Los dos mundos
Los dados ya ruedan y estoy escribiendo un libro que será leído ahora o en la posteridad, lo mismo me da. Puede esperar un siglo a su lector, como el mismo Dios ha esperado seis mil años a un testigo.
JOHANNES KEPLER, Armonías del mundo
Despertó con el cuerpo tan entumecido que no podía ni moverse. Sentía la presión de la vejiga y los intestinos llenos, aparentemente enfrentados en una competición por abrirse paso antes que el otro por su segundo ano. Se encontraba en la cama. Cartophilus estaba mirándolo a la cara con la peculiar expresión que lo caracterizaba. Galileo era incapaz de decir si cómplice o inmensamente curiosa.
—¿Qué pasa? —preguntó con un graznido.
—Os han entrelazado, maestro.
—Sí. —Dedicó un momento a pensarlo mientras, con esfuerzo, rodaba hasta incorporarse—. Tú sabes lo que me pasa cuando no estoy aquí, ¿verdad, Cartophilus?
—Sí. Lo veo ahí. —Señaló la máquina con un gesto.
—¿Y qué has visto?
Cartophilus asintió sin alegría.
—Las cosas no dejan de empeorar. Debía de haber un ruido atroz. Hacia el final, todos gritabais y llorabais. La situación se puso tan mal que decidí traeros de vuelta. Espero haber hecho bien.
—No lo sé. —Galileo trató de aferrarse a lo que había sucedido. La vida vista a través de unos relámpagos—. Tengo que pensarlo, creo.
Entonces entró La Piera con una cesta de pan y limones, seguiida por Giuseppe y Salvadore, que llevaban entre los dos un caldero de vino caliente aromatizado con granadina. A estos, a su vez, los seguían varias de las doncellas de la cocina, cargadas con cuencos, tazas, platos, cubiertos y jarrones con flores. Con una serie de movimientos lentos y articulados, acompañado cada uno de ellos por un gemido, Galileo se levantó. Se quedó mirando las caras que lo rodeaban como si fuera la primera vez que las veía. Esta vez el síncope, le dijo La Piera, había durado dos días. Debía de estar hambriento.
—Antes ayudadme a ir a la letrina —ordenó a los criados—. Tengo que hacer sitio para la comida. Y que Dios me ayude a no echar las tripas fuera.
Durante los días siguientes estuvo muy calmado.
—Las cosas no están claras —se quejó a Cartophilus—. Sólo recuerdo fragmentos, imágenes. Supongo que Hera le habrá hecho algo a mi mente. No consigo formar una imagen completa.
Pero añadió una nueva página a Il Saggiatore antes de enviarlo a Roma para su publicación. Era muy extraña, distinta a todo cuanto hubiera escrito hasta entonces:
«Érase una vez, en un lugar muy solitario, un hombre al que la naturaleza había dotado de una curiosidad extraordinaria y una mente muy penetrante. Como pasatiempo se dedicaba a criar aves, cuyo canto le inspiraba gran fascinación, y observaba con gran admiración el método por el que eran capaces de transformar a su capricho el mismo aire que respiraban en gran variedad de dulces canciones.
»Una noche, quiso la ventura que llegara hasta los oídos de este hombre un delicado canto desde no muy lejos de su casa, e incapaz de asociarlo con otra cosa que no fuese una pequeña ave, salió al exterior decidido a capturarla. Al llegar al camino se encontró con un pequeño pastorcillo que soplaba en el interior de un palo hueco mientras movía los dedos sobre la madera, y con estos movimientos le extraía una variedad de notas similares a las de las aves, aunque por un método diferente. Intrigado, pero impelido por su natural curiosidad, le cambió el caramillo al niño por un becerro y regresó a la soledad de la casa.
»Al día siguiente pasó junto a una pequeña choza de cuyo interior salían notas muy similares y decidió entrar en ella para comprobar si se trataba de un pájaro o de un caramillo. Allí se encontró con un muchacho que, con un arco en la mano derecha, lo deslizaba sobre unas fibras estiradas sobre un pedazo de madera ahuecada, al que le extraía una variedad de notas de lo más melodiosa sin necesidad alguna de soplar. Aquellos de vosotros que participéis en los pensamientos del hombre y compartáis su curiosidad podréis entender su asombro. Sin embargo, al comprender ahora que exigían dos modos inesperados de producir las notas y las melodías, comenzó a sospechar que podían existir aun otros.
»Su asombro aumentó más aún cuando, al entrar en un templo, lo alcanzó un sonido que, mirando detrás de la puerta, descubrió procedente de los goznes de ésta al abrirse. En otra ocasión, empujado por la curiosidad, entró en una posada creyendo que se encontraría con alguien que rasgaba las cuerdas de un violín, pero lo que vio fue a un hombre que pasaba la yema de uno de los dedos por el borde de una copa y le extraía de aquel modo un agradable sonido. Luego reparó en que las avispas, los mosquitos y las moscas no formaban las notas que emitían con su respiración, a la manera de las aves, sino con el acelerado batir de sus alas. Y en la misma medida en que su maravilla iba en aumento, menguaba su fe en llegar a entender cómo se producían todos estos sonidos.
»Pues bien, después de que llegara a creer que no podían existir más formas de generar sonidos, cuando estaba seguro de haberlo visto todo, de repente se encontró sumergido con más profundidad que nunca en su ignorancia y su asombro. Pues al atrapar entre las manos una cigarra, no logró acallar el estridente sonido que emitía cerrándole la boca o inmovilizando sus alas, pero tampoco, al estudiarla de cerca, pudo ver que moviera las escamas que revestían su cuerpo ni ninguna otra parte de éste. Delicadamente levantó la armadura que le protegía el pecho y allí se encontró con unos finos y duros ligamentos. Creyendo que el sonido podía originarse en su vibración, decidió romperlos para silenciarlo. Pero no consiguió nada hasta que su aguja profundizó demasiado y atravesó por completo a la criatura, arrebatándole la vida junto con la voz, así que siguió sin poder determinar si el canto se había originado en aquellos ligamentos. Esta experiencia redujo su conocimiento a una completa ignorancia, así que, cuando alguien le preguntaba cómo se generaba el sonido, le respondía temblando que, aunque conocía algunas maneras, estaba seguro de que existían muchas otras, no sólo desconocidas sino incluso inimaginables.
»Podría ilustrar con muchos más ejemplos la prodigalidad que exhibe la naturaleza al producir sus efectos, puesto que emplea métodos en los que jamás se nos ocurriría pensar sin intervención previa de nuestros sentidos y nuestra experiencia. E incluso a veces no basta con éstos para remediar nuestra falta de conocimientos. La dificultad para entender cómo genera su canto la cigarra, incluso cuando la tenemos cantando en nuestras propias manos, debería ser más que suficiente para disuadirnos de afirmar nada sobre la formación de los cometas o cualquier otra cosa.»
Cesi quedó perplejo al leer esto y le escribió para preguntar qué significaba. ¿Era un modo de decir que, al final, podía ser que el copernicanismo no fuera capaz de explicar correctamente el movimiento de los planetas? ¿Acaso la canción de la cigarra representaba algo así como la música de las esferas?
Galileo respondió con una concisa misiva: «Conozco ciertas cosas que no ha visto nadie más que yo. A juzgar por ellas, y dentro de los límites de lo que, como humano, conozco, la solidez del sistema copernicano parece irrebatible.»
La subida de Maffeo Barberini al trono de san Pedro había sido un milagro; el nombramiento de su sobrino Francesco como cardenal apenas tres días después de su ingreso en la Academia de los Linces fue otro. El año antes, Galileo había ayudado a Francesco a obtener el doctorado en la Universidad de Pisa, favor por el que su tío, el nuevo papa, le había enviado una elegante carta de agradecimiento. Y ahora Francesco era uno de los consejeros y confidentes más cercanos de Urbano.
Entonces, otro de los discípulos de Galileo, así como uno de sus partidarios más entusiastas, un joven llamado Giovanni Ciampoli, fue nombrado para el poderoso cargo de secretario papal. Esto resultaba casi increíble, dada la grandilocuencia con la que a Ciampoli le gustaba presumir de sus logros y de su posición. Era un auténtico gallito, de hecho, y sin embargo se había convertido en el guardián y el acompañante cotidiano del papa, al que aconsejaba, con el que conversaba y al que incluso entretenía leyéndole en voz alta durante las comidas. De hecho, Ciampoli le leyó Il Saggiatore, tras lo cual escribió a Galileo y a los Linces que Urbano se había reído a menudo y en voz alta mientras escuchaba.
Y no sólo el papa estaba leyendo Il Saggiatore, al parecer, sino Roma entera: los literati, los virtuosi, los filósofos, los jesuítas y todo aquel que poseyera interés alguno en asuntos intelectuales. Era el libro de moda. Había trascendido por completo el tema originario de los cometas o cualquier otra de las controversias científicas en las que Galileo se hubiera visto involucrado. Era una roca que algunos estaban utilizando para golpear la pesada, somnolienta y resentida conformidad de los años de Pablo. Alguien había hablado con libertad, al fin, y encima en letra vernácula, sobre todas las cosas nuevas que se estaban descubriendo. Así nació la alta cultura barberiniana, emergente como una antena. Galileo ya no estaba solo ni formaba parte de una facción, sino que era el líder de un movimiento. Con Urbano VIII en el Santo Solio, todo era posible.
Sin embargo, una vez más, las enfermedades retrasaron el viaje de Galileo a Roma, y esta vez no todas eran suyas. Urbano VIII estaba tan agotado por la intensa campaña realizada para ganar el pontificado que se retiró al Vaticano durante dos meses. Para cuando estuvo lo bastante bien como para recibir a los peticionarios y visitantes, y Galileo se hubo recuperado lo suficiente de sus propios achaques como para emprender el viaje, era ya la primavera de 1624.
