Fernando se había dejado intimidar, decía la gente. Fuera la que fuese la razón, decidió no hacer nada más para defender a Galileo. Lo cierto es que no era un buen momento para oponerse al papa. Nunca era buen momento para algo así, claro, pero aquél lo era menos que nunca, o al menos eso es lo que le explicaron a Galileo el nuevo secretario de Fernando, Cioli, y sus colaboradores en el patio de Il Gioello, al tiempo que le aseguraban que contaría con todo el apoyo del gran duque, que lo llevarían a Roma en una estupenda litera y que se alojaría allí como invitado del gran duque, cosa que no había sucedido en sus visitas anteriores, de modo que podría vivir con todas las comodidades en la Villa Medici, etcétera. No había nada que temer. El embajador Francesco Niccolini era un diplomático muy astuto que lo ayudaría con todos los medios a su disposición. No había forma de evitarlo, terminaron. Debía ir.

Al resignarse a la noticia, el rostro de Galileo exhibió una curiosa mezcla de sorpresa, consternación y algo parecido al fatalismo. Reconocía el momento. Había llegado su juicio.

Antes de su partida hacia Roma, Galileo fue a ver a María Celeste y a Arcángela una última vez. Arcángela continuó sin hablarle, claro, y se limitó a mirar las paredes con aire triunfante, como si hubiera rezado pidiendo aquel juicio y estuviera feliz de verlo llegar al fin. Galileo no conversó con María Celeste hasta que se llevaron a Arcángela de la sala.

Luego se sentaron a la luz del sol que entraba por la ventana, cogidos de la mano. María Celeste sobrevivía gracias a su fe, Galileo lo sabía. La Iglesia lo era todo para ella, y la magnitud del afecto que sentía por su padre se evidenciaba en el hecho de que lo había convertido en santo de su panteón personal. La increíble orden del papa había destruido todo esto, y por esa razón en aquel momento lloraba con cortos y contenidos sollozos, como si estuviera partida en dos pero tratara de disimularlo por educación. Sus entrecortados jadeos eran un sonido que Galileo recordaría con frecuencia en los meses de insomnio venideros. Sin embargo, en aquel momento también él se sentía partido en dos y aquejado por sus propios temores. Estaba ensimismado y no podía ofrecerle tanta atención como de costumbre. Todo aquel otoño se había sentido en calma, hasta podría decirse que sereno. Cartophilus sabía que había sucedido algo extraordinario en su último síncope, pero su amo no soltaba prenda sobre ello, así que no había forma de saber si la razón de su estado era ésa. Parecía tener fe en que las cosas acabarían por salir bien. Pero ahora su mirada era más sombría. Le dio unas palmaditas a su hija en la cabeza y partió hacia Roma.

Fue un duro viaje invernal, en aquel enero de 1633. Era la sexta vez que iba a Roma y, del mismo modo que las anteriores, todo estaba igual y al mismo tiempo todo era diferente. Esta vez el mundo se había tornado más oscuro y parecía hecho de lodo. La peste campaba a sus anchas y una cuarentena parcial lo mantuvo veinte días en Acquapendente, donde vivió únicamente a base de pan, vino y huevos. No tenía ninguna prisa por llegar a Roma, pero era mucho tiempo para pensar, para preocuparse, para lamentarse. Cómo anhelaba el ajetreo de los días ordinarios…

Entretanto, en Roma, Niccolini solicitó una audiencia con el papa para transmitirle los reparos del gran duque por el nombramiento de los clérigos que iban a juzgar el libro de Galileo. Esto era lo más parecido a una auténtica protesta por el juicio a lo que se atrevería a llegar el gran duque, y aunque tenía pocas probabilidades de dar frutos, Niccolini podía usar el encuentro para tratar de averiguar quién estaba detrás de la anulación del permiso de publicación del libro de Galileo y su brusca llamada a Roma. Con suerte, una comprensión mejor de la causa los ayudaría a preparar mejor su defensa.

El encuentro no fue un éxito. De regreso a Villa Medici, Niccolini escribió una detallada transición de la misma al joven gran duque y a Cioli, su nuevo secretario. Se había desarrollado, escribió, «en una atmósfera muy emocional. También yo comienzo a creer, como muy bien expresa vuestra señoría, que el cielo está a punto de caer. Mientras hablábamos sobre el delicado asunto del Santo Oficio, su santidad sufrió una gran explosión de cólera y, sin previo aviso, me dijo que nuestro Galilei había osado aventurarse donde no tendría que haberlo hecho, en los temas más serios y peligrosos que podrían removerse en tiempos como estos».

Esto era raro, porque durante los últimos años, el papa había dado personalmente permiso a Galileo, y en más de una ocasión, para escribir sobre el sistema copernicano del mundo. Cosa que Niccolini, de hecho, le había recordado. «Le respondí que el signor Galilei no había publicado nada sin la aprobación de sus ministros, y que con ese mismo fin yo mismo había obtenido el prefacio y lo había enviado a Florencia.

»Me replicó, con idéntico arrebato de furia, que Galileo y Ciampoli lo habían engañado».

Y continuó, decía Niccolini, enumerando con gran profusión de detalles las cosas que Galileo había prometido para hacer aceptable el texto y que no había cumplido, así como las promesas que, en el mismo sentido, habían realizado Ciampoli y Riccardi, desmentidas luego por el propio texto y por las mentiras contadas por todos los implicados.

Niccolini se había visto obligado a aceptar todo esto tal cual se le decía, a pesar de que no tenía demasiado sentido para él, habida cuenta de las numerosas seguridades dadas por Galileo en el sentido de que sus afirmaciones eran sólo ex suppositione. Pero Niccolini no sabía nada de la denuncia anónima de Il Saggiatore, en la que se acusaba a Galileo de negar la doctrina de transustanciación. A causa de eso siguió insistiendo en la cuestión copernicana, que era la causa aparente de la prohibición y el arresto.

«Repliqué que sabía que su santidad había nombrado una comisión con objeto de investigar el libro del signor Galileo, y que, dado que podía haber algunos de sus miembros que odiaran al signor Galilei (como así es), suplicaba humildemente a su santidad que accediera a darle la ocasión de justificarse. Entonces su santidad respondió que, en cuestiones del Santo Oficio, el procedimiento era redactar una censura y luego pedir al defendido que se retractara.

Pero Niccolini había insistido en la defensa de Galileo:

—¿No le parece por tanto a su santidad que Galileo debería conocer con antelación las objeciones que han provocado la censura y lo que preocupa al Santo Oficio?

Urbano, con la cara enrojecida, había replicado violentamente:

—Le decimos a vuestra excelencia que el Santo Oficio no hace estas cosas ni procede así, que estas cosas no se exponen con antelación para nadie. Esa no es la cuestión. Además, él sabe muy bien dónde residen los problemas, puesto que los hemos discutido y los ha oído de nos.

—Os ruego que tengáis en cuenta que el libro está dedicado al gran duque de Toscana —trató Niccolini de recordarle al papa.

A lo que repuso Urbano:

—¡Hemos prohibido obras dedicadas a nos! En asuntos como éstos, que implican gran daño a la religión, de hecho, el peor que jamás se ha conocido, su alteza el gran duque también debería contribuir a impedirlo, siendo como es un príncipe cristiano. Que se cuide de no verse involucrado en esto, porque no saldría del asunto de manera honorable.

Niccolini se mantuvo firme.

—No quisiera importunar a su santidad, pero no creo que su santidad quiera imponer la prohibición de un libro ya aprobado sin al menos oír primero al signor Galilei.

—Este es el mínimo castigo que puede esperar —respondió Urbano con tono sombrío—. Que tenga cuidado, no vaya a convocarlo el Santo Oficio. Hemos nombrado una comisión de teólogos y otras personas versadas en diversas ciencias, quienes están sopesando el asunto hasta el menor detalle, palabra por palabra, puesto que estamos tratando con el tema más perverso con el que podría uno toparse. Escribidle a vuestro príncipe que la doctrina en cuestión es sumamente perniciosa, por lo cual su excelencia debe andar con mucha cautela. Y sabed que la información que os estamos comunicando es secreta, de modo que, aunque podéis compartirla con vuestro príncipe, también él debe guardarla en secreto. Hemos usado el máximo tiento con el signor Galilei, le hemos explicado cosas que sabemos ciertas y no hemos enviado el caso a la Congregación de la Santa Inquisición, como sería normal, sino a una comisión especial creada a tal efecto. ¡Hemos demostrado mejores modales con Galileo que él con nosotros, puesto que él nos ha engañado!

«Fue por tanto un encuentro desagradable, —concluyó Niccolini con un estremecimiento, una vez descrita la conversación en su totalidad—, y mi sensación fue que el papa no podía tener peor disposición hacia el pobre signor Galilei. Creo que es necesario llevar el asunto sin violencia y tratar con los ministros y con el señor cardenal Barberini en lugar de con el papa, pues cuando a su santidad se le mete algo en la cabeza, es asunto zanjado, sobre todo si uno se opone a él, lo amenaza o lo desafía, dado que en tales casos se endurece y no muestra consideración alguna ante nadie. En circunstancias como éstas, el mejor curso de acción es contemporizar y tratar de influir en él con persistente, habilidosa y prudente diplomacia».

Que era lo que Niccolini había procurado hacer durante el resto de aquel otoño y durante el invierno. Recibió de Riccardi seguridades en el sentido de que, probablemente, todo fuese bien, pero también una advertencia, que procedió a transmitir a sus superiores:

«Sin embargo, y por encima de todo lo demás, me asegura, con la confidencialidad y el secreto que siempre utiliza, que en los archivos del Santo Oficio han encontrado algo que bastaría por sí solo para arruinar totalmente al signor Galilei».

Se trataba de la exposición de Segizzi sobre el asunto de la prohibición emitida por Bellarmino en 1616, como Riccardi terminaría por contar a Niccolini. La carta oculta había salido de su agujero del Vaticano.

Pero ciertos espías añadían a esta información el hecho de que la denuncia anónima de Il Saggiatore, realizada en 1624, también se había reubicado. Así que Galileo afrontaba dificultades en dos frentes, sólo uno de los cuales se debía a las maniobras defensivas de Sarsi.

Las fuentes del propio Niccolini sólo le habían hablado de algo misterioso sin llegar a especificarlo y en su siguiente audiencia con el papa se confirmó la sospecha expresada ante el gran duque y Cioli, en el sentido de que estaba sucediendo algo extraño que no entendían. En dicha audiencia, el papa pidió a Niccolini, tal como informó el propio embajador, «que advirtiera al gran duque de que no permitiera al signor Galilei difundir opiniones problemáticas y peligrosas so pretexto de que dirigía una escuela para gente joven, porque había “oído algo” (ignoro el qué).»

Había fuerzas en Roma que se habían puesto en movimiento con la perspectiva de aquel juicio.

Villa Medici seguía casi igual que dieciocho años antes: un edificio blanco, grande y macizo, rodeado de extensos jardines ornamentales con profusión de antiguas estatuas romanas que se fundían lentamente en suaves plintos de mármol. Francesco Niccolini dio la bienvenida a Galileo con la máxima solicitud, en marcado contraste con las recepciones que le había deparado en anteriores visitas. Inexplicablemente, cada vez que visitaba Roma su posición era distinta a la anterior. Era un lugar de ensueño. O de pesadilla, como aquella vez. Pero en medio de aquella pesadilla —de manera tan incongruente como agradecida— brotaba de repente aquel rostro amigable y generoso.

—Estoy aquí para ayudaros en todo lo que pueda —dijo Niccolini, y Galileo pudo ver en su rostro que era cierto.

—¿De dónde sale tan buena gente? —preguntó Galileo a Cartophilus aquella tarde, mientras el viejo criado abría su equipaje. Esta vez, las ventanas de sus aposentos estaban orientadas hacia el este y las habitaciones tenían techos muy elevados. Eran preciosas.

—Los Niccolini siempre han sido gente importante en Florencia —dijo Cartophilus con voz monótona sin apartar la mirada del gran armario en el que estaba guardando las camisas de Galileo.

Galileo silbó entre dientes con fuerza.

—Éste no es un Niccolini cualquiera.

Lo fuese o no, era un anfitrión generoso y un buen defensor. Organizó encuentro tras encuentro para pedir la ayuda de los cardenales más importantes y participó en muchas de ellas para solicitarla personalmente. Abordó la cuestión desde todas las perspectivas posibles, sin descuidar la vía principal, que no era otra que conseguir otra audiencia con el propio Urbano para tratar de obtener, en la medida de lo posible, un trato indulgente para el viejo astrónomo, aludiendo a su condición de miembro de la corte toscana y a su avanzada edad.

Sin embargo, como describió Niccolini en la carta enviada a Cioli en Florencia, ninguno de esto argumentos conmovió al pontífice.

«Me contestó que el caso del signor Galilei será debidamente examinado, pero que hay un argumento al que nadie ha sido capaz de responder: esto es, el de que Dios es omnipotente y puede hacer lo que le place, y siendo asi, ¿por qué queremos maniatarlo? Le dije que no estaba capacitado para discutir de tales temas, pero había oído decir al signor Galilei en persona que, primero, no tiene por cierta la idea de que la Tierra se mueva, y segundo, dado que Dios podría haber hecho el mundo de varias maneras diferentes, tampoco se puede negar, después de todo, que podría haberlo hecho así. Sin embargo, el papa se enfureció al oír esto y me dijo que no se le debe imponer ninguna necesidad a Dios. Al ver que estaba perdiendo los estribos, decidí dejar de hablar de temas que no comprendo bien para no actuar en detrimento del signor Galilei. Así que le dije que, en pocas palabras, Galileo había venido para obedecer y retractarse de todo aquello por lo que se le pudiera culpar en relación con la religión. Y luego, para no correr el riesgo de ofender también al Santo Oficio, cambié de tema».

Antes de que terminara la audiencia, Niccolini solicitó que se permitiera a Galileo permanecer en Villa Medici incluso durante el juicio, pero el papa denegó esta solicitud diciendo que se pondrían a su disposición unos buenos aposentos en el Santo Oficio, dentro del Vaticano.

«Al llegar a casa no dije nada a Galileo sobre el plan de trasladarlo al Santo Oficio durante el juicio, pues estaba convencido de que esto le provocaría gran quebranto y quería ahorrarle la preocupación hasta el final, sobre todo teniendo en cuenta que aún no sabemos qué quieren de él.

»No me gusta la actitud de su santidad, que no se muestra nada conciliador».

Dejaron a Galileo esperando en Villa Medici y sus jardines durante más de dos meses. No había nada que hacer salvo sentarse en el exterior y ver cómo se movían las sombras sobre los relojes de sol, pensar y soportar la espera. Los días se sucedían unos a otros, siempre idénticos.

El 9 de abril de 1633, su antiguo estudiante el cardenal Francesco Barberini se presentó en Villa Medici para romper el largo silencio. Advirtió a Niccolini de que el juicio comenzaría pronto y de que, en efecto, Galileo se alojaría en las dependencias del Santo Oficio mientras durase.

«Sin embargo —escribió Niccolini a Cioli—, no pude ocultarle ni el mal estado de salud del pobre hombre, puesto que había pasado dos noches enteras gimiendo y quejándose de dolores artríticos, ni su avanzada edad, ni las penurias que sufriría como consecuencia de un proceso así».

Niccolini, por consiguiente, siguió insistiendo con Urbano.

«[…] Esta mañana he hablado con su santidad sobre el particular y me ha dicho que sentía que el signor Galilei se hubiera visto involucrado en este tema, que él considera muy serio y de enormes consecuencias para la religión.

»No obstante, el signor Galilei intenta defender sus opiniones con mucha vehemencia, pero le he exhortado, con el objeto de obtener una resolución rápida, a que no intente mantenerlas y a que se someta a lo que vea que quieren que defienda o crea sobre cualquier tema relacionado con el movimiento de la Tierra. Se mostró sumamente preocupado al oír esto, y la verdad es que desde entonces parece tan deprimido que temo mucho por su vida.

»La casa entera le ha cogido muchísimo cariño y lamenta de manera imposible de expresar lo que le está sucediendo».

Los espías y correveidiles estaban propagando toda clase de historias sobre la situación, pero desde el bando de Galileo aún no estaba claro lo que estaba sucediendo en el Vaticano ni por qué. Pero lo entendieran o no, el día acabó por llegar y comenzó el juicio. El 12 de abril de 1633, a las diez de la mañana, escoltaron a Galileo por el arco de las Campanas hasta el palacio del Santo Oficio en el Vaticano, un edificio abovedado al sur de la catedral de San Pedro. Unos guardias suizos escoltaron al pequeño contingente de inquisidores y al acusado por una serie de pasillos hasta una sala de reducidas dimensiones, con las paredes cubiertas de yeso blanco y decorada sólo con un gran crucifijo. Una mesa de gran tamaño ocupaba el centro de la sala. Los inquisidores se colocaron tras ella, el acusado delante y la monja dominica que haría las veces de escriba se sentó a un largo escritorio situado a un lado. En el pasillo quedaron unos criados, sumidos en un discreto silencio.

El inquisidor principal era uno de los cardenales, Vincenzo Maculano da Firenzuola, un flaco dominico de la misma estatura, aproximadamente, que Galileo. Una vida de ascetismo le había dejado la piel del rostro tan arrugada y los ojos tan hundidos que casi parecía más viejo que el anciano astrónomo, a pesar de que sólo contaba cuarenta y cinco años. Tenía una boca grande y una nariz pequeña.

Al comienzo del juicio su mirada era penetrante, aunque su boca exhibía un gesto relajado, e incluso amigable.

—Es hora de hacer una declaración —dijo con tono amable.

Convocado a Roma, apareció en el palacio del Santo Oficio, en los aposentos habituales del reverendo padre comisario, en presencia del reverendo padre fray Vincenzo Maculano da Firenzuola, comisario general, y de su ayudante el reverendo padre Carlo Sinceri, fiscal del Santo Oficio, etc.

Galileo, hijo del fallecido Vincenzio Galilei, florentino, de setenta años de edad, quien, tras comprometerse en solemne juramento a decir la verdad, fue preguntado por los reverendos padres en los siguientes términos.

Se le preguntó: por qué medios y hacía cuánto tiempo había llegado a Roma.

Respuesta: Llegué a Roma el primer domingo de Cuaresma, en una litera.

El cardenal Maculano hacía las preguntas (y la monja las registraba) en latín, mientras que las respuestas de Galileo se realizaban y escribían en italiano. Al oír por primera vez el vernáculo toscano de Galileo, Maculano levantó la mirada desde su mesa, sorprendido, pero tras un momento de vacilación no interrumpió al interrogado ni le pidió que respondiera en latín. Simplemente, su pregunta siguiente volvió a formularla en esta lengua:

—¿Habéis venido por vuestra propia voluntad, os han convocado u os ha ordenado venir alguien desde Roma, y quién, en tal caso?

Galileo respondió con tanta seriedad como si aquel fuese el quid de la cuestión:

—En Florencia el padre inquisidor me ordenó que acudiera a Roma para presentarme ante el Santo Oficio con el fin de asistir a una investigación realizada por sus miembros.

—¿Conocéis, o podéis deducir, la razón por la que se os ha ordenado venir a Roma?

—Imagino que la razón por la que se me ha ordenado que me presente ante el Santo Oficio en Roma —dijo Galileo— es responder por el libro que acabo de publicar. Lo deduzco a causa de la orden emitida al impresor y a mí mismo, pocos días antes de que se me ordenara venir a Roma, en el sentido de que no publicáramos más ejemplares, así como porque el padre inquisidor ordenó al impresor que enviara el manuscrito original del libro al Santo Oficio en Roma.

Maculano asintió.

—Por favor, explicad el carácter del libro por el que, en vuestra opinión, se os ha ordenado venir a Roma.

—Es un libro escrito, en forma de diálogo, que versa sobre la constitución del mundo, esto es, sobre sus dos sistemas principales. También trata de la disposición del firmamento y de sus elementos.

—Si os mostráramos dicho libro, ¿estaríais en condiciones de identificarlo?

—Eso creo —asintió Galileo—. Creo que, si se me muestra el libro, lo reconoceré.

Maculano levantó una mirada penetrante. ¿Era un sarcasmo? ¿Un triste intento de hacer una broma? El tono monocorde y la expresión inocente del acusado no permitían interpretaciones. Estaba muy serio y concentrado. Saltaba a la vista que el asunto era muy importante para él. Como debía ser. Su mirada estaba clavada en la cara de Maculano. Si había alguna parte de él que aún trataba de responder con réplicas ingeniosas o comentarios sarcásticos, estaba muy, muy adentro, y seguramente sólo podía escapar en bocanadas rápidas e incontrolables, afirmaciones insólitas que no eran más que los vestigios restantes de una vida entera dedicada a aplastar a sus rivales en los debates.

Pero este rival era demasiado peligroso como para tocarlo. Maculano sólo dejó pasar unos momentos más. ¿Estaba apreciando la ironía de Galileo o sólo pretendía advertirlo de que no era el momento de hacer tonterías? Para Galileo era tan difícil saber en qué estaba pensando Maculano como para éste determinar lo que había querido decir aquél. Siguieron mirándose, impasibles. De repente, los que estábamos observando comprendimos cómo iba a ser aquello: un ejercicio tan retórico como el ajedrez, pero con un verdugo detrás del hombre que jugaba con las negras. Era uno de los científicos más inteligentes de todos los tiempos, pero el ajedrez no es ciencia y aquello no era exactamente ajedrez.

¿Y quién jugaba con las blancas? ¿Quién era el enjuto Maculano de Firenzuola? Un dominico de Pavía, un funcionario del Santo Oficio, una mediocridad en quien no había reparado nadie hasta aquel momento. Una vez más, un nuevo jugador salía de las sombras para contradecir la idea de que el elenco de personajes fuera fijo o lo conociese en su totalidad alguno de los implicados. O estuviera completo.

Tras mostrársele uno de los libros impresos en Florencia en 1632, cuyo título era Diálogo de Galileo Galilei sobre los dos principales sistemas del mundo, el ptolemaico y el copernicano, y después de mirarlo e inspeccionarlo cuidadosamente, dijo:

—Conozco el libro muy bien. Es uno de los que se imprimieron en Florencia. Y lo reconozco como mío y escrito por mí.

Dijo lo anterior sin inflexión alguna, pero la inspección de la obra se había realizado con lentitud, como reflejo quizá de la pausa de Maculano y tal vez para arrojarle su silenciosa advertencia a la cara.

Al verlo, Maculano volvió a esperar más de lo que parecía necesario. Finalmente, con un leve tinte de parsimonia o énfasis, como para advertir de nuevo a Galileo, preguntó:

—¿Reconocéis también como propias todas y cada una de las afirmaciones que se contienen en él?

A esto Galileo respondió con rapidez, casi con impaciencia.

—Reconozco el libro que se me ha mostrado, pues es uno de los que se imprimieron en Florencia. Y reconozco que todo lo que contiene ha sido escrito por mí.

—¿Cuándo y dónde redactasteis el libro y cuánto tiempo os llevó hacerlo?

—Por lo que se refiere al lugar —respondió Galileo—, empecé a escribirlo en Florencia, hace diez o doce años. Me habrá llevado unos siete u ocho, aunque no de manera continua.

—¿Habíais estado en Roma antes, especialmente en el año 1616, y con qué motivo?

—Estuve en Roma en el año 1616, sí —confirmó Galileo como si estuviera respondiendo a una pregunta de verdad. Había sido una visita muy famosa. También enumeró todas sus visitas siguientes a Roma y explicó que la última de ellas había tenido por objetivo obtener permiso para publicar el Dialogo. Continuó explicando que la visita de 1616 decidió realizarla porque «habiendo oído objeciones a la opinión de Nicolaus Copérnico sobre el movimiento de la Tierra, quería asegurarme de que sus ideas eran totalmente pías y católicas, así que vine a informarme de cuál era la doctrina de la Iglesia sobre esta cuestión».

—¿Vinisteis por propia voluntad o se os llamó? Y, en tal caso, ¿cuáles fueron las razones para hacerlo?

—En 1616 vine por propia voluntad, sin que me llamaran, por la razón que he mencionado —respondió Galileo con firmeza, como si estuviera corrigiendo la respuesta errónea de un alumno en una clase. Maculano asintió y Galileo continuó—: Hablé del asunto con algunos cardenales que, por aquel entonces asesoraban al Santo Oficio, en especial los cardenales Bellarmino, Aracoeli, San Eusebio, Bonsi y d’Ascoli.

—Y, concretamente, ¿cuál fue el contenido de vuestras conversaciones con los cardenales mencionados?

Galileo aspiró hondo.

—Querían que los informara sobre las doctrinas de Copérnico, cuyo libro no es fácil de entender para quienes no son matemáticos y astrónomos profesionales. En concreto, deseaban entender la disposición de las esferas celestes según las hipótesis de Copérnico, quien coloca al sol en el centro de las órbitas planetarias, seguido por Mercurio, luego por Venus, después por la luna alrededor de la Tierra, y alrededor de ésta Marte, Júpiter y Saturno. Y, por lo que se refiere al movimiento, establece que el sol está estacionario en el centro, mientras que la Tierra gira alrededor de éste, esto es, sobre sí misma con movimiento diario y alrededor de él con movimiento anual.

Maculano observaba a Galileo con mucho detenimiento, pero el anciano explicó todo esto con la máxima tranquilidad.

—¿Qué se decidió entonces sobre el asunto?

—La Sagrada Congregación decidió entonces que esta opinión, tomada de manera absoluta, es contraria a las Sagradas Escrituras y que sólo podría admitirse ex suppositione. —Galileo usó el término en latín, puesto que tenía un significado teológico y legal preciso. Luego añadió—: Que es como la expone el propio Copérnico.

Esta fue la primera de las mentiras dichas por Galileo bajo juramento. Copérnico había afirmado con total claridad en varias partes de sus libros que consideraba su explicación de los movimientos planetarios tanto matemáticamente impecable como literalmente correspondiente al mundo físico. Galileo lo sabía. Y, muy probablemente, Maculano también.

Si era así, el dominico decidió no hacer sangre del asunto.

—¿Y qué os dijo su eminencia el cardenal Bellarmino sobre esta decisión? ¿Dijo algo más sobre el asunto? Y, en caso afirmativo, ¿el qué?

—El cardenal Bellarmino —respondió Galileo con firmeza— me dijo que las opiniones de Copérnico se podían mantener ex suppositione, como había hecho el propio Copérnico. Su eminencia sabía que yo las defiendo ex suppositione, justamente como el propio Copérnico.

Tres veces la mentira, como Pedro al negar a Cristo. Maculano estaba frunciendo profundamente el ceño. Pero Galileo continuó. Citó la carta escrita por Bellarmino al padre carmelita Foscarini, tras las audiencias de 1616; llevaba consigo una copia, que sacó de un pequeño paquete de documentos para leerla:

—«Me parece que tanto vos, padre, como el signor Galileo estáis procediendo de manera prudente al limitaros a hablar ex suppositione en lugar de hacerlo de manera absoluta».

Maculano se encogió de hombros.

—¿Qué se decidió entonces y se os hizo saber con toda claridad en el mes de febrero de 1616?

Galileo respondió sin vacilar:

—En febrero de 1616, el cardenal Bellarmino me dijo que, dado que las opiniones de Copérnico, tomadas de manera absoluta, eran contrarias a las Sagradas Escrituras, no se podían mantener ni defender, pero sí se podían tomar y utilizar ex suppositione. De conformidad con esto guardo un documento certificado, emitido por el cardenal Bellarmino en persona con fecha del 26 de mayo de 1616, en el que dice que la opinión de Copérnico no se puede mantener ni defender al ir en contra de las Sagradas Escrituras. Quisiera presentar una copia. Aquí está.

Con estas palabras, mostró a Maculano un papel con una docena de líneas manuscritas.

—Tengo el original de este documento aquí conmigo, en Roma —añadió—, y está escrito por la mano del mencionado cardenal Bellarmino.

Maculano cogió la copia y la introdujo como prueba marcándola como «Documento B». Su rostro era impasible y no había forma de saber si la existencia de la carta suponía una novedad para él o no. Desde luego, un certificado firmado por Bellarmino en el que se daba permiso a Galileo para discutir sobre el copernicanismo ex suppositione parecía constituir una prueba irrefutable de que si Galileo había escrito algo hipotético sobre Copérnico lo había hecho con el permiso de la Iglesia. Lo cual significaba que la acusación que lo había llevado hasta allí carecía de fundamento. Por lo cual, a su vez, el Santo Oficio sería culpable de un error… o incluso de un ataque infundado y malicioso.

Pero Maculano no parecía preocupado. Preguntó a Galileo en qué términos había hablado con Bellarmino y si había algún testigo. Galileo relató la conversación en los aposentos de Bellarmino, sin olvidarse de mencionar a Segizzi y los demás dominicos que habían estado allí.

—Si os leyera una transcripción de lo que se os ordenó —dijo Bellarmino— ¿lo recordaríais?

—No recuerdo que se me dijera ninguna otra cosa —respondió Galileo con un leve atisbo de inquietud por esta persistencia—. Ni sé si sabría recordar lo que se me dijo, aunque me lo leyeran.

Maculano le tendió entonces un documento, que, según dijo, era el texto de la admonición, entregado a él por el propio Bellarmino.

—Comprobaréis —dijo mientras Galileo la leía rápidamente—, que esta admonición, que se os entregó en presencia de testigos, afirma que no podéis mantener, defender ni enseñar en modo alguno dicha opinión. ¿Recordáis cómo y quién os dio dicha orden?

La tez colorada de Galileo había palidecido. Nunca antes había visto aquel documento y no sabía de su existencia. Un supuesto registro escrito de la orden recibida en aquella audiencia, que le prohibía incluso enseñar la doctrina de Copérnico, fuera verbalmente o por escrito. La prohibición de enseñarla o discutirla no estaba en el certificado que le había extendido Bellarmino.

Sin embargo, el nuevo documento no estaba firmado por Bellarmino ni por nadie más. Galileo reparó en ello, así como en el hecho de que estaba escrito al dorso de otro documento. Esto, unido a la ausencia de firma, despertó sus sospechas. Segizzi debía de haberlo sumado al archivo sin saberlo Bellarmino. O puede que fuese incluso una falsificación, confeccionada posteriormente en el reverso de un documento con la fecha de la época y añadido al archivo para dar mayor peso a cualquier caso presentado más adelante contra él. Hasta podían haberlo escrito la semana antes.

Galileo examinó con mirada intrigada las dos caras del documento, dándole vueltas de manera sumamente ostentosa. Inició su réplica con gran lentitud, como si estuviera tanteando los bordes de una trampa para sortearla. Por primera vez, sus respuestas incluían un cierto reconocimiento de incertidumbre. Pero el hecho de que pudiera hablar después de semejante sorpresa era una prueba más de su rapidez de pensamiento.

—No recuerdo que se me transmitiera la admonición por otra vía que la verbal por parte del cardenal Bellarmino. Lo que sí recuerdo es que sus instrucciones especificaban que no podía mantener ni defender… y puede que tampoco enseñar las mencionadas doctrinas. Tampoco recuerdo que contuviese las palabras «de ningún otro modo», aunque es posible que se pronunciaran. Lo cierto es que nunca pensé que fuera así, tras recibir, pocos meses después, el certificado del cardenal Bellarmino, con lecha del 26 de mayo, que he presentado, y en el que se especificaba que no podía mantener ni defender dichas opiniones. Por lo que se refiere a las otras dos frases contenidas en dicha admonición, a saber: «no enseñar» y «de ningún otro modo», no han permanecido en mi memoria, supongo que porque no se contienen en dicho certificado, del que me fiaba y que conservé a modo de recordatorio.

Fue lo mejor que se le ocurrió, y como defensa tampoco estaba mal. A fin de cuentas contaba con una admonición firmada, al contrario que la Inquisición. Apretó los labios y le devolvió la mirada a Maculano, aunque un poco pálido todavía y con una película de sudor en la frente. Lo más probable es que hasta aquel momento no se le hubiera ocurrido que podían falsificar pruebas para incriminarlo. No era una idea tranquilizadora.

Maculano dejó que el silencio se prolongara un instante. Transcurrido éste, prosiguió:

—Tras recibir dicha admonición —hizo un gesto hacia su documento, no el de Galileo—, ¿obtuvisteis algún permiso para escribir el libro que habéis identificado y que luego enviasteis al impresor?

—Tras recibir dicha admonición —replicó Galileo señalando con un gesto su propio certificado, no el de Maculano—, no busqué permiso para escribir el mencionado libro, porque no creí que al hacerlo estuviera contradiciendo las instrucciones recibidas en el sentido de no mantener, defender ni enseñar dichas opiniones, puesto que, a fin de cuentas, lo que estaba haciendo era refutarlas.

Maculano, que había estado estudiando la admonición, levantó bruscamente la cabeza. Lanzó a Galileo una mirada incrédula, comenzó a hablar, hizo una pausa y se llevó un dedo a los labios. Devolvió la mirada a los documentos que descansaban sobre la mesa y estuvo largo rato observándolos. Recogió las páginas cubiertas por sus notas.

Finalmente volvió a levantar la mirada. En aquel momento su expresión era difícil de interpretar, puesto que parecía al mismo tiempo complacido y molesto de que Galileo hubiera tenido la audacia (o la estupidez) de decir una mentira patente estando bajo juramento ante el Santo Oficio de la Inquisición. Hasta entonces, el astrónomo había sostenido que su libro describía las tesis copernicanas como meras suposiciones, como una de dos explicaciones igualmente posibles. Ya de por sí, esto era cuestionable. ¡Pero ahora afirmaba que lo que había hecho era refutar la visión de Copérnico! ¡En el Dialogo, un libro que contenía centenares de páginas de suaves críticas y punzante menosprecio dirigidos al pobre Simplicio! Era un argumento tan débil que casi se podía considerar insultante. El propio libro serviría como prueba de aquella mentira, así que… Posiblemente el enfado de Maculano no se debiera sólo al hecho de que lo insultaran, sino a que Galileo, con tan peligrosas palabras, los hubiera puesto a ambos en una situación muy comprometida. Lo miró fijamente durante largo tiempo, el suficiente para que Galileo pudiera calcular las repercusiones de su precipitada respuesta.

Finalmente, el dominico volvió a tomar la palabra. Recuperó su pregunta anterior, como si quisiera dar a Galileo otra oportunidad para evitar un error tan espectacular.

—¿Obtuvisteis permiso para imprimir ese libro? Y, en caso afirmativo, ¿quién os lo concedió? ¿Lo hizo para vos o para otros?

Con el fin de ganar tiempo para pensar mejor su respuesta, Galileo se embarcó en una larga, detallada e impresionantemente coherente descripción de sus complicadas relaciones con Riccardi y el Santo Oficio en Florencia. Todos ellos habían aprobado el libro. A esto añadió una pormenorizada relación de la compleja cadena de acontecimientos por la que el libro, finalmente, había visto la luz en Florencia y no en Roma, culpando de ello a la peste, en lugar de a la muerte de Cesi. Ésta era una mentirijilla, comparada con la anterior, y seguramente mucho menos importante, aunque era cierto que tras la muerte de Cesi los Linces habían perdido el favor de los jesuitas, por lo que quizá fuese buena idea no mencionarlo en aquel momento y aquel lugar.

Tras unos diez minutos de recorrer sin pausa el último par de años, auténtica demostración de capacidad mental, puesto que al mismo tiempo estaba pensando con todas sus fuerzas en otras cosas, Galileo terminó así:

—El impresor de Florencia imprimió la obra con estricta observancia de todas las órdenes impartidas por el padre maestro del palacio sagrado.

Maculano asintió. Implacable, volvió por segunda vez a su pregunta.

—Cuando pedisteis permiso al mencionado maestro del palacio sagrado para imprimir dicho libro, ¿revelasteis al reverendo padre la admonición recibida anteriormente que habéis mencionado?

Galileo, con los ojos ligeramente hinchados, tragó saliva antes de responder con lentitud:

—Cuando solicité permiso para imprimir el libro, no dije nada al reverendo maestro del palacio sagrado sobre la citada admonición, porque no lo consideré necesario. No temía nada, puesto que, como ya he dicho, en el libro ni se sostenía ni se defendía la opinión del movimiento de la Tierra y la estabilidad del sol. Por el contrario, en dicho libro mostraba la opinión contraria a la de Copérnico y demostraba que las razones de Copérnico no son válidas ni concluyentes.

Se empecinaba, pues, en su mentira.

La habitación quedó en silencio. Durante un momento, todos parecieron paralizados.

Maculano dejó las notas y la copia de la admonición sobre la mesa. Se volvió hacia el padre Sinceri y luego miró de nuevo a Galileo. Su silencio se prolongó y se prolongó mientras su rostro enrojecía levemente. Galileo se mantuvo firme y no apartó la mirada, parpadeó ni extendió las manos. No hizo el menor movimiento. Su rostro estaba pálido, eso era todo. Durante lo que pareció un momento infinito, todo el mundo permaneció inmóvil, como si hubieran caído en uno de los síncopes de Galileo.

—No —dijo Maculano. Hizo un gesto a la monja.

Concluida esta disposición, al signor Galilei se le asignó un cuarto en el dormitorio de los oficiales, sito en el palacio del Santo Oficio, a modo de celda, con instrucciones para no abandonarla sin un permiso especial, so pena a determinarse en su momento por la Sagrada Congregación. Se le ordenó que firmara el documento y se le impuso una orden de silencio.

Yo, Galileo Galilei, he testificado lo que aquí se expone.

La letra de la firma era muy temblorosa. Para cuando terminó de garabatear esta frase, Maculano había abandonado la sala.

Que Galileo afirmara, sometido a un juramento tanto legal como sagrado, que lo que había hecho en su Dialogo había sido tratar de refutar el sistema cósmico de Copérnico dejó atónitos a todos los que lo escucharon. Maculano no se lo esperaba. Nadie podía habérselo esperado, pues iba en contra de la evidencia más elemental, presente casi en cada una de sus páginas.

¿Qué esperaba Galileo que hicieran? ¿Aceptar una mentira flagrante? ¿Creía que no se darían cuenta de que era mentira o, si se daban cuenta, no iban a decirlo? ¿O pensaba acaso que la débil aseveración que, a modo de descarga, había incluido en las últimas páginas iba a borrar las trescientas anteriores? ¿Se podía ser tan estúpido?

No. Nadie podía ser tan estúpido como para pasar por alto el sentido del Dialogo. Galileo había actuado con toda premeditación al redactarlo. Como en todo lo que escribía, se había afanado por conseguir la máxima claridad y la máxima capacidad de persuasión, para ganar los debates a sus adversarios filosóficos por medio de una lógica impecable y unos ejemplos reveladores. Había empeñado en ello todas sus dotes de escritor y encima lo había hecho en toscano, para que pudiera leerlo todo el mundo, y no sólo los eruditos que conocían el latín. Cualquiera podía ver que el propósito del libro estaba muy claro.

Se convocó a la comisión especial de tres clérigos nombrada por Urbano para informar sobre la obra y sus miembros la declararon de manera unánime un tratado en defensa del copernicanismo. Tampoco es que hiciera falta la solidez intelectual de los jesuitas para darse cuenta de ello. El primer comisionado, Oreggi, expuso su evaluación en un solo párrafo, que concluía diciendo «sostiene y defiende la opinión de que la Tierra se mueve y el sol está inmóvil, lo que se pone de manifiesto a lo largo de toda la obra».

El segundo miembro de la comisión, Melchior Inchofer, era un sacerdote poco importante, lívido y colérico, al que habían sacado específicamente de las profundidades del Santo Oficio del índice para realizar aquella tarea. Su informe sobre Galileo era una vituperación extendida a lo largo de siete páginas, en las que se quejaba amargamente de que Galileo «ridiculiza a quienes muestran un firme compromiso con la interpretación habitual de las Escrituras por lo referente al movimiento del sol tildándolos de necios, incapaces de penetrar en las profundidades del asunto y casi retrasados. No concede la condición de seres humanos a quienes sostienen la tesis de la inmovilidad de la Tierra».

Esta última afirmación hacía referencia a uno de los chistes de Galileo, un pasaje del libro en el que decía que algunos de los argumentos anticopernicanos no eran dignos de la definición del hombre como homo sapiens: «Animales racionales —escribió—, que en este caso sólo pertenecen al genus (animales), pero no a la especie (racionales).» A Inchofer no le gustó la broma.

El informe del tercer miembro de la comisión, un tal Zaccaria Pasqualigo, era menos vitriólico que el de Inchofer, pero aún más detallado y, en última instancia, era el más devastador de los tres. Describía el Dialogo argumento a argumento, señalando errores factuales y lógicos. Su momento cumbre era: «Intenta demostrar que, dada la inmovilidad de la Tierra y el movimiento del sol a lo largo de la eclíptica, el movimiento aparente de las manchas solares no tiene sentido. Este argumento se basa en una premisa sobre lo que existe de facto y extrae una conclusión sobre lo que de facto puede existir».

En otras palabras, una tautología. ¡Qué satisfacción para un teólogo el encontrar una tautología en los razonamientos de Galileo, supuestamente superiores!

Así que los informes de los tres miembros de la comisión descansaban allí, sobre las mesas del Vaticano, como clavos de ataúd, junto a la transcripción de la primera declaración realizada por la monja. Galileo contra las pruebas contenidas en su propio libro. La afirmación, realizada bajo juramento, de que el blanco era negro. Era tan flagrante que podía hasta tomarse como insolencia, como desacato al tribunal. No era estúpido, debía de tener algún plan, pero ¿cuál? ¿Y cómo debía responder la Inquisición ante esto?

Pasaron días y días sin que pareciera suceder nada, mientras, entre bambalinas, la maquinaria del Santo Oficio iba triturando el caso con un chirrido que casi se podía oír por toda la ciudad. El acusado estaba bajo arresto en el Vaticano y no podía ir a ninguna parte. Sólo podía verlo su único criado. Cuanto más tiempo pasara, más nervioso se pondría con respecto a su arriesgadísima táctica, fuera la que fuese.

Durante estos días en suspenso, que lentamente se convirtieron en semanas, Niccolini informó de todo lo que pudo a Cioli y al gran duque Fernando. Había preguntado al secretario de Maculano lo que cabía esperar a continuación. El secretario había respondido que el asunto estaba siendo examinado por su santidad el papa, pero que a Galileo se lo estaba tratando «de manera extraordinaria e indulgente» al mantenerlo encerrado en el Vaticano y no en el Castel Sant’Angelo, como se solía hacer con los acusados ante el tribunal de la Inquisición. «Incluso permiten que su criado lo acompañe, pernocte allí y, lo que es más, vaya y venga a voluntad, y también dejan que mis criados le lleven comida a la habitación. Pero deben de haberle prohibido que hable del interrogatorio, puesto que no quiere decirnos nada, ni siquiera si tiene permiso para hablar o no».

Transcurrieron más días. Parecía un punto muerto. Al ordenar a Galileo que acudiera a Roma para hacer frente a un tribunal, Urbano había obligado a la Iglesia a emitir un veredicto contra él. Esto lo sabían todos, incluido el propio Galileo. Por eso había intentado con tanto empeño sustraerse a la obligación de acudir. Pero ahora que se encontraba allí, tenía que haber una condena. Era imposible que la Iglesia reconociera que había cometido un error y que Galileo, por consiguiente, era inocente de todo mal. Sin embargo, eso era lo que él aseguraba que había ocurrido.

