11

La estructura del tiempo

La imaginación crea sucesos.

GIOVANFRANCESCO SAGREDO, carta a Galileo, 1612

Se encontraba junto al asiento reclinatorio en el que había recibido las enseñanzas, en lo alto de Rhadamanthys Linea, la Venecia de Europa. Y, en efecto, Aurora estaba allí para recibirlo.

—No tienes buen aspecto —le dijo mientras le dirigía una mirada llena de curiosidad.

—Estoy perfectamente, mi señora, muchas gracias —replicó Galileo—. Os lo ruego, ¿podríamos continuar con vuestras enseñanzas donde lo dejamos? Tengo que entender mejor cómo funcionan las cosas para impedir que mi vida desemboque en un mal resultado. Cuando nos separamos me dijisteis que sólo había llegado al comienzo de vuestros conocimientos científicos. Que existía una especie de reconciliación que resolvería las paradojas en las que estábamos sumidos. En las que estoy sumido.

Aurora sonrió. Su mirada tenía el brillo que su nombre hacía esperar a Galileo, a pesar de que, evidentemente, era una mujer entrada en años.

—Existe esa reconciliación —afirmó—. Pero para alcanzarla tendremos que avanzar mucho más que antes. Como ya te dije, en la sesión anterior recorrimos cuatro siglos. Para llegar a la teoría de la multiplicidad de multiplicidades tendrás que seguir avanzando mil años más. Y en ese tiempo, los progresos en las matemáticas se han acelerado. Es más, existe un siglo llamado el Accelerando.

—En la música me agrada —dijo Galileo mientras se sentaba en el asiento de aprendizaje—. ¿Y lo siguió un ritardando?

—Sí, en efecto. —Sonrió como la Aurora del mito lo habría hecho ante el viejo Titonio—. Puede que forme parte de la definición de un accelerando.

Alentado por la mirada de la mujer y lleno de placer expectante por la idea de un nuevo vuelo en su compañía por el futuro de las matemáticas, Galileo, dijo, para sorpresa de ambos:

—Nunca había conocido a una mujer matemática.

—No, ya supongo que no. La estructura del poder en tu época no era favorable a las mujeres.

—¿Estructura del poder?

—El patriarcado. Un sistema de dominación. Una estructura de sentimientos. Somos criaturas culturales, y lo que creemos una serie de emociones espontáneas y naturales es en realidad un sistema cultural que cambia con el tiempo, como ocurre con la relación entre matrimonios concertados y amor romántico o venganza y justicia. Como es natural, existen diferencias hormonales en el cerebro, pero son mínimas. Cualquier combinación hormonal puede generar la excelencia en las matemáticas. Y todo el mundo es matemático.

—Puede que en vuestro mundo —replicó Galileo con un pequeño resoplido al acordarse de algunos de sus estudiantes menos dotados—. Pero, por favor, dadme el preparado y pongámonos en marcha. Y creo que me será más fácil si esta vez ayudáis a la máquina con más frecuencia que antes.

Aurora puso cara de diversión al comprender que él daba por supuesto que estaba a su servicio. Pero estaba demasiado ávido de conocimientos como para preocuparse por cuestiones de cortesía, y puede que también de esto se diera cuenta ella.

—Estaré escuchando —dijo—. Y si creo que puedo ayudar, intervendré.

Sus ayudantes le llevaron a Galileo el casco lleno de cables y el preparado alquímico.

Los seres humanos sólo percibían una pequeña parte de la realidad. Eran como gusanos en la tierra, cómodos y cálidos. Si Dios no los hubiera dotado de razón, por medio de sus sentidos no habrían llegado a conocer ni una minúscula parte del todo.

Sin embargo, tal como fueron las cosas, gracias al trabajo acumulado de miles de personas, la humanidad había erigido, lenta y dolorosamente, una imagen del cosmos más allá de lo que podía ver, y luego había dado con maneras de usar ese conocimiento y moverse por este mismo cosmos.

Galileo volvía a volar por el espacio de las ideas, como si lo hiciera entre jirones de nubes blancas, siguiendo paso a paso la construcción del monumental edificio de las matemáticas a través de los siglos. Daba gracias al velocinéstico, porque tenía que ser muy rápido para aprehender lo que estaba diciéndole la máquina y lo que Aurora añadía con sus comentarios. Esta capacidad acrecentada lo condujo velozmente más allá del pensamiento al que estaba acostumbrado, hasta reinos mayores del entendimiento, llenos de sensaciones y movimientos, parecidos a una música dotada de cuerpo. No es que viese o cantase la música, sino que se convirtió en ella. Su cuerpo estaba hecho de matemáticas. Palabras, símbolos e imágenes se formaban en las vagas y enormes nubes de su interior, moviéndose en un baile continuo de ecuaciones y fórmulas, operaciones y algoritmos, hasta fundirse en un perenne coro polifónico. Galileo cantaba en voz alta y al mismo tiempo era objeto de canto. Esto requería aceptar ciertas cosas como acto de fe, con la esperanza de que al incorporarlas a la interpretación arraigara más adelante una comprensión más firme.

Aurora lo ayudó a ceñirse a la línea principal, asegurándole que estaba avanzando por donde todos ellos lo habían hecho en algún momento, luchando contra las confusiones para continuar en línea recta.

—Nadie puede saberlo todo —le dijo. A Galileo le costaba aceptar esta limitación. Pero para seguir volando tuvo que ignorar el amargo regusto de su ignorancia, de su fe en cosas que no había llegado a dominar. Había cuestiones en juego más importantes que una sensación de entendimiento completo. Una sensación que, al parecer, estaba vetada a todos salvo a Dios.

Así que continuó volando, penetrando en capas de campos y métodos nuevos, la teoría de la estimación, la cromoelectrodinámica, la simetría y la supersimetría, la topología multidimensional, las multiplicidades, y así sucesivamente, cada vez más grande y más pequeño, más complejo y más sencillo. Y tras una dilatada prolongación de su mente encontró al fin la anhelada reconciliación entre la mecánica cuántica y la física gravitatoria. Sólo llegó muy avanzada la historia, cuando se alcanzó el granulado elemental de las cosas, con dimensiones tan minúsculas que a Galileo le asombraba que fuera posible conocerlas de algún modo. Pero, al parecer, se había conseguido.

