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Miedo al otro

Para producir un cambio significativo en la psique colectiva, haría falta mucha más gente capaz de integrar su animalidad en la mente consciente de la que hay actualmente. En la actualidad, las mujeres que se rebelan ante el complejo de Eva y los varones que están librándose de su misoginia tienden a desencadenar o a inflamar la misoginia de aquellos que están atrapados en el complejo de Thanatos. Simplemente, no hay el número suficiente de mujeres poderosas u objetos femeninos del ideal del ego como para arrancar a las mujeres de las estructuras arquetípicas patriarcales que mantienen la misoginia, y mucho menos para hacerlo con los hombres. El siguiente movimiento de la evolución de la psique colectiva debe ser un retorno en espiral a la madre arquetípica.

J. C. SMITH, Raíces psicoanaliticas del patriarcado

El espacio negro, la densa constelación de estrellas. La enorme mole de Júpiter, iluminada casi enteramente por el sol, surrealísticamente presente ante la mirada, filotáxicamente rebosante de colores por centenares y circunvoluciones por millares…

Estaba sentado en su asiento de la pequeña nave espacial de Hera, que de nuevo se había hecho invisible: una especie de caverna de Platón por la que penetraba en el cosmos. Tras ellos y por debajo de ellos, la esfera virulenta de Ío se destacaba delante de la negrura de las estrellas.

—Has vuelto —dijo ella. El teletrasporta estaba en el suelo, junto a su asiento—. Bien.

—¿Adónde vas? —preguntó él—.

—A Europa, claro —lo miró—. Seguimos tratando de mantener a raya a Ganímedes y a los suyos.

—Conseguiste salir de la lava, por lo que veo.

—Sí, mis amigos me recogieron poco después de que te marcharas. Pero fue una suerte que te marcharas. Lo hiciste justo a tiempo.

—¿Cuánto hace de eso?

—No sé, puede que unas pocas horas.

—Buf —Galileo resopló entre dientes.

—¿Qué pasa?

—Para mí fue hace varios años.

Hera se echó a reír.

—Nueva prueba de que el tiempo no es una progresión constante, sino que fluctúa y se mueve en remolinos, y nosotros estamos en canales distintos. Espero que te haya ido bien.

—¡En absoluto!

—¿Y eso?

—Estuve enfermo. Y recordaba lo que estaba sucediendo aquí y lo que me sucederá allí. Todo estaba dentro de mí al mismo tiempo. No sólo lo que me mostraste tú, el fuego, me refiero, sino también… Tengo que confesarlo…: La última vez que estuve con Aurora usé sus clases para echar un vistazo a mi vida. Quería ver la ciencia. No sabía que iba a ser tan… exhaustivo. No fue como un mero relato. Estuve allí. Sólo que sucedió todo de una vez.

—Ah.

—Pensé que no sería importante, pero al volver a casa fue como si estuviera desubicado. No en el momento presente, sino un paso por detrás de él, o por delante. Sabía lo que iba a suceder. Fue muy desagradable. Insoportable. ¿Puedes ayudarme a librarme de ello?

—Tal vez.

Galileo se estremeció al recordar, pero en seguida pareció animarse.

—Por otro lado, hay un nuevo papa, un hombre que fue como un mecenas para mí. Creo que puedo conseguir que levante la condena de la obra de Copérnico. Hasta puede que sea posible persuadirlo para que apruebe las tesis copernicanas y las incluya en las doctrinas de la Iglesia, de modo que ésta las apoye. Y entonces estaré a salvo.

Hera lo miró y negó con la cabeza.

—Sigues sin entenderlo.

—Las cosas en casa no van tan bien —continuó Galileo, sin hacerle caso—. Pero tal vez su santidad pueda ayudar también en eso.

Ella suspiró.

—¿A qué te refieres?

—Bueno… Mis hijas están en un convento. Pero su orden es muy pobre. Muchas de ellas están enfermas y algunas se han vuelto locas. Espero conseguir que el nuevo papa les conceda algunas tierras. Porque la situación no es buena para ellas.

—Fuiste tú el que las puso allí, ¿no?

—Sí, sí. —Pero al instante, para tratar de cambiar de cuestión, añadió—: ¿Qué vas a hacer cuando lleguemos a Europa?

No consiguió engañarla.

—Por mucho que intentes cambiar de tema, sigues atrapado en una situación que no entiendes.

No había nada que responder a esto.

—No veo que en eso nos diferenciemos mucho —le espetó en un triste intento de réplica.

Hera desechó el comentario con un ademán.

—Siempre es el mismo papa el que manda cuando te queman en la pira.

El comentario sobresaltó a Galileo.

—Como es lógico —contemporizó—. Pero si consigo convencerlo de que apoye las tesis copernicanas, seguro que…

Ella se limitó a mirarlo fijamente.

—Creo que puede funcionar —continuó Galileo. Y luego añadió—: Dijiste que me ayudarías.

Sin responder nada, Hera hizo un movimiento ambiguo con la cabeza.

Parecían flotar inmóviles. El gran gigante con franjas se encontraba a un lado, imposible de creer. Las volutas y los remolinos que contenía cada una de sus oscuras bandas se movían, sutil pero visiblemente, y las fronteras imbricadas entre cada una de ellas, donde los viscosos colores se enroscaban unos con otros como serpientes, lo hacían aún más de prisa. La transparente burbuja que Hera tenía por nave se limitaba a flotar por delante de este colosal espectáculo, mientras el terminador, la suave frontera entre la luz y la sombra, avanzaba rodando hacia el oeste a una velocidad casi imperceptible. Si uno prestaba mucha atención, podía llegar a distinguir la progresiva iluminación de nuevos bordados en las franjas.

Pero todas estas hieráticas danzas eran como movimientos en un ensueño denso como el sirope, y Galileo era consciente de que Hera ardía en deseos de entrar en acción. Pasó las manos por la consola a la manera que acostumbraba, mantuvo varias conversaciones breves con colegas ausentes que Galileo fue incapaz de oír y luego guardó silencio, ensimismada en problemas de los que Galileo no estaba al corriente.

—¿Cuánto tardaremos en llegar? —preguntó.

—Varias horas. Europa está al otro lado de Júpiter en este momento, por desgracia.

—Ya veo.

Pasó el tiempo, los segundos, los minutos: se volvió tangible, como algo en lo que se pudieran posar las manos o que se pudiese pesar en una báscula. Una prolongación.

Finalmente, Hera rompió el silencio.

—Vuelve a ponerte el mnemónico. Ya que estamos, podemos seguir trabajando. Tal vez pueda borrar algunos de los recuerdos que adquiriste en la lección vital a la que con tanta imprudencia te sometiste. Hay cosas que debes olvidar y cosas que debes recordar, parece. Porque sigues sin entender bien cuál es la situación en casa.

Galileo miró con intranquilidad el celatone de la memoria. Más que nada, temía lo que pudiera revelarle una nueva inmersión, aunque a este sentimiento se unía también una espantosa fascinación. El hecho de que la mente contuviera tan vívidos retazos del pasado… era algo majestuoso, rebosante de dolor y de remordimientos, sí, pero también del deseo de que, a pesar de todo, el tiempo perdido regresara de algún modo. ¡Quiero recuperar mi vida! Quiero recuperar mi vida. Y también, a la vez, conservar tantos y tan completos recuerdos en la mente, y al mismo tiempo ser incapaz de recuperarlos… ¿Qué eran para estar hechos de manera tan extraña? ¿En qué estaba pensando Dios al crearlos?

—¿Adónde vas a enviarme? —preguntó con aprensión—. ¿Con qué conocimientos me vas a flagelar esta vez?

—No lo sé. Hay tanto para elegir que puede que, simplemente, hagamos un poco de espeleología. Tu cerebro está lleno de nodos traumáticos. —Estudió la pantalla de su consola, que, al parecer, en aquel momento mostraba mapas de su cerebro, visibles ante su mirada de soslayo como virulentos y palpitantes arcoiris—. Quizá deberíamos continuar con las mujeres de tu vida.

—¡No!

—Sí, sí. No querrás ser uno de esos supuestos genios de la ciencia que se portan en su casa como unos idiotas y unos desgraciados. Ya hay suficientes de ésos. Más que suficientes. ¿No te daría vergüenza ser, además del primer científico, el primero de esa recua de cretinos?

Era un comentario interesante, aunque también ofensivo.

—Cumplí con mi deber —objetó Galileo—. Cuidé de mi familia, ayudé a mis hermanas y a mi hermano, así como a sus familia, además de a mi madre y a mis hijos, a todos los criados, a todos los artesanos y a todos los holgazanes… ¡A todo ese condenado zoológico! ¡Trabajé como un burro! Derroché mi vida pagando las deudas de los inútiles de mi familia.

