12

Carnaval en Calisto

Me atacaron unas fiebres violentas provocadas por el frío extremo, y al postrarme en el lecho tuve la sensación de que mi muerte era cosa segura. Mi naturaleza quedó totalmente debilitada y deshecha; no tenía fuerzas para recobrar el aliento si llegaba a escapárseme y, sin embargo, mi mente permanecía tan clara y tan fuerte como antes de mi enfermedad. No obstante, a pesar de que conservaba la consciencia, un anciano terrible se presentó al pie de a mi cama, decidido, en apariencia, a arrastrarme por la fuerza a un enorme bote que traía consigo. Al verlo alcé la voz en un grito y el signor Giovanni Gaddi, que estaba presente, dijo: «El pobre está delirando. Sólo le quedan unas pocas horas de vida». Su compañero, Mattio Franzesi, añadió: «Ha leído a Dante y, en la postración de su enfermedad, se le ha aparecido un fantasma».

Autobiografía de Benvenuto Cellini

En la terraza de Bellosguardo, Galileo yacía tendido sobre los baldosines. Cartophilus le había metido unas mantas por debajo del cuerpo y lo había cubierto con otras tantas, a pesar de lo cual permanecía allí como abandonado, en apariencia paralizado, con el pecho agitado por una respiración superficial e irregular. Tenía las manos y los pies fríos. La Piera salió de la casa con una jarra de vino especiado.

—¿Podéis hacer algo por él?

Cartophilus negó con la cabeza.

—No podemos hacer otra cosa que esperar.

Flotaban entre las estrellas, Galileo y Hera solos, mientras el Júpiter oscuro desfilaba majestuosamente ante ellos. Más allá, una media luna de color blanco, cubierta por un craquelado negro, iba creciendo por momentos. Galileo ladeó la cabeza con fuerza, tembloroso aún por tan vívida inmersión en aquel pasado que sólo raras veces recordaba. Marina…

—¿Desde aquel momento la viste siempre que te fue posible? —preguntó Hera mientras miraba una tableta que tenía en el regazo.

—Así es —dijo él.

—Os entendíais.

—Sí.

—Estabais enamorados.

—Supongo.

No era un sentimiento que recordara demasiado bien. No había durado mucho. Pero en aquel momento estaba allí, en su interior, difícil de negar.

—Sí. Pero escucha, me has enviado de regreso a mi pasado, pero… —Señaló con un gesto el teletrasporta, situado en el suelo entre ellos—. ¿Dónde estaba el de Italia? ¿Dónde estaba Cartophilus?

Ella respondió con calma:

—Esas experiencias no son como la que viviste en la hoguera, donde teníamos el entrelazador a mano y te envié en carne y hueso a aquel momento. Con el casco mnemónico que tengo aquí no te envío al pasado de verdad, sino al interior de tu propia mente. Todo lo que nos sucede y tiene una carga emotiva lo bastante fuerte lo recordamos de manera completa. Pero esta capacidad de registrar los hechos resulta mucho más poderosa que la de recordarlos a voluntad. La evocación es el eslabón débil. Sí, fui una mnemósine. Algo así como un médico de la mente. O quizá como vuestros confesores. Una especie de psiquiatra. Con la ayuda del casco mnemónico, puedo localizar recuerdos en tu mente y hacer que se liberen en tu interior.

—¿Me has hecho recordar?

—Sí.

Galileo tocó el celatone de Hera.

—Tus máquinas… te convierten en una hechicera.

—La exploración y la estimulación cerebrales no son tan complicadas. Volvamos a Marina. Pasaste diez años con ella, y tuvisteis tres hijos, pero nunca te casaste con ella y al mudarte a Florencia la dejaste atrás.

—Sí.

—¿Sabes por qué lo hiciste?

—Nos peleamos.

—¿Sabes por qué os peleasteis?

—No.

Hera lo observaba fijamente y él tuvo que apartar la mirada, incómodo. Vio que una de las lunas jovianas, Ganímedes o Calisto, mostraba ahora la mitad de su cara.

—Estamos llegando, al parecer.

—Sí. Tengo que ocuparme de la nave. Luego seguiremos. Es importante. Tu mente está parcelada en numerosos archipiélagos. En parte es por ti y en parte por la estructura emocional de tu época. Pero vas a tener que recomponerte como un rompecabezas si quieres revivirlo. Lo que significa que tendrás que recordar las piezas más importantes.

—¿Cómo voy a olvidarlas? —protestó Galileo—. ¿Por qué crees que no puedo dormir de noche?

Pero ella ya estaba concentrada en dirigir su nave hacia la cada vez más grande luna pasando los dedos sobre la tableta que tenía en el regazo. Galileo volvió a sentir una presión que lo empujaba contra la silla. Ante ellos, la luna comenzó a crecer a mayor velocidad aún. A su derecha y detrás, el espacio se iluminó y luego pareció dividirse en un gran arco, como si una hoja de color rojo estuviera segando el negro firmamento: el creciente más fino que podía existir, pero de una circunferencia inmensa. La cara iluminada de Júpiter estaba reapareciendo. El creciente fue cobrando mayor grosor a gran velocidad y aparecieron ante sus ojos las bandas latitudinales, que lo hicieron parecer una especie de brocado. La inmensa esfera estaba menguando perceptiblemente, aunque no tan de prisa como crecía la media luna que tenían delante, lo que, lógicamente, desde el punto de vista de la perspectiva, tenía todo el sentido del mundo.

—¿Eso es Calisto? —La luna IV le parecía habitualmente la más brillante de todas.

—No, es Ganímedes. El mundo natal de nuestro Ganímedes, como ya habrás deducido. Sus seguidores y él vivían en la gran ciudad que hay allí antes de que los exiliaran.

Ganímedes apareció delante de ellos; iban a pasar por delante de su cara iluminada.

—La ciudad está allí, en ese cráter —señaló—. Memphis Facula. La zona oscura que la rodea se llama la Galileo Regio. Supongo que te complacerá saberlo.

Galileo frunció el ceño ante este comentario, aunque de hecho estaba complacido.

—¿Vamos a detenernos allí?

—No, sólo estamos de paso. Sólo vamos a usar Ganímedes como punto de transición y para ganar un poco de impulso. ¿Ves eso, la gran estrella de ahí? Ésa es Calisto.

Pasaron a gran velocidad sobre la cara iluminada de Ganímedes. Era grande y rocoso y estaba cubierto de grietas ortogonales casi por todas partes, además de salpicado de impactos redondos en gran cantidad, como un superviviente de la viruela. Sus planicies arrugadas estaban cubiertas por un infinito sedimento de rocas y peñascos, que en algunas zonas era muy oscuro y en otras de un blanco brillante y agostado, aunque el paisaje, en términos generales, parecía liso. Unas franjas alargadas de diferentes tipos de terreno, arrugado, llano o rocoso, se sucedían alternativamente como alfombras en una galería.

—Las zonas blancas las llamamos palimpsestos —dijo Hera—. Ahora estamos sobre Osiris. Es el cráter grande del que irradian las marcas blancas. Y ahora estamos acercándonos a Gilgamesh.

—¿Por qué exiliaron a Ganímedes de su mundo? —preguntó Galileo.

La expresión de Hera se tornó triste y sombría.

—Es un individuo carismático, líder de una secta con mucho poder en Ganímedes. La secta hizo algo que el gobierno de Ganímedes había prohibido. Curiosamente, creo que realizaron una incursión en el océano del satélite. Es el más grande de los cuatro, el más grande del sistema solar, de hecho, y además tiene el océano más grande, mucho más que el de Europa. Además, la capa de hielo de éste es más gruesa. Bueno, el caso es que sucedió algo allí abajo. Ganímedes era por aquel entonces, una especie de líder religioso, así que resultó especialmente sorprendente que llevara a cabo semejante trasgresión.

—¿No sabes qué sucedió?

—No. Después me nombraron su mnemósine, cuando su grupo fue exiliado a Ío, pero al cabo de unas cuantas sesiones se negó a seguir colaborando conmigo y no lo han obligado a cumplir la sentencia. Tiene que ser cuidadoso, e incluso finge doblegarse a mí, como cuando me uní a vosotros en vuestro viaje al océano de Europa. Pero en realidad guarda las distancias. —Hizo un gesto negativo con la cabeza y observó con mirada lúgubre la gran luna mientras giraban e iban alejándose rápidamente de ella, hundiéndose en la noche en dirección a Calisto—. Puede que por su culpa muriera alguien ahí abajo, o que se encontraran con algo como lo que hay dentro de Europa. Sucediera lo que sucediera, debió de llegar a la conclusión de que la incursión era mala idea, a juzgar por el modo en que trató de impedir que los europanos hicieran lo mismo.

—¿Entonces crees que encontró una criatura en el océano de Ganímedes? Teniendo en cuenta que hay una dentro de Europa, parece factible.

—Sí, es cierto. Pero el gobierno de Memphis Facula asegura que no hay nada ahí abajo. Y ninguno de los seguidores de Ganímedes ha contado nunca nada sobre su incursión, mientras que él, como ya te he dicho, se ha negado a colaborar conmigo. Su grupo y él se han trasladado a un macizo más lejano en Ío.

—Que es vuestro mundo.

—Sí. Y también el mundo de todos los exiliados.

—Así que no pudiste curarlo.

—No. De hecho, puede que lo hiciera empeorar. Ahora me odia.

El comentario sorprendió a Galileo.

—Yo nunca te odiaría —dijo sin pretenderlo.

—¿Estás seguro? —Lo miró de soslayo—. A veces hablas como esas personas que no se dejan ayudar.

—Al contrario. Dejar que te ayuden es ofrecer una especie de amor.

Hera no estaba de acuerdo.

—A menudo, ese sentimiento no es más que el desplazamiento que llamamos transferencia. Que luego desemboca en otras reacciones. Al final puedes considerarte afortunado si te muestras civilizado. Eso no es lo que hace la terapia mnemónica.

—No puedo creerlo.

—Puede que, simplemente, no sea una mnemósine muy buena.

—Eso tampoco puedo creerlo. Es posible que sean tus clientes los que no son buenos. —Esto la hizo reír sólo un momento, pero él insistió—: Imagino que vivir aquí debe volveros a todos un poco locos, ¿no? Sin un jardín en el que sentarse, sin sentir nunca los rayos del sol en la espalda. No nacimos para esto —dijo mientras abarcaba con un ademán las estrellas que los rodeaban—. Como mínimo, aquí siempre es de noche. Nunca experimentáis el día. Debéis de estar todos un poco locos.

Hera reflexionó sobre ello. Continuaron volando por las estrellas y el negro espacio mientras Ganímedes iba remitiendo tras ellos, con el creciente de Júpiter aún colosal a un lado, pero menguante, más pequeño de lo que Galileo lo hubiese visto nunca, unas diez veces el tamaño de su luna, tan sólo.

—Es posible —respondió ella con un suspiro—. A menudo he pensado que las culturas pueden enloquecer de manera similar a los individuos. En retrospectiva, resulta obvio. Supongo que se trata sólo de una analogía, pero los síntomas casan a la perfección. Paranoia, catatonía, manías suicidas u homicidas, o ambas a la vez, negación, síndrome postraumático, anacronismo… Está todo. A decir verdad, la historia ha sido el reino del caos. Puede que, a estas alturas, nuestro síndrome postraumático sea crónico, teniendo en cuenta todo lo que ha sucedido. Aquí, en las lunas jovianas, nos ha inducido a aferramos al pacifismo durante mucho tiempo. Pero puede que eso esté llegando a su fin.

Continuaron volando en silencio. Galileo revivió el recuerdo de su primera noche con Marina. Sintió diversas punzadas de remordimiento e incluso un leve momento de excitación sexual. Se habían divertido, tiempo atrás.