A medida que se sucedían las generaciones de científicos, cada paso avanzado en la comprensión servía como andamiaje en el que apoyarse para construir el siguiente nivel. En cada paso de este camino, la mecánica cuántica se había mostrado fiel y precisa. Y así, en uno de sus aspectos, el principio de exclusión de Pauli, se pudo combinar con la velocidad de la luz para establecer longitudes y tiempos mínimos: eran los mínimos definitivos, porque ulteriores divisiones quebrantarían el principio de exclusión o la velocidad de la luz. El grosor mínimo establecido por este principio resultó ser de 10-31 metros, distancia que recorrería un fotón a la velocidad de la luz en 10-43 segundos. Galileo calculó que segundo era, aproximadamente, el tiempo que tardaba en latir su corazón en calma. En otras palabras, el mínimo de tiempo absoluto era una billonésima de billonésima de billonésima de billonésima de latido, más o menos. ¡Qué fugaz! El universo estaba compuesto de elementos muy pequeños, sin duda. Bastó con pensarlo para que a Galileo le diera un escalofrío. Era abrumador sentir en su interior ese finísimo grano, la densa textura de la rutilante plenitud y sentir también en aquella densidad el sentido artístico de Dios, su meticulosidad o pulitezza. Su amor por las matemáticas.

Continuó su vuelo, tratando de alcanzar a Aurora, que había seguido adelante como si las unidades mínimas no fueran asombrosa, inimaginablemente pequeñas. Ella, que estaba acostumbrada a la idea, pasó sin apenas detenerse a la respuesta de los físicos a la idea de que la totalidad del espacio y el tiempo podían surgir de la vibración de objetos de tamaño y duración mínimos. Sus máquinas experimentales más potentes tendrían que haber sido entre diez y veinte veces más potentes para investigar estas partículas o estos sucesos mínimos. En otras palabras, un acelerador de partículas lo bastante grande como para generar las energías necesarias podría haber englobado la galaxia entera. Las partículas que buscaban eran tan pequeñas que si una de ellas se hubiera expandido hasta alcanzar el tamaño de la Tierra, el núcleo de un átomo, para mantener la proporción, habría alcanzado el tamaño del universo entero.

Galileo se rió al oír esto.

—Es el fin de la física, entonces —dijo. Pues significaba que existía un gigantesco abismo entre la humanidad y la realidad fundamental que explicaba las cosas a gran escala. Un abismo que era imposible cruzar. La física estaba, por consiguiente, limitada.

Y en efecto, durante largo tiempo pareció que la física y la cosmología matemáticas daban vueltas y se estancaban, mientras los físicos pugnaban por edificar andamios capaces de trasponer este abismo de un solo salto y así encontrar nuevas preguntas que formular.

—Hasta cierto punto, aún seguimos allí —dijo Aurora—. Pero una matemática llamada Bao construyó un puente que aún parece mantenerse en pie y que nos ha permitido seguir avanzando. Vamos a verlo.

Galileo vio que antes de la época de Bao, que era justamente el periodo que se conocería más adelante como el Accelerando, la meta de los físicos era explicarlo todo. Él lo comprendía. Era la reductio ad absurdum de la ciencia: saberlo todo. El tácito deseo contenido en este impulso era la esperanza de que, al conocerlo todo, la humanidad supiera al fin lo que debía hacer. Que, acaso, el vacío que era su sentido del propósito se llenara también.

Pero era pedir demasiado.

—¡Quieren imitar a Dios! —dijo.

—Puede que Dios sólo sea una prolepsis —respondió Aurora—. Nuestra imagen de lo que podríamos llegar a ser creada al contemplar nuestro futuro.

—Lo que haría de él una analepsis, ¿no?

Aurora se echó a reír mientras seguían volando.

—Te gustan las paradojas, pero, por supuesto, esto es sólo un entrelazamiento que se repite una y otra vez. Estamos extendidos a lo largo del tiempo. Sigue adelante y lo verás.

Así que siguieron adelante. La física continuó luchando por avanzar. Se elaboraron, debatieron, refutaron y refinaron teorías sobre lo que sucedía en los espacios mínimos y en dimensiones adicionales postuladas. Se realizaron predicciones que algunas veces podían contrastarse por medio de la observación sensible o que implicaban hallazgos situados más allá del reino de lo observable. De este modo, las ideas impulsaban la tecnología. Pero el abismo infranqueable tornaba especulativas todas las teorías. El viento levantado por Galileo a su paso podría haber derribado algunos de aquellos castillos de naipes, y las teorías desmoronadas de este modo habían sido destruidas quizá del mismo modo por las observaciones improvisadas de un observador como Bao, que, al contemplar el paisaje entero, había decidido trazar una línea completamente nueva a través de él.

Hasta el siglo XXVIII una estructura teórica no logró alcanzar una parte sustancial de lo que se había iniciado mucho tiempo antes. Era un sistema físico basado en el puente hasta el mínimo de Bao, así como en experimentos que comprendían el sistema solar en su conjunto, experimentos controvertidos que entrañaban una parte significativa de la totalidad de la energía potencial de éste. La obra de Bao había logrado clarificar la teoría decadimensional de la multiplicidad de multiplicidades, propuesta en tiempos de Kaluza y Klein, y su versión de las matemáticas había engendrado numerosas preguntas y predicciones cosmológicas y subatómicas que les habían proporcionado experimentos que realizar y observaciones que llevar a cabo, cuyos resultados se tradujeron a su vez en correcciones y sorpresas, pero sobre todo en confirmaciones, en la sensación de que al fin se encontraban en la pista correcta, como en realidad, en cierto modo, habían estado desde el comienzo, descontando los inevitables laberintos y callejones sin salida. Cada generación había erigido los andamiajes para la que la había sucedido, y el trabajo había continuado en medio de desplomes y modificaciones, casi se podría decir que sin un propósito rector detrás.

—Es como ver a las hormigas que construyen un hormiguero —señaló Galileo mientras sobrevolaba aquellas construcciones—. La masa acaba obteniendo su propósito.

—Sí, aunque es extraño decir algo así de un proceso que ha requerido tanta capacidad cerebral.

—Contadme más cosas sobre las diez dimensiones —solicitó Galileo—. Algo aparte de las matemáticas. ¿Qué significan? ¿Qué pueden significar?

Aurora se aproximó volando a él hasta estar tan cerca que Galileo se sintió como si estuvieran entrelazados. Descendió y giró, cayó en picado o ascendió en vertical, dio vueltas y giros, siempre con la intención de permanecer junto a ella, y entonces descubrió que Aurora poseía la capacidad de hacer que lo que escribía apareciera en forma de nubes, o de lingotes rojos ante él. El cuerpo de Galileo era como una bandada de pensamientos que revoloteaban alrededor de ella en una danza. El paisaje que sobrevolaban era una cordillera hecha de símbolos y números amontonados con tectónica nudosidad.