—Por favor. La autocompasión no es más que la otra cara de la bravuconería y resulta igualmente poco convincente. Eso es algo que, al parecer, nunca aprendiste. Llevaste una vida de privilegio a la que te creías acreedor. Comenzaste con pequeños privilegios y los fuiste utilizando para escalar, eso es todo.

—¡Trabajé como un burro!

—En realidad no. Había personas que sí trabajaban como burros. Literalmente, puesto que eran porteadores y debían transportar cosas pesadas para ganarse la vida, pero tú no eras uno de ellos. Vamos a ver lo que nos dice tu cerebro al respecto.

Le colocó el casco en la cabeza sin contemplaciones y, en realidad, sin que él hiciera nada por resistirse. ¿A qué parte de su perdida vida iba a regresar?

Con una mirada extraña, puede que de pesar o puede que de afecto, una especie de amorevolezza indulgente que resultaba conmovedora en alguien tan amorevole, tan encantador, Hera alargó una mano para tocarlo en un lado de la cabeza.

A mediados de aquel verano tan caluroso y húmedo, el conde de Trento había invitado a un colega de Galileo, Bedini, a su villa de Costozza, en las colinas de Vincenza. Galileo, que acababa de llegar a Padua con todas sus posesiones terrenales en un solo baúl, había conocido a todo el mundo de la mano de Pinelli, tomando vino entre los más de ochenta mil volúmenes de la biblioteca de éste. Bedini y Pintard eran dos de aquellos nuevos amigos, y en aquel momento, por cortesía del noble amigo de Bedini, marchaban todos juntos a las colinas.

En la Villa Costozza se reunieron con su amigable anfitrión para hacer exactamente lo mismo que habrían hecho en casa: comer y beber, charlar y reír mientras el conde abría frascas de vino cada vez más grandes hasta llegar a las de mayor tamaño, y todo ello mientras daban buena cuenta de tres gansos casi enteros junto con condimentos, frutas, quesos y gran cantidad de pasteles. El día era tan caluroso que, incluso allí, en las colinas, todos ellos sudaban copiosamente.

Finalmente, el conde, derrotado, se alejó tambaleándose para vomitar como un romano. Los jóvenes profesores gimieron de sólo pensarlo, teniéndose por más fuertes. Pensaron que si se arrojaban a una de las fuentes o de los estanques de la villa y se sumergían, se les enfriaría el estómago, lo que retrasaría la acción de la bilis. Al volver el conde y oír esta propuesta, movió la cabeza con aturdimiento.

—Tengo una propuesta aún mejor —dijo, y los llevó a una habitación trasera del primer piso, excavada en la ladera sobre la que se apoyaba la villa. En aquella habitación, la pared enyesada no se encontraba con el suelo de mármol, y por el negro hueco que los separaba penetraba una brisa húmeda y fría que convertía la estancia en una especie de fresquera.

—Es siempre así —murmuró el conde, un poco descompuesto aún a causa de los vómitos—. Hay una fuentecilla allá arriba, en alguna parte. Adelante, no os privéis. En días como éste, me tumbo sobre el suelo, sin más. Mirad, aquí hay algunos almohadones. Os imitaría, pero me temo que he de retirarme de nuevo. —Y, con estas palabras, salió tambaleándose.

Entre carcajadas y gemidos de pereza, bromas y codazos, los tres jóvenes se quitaron la ropa, colocaron los almohadones a modo de lecho y se dejaron caer sobre ellos con resoplidos y demostraciones de felicidad. Y allí, en el grato frescor del lugar, tras terminar de deslizarse sobre el mármol entre «ooohs» y «aaahs», como cerdos en el barro, los tres se quedaron dormidos.

El conde y sus criados sacaron a Galileo de un sueño desagradable y rojizo.

—¡Signor Galilei! ¡Domino Galilei, por favor! ¡Despertad!

—¿Qu-qu…?

Su boca era incapaz de articular las palabras. Sus ojos eran incapaces de enfocar. Lo estaban arrastrando del brazo por el rugoso suelo y sintió que se arañaba el trasero sobre las losas a lo largo de lo que le pareció una gran distancia mientras oía los gemidos de alguien más. Quería hablar, pero era incapaz. Los gemidos eran suyos.

Levantó la mirada como si estuviera en el fondo de un pozo y experimentó unas náuseas tan intensas que le dio la impresión de que si llegaba a vomitar expulsaría hasta los huesos. Alguien, cerca de allí, gemía de un modo realmente descorazonador. Ah… Era él de nuevo. Hacía un frío aterrador…

Al volver en sí, el nervioso conde y sus criados lo rodeaban como si estuvieran contemplando su cuerpo en la tumba.

Signor, cuanto me alegro de teneros de vuelta —dijo el conde con solemne—. Algo os ha hecho enfermar de gravedad a los tres. No tengo ni la menor idea de lo que puede ser. Por lo general, el aire que sale de la colina es muy fresco y los criados han probado la comida y el vino y aseguran que están bien. No sé qué puede haber sucedido. ¡Lo siento muchísimo!

—¿Y Bedini? —preguntó Galileo—. ¿Y Pintard?

—Bedini ha muerto. Siento muchísimo tener que daros esta noticia. Es un verdadero misterio. Pintard se encuentra en un estado similar al vuestro. Ha despertado brevemente un par de veces, pero ahora ha vuelto a caer en la catalepsia. Estamos manteniéndolo caliente y haciéndole tomar alguna bebida espirituosa a sorbitos, como a vos.

Galileo no pudo hacer otra cosa que quedarse boquiabierto. Podría haber muerto. La muerte, la náusea esencial. Se sintió Invadido por el horror y luego por el pavor.

El rostro grande y blanco de Hera. Lo miraba fijamente a los ojos.

—Podrías haber muerto allí.

—Estuve a punto. Y nunca volví a recuperarme del todo.

—Sí. Casi mueres por un exceso de privilegios.

—¡Por un aire envenenado!

—El aire envenenado de la villa de un hombre adinerado. Comiste hasta ponerte enfermo y bebiste hasta caer en letargo. Y ni siquiera fue la primera vez, ni la centésima. Mientras vuestras mujeres se deslomaban trabajando y pasaban hambre, tenían a los hijos y los criaban y hacían todo el trabajo de verdad, el trabajo al que realmente se puede llamar así. Tu propia mujer, la que parió tus hijos, ni siquiera sabía leer. ¿No es eso lo que dijiste? ¿Sabía sumar y restar? ¿Qué clase de vida es ésa?

—No lo sé.

—Sí que lo sabías.

Alargó la mano. Lo tocó en la frente.

Cuando Marina le dijo que estaba embarazada, al principio se limitó a quedársela mirando, con una expresión parecida a la de los peces que se exponían en las cajas del mercado. Una parte de él estaba contenta; tenía treinta y seis años y había estado con doscientas cuarenta y ocho mujeres (si no había perdido la cuenta), ninguna de las cuales, que le hubiera dicho, se había quedado embarazada. Como es natural, las chicas conocían maneras de evitarlo, y algunas de las habituales lo obligaban a encapuchar al gallo, pero aun así seguía teniendo razones para preguntarse si no sería estéril. Cabía dentro de lo posible que fuera como un mulo, habida cuenta de que su padre se había apareado con una especie de gorgona. No es que la falta de descendencia lo preocupara, teniendo en cuenta que la casa estaba llena de mujeres y de niños que pedían su atención a gritos en todo momento. Pero era agradable saber que era normal, como cualquier otro animal u otra planta en buen estado de salud. En su huerta florecía todo y él también debía hacerlo.

Pero la noticia le provocó también azoramiento. Estaba haciendo grandes esfuerzos para convertirse en el tutor del joven Medici, una de sus mejores oportunidades de mejorar su situación y regresar a Florencia, pero aún no habían dado sus frutos y no lo ayudaría nada que la gente comenzara a decir: «Oh, Galilei, ha dejado preñada a esa chica veneciana, una puttella del mercado de pescado, una puttana del carnaval que no sabe ni leer». Las espléndidas cualidades de Marina sólo servirían para que asintieran con aire de complicidad y llegaran a la conclusión de que Galileo había perdido la cabeza, que se dejaba dirigir por sus genitales y que no era un verdadero cortesano, sino una especie de necio borracho. Y, como es lógico, sus enemigos aprovecharían para mencionarlo a la menor ocasión. Estaría poniéndoselo en bandeja.

Todos estos pensamientos pasaron por su cabeza en menos de un segundo. La hizo sentar al borde del Gran Canal, en las escaleras de la riva Sette Martiri, y le dijo:

—Me haré cargo del niño y de ti también, por supuesto. La Collina será la madrina y Mazzoleni el padrino, y os instalaréis todos en una casa cercana a la mía, en Padua. Te mudarás allí.

