13

Siempre listo

Ni siquiera estamos aquí, sino en un aquí real, en otro lugar… muy lejos de éste. Y no hay sitio adonde ir salvo ése: allí.

Aquí es allí. Este no es un mundo real.

William Bronk

Tirado en el jardín, tembloroso, Galileo miró a su alrededor. Allí estaba, mirando en derredor. En Bellosguardo, el amanecer no estaba lejos. A la luz del alba, los limones en sus ramas brillaban como pequeños Ios.

Cartophilus estaba sentado en el suelo a su lado, envuelto en una manta. Había cubierto con otra la forma tendida de Galileo. Éste lo miró y soltó un gemido; Cartophilus asintió y le ofreció una copa de vino rebajado con agua. Galileo se incorporó, la apuró e hizo un gesto para pedir más. Cartophilus rellenó la copa con una jarra.

Galileo bebió más. Parpadeó y miró a su alrededor mientras sorbía por la nariz y luego estrujaba un terrón de arcilla en la mano. Observó el limonero con curiosidad, inclinado sobre el gran tiesto de terracota que lo albergaba.

—¿Cuánto tiempo he estado fuera?

—Toda la noche.

—¿Sólo?

—¿Os ha parecido más?

—Sí.

Cartophilus se encogió de hombros.

—Ha durado más de lo habitual.

Galileo lo miró fijamente.

Cartophilus suspiró.

—No os ha administrado el amnésico.

—No. Estaban demasiado ocupados peleándose. ¡He dejado a Hera en Ío, hundiéndose en la lava! ¿La conoces?

—La conozco.

—Bien. Quiero regresar y ayudarla. ¿Puedes enviarme allí ahora?

—Ahora no, maestro. Tenéis que comer y descansar un poco.

Galileo lo pensó un momento.

—Bueno, supongo que debo darle tiempo para salir de ese lío. Si es que puede. Pero no quiero esperar mucho.

Cartophilus asintió.

Galileo le clavó un dedo.

—Ese amigo tuyo, el tal Ganímedes… ¿Sabías que es una especie de Savoranola? ¿Que los demás jovianos aborrecen su secta y que ahora mismo están peleando?

—Sí, soy consciente de ello —Cartophilus señaló el teletrasporta con un gesto—. Eso me permite ver lo que os ocurre allí, si permanezco en el campo complementario. Y en cuanto a Ganímedes, ya no soy uno de los suyos. Yo sólo me encargo de manejar la máquina. Y me quedo con ella. En Júpiter, las cosas siempre están cambiando. La gente en el poder no es la misma. Su actitud con respecto al entrelazamiento no es la misma.

—¿Cuánto tiempo llevas encargándote de este lado del teletrasporta?

—Demasiado.

—¿Cuánto? —insistió Galileo.

Cartophilus agitó una mano.

—No hablemos de eso ahora, maestro. Llevo toda la noche despierto. Estoy cansado.

Galileo soltó un enorme bostezo.

—Y yo. Destrozado, de hecho. Ayúdame a levantarme. Pero luego hablaremos.

—Estoy seguro de ello.

Aquel invierno, las dolencias de Galileo regresaron con más fuerza que nunca, y permaneció meses en cama, a menudo tiritando y gimiendo. A veces gritaba furiosamente, otras sufría ataques epilépticos o hablaba en latín como si estuviera conversando con alguien invisible, con tono interesado y lleno de curiosidad, sorprendido, humilde, incluso suplicante, todo lo que su voz no contenía jamás cuando hablaba con los vivos, cuando se mostraba siempre tan perentorio y seguro de sí mismo.

—Está hablando con los ángeles —aventuró Salvadore, el criado. Por lo general, el muchacho tenía miedo hasta de entrar en su cuarto. Giuseppe lo encontraba gracioso.

—Lo que pasa es que no quiere trabajar —murmuró La Piera. Ella sí que entraba en el cuarto, fuera el que fuese el estado del enfermo, y le exigía que comiera, que bebiese té y que dejase el vino. Cuando Galileo era consciente de su presencia, la maldecía con voz ronca y seca.

—Te pareces a mi madre. Mi madre bajo la repulsiva forma de una cocinera con forma de bala de cañón.

—Ahora sois vos el que se parece a vuestra madre. Bebed algo o morid sollozando.

—Cierra el pico. Déjame en paz. Deja ahí la bebida y lárgate. ¡Antes tenía una vida de verdad! ¡Hablaba con gente de verdad! Y ahora estoy aquí, atrapado con una piara de cerdos.

Algunos días se incorporaba en la cama y escribía febrilmente, página tras página. Las cosas que decía y escribía eran cada vez más extrañas. En una carta dirigida a la gran duquesa Cristina escribió, cambiando de tema de repente: «El libro abierto del cielo contiene tan profundos misterios y tan sublimes conceptos que el trabajo y los estudios de un centenar de las mejores mentes, durante cien años de labor ininterrumpida, aún no han conseguido desentrañarlos del todo. Esta idea me atormenta».

En otra ocasión se levantó de la cama, donde había estado tendido medio inconsciente, y se acercó a su mesa diciendo:

—Disculpadme, tengo que hacer esto —con un tono suave que ninguno de nosotros había oído nunca. Entonces redactó una carta a un destinatario llamado Dini, una carta que recordaba demasiado al mismo Kepler del que siempre se había reído: «He descubierto en el cuerpo solar una generación constante de sustancias oscuras, que se antojan al ojo como manchas negras que luego se subsumen y disuelven, y he llegado a la conclusión de que quizá podrían considerarse como parte del alimento (o de los excrementos) que, según algunos filósofos de la antigüedad, necesitaba el sol para su sustento. Mediante la observación constante de esas sustancias oscuras, he demostrado que el cuerpo solar, por necesidad, gira sobre sí mismo, y me he dado cuenta de lo razonable que es pensar que el movimiento de los planetas a su alrededor depende de este hecho».

Tras lo cual regresó a la cama y volvió a sumirse en el coma. Ahí estaba, por escrito, su afirmación, dirigida a un desconocido, de que el sol era una criatura viva que comía y excretaba, que obligaba a los planetas a girar a su alrededor por medio de su rotación, como ajorcas suspendidas de un punto más alto. ¿Era esto una herejía, una locura? ¿No se podía hacer nada por ayudarlo? Tenía que saber lo peligroso que era dejar constancia escrita de tales pensamientos tras las advertencias de Bellarmino, pero parecía incapaz de detenerse, sometido al influjo de una compulsión que nadie era capaz de comprender. No dormía más que unas pocas horas cada noche y farfullaba en sueños.

Una mañana se levantó de la cama, fue a buscar a Cartophilus y lo agarró por el cuello. Con las manos callosas alrededor de la garganta del anciano, dijo:

—Saca tu teletrasporta, viejo. Tengo que volver a ver a Hera. Ahora mismo.

Cartophilus no tuvo más remedio que obedecer, pero no lo hizo con gusto.

—No es buena idea, maestro. El otro extremo debe estar preparado para recibiros.

—Hazlo de todos modos. Algo va mal. Puede que también allí arriba, pero desde luego aquí sí. Algo va mal en mi mente.

Cartophilus se acercó al cuartito en el que dormía y regresó con la pequeña pero pesada caja de peltre que había remplazado al telescopio de Ganímedes unos años antes. Estuvo toqueteando los botones un rato, murmurando entre dientes.

—Colocaos junto a ella —dijo.

Mientras se sentaba junto a la caja, Galileo tragó saliva involuntariamente. ¿Dónde estaría Hera en aquel momento? ¿Y si el teletrasporta se encontraba en el fondo de un lago de roca líquida?

No sucedió nada.

—Vamos —lo apremió Galileo.

—Ya lo intento. —Cartophilus negó con la cabeza—. No hay respuesta. No se comunica con la otra caja de resonancia. Me pregunto si Hera la habrá desactivado.

—Yo me pregunto si se habrá hundido en la lava —respondió Galileo—. Junto con ella. —Se estremeció—. ¡Debo volver! Aquí pasa algo malo.

—¿A qué os referís?

—La… la última vez que estuve allí, Aurora me dio unas clases de matemáticas. ¿La conoces? ¿No? Es una matemática extraordinaria y estuvo enseñándome con la ayuda de sus máquinas. Te sumergen en las propias matemáticas como si estuvieras volando. ¿Lo has hecho?

Cartophilus hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Pues deberías. Pero vi que tenían inmersiones que te hablan de los matemáticos del pasado, así que puedes ir a ver a Arquímedes, a Euclides o a Arquitas, o incluso meterte dentro de ellos. Yo lo hice. Sentía curiosidad por lo que decían de mí. Pero no era lo que me esperaba. Era más que una biografía. Lo vives, pero todo de una vez. ¡Presencié mi propia vida! ¡La habían grabado!

Cartophilus suspiró.

—Cuando crearon los entrelazadores hicieron muchas cosas durante años y años. Ingeniería de sucesos, mnemóstica, todo eso. Pasó algún tiempo antes de que la gente se pusiera en contra.

—No me extraña que lo hicieran. —Tuvo otro escalofrío—. Vi demasiado. No fue como un… un mal presentimiento, en la distancia. Lo fue… todo.

—¿Y por qué no parasteis?

—¡Lo hice! Pero no antes de haber visto demasiado. Ahora sé lo que va a pasar. Día a día, me refiero. Sé que lo conozco todo, pero no consigo traerlo a mi mente hasta que sucede. Pero está todo allí a cada momento, a cada pensamiento. —Su mano ejercía sobre el brazo de Cartophilus la fuerza de unos grilletes de hierro—. Mientras estuve allí arriba no parecía importante. Pero ahora me lo parece…

—Pues haced algo diferente —le sugirió Cartophilus.

Galileo tiró con tanta fuerza de su brazo que estuvo a punto de arrancárselo.

—Lo he intentado —gimió—, pero no puedo. Lo diferente es lo que ya he hecho. Me sigo a mí mismo a un par de pasos de distancia. Es horrible.

—¿Como un Rückgriffe?

—¿Qué es eso?

—En alemán quiere decir algo así como «retrocepciones».

Galileo negó con la cabeza.

—Se parece más a la premonición.

Syndetos significa «atado» y la asyndeton se produce cuando se deshacen las conexiones entre las cosas. Los franceses lo llaman jamais vu.

—No. Yo estoy demasiado conectado.