—Recuerda el espacio euclídeo que conoces y percibes —dijo ella—, dotado de las tres dimensiones de la altura, el grosor y la longitud. Con Newton añadimos una dimensión de tipo diferente, el tiempo…

—¡Pero eso es obra mía! —objetó Galileo una vez más—. Los cuerpos que caen aceleran en proporción cuadrada al tiempo transcurrido. Lo descubrí yo y significa que el tiempo y el espacio están vinculados de algún modo. —Aunque, recordó con cierta intranquilidad, el hallazgo yacía aún sin publicar, enterrado entre sus cuadernos en el taller.

—Muy bien, llamémoslo el espacio galileano —respondió Aurora con condescendencia—. Pero se llame como se llame, estas cuatro dimensiones se concebían como un todo absoluto, una red invisible subyacente por la que se mueven los fenómenos físicos. Fue entonces cuando Laplace declaró que, con una base de datos y física suficientes, se podría predecir la totalidad del pasado y el futuro del universo introduciendo los números del momento actual y moviéndolos por las ecuaciones adelante y atrás, como en un astrolabio. Fue una mera concepción teórica, porque nadie podría disponer nunca de los datos necesarios para confirmarlo. Pero la conclusión implícita es que Dios, o alguien como él, podría hacerlo.

—Sí. Eso lo entiendo.

—Esta idea implicaba un universo mecánico que para muchos es deprimente. En realidad, no elegíamos las cosas que hacíamos.

—Sí. Pero vuestra mecánica cuántica acabó con todo ello.

—Precisamente.

—O imprecisamente.

—Ja, sí. Con la relatividad y la mecánica cuántica comenzamos a entender que las cuatro dimensiones que percibimos son en realidad creaciones de dimensiones mucho más numerosas de lo que pensamos. Comenzamos a ver cosas que dejaban claro que no bastaban cuatro dimensiones para explicar lo que estaba sucediendo. Los bariones giraban 720 grados antes de volver a su posición inicial. Los corpúsculos y las ondas fueron confirmados, a pesar de que se contradijeran como explicaciones, por lo referente a nuestros sentidos y nuestras razones. En algunos casos, parecía necesaria nuestra observación para asegurar que las cosas existen. Y algo indetectable ejercía efectos gravitatorios muy marcados, que, de ser causados por una masa, significarían que la masa del universo era diez veces superior a la perceptible. También parecía haber un efecto de gravedad inversa, una inexplicable expansión del espacio en proceso de aceleración. La gente hablaba de materia oscura y energía oscura, pero sólo se trataba de nombres, nombres que dejaban los misterios intactos. Su verdadera naturaleza la explicaba mejor la existencia de las dimensiones adicionales, sugeridas primero por Kaluza y Klein y luego utilizadas por Bao.

—Explicádmelas —pidió Galileo.

Sintió que se convertía en ecuaciones en las nubes de su interior. Fórmulas que describían los movimientos de los mínimos, que vibraban en la distancia y la duración de Planck, es decir, inefablemente fugaces y minúsculas, y que lo hacían en diez dimensiones diferentes, que se combinaban en lo que Bao había bautizado como multiplicidades, dotada cada una de ellas de sus propias cualidades y sus propias acciones características.

—A estas alturas, nuestras investigaciones han encontrado indicios de la existencia de las diez dimensiones —dijo Aurora—. Pruebas, incluso. El mejor modo de concebir algunas de ellas es imaginarlas contenidas o implícitas en las dimensiones que percibimos. —Una tira alargada y roja apareció ante él. Rodó a lo largo de su eje longitudinal hasta convertirse en un fino tubo—. Esto, visto en dos dimensiones parece una cinta, pero en tres, es obviamente un tubo. Así pasa con todas las multiplicidades. La materia oscura tenía que ejercer una interacción muy débil, pero al mismo tiempo, su influjo desde el punto de vista gravitatorio es diez veces más grande que el de toda la masa visible. Era una combinación extraña, pero Bao la concibió como una dimensión de la que sólo percibimos una parte, una hiperdimensión o multiplicidad que engloba nuestras dimensiones. Esa multiplicidad parece estar contrayéndose, se podría decir, por lo que su efecto en el universo sensible es la gravedad extra que detectamos. Ésa es la cuarta dimensión.

—Creí que habíais dicho que la cuarta dimensión era el tiempo —repuso Galileo.

—No. Para empezar, resulta que lo que llamamos tiempo no es una dimensión sino una multiplicidad, un vector compuesto de tres dimensiones distintas. Pero olvidémonos de eso por un instante y terminemos con la multiplicidad espacial. A la cuarta dimensión seguimos llamándola materia oscura como tributo a los que primero la percibieron.

—La cuarta —repitió Galileo.

—Sí, y la quinta dimensión contrapesa, en cierto modo, la acción de la cuarta, puesto que es la expansión en proceso de aceleración del espacio-tiempo. A ciertos aspectos de esta dimensión los llamamos energía oscura.

—¿Y esas dimensiones se entrecruzan?

—¿Se entrecruzan la longitud, la anchura y la altura?

—No lo sé. Puede que sí.

—Es posible que la pregunta, así formulada, no tenga respuesta, o puede que la respuesta sea simplemente sí. La realidad está compuesta por todas estas dimensiones o multiplicidades, combinadas o coexistentes en el mismo universo.

—De acuerdo.

—Volvamos con el tiempo. Misterioso desde el principio, parece prácticamente ausente de nuestra percepción, pero al mismo tiempo crucial. El pasado, el presente y el futuro son aspectos del tiempo de los que solemos hablar como si los percibiéramos, pero tanto ellos como otros fenómenos son el resultado de impresiones sensibles derivadas de la existencia en tres dimensiones temporales diferentes, que entre todas conforman la multiplicidad, lo mismo que le sucede a nuestra percepción del espacio. Las tres dimensiones temporales tienen impacto sobre nosotros, aunque, en términos generales, lo que nos transmite nuestra percepción es la sensación de que nos movemos hacia adelante, de modo que el pasado sólo podemos recordarlo y el futuro anticiparlo, y ambos permanecen inaccesibles a nosotros desde un punto de vista sensorial. Nuestros sentidos están anclados al presente, que parece moverse en una sola dirección: hacia adelante, hacia el futuro que aún no existe, dejando atrás el pasado, que sólo existe en el recuerdo y no en la realidad.