—Ah, sí…

Su boca se había fruncido en una expresión amarga que Galileo nunca había visto hasta entonces. La curva que describía recordaba al ala de una gaviota. Estaba abandonándola, así que ella iba a abandonarlo también: esto es lo que venía a decir aquella expresión.

Se quedó allí sentada, con las manos en el vientre. Los primeros indicios del embarazo (vio de repente) comenzaban a manifestarse. Estaba un poco pálida y sudorosa, puede que aquejada de mareos matutinos. Asintió con la mirada clavada en la basura que bajaba flotando en el canal, sumida en sus propios pensamientos. Le lanzó otra mirada de soslayo, punzante como un fragmento de cristal bajo una uña.

Entonces apartó la vista y se levantó. Era una chica realista e inteligente. Sabía cómo eran las cosas. Tal vez el que no fuera a desentenderse de su hijo y de ella fuese más de lo que había esperado. Aunque uno siempre espera más de lo que espera, como bien sabía él. Y habían estado enamorados. Así que sintió un fugaz ataque de vértigo al ver cómo se alejaba. Las cosas no volverían a ser igual, comprendió al instante. Pero no tenía otra elección. Necesitaba un mecenas si quería trabajar. Así que no podía ser de otro modo. Ya haría él por alegrarla. Pero aquella mirada… En su voluminoso catálogo de malas expresiones, seguramente fuese la peor. Una vida entera terminaba allí.

—Podría haber sido diferente —dijo Hera. El espacio negro, su rostro blanco, el bilioso Júpiter que avanzaba reptando sobre ellos. Las estrellas.

—Lo sé —respondió Galileo, rendido. Marina estaba muerta, era un fantasma del pasado, y sin embargo había estado allí sentada, sobre los cimientos de su mente, tan vívida como la propia Hera. En ciertos aspectos, no se diferenciaban tanto.

—Convertiste a tus hijos en ilegítimos. Dejaste al muchacho sin perspectivas y a las chicas sin posibilidades de casarse…

—Sabía que podía meterlas en un convento. Allí iban a estar mejor.

Ella se limitó a mirarlo.

—De acuerdo, entonces —dijo Galileo—. ¡Mándame de vuelta antes de eso! Quieres que cambie el… el fuego. ¡Pues deja que cambie también eso!

—No creo que sea buena idea.

—¡Porque necesitas mi trabajo como científico! No quieres que vuelva al pasado y cambie mi vida de un modo que pueda amenazarlo. ¿Lo ves? ¡Tenía que hacerlo!

—Podrías haber hecho ambas cosas.

Se agarró la cabeza con las manos y sintió la presencia del celatone sobre él, como la capucha de un condenado.

—Entonces, ¿qué sentido tiene? ¿Por qué me torturas así?

—Debes entender.

Galileo resopló.

—Quieres decir que debes restregarme todos mis errores por las narices. Vivía con una prostituta y eso lo arruinó todo. ¡Me haces sentir como un miserable! ¿En qué me ayuda eso?

—Debes entender —repitió ella, tan implacable como Átropos—. Vuelve a mirar. Tienes que seguir mirando. Ésa es la esencia del tratamiento de la mnemósine. En la nada que se extiende detrás de ti, en la negrura que llamas el pasado, hay ciertos puntos luminosos, aislados y solitarios. Fragmentos de tu vida anterior que han sobrevivido a la desaparición del resto. Tras de ti, pues, no hay sólo negrura, sino una negrura repleta de estrellas, constelada hasta tener un sentido. Sin esa constelación no existe la posibilidad de que tu presente conforme una realidad con razón de ser. La fuerza vital de los pequeños fuegos que estás descubriendo te convierte en lo que eres, sea lo que sea. Constituyen una especie de proceso continuo de creación de tu yo, del ser que eres a través del ser que has sido. Esos momentos cruciales, frustrados en su tiempo, están entrelazados con el presente, y cuando los recuerdas dan a luz a algo culminado en ese momento, que es tu única realidad. Así que mira ahora, mira tu obra. Primero… hmmm… vamos a mirar a la luz de tus relaciones con Marina.

Le tocó la cabeza.

Belisario Vinta vino a pedirle que elaborara un horóscopo para el gran duque Fernando, que estaba enfermo. Galileo quedó complacido y nervioso a un tiempo por el encargo. La gratitud seguiría al encargo, y los Medici representaban la mejor oportunidad de obtener un mecenazgo. A la gran duquesa Cristina casi la tenía ya en el bolsillo, después de que le pidiera que le enseñara matemáticas a su hijo Cósimo, el heredero de Fernando. No se sorprendió al enterarse por boca de Vinta de que también este nuevo encargo era obra de ella. Estaba aterrorizada.

Galileo había estudiado astrología y esto precisamente era lo que lo intranquilizaba. Vinta estaba allí observándolo mientras esperaba una respuesta.

—Pues claro —dijo. No era una petición que se pudiera rechazar, como los dos sabían—. Decidle a su excelencia el meraviglioso que es un grandísimo honor, que estoy obbligatissimo y que me encargaré personalmente del asunto. Y transmitidle mis mejores deseos por lo referente a su salud. ¿Ha considerado la posibilidad de consultar al doctor Acquapendente? Es un gran médico, que me ha curado de numerosas afecciones.

—El gran duque tiene sus propios médicos, pero gracias. ¿Cuándo podemos esperar el horóscopo?

—Oh, digamos una semana, o puede que diez días. —Como si no fuera la clase de cosas que se debía realizar a toda prisa—. Pero, en todo caso, lo antes posible.

Una vez que se hubo marchado Vinta, sin la menor referencia a la remuneración, Galileo se dejó caer pesadamente sobre uno de los bancos de su taller.

Era un sistema que se podía defender, una vez aceptadas sus premisas, que posiblemente fueran ciertas. Todo cuanto sucedía era el efecto de una causa anterior, todo estaba unido en una vasta maraña de causas y efectos, lo que, por supuesto, incluía a las estrellas y a los planetas. Pero desentrañar esa madeja era muy complicado y, en ese sentido, la astrología estaba condenada al fracaso, o, como mínimo, era radicalmente primitiva, por muy antigua que fuese. Pero esto no podía decírselo a los Medici. Como mínimo, podía calcular las posiciones de los planetas en la lecha de nacimiento del sujeto. Como hacía todo el mundo.

Dejó escapar un gemido y pidió que le trajeran un folio, plumas, tinta y unas polvorientas y viejas efemérides. Vinta le había dejado un grueso haz de documentos repletos de información sobre la fecha de nacimiento del gran duque.

Permaneció largo rato observando todas estas cosas. Había pagado sesenta liras por cada una de las cartas astrales que había encargado al nacer sus hijas. Con Vincenzio sólo había encargado una porque por aquel entonces no podía permitirse más. Sacó los libros pertinentes de la última estantería de la pared trasera del taller, cubierta de polvo. El texto principal era del propio Ptolomeo: del mismo modo que su Almagesto cubría toda la astronomía de los griegos, el Tetrabiblios contenía toda su astrología. Su descripción de las influencias celestes derivaba de una mezcla de filósofos: Zenón, Pitágoras, Platón, Aristóteles, Plotino… Arquímedes no estaba. No había forma de aplicar la mecánica del héroe de Galileo a este tipo de problemas.

A la clásica manera de los griegos, Ptolomeo y la mayoría de sus fuentes veían el idios kosmos en el koinos kosmos y viceversa; espiritualizaban la materia y materializaban el espíritu. De acuerdo. Sin duda era cierto. ¡Pero y la acción a distancia! ¡Las afirmaciones sin base! Galileo maldijo en voz alta mientras leía. El Tetrabiblios era simplemente una cadena interminable de afirmaciones. Para usarse como base para la genetlíaca, la elaboración de horóscopos individuales…

Bueno, Kepler lo había hecho y aún lo hacía. Su latín era tan extraño (si es que el problema no residía en el propio pensamiento de Kepler) que Galileo no sabía con certeza lo que decían sus libros. Se limitaba a hojear las páginas buscando cosas que pudiera comprender. En este sentido, las secciones sobre astrología eran las peores. En ellas, Kepler se mostraba más confuso aún que Ptolomeo.

Para empezar, Képler se hacía llamar copernicano, cosa en la que, en general, Galileo estaba de acuerdo. Pero la astrología era ptolemaica. Puede que la dificultad para comprender a Kepler tuviera que ver con su propósito de hacer una astrología tan copernicana como su astronomía, para guardar las apariencias tanto allí como en el cielo. San Agustín había reconciliado la astrología con el cristianismo. Puede que Kepler se creyera capaz de hacerlo con el copernicanismo.