Pero finalmente llegó el día. En su último día en Bellosguardo, Galileo montó en su mula para ir a San Matteo a despedirse de María Celeste.
Ella sabía perfectamente por qué tenía que irse. Creía que el nuevo pontífice era una respuesta directa a sus plegarias, una intercesión de Dios en su favor. Era la primera que había bautizado el hecho como «conjunción milagrosa». Galileo le debía tanto la expresión como la idea. En sus cartas había revelado su ignorancia sobre el protocolo cortesano al expresar la esperanza de que su padre escribiera a Urbano VIII para felicitarlo por su nueva condición, sin comprender que alguien de la condición de Galileo no podía dirigirse directamente a un dignatario de tal importancia, sino que debía expresar su agradecimiento y sus mejores deseos a través de un intermediario, como había hecho Galileo, por supuesto, empleando a tal fin al cardenal Francesco Barberini. Todo esto se lo explicó en su respuesta.
María Celeste se aferró a él como siempre hacía, tratando de no llorar. En su forma de abrazarlo podía sentir que nadie lo había querido nunca con tanta intensidad. Y por ello detestaba que tuviera que marcharse.
—¿Seguro que no quieres que le pida a su santidad que os otorgue algunas propiedades? —dijo, tratando de distraerla.
Pero María Celeste respondió:
—¡Lo que necesitamos son mejores guías espirituales! Esos mal llamados sacerdotes que hemos tenido que sufrir… Bueno, ya sabéis lo que han hecho. Es demasiado. Si pudiéramos tener un sacerdote decente, un sacerdote de verdad…
—Sí, sí —respondió Galileo—. Pero ¿no querríais quizá un poco de tierra para obtener unas rentas? ¿O un beneficio anual?
María Celeste frunció rápidamente el ceño. Aquélla no era la clase de cosas que se le pedía al papa, venía a decir su mirada.
—Se lo preguntaré a la abadesa —contemporizó.
Ya de vuelta en Bellosguardo, mientras realizaba sus últimos preparativos, el criado del convento, Geppo, le llevó una carta de su hija. «Por favor, pedidle a Urbano un sacerdote de verdad —reiteraba—. Alguien educado y que posea al menos cierta pureza de espíritu».
Galileo maldijo al leer esto. Allí, sobre la página, se encontraba la hermosa letra italiana de su hija, las grandes curvas que se habrían inclinado en diagonales perfectas hacia el nordeste y el noroeste de haberse tratado de un mapa. Una auténtica obra de arte, como siempre, elaborada a la luz de las velas en mitad de la noche, una vez terminadas las tareas del día, cuando al fin disponía de un poco de tiempo para sí. En muchas de aquellas preciosas cartas se excusaba por ceder al sueño mientras estaba escribiendo, y a menudo tardaba varias noches en componer una de ellas. Se disculpaba también por mencionar la necesidad física más acuciante del momento, por pedir una manta o la gallina más vieja de la casa de su padre con la que engordar un caldo. Y sin embargo, en aquel momento lo que le pedía que solicitara era un consejero espiritual mejor.
—Ya lo entiendo —dijo con desencanto mientras miraba la carta—. Para ser una clarisa y no volverte loca, tienes que creer en ello, completamente y hasta el fondo de tu alma. De no ser así, la desesperación te asfixiaría.
Como había sucedido con Arcángela y con varias de las hermanas, incluida la pobre abadesa. Podría decirse que la mayoría de ellas se habían hundido en el desespero, arrastradas por el peso del hambre, el frío y la soledad, mientras que María Celeste se mantenía a flote gracias a su fe y mantenía a las demás por medio de aquella bondad casi sobrenatural. Galileo refunfuñó vitriólicamente al pensar en sus dos hijas, atrapadas en la misma situación y ejemplo perfecto de una auténtica dualidad aristotélica en su manera de responder a ella. Ninguna de las dos estaba totalmente cuerda, pero María Celeste era hermosa. Una santa.
Más tarde, en Roma, al realizar la petición que se le habín requerido, también pidió una sinecura para su hijo Vincenzio, combinada con una indulgencia papal que legitimara su nacimiento, que también se le concedió. La sinecura asignaba al joven sesenta coronas al año, pero como venía acompañada por el requisito de que realizara algunos ejercicios religiosos, éste se negó a aceptarla. Al enterarse, Galileo levantó las manos.
—¡He cumplido con mi deber para con esta gente! —bramó—. ¡No me sacarán un solo scudi más, ni siquiera un mísero quattrini! ¡La familia, menudo fraude! La sangre no es más espesa que el agua, como se puede comprobar cuando te cortas.
—Al coagularse sí se hace más espesa —señaló Cartophilus.
—Sí, y cuando se seca se pega. Así que la familia es como la costra de una herida. Estoy harto. ¡Renuncio a todos ellos!
Cartophilus ignoró el comentario, sabiendo que no eran más que palabras. Además, para entonces tenían problemas más acuciantes.
Por desgracia, la gran duquesa Cristina no estaba convencida de la necesidad del viaje a Roma, así que se negó a costearlo. El nuevo embajador de los Medici ante la corte romana, un tal Francesco Niccolini, primo del anterior embajador, fue informado en una carta del joven gran duque Fernando II de que Galileo no estaba invitado a alojarse en la embajada ni en la Villa Medici. Así que éste tuvo que contentarse con quedarse en casa de su antiguo alumno, Mario Guiducci, que vivía cerca de la iglesia de Santa Maria Maddalena.
Era el primer indicio de que la mirabile congiunture no era tan milagrosa como parecía, o al menos estaba quedando atrás en el tiempo, a la manera de una conjunción astrológica tan importante como fugaz.
El segundo indicio de este proceso fue mucho peor. Cuando, aún de camino hacia Roma, estaba descansando en la villa que Cesi tenía en Acquasparta, le llegó la noticia de que Virgilio Cesarini, el brillante, joven y melancólico cardenal, había fallecido.
Este sí era un golpe de verdad, en cuanto Cesarini había sido, quizá, la figura más destacada en los círculos intelectuales de la ciudad. Todo el mundo lo conocía, ocupaba un importante puesto en el Vaticano y, al mismo tiempo, era un Lince y un galileano de corazón. Nadie se esperaba esta muerte, a pesar de su delgadez, pero esas cosas sucedían.
El puesto que dejaba vacante en el Santo Oficio lo ocupó al poco tiempo el inmensamente orondo fray Niccolo Riccardi, un prelado que parecía sentir simpatía por la causa de los Linces y a quien le encantaba el nuevo libro de Galileo, pero que también ardía en deseos de complacer a todo el mundo. Les sería de poca ayuda.
Conjunciones y disyunciones. No se podía hacer nada más que llegar a Roma lo antes posible para aportar su granito de mena. Así que, de vuelta a la litera para afrontar de nuevo las sacudidas y los chirridos de las carreteras arruinadas por la primavera.
El día de su llegada a la enorme y humeante ciudad, Galileo se quedó despierto hasta tarde con su anfitrión, Guiducci, quien lo puso al corriente de la situación. Como el propio Galileo ya había constatado en las calles abarrotadas, la capital del mundo se encontraba en un estado de máxima excitación a causa del nuevo orden de las cosas. Por primera vez desde hacía décadas, se sentaba en el trono de san Pedro un pontífice con ambiciones, que hablaba sobre nuevos proyectos de edificación, limpiaba barrios enteros de la ciudad, organizaba gigantescos festivales para el pueblo y fomentaba la creación de sociedades literarias y organizaciones nuevas como los Linces. Nadie recordaba una época similar. No sólo los Linces pensaban que se tratara de algo milagroso. Que los Borgia no estuvieran en el poder (ni tampoco los Medici), reemplazados por un intelectual lleno de vigor y curiosidad… era como la llegada de la primavera para todo el mundo.
Por consiguiente, cuando a la mañana siguiente Galileo se encaminó al Vaticano para presentar sus respetos, sus esperanzas eran muy elevadas. Hacía poco que habían limpiado los conocidos edificios y jardines. Aquéllos parecían más grandes e imponentes y éstos más frondosos y bellos. Giovanni Ciampoli, con una gran sonrisa de felicidad, lo condujo por el vestíbulo papal y los salones exteriores hasta el jardín interior, rebosante de flores. Allí, paseando con su pariente, el cardenal Antonio Barberini, se encontraba el papa, vicario de Dios en la Tierra.
Desde los primeros segundos de la audiencia Galileo vio que Maffeo Barberini era un hombre diferente. No se trataba sólo de la túnica blanca, la sobrepelliz, la capa roja que llevaba sobre los hombros y enmarcaba la elegante cabeza con la perilla, el sombrero forrado de armiño, los deferentes servidores que por todos lados lo rodeaban, ni el propio Vaticano, aunque, como es natural, todas estas cosas eran nuevas. Era la mirada. Había desaparecido el brillo travieso que Galileo recordaba tan bien, la mirada de admiración por los logros del astrónomo y el deseo de ser admirado por éste a su vez. Urbano VIII no estaba presente del mismo modo que antes. Su tez era suave y rosada, la frente abultada y la nariz alargada y brillante. Sus ojos, redondeados más que ovalados, parecían ahora sendas cuentas negras, alertas incluso cuando su mirada se apartaba de Galileo como si estuvieran mirando otra cosa. Aquel hombre esperaba obediencia, pleitesía incluso, y estaba empezando a acostumbrarse a recibirla. Es más, ni siquiera concebía la posibilidad de que no fuese así.
Y, como es lógico, Galileo se la ofreció sin reservas, arrodillándose e inclinando la cabeza para besarle las sandalias, que estaban perfectamente limpias y blancas.
—Levántate, Galileo. Háblanos en pie.