—Un déjá vu, entonces. Los franceses tienen un sistema entero. Algo ya visto.

—Sí. Ése sería un buen modo de decirlo. Aunque, más que ver, es algo que siento. Que ya he sentido. Vamos. Vuelve a buscar a Hera. Llévame hasta allí.

Cartophilus dirigió de nuevo su atención a la máquina.

—Sigue sin haber respuesta —dijo al cabo de un rato—. Puede que esté ocupada con otras cosas. Lo intentaremos de nuevo más larde, maestro. Vais a arrancarme el brazo.

Galileo lo soltó y se dejó caer a su lado, decaído.

—Maldita sea. Espero que ella esté bien. —Exhaló un gran suspiro—. Esto va a matarme antes que cualquier otra cosa.

Todos tenemos siete vidas secretas. La vida de la excepción; el mundo de las fantasías sexuales inapropiadas; nuestras auténticas esperanzas; nuestro terror a la muerte; nuestra vivencia de la vergüenza; el mundo del dolor; y nuestros sueños. Nadie más conocerá nunca estas vidas. La consciencia de ellas es solitaria. Cada persona vive sola en el universo burbuja que descansa dentro de su cráneo.

Galileo luchaba con esta nueva enfermedad, esta capacidad que era una incapacidad, solo.

Algunos de sus amigos eran como La Piera y se preguntaban si su enfermedad no sería, en realidad, muy conveniente. Porque la cuestión era que en los primeros meses de 1619 habían aparecido más cometas en los cielos nocturnos, para alarma de todos. Durante un tiempo nadie habló de otra cosa, y los fenómenos ultraterrenos llenaron todos los horóscopos y las páginas de los Avvisi. Como es natural, todos los astrónomos y filósofos debían ofrecer una opinión sobre estas nuevas apariciones y, claro, al igual que antes, todos esperaban oír lo que tenía que decir sobre ello el famoso astrónomo de los Medici.

Pero los dominicos estaban vigilando y los jesuítas permanecían a la escucha. Todo cuanto escribiera o dijera acabaría por llegar al Santo Oficio del índice y a la Sagrada Congregación. Como había ocurrido con los cometas aparecidos pocos años antes, no estaba claro si encajaban en las cosmologías ptolemaica o copernicana, y cómo lo hacían, pero lo que no podía negarse es que estaban en los cielos. Qué conveniente era (decían todos) que Galileo hubiese enfermado hasta tal punto que no pudiera ni salir a la terraza de noche para echar un vistazo. ¡Galileo, el mayor astrónomo del mundo! Menudo gallina.

Silencio desde Bellosguardo.

La vida continuaba avanzando a paso cojo, un atribulado día tras otro. Galileo nunca había parecido tan enfermo.

—Todo ha sucedido ya —se quejaba ante las visitas, mirándolas como si no las conociera—. Todo está sucediendo por segunda vez. O por millonésima vez. O quizá de manera infinita. —O insistía, delante incluso de desconocidos—: Estoy fuera de fase. Vivo en el momento potencial equivocado. Ella me ha enviado de regreso al yo equivocado. ¡Es un patrón de interferencia en el que dos ondas iguales se cancelan entre sí! ¡Es lo que me está sucediendo! En realidad no estoy aquí.

Debía llegar una carta de María Celeste. Llegó y, como siempre había hecho, Galileo sacó el estilete que usaba como abrecartas y se observó a sí mismo mientras cortaba con pulcritud el lacre del sello. La abrió como ya la había abierto y leyó lo que ya había leído: «En cuanto al limón que me enviasteis para hacer caramelo, sólo he podido hacer este poco que os envío, porque me temo que la fruta no era lo bastante fresca para alcanzar el estado de perfección que me habría gustado, así que no ha salido demasiado bien». Probó la fruta que ya había estado por probar y le supo como ya le había sabido cuando la probó. Tenía un regusto amargo, como todo en su vida. Pero ella había puesto una rosa y dos peras cocidas en la canasta, como vio cuando la vio. «Os envío también una rosa, a la que, como cosa extraordinaria en esta fría época del año, espero prodiguéis una cálida bienvenida».

Y, de hecho, el tiempo parecía descabalado y las cosas florecían fuera de temporada. Realmente no parecía haber otra cosa que un anacronismo asincrónico. El tiempo era una multiplicidad rebosante de exclusiones y resurrecciones, fragmentos y espacios entre fragmentos, eclipses y epilepsias, isotopías superpuestas y entrelazadas sobre un tapiz de anárquica vibración. Y como revivirlo en un punto no equivalía a revivirlo en el otro, el total era ilegible y estaba perpetuamente más allá del alcance de la mente. La presencia era un suceso laminado y, obviamente, las isotopías podían despegarse unas de otras en pequeña o en gran medida. Galileo estaba atrapado en una mera astilla del todo, por muy entrelazada que estuviera con el resto. Atrapado en lo que su pobre y brillante hija llamaba la «brevedad y la oscuridad del invierno de la presente vida» con palabras que saltaban de la página, una frase que siempre había leído, como una plegaria repetida cada noche de su vida. Cada momento repetido. La brevedad y la oscuridad del invierno de la presente vida.

Se siguió a sí mismo al jardín. El mundo giraba como ya había girado. El día sería lo que siempre había sido. El sol le cayó sobre la nuca. El gran san Agustín también había experimentado esa sensación seudoiterativa, le advertía en sus desesperadas lecturas. ¿Habría tenido también el mayor de todos los filósofos cristianos un encuentro con el desconocido? Nadie más que conociera Galileo había escrito sobre el tiempo como Agustín: «Sí, pues, de cualquier modo que se halle este arcano presentimiento de los futuros, lo cierto es que no se puede ver sino lo que es. Mas lo que es ya, no es futuro, sino presente. Luego cuando se dice que se ven las cosas futuras, no se ven estas mismas, que todavía no son, esto es, las cosas que son futuras, sino a lo más sus causas o signos, que existen ya, y por consiguiente ya no son futuras, sino presentes a los que las ven, y por medio de ellos, concebidos en el alma, son predichos los futuros. Los cuales conceptos existen ya a su vez, y los intuyen presentes en sí quienes predicen aquéllos.»

Estaba allí mismo, en el Libro XI de Las confesiones. San Agustín no llegaba a conclusión alguna en el largo y febril capítulo que contenía sus reflexiones sobre el tiempo, aparte de limitarse a confesar su confusión. Claro que estaba confuso; lo mismo que Galileo. Aquellas ideas siempre habían estado allí, y en aquel momento las leía justo después de que se generasen espontáneamente en su cabeza. Leer así le provocaba jaqueca.

Pero en el jardín se sentaría en la quietud y pensaría. Era posible, allí, colapsar todas las potencialidades en un solo presente. Aquel momento tenía una dilatada duración. Qué bendición. Podía sentirla en su cuerpo, en el sol, en el aire y en la tierra que lo sustentaba. El cielo azul sobre su cabeza: la parte del arco iris que siempre era visible, que se extendía de un lado a otro de la cúpula del cielo. Allí sentado, supo que volvería a entrar, que comería y que trataría de escribirle a Castelli. Haría de vientre sin sacarse las tripas por el segundo ano que tenía. Le dolería. Se quedaría de pie en el linde de sus tierras a la puesta de sol, observando cómo las últimas luces barnizaban por arriba el centeno maduro, rezando para recibir el consuelo del cielo. No se podía hacer nada, salvo caminar justo detrás o justo delante del presente enrollado que nunca estaba allí, atrapado en el intervalo inexistente entre el inexistente presente y el inexistente futuro. Precedería y seguiría sus propios pasos. Ocurriría más adelante, como ya había visto. Ya había ocurrido, como vería más tarde.

Finalmente, una mañana de primavera, justo antes del alba, Galileo salió hecho una furia de su dormitorio. Nadie supo qué había provocado este desafío ante la seudo-iteración, y para él no fue más que cuestión de obedecer la compulsión del momento, pero después de que los temblorosos mozos lo ayudaran a vestirse, asustados por todos sus movimientos, cada uno de los cuales parecía anunciar la llegada de un golpe (golpes que hubieran acogido con alegría al mismo tiempo que intentaban esquivarlos), salió con pasitos cortos a la angosta terraza desde la que se divisaba Florencia, extendida sobre el valle que había al norte. Allí abajo, el Duomo se elevaba sobre el mar de los tejados de pizarra como algo surgido de un mundo diferente, más vasto y más geométrico. Como una pequeña luna llegada a la Tierra, o como las nubes oscuras que flotaban sobre ella.

Sin volver más que el cuello, le gruñó a La Piera:

—Tráeme el desayuno. Y luego diles a los mozos que me traigan la mesa aquí. Tengo que ponerme al día con la correspondencia. Tendré que seguirme a mí mismo hasta el final. Con suerte, me sentiré como un copista. Que se encargue otro de pensar.

Todos en Bellosguardo ignoraron sus desvaríos, satisfechos con sus actos. El maestro había vuelto a la vida. Una vida amarga, sin duda, malhumorada y llena de protestas, pero mejor que el miserable limbo de aquel invierno. Pasaría la mayor parte de las semanas siguientes escribiendo quince o veinte cartas al día. Siempre era igual cuando salía de sus trances. Enfermaba con tanta frecuencia que hasta sus periodos de recuperación eran un ritual que todos conocían.

—Envíame a Cartophilus —le dijo a La Piera cuando le llevó la comida y el vino, al cabo de un largo día de escribir y maldecir.

Terminada la comida, durante la que saboreó cada galleta y cada pata de capón como si fuesen cosas totalmente novedosas para él, el viejo criado se presentó ante él.

Galileo le dirigió una mirada cansada.

—Cuéntame más cosas sobre el déjá vu.

—No hay mucho que decir. Es un término francés, obviamente. El idioma francés siempre ha sido muy analítico y preciso por el referente a los estados mentales y son maestros inventando los términos. El déjá vu es la sensación de que algo ya ha sucedido antes. El presque vu, la de que estás a punto de entender algo, normalmente algo importante, pero no terminas de hacerlo.

—Yo me siento así constantemente.

—Pero en este caso se trata de algo místico. Un gran momento existencial, en el que sientes como si tuvieras algo en la punta de la lengua.

—Me pasa mucho, aun así. Eso me pasa mucho.

—Y luego, el jamais vu es la repentina sensación de dejar de entender las cosas, incluso las cosas más cotidianas.