Pero aquél no era el momento de profundizar en Kepler para tratar de averiguarlo. Tenía que dejar a un lado todos los asuntos fundamentales y concentrarse en Fernando. Su carta marcaba la posición de todos los planetas en el momento de su nacimiento, fueran en cuadratura, en oposición, en sextil, o en conjunción. Júpiter había tenido un fuerte ascendente y Venus estaba en conjunción. Consultó el Tetrabiblios para buscar los significados principales de estas luminarias. En el caso de Júpiter, expansión, crecimiento, honor, avance, disfrute del mecenazgo, ganancias financieras, júbilo, instintos caritativos, viajes, aspectos legales, religión y filosofía. Todas estas cualidades sugerían que el propio Galileo debía de ser un joviano, pero él ya sabía que no era Júpiter su gran benefactor, sino Mercurio. El esquivo mediador. Parecía un error. Posiblemente tendría que hacer una prosthaphaeresis para sí mismo, que era la corrección necesaria para encontrar el lugar «verdadero» de un planeta, frente a su lugar aparente o «erróneo».

Pero Fernando parecía haber nacido bajo una buena conjunción. Buena, buena y más que buena. Claro está que la mayoría de lo que había en el cielo era bueno. Al parecer, independientemente del benefactor que estuviera en ascendente, la astrología se centraba en lo bueno que se podía encontrar en él. El propio Ptolomeo lo mencionaba en la introducción del Tetrabiblios: «Miramos a las estrellas en busca del bien que se puede encontrar», había escrito, un comentario muy atinado. Júpiter era bueno, sin ninguna duda. ¿Disfrute del mecenazgo? ¿Ganancias financíeras? ¡Quién no querría haber nacido bajo Júpiter!

Descartó estos pensamientos rebeldes y siguió trabajando en las preguntas, los aspectos y las ceremonias, las conjunciones retrógradas e indulgentes, las oposiciones y las cuadraturas, las casas y las cúspides, los sextiles y los trígonos. Aplicó los correspondientes cálculos matemáticos, tan básicos que le dio por pensar si podría construir una brújula astrológica parecida a la militar…, o si ésta poseería ya la capacidad de calcular los horóscopos. Le habría contado este chiste a Marina de haber estado allí. Una cosa más que podía hacer.

Tardó dos días en terminar el trabajo. Felizmente, el horóscopo, sin necesidad de forzarlo, predecía para Fernando una larga vida de buena salud. Y ambas cosas estaban presentes en el ascendiente, de hecho, a causa de la posición actual de Júpiter en el zodiaco. Lo más probable era que la muerte le aconteciese veintidós años más adelante, en una conjunción de cuadratura entre el rápido Mercurio y el austero Saturno. Los horóscopos normales no solían incluir tales informaciones, pero Galileo había llevado los cálculos hasta el final sólo por curiosidad. La astrología, comprendió mientras lo hacía, era una estructura de esperanza articulada. Nadie trataba de conocer el final de sus vidas, aunque fuera posible realizar los cálculos.

Lo puso todo por escrito, sin incluir los últimos cálculos, claro está, y luego ordenó a Arighetti que terminara los dibujos. Llevó las cuatro hermosas cartas rectangulares y una copia en limpio de los cálculos al palacio y se las entregó en persona a Vinta, quien, sin la menor ceremonia, rompió el sello del estuche de cuero, sobre el que Mazzoleni había grabado una versión en llorado de las armas de los Medici. Leyó rápidamente la página principal mientras asentía.

—Júpiter, Venus y el Sol en ascendiente. Bien. Su alteza y la gran duquesa estarán muy complacidos, no me cabe duda —una mirada repentina y penetrante—. ¿Estáis seguro de esto?

—Los indicios son muy fuertes. Sus súbditos pueden alegrarse de saber que al benévolo gran duque lo favorecen la fortuna y las estrellas.

—Alabado sea Dios —dijo Vinta—, pues se queja de que algo lo carcome por dentro.

Galileo asintió. También a él lo aquejaban dolores parecidos. Regresó a casa con el regalo de una taza de oro que podría vender por una suma razonable a los orfebres.

Fernando murió veintidós días más tarde.

Al enterarse de la noticia, Galileo sintió que su rostro comenzaba a arder. Los criados tuvieron que ponerse a buen recaudo para escapar de su ira. Salió de la casa hecho una furia y vagó por las calles de Padua, imaginando con abatimiento su próximo encuentro con Vinta. Por un momento, tuvo incluso miedo. Puede que le echaran la culpa.

Pero en un mundo como el suyo, donde todas las predicciones acababan errando más tarde o más temprano y en el que la muerte hacía acto de presencia en cualquier momento y en cualquier lugar, esto era muy poco probable. No había razón para sentirse otra cosa que avergonzado. Envió una larga carta de condolencias a la gran duquesa Cristina y a Cósimo, precedida por una breve nota de perplejidad dirigida a Vinta, nota en la que incluso, con delicadeza, se atrevía a sugerir la posibilidad del veneno como causa de la discrepancia entre lo que predecían las estrellas de Fernando y su destino real. La influencia celeste, escribió, había sido vencida de algún modo por una causa mundana.

Y en medio del revuelo de la sucesión, nadie pareció acordarse del poco atinado horóscopo de Galileo. Era la clase de cosa que la gente olvidaba recordar. Y, además, era cierto que el nuevo gran duque, Cósimo II, era un antiguo pupilo suyo. Lo más probable era que sus probabilidades de conseguir un mecenas hubieran mejorado.

Aun así, el momento que había imaginado terminó por llegar. Galileo visitó la corte de Florencia para ofrecer sus respetos y fue Vinta quien lo recibió. El matemático entró en la sala hablando.

—He lamentado muchísimo la inesperada y prematura muerte del gran duque —comenzó, pero Vinta desechó sus comentarios con un fugaz ademán, una mirada de desdén e incluso una especie de untuosa complicidad, como si estuviera ahora en posesión de una secreta verdad, la de que las matemáticas de Galileo eran tan fraudulentas como su astrología.

Aquella mirada se clavó en la mente de Galileo. Nunca lo abandonaba, la veía a todas horas y siempre traía consigo la misma y ardiente marea de vergüenza y deshonra. Trató de borrarla de su cabeza, pero a veces hasta soñaba con ella. Saltaba de otras caras y se clavaba en él. Una de las malas expresiones de su vida, sin duda. Un ejemplar de la colección de miradas terribles que lo atormentaba en las horas de insomnio.

Nadie más se acordaba del horóscopo, que él supiera. Así sucedía siempre con las predicciones astrológicas. Se elaboraban para el momento y nadie esperaba más de ellas. Aunque acertasen, nadie las recordaba. La gente tenía mucho miedo.

Como es lógico, del hecho de que un horóscopo fuera erróneo no se deducía que toda la astrología lo fuera, ni del hecho de que la astrología fuese errónea, de haberlo sido, que Ptolomeo se equivocaba, ni del hecho de que Ptolomeo se equivocara, de haberlo hecho, que Aristóteles se equivocaba; es más, ni siquiera del hecho de que Aristóteles se hubiera equivocado se deducía que Copérnico estaba en lo cierto. Éstos eran malos silogismos, y para Galileo ni siquiera los buenos silogismos eran concluyentes.

¡Pero aquella mirada…!

Después de aquello trató de limitarse a realizar afirmaciones que pudiera demostrar. Dejó de hablar de las causas. Puede que la explicación copernicana fuese acertada, pero él no hablaba de ella. No podía encontrar pruebas. Obviamente, Kepler así lo creía, pero es que Kepler estaba loco. Aunque incluso Kepler lo había dicho: «La astrología es la prostitución de las matemáticas».

Aquella mirada, que siempre permaneció en él, dejó su mente como la cara del pobre fray Sarpi. En su búsqueda de mecenazgo, había prostituido las matemáticas.

—De modo que sabías que eras un hipócrita —le espetó Hera. Bajo la pálida y amarillenta luz de Júpiter, su ancha cara, ante él, parecía tan grande y tan cruel como la de una de las Moiras. Mnemósine se había metamorfoseado, como con tanta frecuencia hacía, en la terrible Atropos, y ahora hurgaba en su cerebro con sus tijeras, un par de tijeras que se hundían en su cabeza desde el interior de su casco, unas tijeras hechas de espejos que reflejaban las imágenes rotas de su cara perpleja, su vida malograda. Cerró los ojos, pero Mnemósine también estaba allí dentro, más allá de sus párpados.

»Te negaste a casarte con la mujer que era la madre de tus tres hijos —continuó— precisamente porque era como tú, en el sentido de que había vendido el acceso a sí misma con el fin de alcanzar una posición mejor. Era lo mismo que hiciste tú con el horóscopo, así que sabías que estabas siendo injusto con ella. Pero para entonces ya era demasiado tarde.

—¡No me equivoqué! —exclamó Galileo—. Y no era sólo eso. No nos llevábamos bien. Y, a pesar de todo, le puse una casa y me ocupé de ella y de los niños. Le busqué un marido.