Mientras lo hacía, Galileo se mordió la lengua para ahogar la felicitación que había preparado. Ya no tenía sentido sugerir que se había producido allí alguna ganancia, o que la cosa podía haber salido de algún otro modo. Había que actuar como si las cosas siempre hubieran sido así. Cualquier referencia al pasado habría sido un faux pas, e incluso una impertinencia. En silencio, Galileo besó el gran anillo que le ofrecía el pontífice. Urbano asintió con frialdad. Dejó que Ciampoli hablara por él, limitándose a asentir para ofrecer su aprobación a lo dicho y a murmurar de vez en cuando alguna cosa que Galileo apenas alcanzaba a oír. De vez en cuando lanzaba una mirada llena de curiosidad y luego volvía a la contemplación de algún paisaje interior. Ni siquiera por Galileo, su científico favorito, se molestaba en estar enteramente presente. Era como si el caparazón que llevaba ahora fuese tan pesado que tuviese que prestarle atención en todo momento, y tan grueso que no creyera que nadie pudiera atravesarlo. Ahora vivía solo, en todo lugar y en toda ocasión. Hasta su hermano Antonio lo observaba como si fuese alguien que acabara de conocer.
Ciampoli, siempre uno de los más peculiares y menos útiles defensores de Galileo, un hombre de entusiasmo ilimitado pero vacilante en todo lo demás, estaba hablando en aquel momento de los logros de Galileo, proyectando sobre ellos una luz tan favorable que, por un instante, la mirada de Urbano sobre las flores recuperó la intensidad mientras ladeaba la cabeza para escuchar. Barberini ya conocía su historia y estaba claro que no era el mejor momento para volver a escucharla. Cómo había acabado Ciampoli como secretario de Urbano era algo que a Galileo se le escapaba.
Al cabo de poco rato, el papa levantó una mano y Ciampoli se dio cuenta, bastante después que Galileo, de que la audiencia habia terminado. Con cierto nerviosismo, dio las gracias a Galileo por haber venido y continuó hablando por Urbano como apenas un momento antes lo hiciera en nombre de Galileo. ¡Monopolizaba los dos extremos de la conversación! Luego acompañó a Galileo fuera. No habían transcurrido más de cinco minutos.
Una vez en la vasta antecámara, Ciampoli repitió lo que ya había referido en sus cartas, que le había leído Il Saggiatore al papa en voz alta durante las comidas y que Urbano se había reído a carcajadas y había pedido más.
—Estoy seguro de que ahora sois libres para escribir lo que os plazca, sobre astronomía o sobre cualquier otro tema.
Pero Ciampoli era un necio. Se había atrevido a sugerir en voz alta que podía ser la reencarnación de Virgilio, o puede que de Ovidio. Escribía versos burlándose de Urbano a espaldas de este, versos que luego distribuía entre amigos como Cesi, Galileo y otros, como si no fueran a terminar más tarde o más temprano en manos de sus enemigos… y, lo que era mucho más importante, en manos de los enemigos de Galileo.
De modo que Galileo se limitó a asentir y a proferir algunos sonidos a modo de agradecimiento, profundamente irritado e intranquilo. ¡La audiencia con Urbano había ido peor que las que había celebrado con Pablo! Era sorprendente, perturbador… y difícil de creer.
En los días siguientes, al pensarlo con gran detenimiento, finalmente llegó a la conclusión de que los antiguos amigos y favoritos eran precisamente la gente a la que antes tenía que poner en su lugar un nuevo papa, un lugar que era el mismo para todos: por debajo. A mucha distancia.
Estaba claro que iba a necesitar un nuevo encuentro con Urbano sin que Ciampoli estuviera cerca para meterse en medio. Pero no se le ocurría cómo podía conseguirlo. Seguramente sería del todo imposible verse en privado con el papa.
A la mañana siguiente fue a visitar al cardenal Francesco Barberini. Se encontraron en el pequeño patio que había al otro lado del muro de la Villa Barberini, desde el que se divisaban las aguas marrones del Tíber.
Con toda honradez se podía decir que, hasta el momento, Galileo había ayudado a Francesco más de lo que Francesco lo había ayudado a él. Francesco parecía perfectamente dispuesto a reconocer que era así. Se mostró gracioso y agradecido, sin el menor atisbo de ese resentimiento que muchas veces contiene la gratitud. Fue un encuentro realmente grato, lleno de risas y recuerdos compartidos. Francesco era más alto y mejor parecido que Urbano, sanguíneo y afable, y tenía una cabeza tan grande como la de una estatua romana. Su túnica y su vestimenta cardenalicia estaban hechas en París, donde había vivido varios años. El hecho de que fuese uno de los diplomáticos menos eficaces de la historia del Vaticano era un hecho menos conocido.
Cuando Galileo, con toda delicadeza, sacó a colación el tema del copernicanismo, su respuesta fue alentadora.
—Mi tío me dijo en una ocasión —respondió— que si la decisión hubiera estado en sus manos en 1616 nunca os habrían prohibido escribir sobre ese asunto. Eso fue cosa de Pablo, o de Bellarmino.
Galileo asintió pensativo.
—Me parece bien —dijo mientras desempaquetaba un microscopio que había traído consigo para mostrarle a la gente, una especie de telescopio de las cosas pequeñas, que ofrecía a los observadores nuevas y asombrosas visiones de insospechado detalle sobre las cosas más pequeñas, incluidas las moscas y las polillas, así como, dado que el emblema familiar de los Barberini estaba formado por un trío de abejas, tres de estos insectos.
Francesco miró por el ocular y sonrió.
—¡El aguijón es como una pequeña espada! ¡Y qué ojos! —Cogió a Galileo por el hombro—. Siempre traéis cosas nuevas. A mi tío, su santidad, le gusta eso. Deberíais mostrárselo.
—Lo haría si pudiera. Quizá podríais ayudarme…
Pero antes de verse de nuevo con el papa, Galileo le regaló el instrumento al cardenal Frederick Eutel von Zollern, con la esperanza de obtener mayor apoyo entre los católicos transalpinos. El primer encuentro con Urbano lo había dejado tambaleante. Se quejaba de la incesante procesión de audiencias y banquetes y escribió a Florencia que la profesión de cortesano era para los jóvenes.
Y de hecho, en su monomaniática preocupación por sus propios asuntos, ni siquiera parecía haber reparado en el asunto que consumía a todos en Roma en aquel momento, que no era otro que la guerra entre la católica Francia y la católica España. El conflicto estaba empezando a engullir la totalidad de Europa, sin que se divisara salida alguna en lontananza. Los Barberini estaban muy próximos a la corte francesa, como evidenciaba el historial de Francesco, pero Francia se había aliado hacía poco con los protestantes. Sus adversarios, los Habsburgo de España, controlaban aún tanto Nápoles como varios ducados del norte de Italia, y Roma quedaba encajada entre ambos territorios. Además, ejercían un poder inmediato sobre la propia Roma, puesto que eran el principal apoyo de la Iglesia desde el punto de vista financiero. De modo que, por muchas que fuesen sus simpatías por los franceses, Urbano no podía oponerse abiertamente a los españoles. En teoría, como papa que era, podía dar instrucciones a todas las coronas católicas, pero en la práctica esto llevaba siglos sin ser cierto, si es que lo había sido alguna vez, y ahora los dos grandes reinos católicos lo ignoraban mientras continuaban su enfrentamiento o, lo que era aún peor, lo amenazaban por no apoyarlos. A pesar de la riqueza y la autoridad de san Pedro, Urbano estaba descubriendo que, en sus relaciones exteriores, caminaba por una cuerda aún más fina que el propio Pablo: una cuerda tendida sobre una especie de abismo bajo el cual no le esperaba otra cosa que la guerra.
Al cabo de un mes en Roma, el padre Riccardi, al que Felipe III de España había bautizado hacía tiempo con el mote de «padre Monstruo», accedió a verse con Galileo para tratar la cuestión de la censura del Santo Oficio y la prohibición de 1616. Este encuentro era crucial para las esperanzas de Galileo, quien se sintió muy complacido al recibir la noticia.
Pero en la audiencia, Riccardi se mostró claro e inequívoco. En aquel asunto expresaba la opinión del propio Urbano, dijo, y el papa quería que el copernicanismo se mantuviera en el ámbito de lo teórico, sin que nadie llegase a sugerir que podía tener base alguna en hechos físicos.
—Por mi parte, tengo el convencimiento de que son los ángeles los que mueven todos los cuerpos celestes —añadió Riccardi al concluir su admonición—. ¿Quién más podría hacerlo, teniendo en cuenta que se encuentran en los cielos?
Galileo asintió con tristeza.
—No os preocupéis demasiado —le aconsejó Riccardi—. Consideramos que el copernicanismo es meramente precipitado, no perverso ni herético. Pero el hecho es que éstos no son tiempos para la precipitación.
—¿Y creéis posible que el papa pueda declarar que es permisible discutir sus teorías como meras elaboraciones matemáticas, ex suppositione?
—Tal vez. Se lo preguntaré.
Galileo se instaló en la casa que Guiducci tenía en Roma. Había empezado a comprender que aquella visita debía planificarse como una campaña. Transcurrieron semanas y luego meses. Urbano accedió a recibirlo varias veces, aunque por lo general se trató de audiencias formales y muy breves, y en compañía de otros. En estas ocasiones, Urbano no lo miró a los ojos ni una sola vez.
El asunto de Copérnico sólo salió a colación en la última de las audiencias, e incluso en este caso, ocurrió por accidente. Ciampoli fue el responsable, al aprovechar un momento de silencio en la conversación para afirmar:
—La fábula del signor Galilei referente a la cigarra y a los diferentes orígenes de la música era ingeniosa y profunda, ¿verdad? Recuerdo que comentasteis que era vuestra parte favorita cuando os la leí.
Galileo observó detenidamente al papa mientras se ruborizaba. Urbano, aparentemente sumido en otros pensamientos, siguió contemplando un lecho de flores. En los meses que Galileo llevaba allí, el caparazón del poder papal había engrosado a su alrededor. Tenía los ojos vidriosos. A veces miraba a Galileo como si no lograse recordar quién era.