»Pero en cuanto a este momento presente, ¿cuánto dura y en qué consiste? ¿Cómo puede ser tan corto como un intervalo de Planck, es decir, diez a la menos cuarenta y tres segundos, cuando hasta el fenómeno más fugaz del que somos conscientes dura mucho más que este mínimo teórico? ¿Qué puede ser el presente? ¿Es una sucesión de intervalos de Planck, un puñado de ellos? ¿Es real siquiera?

—Sabe Dios —dijo Galileo—. Yo lo cuento en latidos de corazón. El latido del momento es mi presente, espero.

—En la práctica, ése es un lapso muy prolongado. Bueno, examina las ecuaciones temporales de Bao y comprobarás lo bien que explican cada presente que percibimos, como el dilatado lapso de tu latido.

Su vuelo los llevó hasta algo parecido a una catedral, o a un inmenso copo de nieve formado por la intersección de números y cifras cuyos detalles se le escapaban por completo a Galileo. Trató de aprehender las formas arquitectónicas que constituían, pero ya no era capaz de seguir las matemáticas.

—Sus ecuaciones postulan una multiplicidad temporal formada por tres dimensiones, de modo que lo que percibimos como el paso del tiempo, lo que llamamos el tiempo, es en realidad un compuesto con un vector formado por las tres temporalidades. Podemos verlo aquí, en algo parecido a un diagrama de Feynmann para las partículas elementales. De hecho, podemos volar por él, ¿ves? La primera temporalidad se mueve muy de prisa, a la velocidad de la luz, en realidad. Esto explica la velocidad de la luz, que no es más que la velocidad del movimiento en esta dimensión si la consideras como un espacio. Por consiguiente, a ese tiempo lo llamamos tiempo de la velocidad de la luz, o tiempo c, por la antigua notación de esta magnitud.

—¿Y qué velocidad era ésa?

—Trescientos mil kilómetros por segundo.

—Es mucho.

—Sí. Esa componente del tiempo es muy veloz. ¡El tiempo vuela! Pero la segunda dimensión temporal, comparada con ella, es muy lenta. Tanto que la mayoría de los fenómenos parecen suspendidos en su interior, casi como si fuera la red absoluta del espacio newtoniano… es decir, galileano. A éste lo llamamos tiempo lateral o eterno, es decir, tiempo e, y hemos descubierto que vibra lentamente adelante y atrás, como si el universo fuera una cuerda, o una burbuja, que vibra o respira. Se produce un movimiento sistólico-diastólico cuando vibra, pero la vibración interactúa débilmente con nosotros y su amplitud parece pequeña.

—Todas las cosas perviven en Dios —dijo Galileo, acordándose de una plegaria que había aprendido una vez, cuando, de niño, había acudido brevemente a una escuela monacal.

—Sí. Aunque sigue siendo una temporalidad, una especie de tiempo en el que nos movemos. Nosotros mismos vibramos adelante y atrás en su seno.

—Creo que ya veo…

—Y luego, por último —continuó ella—, a la tercera dimensión temporal la llamamos antichronos, porque se mueve en sentido contrario al tiempo c, al tiempo que interactúa con el tiempo e. Las tres temporalidades fluyen a través de sí y resuenan unas en otras, y cada una de ellas palpita con sus propias vibraciones. Por tanto, las experimentamos como si fueran una, como una especie de vector fluctuante, con efectos resonantes que se producen cuando los pulsos de las tres se solapan de diferentes maneras. Todas estas interacciones crean el tiempo percibido por la consciencia humana. El presente es un patrón de interferencia de tres elementos.

—Como los reflejos fragmentarios del sol sobre el agua. Montones de ellos a la vez, o casi a la vez.

—Si. Momentos potenciales que cobran existencia en la cúspide de las tres ondas. La naturaleza vectorial de la multiplicidad también explica muchos de los efectos temporales que experimentamos, como la entropía, la acción a distancia, las ondas temporales y sus efectos de resonancia e interferencia y, por supuesto, el entrelazamiento cuántico y la bilocalicación, que estás experimentando en tus propias carnes gracias a la tecnología desarrollada para movernos de manera epiléptica. En términos de lo que percibimos, las fluctuaciones en esta multiplicidad también son responsables de la mayoría de nuestros sueños, así como sensaciones menos comunes, como los recuerdos involuntarios, las premoniciones, el déjá vu, el presque vu, él jamais vu, la nostalgia, la precognición, el Ruckgriffe, el Schwanung, el paralipomenon, las uniones místicas con lo eterno o el Uno y así sucesivamente.

—Yo he sentido muchas de esas cosas —afirmó Galileo, confundido mientras volaba por los recuerdos de sus tiempos perdidos, de sus tiempos secretos—. En las horas insomnes de la noche, tendido en la cama, percibo esos fenómenos con frecuencia.

—¡Sí, y a veces también a la luz del día! La naturaleza compuesta de la multiplicidad genera nuestra percepción tanto de la transitoriedad como de la permanencia, del ser y del llegar a ser. Es la responsable de esa sensación paradójica que a menudo sentimos, la de que cualquier momento de mi pasado sucedió hace sólo un momento y a la vez está separado de mí por un inmenso abismo temporal. Ambas cosas son ciertas; son percepciones subconscientes de un tiempo e y un tiempo c laminados.

—¿Y esa sensación de eternidad que a veces me embarga? ¿Cuando me siento repicar como una campana?

—Ésa sería una percepción aislada y muy marcada del tiempo e, que de hecho vibra como una campana. Y así también, aunque de un modo diferente, la sensación de inexorable disolución o descomposición a la que a veces conocemos como entropía y el sentimiento llamado nostalgia, son percepciones del antichronos que pasa en su camino inverso a través de los tiempos c y e. De hecho, la obra de Bao desemboca en una descripción matemática de la entropía como una especie de fricción elemental entre el antichronos y el tiempo c, por decirlo así. Por su interacción.

—Las cosas resultan trituradas por ello —convino Galileo—. Nuestros cuerpos. Nuestras vidas.

—Ése es el efecto provocado por estar en una multiplicidad compuesta por tres movimientos diferentes.

—Cuesta entenderlo.

—Naturalmente. Por lo general experimentamos el tiempo como un vector unificado, del mismo modo que experimentamos el espacio como una unidad formada por tres macrodimensiones espaciales. No vemos esta unidad como longitud, anchura y altura, sino que, simplemente, experimentamos el espacio. El tiempo, de un modo similar, es triple pero único.