También estaba asombrado por los poderes que obraban a disposición de Hera y que ella estaba dispuesta a utilizar: leerle la mente con su celatone, hacer que él mismo la leyera de un modo tan vívido que era como revivir el propio tiempo, como regresar al pasado…

Bueno, aquella gente podía viajar entre los planetas y desplazarse adelante y atrás en el tiempo. Era lógico que hubiesen intentado también explorar el interior de sí mismos, penetrar en los vastos océanos del interior de cada una de sus cabezas. Las clases de Aurora habían sido otra manifestación de aquel poder, un uso distinto del mismo.

Era un poder que hacía que Galileo temiera más que nunca a los jovianos. Lo que, en realidad, no tenía demasiado sentido, y él lo sabía. Recordar algo con toda claridad no podía ser más alarmante que verse transportado a lo largo de los siglos. Pero la mente de uno era un lugar privado. Y, posiblemente, aquél no era más que un sentimiento acumulativo. Podían hacer tantas cosas… Y, sin embargo, con todo su poder, ¿qué eran al final? Personas, nada más. Salvo, claro está que hubiese en ellos aspectos que aún no había visto. ¿Qué le hacían en realidad los compuestos de la máquina de Aurora a su mente, por ejemplo? ¿Era posible que ella consumiese habitualmente dosis del velocinéstico? ¿Qué pasaba si lo hacías? ¿Habría muchas más cosas como aquélla, de las que ni siquiera le hubieran hablado?

Ante él, la superficie redonda de la luna IV seguía creciendo. Estaba casi llena. Calisto, la habían llamado. Otra de las amantes de Zeus, convertida posteriormente en una osa. Tenía una superficie lisa pero fragmentaria que recordaba un poco a la de Europa. La sucesión caótica de regiones oscuras e iluminadas le recordó a Ganímedes o a la luna terrestre.

Entonces vio que surgía sobre el horizonte un cráter de impacto realmente inmenso.

—¿Qué sucedió allí? —preguntó.

—Calisto chocó con algo muy grande, como puedes ver. Un pequeño satélite o un asteroide de tamaño considerable. Se ha calculado que, de haber sido sólo un diez por ciento más grande, podría haber hecho pedazos a Calisto.

El gigantesco cráter estaba formado por varios anillos concéntricos. Era la primera vez que Galileo veía algo parecido. Los anillos se parecían a las ondas que se generaban en un estanque al arrojar una piedra. Cubrían aproximadamente una tercera parte de la mitad visible de la luna. Contó ocho en total, como en las dianas de las competiciones de tiro con arco. Una luz blanca bañaba las cimas y los costados de la mayoría de las laderas, y las luces del cuarto anillo eran tan intensas que lo convertían en un anillo de diamantes.

—El cráter se llama Valhalla —dijo Hera—, y la ciudad, Cuarto Anillo del Valhalla. Aterrizaremos allí

Al descender, Galileo vio que cada anillo era una cordillera circular tan imponente como los Alpes o las montañas de la luna.

—¿Y dices que el consejo joviano se reúne allí?

—Sí, el Synoekismus. Una amalgama de varias comunidades en una —respondió con el ceño fruncido.

—¿Y qué está debatiendo?

—Lo que se debe hacer con respecto a la criatura que vive en Europa. De nuevo. Ganímedes asegura entenderla mejor que los europanos que están estudiándola. Como es natural, ellos no están de acuerdo. Quieren volver a descender, pero es un asunto controvertido por todo el sistema y la oposición de Ganímedes y su grupo es férrea. Debes entender que hay mucho miedo.

—Pero ¿por qué?

—¿Por qué temer al otro? —Se rió de él—. Ven conmigo a escuchar la sesión y júzgalo por ti mismo. Es lo que te ofrezco, algo que nadie más aquí cree que puedas asumir.

Mientras la nave llevaba a cabo su último descenso, Galileo contempló maravillado las cordilleras concéntricas creadas por lo que debía de haber sido un impacto realmente colosal. La superficie debía de haberse transformado en un mar de roca del que surgirían ondas a partir del punto de la colisión, como si se tratase de un estanque… y luego todo quedó congelado en el sitio, petrificado para los eones. La luna terrestre no tenía nada parecido, al menos en la cara orientada hacia la Tierra.

—¿Así que construyen sus ciudades en esos anillos?

—Sí, tienen unas vistas extraordinarias —afirmó ella—. Aparte de este lugar, el planeta es bastante plano, así que la gente agradece algo así. Aparte de que está en el lado subjoviano. La mayoría de los primeros asentamientos del sistema estaban en las caras subjovianas del sistema, para poder contemplar Júpiter y contar con más luz.

—Esto es un poco oscuro.

—He leído que da unas mil trescientas veces más luz que la luna llena en la Tierra. Eso sigue siendo miles de veces menos que la luz del día terrestre, claro está, pero el ojo humano es perfectamente capaz de ver con esta luz. Las pupilas se dilatan y con eso es suficiente. No obstante, los primeros colonos agradecían la luz adicional y el color de Júpiter. Y realmente es algo fascinante de contemplar, como ya has visto. Así que edificaban en los hemisferios subjovianos. Luego, los que querían alejarse de aquellos primeros asentamientos migraban a la cara antijoviana de su luna, así que cada una de ellas tiende a tener dos culturas antitéticas. Todas las subjovianas se parecen en ciertos aspectos, o al menos eso se dice, mientras que las antijovianas parecen recoger a todos los que se oponen a los primeros asentamientos. El Cuarto Anillo del Valhalla es especial porque es principalmente subjoviano, pero es tan grande que llega al terminador, y Júpiter, o al menos parte de él, permanece constantemente visible en el cielo del este. Así que siempre ha servido como una especie de punto de encuentro, cosmopolita y diverso, una suerte de espacio de convivencia. Ahora es la ciudad más grande del sistema. La gente de las demás lunas se congrega aquí. Su cultura es muy diferente a la del resto de las ciudades de Calisto. La mayoría de ellas ejercen como capitales de pequeños grupos de asentamientos de las lunas exteriores, o de los asteroides, o de las regiones exteriores del sistema solar. Usan el cuarto anillo como punto de encuentro. —Y al decir esto frunció el ceño de un modo que Galileo fue incapaz de interpretar—. Todo eso la convierte en un lugar bastante salvaje.

Las cosas del mundo, en todas las épocas, tienen su contrapartida en la Antigüedad.

Maquiavelo, Discursos

De improviso, el pequeño vehículo y la cabina de Hera reaparecieron a su alrededor. Al poco, Galileo volvió a sentir su propio peso y la fuerza de la gravedad lo empujó contra el asiento. Una pantalla en la pared hacía las funciones de ventana, pero al otro lado no se veía nada más que el cielo negro y estrellado.

Hera aterrizó. La puerta deslizante se abrió y salieron a un amplio terrazzo, blanco contra el negro de la roca de Calisto. Se encontraban en una sección aplanada de la columna vertebral del Cuarto Anillo del Valhalla. Tallado en la columna vertebral había un edificio alargado y curvo, puede que incluso una galería continua, que parecía circunvalar la totalidad de la ciudad. Desde luego llegaba hasta donde alcanzaba la vista, antes de curvarse y desaparecer detrás del tercer anillo: al menos treinta grados de su circunferencia, calculó Galileo. Y, en efecto, las paredes del cráter habían sido excavadas y reemplazadas por la propia ciudad, que brotaba de la roca en una sucesión de torres y almenas.

Hera lo condujo hasta una amplia escalinata que descendía por la pared del cráter. Los peldaños parecían hechos de mármol blanco, aunque la piedra, similar al marfil, era más suave y más blanca que el mármol y se movía por sí sola bajo sus pies, de modo que sólo tenían que permanecer sobre uno cualquiera de ellos para descender. El camino que debían recorrer era muy largo, tan largo, de hecho, que la gente que había abajo parecían pulgas. La galería curva era ancha además de alta y poseía diáfanos muros a ambos lados. Más allá de la curva de cada lado podía ver los escarpes concéntricos del tercer y el quinto anillo del Valhalla. Aquél estaba mucho más próximo a ellos que éste, cosa lógica, pensó Galileo, si eran como las ondas expansivas de un estanque. Los dos escarpes estaban excavados y delimitados por muros de cristal en amplias zonas, del mismo modo que el cuarto anillo, aunque no de forma tan concienzuda.

A esas alturas, las personas de la galería habían aumentado de tamaño hasta parecer gatos y resultaba evidente que la mayoría de ellos estaban totalmente desnudos, con la sola excepción de las grandes máscaras con las que se cubrían la cabeza. O no eran máscaras, en cuyo caso no se trataba de seres humanos.

—Es carnaval —le explicó Hera al ver su mirada de perplejidad—. Normalmente no hay tanta gente en esta parte de la circunferencia.

—Ah.

—El gran consejo se reúne en el mismo arco, más allá. La reunión forma parte de las celebraciones, en sentido amplio.

Las escaleras los llevaron hasta el suelo de la galería. La gente, en efecto, no llevaba nada más que unas elaboradas máscaras. Cuerpos humanos, masculinos y femeninos, altos y rollizos, blancos, rosados, en diversas tonalidades pardas… pero siempre coronados por cabezas de animales de diferentes tipos. Algunos de ellos le resultaban familiares a Galileo, pero otros eran criaturas fantásticas: grandes e hirsutas cabezas con cuernos, cabezas humanas emplumadas tan anchas como los hombros que las sustentaban o cabezas de insecto de forma triangular. Entre las que conocía vio cabezas de zorro, de lobo, de león, de leopardo, de macho cabrío y de antílope; allí había una garza; allá la perturbadora visión de una cabeza de simio sobre un cuerpo de mujer; tras ella, una medusa, cuya aparición lo hizo estremecer y apartar la mirada; más allá se veía un grupo de cuerpos que parecían carecer de cabeza y cuyos rostros velludos asomaban de sus pechos, como en los antiguos relatos de los griegos. Eran tan extraños que Galileo se paró a pensar; ¿serían también máscaras sus cuerpos?

Pero con todo, seguía siendo el carnaval que conocía. La carne desnuda en abundancia era una de las características distintivas de la parte picante del gran festival, y no era la primera vez que lo perturbaba o asustaba una máscara especialmente habilidosa, encontrada en alguna piazza iluminada o entre las sombras de la ribera de los canales. En aquel lugar se había llevado la desnudez de la carne hasta la reductio ad absurdum. Para Galileo, la combinación de aquello y de las máscaras tornaba las imágenes más perturbadoras que eróticas, al margen de que sus ojos, obedeciendo a un viejo hábito, siguieran a las mujeres desnudas.

Un grupo de personas con cabeza de chacal se interpuso en su camino y los impidió avanzar con una incansable danza estacionaria. Chacales, cuervos y un elefante, todos se pegaron a ellos y los rodearon de manera agresiva. Uno de los cuervos le ofreció a Hera una máscara de águila.

—Debes unirte a la fiesta —dijo—. Aquí gobierna Pan y ha llegado la primavera. Gran Hera, he aquí tu máscara.

La interpelada miró a Galileo.

—Será más fácil si aceptamos —le dijo—. Los dionisíacos pueden ponerse bastante pesados si no te sumas a su frenesí. ¿Te importa?

—Así es el carnaval —dijo Galileo con brusquedad, un poco confundido.

Sin añadir nada más, Hera se quitó la ropa: una especie de vestido único, parecía ahora, formado por una sola pieza que, al deslizarse, la dejó desnuda, majestuosa y ajena a la mirada desconcertada de Galileo. Éste se apartó a un lado y se quitó sus feos pantalones y su camisa, harapos en aquel lugar, y luego se desabrochó el braguero para la hernia, sintiéndose como una especie de simio maltrecho, velludo y enano. Tras someterlo a una patente evaluación, Hera le arrebató la ropa y el braguero y los sujetó con la misma mano que sostenía la suya. Uno de los chacales le tendió a Galileo una cabeza de jabalí, de boca abierta, cuyos colmillos apuntaban amenazadoramente hacia el cielo.

—¿Un jabalí? —protestó Galileo.

Hera lo miraba con una intensidad auténticamente predatoria.

—Tienes mente de cerdo —señaló.

—Supongo —admitió Galileo tras pensarlo un momento—. Pero también de jabato —añadió. Le encajaba perfectamente sobre los hombros y le permitía ver y respirar con toda comodidad. De hecho, se fundía con él de formas que al principio no podía ni definir, pero entonces se dio cuenta de que estaba sintiendo la piel y el pelo de la máscara, lo que resultaba aterrador. Aunque, por otro lado, con ella no se sentía tan desnudo.

La cabeza de águila de Hera era perfecta para ella, aunque su figura era demasiado grande para levantar el vuelo, y poseía un cuerpo muy femenino pero al mismo tiempo tan alto y musculoso como el de un luchador. Un torso femenino que habría maravillado a Miguel Ángel. De hecho, todos los presentes en aquella galería parecían salidos de las manos del gran Buonarroti, un grupo de figuras ideales del mismo estilo que sus heroicos varones, sólo que dotadas de vida, como había hecho Dios con su Adán. Comparado con ellas, Galileo era, en efecto, un jabalí rechoncho, hirsuto y menudo.

Hera lo cogió del brazo y, llevando su ropa y el braguero en la otra mano, lo guió entre la enfebrecida multitud. Galileo, al mirar por los ojos del jabalí, se preguntó si dispondría de lentes que aguzaran su visión y si, de algún modo, se habría transmutado en el jabalí.

El aire que respiraba tan fácilmente era puro y fresco, hasta puede que un poco embriagador. Miraba los cuerpos de las mujeres sin poder evitarlo, como si sus ojos fueran limaduras de hierro cerca de una calamita. Sólo después de absorber repetidamente esta imagen comenzó a reparar en los hombres y sus expresivos penes, a menudo circuncidados, como si se encontrase entre judíos y mahometanos.

Mientras Hera lo llevaba por allí, las cabezas de animales les hablaban. La gente parecía conocerla y quería hablar con ella. Presentó a Galileo como «un amigo», cosa que todo el mundo aceptó sin preguntas, a pesar de lo extraño que, a buen seguro, les parecía su aspecto. Todos se mostraban muy desenvueltos, incluían a Galileo en sus bromas y se reían a carcajadas. Poco a poco comenzó a relajarse, e incluso a sentirse un poco atolondrado y con ganas de divertirse, así que estuvo a punto de reír él también, pero le daba miedo que se le salieran las tripas y le quedaran colgando entre las rodillas, una perspectiva que bastó para contener su entusiasmo con total eficacia. No obstante, y a pesar de ello, estaba divirtiéndose. En aquel lugar, el carnaval había sido destilado hasta su esencia, o expandido hasta una forma de ensueño. La música llenaba el aire, la gente cantaba con voces humanas o con coros de graznidos de animales y aves, comían y bebían de mesas abarrotadas, bailaban… Incluso participaron en un baile formal en el que las parejas se aproximaban, se tocaban brevemente los genitales, como en un beso de despedida y luego cambiaban de pareja y repetían el gesto. La mayoría de ellos llevaban pequeñas serpentinas o hilos de colores atados en el vello púbico, las mujeres de un modo que exponía la carne que había debajo y hacía parecer orquídeas o lirios sus partes pudendas. Un considerable número de hombres caminaba con vigorosas erecciones que conformaban flores de un tipo diferente, lilas o bocas de dragón, aunque en realidad, lo que más parecían eran atentos hocicos caninos. De hecho, lo más llamativo era la personalidad que revelaban aquellos órganos expuestos, que podían ser amistosos o austeros, introvertidos o extrovertidos, no tanto como aspecto de la masculinidad o de la feminidad como de la anatomía y la personalidad individuales.

A todas luces, algunas mujeres pensaban que sus partes eran suficientemente atractivas sin adorno alguno, una teoría con la que Galileo no podía por menos que convenir, por mucho que, al principio, su mirada se viese atraída por los diversos nidos enjoyados o enhebrados de labios llamativamente exhibidos, mientras que los hombres le resultaban tanto más molestos como menos interesantes, a causa de sus inclinaciones. Además, los de las llamativas y priápicas erecciones comenzaron a parecerle, al cabo de un rato, muy sospechosos, como si sus propietarios hubieran recurrido a un eficaz afrodisíaco de alguna clase. Tampoco le gustaba la obsequiosidad de los perros.

Mientras Hera y él se abrían paso como podían a través de aquella danza, él le dirigía frecuentes miradas de reojo. Sin duda, el mero hecho de la existencia del carnaval significaba que aún pervivían ciertas nociones del decoro que se debían observar. Para eso servía el carnaval, precisamente, como una liberación de las ataduras, como una subversión, como un quebrantamiento de las normas, la manifestación de todo aquello que quedaba reprimido por lo cotidiano. Pero Hera no parecía azorada por su desnudez, la de él ni la de nadie más. Hablaba con sus conocidos, presentaba a Galileo a algunos de ellos pero no a otros, y todo con el comportamiento que acostumbraba a exhibir, severo y atento al mismo tiempo. El hecho de que esto se pusiera de manifiesto incluso con un rostro de águila revelaba cierta cualidad de su naturaleza. Tras ella, más allá de las alargadas y curvas ventanas que los mantenían en su órbita, los anillos tercero y quinto del Valhalla se alejaban curvándose hacia el horizonte cercano como si estuvieran inclinándose para mirarlo. En conjunto, era una visión en verdad extraña.

—¿Hay Cuaresma en este carnaval?

—¿Te refieres a un periodo de penitencia? No, no creo que lo haya.

Entonces, mientras proseguían su avance entre aquellos humanos perfectos con cabeza de animal, Galileo, con no poco sobresalto, vio un tigre de verdad. Nadie le prestaba la menor atención y el tigre no parecía reparar en la presencia de los humanos.

Al poco, su mirada recayó sobre un trío de osos de pelaje blanco, una imagen realmente asombrosa, seguida a continuación por una manada de babuinos. Y luego un ciervo, y un glotón… Todas las criaturas se mostraban relajadas y ajenas a su presencia, como si los seres humanos no fueran más que otros animales en un apacible reino, donde cada uno podía caminar tranquilamente por donde le placía y donde los humanos, con aquella piel tan luminosa, aquellos músculos largos y suaves, y las mujeres con aquellas figuras tan curvilíneas, constituyeran una especie de realeza natural, incluso en medio de una hueste de bestias tan magníficas. Las mujeres de aquel mundo, advirtió, no eran como las de su época, ni como las figuras femeninas de las estatuas griegas y romanas. Tenían los miembros más largos y los hombros más anchos. La humanidad había cambiado con el paso de los siglos. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Habían pasado casi cuatro mil años desde los tiempos de los griegos y estaban paseando por una de las lunas de Júpiter.

Mientras continuaban su circunnavegación, comenzó a reparar en que el aire estaba tiñéndose de azul a su alrededor y parecía cada vez más húmedo

—La cabeza te permite respirar, al margen del medio —le advirtió Hera—. Prepárate para nadar.

Y entonces, repentinamente, sin que hubieran atravesado una pared o se hubiera producido transición alguna, se encontraron sumergidos en el agua, y a gran profundidad, por añadidura. La gente que había delante de ellos estaba en posición horizontal, flotando o nadando como los peces en el mar. Era como si el agua se hubiera materializado alrededor de Galileo, cubriendo su máscara y llenándole las fosas nasales. Presa del pánico, comenzó a batir los brazos tratando de ganar la superficie, dondequiera que estuviese.

—Ya te he dicho que puedes respirar —le dijo Hera con el acostumbrado y rústico toscano aún claro en sus oídos—. La máscara te ayuda. Sólo tienes que respirar. No pasará nada.

Galileo trató de responder, pero estaba demasiado aterrorizado como para separar los dientes. Finalmente, desesperado por conseguir aire, inhaló en el agua y descubrió que no se ahogaba. Lo que le había entrado en los pulmones era aire, al parecer. Volvió a intentarlo y descubrió que era así. Estaba respirando aire.

Entretanto, Hera se había colocado en horizontal y estaba alejándose de él a grandes brazadas. Trató de seguirla, pero nunca había aprendido a nadar y, sumergido en el líquido que llenaba la galería del techo al suelo, no pudo hacer otra cosa que agitar los brazos y apretar las nalgas para que no se le salieran las tripas por la hernia.

—¡Socorro! —exclamó con los dientes apretados.

Hera lo oyó y regresó nadando grácilmente, todavía con su ropa mojada en la mano. A continuación le enseñó a mover los brazos, primero rectos y juntos por delante de él y luego hacia atrás, para impulsarse como si fuera una tortuga. Era bastante eficaz. Y como podía respirar en el agua, no importaba que avanzase con lentitud. La siguió con torpeza, sin dejar de reparar en que cada vez que se impulsaba con las piernas como una rana, sus partes pudendas quedaban por un instante expuestas de manera perturbadora, como la vulva palpitante de una yegua en celo. Él no habría podido hacer lo mismo sin que se le salieran los intestinos.

A su alrededor, a la izquierda y a la derecha, no sólo había nadadores enmascarados, con las pieles o las plumas flotando en medio del agua, sino también una especie de aves negras y redondeadas que pasaban a gran velocidad. También había unos gigantescos peces invertidos, como cabezas sin cuerpo; y delfines, sinuosos y supremamente elegantes, así como algo grisáceo y redondeado como una mujer rolliza; y luego un banco entero de enormes ballenas, negras y suaves, cuyas largas aletas batían delicadamente las aguas. Sus ojos eran tan grandes como platos llanos y parecían observar la escena que los rodeaba con inteligente curiosidad. Poco después de que Galileo reparara en ellas, vibró un sonido en su oído, un glissando ascendente que subió y subió en la escala auditiva antes de descender precipitadamente hasta un bajo tan profundo que resonó en su estómago de manera incómoda. La sorda vibración era como el ruido del suelo del universo, que subyacía de manera permanente a todo.

Con un esfuerzo, logró llegar hasta Hera.

—Es el mismo sonido que oímos dentro de Europa —logró decir. No parecía ahogarse ni siquiera al hablar. Respiró varias veces más antes de volver a intentarlo—. ¿No crees?

Hera inclinó la cabeza hacia las ballenas.

—Ésas son ballenas gibosas —dijo—. Son famosas por sus canciones, que a veces se prolongan durante horas. Son capaces de repetirlas casi sonido por sonido. Y es curioso, pero sus canciones han estado bajando de tono desde que los humanos empezaron a grabarlas. Nadie sabe por qué.

—¿Podría ser… no sé… que estuvieran comunicándose con la criatura del interior de Europa?

—¿Quién sabe? Todo está conectado, como se suele decir. ¿Qué te dicen las lecciones de física que te ha enseñado Aurora? —Y, con una fuerte brazada, se alejó nadando.

La siguió, esquivando las ballenas lo mejor que pudo, mientras observaba la danza de los animales acuáticos y los humanos con cabeza de animal. Ahora que empezaba a aumentar su confianza en la respiración, estaba disfrutando cada vez más. Le chocó la belleza de las diferentes maneras de moverse de las criaturas… salvo la suya, tuvo que admitir. Hasta las aves sabían nadar. Es más, era evidente que les resultaba más natural que a los humanos. Y eso que aquella gente sabía hacerlo realmente bien. Trató de emularlos lo mejor que pudo sin separar las piernas. Un movimiento parecido al de los delfines pareció darle buen resultado.

Al cabo de un rato, Hera se volvió hacia él y le dijo:

—Dentro de poco volveremos a emerger al aire. Ten cuidado.

Y estuvo bien que se lo dijera, pero la situación era totalmente desconocida para Galileo, quien un momento después se encontró tirado en el suelo mojado de la galería, tratando de respirar como un pez varado en la playa. Hera, que había caído de pie, estaba secándose ante un chorro de aire, sujetando delante de sí sus ropas. Galileo se colocó a su lado y sintió que su cuerpo se secaba también bajo el chorro de aire caliente. Ya había comenzado a acostumbrarse a su cabeza de águila y a su cuerpo blanco y marmóreo. Eran lo que eran. Pero ella era muy agradable de contemplar. En su presencia costaba imaginarse otra cosa que atrajese más la mirada.

En ese momento se les acercó alguien con la gracia de un bailarín, de pecho más pequeño que la mayoría de las mujeres, unos genitales que combinaban atributos masculinos y femeninos, y una cabeza de buitre por máscara, arrugada y de boca caída. Galileo levantó la cabeza involuntariamente y el buitre soltó una aguda risilla.

—¿Este es Galileo? —preguntó a Hera en latín, oyó el toscano.

—Soy Galileo —respondió bruscamente—. Puedo hablar por mí mismo.

—¡Vaya! Pues debes de sentirte muy orgulloso.

Galileo bajó la mirada un momento hacia los extraños genitales de la criatura, teñidos de magenta con algo que parecía lápiz de labios.

—Lo mismo que vos —repuso.

El buitre ignoró el comentario.

—¿Qué piensas de lo que hay dentro de Europa?

—No sé —respondió. Algo en la actitud de Hera, a su lado, confirmaba su primera impresión de que no debía confiar en aquella persona. «No confíes nunca en un buitre». Era bastante sencillo, aunque también se podía aducir que los buitres, a su manera, eran bastante francos.

—¡Venid a oír lo que dicen los demás sobre la cuestión! —les dijo—. En serio, es importante.

—Vamos de camino hacia allí —respondió Hera—. Ven —le dijo a Galileo mientras lo tomaba del brazo y se alejaba. Tras ellos, la voz del buitre hermafrodita graznó:

—Si ésa es la persona más inteligente de su época, he de decir que no me extraña que estén metidos en tales líos.

—¿Estén? —replicó una voz. Galileo se volvió. Era Ganímedes, que estaba quitándose una máscara de su fina cabeza y sacudiendo su cabello negro. Tenía un cuerpo largo y enjuto, muy pálido. Tras él, Galileo vislumbró un grupo de personas con cabeza de chacal que ensartaba a uno de los animales de verdad, una especie de buey, con largas lanzas. Apartó apresuradamente la mirada, espantado por el vívido rojo de la sangre.

Llegaron ante un muro translúcido de vívido color rojo que hizo temer a Galileo que, al atravesarlo, se encontrara flotando en medio del fuego y fuera capaz de respirarlo. No creía que pudiera resistir algo así. Había varios arcos abiertos en el muro, y tras atravesar el primero de ellos, Hera le devolvió la ropa y el braguero, perfectamente secos y listos para su uso. Sacudió su traje, introdujo una pierna en él y, en cuestión de unos instantes, se había vestido y quitado la máscara de águila. Galileo hizo lo propio y, con un suspiro, volvió a abrocharse el braguero. A su alrededor, otras personas entraban en la cámara, se vestían, se quitaban las máscaras y sacudían el pelo. Galileo se quitó la cabeza de jabalí y observó la cara del animal durante un momento antes de dejarla junto con otras sobre una mesa repleta de ellas. Una visión espantosa, como si los chacales hubieran abordado el arca de Noé y decapitado a todas las criaturas vivas.

En la cámara siguiente de la galería, que de nuevo discurría ininterrumpida hasta donde alcanzaba la vista, Galileo y Hera se sumaron a una multitud dividida en grupos de cinco o de seis personas. Tras el recorrido por la galería del carnaval, Galileo encontró los rostros descubiertos un poco chocantes. La reversión de lo revertido había creado un característico momento de otredad en el que la normalidad resultó insólita. En ese momento le dio por pensar que si el objetivo era no mostrarse demasiado sexual, sería más apropiado ocultar las caras que los cuerpos. Aquellas almas vivientes, con su frente, sus mejillas, sus cejas, su pelo, su barbilla y su boca eran mucho más extrañas que los genitales, muchísimo más expresivas, más sugestivas, más reveladoras. Tímidamente miró a Hera de reojo, y ella, al reparar en la mirada, se la devolvió con curiosidad, preguntándose qué significaría, y sus miradas se encontraron por un instante. Allí estaba: allí estaban. ¡Mirar a alguien a los ojos, Dios mío, qué asombro! Los ojos eran en verdad ventanas, como habían dicho los griegos.

Y las bocas, oh, las bocas, capaces de sonreír, de arrugarse, de fruncirse y de hablar. Compartir una mirada era una especie de cópula. Puede que las almas nuevas se generaran, no en el intercambio carnal, sino en el de las miradas. Así que tuvo que apartar los ojos de los de Hera para no sentirse completamente abrumado, para no hacer algo totalmente nuevo en aquel momento y en aquel lugar.

Continuaron por el arco del Cuarto Anillo del Valhalla y, tras pasar por una entrada, llegaron a una sección de la galería que estaba totalmente ocupada por Galileos. Habría como un centenar de ellos. Al verlo, Galileo se detuvo en seco.

—Oh, lo siento —dijo Hera mientras lo cogía de la mano y tiraba de él—. Es sólo un juego al que juega la gente, una especie de fiesta carnavalesca, derivada, estoy segura, del hecho de vivir en las lunas Galileanas. Aquí nadie sabrá que eres el de verdad.

La hueste de Galileos disfrazados vestía de maneras variopintas, más o menos apropiadas para la época, al menos desde lejos. Desde cerca saltaba a la vista lo extraños que eran los tejidos y los cortes. Todas las cabezas y los cuerpos eran variaciones posibles de él, desde hombres idénticos a la imagen que veía ante un espejo a grotescas parodias suyas. Había incluso mujeres disfrazadas de él, con barbas falsas. Todas las barbas, por cierto, eran grises.

—¿Por qué parecen todos tan viejos? —se quejó el modelo.

—Supongo que por culpa de un famoso retrato tuyo —respondió ella—. La mayoría de la gente se acuerda de él cuando piensa en ti.

—Es horrible —dijo Galileo. Y, de hecho, algunos de ellos eran especialmente inquietantes, como él pero al mismo tiempo diferentes, distorsionados de algún modo, como un reflejo captado en la curva exterior de una cuchara o lo que veía en ciertas pesadillas. Ésos eran, con mucho, los más chocantes. Trató de explicárselo a Hera y ella asintió sin sorprenderse.

—No has tardado en descubrir el valle misterioso —le dijo—. Hace mucho, en los primeros tiempos del desarrollo de la inteligencia artificial, se descubrió que la gente estaba dispuesta a aceptar que le hablase una tosca caja, o incluso un hombre de metal, pero si trataban de crear un simulacro perfecto de una persona, era imposible hacerlo tan perfecto como para engañar al ojo, por lo que sus interlocutores lo encontraban profundamente perturbador. Tanto la identidad como la diferencia resultaban aceptables, pero entre ellas se encontraba un valle misterioso, donde la semejanza parcial generaba rechazo.

—Sácame de este valle misterioso, te lo ruego —le suplicó Galileo mientras apartaba los ojos. Algunos de aquellos seudogalileos eran realmente aterradores y le resultaban tan horribles que llegaban a ponerlo enfermo. Mantuvo la mirada gacha hasta llegar al siguiente arco.

—Ya entenderás por qué seguimos alojando a nuestras inteligencias artificiales en cajas, mesas, secreteres y cosas así —le explicó Hera al salir de allí—. Nadie puede soportar los simulacros. A veces creo que esta práctica es otra forma de engañarnos, porque somos incapaces de creer que una mera caja haya alcanzado el nivel de inteligencia que en realidad ha alcanzado. Así no nos damos cuenta del poder que atesoran. En bastantes aspectos, probablemente sean mucho más inteligentes que nosotros. Ahora mismo, la mayoría de nuestros inventos, incluidos los que tienen mayor impacto sobre nosotros, son obra de las máquinas.

—En eso estaba pensando —dijo Galileo—. Por eso vuestro mundo no tiene sentido para vosotros.

—Bueno, el mundo no ha tenido sentido desde 1927. Pero eso no nos ha impedido seguir adelante como si lo entendiéramos.

—Sí, me doy cuenta —asintió Galileo mientras reprimía el impulso de mirar hacia atrás al acordarse de la esposa de Lot—. Bueno, nada me parece mal con tal de no volver a sentirme como ahí atrás —declaró haciendo un gesto hacia atrás—. Ha sido realmente pavoroso.

—Pensé que lo disfrutarías —respondió ella—. ¿No soñabas con convertirte en una de las personas más famosas de la historia?

Galileo se encogió de hombros.

—Eso sólo demuestra que cuando todos tus sueños se convierten en realidad, comprendes lo idiota que fuiste al albergarlos.

Hera se echó a reír mientras cruzaban otro arco para entrar en una nueva sala. Allí era donde se reunía el gran consejo de las lunas jovianas, el Synoekismus. Estaba formado por representantes de todos los asentamientos del sistema, le explicó, por lo que, en teoría, contaba con centenares de miembros. Pero Galileo sólo vio allí un centenar de personas. Tras ellos, Ganímedes entraba en aquel momento en la sala, acompañado por un grupo de diez o doce seguidores.

En esa parte de su arco, el Cuarto Anillo del Valhalla alcanzaba mayor altura que los anillos tercero y quinto y desde las paredes transparentes de la elevada galería se podía mirar en todas direcciones. Más hacia dentro brotaban los edificios del tercer anillo como grandes colmillos o molares. Entre ellos, Galileo atisbo algunos detalles del segundo anillo, que parecía sustentar también edificios. Hacia el exterior, el quinto y el sexto anillos eran más bajos y lejanos, y la quinta cordillera parecía menos excavada y habitada, aunque la luz de las hileras curvas formadas por las ventanas de sus paredes indicaba que allí también existían galerías. Por encima de una sección del quinto anillo asomaba sobre el horizonte una parte iluminada de Júpiter: la gruesa mitad superior de un creciente, ligeramente inclinado hacia un lado, y pocas veces más grande en el cielo que la luna en el de la Tierra.

Aquel arco de la larga galería estaba prácticamente vacío, pero en su extremo habían colocado una serie de sillas orientadas en dirección a un estrado. Sin embargo, resultaba evidente que los presentes no consideraban vinculante el orden implicado por el mobiliario, puesto que circulaban de una manera similar a la de la celebración que habían atravesado, o a la de cualquier otra corte, entremezclados en sus conversaciones y movimientos. En aquel instante, alguien exclamó:

—¡Orden, por favor! —y al cabo de unos momentos todo el mundo se había concentrado en dos amplios grupos delante del estrado. La vista de que se disfrutaba desde las paredes de cristal, con las cordilleras concéntricas y la noche perforada por el creciente dividido en franjas, quedó olvidada.

Algunos de los componentes de los dos grupos comenzaron a intercambiar voces desde los dos lados de una línea divisoria formada por un puñado de mujeres muy altas, aparentemente las guardias que tenían el mantenimiento del orden a su cargo. Algunos hombres, furiosos, se aproximaron a ellas para lanzar sus insultos con más vehemencia al otro lado, pero nadie hizo ningún intento serio por cruzar la línea y asaltar a sus antagonistas. A Galileo le pareció una especie de mascarada, no muy distinta a muchos debates de sobremesa en los que había participado, aunque algo más estrepitosa.

Y entonces, como sucedía a veces en casa, lo que había comenzado como una disputa formal cruzó un acantilado invisible y se transformó en furia genuina. Puede, pensó Galileo, que aquellos jovianos, aquella gente tan hermosa, privados del ancla de la tierra, el viento y el sol, fueran más coléricos que los habitantes de su planeta, al contrario de lo que había asumido al principio al ver su apariencia angelical. Se gritaban unos a otros con la cara enrojecida. Galileo entendía breves frases en latín, o incluso en toscano, pero el traductor que llevaba en la oreja no era capaz de seguir la pista a este fuego cruzado, así que en su mayor parte era un galimatías para él. ¿Qué era lo que les importaba tanto como para que se pusieran tan furiosos, privados de necesidades como estaban? Puede que, precisamente, aquella ausencia de necesidades explicara su comportamiento. Puede que actuaran por las mismas motivaciones que la nobleza italiana de su época: el honor, el orgullo por la procedencia, el mecenazgo o la pérdida de éste. El poder. Puede que ni siquiera cuando todo el mundo estuviera alimentado y vestido desapareciera el hambre de jerarquía y poder y, de este modo, la gente continuara siendo propensa a la cólera.

Galileo le susurró algunos de estos pensamientos a Hera, además de transmitirle las dificultades de la traducción. Ella lo llevó hasta otra parte de la sala, donde se oía mejor, y la cacofonía reinante se transformó en el extraño latín que oyera por vez primera en boca de Ganímedes, en Venecia, mucho tiempo antes.

Y, de hecho, era Ganímedes el que estaba hablando en aquel momento, erguido en medio de sus partidarios, tan alto y aquilino como siempre. Tenía el córvido cabello de punta y la espada saturnina que tenía por rostro se había teñido de un rojo brillante a causa de la discusión.

—No sabéis de qué estáis hablando —dijo con una voz ronca y asqueada—. No poseéis la imaginación necesaria para concebir las consecuencias. Nosotros hemos llevado a cabo un análisis completo. Hemos llegado mucho más allá de los pequeños saludos en los que vosotros os habéis atascado. Esto va mucho más allá de lo que los europanos vieron en su incursión. —Se dirigió entonces a un grupo vestido de azul pálido, posiblemente la delegación de Europa—. No habéis visto más que la punta del iceberg —les recriminó— y ya creéis saberlo todo. Pero no es así. Hay mucho más de lo que habéis visto. Os he hablado del peligro en privado y no quiero hacerlo en público, porque así sólo conseguiría alimentarlo. Pero es muy real.

Una mujer de pelo cano desechó sus argumentos con un ademán.

—Tendrás que perdonarnos si nos comportamos como si lo que sucede en una multiplicidad detectada sólo por ti no es razón suficiente para que cambiemos nuestras decisiones.

—No —replicó Ganímedes con tono sombrío—. Esto es diferente. Ignoráis los efectos potenciales de una interacción. Es lo que siempre hace la gente como vosotros. Os tapáis los ojos sin querer aprender y aseguráis que las cosas nuevas traerán cosas nuevas, y siempre os sorprendéis cuando lo que sucede encaja en los patrones de los que estamos hechos. Nunca veis el peligro y nunca calculáis los riesgos. ¿Y si os equivocáis? No sois capaces de concebir esa posibilidad. Estáis demasiado pagados de vosotros mismos, demasiado convencidos de que sois tabula rasa. Pero esta vez, de este encuentro entre la humanidad y una inteligencia que, digamos, es imposible de aprehender, no puede salir nada bueno. Pero sí podrían morir especies enteras. ¡Así que debemos advertiros! Pues el riesgo es absoluto. Os comportáis como los hombres que detonaron la primera bomba atómica sin saber si la explosión podía incinerar la atmósfera entera de la Tierra. O los que crearon un colisionador de partículas sin tener la certeza de que no se generaría un agujero negro capaz de tragarse el planeta. Como ellos, estáis dispuestos a arriesgarlo todo… por nada. —Y entonces, repentinamente, alzó la voz—. ¡No permitiremos que corráis ese riesgo!

—Para mí, tu posición no es otra cosa que cobardía —dijo la mujer del pelo cano—. Miedo al futuro y nada más.

Ganímedes comenzó a decir algo, pero se detuvo con los ojos casi fuera de las órbitas. Finalmente logró recobrar el habla.

—Estoy seguro de que eso fue lo que dijeron los que hicieron explotar la primera bomba atómica. —Con expresión de supremo asco hizo un violento ademán a sus partidarios, quienes, precedidos por él, conversando coléricos entre ellos y algunos maldiciendo, salieron al fin.

¿No podríais llevar a cabo una prolepsis —preguntó Galileo a Hera en voz baja— y comprobar si se confirman sus temores?

—No —respondió ella—. En teoría, la prolepsis sería posible, pero nos haría falta más energía de la que somos capaces de manipular. Enviar analépticamente los entrelazadores al pasado nos costó planetas enteros, y, al parecer, la prolepsis requiere aún más energía.

—Ya veo. Y… ¿crees que Ganímedes tiene razón al estar tan asustado?

—No lo sé. Su grupo es uno de los que están haciendo mayores esfuerzos por entender lo que está pasando en Europa, y los físicos con los que he hablado dicen que han realizado grandes avances. A pesar de estar exiliados en Ío, han realizado más progresos que nadie. Y aseguran que lo que está ocurriendo no se limita sólo a Europa.

—Entonces, ¿hay diferentes escuelas de pensamiento? ¿Diferentes facciones?

—Siempre hay facciones.

Galileo asintió; desde luego, era cierto en Italia.

—Así que no lo sé —continuó Hera—. Yo estaba trabajando con Ganímedes y al mismo tiempo peleando con él, como has visto. Y hay precedentes que apoyan sus afirmaciones. Por lo general, los humanos no han reaccionado bien al encuentro con civilizaciones superiores. Se han producido colapsos.

Galileo se encogió de hombros.

—No veo que importancia podría tener.

—¿El que descubriéramos que somos como las bacterias del suelo en un mundo de dioses?

—¿Es que no ha sido siempre así?

Hera se echó a reír. Al mirarla, vio que lo observaba con una expresión distinta, como la que habría reservado a alguien que resultase mucho más interesante de lo que había pensando en un primer momento. Y ya iba siendo hora.

—Supongo que tú mismo puedes servirnos como ejemplo de una buena respuesta a un encuentro con una civilización más avanzada —dijo al fin con una pequeña sonrisa.

—No veo por qué —repuso Galileo—. No estoy seguro de haber hecho tal cosa.

Ella volvió a reírse mientras lo guiaba hasta otra escalera móvil e inclinada que los llevó, atravesando el techo de la galería, hasta la espina dorsal del cuarto anillo. Allí los esperaba la nave de Hera, trasladada al parecer hasta aquel punto para ella. O puede que sólo fuese otra embarcación idéntica. En cualquier caso, había gente esperándolos para darles la bienvenida y luego despedirlos.

Sobre ellos brillaba una luz ardiente que hizo cerrar los ojos a Galileo. Parecía que una de las naves jovianas había levantado el vuelo y se dirigía hacia Júpiter.

La mirada de Hera se ensombreció.

—Ese es Ganímedes —dijo mientras hacía un gesto en su dirección—. Sus partidarios y él se marchan para seguir causando problemas. Tendremos que encargarnos de él. No hay fuerzas policiales ni armas en el sistema joviano por una cuestión de principios. Así que es complicado enfrentarse a situaciones como ésta. Pero a veces es necesario. Pretende detener a los europanos. Cree que tiene razón. Y no hay nada más peligroso que un idealista que cree que tiene razón.

—A veces, yo mismo creo tenerla —apuntó Galileo.

—Sí, ya me he dado cuenta.

—Y a veces la tengo. Si haces rodar una bola hasta el borde de una mesa, cae describiendo media parábola. En eso tengo razón.

—Y por eso —murmuró ella— también eres peligroso.

Lo llevó hasta su nave. Iban a seguir a Ganímedes a Ío, le dijo, adonde al parecer se dirigía. La idea era impedir que indujera a sus seguidores a hacer alguna estupidez. Parecía dispuesta a forzar a los ganimedanos en este sentido, con la ayuda de sus hermanos ionianos. Pasó la primera hora del vuelo discutiendo el asunto con diversas voces que salían de la tableta que tenía en el regazo.

En algún momento de aquella hora, Galileo se quedó dormido. Por cuánto tiempo, no podría decirlo. Cuando despertó, era ella la que se había quedado dormida. Sus ojos volaban en tándem de un lado a otro bajo los párpados. Después de eso transcurrió un largo tiempo, durante el cual encontró un pequeño baño con una silla hueca en la que pudo realizar sus complicadas abluciones. En medio de sus esfuerzos, la cámara se llenó de agua caliente hasta la altura de su cintura, lugar en donde se volvía más caliente y emitía unas ruidosas vibraciones que, aparentemente, estaban en fase con su perístasis, pues fue como si le succionaran los excrementos. Después de esto, el agua desapareció, reemplazada por un chorro de aire caliente que lo dejó tan limpio como si se hubiera bañado.

—Jesús —dijo. Abrió la puerta y miró a Hera, que estaba despierta—. ¡Vosotros ni siquiera cagáis de manera natural! ¡Necesitáis la ayuda de autómatas para hacerlo!

—¿Y qué tiene eso de malo? —preguntó ella.

Galileo tuvo que pensarlo, así que no respondió. Ella pasó a su lado de camino al pequeño baño, y al salir compartió con él una pequeña colación formada por una especie de pan comprimido, dulce y sustancial, y agua.

—Estuviste soñando mientras dormías —comentó Galileo.

—Sí. —Hera frunció el ceño al pensarlo.

—¿Los sueños también son entrelazamientos? —preguntó Galileo acordándose de las lecciones de Aurora.

—Sí, naturalmente —respondió ella—. La consciencia siempre está entrelazada, pero cuando despertamos, el momento presente borra todo lo demás. Al dormir, los momentos entrelazados se hacen más evidentes.

—¿Y con qué nos entrelazamos?

—Bueno, con otros momentos de tu vida, anteriores o posteriores. Y también con las vidas de otras personas. Momentos diferentes, mentes diferentes, patrones de fase diferentes. Todo expresado de manera bastante débil en la química cerebral, y por tanto percibido de manera surrealista cuando el sueño anula los estímulos sensoriales.

—Los sueños son como sueños —convino Galileo—. ¿Con qué estabas soñando tú ahora?

—Era algo relacionado con la llegada de mi familia a Ío, cuando yo era una niña. En el sueño, Ío estaba habitado por animales que matábamos para comer. Supongo que será un residuo de nuestros miedos atávicos. Las experiencias recientes se insertan a veces en los sueños y se mezclan con momentos entrelazados procedentes de otros sitios.

—Ya veo. ¿Así que llegaste a lo de niña?

—Sí, exiliaron a mi madre de Calisto por actos violentos. Se acababa de desarrollar la tecnología de burbujas que nos permite vivir en Ío y a los convictos de crímenes capitales los enviaban allí. Mi padre y yo la acompañamos. Fuimos uno de los primeros grupos que llegó. A mí me gustaba saludar a los recién llegados.

—Así que te hiciste mnemósine —sugirió Galileo—. Aprendiste a tratar a gente lastimada y curarla.

—Podría ser. ¿Realmente somos tan simples?

—Es posible.

Ella asintió con la cabeza.

—A la gente le gustaba ver que les daba la bienvenida, creo.

Dicho lo cual, permaneció donde estaba, desasosegada e infeliz. Júpiter estaba creciendo de nuevo. Parecía que esta vez iban a pasar por la cara iluminada. Galileo hizo la que creía una pregunta inocente sobre el tiempo necesario para viajar de Calisto a Ío; ella respondió con brusquedad que era diferente en cada caso, lo que en realidad no era una respuesta. Momentos después le dirigió una mirada hostil y añadió:

—Estaremos allí pronto. Aun así, podríamos aprovechar para continuar con tu educación sobre ti mismo. Al final nos hará falta.

—Prefiero seguir como estoy —respondió Galileo—. Puedes renunciar a tus infantiles ambiciones de rescatar a la gente.

Hera lo fulminó con la mirada.

—¿Quieres vivir?

—Pues sí, claro.

—Entonces ponte esto —le puso el celatone en la cabeza sin miramientos y sin que él intentara resistirse.

—¿Sabes adónde me estás enviando? —preguntó.

—No con exactitud. Pero las distintas áreas del cerebro albergan clases características de experiencias, relacionadas con la emoción que las fijó. Voy a buscar en nodos situados en las zonas asociadas con el azoramiento.

—No —protestó Galileo y se encogió al ver que ella tocaba el casco.

Su horrible madre topó con su horrible compañera en la via Vignali, y antes de que Galileo se enterara siquiera de que la vieja gorgona estaba de visita, las dos mujeres estaban gritándose en la cocina. Como esto no era infrecuente, Galileo se acercó a buen paso desde el taller, maldiciendo por la distracción, pero no demasiado preocupado. Sin embargo, al entrar allí se las encontró enzarzadas en una pelea de verdad, arañándose, tirándose del pelo e intercambiando puntapiés y puñetazos. Marina logró incluso alcanzar a su rival en la cabeza con uno de sus grandes bofetones, un golpe que Galileo había sentido en su propia oreja no pocas veces. Y todo ello mientras los niños y los criados estaban en la habitación presenciándolo, alegremente escandalizados, chillando y gritando.

Galileo, con las orejas ardiendo, furioso con las dos hasta límites insospechados, saltó en medio de la reyerta, agarró a Marina y tiró de ella con un poco más de rudeza de la habitual…; tanta, de hecho, que su madre cesó un momento en sus graznidos para flagelarlo por su violencia, al tiempo que, eso sí, aprovechaba la oportunidad para reanudar sus asaltos sobre Marina, de modo que tuvo que detenerla también a ella. Así, de repente, se encontró allí, atrapado entre las dos delante de todo el mundo y de Dios, agarrándolas por el pelo y tratando de mantenerlas separadas mientras ellas gritaban y se lanzaban golpes infructuosos. Galileo se vio obligado a pensar cuál podía ser la forma más digna de escapar de aquello. Por suerte llevaba un sayo, lo que ahorró a sus brazos las consecuencias de las furiosas acometidas femeninas.

—¡Ramera!

—¡Furcia!

—Callaos —suplicó, pues no deseaba que la casa se enterara de lo atinados que eran los insultos de las dos mujeres. Resultaba casi gracioso, pero hacía mucho tiempo que había perdido la capacidad de reírse con nada que tuviera que ver con cualquiera de ellas. Aparte de que las dos tenían un carácter de mil demonios, la carga de las deudas que representaban era enorme. Tal vez si las soltara sin previo aviso chocaran de cabeza y se mataran. ¡Dos deudas eliminadas de una sola colisión! Era una solución muy elegante. Marina, la más liviana de las dos, llegaría más lejos en su rebote, como había podido constatar en sus experimentos con esferas atadas mediante cuerdas, así como en sus propias peleas…

—¡Basta! —ordenó con tono imperativo—. Dejad esta mierda para las representaciones de Pulcinella. ¡Como no paréis, llamo a la guardia nocturna para que os eche a las dos de aquí!

Las dos estaban sollozando de furia y del dolor que les causaba al agarrarlas por el pelo. En el momento menos pensado las soltó y se volvió hacia su madre.

—Vete a casa —le ordenó con voz cansada—. Vuelve luego.

—¡No pienso irme! ¡Y no pienso volver!

Pero finalmente se marchó, profiriendo terribles maldiciones contra todos ellos, sin que Galileo pudiera hacer otra cosa que desplegar la defensa que acostumbraba, darle la espalda y esperar a que hubiera desaparecido.

Marina se mostró más conciliatoria. Seguía furiosa, claro está, pero también estaba avergonzada.

—Tenía que defenderme.

—Si tiene casi sesenta años, por el amor de Dios.

—¿Y? Está loca y tú lo sabes.

Pero entonces desistió. Necesitaba el dinero de Galileo para su casa, al otro lado de la esquina, así que abandonó la habitación sin más protestas. Galileo regresó encorvado a su taller y se quedó allí, reflexionando en silencio sobre la completa cipollata que era su vida.

… que, de repente, se tornó negro espacio, estrellas, una gran esfera recubierta de franjas y Hera, sentada frente a él, observando su cara con suma atención.

—¿Y bien? —le preguntó.

—Las aparté. Impedí que siguieran peleándose.

—¿Y por qué se peleaban? ¿Por qué estaban enfadadas?

—Eran personas propensas a ello. Coléricas. Tenían tanta bilis amarilla que si las pellizcabas se te manchaban los dedos de amarillo.

—Tonterías —respondió Hera—. Sabes que no es así. Eran gente como tú. Sólo que sus mentes estaban acogotadas cada día de sus vidas. Mujeres en un patriarcado, menudo destino. ¿Sabes lo que habría hecho yo de haber estado en su lugar? Te habría matado. Te habría envenenado o te habría rebanado la garganta con un cuchillo de cocina.

—Bueno. —Galileo la observó con intranquilidad. Era mucho más alta que él y sus enormes antebrazos parecían hechos de marfil tallado—. Dijiste que la estructura sentimental de una época tiene mucho que ver con cómo somos. Puede que te hubieras sentido de modo diferente.

—Todos los humanos poseen orgullo en la misma medida —dijo ella—, por mucho que éste se vea aplastado o asfixiado.

—No sé si eso es cierto. ¿El orgullo no forma parte de la estructura sentimental?

—No. Forma parte de la integridad del organismo, del deseo de vivir. Es una característica celular, sin duda.

—Puede que para las células. Pero la gente es diferente.

—En eso no. —Bajó la mirada hacia la pantalla de la tableta que tenía sobre el regazo—. Hay otro nodo traumático próximo al anterior. Esta zona de tus amígdalas está abarrotada.

—Pero parece que nos estamos acercando a Ío —aventuró Galileo con esperanza.

Hera levantó la mirada.

—Es cierto —admitió. Le sacó el celatone de la cabeza, lo que le quitó un gran peso de los hombros, y le dio una palmadita en el brazo, como para expresar que aún le seguía gustando, a pesar de us primitivos instintos y circunstancias. Hasta le comentó diversas características de su luna natal a medida que ésta iba creciendo y se convertía en una esfera ardiente, moteada y de color amarillo, que flotaba por delante de la colosal cara iluminada de Júpiter.

Las dos esferas eran floridos espectáculos, pero sus colores eran de tonalidades diferentes, mezclados de maneras muy distintas sobre sus respectivas superficies. Júpiter era una sucesión de bandas pastel, cuyos viscosos remolinos cubrían todas sus fronteras de hermosas circunvoluciones, como un repollo cortado por la mitad; Ío, a su vez, era una bola amarilla, intensamente sulfurosa, moteada de manchones al azar, negros, blancos o rojos en su mayor parte, además de un ancho anillo anaranjado alrededor de un montículo blanquecino que, según Hera, era el macizo volcánico llamado Pele Ra. Señaló la sombra de Ío sobre la faz de Júpiter, tan redonda y negra que parecía antinatural, como una falsa peca pegada.

Al aproximarse a la pequeña esfera infernal que era el planeta natal de Hera, un aura azulada y parpadeante apareció a su alrededor.

—¿Qué es eso? —preguntó Galileo.

—Nos estamos acercando a Júpiter, que genera campos de radiación y magnetismo de inmensa potencia. Tenemos que crear otros campos para contrarrestarlos o no tardaríamos en morir. Cuando nos movemos a gran velocidad, los dos campos interactúan y se generan las auras que ves.

Galileo asintió lentamente. Gracias a las clases de matemáticas de Aurora, estaba bastante seguro de entender el fenómeno mejor que Hera. Probablemente fuera mejor no mencionarlo, pero el hecho de que la mujer no fuese consciente de ello lo fastidiaba.

—Como los fuegos de san Telmo —dijo.

—Hasta cierto punto.

—Como las chispas que brotan si frotas dos trozos de ámbar.

Ella lo miró.

—Déjalo.

Volaron a baja altura sobre la superficie de la torturada luna, más allá del continente volcánico de Ra Patera, adonde ella lo había llevado en su visita anterior. Había unos anillos rojizos alrededor de varios de los volcanes. Hera le explicó que eran sus depósitos de deyecciones.

—Hay unos cuatrocientos volcanes activos.

Después de dejar Ra atrás, siguieron descendiendo por unas llanuras de escoria del color básico de Ío, un azufre carbonizado, verdoso en algunos puntos como el bronce viejo, y salpicado de volcanes por todas partes. Algunos de ellos eran conos muy altos y otros grietas alargadas; algunos blancos como la nieve, otros negros como la brea. No existía correlación alguna entre su morfología y su color, así que era imposible encontrarle sentido alguno al paisaje. Algún que otro cráter se sumaba ocasionalmente a la confusión topográfica, hasta el punto de que, en numerosas áreas, a Galileo comenzaba a costarle distinguir arriba de abajo. Los distintos minerales que expulsaban los volcanes, le explicó Hera, en penachos o ríos o diferentes alturas y viscosidades, eran los responsables de su desorientadora y horrenda variedad. La mayor parte de la superficie de la luna era demasiado caliente y demasiado viscosa como para construir sobre ella, afirmó, o incluso para caminar.

—En muchos sitios, si intentaras ir caminando, te hundirías en el suelo. —Sólo los enormes macizos de volcanes dormidos se elevaban lo bastante sobre el calor magmático como para enfriarse, y eran como islotes de roca en medio de un océano de lava apenas solidificada.

Al llegar a la cara antijoviana de la luna, Hera maniobró la nave para dirigirla hacia abajo y fue reduciendo la velocidad hasta que pudo descender en vertical en medio de un cráter pequeño pero profundo, ocupado por un lago de lava naranja. Mientras bajaban hacia el borde de la lava, Galileo disfrutó de una vista más cercana de la superficie del satélite, de increíble rugosidad. El parecido entre aquel paisaje y su idea del infierno era asombroso. Entonces se acordó: aquél era el paisaje en el que había visto la alternativa de su futuro. Unas bocanadas de amarillo azufre salían despedidas de grietas anaranjadas y se elevaban hacia el cielo negro y estrellado, para luego caer en lentas láminas de espuma lejos de las columnas erguidas. Había oído que el cráter interior del Etna era como aquél, y su lecho un flamígero lago de lava anaranjada, cubierto por una costra de negras excrecencias que se plegaban por debajo en medio de vapores venenosos. En el Inferno, Virgilio había guiado a Dante hasta el infierno a través del Etna, usando cuevas y túneles creados por la lava. En aquel momento, otro Virgilio, insólito y personal, estaba llevándolo hacia el de verdad. Su pequeña nave, transparente para ellos, flotaba sobre el ardiente lago.

—¿Qué vas a hacer aquí? —preguntó.

—Ocultarme. Esperar a mis amigos de Ra. Hemos decidido arrestar a Ganímedes y a sus partidarios. Su base está en Loki I Patera, y no será fácil acercarnos a ellos sin que nos vean y se den a la fuga.

—Necesitáis sorprenderlos.

—Sí.

—¿Porque pretendéis encerrarlos?

—Bueno, al menos dejarlos en Ío. Hacer imposible que abandonen este lugar. A causa de las amenazas de Ganímedes, el Synoekismus nos ha autorizado a tomar esta medida. De hecho, nos han ordenado que lo hagamos. Como los ganimedanos han establecido una base en Ío, el consejo puede fingir que son nuestro problema. Dejar que decidamos nosotros lo que se debe hacer con ellos. Cosa que, ahora mismo, está provocando ciertos desacuerdos tácticos entre los míos.

—¿Ese Loki Patera es un volcán activo con un lago de lava fundida en el cráter?

—Sí, en efecto. Es una de las calderas más grandes y últimamente emite una enorme columna de azufre.

—¿Y has dicho que el interior de Ío está del todo fundido?

—Sí, básicamente así es. Aunque, a causa de la presión, el núcleo es casi sólido, por supuesto.

—Entonces, ¿las cámaras de roca líquida están comunicadas bajo la superficie o se combinan formando lagos?

—Eso creo. No sé hasta qué punto conocemos el interior.

—O lo habéis explorado…

—¿Qué quieres decir?

—Vuestras naves están selladas, ¿no? Mantienen a raya el vacío del espacio, como estamos viendo, del mismo modo que contenían el océano de Europa. ¿Es distinta la lava de Ío por lo que se refiere a la nave?

—¡Es más caliente!

—Pero ¿eso importa? ¿Soportaría tu nave el calor y la presión?

—No lo sé.

—Podrías preguntárselo a la máquina que la pilota, ella lo sabría. Y cuenta con sistemas para localizar su ubicación exacta en el espacio, ¿no es así?

—Si no te he entendido mal, sí. —En aquel momento estaba pulsando aceleradamente los botones de su tableta, con la cabeza inclinada para captar algo que Galileo no podía oír.

—Entonces —continuó—, ¿qué nos impediría introducirnos en las cámaras de lava que hay bajo los volcanes próximos a Loki, atravesar los canales por allí hasta salir por el cráter de erupción de Loki y sorprender a Ganímedes en su refugio?

Hera soltó una breve carcajada mientras le dirigía una mirada que parecía contener un aprecio nuevo.

—¡Esas lecciones de matemáticas han aguzado tu ingenio!

—Siempre he sido ingenioso —respondió él, irritado.

—Sin duda. Pero en este caso, no estoy segura de que funcione.

—Estoy convencido de que tu piloto mecánico será capaz de calcular esas cosas.

Hera sonrió.

—Creía que no te gustaba lo dependientes que éramos de nuestras máquinas.

—Pero lo sois, me guste o no. Vayamos donde vayamos. Y por ello, tal como dijiste, las habéis hecho resistentes. Puede que lo bastante para el interior de Ío.

—Puede.

Ella siguió tecleando al tiempo que hablaba con interlocutores situados en otra parte. Una voz murmuraba en un idioma que Galileo no reconoció.

Al cabo de unos momentos, Hera soltó una risotada. Condujo la nave hacia el lago, donde aterrizó inclinándose hacia adelante en el último momento, como un ganso o un cisne.

—¿Tenía razón, entonces? ¿La nave no se quemará?

—Sí. No.

Continuó toqueteando su tablilla, que a Galileo le recordaba el teclado de una espineta. La nave se hundió en el lago de lava. Además de una nave especial y una nave submarina, ahora demostraba ser también una nave sublítica, una nave subsulfurina.

—El calor no es tan elevado como parece —dijo Hera como para tranquilizar a Galileo—. El azufre fundido no es tan caliente como el basalto de las capas inferiores. La nave ha calculado que, comparado con la radiación de Júpiter, no requiere tanta protección. —Hizo un gesto vago con la cabeza—. Debes entender que la colonización de Ío comenzó cuando yo era joven. Antes de eso, los campos de protección no eran lo bastante potentes. Así que la idea de introducirse en el interior de la luna no se le había ocurrido a nadie hasta ahora. Aunque, al parecer, ya se han utilizado naves de investigación científica no tripuladas para trazar los mapas de las corrientes tectónicas, así que utilizaremos sus descubrimientos.

—¿Puedes hacer que la sala entera vuelva a parecer una ventana?

Hora repitió el gesto con la cabeza, tratando de parecer divertida.

—Si lo deseas…

Y de repente, Galileo se dio cuenta de lo que pasaba: Hera creía que era demasiado ignorante para tener miedo, mientras que ella, que sabía más, estaba aterrada por la situación. Y la idea de encontrarse en una burbuja transparente sumergida en candente magma de azufre no contribuiría demasiado a calmarla. Los ionianos le tenían miedo a Ío, sin duda por buenas razones. Pero Galileo estaba bastante seguro de recordar lo suficiente de las lecciones de Aurora como para evaluar el peligro mejor que ella. Con el nivel de su tecnología de materiales y campos, la roca fundida no representaba una amenaza.

Hera transformó las paredes de su hábitat en una pantalla continua y de repente fue como si estuvieran flotando, igual que una pompa de jabón, en un líquido formado por una mezcla de amarillo, naranja y rojo, colores falsos utilizados para expresar la temperatura de una manera visualmente inteligible. Unas manchas de brillante color rojo fluían junto al espacio ovoide de su burbuja, oscureciendo los anaranjados de mayor intensidad, que a su vez daban paso a los amarillos más violentos. En teoría, no debía ser más alarmante sumergirse en roca fundida que en hielo. Pero lo cierto es que lo era.

—Entonces, ¿la nave avanzará por los canales hasta situarse debajo de Loki, donde saldremos por uno de los ventiladeros de azufre?

—Sí.

—¿Y luego?

—Desactivaremos las plantas energéticas de sus bases. Eso los obligará a usar sus naves para suministrar energía a su asentamiento. Y de ese modo tendrán que quedarse en Ío.

—¿Desactivar sus plantas energéticas? ¿Eso es todo?

Ella parecía pensar que estaba siendo sarcástico.

—No les pasará nada. Las naves servirán como generadores de emergencia. Ellos estarán bien, pero las naves quedarán confinadas en su base.

—¿Y no podríais desactivar sus naves directamente?

La luz que los rodeaba pasó a la fracción más ardiente del espectro y el rostro de Hera quedó bañado de un color que hizo parecer que estuviera frunciendo el ceño y mirándolo con hostilidad.

—No lo entiendes —dijo al fin—. No todas sus naves estarán en su asentamiento al mismo tiempo, y lo que pretendo es crear una situación en la que las que estén allí tengan que quedarse.

—Pero las que no estén quedarán libres.

—Creemos que la mayoría estará allí. Y Ganímedes, sin duda, lo está.

La nave se estremeció bajo sus pies y se ladeó. En la pantalla, las líquidas serpentinas de color tenían el aspecto de una corriente, por la que su vehículo luchaba por avanzar en sentido contrario. Pero la sensación de movimiento, que procedía enteramente de minúsculos desplazamientos bajo sus pies, se había convertido en una confusa sucesión de sacudidas que no contribuía en nada a crear una sensación coherente de progreso en una dirección concreta. Galileo supuso que hasta entonces habían estado cayendo hacia el centro de la luna, mientras que en aquel momento estaban avanzando a trompicones frente a la resistencia de la lava. Entonces fue como si comenzaran a ascender, igual que una burbuja en el agua, saltando de un lado a otro como consecuencia de los pequeños cambios provocados por las resistencias diferenciales. Apoyó una mano en su silla, inquieto casi hasta el punto de las náuseas.

—¿Subimos? —preguntó.

—Subimos. Y algunos de mis compañeros nos esperan allí, bajo tierra. Saldremos todos juntos.

La presión hacia abajo fue ascendiendo en la misma medida que la aceleración del fluido amarillento a su alrededor. Hera pasó un dedo sobre su consola mientras observaba la roca fundida con tanto detenimiento como él.

—Aguanta —dijo.

Galileo aguantó.

—¿No nos verán?

—Darán por hecho que nos aproximaremos de forma visible —respondió Hera—, y algunos de nuestros amigos se acercan desde el espacio para servir como señuelos. Ya te dije que, estrictamente hablando, no hay armas en el sistema joviano, pero, como es lógico, podemos adaptar diversos láseres y explosivos con este fin. Esperamos que nuestros señuelos no lo pasen demasiado mal, y luego caeremos sobre ellos por la retaguardia. Será la primera vez que los atacan desde el ventiladero de un volcán —dijo con una carcajada.

En ese momento, Galileo sintió una presión que lo empujaba hacia el suelo y comprendió que estaban acelerando en dirección a la superficie. Las corrientes que lo rodeaban se estabilizaron en una tonalidad de amarillo puro. Era como estar dentro de una caléndula, y supuso que eso significaba que estaban moviéndose en el mismo sentido que la corriente en la que estaban sumergidos, mientras que el propio magma estaba acelerando en el canal a medida que se aproximaba su expulsión. El empuje hacia abajo fue aumentando en proporción directa a su velocidad de ascenso, listo le habría resultado evidente incluso sin las lecciones que le había impartido Aurora. Pasó un momento distraído mientras trataba de integrar la experiencia con lo que había aprendido en las enseñanzas recibidas con la ayuda de la alquimia.

La presión hacia abajo fue aumentando. Durante un momento, su cuerpo sintió algo que conocía hasta la médula de los huesos, y comprendió que la gravedad había alcanzado exactamente el mismo nivel que en la Tierra y que lo que estaba sintiendo era su auténtico peso. Pero, casi al instante, se hizo más pesado. Tanto que tuvo que apoyar la cabeza en el respaldo de la silla para que no le doliera el cuello. Hera devolvió las paredes a su gris habitual y los colores de la corriente por la que se movían volvieron a las pantallas. En algunas de éstas había brillantes gráficos y en otras columnas de números que cambiaban a toda velocidad, pero ninguna de ellas ofrecía indicio alguno sobre lo que podía estar sucediendo.

—¿No puedes hacer que aparezca algún mapa que nos indique dónde estamos? —preguntó.

—Oh, disculpa. Claro.

Pulsó unos botones en su consola y la pantalla que Galileo tenía delante se transformó de repente en una especie de armario con una versión en miniatura de Ío en su interior. Una hebra verde que avanzaba desde dentro hacia la superficie brillaba intensamente en una maraña de intestinos anaranjados. En ese momento la pantalla volvió a cambiar ante sus ojos y se convirtió en un corte de la luna a la altura de su chimenea volcánica y del ensanche que había en la boca. En medio de ésta, un pequeño grupo de brillantes luces verdes ascendía aceleradamente.

—¿Tus amigos han llegado?

—Algunos de ellos.

Entonces la presión hacia abajo despareció y Galileo volvió a sentirse como si pudiera levantarse flotando de la silla, como cuando se encontraban entre las lunas. Por un instante reapareció una leve presión desde abajo y luego nada. Después sintió una ligera presión desde arriba. Hera tecleó rápidamente y, de pronto, las paredes de la nave desaparecieron de nuevo y les permitieron ver como si estuvieran volando libremente en medio del espacio. Se encontraban muchos kilómetros por encima de Ío, hacia cuya superficie caían en picado. Entonces describieron un arco sobre las inflamaciones de color leonado de la superficie. Loki Patera se encontraba a un lado y por debajo de ellos, y la neblina sulfurosa que los rodeaba estaba salpicada con los caparazones plateados y ovoides de las demás naves de la flota de Hera, que descendían como las esporas que expulsa un hongo al explotar.

Las naves, que flotaban en la corriente del denso líquido sulfuroso, fueron reorganizándose a medida que descendían hasta formar como una falange, al ritmo de una de las fuentes de azufre. Entonces, en la postrera caída sobre la caléndula de escoria que había en el flanco inferior de Loki, la flota entera salió disparada de la lluvia de azufre con pasmosa velocidad y, al cabo de varias fracciones de segundo, aterrizó en el perímetro del pequeño grupo de edificios que debía de ser la base ioniana de Ganímedes. Algunas de las naves comenzaron a arder al tocar el suelo, chocaron contra los edificios de la base y provocaron fugaces explosiones que parecían tan minúsculas como chispas ante el formidable telón de fondo de la fuente del volcán.

Galileo estaba observando toda la escena con tanta concentración que se llevó una buena sorpresa cuando la brusca sacudida provocada por el final de su descenso lo zarandeó violentamente en su silla.

—Hemos llegado —dijo Hera—. Vamos.

—¿Adónde? —preguntó mientras se incorporaba como buenamente podía.

—A su planta energética. Esa es siempre la verdadera sede del gobierno.

La seriedad de su tono hizo pensar a Galileo que había descubierto esta verdad en alguna experiencia personal desastrosa. Pero no había tiempo para preguntas. Hera guardó la caja de peltre del teletrasporta en un compartimiento parecido a una alforja de la parte trasera de su traje espacial y luego, tras vestirse los dos, pasaron a la antesala de la nave, donde se pusieron los cascos, que a Galileo le recordaron por un momento al celatone de la memoria. Y entonces, al fin, salieron al paisaje devastado y amarillento de la ladera de la montaña de Ío.

Ya fuera de la nave, de pie sobre la superficie, Galileo miró a su alrededor. Una sustancia densa y amarilla caía lentamente sobre la escoria a varios kilómetros de distancia. Los goterones estallaban como las gotas de lluvia al chocar contra el suelo. De esa extraña fuente salieron otros veinte objetos ovalados de color plateado, que a continuación se desplazaron hacia los lados a velocidad de ensueño. Uno de ellos trató de aterrizar en el espacio que quedaba entre dos grandes edificios de techo bajo, pero una compuerta se cerró sobre él y lo abolló. Hera gritó al verlo.

—¡Desactivad su energía! —chilló con una vehemencia que a Galileo le recordó a su madre.

Intranquilo, se dio cuenta de que era un general que llevaba a cabo un asedio. Pero ningún oficial que hubiera conocido nunca le había provocado el pavor que ella le inspiró en aquel momento al mirarla. ¡Ay, si Giulia hubiera sido general! La carnicería habría sido universal.

—Vamos —masculló ella volviendo la cabeza, antes de echar a correr por la accidentada llanura en dirección a la base. Tenía una especie de muro rocoso exterior, o simplemente estaba construida sobre una meseta amplia y baja. Galileo la siguió con dificultades. Hera era grande y se movía con una rapidez de piernas que él era incapaz de emular, habida cuenta de la escasa gravedad de aquella luna. Ascendía demasiado con cada zancada, aterrizaba con miedo, pero de nuevo liviano, y luego continuaba adelante con estos brincos inestables y con la mirada clavada en Hera a mitad de cada uno de ellos, porque esto lo ayudaba a mantener el equilibrio.

La llanura de escoria de la falda del volcán era más grande de Ío que parecía. Las naves plateadas seguían cayendo como estrellas del cielo negro. Tras ellos, la colosal columna amarilla del volcán llovía sobre sus deyecciones anteriores. Unas figuras con cascos, parecidas a estatuas blancas de la Guardia Suiza, salieron por las puertas de la ciudad y señalaron en su dirección. Las sombras espectrales de unas imágenes se cruzaron ante la visión de Galileo sin que hubiera aparecido nada que las generara. Hera se detuvo y levantó una mano para indicarle que hiciera lo mismo. En el siseante silencio que reinaba por todas partes, provocado quizá por el arrollador impacto de la cercana columna de azufre, que se transmitía hasta él a través de los pies, no pudo oírla. Vio que le estaba hablando y pensó que debería poder oírla, pero quizá le pasó algo en el casco, porque no había otro sonido más que aquel siseo de fondo.

De improviso, Hera echó a correr de nuevo. Galileo fue tras ella, temiendo perderla y perderse.

Estaban acercándose al conglomerado de edificios plateados desde un ángulo inesperado, al parecer, puesto que los defensores estaban concentrados en un ataque procedente de la dirección opuesta. Hera dio un salto y cruzó veinte o treinta metros en el aire antes de impactar contra dos de ellos como el proyectil de un trabuquete. Los dos hombres cayeron mientras ella rebotaba hacia arriba y, de un feroz puñetazo al estómago, derribaba a un tercero. Galileo la seguía lo más de prisa que podía, pero ella se había alejado y, por mucho que lo intentase, era incapaz de igualar su velocidad. Siguió avanzando a grandes saltos, y al pasar por una abertura de un muro que separaba dos edificios se estrelló contra el arco que lo coronaba, y cayó sobre las posaderas con tal fuerza que se le escaparon el aire de los pulmones y las tripas de la hernia. Se levantó tambaleándose, se metió los dedos entre las piernas y empujó el braguero hacia arriba para que las tripas volvieran a entrar en el torso. Después de aquello decidió renunciar a las formas de locomoción normales y comenzó a avanzar con torpes y dolorosos saltos, como si fuera un sapo o un saltamontes, sin dejar de jadear un solo instante.

Esta forma de avanzar le resultaba realmente dolorosa, pero al menos así podía moverse, y Hera no se encontraba demasiado lejos cuando finalmente decidió detenerse. Galileo estaba a mitad de un salto cuando vio que se detenía y miraba hacia la izquierda, y aunque trató de revolverse en medio del salto para esquivarla, como es lógico, aquello no funcionó y cayó justo sobre su espalda. Fue como estrellarse contra una pared ligeramente acolchada. Ya antes de caer al suelo estaba recordando la sensación del contacto, la rocosa sustancia de sus costillas, los duros músculos de sus posaderas, con una capa de materia blanda por encima de los ladrillos. Entonces su espalda chocó contra el suelo y se quedó aturdido a los pies de Hera, con las tripas desparramadas de nuevo alrededor del peritoneo. El impacto la había desplazado casi un metro, y en aquel momento, estalló entre ellos un destello que le provocó a Galileo una ceguera rojiza. Parpadeando, con los ojos llenos de lágrimas y de imágenes fantasmales de color rojo, vio que Hera impartía órdenes a gritos sin preocuparse por él, como si fuera su perro y se hubiera estrellado contra la parte trasera de sus rodillas mientras ella estaba atareada haciendo otras cosas.

Cuando Galileo terminó de remeterse las tripas en el cuerpo y volvió a ponerse en pie, la situación parecía haber evolucionado conforme a los deseos de Hera. Los defensores de la ciudad yacían en una piazza, retorciéndose como peces en las cajas de un mercado.

Hera lo cogió del brazo y él le indicó que no podía oír lo que lo decía. Ella alargó el brazo y movió algo en la parte exterior de su casco, bajo la oreja derecha.

—Estate quieto —le espetó.

—¡Eso intento! —replicó él—. Al menos ya te oigo.

Se libró de su mano. Aquella manía de agarrarlo le recordaba demasiado a su madre, pues tenía unas zarpas tan fuertes como la vieja bruja. Se irguió un poco tambaleante y se mantuvo así con un esfuerzo desesperado de todo su cuerpo, mientras la miraba con ardiente indignación. Ella le devolvió la mirada desde detrás de un cristal transparente cuyas esquinas estaban cubierlas de números y diagramas de color rojo. Literalmente, fue una mirada rojiza lo que se intercambiaron. Entonces, el contorno de los ojos de Hera se arrugó. Por alguna razón, estaba riéndose de él.

—Tu torpeza me ha salvado el trasero —le dijo.

Galileo supuso que se refería al destello que lo había cegado.

—Un trasero que me gusta mucho —replicó sin pensar.

Ella enarcó las cejas. Pero siguió sonriendo.

Entonces continuó con lo que tenía entre manos. Sus órdenes seguían siendo bruscas, pero su tono ya no era de tanta urgencia. Al parecer, la situación estaba bajo control. La central de energía estaba tomada, le dijo, y la ciudad de los ganimedanos había caído en sus manos.

Entonces, mientas escuchaba unas voces que Galileo no podía oír, su expresión se ensombreció de nuevo. Soltó una imprecación y dio una serie de órdenes entre dientes.

—No la hemos desactivado lo bastante de prisa —le explicó a Galileo con tono lúgubre—. Ganímedes y sus colaboradores más próximos han escapado. Seis naves. Algunas de ellas vuelven para atacarnos, supongo que para que él pueda escapar, tenemos que volver a la nave.

—Te sigo —respondió Galileo.

Tras salir con ella de la ciudad, le preguntó:

—¿Sabes adónde va?

—A Europa, supongo.

—¿Y quién nos ataca ahora?

—Algunos de sus seguidores. Debemos volver a la nave lo más de prisa posible.

Fuera de la ciudad, el cielo negro y estrellado seguía contemplando la escena, sumido en un silencio espeluznante. La columna amarilla, al este, parecía más alta que un nubarrón de tormenta estival. Ni siquiera cuando se produjo una explosión blanca que demolió uno de los edificios que tenían detrás se oyó el menor sonido, sólo un temblor bajo sus pies. Galileo no oía nada más que sus propios jadeos, que parecían proceder de fuera de su casco, como si el mismo cosmos estuviera sin aliento y aterrado.

Mientras corrían de regreso a la nave, el suelo bajo sus pies comenzó a volverse pegadizo. Era como correr sobre lodo viscoso.

—Mierda —exclamó Hera—. Parece ser que acaban de detonar unas cargas subterráneas de mucha potencia. Uno de mis hombres dice que es la defensa suiza. La base entera se hundirá bajo tierra. Han abierto una brecha en una cámara de magma y está entrando en contacto con el suelo de la zona desde abajo.

—¿Se está fundiendo el suelo?

—Sí. Tenemos que apresurarnos.

—Eso intento.

Pero comenzaron a hundirse cada vez más en el suelo a medida que avanzaban, como si estuvieran corriendo por una capa de barro cada vez más profunda y más blanda. Y muy pegajosa, además. La nave de Hera ya era visible en el horizonte, pero no podían seguir corriendo. Tenían que impulsarse con fuerza al final de cada paso para sacar los pies de la viscosa superficie, y luego avanzaban otro paso y volvían a hundirse. Al principio, sólo hasta las botas. Luego, hasta las rodillas. El suelo amarillo, de aspecto granulado y sembrado de escombros, temblaba y se agitaba, palpitando debajo de ellos como una criatura viva. Al cabo de poco tiempo avanzaban hundidos hasta las rodillas. ¡Hasta las rodillas en la superficie casi fundida de Ío!

—Cada vez nos hundimos más —señaló Galileo.

—¡Tú sigue andando!

—Eso hago, pero ya ves cómo.

—Empuja fuerte con las piernas y así te será más fácil moverlas.

Siguieron avanzando por la roca viscosa.

—¿Se fundirán nuestros trajes?

—No. Pero debemos mantenernos sobre la superficie.

—Evidentemente.

Ella ya no le prestaba atención. A esas alturas avanzaban anadeando por la superficie fundida, hundidos hasta los muslos, con enormes dificultades. Y la nave seguía aún muy lejos.

Finalmente, Hera se detuvo y sacó algo de su traje.

—Escucha —dijo mientras miraba en derredor y hablaba en voz baja con sus compañeros—. Aquí tengo una lámina sobre la que puedo colocarme y que me mantendrá a flote el tiempo necesario para que mis amigos puedan venir a recogerme. Pero no sé si aguantará lo suficiente el peso de los dos, así que voy a usar el entrelazador para devolverte a tu época.

—Pero ¿y tú?

—Usaré la lámina para permanecer a flote, como ya te he dicho. No somos mucho más densos que el azufre.

—¿Estás segura? —exclamó Galileo mientras se preguntaba si Hera estaría preparándose para morir.

—Lo estoy. —Desplegó una fina capa plateada sobre la lava y los dos se subieron de rodillas a ella. Rodaron rápidamente hasta el centro para que la lámina no se hundiera demasiado en la roca fundida. Se acurrucaron allí y Galileo pudo ver que la tensión superficial de la lámina extendida sobre la roca los sostendría, al menos durante algún tiempo.

—Métete en el campo del entrelazador —dijo ella mientras sacaba la caja de la mochila de su traje. Dio unas palmaditas sobre la hoja, frente a ella.

Se sentaron con las piernas cruzadas y las rodillas en contacto. Sus cuerpos se hundían lentamente en la lámina. Hera colocó la caja cuadrada y plana entre ellos y pulsó varios botones de su superficie. Entonces levantó los ojos y se miraron cara a cara a través de sus respectivos cascos.

—Quizá deberías venir conmigo —propuso Galileo.

—Tengo que quedarme aquí. He de enfrentarme a esto. La situación es un completo desastre, como has podido ver.

—¿Seguro que no te pasará nada?

—Sí. Mis amigos están de camino. Tardarán un rato, pero llegarán a tiempo, si no te quedas aquí haciendo de lastre. Ahora prepárate para volver. No llevo ningún amnésico encima, así que me temo que vas a recordar todo lo que ha sucedido. Será un poco extraño. Y puede que sea malo, pero… —Se encogió de hombros. No había alternativa.

—¿Me traerás de regreso cuando puedas?

De nuevo un momento fugaz, una mirada compartida.

—Sí —respondió ella—. Y ahora —añadió mientras pulsaba un botón en el teletrasporta— vete.