—Sí —dijo en aquel momento con toda firmeza, como si despertara. Su mirada ausente se desplazó hasta Galileo, lo miró fijamente a los ojos durante un segundo y luego volvió a contemplar las flores—. Sí, parecía referirse a algo de lo que ya habíamos hablado antes. Una parábola sobre la omnipotencia de Dios, que a veces se omite en las discusiones filosóficas, nos parece, aunque nosotros vemos ese poder por todas partes. Como, sin duda, vos convendréis.
—Por supuesto, santidad. —Galileo, sin poder evitarlo, hizo un ademán en dirección al jardín—. Todo es reflejo de ello.
—Sí. Y dado que Dios es omnipotente, la humanidad no puede tener la certeza total de la causa física de nada. ¿No es cierto?
—Sí… —Pero la cabeza de Galileo se inclinó hacia un lado, a pesar de sus esfuerzos por mantenerse inmóvil y deferente—. Aunque hay que recordar que Dios también creó la lógica. Y está claro que Él es un ser lógico.
—Pero no está confinado por la lógica, puesto que es omnipotente. Así, cualquier explicación, lógica o no, guarde las apariencias mal o bien, e incluso si lo hace con total precisión, no supone diferencia alguna a la hora de determinar la realidad de una explicación en el mundo físico. Porque si Dios hubiera querido que fuese de otro modo, podría haberlo hecho. Y si hubiera querido que fuese de un modo al tiempo que aparentaba serlo de otro, también habría podido.
—Me cuesta creer que Dios quisiera engañar a sus…
—¡No es un engaño! Dios no engaña. Eso sería como decir que Dios ha mentido. Son los hombres los que se engañan al pensar que pueden entender la obra de Dios por medio de la razón. —Otra mirada fugaz con los ojos muy abiertos, penetrante y peligrosa—. Si Dios hubiera querido hacer un mundo que pareciera funcionar de un modo cuando en realidad lo hacía de otro, aunque fuese de un modo supuestamente imposible, estaría perfectamente dentro de sus facultades. Y nosotros no tenemos modo alguno de juzgar sus intenciones o sus deseos. Si un mortal afirmara lo contrario estaría tratando de imponer restricciones a la omnipotencia de Dios. Así que cada vez que afirmamos que un fenómeno tiene una sola causa, lo estamos ofendiendo. Como vuestra curiosa y bella fábula ilustra con tan elocuente claridad.
—Sí —asintió Galileo, mientras pensaba con todas sus fuerzas. De nuevo, pensó en decir: «¿Para qué iba Dios a engañarnos?», pero no podía hacerlo, así que tenía que discurrir otra cosa—. Vemos a través de un cristal tintado —admitió.
—Exacto.
—Entonces, ¿esta línea de argumentación sugiere que se puede suponer cualquier cosa? —se atrevió a preguntar—. ¿Teorías, o simples patrones percibidos y sólo expresados ex suppositione?
—Estoy seguro de que siempre, en todos vuestros estudios y vuestros escritos, seguiréis defendiendo este argumento nuestro de la omnipotencia. Es la obra que Dios os ha encomendado. Mientras dejéis bien claro este último punto, el resto de vuestra filosofía contará con nuestra bendición. No será contradictoria con nuestras enseñanzas.
—Sí, santidad.
Mientras acompañaba a Galileo a la salida, después de la audiencia, Ciampoli se mostró extasiado.
—¡Su santidad os ha dado permiso para seguir adelante! ¡Ha dicho que, mientras incluyáis su argumento, podéis discutir de cualquier teoría que se os antoje! Os ha dado permiso para escribir sobre Copérnico, ¿no lo veis?
—Sí —respondió simplemente Galileo. Él mismo no estaba tan seguro del significado de las palabras de Urbano. Barberini había cambiado.
Ni siquiera con su telescopio puede el astrónomo de ojo de lince penetrar en los pensamientos internos de la mente.
Fray Orazio Grassi
De modo que Galileo regresó a Florencia decidido a creer que Urbano le había dado permiso para describir las teorías copernicanas como meras elaboraciones teóricas, abstracciones matemáticas que podían explicar los movimientos planetarios observados. Y si conseguía presentar su argumentación de un modo lo bastante convincente, cabía la posibilidad de que el papa le diera su aprobación, como había hecho con las diversas ideas contenidas en Il Saggiatore. Y entonces todo iría bien.
Y así, en el transcurso de los años siguientes, escribió su Diálogo sobre los dos sistemas del mundo, conocido en la casa como el Diálogo. Lo hizo a impulsos, entre interrupciones provocadas por encargos del gran duque, por la situación de su familia o por su estado de salud, pero siempre, de un modo u otro, sin dejar de trabajar en él, como si estuviera sometido a una especie de compulsión.
En aquellos años, la primera pregunta del día era siempre si Galileo estaría lo bastante bien como para levantarse. Cuando enfermaba podía ser una mera febbre efímera, una fiebre de un día de duración, o algo que lo tuviera en cama durante un mes o dos. Todoo el mundo temía sus recaídas, pues eran como pequeñas catástrofes que se abatían sobre la rutina de la casa. Pero, por supuesto, la peste también existía más allá de él, de modo que sus quejas siempre podían anunciar cosas mucho peores. Un día, uno de los sopladores de vidrio de su taller murió de peste, lo que les provocó a todos un miedo atroz. Galileo clausuró el taller, así que los artesanos se quedaron sin nada que hacer. Se desperdigaron por los campos, el cobertizo y el granero, los viñedos y la bodega. Bellosguardo se había convertido por entonces en la granja del convento de San Matteo, lo que requería de muchísimo trabajo. Y, en verdad, parecía que al aire libre la peste no fuera tan peligrosa. En el exterior, bajo el cielo, unas nubes altas se arrebolaban sobre las verdes colinas. Parecía más seguro.
Sin embargo, algunos no podían sacudirse de encima el miedo a la peste. El hijo de Galileo, Vincenzio, se mudó de Florencia por un tiempo junto con su nueva esposa, Sestilia, una mujer maravillosa, dejando a su hijo al cuidado de La Piera y un ama de cría. Nadie podía entender por qué abandonaban allí al niño, y todos asumieron que se trataba, una vez más, de una concesión del inútil Vincenzio. Tampoco entendía nadie por qué se había casado con el una mujer como Sestilia Buonarotti. Corría toda clase de rumores al respecto. Por aquel entonces la casa de Galileo contaba con unos cincuenta habitantes, incluida aún la familia de su hermano Miguel Ángel, que seguía interpretando su música en Munich. Las opiniones sobre el asunto de Sestilia estaban divididas entre la idea de que Galileo la había encontrado en Venecia y le había pagado para que se casara con su hijo o la de que Dios había reparado en el impropio gesto de la visita de Galileo a la Casa de la Virgen María en Loreto, el mes antes de que Sestilia apareciera en sus vidas, y había decidido recompensar su devoción. La Sagrada Casa de la Virgen María, o Casa Santa, había recalado en Loreto en la época de las cruzadas, tras cruzar el Mediterráneo desde Tierra Santa para escapar a la destrucción a manos de los sarracenos. Al volver de su peregrinación, alguien había oído mencionar a Galileo que el lugar tenía cimientos muy sólidos, teniéndolo todo en cuenta, aunque era posible que Dios hubiera ignorado esta impertinencia y decidido bendecir a su familia de todos modos. Tenía que haber algo que explicara que una chica tan buena como Sestilia se casara con un inútil de la talla de Vincenzio.
Todas las mañanas, lloviera o brillara el sol, se abrían con los atroces sonidos del despertar del maestro. Siempre comenzaba gimiendo, se sintiera como se sintiera, y luego maldecía y pedía a gritos el desayuno, algo de vino y ayuda para salir de la cama.
—¡Venid aquí! —aullaba—. Tengo que pegarle a alguien. —Después de tomar varias tazas de té o de vino aguado se levantaba y se vestía, salía y paseaba cojeando por la huerta de camino a las letrinas, aprovechando para inspeccionar las distintas variedades de cítricos que había plantado en grandes tiestos de terracota. Luego regresaba cojeando, quejándose de nuevo, y solía pararse en los campos de judías y de trigo para tocar los tallos y las hojas.
Cuando volvía a la casa ya podían saber si aquel día se encontraba bien o no. En caso afirmativo, todo iba sobre ruedas. La casa cobraba vida con el ajetreo del día. En caso negativo, regresaba arrastrándose a la cama y llamaba con roncos gritos a La Piera, la única que era capaz de lidiar con él en aquellas crisis.
—¡Pi-eeee-raaaa! —Entonces todo el mundo quedaba en silencio; y una atmósfera lúgubre se apoderaba de la casa mientras nos preparábamos para afrontar otro periodo de enfermedad. Eran tan frecuentes…
Pero si las cosas iban bien, se dirigía a una gran mesa de mármol que había hecho instalar bajo los arcos de la parte delantera de la villa, a la sombra y el fresco, lejos de la lluvia pero al aire libre y con la luz que necesitaba. Se sentaba ante ella en una silla con un juego de cojines hechos a medida de su hernia, lo que le permitía quitarse el braguero de hierro. Los cuadernos de Padua y las copias en limpio realizadas por Guiducci y Arrighetti descansaban sobre la mesa, apilados conforme a un sistema que todos los criados tenían que respetar a rajatabla si no querían convertirse en los destinatarios de golpes, puntapiés y toda clase de horribles imprecaciones. A medida que avanzaba la mañana hojeaba ensimismado aquellos volúmenes, estudiándolos como si los hubiera escrito otra persona. Y entonces, dejando uno o dos abiertos, tomaba unas hojas de pergamino en blanco, una pluma y un tintero y comenzaba a escribir. Lo hacía sólo durante una hora, dos a lo sumo, riendo para sí, jurando entre dientes o exhalando enormes suspiros. O leyendo frases en voz alta que luego modificaba, probando diferentes versiones, escribiendo borradores sobre hojas sueltas o en el dorso de páginas de los cuadernos que no estaban llenas del todo. Posteriormente transcribía lo que no le gustaba en páginas nuevas en blanco y cuando estaban llenas las archivaba, junto con otras, en un curioso armarito parecido a un palomar que tenía sobre la mesa. A veces, finalizado el día, desordenaba un poco las páginas para que el montón pareciera más voluminoso. Algunos días escribía una o dos páginas, otros veinte o treinta.
Al fin, con un último y estruendoso gemido, se ponía en pie, se estiraba como un gato y pedía vino a gritos. Apuraba varias copas de un par de tragos y luego se colocaba el braguero y daba otro paseo por sus campos. Si ya era tarde y la sombra era buena, se sentaba en un escabel y avanzaba entre las verduras plantadas en hilera, sacando las malas hierbas con una pequeña paleta. Extraía gran satisfacción de esta operación, y luego guardaba las hierbas arrancadas en cubos, que más tarde los mozos utilizaban para elaborar abono. A veces regresaba precipitadamente a la villa para poner por escrito algo que se le había ocurrido en la huerta, mientras enunciaba la idea en voz alta para no olvidarla.
—¡Oh, la inexpresable simpleza de las mentes abyectas! —gritaba por ejemplo mientras ascendía cojeando hacia la cima de la colina—. ¡Convertirse en esclavos voluntariamente! ¡Dejarse convencer por argumentos tan potentes que ni siquiera saben lo que significan. ¿Qué es esto sino erigir un oráculo con troncos y correr hacia él en busca de respuestas! ¡Tenerle miedo! ¡Tenerle miedo a un libro! ¡A un pedazo de madera!
O, como en otra ocasión, mientras subía penosa y precipitadamente por la ladera de la colina:
—¡Para cada fenómeno natural hay algunos idiotas que aseguran comprenderlo a la perfección! Esta vana pretensión, la de entenderlo todo, no puede tener más base que el no entender nunca nada. Pues cualquiera que haya vivido sólo una vez la experiencia de entender una sola cosa, y que por tanto haya saboreado el proceso de la obtención del conocimiento, reconocerá entonces que de la infinidad de verdades adicionales que contiene el universo no entiende nada.
Gritó estas palabras con toda la fuerza de sus pulmones, a Florencia, que se extendía debajo de él, y al resto del mundo. Volvió a decirlas mientras las escribía. Adelante y atrás, de la mesa a la huerta y de la huerta a la mesa.
A finales de la tarde, si el tiempo era agradable, solía quedarse en la galería hasta la puesta de sol, y era en estos ratos cuando escribía más rápido que nunca, o aprovechaba para leer sus cuadernos mientras bebía más vino. Contemplaba el anochecer y durante unos momentos fugaces parecía en calma. Si había nubes, las dibujaba. El azul del cielo era algo que nunca lo cansaba.
—Es tan hermoso como los colores del arcoiris —insistía siempre—. De hecho, yo diría que el azul es el octavo color del arcoiris, extendido permanentemente sobre el firmamento para nosotros.
Muchas tardes llegaba una carta de María Celeste. Siempre las abría y las leía inmediatamente, con el ceño fruncido de preocupación al comenzar, gesto que, muchas veces, daba paso luego a una sonrisa, o incluso a un estallido de carcajadas. Le encantaban aquellas cartas y la fruta escarchada que a menudo las acompañaba, guardada en una cesta que siempre le enviaba de regreso a su hija llena de comida. A menudo se sentaba y escribía la respuesta allí mismo, mientras tomaba unos dulces, y luego ordenaba a La Piera que preparara la cesta para enviarla aquel mismo día.
Le gustaba escribir, al parecer. Y cuando estaba haciéndolo, la vida en Bellosguardo era buena. Había horas en las que se sentaba allí con aire satisfecho, sin hacer nada, grattare il corpo como se suele decir, rascándose la barriga al sol: algo muy raro en el caso de Galileo. Se apartaba del mundo en su totalidad e ignoraba incluso cosas a las que tendría que haber atendido. Descuidaba sus deberes como cortesano y no prestaba atención a la situación de Europa en su conjunto, ni, de hecho, a nada que sucediera más allá de la villa, aparte de su correspondencia científica, que siempre era voluminosa. La casa estaba feliz.
Pero ignorar la situación europea era un error. Y tendría que haber prestado más atención a lo que estaba descubriendo la gente sobre el papa Urbano VIII con el paso de los meses y los años. Pues en Roma la gente contaba cosas. Se decía, por ejemplo, que habían denunciado a Galileo ante la Inquisición. Era una denuncia anónima, pero se decía que su autor era uno de los enemigos que había hecho entre los jesuitas, puede que el propio Grassi, a cuya costa se había reído tanto en Il Saggiatore. Como Grassi se había ocultado detrás de un seudónimo, Galileo había podido flagelar sin misericordia a su rival, supuestamente desconocido para él. Las posteriores réplicas de Sarsi habían sido igualmente agudas: se había referido a Il Saggiatore como L'Assagiatore, «El catador de vinos», broma que había hecho reír a todo el mundo excepto a Galileo.
Pero no era más que una broma. Una denuncia ante el Santo Oficio de la Congregación era una cuestión muy distinta. Uno de los rumores aseguraba que no tenía nada que ver con el prohibido sistema copernicano, sino más bien con algo relacionado con las visiones atomísticas de los griegos. Bruno había defendido el atomismo. En teoría, la guerra con los países protestantes del norte de Europa se libraba por el atomismo, por sus implicaciones en la cuestión de la transustanciación. Así que, en potencia, era algo aún más peligroso que discutir sobre los dos sistemas del universo, a pesar de lo cual Galileo no era ni siquiera consciente de que constituyera un problema.
Luego aparecieron otros indicios de problemas, más públicos. Urbano estaba empezando a demostrar sus poderes papales y estaba entregándose con entusiasmo a la tradicional tarea de reconstruir Roma. Decidió levantar un arco sobre el altar de san Pedro bajo el que sólo él podía realizar los servicios. Y como en las deforestadas laderas de los Apeninos ya no se podían extraer vigas lo bastante largas como para abarcar todo el altar, sus constructores saquearon el Panteón y se llevaron lo que necesitaban, lo que estuvo a punto de acabar con el venerable edificio.
—Lo que no consiguieron los bárbaros, lo ha logrado el Barberini —decía la gente refiriéndose a este acto de vandalismo. Este tipo de proclamas sólo eran los indicios más visibles de una corriente de desaprobación hacia el nuevo papa cada vez más fuerte.
—Al ascender, las abejas se han convertido en tábanos —decía la gente. Los Avvisi comenzaron a imprimir ataques rimados contra el papa, así como alarmantes horóscopos que predecían su muerte inminente. Urbano albergaba una obsesión bastante pasada de moda por la astrología, y estas predicciones siniestras y difamatorias lo perturbaron tanto que declaró crimen capital predecir la muerte del papa. A partir de entonces dejaron de publicarse, pero ya se había corrido la voz y el sentimiento era generalizado. Se solía elegir pontífices de avanzada edad por una buena razón: buenos o malos, nunca duraban demasiado, y la frecuente sucesión de viejos chochos mantenía encendidas las calderas del patronazgo. Pero Urbano, a sus cincuenta años, estaba fuerte como un roble y rebosante de nerviosa y colérica energía.
Como es natural, sus ambiciones y problemas excedían con mucho los límites de Roma. Seguía favoreciendo a los franceses sobre los españoles en su guerra, así que empezó a temer a los espías españoles en el Vaticano. Y con razón, puesto que eran muy numerosos. No se había sentido muy complacido, decía la gente, al enterarse de que Galileo había tratado de venderles el celatone y el jovilabio a los militares españoles. Y cuando algo no lo complacía, las cosas podían tomar un cariz muy negro. Una vez, después de que alguien estornudara en medio de un servicio que estaba realizando en San Pedro, decretó que todo aquel que estornudara en una iglesia quedaría excomulgado. Pero mucho más reveladora fue su decisión de ordenar que el arzobispo Marco Antonio de Dominis fuera quemado en la hoguera por herejía. De Dominis ya llevaba tres meses muerto cuando sucedió esto, pues había expirado en el Castel Sant’Angelo tras un interrogatorio de la Inquisición, pero no importó. En el día de Santo Tomás Apóstol, el cuerpo fue exhumado, llevado al campo dei Fiori, quemado en la hoguera y sus cenizas arrojadas al Tíber. Las afirmaciones que habían ultrajado al pontífice hasta tal punto tenían que ver precisamente con la cuestión del atomismo y la transustanciación por la que habían denunciado a Galileo en secreto.
Pero un hereje era un hereje, y a un hereje podía pasarle cualquier cosa. Mucho más consternó a las gentes de toda Italia una historia que se propagó con velocidad derivada del asombro: Urbano, oprimido por sus preocupaciones, tenía dificultades para dormir por las noches, y se le ocurrió que eran los cantos y sonidos de las aves de los jardines del Vaticano los que lo mantenían despierto, de modo que ordenó que las mataran a todas.
—¡Ha ordenado a sus jardineros que maten a todos los pájaros del Vaticano! —decía la gente—. ¡A todos, para que pueda dormir mejor por las mañanas! —Éste era el hombre con el que Galileo estaba tratando de razonar.
A menudo suspiraba mientras escribía. Tantos habían muerto… Sus padres y Marina, Sarpi, Sagredo, Salviati, Cesarini y Cósimo… El mundo de su juventud y de los años de Padua parecía haberse perdido en la oscuridad de una época anterior. Mientras, él había seguido viviendo hasta llegar a una época más tormentosa. Cuando estaba enfermo, los criados pensaban muchas veces que era el pesar lo que lo mantenía en cama, más que cualquier aflicción de la carne.
Para consolarse por dos de estas pérdidas, Galileo estructuró su nueva obra como una serie de diálogos entre Filippo Salviati, Giovanfrancesco Sagredo y un tercer personaje llamado Simplicio. Salviati expresaba los argumentos que pretendía transmitir el propio Galileo, aunque también, de vez en cuando, hacía referencia a un «académico», que, en aquel contexto, no podía ser otro que el propio Galileo. Luego, Sagredo, el hombre al que Galileo había llamado «mi ídolo», era la voz del cortesano inteligente, curioso y de mente abierta, dispuesto a dejarse educar por las explicaciones de Salviati. Así habían sido las cosas en la vida real. Además de mecenas de Galileo también habían sido sus amigos, sus maestros y sus hermanos…, los hermanos mayores que nunca había tenido y de los que había disfrutado muchísimo. Todo hombre necesitaba alguien con quien pudiera presumir, que disfrutara oyéndole hacerlo y que se sintiera orgulloso de él. Y también que fuera más sabio que él y lo cuidara. Con el corazón tembloroso y un nudo en la garganta escribió:
«Ahora que la muerte ha privado a Venecia y a Florencia de estas dos grandes luminarias en la cúspide de su capacidad, he resuelto hacer que su fama perviva en estas páginas, en la medida en que me lo permitan mis pobres facultades, utilizándolos como interlocutores en esta disertación. Espero que agrade a estas dos grandes almas, a las que siempre llevaré en mi corazón, aceptar este monumento público a mi eterno cariño. Que el recuerdo que conservo de su elocuencia me ayude a transmitir a la posteridad las reflexiones prometidas.»
El personaje de Simplicio, por otro lado, era justo lo que sugería el nombre: un simple…, aunque siglos antes había existido un filósofo romano con aquel mismo nombre. Pero el sentido del personaje era evidente. Representaba a todos los enemigos con los que Galileo había luchado en el transcurso de los años, todos ellos combinados, no sólo los muchos que lo habían denunciado en público, sino también los mucho más numerosos que habían hablado contra él en privado, o en disertaciones o sermones por toda Italia. Los débiles argumentos de Simplicio ilustrarían cada uno de los errores lógicos y de los malentendidos deliberados, las exageraciones, los falsos silogismos y las irrelevancias, la simple y tozuda necedad a la que Galileo había tenido que hacer frente a lo largo de los años. Muchas veces se echaba a reír mientras estaba escribiendo, no con el sordo «ju ju ju ju» que denotaba alegría genuina, sino con una solitaria carcajada de sarcasmo.
El libro estaba estructurado en cuatro días de diálogo entre sus tres protagonistas, reunidos en el palazzo veneciano de Sagredo, el arca rosada donde Galileo había pasado tan numerosas y deliciosas veladas. La discusión del primer día hacía referencia a sus descubrimientos astronómicos, incluidas numerosas observaciones sobre la luna realizadas después de publicar Sidereus Nuncius. Por el camino intercaló chistes, juegos de palabras y pequeñas e insólitas observaciones que le resultaban misteriosas incluso a él:
«Sabemos por antiguos testimonios que antaño, en el estrecho de Gibraltar, Abila y Calpe estaban comunicados por medio de unas montañas poco elevadas que mantenían el océano a raya. Pero estas montañas se separaron por alguna razón y las aguas penetraron por la abertura y formaron el Mediterráneo. Consideremos la inmensidad de este hecho…»
Bueno, sí, pero este suceso había ocurrido un millón de años antes y los «antiguos testimonios» de los que hablaba no existían, claro está. ¿Cómo sabía Galileo de su existencia? Ni él estaba seguro. Sus antiguos sueños aún lo atormentaban. Los recordaba con fluctuante detalle y a veces llegaba a soñar que volvía a estar en el espacio. Estaba convencido de que había dejado algún asunto inacabado allí, pero cada vez recordaba menos de qué se trataba. Sabía que habían manipulado su mente y que, en más de una ocasión, se había sentido tan abrumado que había llegado a sufrir un colapso.
Así que hizo preguntar a su Sagredo, mientras hablaban sobre el telescopio: «¿Es que nunca terminarán los descubrimientos y las observaciones nuevas realizadas con este admirable instrumento?.»
Y su Salviati respondió: «Si su progreso sigue el curso de otros grandes inventos, cabe esperar que, con el tiempo, llegaremos a ver cosas que ahora mismo no alcanzamos ni a imaginar.»
En efecto.
Adelantado el primer día escribió también: «Pero no seguimos el rastro del vuelo del tiempo. […] La memoria de una persona se confunde ante tal cantidad de cosas.»
Cuán cierto era.
Y más tarde aún, escribió: «Pero por encima de todos los grandes inventos, qué sublime la mente de quien soñó con dar con el modo de comunicar sus más profundos pensamientos a cualquier otra persona, al margen de la distancia en el tiempo y en el espacio. De hablar con alguien en la India o de comunicarse con aquellos que aún no han nacido y que no lo harán hasta dentro de mil, o incluso de diez mil años.»
¡Qué sublime, sí! La gente no tenía ni idea. Al revisar el pasaje le pareció que se refería al lenguaje y a la escritura, pero para él también se refería a algo más inmediato y mucho más misterioso. Hablar con alguien que no nacería hasta dentro de mil años…
El segundo día de sus diálogos trataba del movimiento de la Tierra, las pruebas que lo demostraban y las razones por las que no era evidente de manera inmediata para quienes se encontraban sobre su superficie. Esto requería una descripción detallada de parte de su estudios sobre la dinámica y Galileo, sin poder evitarlo, hizo que Salviati dijera con respecto a esto: «Cuántas afirmaciones he encontrado en Aristóteles (con lo que siempre me refiero a su ciencia) que no sólo son erróneas, sino erróneas en tal medida que sus opuestas diametrales son ciertas.»
¡Ja! Pero Simplicio era un personaje testarudo, tanto en el libro como en el mundo. Sagredo intentó explicarle los conceptos del movimiento relativo. Lo probó todo. Usó como ejemplo el efecto del giro inverso en las pelotas de tenis; hasta propuso un ingenioso experimento: disparar proyectiles de ballesta desde un carruaje en movimiento, hacia adelante y hacia atrás, para comprobar si llegaban más lejos cuando se disparaban en la misma dirección del movimiento del carruaje o en la contraria. Señaló casi con amabilidad, tras la refutación de esta afirmación socrática, que Simplicio al parecer, no era capaz de liberar su mente de nociones preconcebidas, lo que le impedía realizar experimentos mentales. Nada de esto supuso diferencia alguna para Simplicio y el segundo día llegó a su fin sin que lo hubiera alcanzado la luz de ningún conocimiento nuevo.
El tercer día estaba dedicado a una discusión técnica sobre cuestiones astronómicas, que Galileo ilustró con numerosos diagramas para aclarar sus afirmaciones referentes al movimiento de la Tierra. Incluyó algunos datos procedentes de Tycho, así como una profunda disertación sobre su trabajo con el telescopio: el intento por encontrar el paralax, las fases de Venus, los extraños movimientos de Marte, las dificultades para encontrar Mercurio. Resultó el más largo de los cuatro, así como, inevitablemente al parecer, el menos entretenido.
El cuarto día era una revisión del anterior tratado escrito por él sobre las mareas, en tanto en cuanto representaban una prueba clara de la rotación de la Tierra. Esto supuso que las cincuenta últimas páginas de su obra maestra estuvieran dedicadas a un argumento falaz. Galileo era consciente en algún modo de ello, pero a pesar de todo redactó el capítulo siguiendo el plan que había trazado años antes, entre otras razones porque le parecía que lo que había descubierto en Júpiter sobre la causa de las mareas, además de demasiado extraño como para ser verdad, era imposible de describir.
—Esto no me gusta —refunfuñó una noche mientras conversaba con Cartophilus—. Esa sensación está invadiéndome de nuevo. Sólo estoy haciendo lo que siempre he hecho.
—Pues entonces cambiadlo, maestro.
—Los cambios también han sucedido ya —refunfuñó Galileo—. Cambia el destino, no nosotros. —Mojó la pluma y continuó con su falsificación. Era el libro de su vida. Tenía que terminarlo con estilo. Pero ¿bastaría para convencer a Urbano VIII de su visión?
A esas alturas de su vida, Galileo había hecho tres clases de enemigos. Primero estaban los dominicos, los perros de Dios (cani Domini), quienes desde Trento se habían dedicado a usar la Inquisición para aplastar cualquier desafío a la ortodoxia. Luego estaban los aristotélicos seglares, todos los profesores y filósofos que se adscribían a la filosofía peripatética. Y por último y más recientemente, puesto que habían apoyado a Galileo durante sus primeras visitas a Roma, también los jesuitas se habían vuelto en su contra, puede que a causa de sus ataques contra Sarsi; nadie estaba muy seguro del porqué, pero desde luego eran sus enemigos. Empezaba a ser una multitud. A buen seguro, el personaje de Simplicio ofendería a docenas, si no centenares, de hombres. Puede que Galileo estuviera mostrándose irónico al poner en boca de Simplicio, a finales del segundo día: «Cuanto más se prolonga esto, más confundido estoy», a lo que Sagredo respondía: «Eso es una señal de que las discusiones están empezando a haceros cambiar de idea».
O puede que fuese una señal de que Galileo aún no había aprendido que las discusiones nunca hacen cambiar a nadie de idea.
Un día, al volver solo del convento de San Matteo, la mula Cremonini se apartó de un salto de un sobresaltado conejo y arrojó al suelo a un desprevenido Galileo. La caída lo dejó demasiado maltrecho para volver a montar, así que tuvo que volver a casa cojeando.
—Estamos demasiado lejos —declaró al llegar—. Tenemos que mudarnos más cerca de San Matteo. —Lo había dicho muchas veces en el pasado, pero ahora lo decía en serio.
La idea no gustó a nadie en Bellosguardo. Arcetri, donde se encontraba San Matteo, era un pueblo situado en las colinas del oeste de la ciudad. No era tan fácil llegar a Florencia desde allí como desde Bellosguardo. Y Bellosguardo era tan grande que cualquier villa en Arcetri sería con seguridad más pequeña, por lo que no requeriría tanta servidumbre.
Aun así, se convirtió en el proyecto principal de Galileo. El Dialogo estaba aproximándose a su conclusión, así que empezó a dirigir su atención al asunto cuando no estaba trabajando en el problema de la publicación. Luego, María Celeste se entretuvo ayudando a organizar una cacería a caballo en Arcetri. Y de hecho lo hizo tan bien, se mostró tan diligente y llena de recursos, que Galileo comenzó a declarar en voz alta que ojalá pudiese encargarse también de la publicación de su libro. Y entonces Vincenzio y su dulce esposa Sestilia volvieron a Bellosguardo, y la búsqueda de la nueva casa se convirtió en algo que hicieron entre todos, una especie de excursión familiar, un placer para cada uno de ellos.
Las cosas podrían haber ido igualmente bien por lo referente a la publicación del Dialogo de no haber sido por la muerte de Federico Cesi. Otro gran galileano romano que moría mucho antes de lo debido. Su mala suerte era tan recurrente que parecía casi obra de la Providencia o de la voluntad diabólica, y algunos de nosotros comenzamos a preocuparnos.
Esta vez supuso para Galileo un desastre mayor de lo esperado. Cesi era el único mecenas lo bastante poderoso para haber publicado el Dialogo sin problemas. Y con su desaparición, la Academia de los Linces se desplomó al instante. Sólo en aquel momento se puso de manifiesto que, en realidad, no había sido más que su club privado desde el principio.
Su pérdida significó que Galileo tuvo que buscar un editor en Florencia, lo que suponía obtener la aprobación formal del censor, así como la del padre Monstruo en Roma. Y en Florencia, la perspectiva verosímil de que la publicación provocara problemas políticos estaba empezando a inquietar a los Medici. A esas alturas el joven Fernando había tomado posesión completa de su trono y estaba preocupado por consolidar su poder. Lo último que quería era que el viejo astrónomo de la corte de su padre provocara problemas con la Inquisición. De modo que se sumó una facción florentina a las que, en Roma, ya se oponían a su publicación. De hecho, ahora que había muerto la única facción que se había mostrado a su favor, los únicos que deseaban su éxito eran una irregular banda de galileanos dispersos por toda Italia.
Hacia 1629, la situación del libro se había tornado tan complicada que Galileo decidió que había llegado la hora de viajar de nuevo a Roma para asegurarse de que era posible publicarlo. Partió en 1630, con grandes contratiempos y gastos, y en contra de la voluntad de los Medici.
Y como en todos sus anteriores viajes a Roma, las cosas allí parecían haber cambiado. Era como si cada vez que visitara la ciudad se encontrase con la de un universo ligeramente diferente.
Esta vez, Urbano accedió a verse con él sólo una vez, y esto únicamente tras enormes esfuerzos diplomáticos por parte del embajador Niccolini, quien había hecho suya la causa de Galileo, al parecer motivado por su aprecio personal por éste.
Así que, como muchas otras veces anteriores, Galileo despertó en la embajada romana de los Medici y, con todo cuidado, se puso sus mejores (aunque deshilachadas) galas mientras recordaba todas las ocasiones en que aquello se había repetido ya. Lo llevaron hasta el Vaticano en una de las literas de la embajada y mientras llegaba, repasando en su cabeza sus argumentos, sentía una curiosidad tan intensa por lo que podía encontrarse que no vio absolutamente nada de las estrechas callejuelas y las amplias strada de la interminable ciudad de las siete colinas.
En esta ocasión, Urbano se mostró calmadamente formal. Galileo no recibió una invitación para levantarse, así que permaneció de rodillas y habló desde allí.
El caparazón de poder que rodeaba a Urbano estaba ahora reforzado por una gruesa capa de carne. Parecía más voluble que antes. Habló de su jardín, de sus parientes florentinos y del mal estado de los caminos. Dejó claro que no quería que saliera a colación el tema de la astronomía, al menos de momento. No dejó claro si querría que saliera alguna vez. Galileo sintió como si las rodillas se le hicieran astillas al hablar. Desde su perspectiva vio a un hombre distinto: no era sólo que la cara de Barberini se hubiera hinchado, su mandíbula se hubiera hecho más grande, sus pequeños ojos más pequeños aún y su piel se hubiese vuelto más áspera y pálida. Ni siquiera era que la perilla hubiera adquirido un tono castaño que no se correspondía del todo con el color del pelo de su cabeza. Miraba a Galileo como desde una distancia enorme, claro, pero también como si supiera cosas sobre él que el propio Galileo debería conocer pero desconocía. Y como seguramente fuese el asunto, a causa de la denuncia secreta contra Il Saggiatore. Los espías habían informado recientemente de que Urbano había ordenado que se investigara el caso, pero nadie sabía con qué resultado. Había veces en que el Vaticano parecía una caja negra sin tapa y ésta era una de ellas.
El silencio sobre la materia hizo que pareciera posible que Urbano dejara el asunto en suspenso, al menos por ahora. Y además, sorprendentemente, había algunas novedades en la situación europea que contribuían a proteger a Galileo de Urbano. Perseguir a un científico que antes había gozado de su favor no le serviría de nada al papa en su lucha contra los españoles y sólo se vería como una muestra de debilidad, un atisbo de rendición que a Urbano no le convenía en modo alguno.
En aquel momento, su expresión denotaba que no había olvidado la denuncia y que era consciente de que podía utilizarla si se le antojaba. Pero Galileo no sabía lo suficiente como para interpretarla. Sólo tenía ojos para una cosa, de modo que en un momento de silencio decidió aprovechar la oportunidad, por modesta que fuera, y preguntó:
—Santidad, me gustaría saber si podríais bendecirme con vuestra opinión sobre mi libro de los dos sistemas del mundo, que he seguido escribiendo y estoy listo para enviar a fray Riccardi en busca de su aprobación.
La frente de Urbano se arrugó y su mirada se ensombreció.
—Si es nuestro comisionado el que debe aprobarlo, ¿por qué nos lo preguntas a nosotros? ¿Acaso crees que contradiríamos una decisión del Santo Oficio de la Congregación?
—En absoluto, santidad. Lo que ocurre es que vuestra palabra lo es todo para mí.
—Has dejado claro en tu libro que Dios puede hacer todo cuanto se le antoja, ¿no es así?
—Por supuesto, santidad. Ésa es la razón misma de ser del libro.
Al fondo de los jardines del Vaticano, Cartophilus se estremeció al oír esto. Era imposible deducir de la expresión de Galileo si estaba mintiendo o no.
Urbano lo observó con detenimiento durante largo rato. El viejo astrónomo, allí arrodillado, parecía un barril vestido, coronado por una cabeza alzada, de la que el rostro, rojizo y barbudo, parecía abierto y sincero. Finalmente el papa asintió con un solo gesto lento y profundo, una bendición en sí mismo.
—Puedes proceder con nuestra bendición, signor Galileo Galilei.
Estas palabras sorprendieron a varios de las que las oyeron. El sonido de la frase quedó suspendido en el aire. La propia esperanza pareció ayudar a Galileo a incorporarse de nuevo, como si fuera un hombre mucho más joven que el que se había arrodillado.
Francesco Niccolini puso a su disposición una habitación en la embajada romana de Fernando, así que, durante los dos meses siguientes, Galileo pudo vivir cómodamente mientras empeñaba todos sus esfuerzos en tratar de preparar las cosas en Roma como lo habría hecho Cesi. Urbano había dado su aprobación en privado, pero estaba claro que quedaba trabajo diplomático por hacer para que el proyecto llegara a buen puerto. Y Galileo nunca había sido un gran diplomático. Durante toda su vida había adulado a sus superiores en exceso, al tiempo que pretendía saber mucho más que ellos. No era una buena combinación, y para empeorar aún más las cosas, seguía siendo propenso a usar cortantes sarcasmos cuando alguien se mostraba en desacuerdo con él. Así, no era ninguna casualidad que, al cabo de cinco visitas, tuviera más enemigos que amigos en Roma. Y al propagarse los rumores sobre el propósito que lo había llevado a la gran ciudad, muchos decidieron tratar de sabotearlo en la medida de lo posible.
Sus esfuerzos dieron fruto. Transcurridos los dos meses, sólo había conseguido arrancarle a Riccardi un permiso parcial de publicación, pendiente aún de la aprobación del texto completo por parte del propio Riccardi, que sólo llegaría después de revisar todas aquellas partes que parecieran problemáticas.
Lo cierto es que, dada la situación general, poco más podría haber esperado. Y, en cualquier caso, las palabras de Urbano eran las que más había querido oír.
Así que regresó a Florencia. Estaba empezando a odiar aquellos viajes a Roma, a pesar de que eran como excursiones campestres en comparación con el que aún le quedaba por hacer.
Mientras estaba ausente, María Celeste había encontrado una villa apropiada en alquiler en Arcetri llamada Il Gioello, la Joya.
La renta ascendía a treinta y cinco escudos al año, muchos menos que los cien de Bellosguardo, porque era mucho más pequeña que ésta y se encontraba en una ubicación mucho menos interesante. Pero Galileo declaró que, a pesar de esta disminución de tamaño, conservaría a toda la servidumbre, así que todo el mundo estaba contento. Abandonaron Bellosguardo, donde habían vivido todos juntos durante catorce años, sin una sola mirada atrás.
Galileo estaba especialmente feliz con la nueva casa. Desde la ventana de su dormitorio, en el segundo piso, podía ver el camino que llevaba al convento de San Matteo, e incluso una esquina del edificio. Podía ir de visita a diario y de hecho lo hacía. Las normas del convento se habían relajado hasta el punto de que podía entrar libremente en el salón central y ayudar a las mujeres con las reparaciones domésticas. Hacía labores de carpintería y les reparaba el reloj. Escribía obrillas de teatro para que las interpretaran e incluso pequeñas canciones. Una vez combinó todas las melodías predilectas de su padre en un coro polifónico, y al escuchar el resultado se le saltaron las lágrimas. Tocaba la lira para ellas.
María Celeste vivía en su propio paraíso personal. Arcángela, en cambio, seguía sin hablarle. De hecho, había dejado de hablar por completo, así como de bañarse y de cepillarse el pelo. Tenía el aspecto de una loca, cosa lógica, puesto que esto es lo que era. Tenían que mantenerla alejada de la bodega e incluso de la cocina. María Celeste la alimentaba con sus propias manos. De no haberlo hecho, su hermana se habría muerto de hambre. Y así seguían las cosas.
La casa aún albergaba a la familia de su hermana, a la de su hermano, a Vincenzio, Sestilia y su hijo, a los criados y a varios artesanos, incluidos Mazzoleni y su familia, amontonados en una cabaña situada junto al cobertizo mayor que habían transformado en su nuevo taller. A pesar de todos los esfuerzos de La Piera en la cocina, cada día era un nuevo caos. Galileo ignoraba todo esto, concentrado como estaba en conseguir que se publicara el Dialogo. Había puesto el libro en manos de un nuevo editor florentino a fin de poder trabajar directamente con los impresores en su propio taller. Las cosas marchaban muy de prisa, pero al fin acabó por llegar el momento de enviarlo a Riccardi para que diese su aprobación, si es que decidía hacerlo.
A estas alturas Galileo había obtenido el permiso para publicar del obispo vicario de los Medici, del inquisidor de Florencia y del censor del gran duque. Riccardi había leído algunos de los capítulos y había discutido sus contenidos con Urbano, según le había dicho, pero en aquel momento respondió a Galileo que tendría que leer el manuscrito en su forma final. Y por si esto no fuera suficientemente malo, que lo era, la peste había provocado que se impusiera de nuevo la cuarentena por toda la península, así que era muy poco probable que un voluminoso manuscrito lograra hacer un viaje tan largo. Galileo ofreció enviar el prefacio y la conclusión, que era donde se podían encontrar y solventar los problemas potenciales, mientras que el cuerpo del texto podía ser revisado en la propia Florencia por una persona escogida por Riccardi. Riccardi accedió a su sugerencia y el revisor de su elección, fray Giacinto Stefani, leyó el libro con minuciosa atención al detalle y acabó rindiéndose a los puntos de vista expresados en él durante el proceso.
Entretanto, Riccardi tardaba en terminar con el prefacio y la conclusión. Cuando por fin lo hizo, no cambió nada digno de mención, aparte de ordenar a Galileo que añadiera un último párrafo, como un acorde al final de una coda, o un amén, en el que se dejara muy claro que los argumentos del libro no eran argumentos de naturaleza física sobre el mundo real, sino conceptos matemáticos usados para ayudar a hacer predicciones y cosas así. Así quedaría afirmada la angelica dottrina.
Galileo escribió lo que se le pedía, como argumento final de su libro, que colocó en boca de Simplicio:
«Admito que vuestras ideas me parecen más ingeniosas que muchas otras que he oído. Pero no las considero ciertas y concluyentes. De hecho, como siempre guardo en el centro de mis pensamientos la más sólida de las doctrinas, oída una vez de boca de una persona tan eminente como docta, y ante la cual todo el mundo debe quedar en silencio, sé que si Dios, en su infinito poder y sabiduría, hubiera querido conceder a los fluidos el movimiento recíproco que se puede observar en ellos usando cualquier otro medio que el movimiento del contenedor que los alberga, ambos habríais contestado que podría haberlo hecho y habría sabido cómo hacerlo de numerosas formas que son inconcebibles para nosotros. De lo cual deduzco que, siendo así, sería un exceso de audacia para cualquiera el querer limitar y restringir la sabiduría y el poder divinos a su propio capricho.»
A lo que Galileo hizo responder a Salviati: «Una doctrina admirable y angelical, muy de acuerdo con otra, también divina, que, aunque nos concede el derecho a discutir sobre la constitución del universo (acaso con el fin de impedir que la mente humana no quede cohibida ni sea presa de la pereza), añade que es imposible para nosotros percibir la obra de sus manos. Por tanto, pues, realicemos las actividades que Dios nos permite y nos ordena, para así poder reconocer, y admirar aún más que antes, su grandeza.»
Con lo que, pensaba Galileo, de manera elegante y concisa se afirmaba la angelica dottrina de Urbano al tiempo que se resguardaba la libertad que se le había concedido a él para discutir de las cosas ex suppositione.
Riccardi aprobó el libro sin haber leído la versión finalizada en su totalidad. Con un inagotable número de contratiempos y demoras, el editor florentino dio al fin comienzo a la tarea de imprimir un millar de copias.
Terminado el Dialogo y ya en proceso de publicación, Galileo recibió con alegría la invitación a un banquete celebrado por la gran duquesa Cristina. En los últimos tiempos no se habían producido con la misma frecuencia de antes, y cuando habían llegado Galileo estaba demasiado preocupado como para apreciarlas; esta vez pudo aceptar y acudir con enorme placer.
En la antecámara del gran comedor del palazzo Medici, Galileo se abrió paso entre la nube de cortesanos hasta la mesa de las bebidas, donde le dieron una alta copa de oro llena de vino joven. Saludó a Picchena y al resto de sus conocidos de la corte, y cuando estaba mezclándose y charlando con ellos, la gran duquesa Cristina, tan regia y distinguida como siempre, lo llamó desde las grandes puertas francesas que daban a la terraza y al jardín ornamental.
—Por favor, signor Galileo, venid aquí. Quiero que conozcáis a una nueva amiga mía.
La amiga era Hera de Ío, la joviana.
Galileo juntó las dos manos sobre el pecho. Con un poco de suerte, esto recordaría lo bastante a sus extravagantes modales cortesanos como para no llamar demasiado la atención, porque había sido incapaz de reprimir el gesto. Solo pretendía ejercer presión sobre su corazón palpitante para impedir que le reventara las costillas y escapara. Era ella, sin duda, salida de sus sueños: una mujer muy alta pero por lo demás normal, de cabello claro, rasgos finos, elegantemente vestida a la manera de la corte, aunque un poco corpulenta en tal atuendo. Tenía la misma mirada de inteligencia que siempre, acompañada ahora por la curiosidad por comprobar la reacción de Galileo ante su presencia, y al mismo tiempo preocupada y divertida. Una expresión muy familiar para él.
—Bienvenida, mi señora —alcanzó a decir con una especie de graznido mientras tomaba la mano que ella le ofrecía y la besaba. Estaba helada.
—Es un honor para mí —dijo ella—. Leí vuestro Sidereus Nuncius de joven y lo encontré muy interesante.
Allí en Italia se hacía llamar condesa Alessandra Bocchineri Buonamici. Era la mucho tiempo perdida hermana mayor de Sestilia Galilei, le explicó, además de la esposa de Giovanfrancesco Buonamici. Hablaba el toscano con la fluidez de una florentina, con una voz más rica en matices y más vibrante que la del traductor. Galileo, consciente de la mirada de Cristina sobre ambos, pronunció algunas frases típicas de charla cortesana. Al ver su confusión, Alessandra llevó el peso de la conversación. Así descubrió que hablaba francés y latín, tocaba la espineta, componía poemas y se escribía con amigos de París y Londres. El conde Buonamici era su tercer marido, le informó. Los dos primeros habían fallecido cuando ella era algo más joven. Ante esto Galileo sólo pudo asentir. Era una historia muy frecuente: a lo largo de la última década, la peste había acabado con la mitad de la población de Milán y casi tantos en otras partes. Allí la gente moría. Pero en Júpiter no.
—Os sentaré juntos durante el banquete —declaró Cristina, contenta de ver que hacían buenas migas.
—Muchas gracias, bellísima excelencia —dijo Galileo con una reverencia.
Una vez que Cristina los dejó solos junto a la puerta, Galileo tragó saliva y dijo:
—¿No me recordáis a alguien?
Los ojos de color roble de Hera se arrugaron en las esquinas.
—Eso espero —respondió ella—. ¿Os importaría escoltarme a la terraza? Quisiera tomar el aire antes de comer.
—Claro. —Galileo sintió que una especie de extraño placer nacía en su interior, temeroso pero romántico, insólito pero al mismo tiempo familiar. Saber que ella era de verdad… lo hacía estremecer.
En la terraza había otras parejas, así que mantuvieron una conversación medio coherente y distraída sobre Florencia y Venecia, Tasso y Ariosto. Él habló de la calidez de Ariosto mientras ella defendía la profundidad de Tasso, y ninguno de los dos se sorprendió al ver que abordaban la cuestión desde perspectivas opuestas. A su marido acababan de nombrarlo para un puesto en Alemania, dijo ella. Se marcharía muy pronto.
—Entiendo —respondió él con tono de incertidumbre.
Ella le preguntó por su trabajo y Galileo le describió los problemas que estaba teniendo para publicar el libro.
—¿Y no podríais demorar la publicación? —preguntó ella—. Apenas uno o dos años, hasta que las cosas se calmen.
—No —dijo Galileo—. Ya han empezado a imprimirlo. Y tengo que publicarlo. Cuanto antes mejor, por lo que a mí se refiere. Ya he esperado catorce años. O cuarenta, podría decirse.
—Sí —respondió ella—. Y sin embargo…
Una arruga apareció entre sus cejas al mirarlo. Lo tomó de la mano y lo llevó por una esquina del palazzo hasta un banco alargado, apoyado contra una pared en la oscuridad. Le pidió que se sentara y entonces alargó la mano y lo tocó.