—Como las olas en la desembocadura de un río —se aventuró Galileo. Una vez, de niño, había visto que las algas fluían primero en un sentido y luego en el otro. Y en ese momento cambió el sentido de la corriente—: A veces el agua se mueve en ambos sentidos y las interferencias pueden ser muy visibles o muy obvias. Y el agua siempre está ahí.

—Hay patrones de interferencia, sí. Otras personas lo llaman el bucle de Penélope, y explican que cada uno de nosotros está en su sitio, tejiendo laboriosamente, mientras que ahora los analeptas vuelven atrás en el tiempo y vuelven a tejer determinadas secciones. En cualquier caso, el tiempo no es laminar. Cambia y fluye, se quiebra y se transforma, percola y resuena.

—Y habéis descubierto como navegar por estas corrientes.

—Sí, en alguna medida. Hemos aprendido a crear cargas que a su vez generan un remolino de antichronos y a arrojar algo en su interior. Entonces, cuando el remolino vuelve a tocar el tiempo c, se crea una potencialidad complementaria. Con esto bastaba para realizar una forma limitada de viajes en el tiempo. Podíamos realizar analepsis en ciertos entrelazamientos resonantes de la multiplicidad. Pero hacían falta ingentes cantidades de energía para enviar atrás en el tiempo las máquinas de transferencia. Tan ingentes, de hecho, que sólo pudimos enviar unos pocos entrelazadores a potencialidades pasadas bilocalizadas. Los agujeros negros succionaron enormes cantidades del gas de los gigantes gaseosos exteriores por cada entrelazador enviado. Después de eso, los dejábamos en el sitio para usarlos como portales para el entrelazamiento de conciencias. Este entrelazamiento requiere mucha menos energía, pues es una especie de campo de ensueño inducido o potencial. Los entrelazamientos generan un tiempo potencial complementario por cada analepsis y cada prolepsis, y tanto por esta razón como por otras, el proceso continuó envuelto en la controversia mientras se siguió utilizando. Para mover en el tiempo diez o doce entrelazadores hubo que sacrificar por completo dos de los gigantes gaseosos de las regiones exteriores. Llegamos a la conclusión de que era suficiente, o incluso demasiado. En realidad, ésta es una tecnología de hace aproximadamente un siglo, cuando los analeptas volvían atrás en el tiempo con frecuencia y a menudo se peleaban por los cambios que cada uno había provocado, Ganímedes más que nadie entre ellos. Desde entonces lo hemos reconsiderado. Y no existe, ni de lejos, el consenso de que fuese una buena idea.

—Yo diría que no lo era —respondió Galileo—. ¿Por qué lo hacen?

—Algunos querían retrotraer analépticamente la ciencia a una época anterior a la de su aparición natural, con la esperanza de que la historia de la humanidad fuese un poco menos atroz.

—¿Y para qué molestarse, una vez llegados hasta aquí?

—Los años intermedios fueron mucho peores de lo que imaginas. Y el caso es que no estamos sólo aquí; también estamos allí. No estás comprendiendo del todo lo que te he contado. Todos estamos conectados y vivos en la multiplicidad de multiplicidades.

Galileo se encogió de hombros.

—Las cosas siguen pareciendo acontecer en sucesión.

Ella negó con la cabeza.

—Sea como sea, lo que ves aquí es una humanidad dañada y traumatizada. Durante un tiempo creimos que actuar sobre el pasado podía cambiarlo para mejor. Como una especie de redención.

—Ya veo… creo. Pero, volviendo a lo que me habéis enseñado…, son sólo ocho dimensiones, si no he perdido la cuenta. Cinco espaciales y cinco temporales.

—Sí.

—¿Y las otras dos?

—Una de ellos es una microdimensión auténticamente implícita situada dentro de todas las demás. En ella, cada partícula fundamental contiene un universo. Así, todas ellas, y las nuestras también, existen dentro de una macromultiplicidad, podríamos llamarla. Esto genera multitud de universos, una especie de hiperespacio de la potencialidad, situado mucho más allá de la percepción humana, aunque susceptible de ser descubierto mediante la observación de las altas energía cósmicas y la radiación de fondo. Se dice que en esta multiplicidad hay tantos universos existentes o potenciales como átomos en el nuestro, y algunos creen que hay muchísimos más, en un orden de magnitud entre la décima y la tresmilésima potencia.

—Eso es mucho —dijo Galileo.

—Sí, pero sigue sin ser el infinito.

Galileo suspiró. Vio que ya no estaban volando, sino en una sala del tamaño de una de las aulas de Padua. Cuando Aurora señalaba una pared, aparecían palabras y ecuaciones en ella. Lo guió por la descripción matemática de la décima dimensión, la multiplicidad de multiplicidades, y a Galileo, mientras se afanaba por seguirla, le reconfortó al idea de que, incluso allí, el trabajo de ella era una especie de geometría espacial, de cosas dispuestas con sus respectivas relaciones, con sus proporciones, como siempre. Puede que lo hiciera por consideración a él, pero así todo cobraba sentido. Todo se podía explicar: las extrañas paradojas de la mecánica cuántica, el insólito nacimiento del universo a partir de un único punto que nunca había estado allí. Todas las leyes de la naturaleza, todas las fuerzas y partículas, todas las constantes y las diversas manifestaciones del tiempo, del ser y del llegar a ser, sus viajes supracronológicos en el tiempo, la rara realidad gigantesca del entrelazamiento universal, quedaban explicadas. Era un todo, un organismo palpitante, y Dios era, en efecto, un matemático: un matemático de tan formidable complejidad, sutileza y elegancia que la experiencia de contemplarlo era inhumana y estaba más allá de lo que podía abarcar la capacidad de percepción del hombre.

—Me duele la cabeza —admitió Galileo.

—Volvamos entonces —dijo Aurora.

Mientras volvía volando al mundo en compañía de Aurora, Galileo experimentó un momento de curiosidad egoísta. Durante su primera clase había vislumbrado por un momento a su héroe, Arquímedes, tan claramente como si hubiera atravesado el teletrasporta para ver al griego cara a cara o incluso hubiera vivido su vida. Alguien había mencionado que Ganímedes había visitado a Arquímedes antes que a él. Puede que eso lo explicara. En aquel momento, mientras Aurora estaba absorta en una conversación privada con sus ayudantes, Galileo, en voz baja, solicitó a la máquina de enseñanza que le mostrara el trasfondo histórico del astrónomo Galileo Galilei.

Al instante se vio arrojado a un espacio como el que había rodeado a Arquímedes: no un momento, sino una vida, la suya. Su vida lo invadió, en Florencia, en Pisa, en Padua, luego en Bellosguardo y al fin en una casa más pequeña que no reconoció, en un pueblo. Todo ello lo inundó al instante, hasta el más mínimo detalle, y aterrorizado, gritó:

—¡Basta! ¡Lleváoslo!

Aurora apareció ante él. Parecía sorprendida.

—¿Por qué has hecho eso?

—Quería saber.

—Así parece. Ahora tendrás que olvidar.

—¡Espero poder hacerlo! Supongo que me administraréis el amnestésico que me ayudará a hacerlo, ¿no?

—No —dijo ella mientras lo miraba con curiosidad—. No puedo. Ésas son las cosas que hace Hera. Tendrás que afrontar solo lo que has descubierto.

Galileo gimió. Tuvo que hacer un esfuerzo para levantarse del gran asiento reclinatorio, con el casco de Aurora todavía en la cabeza. Estaba agotado y aterrorizado. La sensación de aprehensión inmediata e intensa seguía en su interior, pero ahora todo tenía que ver con su vida. Su pasado… el momento presente…

Había gente hablando. Aurora y sus ayudantes. Durante un instante había dejado de percibirlo. Pensamientos expresados por medio de una lengua, como la voz que hablaba en su interior. Era algo muy simple, como el canto de los pájaros. Bonito, a veces incluso hermoso, pero ni de lejos tan expresivo como las matemáticas. En aquel momento hizo un esfuerzo por recordar y un esfuerzo por olvidar. Parte de ello estaba allí y parte de ello había desaparecido, pero no como a él le habría gustado. No se podía hacer nada al respecto. La enseñanza se había producido en su interior y había dejado sus marcas. Permanecería en algún lugar dentro de él, en lo que llamaban el tiempo e o en ese presente evanescente que siempre afloraba al borde del tiempo c. O retrocedería a lomos del antichronos hasta el muchacho lleno de curiosidad que observaba cómo se balanceaba la lámpara de la catedral. El recuerdo como una forma de precognición.

Miró a Aurora de nuevo. Una anciana poseedora, ahora lo sabía, de conocimientos sobre las matemáticas y el universo físico que trascendían con mucho, con muchísimo, los suyos. Era muy sorprendente. Nunca había pensado que pudiera existir una persona tal.

—¿Creéis en Dios? —le preguntó.

—Me parece que no. No creo comprender el concepto. —Titubeó un instante—. ¿Podemos ir a comer algo? ¿Tienes hambre? Porque yo sí.

Se sentaron a una mesa baja, junto a la barandilla del otro extremo. Era una altana, le pareció a él. Al igual que en Venecia, ponían el suelo en los tejados. Se situó junto a la barandilla y contempló aquella Venecia bajo el palpitante cielo verde azulado. Sobre la mesa, entre ellos, había platos con pequeños cubos y tajadas de una sustancia vegetal desconocida para Galileo, sazonada con jengibre, ajo u otras especias picantes con las que no estaba familiarizado que le provocaron un hormigueo en la lengua y picores en la nariz. El agua tenía sabor a cereza. Bebió con avidez, pues de repente se encontraba sediento. Su mirada recorrió los edificios de color cobalto y turquesa pálido que había debajo de ellos. Europa era un mundo de hielo e lo un mundo de fuego. ¿Significaba eso que Ganímedes y Calisto eran de tierra y de aire?

—¿Habéis vuelto a comunicaros con la criatura que hay debajo de nosotros? —preguntó a Aurora—. Antes estuvisteis hablándome de eso. Dijisteis que parece conocer bien los principios de la gravedad, ¿no?

—Sí.

—¿Y la temporalidad compuesta, el vector de los tres tiempos?

—Eso no hemos podido determinarlo.

—Mostradme las comunicaciones.

Aurora sonrió.

—Han pasado once años desde que se abrió la capa de hielo y se confirmó la existencia de esa inteligencia. La mayoría de nuestras interacciones han terminado en callejones sin salida. Pero aquí se puede ver un resumen de todo ello…

Señaló la mesa y Galileo, al mirar hacia allí, se encontró con largas cadenas de símbolos matemáticos e información organizada gráficamente. Las enseñanzas que había recibido palpitaban en su cabeza como una especie de migraña. Trató de aplicar la información al nuevo problema.

—Interesante —dijo al fin—. ¿Qué constituye físicamente esa criatura, lo sabéis? ¿Habéis localizado la fuente corporal de su mente?

—Llena el océano que tenemos debajo, pero no es el océano. Las cosas parecidas a peces que viste, creo…

—Vi unas espirales de luz azul, parecidas a anguilas, más que a peces.

—Sí, bueno, procedían de partes de un todo más grande. Como las neuronas de una inteligencia ampliamente distribuida. Pero aun así no parece haber una consciencia, como nosotros la reconoceríamos. Hay como una ausencia en sus procesos cognitivos, relacionada con la percepción del yo y de los demás. Una ausencia que hace sospechar a algunos que estamos comunicándonos sólo con una parte de un todo mayor.

—¿Pero?

—No lo sabemos. Pero hay algunos que desean averiguarlo.

—¿No todos?

—Oh, no, en absoluto. Hay cierta… controversia. Un desacuerdo muy básico de naturaleza filosófica o religiosa. Un desacuerdo que se podría calificar de peligroso…

—¿Peligroso? —preguntó Galileo con aprensión—. Yo pensaba que habíais dejado esas cosas en el pasado.

Aurora negó con la cabeza.

—Somos humanos y, por consiguiente, discutimos. Y ésta es una discusión que podría desembocar en violencia.

Disenso entre los galileanos. Bueno, ya lo sabía. Hera lo había secuestrado y Ganímedes había embestido a los europanos con su nave. No debería sorprenderlo. Lo sorprendente habría sido que la naturaleza de los hombres hubiera cambiado.

—¿Violencia física?

—La gente está mucho más dispuesta a matarse por sus ideas que por la comida —respondió ella—. La historia ha dejado esto muy claro. Es un hecho estadístico.

—Puede —aventuró Galileo— que cuando la comida está asegurada, la búsqueda de certeza se traslade a otra parte.

—Desde luego —repuso ella—. ¡A la multiplicidad de multiplicidades! —y rompió a reír.

Y como para ilustrar su argumento, en aquel momento salió Hera de la antecámara de cristal, majestuosa en una armadura de marfil. La seguía su equivalente de la Guardia Suiza, una docena de matones aún más grandes que ella.

Se aproximó a Galileo negando con la cabeza como si se tratase de un niño y acabase de cometer una trasgresión imposible de entender para ella.

—¡Otra vez tú! —dijo bruscamente, molesto por su expresión—. ¿Qué? ¿De qué se trata esta vez?

En ese momento salió un grupo de lugareños de la antecámara siguiente. Al verlos, Hera dijo:

—Esa chusma intenta impedir que me una a vosotros aquí, en un espacio público. Un instante.

Su grupo y ella corrieron hacia los europanos y se inició una pelea. En Venecia, una reyerta similar habría sido peligrosa, pues en seguida habrían empezado a asomar los puñales. Allí no hubo más que empujones y gritos, y algún que otro aspaviento.

—¡Vamos a denunciaros por asalto! —gritó Hera—. ¡Espero que os envíen al exilio!

—¡Eres tú la que nos ha asaltado! —gritó uno de ellos, y acto seguido intentó apelar a Aurora—. Hemos hecho lo que hemos podido. No se detiene ante nada.

La matemática los observó sin expresión alguna.

—En tal caso, dejadla hablar.

Hera volvió junto a Galileo.

—Coged el entrelazador —le dijo a los suyos señalando la caja de peltre. Se volvió hacia Aurora y añadió—: Debería tenerlo yo y lo sabes perfectamente.

Uno de sus guardias se acercó a la caja y la recogió. Entonces, sin previo aviso, Hera agarró a Galileo del brazo, lo levantó en vilo y se lo llevó hasta los armarios de cristal, dejando una retaguardia para proteger su repliegue.

—¿Otra vez me secuestras? —inquirió Galileo con tono cáustico mientras luchaba por zafarse de ella. Para su vergüenza, no fue capaz ni tan sólo de frenarla un poco.

Ella puso los ojos en blanco mientras lo dejaba en el suelo y lo obligaba a seguirla a paso vivo.

—Los compuestos que te administra Aurora —dijo con tono enfático— y sus lecciones no sólo te enseñan matemáticas. Te están cambiando. ¡Para cuando termines, no siquiera recordarás lo que yo te había mostrado! ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas cómo te quemaron?

—¡Pues claro! No pienso olvidarlo. ¿Cómo va a provocar eso el mero hecho de aprender más matemáticas?

—Cambiándote de tal modo que, aunque lo recuerdes, dejes de entender por qué sucedió.

—¡Es que nunca he sabido por qué sucedió! —gritó Galileo, repentinamente furioso. Intentó golpearla, pero ella esquivó el puñetazo sin la menor dificultad—. ¡Aún sigo tratando de entenderlo! —volvió a golpearla, y esta vez la alcanzó en el brazo, pero fue como pegarle a un árbol—. ¡Todo lo que he hecho desde que me lo mostraste sólo parece acercarme más a ese desenlace! Me han destruido. Y la cosa podría empeorar aún más. ¡Ésa es precisamente una de las razones por las que quiero saber más! —y finalmente logró zafarse de ella de un tirón.

Hera volvió a agarrarlo del brazo. Su presa era tan fuerte como las garras de un águila.

—No lo entiendes. Tu destino no tiene nada que ver con las matemáticas y la física teórica. Tiene que ver con la situación en tu hogar y contigo mismo, tu naturaleza y tus respuestas características. La clase de conclusiones que extraes y tu forma de reaccionar en caso de crisis. Tú eres tu propio problema.

Lo metió en el armario de cristal y, una vez allí, lo soltó. Furiosa, comenzó a apretar botones en el panel que había junto a la puerta…

—Supongo que tendré que enseñarte esa parte, como Aurora te ha enseñado la física.

—Pero aquí estamos trabajando. Están intentando ponerse en contacto con la criatura que hay en el interior de Europa y yo estaba ayudándolos.

—Eso no es asunto tuyo. Y hay gente que piensa que ya entiende a esa criatura. Incluido Ganímedes, de hecho. Son sus seguidores y él los que están causando los problemas.

—¿Cómo es eso?

—Siguen considerando que la criatura de Europa es un peligro para nosotros, un peligro mortal.

—Pero ¿por qué? ¿Como puede ser?

—Eso no importa.

—¡Claro que importa!

—Para ti no. Lo que debería importante a ti es hacer lo que hiciste en tu época sin terminar en la hoguera por ello. ¿Quieres terminar en la hoguera?

—¡No! Lo que pasa es que sigo sin entender qué relación puede tener eso con el hecho de saber más.

Ella negó con la cabeza, con las mejillas sonrojadas y la respiración aún entrecortada, y lo miró con expresión sombría. Al salir del armario móvil, que ahora estaba en el suelo, dijo:

—No entiendes nada. Y sobre todo no te entiendes a ti mismo. Toda esa actividad incesante y celebrada, realizada en la ignorancia…

—¡Sé tanto como el que más! Y más que la mayoría. Tú sabes menos que yo sobre el funcionamiento del mundo, a pesar de contar con catorce siglos de ventaja. No tienes nada que enseñarme.

—No hay odio como el que siente la ignorancia por el conocimiento —citó ella con tono sardónico—. Sobre todo el conocimiento de uno mismo. ¿Quieres que te quemen o no?

—No.

—Pues entonces ven. —Hizo un gesto rápido a un nuevo grupo de seguidores suyos que esperaba junto a una embarcación alargada y chata, parecida a una góndola. El guardia del teletrasporta apareció corriendo tras ellos y dejó la máquina junto a Hera.

—Tengo que reunirme con el gran consejo en Calisto —dijo Hera a Galileo mientas señalaba la góndola con un gesto—. El viaje hasta allí me llevará varias horas. Vendrás conmigo y podremos hablar. Hay algunas cosas en tu vida que debes ver.

—Discúlpame… —respondió él.

Hera se revolvió y le dirigió una mirada furiosa desde escasos centímetros de distancia.

—¡No pienso disculparte! Te llevaré de vuelta a tu vida todas las veces que sean necesarias.

—¿Para qué?

—Para que hagas lo que debes.

Aquello no sonaba bien.

Pues ¿qué ha sido uno salvo lo que ha sentido, y cómo podrá haber reconocimiento alguno si no vuelve a sentirlo?

GEORGES POULET

El séquito de Hera lo ayudó a subir a la góndola. Se sentó junto al teletrasporta, con Hera detrás, y tras un acelerón tan brusco que la proa se levantó del agua, navegaron pasando entre otras embarcaciones más lentas hasta ir a atracar, con un golpe seco, en el extremo de un canal lateral. Desde allí, otro de aquellos armarios que se desplazaban en vertical los llevó, junto con la caja, hasta el tejado de hielo, y tras atravesarlo (en un fugaz destello de aguamarina pura), hasta la superficie de Europa, bajo la colosal esfera de llamativas bandas amarillas de Júpiter. A continuación, Hera recogió el entrelazador y llevó a Galileo hasta una nave con forma de vaina, no mayor que la góndola en la que habían venido, pero totalmente cerrada. Le indicó que se amarrara a un asiento acolchado de grandes dimensiones, abrochó ella misma algunos de los cierres y luego se aseguró igualmente en su propio asiento.

—Un momento —dijo con brusquedad, y Galileo sintió una presión que lo empujaba contra el asiento y una leve vibración que recorría toda la nave. Al mirar por la ventanilla que había en la estancia, vio que estaban ascendiendo hacia el espacio.

—¿Adónde nos dirigimos?

—A Calisto, como ya te he dicho. Tengo que asistir a la reunión del consejo sobre la criatura de Europa, así que ahora mismo no tengo tiempo para atenderte, pero al enterarme de lo que estabas haciendo pensé que era perfectamente posible que arruinaras tu propia vida, así como mucho de lo que sucedió tras ella. Ahora mismo podría decirse que libramos una guerra en múltiples frentes.

Estuvo unos momentos tecleando en su consola y, de improviso, la nave desapareció y fue como si estuvieran sentados en sus sillas sobre un pequeño suelo que flotara libremente en el espacio. Volaban a gran velocidad, a juzgar por los cambios experimentados por Júpiter y las estrellas, aunque no había ninguna sensación de movimiento. Galileo, sorprendido por la vista, examinó el gran gigante gaseoso con el nuevo arsenal matemático de que disponía su mente, lo que le permitió ver el abundante pliegue filotáxico de las circunvoluciones de los bordes de las bandas como la ilustración de dinámicas de fluidos en cinco dimensiones, como mínimo, lo que dotaba a la superficie de la vasta esfera de más textura que nunca.

Hera también lo contemplaba. La visión pareció tranquilizarla. Su respiración se calmó y sus mejillas y antebrazos perdieron parte de la coloración rojiza. Galileo, al verla allí, junto al sistema joviano y al resto de las estrellas, pensó en lo que había aprendido durante la lección de matemáticas.

Vio que se quedaba dormida. Dormitó allí sentada durante un buen rato. Era la primera vez que Galileo veía dormir a alguno de los jovianos y observó su rostro relajado con la misma y exhaustiva atención que había prestado a la clase de matemáticas. Era un rostro humano y, como tal, hipnótico. Puede que también él se quedara dormido un rato, porque lo siguiente de lo que tuvo conciencia fue que ella estaba tecleando en su consola y las bandas del gran planeta habían cambiado de aspecto. La parte iluminada era ahora una media luna y el terminador era una línea curva muy clara, mientras que la cara oscura estaba realmente oscura. Se encontraban más cerca de él de lo que Galileo recordaba, así que ocupaba una gran parte del firmamento, el espacio equivalente a unas cien lunas de la Tierra. La cara iluminada, un maravilloso arco de untuosos anaranjados divididos en bandas, parecía irrumpir en medio del cielo negro desde un universo más vívido.

—¿Estamos acercándonos a Calisto? —preguntó mientras contemplaba en derredor la negra y estrellada noche. No había ninguna luna a la vista.

—No —respondió ella—. Aún nos queda un largo camino. Varias horas.

La cara iluminada estaba adelgazando a ojos vista. Debían de estar desplazándose a gran velocidad.

—¿Cómo puede ser invisible vuestra nave?

—No lo es. Las paredes pueden convertirse en pantallas sobre las que se proyecta lo que verías si estuvieras mirando a través de ellas.

La velocidad era elevadísima. La cara iluminada se convirtió en un inmenso arco, unas dos veces más grande del que necesitaría Orion, estrecho y de brillantes colores, laminado en la dirección errónea y fuertemente estirado, como si se dispusiera a soltar una flecha. Fue menguando simétricamente en dirección a la oscuridad desde la parte superior y la inferior. Con un último parpadeo, desapareció. El sol quedó totalmente eclipsado. Se quedaron frente a la cara oscura de Júpiter. Como ninguna de las cuatro Galileanas estaba a la vista, la iluminación de la cara oscura del gran planeta quedaba en manos únicamente de las estrellas, y quizá de Saturno, si se encontraba entre los cuerpos celestes que se podían ver desde allí. En cualquier caso se trataba de una luz muy tenue, pero no de la nada, no de la negrura. Aún podía discernir las bandas longitudinales, e incluso los pliegues de tafetán de sus bordes. Ahora que la luz era tan sutil, podía ver que la superficie del planeta no era un líquido sólido, como una pintura al óleo, sino más bien unas nubes de opacidad y transparencia variable, teñidas de mil combinaciones distintas de azufre y naranja, crema y ladrillo. En algunos sitios, la superficie estaba acanalada como lo está la parte inferior de las nubes en ciertos días ventosos. Por todas partes brotaban géiseres al espacio sobre las nubes, formando hileras de fumarolas en paralelo a las bandas, que se veían arrastradas hacia el este o hacia el oeste. Hasta le pareció ver el movimiento de las nubes, los poderosos vientos de Júpiter.

Hera bostezó; ya había visto otras veces aquella maravilla.

—Tenemos tiempo para trabajar un poco en ti y en tu existencia italiana. Puede que nos venga bien.

—No veo por qué —objetó Galileo, incómodo—. No querias que aprendiera más matemáticas.

—No, pero ahora que ya lo has hecho, debes entender el contexto. Tienes que conocer tu vida. Esto no va a desaparecer, o sea que o lo comprendes o quedarás lisiado por el olvido y la represión.

—Así que eres Mnemósine —dijo Galileo—. La musa de la memoria.

—Fui una mnemósine. —Le entregó un casco metálico que se parecía al de Aurora, o incluso a su propio celatone—. Ten —dijo—. Ponte esto.

Galileo se lo colocó sobre la cabeza.

—¿Para qué sirve éste?

—Te ayudará a recordar. ¡Presta atención! —Y le dio un golpecito en la cabeza.

Su madre le estaba gritando a su padre. