16

La mirada

No deseo, excelencia, hacerme inadvertidamente a un mar infinito del que podría no regresar nunca a puerto, ni tampoco, al tratar de resolver una dificultad, engendrar otras cien, como temo que pueda haber hecho al alejarme apenas este corto trecho de la costa.

GALILEO, Il saggiatore

Se encontraba sobre el hielo fracturado, bajo el lívido gigante gaseoso. Hera estaba a su lado, con una mirada de abatimiento que no era propia de ella.

—Siento haber irrumpido así —dijo—, pero te fuiste sin avisar.

—Cartophilus se me llevó. Dijo que parecía angustiado.

—Todos lo estábamos —dijo ella—. Y aún lo estamos —levantó una mano hacia Júpiter—. Necesito tu ayuda.

—Me alegro —respondió él—. Porque yo necesito la tuya.

El gigante gaseoso seguía colérico en el cielo, cubierto de grandes manchas rojizas que se fundían unas con otras y emitían sinuosas serpentinas parecidas a garabatos.

—Los hombres de Aurora han detenido a Ganímedes y a su grupo —dijo Hera—. Dice que está recibiendo mensajes del propio Júpiter y que quiere llevarlo físicamente hasta allí, hasta el planeta.

—¿Hasta Júpiter? Pero ¿por qué?

—Eso es lo que quiero que me ayudes a averiguar. A estas alturas, pareces tener mejor relación que nadie con Aurora —dijo lanzándole una mirada penetrante—. A mí sólo me ha contado que tenemos que apresurarnos si queremos formar parte de ello. Pensé que querrías estar aquí y, como habías desaparecido, fui a buscarte.

—Me alegro de que lo hicieras. Ha sido muy grato verte allí.

Esto era cierto más allá de lo que era capaz de explicar e incluso de reconocer ante sí mismo.

Ella asintió y lo llevó a su nave, que seguía donde la habían dejado, sobre el hielo que se extendía al otro lado de la puerta de Kliadamanthyus. Galileo subió a bordo tras ella, se sentó en su asiento y se abrochó el arnés. El lugar era ya como una habitación en su mente, un armario donde se alojaban numerosos recuerdos de su pasado, además de sus conversaciones con Hera. Allí había visto la cara oscura de Júpiter y la irrupción de un creciente nuevo ante la negrura estrellada.

Hera pulsó varios botones en su tablilla y dijo:

—Parece que tenías razón con lo de las tormentas. Júpiter, o lo que quiera que viva en Júpiter, está furioso. Aurora dice que tenemos que hacerle saber que el ataque en Europa fue una aberración, un acto criminal que aborrecemos. Dice que debemos ir hasta allí para aclararlo. La criatura se comunica ahora con ella y Aurora dice que, al parecer, quiere ponerse en contacto con la mente responsable de…

—De los daños —le sugirió Galileo.

—Sí. —Con un estremecimiento, tecleó en su tablilla y la nave ascendió hasta dejarlos pegados a sus asientos—. Supongo que puede hacer lo que quiera con él.

—Tal vez quiera matarlo.

—Pues que así sea.

—Podría matarnos a todos.

—Lo sé. Puedo enviarte de regreso si quieres. —Hizo un gesto en dirección a la caja del teletrasporta, que se encontraba entre los dos, en el suelo de la cabina.

—Aún no.

En la pantalla de la ventana veía que otras naves, puntitos plateados que los rodeaban por encima y por debajo, estaban levantando el vuelo sobre la curva ahora rojiza de Europa. Hera habló con sus invisibles interlocutores. Galileo vio la pared de un nuevo cráter, que parecía ahora revestida de polvo de diamante. Presumiblemente era allí donde la nave de Ganímedes se había estrellado. Todas las naves se mantenían a buena distancia de la sima, que seguía expulsando una especie de tenue talco en dirección al espacio, no a presión, como los géiseres de azufre de Ío, sino como si el planeta exhalara vaho una mañana de frío. Con suerte, no sería su último aliento.

Una brusca deceleración arrojó a Galileo contra el arnés. La vista lateral mostraba que habían atracado junto a una nave tan parecida a la suya que parecía una imagen reflejada en un espejo, Hera hablaba mientras tecleaba en su tablilla. Galileo sintió, o más bien oyó, que las puertas de la antecámara se abrían y volvían a cerrarse. La otra nave se alejó.

—A Júpiter —dijo Hera.

Un brusco acelerón hacia arriba. En la pantalla aparecía Júpiter ante ellos, moteado como un enfermo de viruela. El mismo aspecto que tenía el pobre Fernando en 1626. El resto de su pequeña flotilla no se veía por ninguna parte. Tras un periodo de vuelo en silencio hacia la agitada esfera, más impresionante ahora que nunca, Galileo dijo:

—¿Puedes contarme lo que sucedió entre mi época y la vuestra? ¿Aunque sea de forma comprimida? Porque creo que necesito saberlo.

—Sí. —Le entregó el celatone—. Así será más rápido. Será una suma de historias, así la llamamos, en la que se te mostrarán muchas potencialidades al mismo tiempo, en el formato de flujo entrelazado. Lo recibirás todo en una floración sináptica. Puede que te confunda y también podría provocarte jaqueca.

Galileo se puso en la cabeza el pesado casco. El rostro de Marina… El viejo dragón… Una esfera que atravesaba el espacio en una curva veloz…

Entonces apareció. Unas voces en latín se solaparon en su cabeza, como si varios Plutarcos hablasen al mismo tiempo, pero en su mayor parte fue un tropel instantáneo de imágenes. Galileo se vio sobre la Tierra, e incluso dentro de ella. Estaba en todas partes. Miró, escuchó y, sobre todo, sintió las feroces tempestades que agitaban Europa después de su tiempo, percibió cómo los avances en matemáticas y física, que Aurora le había enseñado, tan hermosos e inspiradores, estaban de algún modo entrelazados y eran cómplices de un relato continuo de guerra y expolio. No tenía por qué haber sido así, y había algunas hebras frágiles en las que parecía no haber sucedido, pero la corriente principal de la historia estaba repleta de sangre. El poder cada vez mayor de la humanidad sobre la naturaleza significaba armas más potentes, por supuesto, junto con medicinas más eficaces. La población se multiplicó, el mundo entero fue explorado y colonizado, los pueblos primitivos fueron aniquilados y los que no lo eran tanto esclavizados y conquistados y convertidos en clientes de los imperios europeos. Hasta el mosaico italiano se coaguló en un solo Estado, como tanto había deseado Maquiavelo, aunque avanzada la época de los imperios, en un punto en el que su única colonia era la pobre Abisinia. Pero nada de esto tenía importancia. Por todo el mundo, los pueblos en estado de crecimiento se abalanzaban los unos sobre los otros para luchar, matar y morir. En los siglos XIX y XX el mundo se transformó en una suma de imperios industriales. La gente quedó uncida en fábricas y ciudades. Galileo sintió sus vidas: ni uno de cada diez llegó a cuidar alguna vez de un jardín.

—Viven como hormigas —gimió.

En el periodo siguiente, las guerras entre los imperios se hicieron colosales. La civilización, en todos sus aspectos, resultó tan mecanizada, tan cruel y tan poderosa, que llegó un momento en que naciones enteras fueron congregadas y arrojadas a hornos ardientes para su destrucción. Murieron miles de millones. Repugnado y horrorizado, Galileo observó con el corazón encogido cómo a continuación se arrojaba a los hornos la naturaleza entera para alimentar a una humanidad voraz que no tardó en reponerse dee las pérdidas y caer de nuevo en la superpoblación, como una plaga de gusanos, una masa pululante de bestias agonizantes. En tales condiciones, la guerra y la pestilencia eran constantes, por muy grandes que fuesen los progresos de las matemáticas y la tecnología. La guerra total era la regla, más que la excepción; las batallas entre ejércitos eran raras. Por todos los flujos de tiempo afloraron innumerables catástrofes humanas y naturales, características de todas las potencialidades y burlas de todo su potencial, hasta que, en la mente de Galileo, la Tierra comenzó a parecerse a la superficie sembrada de remolinos de Júpiter, un planeta enrojecido por la sangre. Se llegó a un punto en que se planteó abiertamente qué parte de la humanidad podría sobrevivir…, y todo esto en un mundo supuestamente científico, con avances continuos en la tecnología y en el control físico de la naturaleza. Era algo espantoso de contemplar, como si en una carrera entre la creación y la destrucción, los dos bandos salieran triunfantes al mismo tiempo y aceleraran constantemente, creando en su conjunción algo al mismo tiempo inesperado y monstruoso.

Galileo gimió al experimentar esto, como si floreciera de repente en su memoria algo que siempre parecía haber sabido. La cólera inherente, la profundidad del odio, el potencial para el mal. Siempre los había conocido y siempre los había visto. En cualquíer momento, los monstruos podían escapar de sus jaulas. Volvió a ver que no le estaban mostrando sólo una historia, sino una superposición de muchas de ellas que seguían un mismo metapatrón y se sumían en el caos en una u otra medida, por lo que estaba viéndose embargado por numerosas potencialidades negativas al mismo tiempo. Algunas de ellas eran malas, otras eran horrorosas y varias eran escenarios de severidad apocalíptica.

Continuó adelante y vio que las siglos posteriores a éstos eran siempre una lucha mísera y desesperada, en la que una humanidad cada vez más reducida y desmoralizada trataba de superar la ruina de su mundo. Después de tanta destrucción, los hombres, mermados en número pero al mismo tiempo cada vez más poderosos, escarmentados y realistas, comenzaron a arreglar las cosas. Algunas recuperaciones fueron mejor que otras. La naturaleza era robusta y las formas atormentadas que habían sobrevivido proliferaron como antes. Para la humanidad fue un proceso más lento y menos homogéneo. Se había perdido muchísimo. Galileo sintió en la boca del estómago el férreo nudo de desesperación que había lastrado los esfuerzos de cada una de aquellas generaciones. Destrozados, traumatizados y aterrorizados, hicieron lo que pudieron. La propia ciencia demostró ser tan fuerte como el más fuerte de los supervivientes, tan dura como una enredadera tropical extendida sobre la jungla. Un nuevo paradigma, nacido tanto del agotamiento como de la esperanza, los guio a través de un sinfín de esfuerzos de restauración. Se sucedieron siglos de esfuerzos tenaces y heroicos para reconstruir un mínimo andamiaje para el futuro. Todo se hacía por el futuro. Una civilización humana que al fin era consciente de los peligros representados para todos ellos por la extinción de cualquier especie hizo cuanto estuvo en su mano para restaurar la fauna y la flora de la Tierra, así como el equilibrio químico de los océanos y la atmósfera, gravemente envenenados. En este empeño contaron con la ayuda de la fecundidad de la vida, de su resistencia, y en aquella época, la ciencia concentró todas sus energías en el problema de la restitución, y así se ganó el agradecimiento de la humanidad. Parecía que al fin había un canal sólido en aquellas corrientes entrelazadas que discurría con claridad en dirección a algo saludable. En aquellos mundos reapareció una parte de la inmensa diversidad de especies extintas, reconstruidas o generadas a partir de los gérmenes y las semillas que habían dejado tras de sí.

Después de esto asistió a la lenta recuperación de la Tierra e incluso, en ocasiones, al retorno de la humanidad al espacio. Ya habían estado allí antes, por breve tiempo, en medio de las guerras, cuando aquello no había significado nada o casi nada. Pero en aquel momento el salto al sistema solar fue una carrera hacia nuevas estrellas, y grupos de todas clases partieron para iniciar una nueva vida en Marte, en los asteroides, en Júpiter, en Saturno y en Mercurio. Fue su accelerando. Se propagaron desde la Tierra como semillas: los hombres y las potencialidades se expandieron por todas partes en algo parecido a una serie de espirales de Fibonacci. A esas alturas, todas las historias se asemejaban bastante. Lunas minúsculas eran convertidas en pequeños mundos y los planetas grandes, alterados, se transformaban en algo parecido a nuevas Tierras, sólo que recubiertos de jardines. Con el crecimiento de su poder, comenzaron a explorar nuevas dimensiones, que sólo comprendían en parte, lo que puso en sus manos el control de fuentes de energía realmente nuevas y vastas. Los dos gigantes gaseosos más lejanos fueron destruidos para alimentar incursiones en las multiplicidades entrelazadas, con tecnologías que permitían introyecciones analépticas, transposiciones de conciencia y saltos hacia atrás en el tiempo. La idea de cambiar el pasado, le pareció a Galileo, nació del trauma de la pesadilla que la humanidad había desencadenado anteriormente sobre sí misma y sobre el planeta. La esperanza que la alentaba era la restitución total. Si se podía cambiar el pasado, quizá se pudiera sortear una parte de aquel sufrimiento y aquellas extinciones sin cuento y la humanidad pudiese ahorrarse el cataclismo que su antecesora había sufrido. No sólo una restitución, pues, sino una auténtica redención. Pero hasta esto estaba en duda.

Galileo volvió en sí en la pequeña nave de Hera. Parecía que sólo se hubieran acercado uno o dos dedos a Júpiter. Se secó las lágrimas de los ojos y se frotó el rostro con fuerza. Se sentía más o menos como cuando se viera arder en la hoguera, en aquel futuro alternativo. El mundo entero en la pira. Le parecía sentir el sabor de las cenizas en la boca.

—El curso de los acontecimientos —le dijo a Hera, tratando de mantener la voz firme— me recuerda a mis antiguos experimentos, donde colocaba dos planos inclinados en forma de V. Por mucho que bajara la esfera, siempre volvía a subir hasta la misma altura. Después de tantos años, y a pesar de todo vuestro poder, sólo habéis logrado volver al punto en el que comenzasteis a caer.

—En el que comenzamos a caer —lo corrigió Hera con sombría dureza—. Es todo una sola multiplicidad, ¿recuerdas? Está sucediendo perpetuamente

Sin embargo, Galileo aún era incapaz de asumir esta idea en su fuero interno, por mucho que entendiera los principios matemáticos, que, de hecho, seguramente comprendía mejor que ella. Pero Hera parecía aceptar la paradójica unicidad y los múltiples flujos del tiempo y la historia. Aceptaba la no localidad, el fracturado entrelazamiento, de las potencialidades, que al colapsarse, desembocaba en (y surgía de) un baile continuo de pasado y futuro, un complejo vector de tiempo c, tiempo e y antichronos, momentos del ser que parpadeaban en la triple onda.

—No me extraña que Ganímedes quisiera cambiar las cosas —dijo.

—Sí. Pero puede que se haya excedido al hacerlo y sólo haya conseguido empeorarlas. Algo que, en cierto modo, debe de sonarte muy familiar.

Hubo un leve tañido procedente de debajo. Un grupillo de hombres con trajes espaciales plateados entró en la sala de mando de Hera llevando a alguien que llevaba un traje como el de ellos, sólo que rígido, de modo que tenían que transportarlo por los codos. Tras el visor del casco del traje rígido, el rostro aguileño y sudoroso de Ganímedes los miraba con hostilidad. La cara interna del visor estaba salpicada de saliva y estaba hablando, aunque no podían oír nada de lo que decía.

Sus captores le quitaron el casco. Uno de ellos era Aurora, que con el rostro ruborizado le pareció a Galileo más joven que en Europa, unos cuarenta o cincuenta años; una mujer en su apogeo, madura y vital. Le sorprendió la transformación y se preguntó si procedería de un isótopo temporal distinto, una realidad alternativa en la que era, literalmente, más joven. Pero ella pareció reconocerlo y, de hecho, se acercó y le dio un breve abrazo. Como todos los demás, era sensiblemente más alta que él.

—Tú —dijo Hera al cautivo Ganímedes—. Prepárate para hacer frente al joviano, si es que puedes. Vamos a llevarte con él.

Ganímedes volvió a hablar sin que brotara un solo sonido de sus labios. Hera lo golpeó en el pecho y, de repente, todos pudieron oírlo.

—¿… reparará en nuestra presencia?

—Ya lo ha hecho. Debes estar preparado para explicarte.

Ataron a Ganímedes a una de las sillas que había detrás de la de Galileo, con el traje aún rígido y sin quitarle el casco.

Se hizo el silencio. Nadie sabía qué decir. Hera volvió a hacer Invisible la nave y partieron hacia Júpiter, totalmente expuestos unte su espantosa metamorfosis.

El gigante gaseoso ocupaba ya una tercera parte del negro cielo, aproximadamente. Era tan colosal que empezaba a parecer un plano más que una esfera, un mundo hacia el que caían, un dios ante el que se encontraban, como mosquitos sobrevolando la cara picada de viruela de una luna. La miríada de vórtices nuevos había alterado de tal modo la inmensa superficie que las iranias longitudinales, siempre perfectamente visibles, eran difíciles de distinguir. El planeta, hasta entonces hermoso, se había convertido en una enorme planicie de bubones, un colérico océano de remolinos.

—¿Adónde vais a ir? —preguntó Galileo a Hera.

Ella se encogió de hombros y miró a Aurora, que contemplaba Júpiter como sumida en un trance. Todos se volvieron hacia ella.

—Dirigios a la gran mancha roja, —dijo finalmente, aurora

—¿Aún puedes decirnos cuál de ellas es? —preguntó Hera.

—Sí.

Como en los anteriores viajes de Galileo con Hera, la nave parecía avanzar con lentitud.

—Parecemos un espermatozoide que se acerca al óvulo —dijo Aurora en un momento dado—. Me pregunto si seremos fértiles. ¿Qué nacerá de esto?

—¿Estás comunicándote con el propio Júpiter? —le preguntó Galileo.

—Sí, o con lo que vive en él. Pero sólo del mismo modo con que nos comunicábamos con la inteligencia europana. La comunicación es matemática y parece indicar que nuestro interlocutor existe en otras multiplicidades, de modo que la interacción es difícil. Por estas u otras razones está siendo difícil establecer una comunicación fecunda.

—¿Cómo supiste que quería que viniéramos?

—Por una especie de plano esquemático. Y luego se produjeron cambios en las naves de Ganímedes que nos permitieron capturarlas. Nos está atrayendo por inferencia lógica, se podría decir. Un rayo tractor de inferencias lógicas.

—¿Puedes administrarme otra dosis de la droga de aprendizaje que me diste durante las clases? —le preguntó Galileo.

Ella asintió sin separar los ojos de Júpiter.

—Se me había ocurrido la misma idea. ¿Lo crees prudente?

—¿Por qué no? —respondió Galileo. «Cualquier cosa con tal de quitarme el sabor a ceniza de la boca», pensó sin decirlo. Ella le entregó una minúscula píldora, que se tragó sin agua. Se preguntó qué efecto tendría sobre ella, cuyas capacidades mentales ya estaban acrecentadas gracias a los artilugios de los pendientes. Entonces se dio cuenta de que no tenía la menor idea de cómo podían ser las cosas en su cabeza, ni de qué clase de criatura podía ser, a pesar de que en aquel momento era su líder.

Pasó el tiempo. Una prolongación de la mente. Los pensamientos de Galileo comenzaron a correr y a florecer, a cantar en fuga polifónica. Contempló cómo el planeta semejante a un dios, con su superficie sembrada de tormentas, ocupaba lentamente todo el cielo. El espacio se había convertido en un anillo de terciopelo negro alrededor de un inmenso y moteado plano rojo. Al mirar hacia atrás, Galileo vio que el negro era una bóveda, estrellada como antes, pero oscurecida ahora en su totalidad por una parpadeante neblina añil, como si estuvieran volando a través de una chispa gigantesca.

Se acercaron a una de las manchas rojas más grandes. La original, al parecer. Desde donde se encontraban, la textura de la gran mancha roja parecía mucho más articulada y revelaba que, en lugar de ser plana, era una inmensa y ancha bóveda alzada desde la superficie del planeta, marcada por turbulencias cada vez más pequeñas. Dentro del gran remolino rojo se podían ver otros más pequeños, algunos de los cuales giraban en el sentido de las agujas del reloj, como él, y se alzaban como bubones, mientras que otros, que lo hacían en sentido contrario, formaban depresiones parecidas a vórtices. A Galileo, todos estos fenómenos se le antojaban elaboraciones de formas sencillas. Eran círculos que giraban velozmente hasta que, bajo el ímpetu de las irregularidades y de su mutua influencia, se tornaban formas elípticas que escupían flámulas multicolores en sus bordes. Éstas salían despedidas formando trayectorias parabólicas que, frenadas por la resistencia de las nubes de color ocre y azufre, ascendían en espiral y acababan formando nuevos círculos de color rojo. La característica y arremolinada profusión se repetía en todas las escalas de lo visible.

Hera estaba absorta en una conversación con Aurora. Galileo se levantó, se acercó a Ganímedes y miró su casco. Ganímedes lo reconoció y pareció sorprenderse por su presencia.

—No has comprendido por qué se torcieron las cosas —le dijo Galileo—. La ciencia necesitaba más religión, no menos. Y la religión necesitaba más ciencia. Debían convertirse en una sola. La ciencia es una forma de devoción, una veneración. Cometiste un error fundamental, tanto en mi época como en la tuya.

Ganímedes trató de mover la cabeza dentro de su rígido casco. Una de sus descarnadas mejillas se aplastó contra el cristal y luego la otra. Su afilada nariz se inclinó ligeramente hacia la izquierda, vio Galileo.

—Cada uno de nosotros debe desempeñar su papel —replicó Ganímedes con una voz ronca que era como un viento en el bosque y que salía del costado de su casco—. Tienes que entenderlo. Crees que sabes lo suficiente como para juzgarme, pero no es así. Ojalá lo fuera. Sé que has estado escuchando a Hera y que has aceptado su visión de las cosas. Pero su perspectiva no es más amplia que la tuya. Quiero que me entiendas: procedo de un tiempo futuro, tan alejado del suyo como el suyo del tuyo. He visto lo que sucederá si cada uno de nosotros no cumple con su papel. Ojalá pudiera mostrarte el futuro que nos espera si interactuamos con el gigante gaseoso y sus hijos. Es un camino que conduce a la extinción. Lo he visto, vengo de los últimos tiempos. Sabemos cómo evitarlo. Estoy haciendo lo que ha de hacerse. Y tú debes hacer lo mismo.

Los ojos amenazaban con salírsele de las órbitas. Parecían la única parte de su cuerpo con entera libertad para moverse. Eran como sendos mundos gemelos por sí mismos, de una intensidad que no conocía igual en ninguna parte.

—El entrelazado no local de la multiplicidad es total —continuó—. Todo forma parte de todo. Todo está sucediendo y todo está llegando en todo momento. Cada acción histórica significativa deviene en su colapso una función de onda de potencialidades que altera el vector temporal. Si cumples con tu papel, el del primer mártir científico de la religión, el impulso hacia un futuro más científico cobrará un ímpetu muy profundo. Ocurra lo que ocurra después de eso, la catástrofe no pasará de un cierto punto. Llegaremos a este momento, que ahora visitas en tu prolepsis… Problemático, sí, pero en medio de un proceso de recuperación a partir de los años malos, que son menos malos que en el otro flujo de potencialidades. Y cuando te traen a esta época, como yo he hecho, escapamos a las peores consecuencias del encuentro con la mente alienígena.

Aurora y Hera se habían acercado y estaban escuchándolo.

—¿Le has mostrado lo que ocurre en el intervalo entre su tiempo y el vuestro? —preguntó a Aurora—. ¿O sólo le has enseñado las matemáticas?

—Era una clase de matemáticas —dijo Aurora con voz seca.

En el interior del casco, Ganímedes estaba sudando. La fulminó con la mirada.

—¿Por qué no le muestras el contexto histórico? ¿Qué pueden importar las matemáticas sin él?

—Las matemáticas representan la obra de la humanidad en medio de los desastres —respondió ella—. Naturalmente que importan. Fue el único logro real de la época.

—Pero debe saber el precio que hubo que pagar.

—Lo sabe —afirmó Hera—. Experimentó una visión global justo antes de que te reunieras con nosotros.

Ganímedes traspasó con la mirada a Galileo y preguntó:

—¿Lo sabes?

—Sí —le confirmó Galileo—. Lo he visto. Fue un largo declive y una recuperación muy larga. En pocas palabras, en su mayor parte una pesadilla.

—¡Sí, precisamente! Pero mira, si no cumples con tu papel y no te conviertes en el mártir de la ciencia por decir la verdad, la religión persiste en sus posiciones primitivas y absurdas y las guerras se prolongan muchos siglos más. ¡Muchos siglos! Ésas eran las peores potencialidades que viste. Los exterminios y contraexterminios proliferan y se extienden, hasta que mueren miles de millones. Así son las cosas. La marea remite en tu meandro del rio. Sencillamente, las condiciones iniciales del nacimiento de la ciencia son así de importantes para la historia de la humanidad. Son cruciales. Un comienzo conduce a una lucha, seguida de la armonía, y otro a la catástrofe. Comparado con eso, ¿qué son unos pocos minutos en el fuego? ¡Sólo permaneces consciente un minuto o dos! Es más, podríamos visitarte justo antes para darte un anestésico. Vivirías la experiencia desde fuera. Y esos escasos momentos proporcionarán superioridad moral a la ciencia para toda la historia.

—No veo por qué —protestó Galileo. La idea de que su muerte pudiera ser buena para la humanidad… no tenía sentido. Seguramente lo contrario podía ser igualmente cierto.

—No importa que tú lo comprendas o no —insistió Ganímedes—. ¡Esto no es una teoría ni una predicción, es una analepsis! ¡Te estoy contando lo que mi época ya ha visto! Lo conocemos, sabemos lo que se puede cambiar y lo que no y tu condena es determinante. Sin ella, las guerras de religión se prolongan varios siglos más en todo el campo de potencialidades. Sé que Hera ha estado diciéndote lo contrario, ha estado tratando de convencerte de que no importa, que puedes evitarlo. Pero no es así. Por el bien de miles de millones, por el bien de todas las especies extintas, debes hacerlo.

—No —dijo Galileo.

—¡Pero son miles de millones!

—No importa. Me niego.

Pero estaba intranquilo. A Ganímedes casi se le salían los ojos de las órbitas en su desesperación. Parecían pegados al cristal del casco. Si realmente había descubierto un patrón, una bifurcación en las posibilidades…

—¿Aurora? —preguntó.

—¡Aurora! —exclamó Ganímedes—. ¡Debes decírselo!

—Guarda silencio —le advirtió Galileo—, si no quieres que le diga a Hera que te haga callar.

Llevó a Aurora a la parte más alejada de la cabina, detrás de Ganímedes. Hera fue con ellos.

—Por favor, señora —le dijo—. ¿Podéis decirme si lo que ha contado es cierto? ¿Puede ser tan importante lo que yo haga?

—Lo que hacemos todos es importante —declaró Aurora—. La multiplicidad de multiplicidades es un complejo de posibilidades, cada una de ellas implícita en todas las demás. Coexisten, entran y salen de la existencia de manera complementaria, se combinan a lo largo de la historia, entre los colapsos de las funciones de onda, los vórtices y las bifurcaciones. Como ya has visto

—De modo que las cosas pueden cambiar. Por medio de vuestras analepsis, me refiero, usando el entrelazador.

—Sí.

—¿Y Ganímedes? Al decir que viene del futuro, que ha visto los tiempos posteriores al vuestro… ¿dice la verdad?

—No lo sabemos —respondió Hera—. Lleva mucho tiempo diciéndolo. Pero su secta está sumida en el misterio. Antes de que los europanos se propusieran explorar su océano, Ganímedes encabezó una expedición en el suyo. Nadie sabe qué pasó. Y no hemos visto otros indicios de analepsis procedentes de nuestro futuro. Sabemos que goza de gran influencia en su grupo y que hacen todo lo que les dice. Ha llevado a cabo muchas analepsis, más que nadie, creo, y cada una de ellas se colapsa en una nueva función de onda y crea una nueva corriente, que a su vez influye sobre las demás. Ese proceso, esa pugna, es la que nos ha traído a todos hasta aquí.

Estaban acercándose a la nebulosa superficie de Júpiter, que en aquel momento parecía el costado de un universo de una naturaleza enteramente diferente, donde el fluir del color dotaba de mayor densidad al espacio. Había llegado la hora de que Ganímedes afrontaba su juicio; de que todos ellos afrontaran al Otro.

Galileo, que ha entrado en los espacios etéreos,

ha proyectado luz sobre estrellas desconocidas y se ha

zambullido en los rincones interiores de los planetas […].

URBANO VIII, carta al gran duque Fernando II (redactada por Ciampoli).

La gran mancha roja se manifestaba con más claridad que nunca, como una especie de nubarrón de tormenta emitido por la superficie del gigantesco planeta, tan grande quizá como toda la Tierra y palpablemente situada debajo de ellos, de modo que, sentados o de pie en la cabina, sólo tenían que bajar la vista para verla bajo sus pies. La nave descendió hasta quedar justo encima de las nubes de color ladrillo de la cima de aquella bóveda. Sobre ellos el cielo estaba teñido de añil y las estrellas casi no se veían. Más allá de la tormenta rojiza, ninguna otra parte de Júpiter era visible desde donde estaban.

Bajo ellos, las nubes no eran de un rojo uniforme, sino una cambiante serie de entrelazados pendones de color salmón, ladrillo, arena, cobre y limón. No había indicio alguno de que algo fuera consciente de su presencia. La vocecilla de Ganímedes, que seguía protestando desde el interior de su casco, aseguraba que lo habían secuestrado, que acercarse a Júpiter era un error fatal, un gesto estúpido que probablemente provocara que todos acabasen fritos por la radiación, si no los destruían por exposición ontológica, y cosas parecidas. Más de una vez, Hera alargó la mano para bajar el volumen de su casco, pero no llegó a dejarlo por completo en silencio.

La nave llegó al fondo de la gran mancha roja y quedó flotando sobre el lecho de una rojiza bóveda de nubes que giraban en una rotación majestuosa.

—¿Y ahora qué? —inquirió la vocecilla de Ganímedes.

Hera estaba estudiando las pantallas.

—Abajo —decidió.

La nave tocó la nube. Sintieron un leve balanceo de lado a lado y de adelante atrás, como un bote en una corriente.

—Abajo de nuevo.

La oscuridad se acrecentó. La luz se tornó similar a la de ciertos anocheceres nublados, una apagada tonalidad amarillenta que se iba degradando hasta llegar a un anaranjado rayano en el marrón, veteada de volutas broncíneas y algún que otro cúmulo de brillantes hebras de oro. No había ningún patrón que Galileo pudiera discernir, a pesar de que observaba fijamente las tinieblas por si veía aparecer alguno. Por todas partes había ondas, incluido un diseño de color cobalto parecido a las ondulaciones de una hoja damasquinada. Este pliegue en forma de S era también una profusión de espirales, gobernadas por una serie de Fibonnaci pero dotadas de insólito dinamismo por su compresión y su momento torsional: una caótica masa, en suma, de líneas curvas.

Entonces vio más formas en el torbellino de color. Espículas parecidas a copos de nieve, por lo general trirradiales; vacuolas diversas que parecían masas de vesículas convertidas a golpes en una espuma rígida; y también burbujas, libres o suspendidas en el interior de cubos o tetraedros. Banderolas que se prolongaban en espiral de todas las maneras imaginables: en la espiral de Arquímedes, donde cada unidad o gnomon añadido era el mismo, formando cilindros arrollados como engranajes que daban vueltas en la corriente; y también espirales equiangulares, donde el tamaño de cada gnomon iba creciendo en progresión geométrica, lo que generaba formas cónicas, nautiloides. Al verlas, Galileo trató de decirle a Aurora:

Si la fuerza de la gravedad variara según el cubo de la distancia, en lugar de su cuadrado, los planetas saldrían disparados, puesto que sus órbitas se transformarían en espirales equiangulares. —Y luego—: Mira cómo interrumpen los patrones la secuencia en ese punto. Haría falta una nueva ecuación para describirlo.

En su cabeza, Aurora respondió: Se trata de un organismo. Es una mente pensante. Su cuerpo es una masa giratoria de nubes de gases, de elementos entremezclados. No es como nosotros. Al menos en la superficie. Es una especie de todo. Pero nosotros también. Pensar que un cuerpo debe ser una colonia, un mosaico de características individuales y susceptibles de separación… Siempre creí que eso no era más que una parte muy pequeña de la verdad. Somos no locales, somos todos una misma pieza. Sólo la simetría puede engendrar asimetría.

Galileo no supo qué responder a esto. Comprendía que hasta su misma vista era cognición, que estaba viendo lo que las nubes del gran planeta les mostraba a través de sus propias experiencias, sobre las cuales se solapaban como una fina capa las enseñanzas de Aurora. Las formas que veía ahora eran ribereñas. Le recordaron al vector temporal que los jovianos usaban frecuentemente, lechos anastomosados que partían en tres direcciones mutuamente contradictorias y se movían en todas ellas, generando bucles y vórtices, meandros y canales perdidos, así como, siempre, un canal principal que avanzaba serpenteante, bifurcándose de manera perpetua de maneras cada vez más complejas. Así era moverse en el tiempo.

—Me parece peligroso profundizar tanto —señaló al cabo de un rato—. ¿Estáis seguras de que podremos volver a salir a la superficie?

—Estamos aquí como penitencia —respondió Hera. Ella también miraba fijamente el paisaje generado por las nubes, pero sus labios seguían fruncidos en el mismo gesto de desaprobación que habían mantenido desde que se enterara de que Ganímedes y los suyos habían escapado del complejo en Ío. Posiblemente no hubiera detectado el cambio en los patrones.

Siguieron sumergiéndose en las nubes de Júpiter. Había centenares de kilómetros por descender antes de que las nubes se condensaran hasta formar algo parecido a una superficie, un fango gaseoso comprimido por la presión en forma líquida. Nunca saldrían allí; la fuerza gravitatoria era unas doscientas cuarenta veces más grande que la de Tierra, y aunque su nave pudiera escapar, desde luego ellos no podrían hacerlo. Galileo ya se sentía más pesado que en casa después del más vergonzosamente copioso de los banquetes.

Hera se acercó a Ganímedes y subió el volumen de su casco. Lo interrogó, no en su encarnación de Mnemósine, sino como la terrible Átropos, inevitable e inflexible.

—¿Por qué lo hiciste?

—Tú no lo entenderías.

—Quiero saber en qué estabas pensando. Y Júpiter también.

Galileo se dio cuenta de que pensaba que tal vez el planeta estuviera escuchando, o leyendo sus mentes. Si no, era sólo para ellos. Átropos estaba sometiendo a Ganímedes a juicio.

Pero Ganímedes se limitó a encogerse de hombros.

—No quieres saberlo. En realidad no. Crees que entiendes el mundo. Tienes tus palabras, tus categorías y tus ecuaciones y crees que hay en ellas una correspondencia con la realidad en la que puedes confiar. La idea de que vivimos en un espacio más amplio no llega a calar en tu mente o, si lo hace, no te la tomas del todo en serio. Y sin embargo aquí tenemos a Galileo Galilei, prueba viviente de que existimos en una multiplicidad no local, en nubes de potencialidad. Esta es la realidad, no podemos escapar de ella. La consciencia es parte de nuestra constitución.

—Eso ya lo sé —repuso Hera con brusquedad—. Actúo basándome en esa información. Pero tú has tratado de conseguir el colapso de la función de onda de manera diferente, no sólo por medio de Galileo, sino también con tu ataque contra los europanos. Querías cambiar enormes reinos de lo posible. Y te pregunto por qué.

—Hay realidades que debemos prevenir si podemos. Implican demasiado sufrimiento y podrían hasta desembocar en la extinción de especies enteras. Si cierto tipo de desesperación llegara a arraigar en nuestro interior, el fin estaría ya dentro de nosotros. Aunque no llegáramos a suicidarnos, ya estaríamos muertos.

—Eso siempre es verdad —intervino Galileo—. La desesperación siempre está ahí in potentia, como un abismo bajo nuestros pies. Hace falta valor para vivir. La gente valiente puede soportar la realidad tal cual es.

Ganímedes trató de mirar en su dirección, con los ojos casi fuera de las órbitas.

—Cuánto me gustaría que eso fuese cierto —dijo—, pero no lo es. Puede haber un peso tan grande que aplaste la vida. Tú aún no lo sabes, pero lo averiguarás.

Lo dijo con tanta convicción que Galileo se estremeció como si el viento gélido de un mal futuro hubiera soplado sobre él y lo hubiera helado hasta los huesos.

—Los pueblos primitivos que quedan en la Tierra son la prueba de lo que digo —continuó Ganímedes—. Cuando descubren la medida de sus carencias en poder y conocimientos, siempre, siempre, sucumben a la desesperación. Serán aplastados por la consciencia de vuestra superioridad y morirán. La mayoría de ellos al cabo de pocos años de haberse encontrado con vosotros. Y algunos de ellos os verán, entenderán lo que significa ese encuentro y se darán muerte después de pocos días.

—Eso es un paralogismo —repuso Galileo—. Un argumento falso, basado en silogismos sin conexión con la realidad. Y ni siquiera las buenas analogías suponen una prueba. Esos pueblos primitivos se encontraron con otros pueblos humanos. Fue la discrepancia en las fortunas humanas lo que los aplastó. Si se hubieran encontrado con ángeles, o con Dios, no habrían reaccionado del mismo modo.

El otro negó con la cabeza.

—La causa es la constatación de la superioridad del otro.

—Sabemos que Dios es superior a nosotros.

—Dios no es más que una idea vuestra, una especie de salto proléptico hacia una encarnación futura de la humanidad. No es una realidad que haya que afrontar. Y aun así, la cobarde y abyecta crueldad de tu época podría explicarse como producto de la presencia de aquel ser superior inventado por vosotros en el cielo. Creéis que hay un dios, así que actuáis como uno actúa ante seres supuestamente inferiores a sí. Pero si Dios se manifestara en la realidad, seríais aplastados igual que cualquier tribu primitiva.

—Aunque eso fuese cierto, y no digo que lo sea —respondió Hera—, ¿por qué debemos asumir nada sobre la criatura de Europa?

—Yo no he asumido nada. Conozco con bastante exactitud la naturaleza de la criatura que nos encontramos allí. Las matemáticas utilizadas para comunicarnos con ella expresan claramente la situación. Hay un ser dentro de Júpiter. Este ser, como tal vez hayáis deducido de las matemáticas que se expresan en los cambios en la superficie planetaria, es mucho más grande que el que vive en Europa. Y la mente joviana está en contacto directo con un grupo de mentes como ella, mentes tan vastas que no podemos llegar a concebir en su totalidad y sólo podemos percibir su presencia. Si la humanidad en su conjunto llega a ser consciente de este reino de mentes superiores, frente al cual toda su historia no es más que una burbuja de espuma sobre un grano de arena, la desesperación se propagará como un incendio. Será el fin del ser humano.

—No veo por qué —dijo Galileo.

—¡Porque carecemos de la fuerza necesaria para soportar esa idea! ¡No sabes de lo que hablas!

—Claro que sí.

—Nuestra miserable estupidez quedará al descubierto.

—¿Y cuándo ha sido de otro modo? Somos como las moscas de las moscas comparados con Dios y sus ángeles. Siempre lo hemos sabido.

—No. Las ideas de tu época eran meras ilusiones que os protegían de la certeza de la muerte. En vuestra estructura de sentimientos no tenéis que afrontar la realidad. Es la realidad la que os aplasta.

—Sigues tratando de guardar las apariencias —comprendió Galileo de repente—. Intentas proteger la absurda idea de que el hombre está en el centro de todas las cosas, como esos pobres frailes.

—No. Escucha, ya has experimentado cómo sería. ¿Recuerdas lo que sentiste cuando oíste el grito de la criatura de Europa, durante nuestro descenso y luego, cuando resultó herida? ¿Has olvidado lo insoportable que fue? Pues sería así, pero todo el tiempo. Ésa era la agonía que estabas sintiendo. Ningún humano podría soportarla.

Galileo recordó el abrumador alarido y sintió el peso de las matemáticas de la multiplicidad en su cabeza. Vaciló. ¿Quién podía decir lo que significaba realmente para la humanidad la no localidad de todas las cosas, la unicidad de la multiplicidad de multiplicidades, cautiva como estaba en su solitaria multiplicidad, sus tres dimensiones espaciales y el implacablemente unidireccional tiempo, donde todo estaba sin cesar convirtiéndose en otra cosa? ¿Quién podía decirlo? ¿El fin de la realidad? ¿La extinción de especies enteras? Puede que Ganímedes. Puede que fuese el único que se atreviera a decir ciertas verdades.

Entonces la nave sufrió un estremecimiento y todos sintieron que empezaban a caer a tal velocidad que estuvieron a punto de despegarse del suelo. La turbia luz se apagó y luego volvió a encenderse. Parecían haber entrado en un claro en las nubes. Los gases que tenían encima se volvieron transparentes antes de cobrar una luminosidad deslumbrante. Algo estaba cambiando…

En la infinitud de mundos y cielos hay tanto esplendor que la luz deslumbra.

Se ve una miríada de rostros en el sublime aire que respiramos.

TORQUATO TASSO, Los siete días de la creación

Los glissandos repetidos que oyera por primera en el océano de Europa llenaron su mente. Largos ascensos, abruptos descensos e incluso violentas incursiones laterales, parecían, en tono y en textura, o algún reino sonoro que nunca había conocido. El aullido de los lobos en las colinas, de noche; el canto de las ballenas en el acuario-galería de Calisto; el único sollozo que nunca le oyera a su padre, ahogado y desesperado, una vez que salió corriendo de la casa. Había un oído en su mente que se encogía ante sonidos que sólo él alcanzaba a captar.

Las nubes se tornaron difusas y crearon en su centro un enorme espacio transparente de forma esférica. Quedaron flotando en medio de una burbuja tan grande como un mundo, tan grande como la Tierra. Allí, en mitad del espacio, junto a ellos, se encontraba la pequeña Europa, vívida y sólida contra el fondo formado por las lejanas nubes. Parecía encontrarse a varias horas de viaje de ellos. Galileo la había visto así en uno de sus viajes con Hera. Debajo de ella se coagularon las nubes hasta formar una versión de un segmento del monstruo de las franjas. Más allá de éstas se podía ver su interior. Unas hebras de humo surgidas de las nubes modelaron unas representaciones ilusorias de los demás satélites. A continuación, las nubes del interior de la esfera transparente se tiñeron de oscuro; aparecieron unas chispas en la negrura que, al cabo de unos instantes, se estabilizaron formando las constelaciones que él conocía. Allí, al este, palpitaba el fulgurante Orion. Las estrellas parecían contemplar el sistema joviano desde fuera de él, como en el modelo de las esferas concéntricas.

Galileo seguía siendo muy consciente de que habían descendido al interior de los vastos frentes de nubes de Júpiter y de que en aquel momento estarían moviéndose junto con ellos a gran velocidad, como balas disparadas por cañones. Pero, como había argumentado en una ocasión en el Dialogo, cuando te movías junto con un sistema no percibías el movimiento de éste. Lo que estaba viendo en aquel momento parecía estático y era una ilusión o un emblema, presumiblemente creado para ellos por la mente del interior del planeta. Júpiter estaba hablándoles, en otras palabras, por medio de imágenes que, a su parecer, pudieran entender. Como la luz de Dios al incidir sobre un cristal tintado… Y, de hecho, las emblemáticas estrellas de Júpiter despedían rayos de fulgor que eran como fragmentos de cristal, y el negro del espacio delimitado por él parecía en algunos lugares de obsidiana y en otros de terciopelo. Las cuatro lunas parecían lascas redondeadas de piedras semipreciosas, topacios y turquesas, jades y malaquitas. Era un cristal tintado expandido en tres dimensiones.

En aquel momento, la representación de Europa, con un parpadeo, se volvió translúcida, lo que reveló en su interior unas nubes formadas por minúsculas lucecillas, como si fuera un tarro lleno de luciérnagas. La luna Ganímedes también cobró transparencia y vieron que igualmente contenía luciérnagas. Galileo volvió a preguntarse qué habría encontrado Ganímedes allí que tanto lo aterrara hasta obsesionarlo con la idea de impedir que los europanos corrieran la misma suerte que él en Europa. ¿Habría herido ya a uno de los hijos de Júpiter o habría sido herido por él? ¿Habría visto la conexión con Júpiter y, a través de ella, contemplado la ruina joviana que amenazaba con abatirse sobre todos ellos?

Parte de la representación ilusoria de Júpiter se volvió transparente entonces, y en su interior pudieron ver numerosas constelaciones de veloces luces, bandadas infinitamente más variadas y complejas que las de Europa o Ganímedes. Los puntos de luz en el interior del gigante eran tan numerosos como todas las demás estrellas del firmamento. Su arremolinamiento llenaba de manera tan completa la inmensa esfera que su superficie exterior se percibía como el entrelazamiento de una serie de corrientes horizontales de luz, recorridas por franjas similares a las de las nubes de gas que veían normalmente.

La voz de Aurora hablaba en algún lugar de su interior, susurrando para sus adentros algo sobre cinturones y zonas, patrones significativos en las columnas gaseosas ecuatoriales del sur, la forma inexplicable en que las franjas alternas de vientos latitudinales podían mantener su fuerza en ambas direcciones durante años e incluso siglos.

Resulta tan extraño —dijo Aurora— pensar que se podría decir que vivo en Júpiter a cuarenta grados norte, por lo que aquí soplan vientos del este de trescientos kilómetros por hora, como ayer y como en los últimos mil años. Y son sólo nubes de gas. Siempre nos pareció que pasaba algo. Ahora tiene sentido, porque era algo organizado, una intelección.

Pero también había tormentas —le respondió Galileo en su mente—. Y deyecciones pulsantes, festones, formas acanaladas y los demás patrones de movimiento que constatamos.

Sí —asintió ella—, y tormentas espontáneas y cambios de color que no se debían a cambios en la velocidad de los vientos y fronteras fractales, infinitos plegados que se enrollaban unos dentro de otros. Estábamos contemplando una mente pensante. Una mente sentiente. El glissando de viento del canto de la ballena.

Entonces el tiempo pareció romperse en mil pedazos y el chirriante grito de la ballena, al atravesar a Galileo en sentido contrario con la aspereza de una lima, le puso los nervios a flor de piel. Oyó un centenar de cantos de ballena que se contrarrestaban unos a otros, hacia adelante en el tiempo, hacia atrás y hacia los lados. Se encontró flotando hacia las dimensiones espaciales imperceptibles y fue creciendo al mismo tiempo que se tornaba sutil y se iba sumiendo en sí mismo con una serie de giros en espiral. Una inflación repentina, como si estuviera tres segundos dentro de su propio y nuevo universo.

La representación sembrada de lucecillas de Júpiter había menguado hasta el tamaño de una perla y sus satélites eran como cabezas de alfileres.

—Mirad —dijo Hera en voz alta—. El sistema solar. La galaxia. Nos movemos hacia fuera de manera logarítmica.