—Pero no quisiste casarte tú con ella. Por eso no os llevabais bien.

—¡No es eso! No quería que las cosas fuesen así. Ella era una ramera. Se reía de mi trabajo y trataba de arruinarlo. Si hubiera sido distinta me habría casado con ella. No era diferente a las criadas con las que se casan los profesores o los viudos viejos.

—Pero tú tenías pretensiones más elevadas. Querías un mecenas y pensabas que una mujer de extracción humilde te estorbaría a la hora de encontrarlo.

—Es cierto. Pero así es como eran las cosas. Tenía que trabajar.

—En ese caso, quizá no deberías haber tenido contactos carnales.

—No soy un santo. Sólo necesito hacer mi trabajo…

—Trabajo. ¿Cuántos banquetes por semana? ¿Cuánto tiempo pasabas en casa de Salviati? Te atracabas mientras los tuyos pasaban hambre…

Galileo exhaló un gran suspiro mientras trataba de quitarse el casco de la cabeza.

—Sólo estás torturándome —dijo—. ¡Todo el mundo comete errores y crímenes! ¿Por qué me restriegas los míos?

Con gran lentitud, subrayando cada palabra, Hera respondió:

—Tienes que conocer tu vida. —Se quedó unos instantes mirándolo a la cara—. ¿Sabes lo que hiciste que fue realmente importante para ti?

—No.

—¿Y sabes lo que hiciste que fue realmente importante para nosotros?

—¡No!

—Mira —dijo, y lo tocó.

Mazzoleni había alisado el borde de un largo tablón de madera dura y de grano fino y luego había excavado un suave surco sobre él, de modo que ahora tenían el plano y la línea euclídeos más perfectos que se pudieran tener en este mundo. Clavó el tablón a una estructura de gran tamaño en forma de L, con tablas surcadas de agujeros a diferentes alturas que permitían ajustar a voluntad la inclinación del plano. Las bolas que rodaban por el plano eran balas de mosquete, de hierro, que habían alisado, pulido y dejado caer una vez tras otra por unos agujeros esféricos de su tamaño exacto, hasta que Galileo se convenció de que eran tan similares a esferas perfectas como se podía conseguir. Completados todos estos preparativos, contaban con un aparato realmente interesante.

Después de esto pasaron horas y horas, día tras día, en el taller, realizando pruebas de todas clases. Las esferas que se dejaban caer libremente en el aire caían demasiado de prisa para que Galileo y Mazzoleni pudieran cronometrarlas, así que inclinaron el plano lo bastante como para frenar su descenso. Alterando el ángulo de inclinación de manera homogénea y comparando los tiempos de descenso para las mismas esferas una y otra vez, Galileo logró deducir que la inclinación del plano era directamente proporcional a la velocidad de los descensos, una relación tan evidente que permitía concluir que las bolas en caída libre experimentarían la misma aceleración. De este modo, el plano inclinado también les enseñaba cosas sobre la caída libre.

Pero a pesar de este artificio, los relojes con los que contaban no eran lo bastante precisos. Galileo murmuró algo sobre un reloj de péndulo, al acordarse del pebetero observado de niño, pero no sabía cómo mantener el péndulo en movimiento sin perturbarlo, y, entretanto, las bolas estaban listas para rodar.

Finalmente se le ocurrió allí mismo, en el taller, mientras observaba la estructura de los planos inclinados.

—¡Maz-zo-len-iiiiiii!

—¿Maestro?

—Vamos a pesar el tiempo.

Mazzoleni se echó a reír.

—Maestro, sois muy gracioso.

—No, es perfecto. Es más fácil pesar el tiempo que calcular su paso. De hecho, podemos pesar las diferencias con mucha precisión. ¡Ja!

Realizó un pequeño baile y una cabriola, señal de que estaba sintiendo el repique de campana interior, una sensación que él mismo describía como la paz tras el sexo, sólo que mejor.

—Es lo mismo que habría hecho Arquímedes. Es más o menos lo mismo que hizo él al medir la densidad. Se trata de esto. Vamos a fabricar una especie de clepsidra. Cuando caigan las bolas, un mecanismo abrirá también el tapón de una jarra de agua.

Mazzoleni frunció el ceño.

—¿Y qué tal si ponéis vos mismo el dedo en el tapón y la abrís cuando veáis que comienza a moverse la bola? —sugirió—. El ojo es más preciso que cualquier compuerta que yo pueda hacer. El agua no es fácil de controlar.

—Muy bien, de acuerdo. En ese caso, usaremos el ojo y el dedo para el agua. La cantidad liberada se verterá sobre un frasco. ¡Y esa agua se puede pesar con un elevadísimo grado de precisión! Una precisión que se aplicará al tiempo, en este caso, porque los pesos siempre serán proporcionales al tiempo que dejamos la jarra abierta. La precisión será proporcional a la velocidad de nuestros ojos y de nuestros dedos, lo que significa la décima parte de un latido, ¡o incluso más!

—Buena idea.

La sonrisa desdentada de Mazzoleni: ésta era la señal del repique de campanas. Cuando lo sentía, siempre tenía delante el rostro curtido de su mecánico. La cara de Dios en el rostro de un viejo. Le hacía reír.

Así que comenzaron a pesar el tiempo mientras seguían con el trabajo de investigar los cuerpos en caída. Probó toda clase de cosas. Dejaba caer bolas por un plano inclinado para que luego ascendieran por otro y, por mucha que fuese la inclinación de ambos planos, las bolas siempre ascendían hasta la misma altura desde la que habían caído. La conservación de la cantidad de movimiento: encajaba perfectamente con los anteriores estudios de Galileo sobre el equilibrio y la palanca. Aparte, hacía trizas la idea aristotélica de que las cosas querían estar en un sitio o en otro, aunque a esas alturas, la mera refutación de Aristóteles había quedado ya muy atrás. Había muchas cosas nuevas por descubrir. La bola regresaba al punto de partida, independientemente de la forma de la V: entonces, ¿qué pasaba si el segundo plano estaba en horizontal? La bola seguiría rodando para siempre, parecía, sin acelerar ni decelerar, hasta que la resistencia del aire y de la madera acabaran por detenerla. En otras palabras, de no ser por el rozamiento, seguiría rodando eternamente. Es lo que parecía, aunque resultara asombroso. Por supuesto, sobre la superficie de la Tierra, cualquier plano supuestamente perfecto no era más que una parte de una esfera de gran tamaño, de modo que se podía decir que la tendencia de las cosas a moverse en círculo, tal como hacían las estrellas, quedaba preservada, en apariencia, incluso allí. Pero en principio, sobre un plano verdadero, el movimiento continuaría. Una vez que algo empezaba a moverse, seguía haciéndolo hasta que alguna circunstancia lo cambiaba.

De nuevo, tal afirmación contradecía a Aristóteles, pero eso ya no representaba ninguna sorpresa. Y lo que es más importante, era una conclusión interesante por sí misma.

Había muchas más cosas interesantes que se podían descubrir en su aparato. Comenzaron a soltar bolas en el aire para que cayeran sobre un plano inclinado y luego sobre un plano horizontal. Otras veces las hacían rodar hasta el final de un plano horizontal y luego veían cómo caían, describiendo una rápida curva, sobre un lecho de arena que habían preparado en el suelo para poder medir con facilidad la marca que dejaran. ¡Qué interesante! Distancias y ángulos (y por consiguiente velocidades) diferentes y todos ellos proporcionales, medidos por el peso del agua. Los diferentes comportamientos dividían el movimiento en partes, cuando hasta entonces había sido un fenómeno unitario en la naturaleza, y, por consiguiente, difícil de estudiar. Había pasado casi veinte años estudiando estos problemas y nunca había sido capaz de articular las diferencias como en aquel momento. Al manipular las variables se podían medir cosas diferentes y establecer que existían relaciones entre ellas. Era lo que siempre había supuesto, pero hasta entonces no había podido crearlas ni medirlas. Relaciones de velocidad pasada, presente y futura.

Y así, ahora, estaban seguros, al cabo de veinte años de diversas fórmulas que no habían funcionado, de que la aceleración en caída de una esfera era proporcional al cuadrado del tiempo transcurrido en esta caída. Tan sencillo como esto.

Galileo le mostró las ecuaciones a Mazzoleni.

—¿Ves? ¿Ves? ¡Es una relación sencilla! ¿Por qué iba a ser verdad? ¿Por qué? ¡Porque Dios la hizo así, por eso! A Dios le gustan las relaciones matemáticas. ¡Cómo no iban a gustarle! Las ha puesto ahí, ante los ojos de todos.

—Ante vuestros ojos, maestro. ¿Alguien había visto esto antes?

—Claro que no. Arquímedes lo habría visto de haber tenido un aparato tan espléndido como éste. Pero no. Soy el primero del mundo.