¿Es que no se daba cuenta de que podía empeorar enormemente las cosas?

Los días siguieron pasando. La Iglesia contaba con todo el tiempo del mundo. Al arzobispo Di Dominis lo habían tenido tres años así, antes de que muriera después de un interrogatorio. A Giordano Bruno, ocho años.

El cuarto de Galileo se encontraba en uno de los pequeños dormitorios del Vaticano que utilizaban los sacerdotes del Santo Oficio. Habían evacuado la zona en tanto se prolongara su cautiverio, así que Galileo tenía para él solo la fría sala. Tenía a mano a su criado Cartophilus, pero no se le permitía recibir a ninguno de sus amigos y conocidos romanos, ni tampoco lo visitaban los clérigos del Vaticano. Era algo muy parecido a un confinamiento en soledad.

Los aposentos en sí eran apropiados, pero las horas se alargaban hasta parecer interminables. Una vez más, Galileo tenía tiempo para pensar. Demasiado tiempo, de hecho, que era justamente lo que se pretendía. Comenzó a perder el apetito y, como consecuencia de ello, tuvo problemas para digerir y para excretar. Su sueño se vio trastornado. Siempre había sido propenso al insomnio, sobre todo en tiempos de crisis. Ahora, en lo más profundo de las frías noches de primavera, llamaba a Cartophilus para que le llevara una palangana de agua templada o una hogaza de pan. A la luz de las velas, los ojos de Galileo, inyectados en sangre, parecían mirar desde el fondo de una profunda cueva. Tn una ocasión, al acercarse desde el pequeño brasero que tenía junto a la entrada, con una palangana de agua humeante, Cartophilus se encontró al viejo astrónomo paralizado en algo que parecía uno de sus viejos síncopes.

—¿Qué sucede? —preguntó, cansado, el viejo criado.

Pero esta vez sólo era un trance corriente o un sueño. El anciano se había quedado dormido de pie. Gimoteó una o dos veces mientras Cartophilus lo ayudaba a salir de su parálisis e introducía sus manos en el agua caliente.

En este suspenso transcurrieron dieciséis largos días en los que no sucedió absolutamente nada, al menos que supiera nadie fuera de la oficina de Maculano. Como es natural, seguía habiendo espías por todas partes, pero no oían casi nada y lo poco que conseguían saber era contradictorio. Con frecuencia, Galileo urgía a Cartophilus para que averiguara más cosas, y el anciano hacía lo que podía, pero sus oportunidades desde dentro del Vaticano estaban muy limitadas. Los nervios de Galileo habían empezado a hacer mella en él el tercer o el cuarto día de confinamiento. Al cabo de la segunda semana, era una ruina humana.

—Debéis dormir, maestro —le pidió Cartophilus por milésima vez.

—Tengo el certificado del mismísimo Bellarmino, de su puño y letra, en el que se me prohíbe mantener la tesis, pero no discutirla ex suppositione.

—Sí, así es. —Algo que también había dicho como mil veces.

—Su admonición no llevaba firma. Y estaba escrita al dorso de otro documento, una carta fechada en 1616. Estoy seguro de que es una falsificación. Han sacado de los archivos algo de aquel año y la han escrito encima, probablemente este mismo invierno, con el fin de incriminarme, porque no tienen nada.

—Me imagino que os quedaríais helado al verla —dijo Cartophilus.

—¡Desde luego! No daba crédito a mis ojos. Todo quedó desvelado con claridad en el mismo momento. Me refiero a su plan.

—Así que habéis decidido negarlo todo. Asegurar que vuestro libro es una refutación de Copérnico.

Galileo frunció el ceño. Sabía perfectamente que la afirmación era absurda e imposible de defender. Posiblemente no fuera más que una respuesta dictada por el pánico ante la inesperada aparición de la admonición falsificada en manos de Maculano. Era muy posible que lamentara haberlo hecho. Dieciséis días era mucho tiempo.

Cartophilus insistió.

—¿No os recomendó el embajador Niccolini que les siguierais la corriente, que dijerais todo lo que querían? ¿Que dejarais que os dieran un cachete antes de permitiros marchar?

Galileo soltó algo parecido a un gruñido.

Cartophilus vio cómo pugnaba con todo aquello.

—Sabéis que no pueden admitir que la acusación es errónea.

Otro gruñido, su gruñido de oso.

—Podríais escribir al sobrino del papa —sugirió el anciano criado—. ¿No lo ayudasteis a conseguir su doctorado y su posición en Padua?

—Es cierto —dijo Galileo con voz sombría. Y al cabo de un momento añadió—: Tráeme papel y tinta. Mucho papel. —Hasta en los mejores momentos, las cartas de Galileo podían ser muy largas. Esta lo sería mucho, pero no tanto como otras. El cardenal Francesco Barberini ya estaba al corriente de la situación.

Tal como había contado Niccolini en su informe a Florencia, los criados de Villa Medici tenían permiso para atravesar la ciudad y llevar la comida a Galileo todos los días, por lo que no era complicado que circularan los mensajes. Finalmente llegó por este conducto la respuesta del cardenal Francesco Barberini a la petición de ayuda realizada por Galileo. Su santidad seguía tan enfadado por el asunto que era imposible abordarlo. Habría que encontrar una solución que encajase en los procedimientos del Santo Oficio. Y dada la posición de Galileo, imposible de creer además de ser una afrenta para el tribunal, sería complicado. Dicho lo cual, por suerte, Francesco había recibido recientemente una carta de Maculano en la que se evidenciaba que también el dominico estaba intentando encontrar una solución. Se adjuntaba una copia manuscrita de la carta bajo el lienzo que contenía una hogaza de pan en una canasta:

«He informado a los más eminentes miembros de la Sagrada Congregación, quienes han señalado las diversas dificultades que entraña la continuación del caso y su posible conclusión, puesto que, en su declaración, Galileo negó lo que se puede ver con toda claridad, de modo que si continuara en esa postura negativa, sería necesario emplear mayor rigor en la administración de justicia sin preocuparse por las posibles ramificaciones del asunto».

Lo que significaba que si tenían que torturarlo para obtener una confesión, no sólo sería malo para él, sino que, como se trataba de una de las personas más famosas de Europa, y lo había sido durante veinte años, también sería malo para la Iglesia. Y lo que era aún más importante, sería malo para Urbano. El papa había favorecido a Galileo, tratándolo como si fuera su científico personal durante muchos años. Si lo castigaba con severidad, todos llegarían a la conclusión de que había tenido que sacrificar a uno de los suyos para satisfacer al Borgia, lo que lo debilitaría aún más en su pugna con los españoles. De modo que, por su propio interés, a Urbano no le convenía hacer demasiado daño a Galileo… ni aunque el propio interesado se empeñara en ello sosteniendo las más absurdas mentiras ante el Santo Oficio y estando bajo juramento.

¿Era éste el plan de Galileo? ¿Se había arriesgado tanto para que Urbano se diera cuenta de esta verdad? ¿Era eso lo que esperaba? Si era así, se trataba de una apuesta realmente temeraria.

«Finalmente les propuse un plan —continuaba Maculano—: que la Sagrada Congregación me concediera autoridad para tratar extrajudicialmente con Galileo para hacerle entender su error y, una vez conseguido esto, obligarlo a confesarlo. Al principio les pareció una propuesta demasiado arriesgada y no parecían albergar excesivas esperanzas de que pudiera lograrlo mientras me limitara a emplear razones. Sin embargo, al mencionarles la base sobre la que se apoyaba mi plan —base que Maculano no mencionaba en la carta, aunque no era muy difícil deducir que se refería a la amenaza de la tortura—. Sea como fuere, —concluía la carta al cardenal Barberini—, me concedieron esa autoridad».

Esta vez fue una audiencia realmente privada. Sin escribas, sin transcripción de su contenido y sin testigos de ninguna clase. Sólo Maculano y Galileo en una pequeña oficina situada en el dormitorio junto al Santo Oficio; aunque hacía tiempo que había quedado establecido que se podía oír todo cuanto sucedía en la pequeña sala interior si uno estaba en el cuarto de los criados, esperando una posible llamada de Galileo.

Galileo ardía en deseos de hablar. Su voz era más fuerte que la de Maculano y su tono animado, inquisitivo y vivo. Quería saber lo que había estado pasando, quería saber cuál era su situación, quería saber por qué lo visitaba Maculano… y todo ello a la vez.

Maculano se mostró conciliatorio. Dijo a Galileo que estaba allí para hablar con él de la próxima fase del juicio, para asegurarse de que Galileo sabía dónde se encontraba para impedir que surgieran más problemas accidentalmente como consecuencia de nuevos malentendidos.

—Agradezco vuestra cortesía —dijo Galileo. Al cabo de una pausa añadió—: Mi estudiante y amigo, fray Benedetto Castelli, me contó que había hablado con vos sobre estos asuntos.

—Sí.

—Dijo que sois un hombre bueno y devoto.

—Me alegra que piense así. Y espero que sea verdad.

—También me escribió que había hablado de mi libro con vos y que había argumentado con toda la vehemencia que poseía en contra de una posible persecución de mi libro y a favor de las tesis copernicanas y que le dijisteis que estabais de acuerdo con él, que también vos creíais en la explicación de Copérnico.

—Eso no viene al caso ahora —respondió Maculano con calma—. No estoy ante vos como padre Vincenzo Maculano da Firenzuola, dominico. Estoy ante vos como comisario general del Santo Oficio de la Inquisición. Y como tal, necesito que entendáis lo que se requiere de vos para que podáis superar con bien el proceso.

Tras una pausa, Galileo asintió.

—Decídmelo, pues.

—A título privado, pues, sólo entre vos y yo, como dos hombres que hablan de un asunto que les interesa a ambos, cometisteis un error al final de vuestra primera declaración al hablar de lo que pretendíais o no pretendíais decir en vuestro libro. Quiero que me entendáis. Si enfocáis las respuestas en vuestras intenciones, os pondréis en manos de vuestros enemigos. Yo no soy vuestro enemigo, pero los tenéis. Y por razones de Estado, deben recibir satisfacción… o, más bien, deben ser aplacados de un modo que no resulte demasiado insatisfactorio para ellos. Habrá que emitir algún veredicto contra vos. Y si la cuestión son las intenciones de vuestro libro, será muy fácil declararos culpable de herejía…

Dejó estas palabras en el aire durante un momento

—Si, en cambio, se tratara simplemente de que habéis olvidado cumplir en todos sus puntos la admonición emitida contra vos en 1616… Si confesáis ese error, la cosa no sería tan grave.

—¡Pero tengo el certificado de Bellarmino! —protestó Galileo.

—Y también está la otra admonición.

—¡De la que nunca se me informó en su momento!

—Eso no es lo que dice la admonición.

—¡Yo nunca vi ese documento! ¡No está firmado por mí ni por el cardenal Bellarmino!

—Aun así, existe.

Un largo silencio.

—Recordad —dijo Maculano con voz melosa—, tiene que haber algo. Si el juicio se traslada al asunto de vuestras intenciones al escribir el libro, la decisión de la comisión especial que lo ha estudiado es unánime y abrumadora. Habéis defendido las tesis de Copérnico, no sólo ex suppositione, sino de facto y con toda firmeza. No os conviene tener que responder por esto.

Galileo no replicó.

—Y escuchadme —añadió Maculano con un tono más marcado—. Escuchadme bien. Aunque se os concediera licencia para publicar vuestro libro y la descarga de responsabilidad que añadisteis a la primera y a las últimas páginas terminaran por pesar en nuestro juicio más que el resto, es posible que esto no os salvara. Simplemente podría trasladar el foco de la investigación a cuestiones más peligrosas.

—¿A qué os referís? —exclamó Galileo—. ¿Cómo es eso?

—Acordaos de lo que os he dicho; debemos encontrar algo. Decís que no existió una segunda admonición y que vuestro libro recibió licencia para su publicación. Puede que sea verdad. ¿Y entonces qué? Pues debemos encontrar algo.

No hubo respuesta de Galileo.

—Bien, en ese caso —continuó Maculano—, encontraremos algo. Porque hay otras cuestiones problemáticas en vuestra obra. Algunos, por ejemplo, insisten en que la teoría del atomismo que defendisteis en el libro Il Saggiatore constituye una contradicción abierta de la doctrina de la transustanciación, tal como la definió el concilio de Trento. Ésa es una herejía muy peligrosa, como sin duda sabéis.

—¡Pero eso no tiene nada que ver con el caso!

Maculano dejó que el silencio se prolongara un instante.

—Debemos encontrar algo —insistió con tranquilidad—, así que no podéis decir eso. En este caso, todo es pertinente. Es cuestión de vuestras creencias, de vuestras intenciones, de vuestras promesas y de vuestras acciones. De vuestra vida entera.

Silencio.

—Y, siendo así, el mejor desenlace de los posibles es que nos concentremos en la cuestión de procedimiento donde, al parecer, habéis cometido un desliz, y que tiene que ver con la admonición de 1616. La posibilidad de que tal vez hayáis olvidado inadvertidamente una orden y creado un malentendido concerniente a la teoría del copernicanismo es, en otras palabras, la menos mala de las alternativas.

—Yo obedecí la admonición que se me entregó.

—No. No sigáis diciendo eso. Recordad que si seguís insistiendo en ese punto, las cosas podrían empeorar. Las investigaciones del Santo Oficio incluyen rigurosos interrogatorios, como bien sabéis, con métodos que no me gustaría ver utilizados en vuestro caso. Estos interrogatorios siempre obtienen las respuestas que buscan y luego sólo queda ponerse a merced del Santo Oficio. Podríais ser condenado a cadena perpetua en el Castel Sant’Angelo. Ha sucedido otras veces. O podría ser aún peor. Y eso sería un desastre para todos los implicados, ¿no?

—Sí.

—Así que, si aducís olvido, y quizá un pequeño error de juicio por exceso de orgullo, de complacencia, de descuido, o cualquier pecado venial que os plazca, tendremos una base sobre la que asentar el caso. Vuestro castigo podría ser recitar los siete salmos penitenciales todas las semanas durante varios años, o algo similar.

—¡Pero es que tengo licencia para publicar! ¡Hablé del asunto con su santidad en persona!

Empezaba a volverse repetitivo, como una de esas partidas de ajedrez en las que el bando que lleva ventaja tiene que ir empujando, lenta y pacientemente, al rey rival hasta llegar a un punto en el que no le quedan más opciones.

—He de seguir recordándoos que no os conviene continuar por ese camino. El libro ha sido leído por eruditos y jueces competentes que han dedicado la máxima atención a su lógica, sus razonamientos, su retórica, sus argumentos matemáticos y sus anécdotas, y sus informes han sido unánimes al declarar que es una defensa de las tesis copernicanas en toda regla. No podéis esperar que, con sólo añadir unas pocas palabras al final de semejante argumentación vais a cambiar el efecto del contenido total. Sobre todo cuando los errores más sangrantes se colocan en boca de un personaje llamado Simplicio, un aristotélico que, a lo largo de todo el libro, no ha demostrado otra cosa que estupidez. ¡Una especie de alcornoque, un idiota tanto de hecho como de nombre! ¡Las palabras de Urbano, su doctrina, en boca de ese personaje! No puede ser. Vuestro libro, tal como está escrito, deja las cosas muy claras. Sois un buen católico y sin embargo habéis desobedecido una admonición del Santo Oficio, como han determinado los oficiales de la Inquisición. Y algo así podría tener consecuencias desastrosas, como espero que sepáis.

—Lo sé.

—¿De veras? ¿Me entendéis?

—Os entiendo.

—¿Y entonces? ¿Qué pensáis hacer al respecto?

—¡No lo sé! ¡No lo sé! ¡Decidme vos qué debo hacer!

Hubo un largo silencio. Es difícil decir quién suspiró. Los dos hombres respiraban pesadamente, como si hubieran estado peleando igual que luchadores.

—Decídmelo. Decidme qué debo hacer.

Jaque mate.

A su eminencia el cardenal Francesco Barberini:

Ayer por la tarde mantuve una conversación con Galileo donde, tras intercambiar innumerables argumentos, pude, por la gracia del Señor, lograr lo que me había propuesto: conseguir que comprendiera su error y reconociera claramente que con el libro había errado y había llegado demasiado lejos. Expresó todo esto con palabras de sincera emoción, como si el reconocimiento de su error supusiera un alivio para él y dijo que estaba listo para una confesión judicial. Sin embargo, me pidió un poco de tiempo para meditar sobre el modo de transmitir esta confesión con la máxima sinceridad.

No le he comunicado esto a nadie, pero me sentía obligado a informar a su eminencia de inmediato, porque confío en que su eminencia y su santidad estén satisfechos de que, de este modo, el caso haya llegado a un punto en el que se podrá solucionar sin dificultades. El tribunal mantendrá su reputación, el reo podrá ser tratado con indulgencia y, sea cual sea el desenlace final, sabrá el favor que se le ha hecho y podrá demostrar la gratitud que siempre es deseable en casos como éste. Estoy pensando en interrogarlo hoy mismo para obtener la mencionada confesión. Una vez que la tenga, supongo que sólo me quedará interrogarlo sobre sus intenciones y permitirle presentar una defensa. Hecho esto, se le concederá el encarcelamiento domiciliario, tal como me sugirió su eminencia, a quien aprovecho para ofrecer mis servicios con la máxima reverencia.

El más humilde y obediente siervo de su eminencia Fra. Vine.

Maculano da Firenzuola

Confesión del pecado. Examen de las intenciones al respecto. Defensa de sus acciones por parte del acusado. Anuncio del castigo. Estos eran los pasos que se llevaban a cabo en juicios por herejía. Había que darlos todos.

Aquella noche, en el dormitorio vacío, Galileo gimió, gritó, lloró y maldijo. Cuando Cartophilus fue al pequeño aposento para preguntar si podía hacer algo por él, le arrojó una copa.

Sin embargo, avanzada la noche, los gemidos se transformaron en chillidos, y Cartophilus corrió al cuarto del anciano, alarmado. El maestro, en lugar de responder a sus llamadas o a los golpes en la puerta, quedó de repente en silencio.

Cartophilus echó la puerta abajo y entró en la oscura habitación empuñando un candelabro.

Galileo se abalanzó sobre él y lo agarró. La vela cayó y se apagó. En la oscuridad, en viejo astrónomo dijo con un gruñido:

—Envíame junto a Hera.

Cartophilus lo hizo. Realizó el entrelazamiento y colocó al anciano sobre la cama, con la mitad del cuerpo en el suelo, casi como si estuviera rezando. Un reguero de baba le caía a Galileo de la boca abierta y sus ojos abiertos contemplaban la nada. Un nuevo síncope. Cartophilus negó con la cabeza y murmuró entre dientes.

Cubrió el cuerpo inerte con una manta. Cerró la puerta, regresó a la cama y se sentó en ella junto a Galileo. Le tomó el pulso. Era lento y firme. Miró la pequeña pantalla que la caja tenía en un lado. No había forma de saber cuánto tiempo estaría fuera.

—Ya se cuál debe ser su castigo —dijo Galileo a Hera de nuevo.

Ganímedes parecía haber quedado aturdido tras el encuentro con Júpiter. Se limitaba a mirar desde dentro del casco sin decir nada, bien porque no podía o porque no quería. Puede que la mente joviana le hubiera causado algún daño. Su expresión sugería que estaba furioso o estupefacto, o puede que violentamente loco. Algo malo, en todo caso. Y no pensaba darles la satisfacción de sus pensamientos…, aunque no estaba claro cuánta satisfacción podían sentir en aquel momento. El propio Galileo estaba perplejo y Hera no parecía contenta con la experiencia que había obligado a Ganímedes a sufrir.

Pero Galileo creía entender.

Que había en Júpiter una mente más grande que la de Europa, conectada con vastas mentes situadas por todas partes, era lo que Ganímedes había estado diciendo desde el principio, aunque con discreción, puesto que no quería que el hecho llegara a difundirse. Lo había descubierto de algún modo, posiblemente en las primeras incursiones en el océano de Ganímedes, o puede que en su existencia futura. No había forma de saberlo, aunque Galileo quería que Hera lo investigara en su pasado usando el celatone de la memoria, si podía. Pero fuera lo que fuese lo que había descubierto, era consciente de la existencia de la mente joviana, así que ahora su mirada demente podía estar diciendo: «Os lo adevertí». O puede que, simplemente, estuviera abrumado. El propio Galileo no entendía del todo lo que había visto en Júpiter. El cosmos, vivo y pensante, sí. Pero no se sentía capaz de recuperar las increíbles sensaciones que lo habían asaltado al experimentar esta realidad. Le había sucedido algo muy grande, pero ahora estaba todo confuso, velado por la posterior fusión con Hera, por su regreso a Italia. No era algo que pudiese llegar a entender.

Ganímedes se los quedó mirando.

—Hiciste daño a Europa, el hijo de Júpiter, deliberadamente —le espetó Galileo—. Trataste de matarlo. Pensar que la primera criatura de otro mundo a la que encuentra la humanidad ha sido atacada y herida por nosotros es más que deplorable. —De repente, al pensar en la mala fe, las puñaladas por la espalda, el odio de los ignorantes hacia todo lo que fuese nuevo, pegó la cara al casco del prisionero y gritó—: ¡Es un verdadero crimen!

Los ojos de Ganímedes pestañearon. Puede que sólo fuese un reflejo, puesto que no apareció en su pétrea expresión el menor rastro de remordimiento. Para dar mayor énfasis a sus palabras, Galileo le dio un golpe en un costado del casco y el hombre salió despedido. Ganímedes levantó la mirada desde el suelo y miró al astrónomo. Éste dio un paso hacia él, repentinamente furioso.

—¡Mientes, engañas y traicionas! Todos los cobardes sois iguales. ¡Tratáis de destruir todo lo que es diferente porque os aterra!

De repente, Ganímedes recobró la voz.

—Yo te saqué de la nada —dijo con una voz que era como el bronce—. Eras un profesor de matemáticas de segunda con una vida de segunda. Yo te convertí en Galileo.

—Yo me convertí en Galileo —respondió el otro—. Tú sólo me jodiste. Estás intentando que me maten. Deberías haberme dejado tranquilo.

—Ojalá lo hubiera hecho.

—Júpiter nos ha hablado… —dijo cuestión—. La mente joviana nos ha visto y sabe quién es el criminal. Sabe que no somos una especie tan depravada y criminal como podría parecer. Puede que incluso sepa que algunos de nosotros hemos intentado impedir tu temerario acto

Ganímedes, desde el suelo, lo fulminó con la mirada. Al ver su expresión, tan llena de odio, Hera lo recriminó:

—Atacaste al alienígena por lo que podría habernos enseñado. Decidiste que la humanidad era cobarde y tú actuaste como un cobarde.

El prisionero se limitó a hacer una mueca.

—Vamos a llevarte a Europa —declaró Hera—, donde te entregaremos a sus habitantes. Ellos decidirán lo que hacen contigo. Aunque no se me ocurre un castigo apropiado.

—Restitución —dijo Galileo.

Todos lo miraron.

—Quería restitución y ahora va a tenerla. —Miró a Aurora—. Me dijiste lo que podéis hacer en las multiplicidades temporales y lo que no. Describiste los costes energéticos. Si contarais con energía suficiente y la utilizarais, ¿no podríais afectar a cambios más próximos que el entrelazamiento resonante con mi época?

—¿Qué quieres decir?

—Algunos de vosotros habéis retrocedido en el tiempo e interferido conmigo, de modo que lo que me sucede es distinto de lo que me habría pasado en caso de no haberlo hecho. Así que, ¿por qué no podemos cambiar el atroz crimen de Ganímedes? ¿Por qué no podemos enviarlo a un tiempo anterior e impedir que lo cometa?

—El entrelazamiento es más sencillo en las interferencias triples de los patrones de ondas de la multiplicidad temporal. Dentro de la primera interferencia positiva hace falta mucha más energía para establecerlo. Haría falta una cantidad realmente astronómica para llevar un entrelazador a una época tan próxima a la nuestra.

Galileo recurrió a las matemáticas que le había enseñado ella, buceando perezosamente en su memoria. Ondas concéntricas solapadas sobre la superficie de un estanque…

—Pero no es imposible —concluyó—. Podemos enviarlo incluso antes de que penetrara en el océano de Ganímedes, antes de su exilio, y detenerlo entonces. Sería posible, ¿no? Sólo sería cuestión de obtener la energía necesaria.

Aurora lo pensó un momento. Puede que incluso recurriera a sus implantes cibernéticos para hacerlo.

—Sí, pero la energía podría ser imposible de conseguir.

—Usad el gas de uno de los gigantes gaseosos exteriores, como cuando enviasteis al pasado los primeros teletrasporta.

—¿Y si esos gigantes gaseosos están vivos, como Júpiter?

—La visión que recibimos demuestra que no es así. Quedan tres gigantes gaseosos más allá de Saturno, ¿no dijisteis eso?

—Sí. Urano, Neptuno y Hades.

—Cualquiera de ellos podría suministrar la energía necesaria para realizar una analepsis corta hacia el pasado de Ganímedes —dijo Galileo.

—Posiblemente.

Galileo se volvió hacia Hera. Señaló a Ganímedes.

—Mandadlo al pasado —dijo—. Mandadlo al pasado y que cambie lo que ha hecho.

—Eso podría matarlo.

—Aun así.

—Podría cambiar las cosas de tal modo que todo este viaje desaparezca —dijo ella mirando a Aurora—. Se podría perder todo lo que hemos hecho desde el ataque.

—Ya se ha perdido de todos modos —señaló Galileo—. Todo está en permanente proceso de cambio.

Ella negó la cabeza.

—En el tiempo e…

—Incluso allí.

Compartieron una mirada.

—Acuérdate de mí —dijo Galileo.

—Y tú de mí —respondió ella. Le ofreció la más pequeña de las sonrisas, mirándolo a los ojos.

Al verla, Galileo se dijo: «recuerda».

Se volvió hacia Ganímedes, pero éste estaba contemplando el techo de la cabina de la nave, o más allá, al infinito. Si buscaba expiación u otra oportunidad para terminar su trabajo, Galileo no pudo decirlo. Las auténticas esperanzas son una de las siete vidas secretas.