Una nube de estrellas se extendía en espiral ante ellos. Se oía un canto polifónico, de unos tonos tan graves en su mayor parte que normalmente no habría podido percibirlo, de no haberse dilatado su agudeza auditiva, como en aquel momento, varias octavas. La Vía Láctea resultó granulada estrella a estrella, como un puñado de arena cristalina arrojada sobre la negrura. Millones de puntos blancos, la espuma que corría sobre una playa a la luz de la luna: una ola quebrada de estrellas arrojada sobre la playa del cosmos. Galileo, que seguía expandiéndose tanto hacia fuera como hacia dentro, vio con una claridad total y atómica que cada estrella era a su vez su propia bandada de puntos brillantes, que palpitaban dentro de su ardiente esfera. Allá donde dirigía la mirada, las estrellas de la zona se transformaban en nubes de minúsculas luciérnagas que giraban formando patrones complejos. Juntas navegaban majestuosamente en una gran marea galáctica que a su vez parecía parpadear y palpitar. En aquel momento se encontraba ya en las diez dimensiones, en la multiplicidad de multiplicidades, como siempre lo había estado, sólo que ahora las percibía todas a un tiempo, a pesar de lo cual era capaz de discernir claramente una gestalt en el todo. Las luces palpitantes eran los pensamientos de seres pensantes, que juntos formaban una mente aún más grande, una gran cadena del ser que iba ascendiendo en la escala hasta extenderse a la totalidad del cosmos. Un cosmos vivo que cantaba en concierto. El aullido del lobo en la oscuridad de la noche.

Mientras Galileo contemplaba lo que solo podía concebir como la mente de Dios, perdió toda noción del espacio tridimensional y sintió que comenzaba a girar en espiral por la multiplicidad de multiplicidades y por la totalidad del tiempo. Cada fuego, del más minúsculo fragmento de luz de luciérnaga hasta los ardientes guijarros de las galaxias, dibujó una trayectoria y un arco hacia adelante, y así Galileo, en lugar de puntos, comenzó a ver líneas y, más que ver, sintió la presencia de un encaje densamente tejido en el que también él estaba entrelazado, como un crisantemo cósmico de líneas blancas tendido sobre una negrura, sentido más que visto, escuchado en una canción inaudible. Mientras seguía contemplando estas líneas, sintió y oyó cómo se distorsionaban, estiraban, hundían y encogían las diez dimensiones, cómo inspiraba y espiraba el todo al mismo tiempo que se mantenía inmóvil. Su visión era total, su tacto era total, su oído era total, pero al mismo tiempo coexistían con las diez dimensiones. La multiplicidad de multiplicidades se movía, respiraba, lateralmente o en ángulo con respecto al tiempo, e interpretaba una fuga con fragmentos extraídos de las diferentes dimensiones. Todos los isótopos temporales, con un parpadeo, entraban y salían de sus hebras de posibilidad, florecían y se colapsaban, sístole y diástole. Al fundirse con todo esto ascendió a un estado existencial sublime, a un verdadero éxtasis de éxtasis que afloró en su conciencia, y volvió a sentir el viejo repicar, antes siempre tan tenue y ahora extendido a todo, la culminación de la fuga. «Todas las cosas perviven en Dios», dijo, pero nadie lo oyó. En aquel momento comprendió la naturaleza solitaria de la trascendencia, puesto que lo total era uno. Estaba completamente solo consigo mismo: la multiplicidad de multiplicidades era otra de las vidas secretas. Una especie de eternidad en movimiento que se extendía a una infinidad de universos. Todo estaba siempre; cambiando, siempre: así que lo eterno era el propio cambio. La eternidad también tenía una historia, la eternidad también evolucionaba, se afanaba por cambiar e incluso por mejorar de un modo que excedía la capacidad de entendimiento humana, cada vez más grande, cada vez más compleja, en metamorfosis. Cambio eterno, en cualquier caso. Un organismo decadimensional, que palpitaba con una luz granular como la nieve más fina, todo él entrelazado, todos sus puntos individuales como en la definición de Euclides y al mismo tiempo todos ellos partes de un todo pleno que fluía en curvas, en unos glissandi que Galileo aún alcanzaba a oír, un coro majestuoso y denso de ballenas, lobos, espíritus destrozados, más y más estruendoso cada vez, como el aullido de una especie de lunático rojo.

Galileo se encontró sentado en el suelo. Hera seguía en pie, aunque se aferraba a su asiento como un marinero a una plancha de madera tras un naufragio. El terror de sus ojos era una novedad para Galileo y se quedó sorprendido al verlo. Se sentía como si fuera incapaz de hablar, como si le acabaran de ensartar la lengua con una aguja o, peor aún, como si le hubiera atravesado el cráneo hasta alcanzar la parte de la mente donde nacía el habla. Había un rugido en sus oídos. Miró la pantalla de la consola, tratando de pensar, tratando de recordar. ¿Qué había sucedido? Seguía agarrándose a la pierna de Hera como un niño aferrado a su madre.

El dorado hilado se tornó blanco. Unas formas aparecieron en aquel inefable fulgor: ojos, cuerpos caídos, mundos enteros o algo más. Espirales giratorias de estrellas, fuegos artificiales en su cabeza, dolor en todos los nervios al mismo tiempo… ¿O había sido regocijo? Extasis. Un éxtasis que ascendía, se extendía hacia fuera y penetraba. Hacia un centro que era un pinchazo del negro más fulgurante, que perforaba su ojo, su mente y su alma y lo succionaba hacia él. Entonces, un síncope; todo quietud, frío y muerte. ¿Así era como había terminado? Lo que venía antes era un borrón, una sensación de mareo. Había sentido el increíble rugido de lo sublime; y en su interior, el minúsculo tintineo de una campana. Él era la campana. Entonces algo lo había atravesado, como un alfiler a la muralla de un castillo, y ése fue el fin de Galileo. El síncope llegó como un sueño, como un descanso reparador.

Entonces Galileo desapareció de nuevo, pero pervivió una consciencia, cósmica y múltiple. El sol era una estrella, las estrellas todas soles. Cada una de ellas contenía una mente tan vasta y brillante como el sol en el cielo del mediodía. No podías mirarlos directamente, sólo ver su luz sobre el papel. Una especie de ángel, o el ser, mucho más grande que un ángel, para sugerir el cual se inventó la idea de un ángel. El cielo estaba lleno de trillones de mentes similares, agrupadas en racimos que giraban en remolinos dotados de peso propio, atraídas continuamente hacia sí mismas. En su centro se comprimían hasta la nada y su sustancia desaparecía absorbida en otros universos y otras dimensiones, Estaban todas entrelazadas en las multiplicidades. Presente, pasado, futuro, eternidad, todos se convertían en uno y luego se transmutaban en otros tiempos. Lo que significaba…

El aullido lastimero de un lobo, el espeluznante glissando de una ballena. El tiempo se fragmentó en astillas y Galileo reapareció en su centro. Un remolino en el tiempo. Júpiter reiteraba un argumento en un bucle de tristeza, un éxtasis, otro momento entrelazado. Lo que significaba…

Trató de dejar de entender. Le costó un esfuerzo inmenso, fue un acto totalmente contrario a él, la cosa más complicada que jamás hubiera hecho. El afán de Oelilag: dejar de intentarlo. Plegarse en su interior. «Sólo existe —se ordenó—, sólo ve. Pero era demasiado grande como para verlo, demasiado brillante, y cuando lo intentaba lo cegaba. Un vórtice de mentes infinitas, una infinidad de vórtices. No se podían comparar los infinitos, esto lo percibía con claridad. Había un número infinito de vórtices estrellados y en cada uno de ellos un número infinito de mentes. Kepler lo había sugerido así y Bruno lo había afirmado abiertamente. Bruno había muerto por afirmarlo. Galileo no quería morir. El mundo era demasiado asombroso como para morir por decir algo, fuera lo que fuese.

Aunque también era cierto que había una especie de síncope universal en el que la muerte no vencía. No era el cielo sino el éxtasis, ex stasis, el abandono del minúsculo cuerpo individual para entrar en el cuerpo universal, la multiplicidad de multiplicidades. Todas las posibilidades colmadas. Todas las cosas pervivían en Dios. Cantó la frase, se aferró a ella en su mente. Se convirtió en lo único a lo que podía agarrarse, su plancha flotante en el proceloso mar de las estrellas. Todas las cosas perviven en Dios.

Y sin embargo se toman decisiones, las funciones de onda se colapsan. La consciencia y la multiplicidad están entrelazadas. Apareció una voz, como un alfiler a través de la muralla de un castillo. Libérame, oh, Júpiter.

Entonces, otro retorno a la consciencia de ser Galileo. Luchó en su cabeza, completamente exhausto, mientras pensaba: «¡Hola! ¡Estoy aquí! ¡Déjame ir! ¿Dónde estás? ¿Quién eres?».

Era su perro fiel, que le olisqueaba la cara.

No, era Hera. Le sostenía la cara con sus grandes manos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Galileo con voz rota. Algo lo llenaba: un océano de nubes dentro de su pecho que le inspiraba un sentimiento imposible de reconocer para él. Una sensación que hacía que le entrasen ganas de llorar por las cosas que no sabía, a pesar de que estaba demasiado confuso hasta para las lágrimas. Pero tenía que ver con la presencia de Hera. Si hubiera pasado por aquello sin ella, si no hubiera estado a su lado, habría sido insuperable. Era demasiado para afrontarlo solo.

—No lo sé —dijo ella mientras lo miraba a los ojos. Había una ternura en su expresión, una amorevolezza, como siempre decía María Celeste, que ignoraba que poseyera. Puede que hubiese vivido algo similar durante el periodo de éxtasis. Seguro que sí. ¡Todos vivimos las mismas cosas! Su rostro estaba sembrado de lágrimas. Se inclinó hacia él hasta que sus rostros estuvieron alineados, con las narices pegadas. Las puntas se tocaban como si estuvieran besándose. Sus ojos eran espejos para lo que tenían delante. Los iris de Hera eran un profundo y vivo campo de motas y vetas, como esferas de jaspe pulido o el interior de dos flores, mientras que los agujeros negros de sus pupilas palpitaban levemente, recordándole a Galileo lo que acababa de ver en aquel cataclismo individual. Los ojos de ella flotaron hacia los suyos hasta ser tan grandes como la superficie de Júpiter, rebosantes de calidez, y se bañó en el afecto que despedían.

Entonces sus ojos se movieron hacia los de él, simplemente. Se fundieron como si se tocaran en un espejo, dos como uno solo. «Júpiter se pondrá celoso», trató de decir Galileo, pero los ojos de Hera se lo impidieron y cedió ante ella, se entregó como en las noches de su juventud, con las salvajes chicas de Venecia. Los iris de roca fracturada de Hera florecieron como emblemas de los sentimientos de Galileo. Era el cosmos entrelazado en el que siempre habían vivido, pero sólo ahora sentían. Amorevolezza, eros, agape: uno hacía el amor del mismo modo que pronunciaba una palabra, del mismo modo que componía una frase. Él nunca lo había hecho con alguien a quien supiera su igual, alguien tan fuerte, tan capaz y tan inteligente como él, y este pensamiento lo atravesó, lo arrebató en una oleada de pesar y amor tan intensa que podría haber sentido miedo de no ser porque los ojos de ella le dijeron que todo iba bien. Los ojos de ambos se fundieron por entero y vio lo que ella veía y sintió su éxtasis como una cuerda gruesa y alta, como un armónico. La madre diosa dentro de él.

Todas estas cosas suceden en la mente. La imaginación crea sucesos. Lo que importa es algo que sucede en la mente.

Se sentaron en el suelo de la pequeña nave espacial, confusos. Una conjunción de espíritus. Debía ser algo que los iguales hacían juntos. Al acordarse de esto, Galileo comenzó a llorar de nuevo. Al parpadear, unas lágrimas abandonaron su rostro y descendieron flotando como las pequeñas lunas de Júpiter. Hera sacó la lengua con parsimonia y se metió una de ellas en la boca. No era raro que él hubiera sido tan procaz en su desperdiciada juventud. No era raro que se hubiera abalanzado sobre Marina. No era raro que su madre hubiese estado furiosa. En su vida, todo había estado basado en un malentendido, un miedo básico, la negativa a ver al otro, similar en su cobardía y malignidad a las absurdas interpretaciones que sus enemigos habían aplicado a sus teorías. En su época, los hombres sentían un miedo feroz por todo lo que era diferente a ellos, y pensaban que las mujeres eran diferentes a ellos, y creían que la respuesta apropiada a su temor era invocar un pasado ya caduco, la autoridad de todos los estúpidos papas. Como si el poder otorgase la razón. Pero no era así. Lloró de pesar por su vida desaprovechada, por su mundo y por su época. Qué locura ser humano.

Permanecieron sentados uno junto al otro en el suelo, con los brazos y las piernas en contacto. Ella era más alta, e incluso más ancha de cintura, a pesar de que él era un hombre rollizo como un barril. Galileo estaba totalmente relajado y podía sentir que Hera también lo estaba. Estaban entrelazados. Aquello era sólo un momento y pasaría: un fragmento de tiempo al que se aferraba un fragmento de espacio, en el que dos mentes se unían y se hacían una.

Todos tenemos nuestras siete vidas secretas. La trascendencia es solitaria, la vida cotidiana es solitaria. La consciencia es solitaria. Y sin embargo, a veces, estamos sentados con un amigo y las vidas secretas no importan, o incluso forman parte de ello, y se crea un mundo dual, una realidad compartida. Entonces, entrelazados, somos uno, transitorios pero inmortales.

Las luces de la cabina se intensificaron. Ya no estaban solos. Repararon en la presencia de Aurora, de Ganímedes, aún prisionero en su traje espacial, de los tripulantes de la nave que, tirados sobre el suelo de la cabina como piezas de un juego de nueve estacas, comenzaban a despertar como muertos vivientes. Al mirar más allá de su transparente capullo, de la plataforma que los mantenía en el espacio, Galileo vio que habían salido de las nubes superiores de Júpiter y ascendían hacia el espacio volando como un ruiseñor. Se encontraban justo encima de la bóveda de la gran mancha roja, que giraba debajo de ellos a gran velocidad mientras ascendían. Las coloradas franjas biseladas se solapaban unas sobre otras, ladrillo sobre naranja sobre ocre sobre marrón sobre siena sobre amarillo sobre bronce sobre cobre sobre blanco sobre barro sobre avellana sobre oro sobre cinabrio, unas sobre otras, unas sobre otras, una y otra y otra vez. Una idea, o una danza o una vida.

Hera se levantó y se aproximó a su asiento, tan libre en sus movimientos como una bailarina. Galileo la observó con fascinación. Era grande y musculosa y sus curvas femeninas eran volúmenes parabólicos en el espacio, una realidad definitiva. Todo cuanto Galileo había creído saber estaba equivocado y, como cuando le sucedía en el taller, el descubrimiento lo hizo feliz. La prueba de su error se encontraba allí, frente a él, tecleando, la diosa animal que podían llegar a ser los humanos. En su época, una persona así no era ni siquiera posible. Fuerza constreñida por una piel pálida y pecosa. Un cabello castaño veteado de negro y violentamente libre, como las serpientes de Medusa. Tanto hablar de dioses: vio que realmente había sido una prolepsis desde el principio, que habían soñado con el potencial humano como si ya hubiera fraguado en el cielo. Los dioses eran humanos del futuro imaginados, los dioses eran nuestros hijos.

—Ahh —exclamó.

Ella lo miró de soslayo y esbozó una minúscula sonrisa. Lo veía.

Entonces vio a Ganímedes y su mirada se tornó más seria.

—Tenemos que hablar con Ganímedes.

—Sí. —Galileo miró el traje espacial rígido y meditó un momento—. Me pregunto qué habrá visto allí dentro.

—Y yo. —Se acercó a Galileo y él la absorbió como un trago de agua fría. Volvieron a formársele lágrimas en los ojos, lágrimas que le impedían verla con claridad, así que parpadeó y sonrió sin poder impedirlo mientras las lágrimas descendían resbalando por sus mejillas hasta llegar a la barba. A esas alturas no había nada que esconder. Era lo que era y estaba contento. Hera extendió una mano para ayudarlo a levantarse. La aceptó y se incorporó. Posiblemente, el punto álgido de sus vidas llegaba a su fin en aquel momento. Aun así, estaba contento. Todas las cosas perviven.

—Ya sé cuál debe ser su castigo —declaró Galileo.

Hera negó con la cabeza.

—Luego —dijo—. Eso es asunto nuestro. Ahora tienes que pensar en tu propio juicio.

Dicho esto, pulsó un botón en la caja de peltre que había junto a él.