La sonrisa desdentada. Cuando Dios creó el cosmos, seguro que esbozó aquella sonrisa. Y se la había entregado a Mazzoleni para enseñar a Galileo cómo se había sentido.

Comenzaron a obtener resultados combinados. Cuando una bola en movimiento caía al aire desde un plano inclinado, la curva descrita por la caída era una mezcla de dos movimientos: primero, la velocidad uniforme del movimiento horizontal, que no menguaba sólo porque la bola abandonase la mesa; y segundo, la velocidad acelerada de su caída en vertical, que era exactamente la misma que si estuviera cayendo sin intervención alguna del movimiento horizontal. Esto pudieron establecerlo tras repetidas pruebas. Así que la velocidad horizontal era uniforme mientras que la de caída aumentaba de manera proporcional al cuadrado del tiempo transcurrido, como ya había quedado demostrado. Y la combinación de las dos era, por definición, media parábola. Por consiguiente, se podía describir el movimiento por medio de una sencilla ecuación parabólica.

Se quedó mirando las ecuaciones que había escrito y los números y diagramas que llenaban las páginas que las precedían. Su centésimo decimosexto cuaderno de trabajo estaba casi terminado.

—¡MAZZ-O-LEN-miIIIIIII!

Apareció el rostro simiesco del anciano.

—¿Algo bueno?

—¡UNA PAR-Á-BO-LAAAAAA! Deja que te lo muestre. Esto es algo que hasta tú podrás entender.

Pero antes tenía que bailar alrededor de la mesa, salir al jardín y regresar, tocado por la campana. Todo el mundo estaba tocado por ella, todo el mundo repicaba en su interior. ¡Gong! ¡Gong! ¡Gong!

El espacio negro. El rostro de Hera.

—Bueno, ¿ves lo que hiciste?

—Sí. Lo recuerdo.

—¿Comprendes el poder de tu aparato, de tu método?

—Podía buscar las matemáticas que contiene la naturaleza en su interior y encontrarlas.

—Sí. Eso era lo que más te gustaba. Era lo que te proporcionaba alegría.

Se recostó en su asiento y lo observó con detenimiento.

—El aparato —continuó— te permitía recrear fenómenos que en la naturaleza eran compuestos, pero tú los dividías. Así tenías las variables independientes bajo tu control. Cada experimento era único, pero cuando las variables eran las mismas, el resultado era el mismo. Era como si estuvieras inventando el cálculo antes de las matemáticas del cálculo…, como si el cálculo fuera geometría o incluso escultura en movimiento.

»Y cada fenómeno recreado arrojaría los mismos resultados si cualquier otra persona los recrease del mismo modo, inevitablemente. Podrías haber cogido las distintas descripciones del movimiento que competían en tu época y ponerlas a prueba: los experimentos demostrarían cuál de las explicaciones se correspondía con los resultados. Y luego, con tu método matemático en mano, podrías predecir lo que sucedería en situaciones nuevas. Y si acertabas, no existiría revisión posible. Si repitiéramos los experimentos aquí y ahora, los resultados serían lo mismos.

—Bueno, aquí no hay empuje hacia abajo.

—Ya sabes a qué me refiero.

—Sí, sí. Era un modo de buscar la verdad.

—No tan de prisa. Era una descripción precisa de sucesos a esa escala. Era una abstracción con un referente concreto, lo que significaba que nadie podía negarlo empleando la lógica. Si alguien afirmaba que existía una descripción diferente para el movimiento, podías ponerla a prueba y demostrar que se equivocaba mientras que tú tenías razón. De hecho, podías hacerte a un lado y dejar que el movimiento hablara por sí mismo. Al hacerlo, las explicaciones rivales quedarían silenciadas sin que tú tuvieras que decir una sola palabra.

—Eso me gustaba —admitió Galileo—. Me gustaba mucho.

—Como a todos. Por eso seguimos hablando de la dinámica galileana. Y en las clases de física seguimos usando planos inclinados.

—Eso también me gusta.

—Era tu principal fuente de alegría.

—Bueno, puede —contemporizó Galileo al pensar en todas las demás cosas de las que había disfrutado. Comprendía en ese momento que había amado la vida.

—No. Sí que fue tu principal fuente de alegría, revelada por tu propia mente. Recuerda que el mnemónico es un escáner cerebral que localiza tus recuerdos más importantes identificando y estimulando las agrupaciones coordinantes más grandes de las amígdalas. Los recuerdos más importantes crean estas agrupaciones, asociadas siempre con las emociones más intensas, en especial con los placeres y los dolores más intensos. El componente emocional es determinante para la intensidad y la permanencia de un recuerdo. Así, la satisfacción sexual puede ser memorable u olvidable en función de su relación con sentimientos más complejos. Con la alegría, por ejemplo, esa sensación que tú describes como un repicar de campanas interior. Y luego el dolor físico, tus múltiples achaques, originados en aquel sótano envenenado que acabó con la vida de tus compañeros, más débiles que tú. El dolor deja una marca, sobre todo al comienzo, cuando viene acompañado por la consternación y el miedo. Pero la vergüenza es mucho más poderosa. Puede que sea la más intensa de las emociones negativas. Aunque el miedo o la humillación… En fin. La cuestión es que nuestros recuerdos son sumamente emocionales. Lo que acabo de visitar son tus recuerdos más intensos, eso es todo.

—Y esto es lo que encontramos entre tus recuerdos más placenteros.

—¿Y el telescopio no?

—¡Claro que no! Eso no es más que algo que te dio Ganímedes. Y al hacerlo, orientó tu existencia en una dirección nueva, hasta que acabaste convertido en un mártir y recordado por un drama que eclipsaba tu auténtica contribución, que era el trabajo con los planos inclinados. Los descubrimientos que realizaste con el telescopio podría haberlos llevado a cabo cualquiera que hubiera mirado a través de un instrumento semejante. Y la mayoría de tus teorías astronómicas fueron erróneas.

—¿De qué hablas? —inquirió Galileo.

—¿De tu explicación sobre el fenómenos de los cometas? ¿De tu teoría sobre las mareas?

—Eso no es justo —objetó Galileo—. La explicación real de las mareas es ridícula. ¿Que el agua de la Tierra se mueve porque el espacio está plegándose? Eso es increíble.

—Y sin embargo es cierto.

Galileo suspiró.

—Tal vez sea cierto que necesitamos olvidar más cosas de las que necesitamos recordar —dijo pensando en lo que había dicho Hera sobre las emociones. Sobre la vergüenza y su catálogo de malas expresiones.

—Debes recordar aquello que te ayuda y olvidar todas las cosas que no lo hacen. Pero aún no lo has conseguido. Poca gente lo hace, por lo que he visto.

—Deduzco que has hecho esto mismo con muchos otros, ¿no?

—Era mi trabajo. —Asintió con la cabeza sin alegría—. Me dedicaba a ello antes de que lo que ha sucedido en Europa nos arrastrara a todos a este remolino.

—¿De verdad es un problema tan grande esa criatura?

La expresión de Hera se ensombreció.

—El problema es el debate sobre lo que debemos hacer con ella. El problema somos nosotros. Pero ese problema nos está haciendo pedazos.

—¿Tan grave es?

Ella le dirigió una de sus penetrantes miradas.

—Tú mejor que nadie sabes cómo puede pelear la gente por una idea.

—Desde luego. Es lo mismo que me dijo Aurora.

—La lucha por las ideas es la más encarnizada de todas. Si se tratase únicamente de comida, de agua o de refugio, se nos ocurriría algo. Pero en el reino de las ideas uno se puede volver idealista. Y las consecuencias pueden ser letales. La guerra de los Treinta Años. ¿No es así como se llamaban las guerras de religión que se libraban en Europa en tu época?

—¿Treinta años? —exclamó Galileo, horrorizado.

—Eso me parece recordar. Y puede que esté sucediendo de nuevo, aquí y ahora.

Pasaron un rato volando hacia Europa en silencio, sumidos ambos en sus propios pensamientos. A esas alturas, la equivalencia entre el cambio de velocidad y la sensación física de peso había arraigado con firmeza en la mente y en el cuerpo de Galileo, así que al sentir que volvía a presionar contra el asiento, salió de sus ensoñaciones.

—¿Estás acelerando?

—Sí —respondió ella, sombría de nuevo—. Según parece, Ganímedes y los suyos ya están allí. Cuatro naves en órbita baja, sobre el hielo. Ahora mismo no hay modo de detenerlos.

Frente a ellos se erguía la grande y blanca esfera de Europa. Hera murmuró con violencia en un lenguaje que él desconocía mientras golpeteaba con fuerza la tablilla de control.

—¡Vamos! —exclamó.