—Eso también lo he sentido —respondió Galileo, meditabundo—. He sentido todas esas cosas.

—Sí. Como todos. Cuando ciertos franceses estaban elaborando una enciclopedia sobre los fenómenos paranormales, decidieron omitir el déjá vu porque era tan común que no se podía considerar paranormal.

—Lógico. Ahora mismo estoy constantemente atrapado en él.

Cartophilus asintió.

—¿Por qué no os dio ella el amnésico al enviaros de vuelta?

—¡No teníamos tiempo! Por poco no consigo salir de allí con vida. Ya te lo he dicho, tengo que volver. Hera tiene problemas. Todos los tienen. Necesitan un agente externo que arbitre.

—No puedo hacerlo sin que ellos hagan lo que les corresponde al otro extremo, ya lo sabéis.

—No lo sé. Quiero que me envíes allí. No puedo soportar esto. Es como una tortura. Va a acabar conmigo.

—Pronto —dijo el viejo—. Ahora mismo no. Volveré a preguntarlo, pero no ha habido respuesta. Puede que tarde algún tiempo. Pero al final no importará, no sé si me entendéis.

Galileo lo taladró con la mirada.

—Pues no, la verdad.

Cartophilus recogió una bandeja vacía.

—Ya lo haréis, maestro. O puede que no, pero ahora mismo no se puede hacer nada al respecto. —Y se alejó arrastrando los pies, tan cobarde como siempre.

Había llegado la última carta de María Celeste. La abrió.

El hecho de que dejéis pasar los días, señor, sin venir a visitarnos, basta para inspirarme el temor de que el gran amor que siempre nos habéis demostrado haya menguado de algún modo. Me inclino a creer que seguís demorando la visita a causa de la pocas satisfacciones que os inspira el venir aquí, y no sólo porque nosotras dos, en lo que se podría llamar nuestra ineptitud, no sepamos hacéroslo pasar mejor, sino también porque las demás monjas, por otras razones, no consiguen manteneros lo bastante entretenido.

—Cargad algunas provisiones en las mulas —espetó Galileo a los mozos—. Os quiero listos dentro de una hora. Vamos.

Hacía tiempo que Galileo había excavado con sus pasos un camino propio sobre las colinas que se extendían entre Bellosguardo y el convento de San Matteo en Arcetri. Cada vez que viajaba hasta allí, fuera a pie o a caballo, llevaba consigo una canasta con comida cultivada en las extensas huertas de Bellosguardo. En atención a las monjas, se había concentrado en producir legumbres en ellas, así que aquella mañana la mula estaba cargada con bolsas de judías, lentejas, maíz y garbanzos, así como calabacines y las primeras calabazas del año. Añadió un puñado de altramuces que había encontrado en los lindes de la piazza. La primavera ya estaba muy avanzada. Se había perdido la mayor parte del año.

Aquella mañana era una de las que, con toda claridad, ya había vivido: la mula, las colinas, los mozos por delante, Cartophilus por detrás, todos bajo el cielo que quisiera traer el día. Aquél sería de nubes altas como lana cardada. El otoño pasado, María Celeste y él habían comenzado a colaborar en la confección de mermeladas y frutas escarchadas, a fin de que ambas casas disfrutaran de algo de variedad y placer en su dieta, así que la mula también cargaba con una bolsa de limones, cidras y naranjas. A él seguían pareciéndole Ios en miniatura.

Durante el camino, Cartophilus se mantendría a una prudente distancia y sería una mañana demasiado agradable como para que Galileo se molestase en acercarse a él. Las colinas de mayo eran verdes bajo un cielo plateado. Llegarían a San Matteo poco después de mediodía. La regla del convento prohibía que los extraños entraran en la mayoría de los edificios y las monjas tenían prohibido salir. En teoría, debía haber una celosía entre ellas y cualquier visitante. Pero, con el paso de los años, la celosía había ido menguando hasta quedar reducida a una simple barrera que les llegaba a la altura de la cintura, y finalmente había sido abandonada del todo, de modo que Galileo y su hija podrían abrazarse y luego sentarse junto a la puerta y contemplar el camino cogidos de la mano.

En aquella época estaba aún más flaca que de niña, pero seria siendo una persona brillante y extrovertida, obviamente apegada a su padre, que ejercía como una especie de santo patrón para ella. Por su parte, Livia, sor Arcángela ahora, se mostraba más retraída y taciturna que nunca, y jamás salía del dormitorio para ver a Galileo. A juzgar por lo que le contaban, no le interesaba nada más que la comida, lo que era un mal pasatiempo para una clarisa.

María Celeste, en la que él se empeñaba en seguir pensando como Virginia, se mostraría aquel día extasiada de verlo. Lo interrogaría repetidamente sobre su salud y parecería sorprendida al ver que él prefería no hablar del tema. Él se daría cuenta de que era uno de los escasos temas de conversación en el convento, puede que el principal. Cómo se sentían, si tenían demasiado frío o demasiado calor y, en todas las ocasiones, el hambre. Tendría que llevarles canastas de comida más grandes. Se había cansado de tratar de hacer regalos a sus hijas que no pudieran compartir con las demás monjas. María Celeste pensaba que estaba mal, así que para ayudarlas a Arcángela y a ella, habría tenido que ayudarlas a todas. Cosa que no se podía permitir.

Charlarían mientras cenaban con la abadesa y luego llegaría la hora de marcharse, si no querían volver a Bellosguardo de noche.

En la mula, durante el camino de vuelta, estaría en silencio, como de costumbre. Tendría la expresión sombría que siempre afloraba a su rostro al pensar en el dinero o en la familia. Puede que ambas cosas fuesen juntas. Los honorarios que le pagaban los Medici ascendían a mil coronas anuales, más de lo que el gran duque pagaba a nadie, salvo su secretario y sus generales, pero aun así no era suficiente. Sus gastos no hacían más que crecer. Y gran parte de ello tenía que ver con su familia. Seguía alimentando a la vieja gárgola, claro está. Su hermana Livia, que había abandonado el convento para casarse, había sido incapaz de impedir que su marido, el odioso Landucci, la abandonara. Y lo hizo después de demandar a Galileo por no pagar la parte de su dote que, como hermano, le correspondía. Livia había acudido a él en busca de refugio y luego había muerto mientras él estaba en Roma; con el corazón roto, según los criados. Ahora sus hijos estaban al cuidado de Galileo. Y Landucci volvía a litigar por la parte de la dote correspondiente a Miguel Angel —hablando de déjá vu—, a pesar de que había abandonado el matrimonio, la esposa abandonada había muerto y Cósimo le había concedido una dispensa. Entretanto, el inútil de su hermano le había enviado a su esposa y a sus siete hijos mientras él permanecía en Munich, tratando de ganarse la vida como músico. Ésta era su familia.

Así que, a pesar de que Galileo había abandonado las clases y ya no tenía pupilos a su cargo, en Bellosguardo había casi tanta gente como en Padua, donde la gente solía llamar a la gran casona de la via Vignali «hostal Galileo». Eran unas cuarenta personas. Ya ni se molestaba en contarlos. La Piera llevaba las cuentas de la casa, y muy bien, por cierto. Siempre le daba las malas noticias con expresión templada. Tenían deudas. Sin ninguna duda, eran cosas que Galileo ya había vivido. Y nadie había comprado un solo celatone, ni lo haría nunca. Y los que había regalado, con la esperanza de conseguir otros encargos, le habían resultado muy caros de fabricar.

Llegó una mala época para la Toscana: años de plaga, años de muerte. Sagredo le pidió que pensara en un telescopio para mirar las cosas desde más cerca, para ver con mayor claridad objetos como las pinturas y los medallones de Cellini, y Galileo y Mazzoleni inventaron una gruesa lente rectangular, convexa por ambos lados, que funcionaba admirablemente bien y que dio ideas a Galileo para un sistema compuesto por varias de ellas que funcionaría aún mejor. Pero entonces le llegó la noticia de que Sagredo había muerto, sin previo aviso y sin apenas dolencias aparentes. La sorpresa y la consternación fueron como una espada clavada en el corazón de Galileo. Las rodillas le fallaron al enterarse. Giovanfrancesco, su hermano mayor, desaparecido.

Luego murió Giulia, su madre, en septiembre de 1620, tras ochenta y dos años amargando las vidas de todos cuantos la rodeaban. Galileo se encargó de los preparativos del funeral, vació y vendió la casa y repartió el dinero entre sus hermanas y su desgraciado hermano, todo ello sin palabra o reacción algunos, con una mirada sombría clavada en las paredes, mientras el mobiliario y las cosas abandonaban el lugar y revelaban su mísera pequeñez. Durante algún tiempo le había servido como consuelo la idea de que su madre estaba loca y lo había estado toda la vida. Pero en aquel momento no. «Estaba enfadada. Era una persona como tú, igual de inteligente que tú. Quería lo que cualquiera habría querido. Todo el mundo es igualmente orgulloso». En uno de sus armarios, debajo de una masa de papeles, encontró dos lentes de cristal, una cóncava y otra convexa.

Luego murió el cardenal Bellarmino, con lo que desapareció su última persona que sabía con exactitud lo que había sucedido entre Galileo y él en los cruciales encuentros de 1616.

Luego murió el gran duque Cósimo, tras muchos años de enfermedad. El mecenas de Galileo desaparecía a la edad de treinta años. Éste era el tipo de desastre contra el que le habían advertido sus amigos venecianos, al optar por el mecenazgo de Florencia ante el servicio a Venecia.

Pero el heredero de Cósimo, Fernandino II, que sólo contaba diez años, quedó bajo la regencia de su abuela, la gran duquesa Cristina, y de su madre, la archiduquesa María Maddelena. Galileo seguía contando con un mecenas en la persona de Cristina, lo que era una suerte. Aceptó la oferta de Galileo de ejercer como tutor del joven y allá se fueron los dos, el astrónomo y sus estrellas Medici. Pero el acuerdo no significó mucho tiempo en compañía del muchacho, y cuando Galileo lo conoció, descubrió que instruir y divertir a un dulce muchacho de diez años, tan parecido a su padre a la misma edad que pasmaba verlo (como si fuese un bucle en el tiempo), lo llenaba de melancolía. De un modo diferente, su vida estaba repitiéndose, aunque él era un poco más viejo a cada repetición. Una especie de déjá vu especialmente triste. Caminaba sobre sus propios pasos.

Luego murió Marina. Al recibir la noticia desde Padua, el maestro salió a la terraza de Bellosguardo y se pasó allí toda la noche, con una frasca de vino al lado. El telescopio estaba montado, pero no llegó a mirar por él.

Durante aquella noche recordó más de una vez la ocasión en que las dos mujeres se habían peleado ferozmente mientras él permanecía allí tratando de separarlas. Cómo se pegaban aquellas cosas a la mente. «Todo el mundo es igualmente orgulloso». Cuando revivía la escena las mantenía apartadas con el corazón lleno de angustiado afecto. Habían sido personas fuertes. Se había visto crucificado entre dos arpías. Por una vez, incluso era capaz de percibir la comicidad de la ridicula escena. Seguro que los criados se habían reído de ella durante años. En aquel momento fue él quien se rió, lleno de remordimientos y de amor.

Luego murió el papa Pablo V. Los cardenales reunidos en Roma no eran capaces de ponerse de acuerdo sobre un sucesor, así que al final acabaron eligiendo a un hombre de transición, Alessandro Ludovisi, un anciano que escogió el nombre de Gregorio XV. Nadie albergaba expectativa alguna sobre él, pero una vez investido, nombró como secretarios a dos miembros de la Academia de los Linces, una señal excelente que parecía anunciar grandes cosas. Desde luego, Cesi estaba encantado. Pero la mayoría de ellos se limitó a esperar a que la siguiente fumata blanca les indicara quién moldearía en realidad el siguiente periodo de sus vidas.

Entretanto Galileo seguía trabajando de manera poco metódica, sumido en una neblina de pesarosa expectación. Emprendió diversos estudios: lo que se podía ver a través de un microscopio; el magnetismo, de nuevo, e incluso, ya que volvía a tener a Mazzoleni a su lado, los antiguos trabajos con los planos inclinados, en un intento por recapturar la antigua magia. Escribía cartas a antiguos alumnos suyos y buscaba nuevas maneras de suplementar sus ingresos. Todas las semanas, y a veces con mayor frecuencia, montaba la vieja mula y recorría el camino que había abierto él mismo sobre las colinas para ir a visitar a sus hijas en San Matteo. Allí sufrían; siempre volvía a casa apesadumbrado por su miseria y su hambre.

—¡En este mundo, el voto de pobreza llega demasiado lejos! —se quejaba ante La Piera—. ¡Serían pobres aunque hicieran voto de prosperidad! Prepara otra cesta de comida y mándasela con los mozos.

Había cambiado sus prácticas de horticultura de manera aún más drástica y las nuevas especies que cultivaba eran, más que nunca, propias de una granja. Producían judías, garbanzos, lentejas y maíz. Y en un gran horno, construido bajo la supervisión de Mazzoleni, elaboraban pan y cocinaban grandes peroles de sopa y caldos que luego, atados a las mulas, enviaban a las hermanas. También sacos y celemines de legumbres y grano. Sin embargo, era imposible que cultivara lo bastante para alimentar a las treinta hermanas de San Matteo. Era el grupo de monjas más flacas que había visto, y eso que todas las monjas eran flacas.

Y la más flaca de todas ellas era María Celeste.

No daba conferencias ante la corte florentina. No escribía libros. No organizaba pruebas ni demostraciones. Ni siquiera quiso ir a Venecia para el carnaval. Aseguraba ahora que nunca le había gustado, lo que era raro, porque todo el mundo recordaba lo mucho que disfrutaba de él en los viejos tiempos, lo mucho que gozaba de las fiestas y las celebraciones de cualquier clase. En la casa bromeaban diciendo que al fin se había dado cuenta de que marcaba el comienzo de la Cuaresma, la que, ésa sí, jamás le había gustado; otros decían que era porque le recordaba demasiado al braguero de hierro. En cualquier caso, se mostraba confuso, e incluso alarmado, siempre que alguien mencionaba el carnaval.

Una noche, incapaz de dormir, estaba sentado en la piazza observando Saturno a través de un telescopio. Júpiter no estaba en el cielo. Saturno parecía una especie de estrella triple, extrañamente ancha y con un curioso y tenue brillo, que en lugar de emitir rayos fulgurantes tenía unas articulaciones bulbosas que lo hacían parecer una cabeza con sus orejas. Las había visto por primera vez en 1612 y luego, con el paso de los años, habían ido desapareciendo, hasta que el planeta se convirtió en una esfera, como Júpiter. Pero ahora habían reaparecido y Galileo escribió a Castelli que esperaba verlas en todo esplendor en 1626. Aún no estaban allí, pero sí de camino. Era algo muy raro.

Pero la pesadumbre de Galileo no le permitió vibrar al verlo, como le hubiera ocurrido antes, y mucho menos repicar como una campana. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que un descubrimiento nuevo le provocara este efecto. Y lo cierto es que los objetos vistos a través del telescopio habían perdido encanto para él desde sus visitas prolépticas a Júpiter. La gente había poblado las estrellas y, sin embargo, seguía tan mezquina, estúpida y contenciosa como siempre. Todos sus vicios seguían totalmente activos, de hecho, y sus respuestas eran tan crueles como siempre. Era horrible.

Recogería su laúd y tocaría una canción de su padre que había bautizado como Desolación. Su padre, tan callado y discreto…, Bueno, sólo había que imaginar lo que debía haber sido vivir con Giulia todos esos años. Por muy buenas razones que hubiese tenido para ello, no estaba cuerda. En el futuro, las mnemósines ayudarían a los locos y la sociedad puliría los caracteres de la gente en general como con una especie de torno, pero en su época los moldeaban con cinceles y hachuelas, así que la gente loca estaba realmente loca. Y si vivías con uno de ellos, tenías que refugiarte en alguna parte. Pero nadie podía desaparecer por completo. Algunas partes siempre permanecían en el mundo. Y de ahí venía esa canción, la más triste que hubiera oído nunca. Su padre, allí sentado en la mesa, con la mirada clavada en el suelo mientras el viejo rodillo caía sobre él. A veces, Vincenzio trataba de discutir con ella, primero de manera razonable y luego con respuestas bruscas y gritos, como ella, pero siempre a la mitad de velocidad que ella. Sus pensamientos eran un adagio, mientras que los de ella, y su lengua, eran siempre presto agitato. No es que fuese tonto, todo lo contrario: había sido un músico y un compositor muy notable, así como uno de los mayores expertos de todos los tiempos en la teoría y la filosofía de la música, cuyos libros sobre este tema eran objeto de admiración por toda Italia. Y sin embargo, en su propia casa, los debates celebrados todas las noches revelaban, con toda crueldad, que sólo era la segunda persona más inteligente de la casa… y, en realidad, después de que Galileo llegara más o menos a la edad de cinco años, la tercera. Debió de ser descorazonador. Así que había muerto. Cuando te despojaban del corazón, te morías. Aquella canción, la última de las que había escrito, era una especie de postrera confesión, una penitencia, un testamento. Un último pensamiento suyo, todavía vivo en el mundo.

En las sombras de la arcada se movió algo. Había alguien allí, moviéndose furtivamente.

—¡Cartophilus!

—Maestro.

—Ven aquí.

El viejo salió arrastrando los pies.

—¿Qué queréis, maestro?

—Respuestas, Cartophilus. Siéntate aquí, a mi lado. ¿Qué haces despierto tan tarde?

—Tenía que mear. ¿Es ésa la respuesta que queríais?

La risilla de Galileo fue un ju ju ju sordo, como los gruñidos de un jabalí.

—No —dijo—. Siéntate. —Le ofreció al viejo la frasca de vino—. Bebe.

Cartophilus ya había estado bebiendo, como demostró al dejarse caer bruscamente sobre uno de los grandes almohadones de Galileo y, con un gruñido, sentarse con las piernas cruzadas. Levantó la frasca y le dio un largo trago.

—¿Qué edad tienes, Cartophilus?

Otro gemido.

—¿Cómo queréis que lo sepa, maestro? Ya sabéis cómo es esto.

—Cuántos años llevas vivo, es lo único que te pregunto.

—Algo así como cuatrocientos.

Galileo silbó por lo bajo.

—Qué viejo.

Cartophilus asintió.

—Decídmelo a mí. —Volvió a beber.

—¿Cuánto tiempo vivís vosotros?

—No se puede saber con certeza. Creo que los más viejos alcanzan los seiscientos o setecientos años. Pero seguimos muriendo.

—¿Y cuánto tiempo llevas aquí, en la Tierra, con el teletrasporta?

—Desde 1409.

—¡Tanto! —Galileo se lo quedó mirando—. ¿Dónde apareciste? ¿Viniste con la máquina la primera vez? ¿Y cómo llegaste hasta aquí cuando no estaba para traerte?

El anciano levantó una mano.

—¿Sabéis algo sobre los gitanos?

—Claro. Se supone que son egipcios errantes, como tú, se supone también, eres el judío errante. Llegan a las ciudades y roban cosas.

—Exacto. Sólo que en realidad han venido de la India, a través de Persia. Los zott, los tsigani, los zegeuner, los romani, etcétera. Sea como fuere, nos hicimos pasar por una tribu de ellos en Hungría, en 1409. Somos los creadores de lo que los gitanos llaman o xonxano baro, el gran engaño. En aquellos tiempos había una actitud diferente hacia los penitentes. Descubrimos que podíamos ir de ciudad en ciudad y decir que éramos nobles de menor importancia de Egipto, que habíamos caído por breve tiempo en el paganismo y luego habíamos regresado a la senda del cristianismo, y que, como penitencia, nos veíamos obligados a vagar por el mundo sin un hogar, pidiendo ayuda a los desconocidos. Hasta podíamos decir que habíamos ofendido accidentalmente a Cristo y por ello debíamos recorrer el mundo para toda la eternidad, pidiendo limosna, y eso funcionaba casi igual de bien. Además, teníamos una carta de recomendación de Segismundo, rey de los romanos, en la que pedía a la gente que nos acogiera y nos tratara con amabilidad. De ahí lo de «romani». Y sabíamos dar la buenaventura con asombrosa precisión, como podréis imaginar. Así que el engaño funcionaba allá donde fuéramos. Podíamos decir cualquier cosa. A veces contábamos que nos habían ordenado vagabundear durante siete años, tiempo durante el cual podíamos robar sin que se nos castigara. Hasta eso funcionó. La gente era muy crédula. —Soltó una carcajada desprovista de toda alegría.

—¿Y llevabais el teletrasporta con vosotros todo este tiempo?

—Sí. Y Ganímedes acudía de vez en cuando también, en breves visitas. Ya había intentado esto antes, ¿sabéis? Realizó una introyección analéptica anterior, tratando de conseguir que los antiguos griegos profundizaran en la ciencia hasta el punto de provocar una revolución científica mucho antes de lo normal.

—¡Ajá! —dijo Galileo—. Arquímedes.

—Sí, justo. Hasta le mostró un láser…

—¡El espejo capaz de quemar cosas a distancia!

—Sí, eso es. Pero no funcionó. La analepsis, me refiero. Era todo demasiado anacrónico. Habría sido imposible edificar la cultura necesaria alrededor del conocimiento. Ganímedes descubrió que la multiplicidad no se cambia con tanta facilidad, para desesperación de algunos de nosotros y gran alivio de otros, como ya podréis imaginar.

—¡Y que lo digas! ¿Y si hubiera cambiado la realidad? ¡Podría haberos hecho desaparecer en el sitio!

—Bueno, es posible. Pero ¿en qué se diferenciaría eso de cómo son las cosas ahora? La gente desaparece constantemente.

—Hmm —murmuró Galileo.

—En cualquier caso, impulsados por una especie de tautología, como existíamos, no creíamos que pudiéramos dejar de existir. Y la multiplicidad de multiplicidades no funciona realmente así. No poseo los conocimientos físicos necesarios para explicarlo, pero creo haber vislumbrado una parte de ello en la analogía de la desembocadura del río, con sus múltiples canales entrelazados, cada uno de los cuales es una especie de realidad, o una potencialidad.

—Eso me lo contó Aurora.

—Es una imagen muy frecuente. Hay tres, cuatro o diez mil millones de corrientes que circulan simultáneamente, y mareas que empujan río arriba, y los propios lechos de los meandros cambian constantemente por culpa de todas ellas. Parte del agua circula hacia arriba y otra parte hacia abajo. Las orillas se erosionan. En la superficie se entrecruzan corrientes de sentido contrario, etcétera. Algunos lechos se desecan y desaparecen, mientras nacen otros nuevos.

—Como en la desembocadura del Po.

—No me cabe duda. De modo que Ganímedes creyó poder golpear el lecho del río con tanta fuerza que la erosión provocada abriría un lecho totalmente nuevo río abajo, no sé si me entendéis. Pero las cosas no son así. Hay una topografía subyacente que no se cambia con tanta facilidad. Y un solo golpe…

Tomó otro trago de vino y se secó la boca.

—En cualquier caso, no funcionó. A Arquímedes lo mataron. Y todo se fue al traste. Incluida aquella máquina, aquel teletrasporta, por usar la palabra con la que os referís a él.

—Usala, no te prives. Es mejor que entrelazador. O sea, todo está entrelazado, así que la máquina no hace tal cosa.

Cartophilus sonrió al oír esto.

—Puede que tengáis razón. Lo llaméis como lo llaméis, hay uno de ellos en el fondo del Egeo. Y probablemente estará allí mucho tiempo. Tenía forma de calendario olímpico, pero si alguna vez lo encuentran, eso no bastará para explicarlo.

—¿Y cómo volvió Ganímedes a Júpiter?

—Lo hizo en el último momento, antes de que se hundiera la nave, decidido a volver a intentarlo. Es un hombre tozudo, y la naturaleza de la analepsis hace que sea posible intentarlo una y otra vez. Decidió que necesitaba más tiempo para preparar el escenario. Leyó detenidamente en los archivos y visitó varios momentos históricos cruciales, hasta decidir que erais vos quien le ofrecía mayores posibilidades de realizar un cambio significativo en los siglos desastrosos que vinieron después. Pero también quería visitar a Copérnico y a Kepler.

—Así que volvisteis como gitanos.

—Exacto. Con un teletrasporta distinto, posiblemente el último. Dudo que manden más.

—Eso es lo que me dijo Hera, pero ¿por qué no?

—Bueno, los resultados han sido inciertos o directamente malos. Y hay objeciones filosóficas ante este tipo de manipulaciones. Como vos mismo habéis dicho, estamos todos entrelazados, pero, según algunos, las introyecciones son una especie de asalto contra otra parte del tiempo. Ha sido algo controvertido desde el comienzo. Además, las dosis de energía necesarias para mover una máquina en la dimensión del antichronos son prohibitivas. —Negó vehemente con la cabeza—. No podríais creerlo.

—Sí podría. Aprendí mucho la última vez que estuve allí arriba.

—Bueno, ya sabéis que Júpiter es un gigante gaseoso, al igual que Saturno, Urano, Neptuno y Hades. Cinco gigantes gaseosos.

—¿Y?

—Bueno, pues antes de las analepsis que enviaron las máquinas atrás en el tiempo, había siete. Cronos y Nix estaban más lejos. Lo bastante como para que sus efectos gravitatorios sobre los demás planetas no fueran cruciales para las órbitas interiores. Hubo gente que protestó por su destrucción, pero los intervencionistas lo hicieron de todos modos. Necesitaban la energía. Generaron agujeros negros para succionar el gas y la energía del colapso se utilizó para crear un pequeño campo anticronológico. Una vez enviada una máquina allí, ya se podía trasladar la consciencia en el tiempo sin gastar apenas energías. Se trata sólo de entrar en el campo complementario.

—¿Y cuántos teletrasportas más se enviaron al pasado?

—Unos seis o siete.

—Y tú llegaste con uno de ellos, para convertirte en un gitano.

—Sí. —Cartophilus dejó escapar un gran suspiro embriagado—. Pensé que podría ayudar. Fui un idiota.

—¿Y no quieres volver? —preguntó Galileo—. ¿Podrías hacerlo?

—No lo sé. Hasta Ganímedes ha regresado para no volver, ¿no os habéis dado cuenta? Ya ha hecho lo que quería hacer aquí. O ha decidido que la situación en casa es tan importante que necesita quedarse allí. Todos los demás se habían ido ya. Es duro permanecer aquí. —Dejó de hablar un rato mientras tomaba otro trago—. No sé —murmuró al fin—. Cartophilus siempre puede marcharse si lo desea.

—¿Cartophilus? ¿Hablas de otro?

El anciano hizo un ademán débil.

—Cartophilus es sólo un… papel. En realidad no hay nadie aquí. Intento no estar aquí.

Galileo, sobresaltado, lo miró con detenimiento.

—¡Cuánta tristeza destilan tus palabras! ¡Cuánta culpa!

—Sí. Es un crimen.

—Ya —dijo Galileo—. Sin embargo, es cosa del pasado. El presente es el presente.

—Pero el crimen pervive. Ahora, lo único que puedo hacer es… tratar de arreglarlo.

Galileo entornó los ojos.

—¿Sabes lo que me va a pasar? ¿Estás intentando hacer que ocurra? ¿Has conseguido que vaya a ocurrir?

El anciano levantó la mano como un mendigo para protegerse de un golpe.

—No estoy intentando nada, maestro, de veras. Me limito a estar aquí. No sé qué debería hacer. ¿Lo sabéis vos?

—No.

—¿Lo sabe alguien?

Todos los amigos de Galileo, y especialmente los Linces, querían que respondiera a los ataques que se habían lanzado contra él en la obra sobre los cometas publicada bajo el nombre de Sarsi, que, como sabía todo el mundo, era un seudónimo del jesuíta Orazio Grassi. Galileo había eludido la cuestión durante largo tiempo, pensando que no tenía nada que ganar en ello y, en cambio, sí mucho que perder. Incluso ahora, no deseaba aventurarse por aquel camino y se quejaba de la situación. Pero muertos Pablo V y también Bellarmino, los amigos de Galileo en Roma estaban convencidos de que se les presentaba una nueva oportunidad. Y Galileo era su Aquiles en la ya abierta guerra contra los jesuitas.

En general, Galileo ignoraba sus exhortaciones a la acción, pero una carta de Virginio Cesarini, un joven aristócrata al que había conocido en la Academia de los Linces durante su última visita a Roma, le hizo reír y luego gemir. «El conoceros ha inflamado en mí el deseo de saber». Esto provocó la carcajada. «Lo que me sucedió al escucharos es lo que le ocurre a un hombre mordido por un animalillo, que no siente el dolor en el acto mismo de la mordedura y sólo después de ello se da cuenta del daño sufrido». Esto, el gemido.

—Ahora soy una avispa —rezongó Galileo—. Soy el mosquito de la filosofía.

«Después de vuestro discurso me di cuenta de que poseo una mente con cierta orientación hacia la filosofía».

Y lo más curioso es que era cierto. Normalmente, la gente se equivocaba de plano al pensar que era de naturaleza filosófica, dado que una de las características principales de la ineptitud es la incapacidad de reconocerse a sí misma. Pero Cesarini resultó ser un joven dotado de gran brillantez, enfermizo pero serio, melancólico pero inteligente. Y así, si también él estaba dispuesto a pedir a Galileo que escribiera sobre los cometas, sumando su posición como aristócrata y sus riquezas a la influencia de Cesi, el mejor aliado del astrónomo toscano en Roma…

—Maldita sea…

Aquello sucedió en el taller. Mazzoleni lo observó con su sonrisa ladeada. Había oído la historia entera no menos de mil veces.

—¿Por qué no lo hacéis sin más, maestro?

Galileo exhaló un suspiro…

—Estoy sometido a una prohibición, Mazzo. Además, estoy harto de todo esto. De todas esas preguntas de la nobleza. Nunca paran, pero para ellos es sólo un juego. Un entretenimiento en medio del banquete, ¿entiendes? ¿Por qué flotan o se hunden las cosas? ¿Qué son las mareas? ¿Qué son las manchas solares? ¿Cómo quieren que lo sepa? Son preguntas imposibles. Y cuando intentas responderlas, es imposible no tropezar con el dichoso Aristóteles, y por tanto con los jesuitas y el resto de los perros. Y, sin embargo, no sabemos lo bastante en realidad como para decir si las cosas son de este modo o de aquel. ¡Si apenas podemos calcular la velocidad con la que cae una bola al rodar desde una mesa! Así que responder las preguntas estúpidas de esa gente sólo sirve para que me meta en problemas.

—Pero tenéis que hacerlo.

—Sí. —Galileo le lanzó una mirada penetrante—. Es mi trabajo, quieres decir, como filósofo de la corte.

—Sí. ¿No es cierto?

—Supongo que sí.

—Cuando dejasteis de enseñar en Padua, creisteis que podrías hacer lo que se os antojara.

—Supongo que sí.

—Nadie puede hacer eso, maestro.

Otra mirada penetrante.

—Viejo estúpido e impertinente. Voy a enviarte de nuevo al Arsenal.

—Ojalá.

—Vete de aquí si no quieres que te apalee. Es más, llama a Guiducci y a Arrighetti. Los apalearé a ellos.

Aquellos dos jóvenes, estudiantes a los que había acogido a petición de la gran duquesa Cristina, se reunieron con él en el taller donde sus mecánicos fabricaban los celatones. Les mostró sus viejos cuadernos, llenos con las notas y los teoremas de los trabajos sobre el movimiento que había realizado en Padua.

—Quiero que hagáis copias de esto —les dijo—. En aquella época trabajábamos muy de prisa y no teníamos demasiado papel. Mirad, a menudo contienen varias proposiciones por página y por las dos caras. Lo que quiero es que paséis cada proposición o cada cálculo a una sola página y sólo por una cara. Si tenéis alguna pregunta sobre lo que es cada cosa, hacédmela. Cuando hayáis terminado, tal vez podamos hacer algunos progresos en todo esto.

Pero al mismo tiempo, a pesar de sus temores y premoniciones, a pesar de la certidumbre casi completa de que era una mala idea, comenzó, sin poder remediarlo, a escribir un tratado sobre la controversia provocada por los cometas.

La verdad era, como explicaría en conversaciones a los amigos que viniesen a visitarlo a Bellosguardo, que había estado realmente enfermo y que sólo había podido observar los cometas en una o dos ocasiones, por pura curiosidad. Así que no sabía dónde estaban, y probablemente no lo habría sabido aunque los hubiera observado durante más tiempo. Sólo podía aventurar suposiciones basadas en lo que había oído. Así que, por un lado, mientras escribía, cuestionaba el fenómeno entero y se preguntaba si un cometa no sería más que un efecto de la luz del sol sobre la atmósfera alta, como los arcoiris nocturnos. Y luego también sugería, con su habitual mordacidad, que fuera lo que fuese, desde luego no encajaba en ninguna de las categorías celestes de Aristóteles. Ya que estaba, también podía divertirse un poco a costa de la tosca lógica de Sarsi, puesto que Grassi había dicho algunos disparates al tratar de explicar lo que, por su base de conocimientos, era incapaz de entender. Y así, sentado en su silla de respaldo alto ante la mesa, a la sombra que se proyectaba sobre la terraza por las mañanas, añadía observaciones y argumentos que iban componiendo una defensa de su método de observación y experimentación, de explicación matemática. De no plantearse el por qué de las cosas para concentrarse primero en el qué y en el cómo. Las mañanas que pasaba escribiendo sobre estas cosas suponían una buena distracción frente a todo lo demás y las páginas se iban amontonando unas detrás de otras. A veces era agradable seguirse a sí mismo por los movimientos del día. Desde luego, esto facilitaba el acto de la escritura.

«En Sarsi creo discernir la firme creencia en que, a la hora de filosofar, uno debe apoyarse en la opinión de algún autor de renombre, como si nuestras mentes permanecieran estériles y desiertas sin ayuntarse al razonar de otro. Puede que él crea que la filosofía es una obra de ficción creada por la pluma de algún escritor, como La Iliada o el Orlando Furioso, creaciones en las que lo menos importante es que lo escrito sea cierto. Pues bien, Sarsi, las cosas no son así. La filosofía está escrita en este gran libro, el universo, que está constantemente abierto ante nuestros ojos. Pero no es posible entenderlo si uno no comprende antes el idioma y es capaz de reconocer el abecedario que lo compone. Está escrito en el lenguaje de las matemáticas y sus letras son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las que es totalmente imposible comprender una sola palabra de él. Sin ellas, es como vagar por un laberinto oscuro.»

Mientras que con estos conceptos, en cambio —pensó Galileo sin llegar a escribirlo, al tiempo que miraba las palabras y sentía sobre sí el peso del futuro—, con estos conceptos, el universo queda bañado en luz, como si un gran relámpago hubiera estallado ante tus ojos. Todo queda claro, muy claro, hasta el punto de la transparencia, y uno camina como por un mundo de cristal, donde la mirada llega muy lejos y topa con cosas en las que no había reparado hasta entonces y el momento presente queda reducido a una abstracción entre un sinfín de ellas. Hera tenía razón: nadie debe saber más de lo que puede albergar el momento que vive. El futuro que llevas dentro te oprime buscando la liberación, y el dolor de vivir con esa úlcera no se parece a ningún otro.

No quedaba otro recurso que tratar de olvidar. Se hizo un experto en olvidar. Como parte de esta tarea de olvido, escribió. Escribir era vivir el momento, decir lo que se podía decir, consignarlo por escrito y olvidarlo, dejando que lo demás se esfumara.

Una vez más, volvió a escribir la historia de cómo se había enterado de la existencia del telescopio. «En Venecia, donde me encontraba en aquel momento, me llegó la noticia de que un flamenco le había mostrado al conde Mauricio un cristal por medio del cual se podían ver los objetos lejanos como si estuvieran muy próximos. Eso fue todo

Bueno, no todo exactamente, de hecho. Pero en este asunto no las tenía todas consigo. Alguna vez, la gente lo sabría. Pero no había mucho más que decir de momento, así que reanudó la tarea de demoler los argumentos del malintencionado Sarsi.

«No cabe duda de que, al utilizar líneas irregulares, Sarsi puede explicar a su gusto, no sólo la aparición de la que estamos hablando, sino cualquier otra. Las líneas se llaman regulares cuando, dotadas de una descripción fija y clara, se pueden definir y sus propiedades se pueden enumerar y demostrar. Así, por ejemplo, la espiral o la elipse. Por tanto, las líneas irregulares son las que no tienen determinación alguna, sino que son indefinidas, casuales y, por consiguiente, imposibles de definir. No es posible demostrar propiedad alguna de tales líneas y, en pocas palabras, no se puede saber nada sobre ellas. Por tanto, decir «tales cosas suceden por medio de una trayectoria irregular» equivale a decir «no sé por qué suceden». El uso de esta supuesta explicación no es en modo alguno preferible al de la «simpatía», la «antipatía», las «propiedades ocultas», las «influencias» y otros términos empleados por ciertos filósofos para disfrazar la respuesta correcta, que en este caso debería ser: «no lo sé». Esta respuesta es mucho más tolerable que aquéllas, del mismo modo que la sencilla honradez es mucho más hermosa que la engañosa duplicidad.

»Pero una dilatada experiencia me ha enseñado que el comportamiento humano, por lo que se refiere a asuntos relacionados con el pensamiento, es éste: cuanto menos los comprendemos y entendemos, con más fuerza intentamos argüir sobre ellos, mientras que, por otro lado, comprender y entender multitud de cosas dota al hombre de cautela a la hora de emitir juicios sobre las que son nuevas.»

Mientras trabajaba en su nuevo tratado murió el papa Gregorio, como se esperaba. Galileo, lo mismo que muchos otros, tuvo la sensación de que se trataba de un acto del destino, nada sorprendente, como si ya hubiera sucedido antes. Y así, en aquel largo y malsano estío, se convocó a los cardenales para elegir a su sucesor.

Sólo que esta vez no fueron capaces de hacerlo. El colegio parecía realmente paralizado. Pasaban las semanas entre maniobras de las grandes familias, intensas pero infructuosas, mientras los rumores volaban por Roma y por toda Italia como nubes de moscas. La cosa se dilató tanto que seis de los cardenales más viejos murieron de agotamiento. Sólo a finales de agosto surgió la fumata blanca de la chimenea del Vaticano.

El anuncio lo llevó en persona a Bellosguardo el secretario de los Medici, Curzio Picchena, que salió del carruaje realmente radiante, ataviado con sus mejores galas y con el rostro iluminado por una flamante sonrisa.

—¡Barberini! —exclamó—. ¡Maffeo Barberini!

Por una vez, Galileo Galilei quedó mudo. La boca se le abrió de par en par y la mano corrió a cubrirla. Miró un instante a Cartophilus con los ojos muy abiertos y entonces extendió los brazos y soltó un aullido. Abrazó a La Piera, que había salido con los demás criados para ver qué estaba sucediendo, y luego llamó al resto de la servidumbre para que se sumaran a la improvisada celebración. Cayó de rodillas, se persignó y levantó la mirada hacia el cielo con lágrimas en los ojos.

Finalmente se levantó y tomó a Picchena de las dos manos.

—¿Barberini? ¿Estáis seguro? ¿Puede ser cierto? ¿Su excelencia el grandísimo cardenal Maffeo Barberini?

—El mismo.

Era asombroso. El nuevo papa era el mismo cardenal que había compuesto un poema en honor a los descubrimientos astronómicos de Galileo en 1612; el mismo que había militado en el bando que Galileo durante el debate con Colombe sobre los cuerpos flotantes; el mismo que se había mantenido visiblemente al margen de la admonición de 1615 por la que Copérnico había terminado en el índice; y, por encima de todo ello, el mismo que le había escrito a Galileo una carta de condolencia cuando éste, aquejado por sus enfermedades, fue incapaz de acompañarlo en el desayuno de despedida y la había firmado «Vuestro hermano». Civilizado, cosmopolita, intelectual, instruido, liberal, bien parecido, joven —sólo tenía cincuenta y tres años. Demasiado joven para ser papa, en realidad, puesto que Roma estaba acostumbraba a una sucesión frecuente de pontífices—, pero aun y con todo, así era. Urbano VIII, se había bautizado.

Debilitado momentáneamente por el asombro y embargado por un enorme y mareante alivio, Galileo pidió vino.

—¡Abrid un nuevo barril! —Geppo le trajo una silla para que se sentara—. ¡Esto hay que celebrarlo! —Pero estaba tan débil que casi no pudo hacerlo.

Aquella noche despertó a Cartophilus y lo arrastró al exterior, junto al telescopio.

—¿Qué está sucediendo? —inquirió—. Esto es nuevo. ¡Esto no había sucedido antes!

—¿Qué queréis decir?

—Ya lo sabes. Todo lo que ha sucedido este último año lo he sentido como si estuviera repitiéndose. Ha sido un infierno. Pero esto, el nombramiento de Barberini como papa… ¡Es algo nuevo! No he tenido ninguna premonición.

—Es raro —asintió Cartophilus mientras lo pensaba.

—¿Qué significa?

El anciano se encogió de hombros y miró a Galileo a los ojos.

—No lo sé, maestro. Yo estoy aquí con vos, ¿lo habéis olvidado?

—Pero ¿no sabes qué sucedió antes de que volvieras como gitano? ¿No recuerdas esto o aquello?

—Ya no recuerdo si recuerdo bien las cosas. Ha pasado demasiado tiempo.

Galileo exhaló un gemido y levantó la mano para abofetearlo.

—Mientes.

—¡En absoluto, maestro! No me peguéis. Es que no lo sé. Ha pasado demasiado tiempo.

—Vienes a mí con Ganímedes, te quedas conmigo y me vigilas, no vuelves a Júpiter… ¿y ahora dices que no te acuerdas? —Cerró el puño.

—Me he quedado aquí porque no tengo otro sitio adonde ir. Cartophilus tiene que interpretar su papel. Y ahora se ha acostumbrado a él. Es como su hogar. El sol, el viento, los árboles y las aves… Ya lo sabéis, éste es un lugar de verdad. Aquí uno puede sentarse en la tierra. Vos mismo habéis notado lo apartado de todo que se está allí arriba. No creo que pueda volver a eso. Así que estoy atrapado. No hay ningún sitio que sea realmente mío.

Se miraron fijamente en la oscuridad. Galileo dejó caer el brazo.

Todo cambió en aquel momento. Los Linces estaban extasiados por la oportunidad que representaba el nuevo papa, lo que ellos llamaban un mirabile congiunture. Suplicaron a Galileo que terminara su tratado, que el propio interesado había comenzado a llamar Il Saggiatore. Era la palabra utilizada para describir a quienes se dedicaban a pesar el oro y otras mercancías valiosas —el quilatador—, pero Galileo pretendía expresar más cosas con ella, algo así como el acto de medición realizado por quienes ponían toda la naturaleza en la balanza, como Arquímedes. El experimentador, se podría decir, o el científico.

Pero también el quilatador, sin duda. En este caso, estaba sopesando la argumentación jesuítica de Sarsi y desvelando sus carencias. Consciente de el que papa Urbano VIII sería uno de los lectores de su obra —su lector definitivo, su destinatario, se podría decir—, comenzó a escribir con un estilo más literario y lúdico, inspirado en el estilo liberal del propio pontífice. Reflexionó sobre lo que le gustaba de Ariosto e hizo grandes esfuerzos por imitarlo. A fin de cuentas, hacía tiempo que había entendido que todos aquellos debates eran una especie de teatro.

«Si Sarsi quiere que crea, siguiendo a Suidas, que los babilonios cocían los huevos haciéndolos girar en sus hondas, lo haré, pero debo añadir que la causa de que se cuezan es distinta a la que él sugiere. Para descubrir la verdadera causa, razono del siguiente modo: «Si no logramos un efecto alcanzado previamente por otros, debe de ser que a nuestra operación le falta algo que fue parte instrumental del éxito de aquéllos. Y si sólo nos falta una cosa, ha de ser ella la causa final. Huevos no nos faltan, ni tampoco hondas ni mozos fornidos que puedan darles vueltas. Y, sin embargo, nuestros huevos no se cocinan, sino que, simplemente, se enfrían más de prisa si resulta que estaban calientes. Y como lo único que nos falta es ser babilonios, se deduce que el hecho de ser babilonios es la causa del endurecimiento de los huevos y no la fricción del aire». Esto es lo que me gustaría descubrir. ¿Es posible que Sarsi nunca haya sentido el enfriamiento producido en la cara por el aire al montar a caballo? Y en caso de que lo haya sentido, ¿cómo puede optar por creer en cosas relatadas por otros y supuestamente sucedidas hace dos mil años en Babilonia en lugar del producto de sus propias experiencias?

»Sarsi dice que no desea que lo cuenten entre los que ofenden a los sabios contradiciéndolos o no creyendo en ellos. Yo digo que no deseo que se me cuente entre los ignoramus y los ingratos hacia la naturaleza y hacia Dios. Pues, si ellos me han dotado de sentidos y de razón, ¿por qué debería rechazar tales dones ante los errores de un simple humano? ¿Por qué debería creer, ciega y estúpidamente en lo que deseo creer y someter la libertad de mi intelecto ante alguien que es tan susceptible de errar como yo?

»Por último, Sarsi llega a decir, siguiendo a Aristóteles, que si el aire se llenara de exhalaciones calientes, además de otros requisitos, las balas de plomo se fundirían una vez disparadas por los mosquetes o arrojadas por las hondas. Supongo que éste sería el estado del aire cuando los babilonios cocinaban sus huevos. En aquellos tiempos, las cosas serían muy fáciles para aquellos contra los que se disparaba.»

¡Ja, ja! Los Linces se reían. Les encantaban este tipo de pasajes cuando Galileo se los enviaba para su aprobación y corrección. Era la primera vez que Galileo enviaba un borrador a un comité de colegas filósofos, y a pesar de que lo encontró frustrante, también le resultó interesante. Aparecer con el imprimatur de la Academia de los Linces sería una auténtica afirmación. Contaría con su respaldo y con él irrumpiría en las guerras intelectuales de Roma, donde en aquel momento lo antiguo se batía en retirada ante lo nuevo. Cesi le suplicó que terminara la obra y que luego acudiera a Roma para infligir una derrota aplastante a los jesuitas. Él la publicaría en nombre de la academia, y ya había alterado la portada para que el libro apareciera dedicado a Urbano VIII.

Las buenas noticias se sucedían. Cesarini ingresó en la Academia de los Linces como miembro oficial y, cuatro días más tarde, el nuevo papa lo nombró cardenal. Y también nombró a su sobrino Francesco, ¡el mismo Francesco al que Galileo había ayudado a obtener un puesto de maestro en la universidad de Padua!

Galileo comenzó a dar crédito a Cesi: era, en efecto, un mirabile congiunture. Hasta era posible que sacaran a Copérnico de la lista. Así que siguió trabajando en su tratado cada día. Envió cartas a Cesi y a los demás Linces en las que les prometía incorporar pronto las correcciones que le sugerían. Cesi había fijado en su calendario la fecha de publicación en Roma y quería que Galileo acudiera a la capital con toda urgencia. Galileo también lo deseaba. Solicitó a Picchena que le permitiera acudir y, tras algunas dudas, el secretario y la regente Medici accedieron a este plan. Así que se realizaron los preparativos para otro viaje a Roma mientras el libro se acercaba a su conclusión.

Cerca del final de Il Saggiatore, primer libro publicado por Galileo desde la prohibición cursada en 1615, dejó a un lado los sarcásticos dardos contra Sarsi y desarrolló algunos argumentos filosóficos de nuevo cuño. Estos reaparecerían más adelante para atormentarlo:

«Debo reflexionar sobre la naturaleza de lo que llamamos “calor”, puesto que sospecho que la gente en general tiene un concepto del mismo que dista mucho de la verdad. Ellos piensan que el calor es un fenómeno, propiedad o cualidad que reside en el material por el que nos sentimos calentados. Pero yo digo que siempre que concibo un material o una sustancia corpórea, siento al instante la necesidad de imaginarlo como cerrado, como propietario de esta o de aquella forma, como grande o pequeño en relación con otras cosas, en un momento específico y en un lugar dado, en movimiento o en reposo, en contacto con otros cuerpos o no; por lo que se refiere al número, único, escaso o numeroso. Y de estas condiciones no puedo, por mucho esfuerzo que imponga a mi imaginación, separar a ninguna sustancia. Pero el que sea blanco o rojo, amargo o dulce, ruidoso o silencioso, fragante o maloliente no son cualidades que mi mente sienta el deber de concebir como necesarias. Sin la ayuda de los sentidos, es probable que ni la razón ni la imaginación hubieran llegado a este tipo de cualidades. Por consiguiente, no concibo los colores, los sabores, los colores y otras cosas similares más que como meros nombres por lo que se refiere al objeto en el que las ubicamos, y afirmo que residen sólo en nuestra consciencia. Por consiguiente, si las criaturas vivas desaparecieran, todas estas cualidades desaparecerían, por entero aniquiladas».

Un pensamiento muy profundo, además de extraño, incluso sospechosamente adelantado a su tiempo. Aunque, a la vez, muy retrasado con respecto a los conocimientos de los jovianos. Galileo sabía perfectamente que estaba describiendo su estado mental ante las enseñanzas de Aurora; que era algo que deseaba hacer para aclarar sus propios pensamientos en su evolución. Escribía como siempre lo había hecho. Que era cierto que lo que estaba llamando «efectos de la consciencia» se extendían más allá del calor, el tacto, el sabor y el color hasta cualidades fundamentales como el número, la finitud, el estado de movimiento o reposo, la ubicación o el tiempo, algo que ya sabía pero que aún no era capaz de sentir. Para él seguía siendo un conundrum, parte de esa sensación anacrónica que siempre lo desorientaba.

La posibilidad de que alguien pudiera argumentar que estas afirmaciones de Il Saggiatore negaban la transustanciación del pan y el vino en la sangre y la carne de Cristo durante el sacramento de la comunión —que, en otras palabras, fueran, de acuerdo al Concilio de Trento y a las leyes doctrinales de la Santa Iglesia, afirmaciones heréticas— no se le ocurrió ni a Galileo ni a ninguno de sus amigos y colaboradores.

Pero sí a algunos de sus enemigos.

En medio de tantas emociones y de los preparativos del nuevo viaje a Roma, llegó, como todas las semanas, la carta de María Celeste:

Como no dispongo de una habitación para dormir la noche entera, sor Diamanta tiene la amabilidad de acogerme en la suya, privando para ello a su propia hermana de su hospitalidad. Pero en estas fechas la habitación es terriblemente fría, y con la infección de cabeza que he contraído, no sé cómo voy a poder soportarlo, sire, salvo que acudáis en mi ayuda prestándome uno de vuestros juegos de cama, uno de los blancos, que no necesitaréis mientras estáis fuera. Estoy impaciente por saber si podéis hacerme esta merced. Y otra cosa que quisiera pediros es que me mandéis vuestro libro cuando se publique, para que pueda leerlo, puesto que ardo en deseos de saber lo que dice.

Sor Arcángela sigue aún purgándose y no parece haber mejorado demasiado tras dos cauterios en los muslos. Yo tampoco me encuentro demasiado bien, pero ya estoy tan acostumbrada a mi mala salud que apenas pienso en ella, puesto que, al parecer, complace al Señor ponerme a prueba en todo momento con algún que otro dolor. Le doy gracias y rezo para que os conceda, sire, todo el bienestar posible en todas las cosas. Y para terminar, os envío afectuosos saludos de mi parte y de la de sor Arcángela. En San Matteo, el 21 de noviembre de 1623.

Vuestra hija afectuosa,

S. M. Celeste

Si tenéis algún collar que blanquear, Sire, podéis mandárnoslo.

Galileo exhaló pesados suspiros al leer el contenido. Ordenó que se enviaran mantas al convento, acompañadas por una carta en la que le preguntaba a María Celeste si había algo más que pudiera hacer. En breve plazo se disponía a viajar a Roma para conocer al nuevo papa, le contó. Podía pedirle a su santidad algo para el convento, quizá una concesión de tierras que les generaran algunas rentas, quizá un beneficio directo, o una forma de limosna más sencilla. ¿Qué creía ella que gustaría más a las monjas?

María Celeste le escribió que las limosnas estaban bien, pero lo que más necesitaban era un sacerdote como es debido.

Galileoo maldijo al leer esto.

—Otro sacerdote. ¡Lo que necesitan es comida!

La carta de ella lo explicaba con mayor detalle: «Como nuestro convento, como bien sabéis, sire, vive en la pobreza, no puede satisfacer a los confesores cuando se marchan ofreciéndoles el debido salario. Tengo entendido que a tres de los que estuvieron aquí se les adeudan grandes sumas de dinero y usan esta deuda como excusa para venir de visita en ocasiones, cenar en nuestra compañía y confraternizar con varias de las monjas. Y, lo que es peor, luego se nos llevan en sus bocas y esparcen rumores y chismes sobre nosotras allá adonde van, hasta el punto de que a nuestro convento se lo considera el mayor lupanar de toda la región de Casentino, lo que atrae a estos confesores, más apropiados para cazar conejos que para guiar almas

Galileo no podía decir si ella sabía lo que significaba «cazar conejos» en la jerga popular toscana o se refería a cazar conejos de verdad; pero, sospechando lo primero, se echó a reír, sorprendido y complacido a la vez por su sofisticación.

«Y podéis creerme, sire, si quisiera relataros todos los desmanes cometidos por el que tenemos en este momento con nosotras, no llegaría nunca al final de la lista, pues son tan numerosos como inverosímiles».

Era muy lista. Digna hija de su padre, dado que, como suele decirse, la bellota nunca cae muy lejos del árbol (salvo cuando lo hace, como en el caso de su hijo). De hecho, a veces le parecía a Galileo que María Celeste era la única monja cuerda y competente del convento y que cargaba con las otras treinta sobre sus flacos hombros, cada día y cada noche: supervisaba la cocina, las cuidaba cuando enfermaban, se encargaba de elaborar sus preparados, les escribía las cartas y mantenía a su hermana alejada de la bodega, que, al parecer, era un problema más que añadir a todos los que ya aquejaban a Arcángela. Las cartas de María Celeste a Galileo estaban escritas casi siempre en la séptima o la octava hora del día, cuando comienza al crepúsculo, lo que significaba que sólo disfrutaba de un par de horas de sueño antes de que tocaran a completas y comenzaran las plegarias anteriores al alba. La implacable rutina comenzaba a dejarle huellas, y Galileo lo veía cuando le llevaba sus canastas de comida. No tenía carne en los huesos, siempre había unos cercos oscuros debajo de sus ojos y se quejaba de problemas estomacales. Estaba perdiendo la dentadura y apenas tenía veintitrés años. Tenía miedo por ella.

Y sin embargo sus cartas seguían llegando, confeccionadas con el máximo cuidado para encajar de manera elegante en la página y con su característica letra clara, sus grandes curvas y la florida y orgullosa firma con la que finalizaba.

Pero casi siempre llenas de problemas. Una mañana, Galileo se vio abrir la última de sus cartas, embargado por un temor repentino, y entonces gritó con alarma:

—¡Oh, no! ¡No! ¡Jesucristo! ¡Piera! ¡Llena una cesta, busca a Cartophilus y dile que prepare a Cremonini! La abadesa se ha vuelto loca.

La aludida ya no era la hermana de Vinta, sino otra mujer, menuda, morena y vivaz.

—Se ha hecho trece cortes con un cuchillo de cocina —le contó Galileo a La Piera mientras, al tiempo que terminaba la carta de María Celeste, se ponía las botas—. ¡No pueden vivir así! —exclamó con amargura—. Necesitan ingresos, propiedades, un beneficio… ¡Lo que sea!

La Piera se marchó precipitadamente con un encogimiento de hombros. Los conventos son así, es lo que venía a decir el gesto. Pero también ella estaba enfadada.

—Os acompaño —dijo al reaparecer.

En el camino por las colinas hasta San Matteo, no le costó mucho sentir que todo aquello había sucedido antes, porque así era. Sus pies habían hecho el mismo recorrido por la hierba que ahora seguían. Simplemente, todo seguía ocurriendo. Bajo un cielo tan grisáceo como la lluvia.

Al llegar a San Matteo descubrieron que las cosas estaban aún peor de lo que les había dicho María Celeste, cosa que no era inusual, pero esta vez iba más allá de lo que habían conocido hasta entonces. No sólo la madre abadesa, sino también Arcángela, había perdido el juicio, y la misma noche. Al parecer, Arcángela había oído gritar a la abadesa en su histeria suicida y, como respuesta, había comenzado a golpearse la cabeza contra la pared de su habitación. Siguió haciéndolo hasta caer inconsciente. Ahora estaba despierta, pero se negaba a hablar hasta con su propia hermana, que en aquel momento estaba prendida del brazo de Galileo, con los ojos enrojecidos de pena, frustración y falta de sueño. A su alrededor no había más que llantos y lamentos, y todas las hermanas exigían su atención al mismo tiempo.

Al ver la situación, Galileo perdió los estribos y les dijo a las hermanas en voz alta:

—¡Esto es como un gallinero en el que se hubiera colado un zorro, sólo que no hay zorro alguno, así que cerrad todas el pico! ¿Qué clase de cristianas sois vosotras?

Esta última afirmación provocó que María Celeste sucumbiera finalmente al llanto y Galileo la rodeó con los brazos. Así abrazados parecían un oso y un espantapájaros arrancado de su poste. Ella, apoyada en el ancho pecho de su padre, lloraba sobre su barba.

—¿Qué ha sucedido? —volvió a preguntar Galileo sin poder evitarlo—. ¿Y por qué?

Tras recomponerse, su hija le relató la historia mientras lo llevaba al dispensario. La ansiedad de la madre abadesa había ido creciendo y creciendo, alimentada por problemas que no quería confesarle a nadie. Al mismo tiempo, sor Arcángela había dejado de hablar por completo. Esto último ya había sucedido otras veces, por supuesto, y aunque era causa de preocupación, no se podía hacer nada al respecto, como ya les había enseñado una dilatada experiencia.

—De modo que estábamos arreglándonoslas lo mejor posible cuando, la pasada noche, la luna llena provocó que la madre abadesa se trastornara del todo. La oyeron gritar, y cuando subimos a sus aposentos para ver qué sucedía, nos la encontramos con un cuchillo en la mano, cortándose los brazos mientras profería unos gemidos. En medio del revuelo no oímos que Arcángela estaba gritando en su habitación. —Una habitación privada que había pagado Galileo para mantenerla alejada del dormitorio por las noches, donde al parecer tenía problemas para conciliar el sueño y molestaba también a las demás—. Cuando finalmente la oímos, fui la primera en llegar hasta allí y me la encontré dándose fuertes golpes contra la pared con la cabeza. Se había hecho un corte al golpearse y estaba sangrando. La herida era en la frente y ya sabéis como sangran en ese lugar. Tenía toda la cabeza ensangrentada. Pero seguía sin decir nada. Hicieron falta cuatro de nosotras para conseguir que parara y ahora está maniatada en la cama. Ha recuperado el habla, pero lo único que hace es suplicar que la soltemos.

—Pobre muchacha. —Galileo siguió a la temblorosa María Celeste hasta la habitación de su hermana pequeña.

Al verlo en el umbral, Arcángela apartó la lastimada cabeza. Estaba atada al lecho con innumerables tiras de tela.

—Por favor —suplicó entonces mirando la pared—. Dejadme ir.

—¿Cómo quieres que lo hagamos —le preguntó Galileo— cuando te lastimas a ti misma de ese modo? ¿Qué quieres que hagamos?

Ella no respondió.

Tras la puesta de sol, en la última hora de luz, regresaron a Bellosguardo. Todos eran conscientes de que, a despecho del valor y la habilidad de María Celeste, dejaban el convento en estado de desesperado desorden. Galileo pasó todo el trayecto por las colinas suspirando pesadamente. Aquella noche se sentó a la mesa ante su capón asado y su botella de vino, pero apenas probó bocado. La Piera se movía por allí con lentitud, tratando de hacer el mínimo ruido posible al limpiar.

—Que venga Cartophilus —dijo Galileo al fin.

Pocos minutos después, el anciano se encontraba frente a él a la luz de la lámpara. Saltaba a la vista que había estado durmiendo.

—¿Qué puedo hacer por vos, maestro?

—Ya sabes lo que puedes hacer por mí —respondió él con una mirada tan negra como la más negra de las de Arcángela. En aquel momento, el parecido familiar era asombroso.

Cartophilus sabía cuándo no se podía negar a Galileo lo que pedía. Agachó la cabeza y asintió mientras abandonaba la sala.

Aquella noche, cuando Galileo salió a la terraza de atrás y estaba observando concienzudamente por su telescopio el pequeño reloj joviano en el firmamento, Cartophilus abandonó taller llevando debajo del brazo la caja de peltre que contenía el teletrasporta.

—¿Me vas a enviar con Hera? —preguntó Galileo.

Cartophilus asintió.

—Estoy bastante seguro de que el otro extremo sigue en su poder.

Una vez que Cartophilus terminó de preparar la caja, Galileo se situó junto a ella. Levantó la mirada hacia Júpiter, radiante cerca de su cénit. De repente, todo floreció.