«Debes ser paciente», se contuvo Galileo de decir. En su lugar, preguntó:

—¿Por qué crees que Ganímedes quiere que me quemen en la pira? ¿Qué diferencia supondría eso? ¿No existen tantas posibilidades que, sucedan o no, se cancelarán unas a otras, por lo que una carece de importancia por sí sola?

Ella volvió a mirarlo con aquella expresión que tampoco antes había sido capaz de descifrar. ¿Piedad? ¿Afecto?

—Todos los isótopos temporales tienen efectos corriente abajo. Vuelve a pensar en los canales entrelazados de un río. Digamos que golpeas con tanta fuerza la ribera de uno de ellos que se desmorona y el arroyo va erosionándolo hasta irrumpir en un canal cercano, y entre los dos cobran tal fuerza que excavan un curso en línea recta, le roban parte del agua a algunos canales, modifican la ruta de otros… Bueno, pues Ganímedes cree que eres un punto crucial, un meandro muy grande. Y lleva mucho tiempo obsesionado con la idea de cambiar ese meandro. No consigue dejarla atrás, creo. Y me pregunto si no pretende que el cambio que quiere provocar sea tan profundo como para alterar las cosas incluso en nuestra propia época. No me sorprendería que fuese así.

—Pero si me queman… ¿qué cambiará?

—Creo que la pregunta debería ser más bien qué cambiará si no te queman. —Lo miró de reojo al sentir que se estremecía—. Después de ti se abre una profunda división entre la ciencia y la religión. Una guerra entre dos culturas, dos formas de ver el mundo. Y después de que te quemen en la hoguera por afirmar un hecho fácilmente constatable, la religión queda desacreditada, cae incluso en desgracia, se podría decir. La innovación intelectual queda en manos del mundo secular, la ciencia asciende hasta dominar la cultura humana, mientras que la religión comienza a verse como un poder arcaico, igual que la astrología, y va cayendo en desuso.

—Pero eso no está bien. ¿Por qué iba a querer alguien semejante cosa? ¡Es lo mismo que quieren esos malditos sacerdotes que no dejan de atacarme!

Ella lo observó con interés.

—Resulta interesante comprobar de nuevo la influencia de la estructura sentimental en la que te has criado. Para nosotros es evidente que vuestra religión era una especie de sistema de engaño masivo, que servía a los poderosos justificando la existencia de la jerarquía.

Galileo negó con la cabeza.

—El mundo es sagrado. Dios lo creó, puede que como expresión de su deleite por las matemáticas, pero sea como fuese, es obra suya. —Al ver que ella se encogía de hombros, continuó—: Además, ¿cómo puedes decir que es algo bueno que la ciencia domine la civilización? ¿No me dijiste tú misma que la mayoría de vuestra historia ha sido una pesadilla, que la mayoría de las culturas en la mayoría de las épocas, incluida la vuestra, han estado, en mayor o menor medida, locas? ¿Dónde está lo bueno en todo eso?

—La cuestión —respondió ella pensativamente— es si existe alguna alternativa que no sea peor.

Esto hizo reflexionar a Galileo durante algunos momentos.

—¿No tendrás una clase sobre historia de los asunto humanos entre mi época y la tuya, como la que me dio Aurora sobre matemáticas?

—Naturalmente —respondió Hera, aún pensativa—. Existen muchas. Describen distintas potencialidades o tratan de mostrar la función de onda en su totalidad. Pero ahora no tenemos tiempo para eso. Estamos llegando a Europa.

Y, de hecho, Europa se encontraba directamente frente a ellos, más grande a cada momento que pasaba, floreciendo como una rosa blanca, con su superficie craquelada como el hielo del Po justo antes de agrietarse en primavera. Era chocante, pero en sus vuelos, durante la mayor parte del tiempo, sus objetivos conservaban un tamaño pequeño que se iba incrementando poco a poco, hasta que al final, en cuestión de instantes, crecían precipitadamente hasta alcanzar las dimensiones de mundos enteros.

Hera volvió a maldecir.

—¿Qué sucede? —preguntó él.

—Están aterrizando —respondió mientras señalaba—. Justo encima del polo norte.

Galileo no poseía un sentido de la orientación que pudiera aplicar en aquel momento.

—¿Puedes verlos?

—Sí. Allí. —Señaló en una dirección y Galileo vio una agrupación de minúsculas estrellas, muy próxima a la blanca superficie de Europa, que descendían en espiral hacia ella—. Están aterrizando y los europanos intentan impedírselo, pero…

—¿No cuentan con cañones para disparar contra ellos?

—Las armas están prohibidas, como ya te dije, aunque, naturalmente, hay cosas que se pueden usar como tales. Sistemas energéticos, herramientas de ingeniería, generadores de campo… —Movió la cabeza con desesperación mientras observaba la pantalla y escuchaba a sus interlocutores—. ¡Ojalá generaran un agujero negro en medio de ellos para borrarlos de la existencia! —Y completó la frase con una maldición que no recibió traducción.

Un haz de brillante luz blanca emitido por el cuarteto de brillantes naves cayó sobre la superficie de Europa y Hera cortó en seco su diatriba.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Galileo.

—No lo sé. Puede que una de sus naves haya chocado con la luna como un meteorito. Pero no sé cómo puede haber sucedido tal cosa. Los sistemas de pilotaje no lo habrían permitido, así que habrá sido una sobrecarga o…

—¿Qué?

Hera emitió un siseo.

—Lo que ha chocado con la superficie ha vuelto a explotar. Puede que sea el reactor de la nave. Hemos captado un impulso electromagnético que es… ¡Ah! ¿Ves ese brillante punto blanco? —Toqueteó rápidamente su consola y volvió a maldecir—. Muchos de ellos están en dificultades, en ambos bandos. Alto —ordenó—. Voy a bajar rápidamente.

Su nave se inclinó hacia adelante y descendió como una flecha hacia el hielo cuarteado. Sólo en los últimos instantes antes de impactar como un meteorito la invisible máquina volvió a inclinarse con un estremecimiento y un rugido, y Galileo sintió la tensión del arnés que lo sujetaba.

Entonces, con una sacudida, cayeron sobre el hielo teñido. Hera comenzó a toda prisa a cursar una larga lista de instrucciones a la nave y a las diferentes inteligencias artificiales que formaban su tripulación.

—¿No debería intervenir en esto el resto del gran consejo? —preguntó Galileo.

—Sí. —Lo miró—. Pero por ahora nos contentaremos con hablar con el consejo de Europa.

—Oh, ya veo. Muy bien.

—No, muy mal. No hemos conseguido detener a Ganímedes. No sé lo que ha hecho, pero la explosión ha sido enorme. Posiblemente se trate del motor de una de sus naves.

—¿Al colisionar?

—En condiciones normales, no sería suficiente con eso. Los motores están protegidos contra casi cualquier accidente posible. Pero con tiempo y esfuerzo, es posible anular las protecciones.

Al poco de desembarcar en la nave descubrieron que lo habían hecho muy cerca de una de las rampas de entrada a Rhadamantyus, la Venecia bajo el hielo. Bajaron por una amplia avenida blanca, atravesaron una barrera diáfana y salieron a una ancha galería de hielo, donde se entrecruzaban sobre sus cabezas los palpitantes patrones de color azul. En seguida llegaron al borde del mismo canal que habían cruzado antes, junto al cual había un anfiteatro excavado en el que se había congregado una pequeña multitud. Aquello también le resultaba familiar a Galileo y, a pesar de que no podía recordar los detalles de ningún incidente anterior, dio por sentado que había estado allí antes de ingerir algún amnésico. Ya lo había visto…

—Tienes que darme algo para que no me acuerde de toda mi vida —le recordó.

—He intentado algunas cosas con el mnemónico mientras tú estabas rememorando el pasado. Espero que ciertos recuerdos hayan quedado enterrados.

Algunos de los presentes vieron que Hera bajaba las escaleras hacia ellos. Unos cuantos levantaron la mano como para decir «¡Y ahora qué!» o «¡Qué has hecho!» o «¡Ya tenemos suficientes problemas!». Pero Galileo se dio cuenta de que se trataba de una farsa y que en realidad estaban muy asustados. Algunos de ellos se mordían los nudillos y otros habían empezado a llorar sin siquiera darse cuenta. Incluso bajo la ubicua luz verdeazulada de la vasta caverna, la mayoría de ellos estaban pálidos de terror.

Mientras Hera discutía con ellos, Galileo captó algunos fragmentos de un debate sobre quién tenía derecho a aterrizar en Europa o a prohibir que otros lo hicieran. Se acercó paseando a un globo transparente y flotante que representaba la helada luna. El núcleo rocoso del globo, de color gris oscuro, estaba rodeado por un gel azulado transparente que representaba el océano, revestido en su totalidad de una fina capa blanca que lo teñía de una tonalidad pastel que recordaba de algún modo al cielo de la Tierra. La capa exterior estaba recubierta de finas líneas que representaban el sistema de grietas de la superficie.

Dentro de aquel globo no era visible la criatura del océano, aunque Galileo creía que unas fluctuaciones diminutas en el azul podían representar alguna manifestación de su existencia. Allí abajo, bajo sus pies…, a un kilómetro de profundidad, a cien. Quería hablar con Aurora, preguntarle si la conversación matemática entablada con aquella inteligencia había dado nuevos frutos. Las máquinas de escucha que habían emplazado en el océano estaban conectadas a unos repetidores de sonido de aquel globo flotante, suponía, puesto que de él emanaba, aunque a un volumen muy reducido, el misterioso canto que tan bien recordaba aún. Sus sonidos más graves parecían acompasarse a los pequeños cambios experimentados por el azul de la representación del océano. Se preguntó si los cambios en el color marcarían el origen espacial de los sonidos.

—¿Por qué no lo has detenido? ¡Has fracasado! —protestó uno de ellos ante Hera—. ¡Se suponía que ibas a mantenerlo atrapado en Ío!

—Lo intentamos —repuso ella—. Al contrario que vosotros. ¿Dónde estabais? Si de verdad queríais una cuarentena, nos habría venido muy bien un poco de ayuda.

La discusión continuó, elevando su tono a cada momento.

En aquel instante, el azul del globo flotante se volvió blanco en un punto situado bajo la superficie, cerca de la parte alta. Sería el polo norte, sin duda. La flor de incandescencia se fue propagando en oleadas que llegaron hasta la masa sólida del núcleo y rebotaron desde allí en dirección a la superficie. Unas hebras de luz blanca recorrieron el interior como relámpagos.

Entonces se produjo un temblor bajo sus pies y el hielo que los rodeaba comenzó a chirriar con un sonido muy parecido al que había emitido la criatura durante su incursión. Puede que la inteligencia hubiese aprendido a cantar imitando los crujidos naturales del hielo del satélite.

Los sonidos que procedían del globo cambiaron. Los abigarrados glissandos se coagularon hasta formar un único y disonante acorde. El tono cayó bruscamente hasta llegar a un basso profundo tan grave que Galileo lo oyó más con las tripas que con los oídos. Era como un gemido. El espantoso sonido, mientras volvía a ascender hacia el rango de lo audible, pareció levantar consigo el cuerpo de Galileo y pincharlo con las puntas de mil garras hasta que se le puso la piel de gallina en los antebrazos y la nuca. Recordó los gritos que los habían seguido por la capa de hielo de la luna hasta la seguridad de la superficie. Sin embargo, aquello había sido un sonido de cólera, como el rugido de un león. Éste, en cambio, era de dolor y de confusión. Entonces, en un fugaz crescendo que se le clavó a Galileo en la cabeza justo encima de los ojos, se convirtió en miedo desnudo.

Solo duró un instante, gracias a Dios, porque todo lo que expresaba lo sentía Galileo. Pero parecía que la máquina que transmitía el sonido había bajado el volumen hasta limitarlo a un sollozo lunático. Dolía también, de un modo distinto, demasiado agudo y, de alguna manera, quebrado. Su angustia se le clavó en pleno corazón. La sentía totalmente, una angustia que parecía algo reconocido, algo ya experimentado…

Galileo se dio cuenta de que tenía la nariz pegada al globo flotante, que lo estaba abrazando y que sollozaba quedamente mientras murmuraba con tono desolado:

—No, no, no, no, no. —El dolor que sentía era insoportable, como la puñalada de un chillido de pesadumbre.

—¿Qué ha pasado? —dijo limpiándose la cara al ver que Hera se acercaba—. ¿Ha cambiado?

—Sí —respondió ella con expresión torva.

—¿La han herido?

—Sí. Como ya has oído. Aurora dice que sus mensajes se han perdido.

—¿Está en este barrio de la ciudad? ¿Puedes llevarme hasta ella?

Hera asintió.

—Va a enviar un avatar.

Los presentes en el anfiteatro parecían aplastados y con el corazón hecho pedazos. Saltaba a la vista que los angustiosos sonidos habían afectado a todo el mundo. De repente apareció la propia Aurora ante ellos, también desolada. Con la nariz pegada a una pantalla pulsaba botones sobre su tableta mientras murmuraba algo dirigido a ella misma o al alienígena que había bajo sus pies.

—¿Qué ha pasado? —exclamó Galileo dirigiéndose a ella.

—Aquí… Ohhh…

—¿Qué pasa?

—¿Es que no lo ves? ¡Mira aquí! —Siguió toqueteando la pantalla que tenía ante las manos, sin siquiera mover la cara. Era como si quisiera zambullirse en ella. Se asía al borde de su teclado como si fuera la barandilla de una nave mientras gemía quejumbrosamente, ajena a la gente que la rodeaba.

—La articulación es errónea y las señales no están en la secuencia correcta —susurró—. Las ecuaciones están mal. Es como si la hubieran drogado o…

—O herido —dijo Galileo—. Lastimado.

—Sí. Eso debe de ser. La explosión provocó un gran impulso electromagnético, muy intenso, sobre todo en la zona situada debajo de ella. ¿Qué han hecho? ¿Y por qué lo han hecho?

Galileo se volvió. Una vez había conocido a un hombre al que había golpeado en un costado de la cabeza una viga caída del Arsenal veneciano. La viga se había doblado. Era uno de los incidentes que habían hecho que se interesara por la resistencia de los materiales. El hombre se había recobrado en casi todos los sentidos y había recuperado el habla, pero se atropellaba al hacerlo, balbucía, olvidaba lo que iba a decir y se repetía, y todo ello con una enorme sonrisa que sus dificultades para articular palabras convertían en un semblante espantoso.

Tras ellos, la reunión de los europanos seguía su curso. La discusión se había tornado feroz y varios de los presentes gritaban al mismo tiempo. Galileo volvió a comprobar que, a pesar del paso de los siglos, la gente no se había vuelto menos emotiva. Hera era uno de los que gritaban.

—Voy a matarlos —exclamaba con tono de furia—. ¡La primera criatura inteligente con la que nos encontramos y ellos la atacan!

En aquel momento, el globo emitió unos gorjeos y unos gemidos oscilantes. Los rostros de los consejeros europanos palidecieron o enrojecieron, según los humores de cada uno. Había demasiada gente gritando a la vez. En aquella cacofonía era imposible distinguir nada.

Entonces la galería se tiñó de morado. Las transparentes tonalidades aguamarina, de un azul casi verdoso, fueron transformándose hasta adoptar una turbia coloración morada.

Todos dejaron de hablar y miraron a su alrededor. Hera clavó la mirada en Galileo.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Una parte de él se alegraba de que, ente todos ellos, fuera precisamente a él a quien se lo había preguntado, pero esto no aplacó el frío miedo que invadía su corazón.

—Salgamos y lo veremos —sugirió mientras hacía un gesto en dirección al techo, recorrido en aquel momento por diferentes tonalidades palpitantes de color uva. La cogió de la mano y tiró de ella hacia la amplia entrada que conducía a la superficie.

En la leve gravedad de Europa, no tardó demasiado en correr más de prisa que él. Al cabo de un momento corrían lado a lado. Entonces fue ella la que lo cogió de la mano y tiró de él, y Galileo no pudo hacer otra cosa que concentrarse en no perder pie. Hera lo arrastraba como, en una ocasión, su madre lo había arrastrado fuera de la iglesia cuando se echó a reír al ver el balanceo del pebetero. Atravesaron la diáfana barrera de aire y, tras subir corriendo por la amplia rampa, salieron del subsuelo a la negra noche del mundo. Sobre ellos flotaba el enorme y giboso contorno de Júpiter.

Pero no era el Júpiter al que se había acostumbrado durante sus vuelos entre las lunas Galileanas. A su gran mancha roja se habían unido varias docenas de manchas más, en todas las franjas, de polo a polo. La mayoría de ellas estaban comunicadas horizontalmente, como las cuentas de un collar. Era como si el planeta hubiera contraído la viruela, y cada una de las manchas nuevas era un óvalo de intenso color ladrillo, que giraba de manera lenta pero clara, temblorosas como manchas de pintura húmeda. Algunas de ellas, a caballo sobre los límites entre las franjas, convertían sus arrolladas fronteras en violentos manchones y borbotones de colores terrosos. La tonalidad dominante del colosal planeta había pasado del amarillo a una variada gama de rojizos, del color ladrillo al color sangre. Y, de manera concomitante, la luz de la ciudad que se extendía bajo él había pasado de los tonos verdosos a los morados.

Hera, con la cabeza inclinada hacia atrás, se tambaleó y chilló al verlo. Tuvo que agarrarse al hombro de Galileo para no caer.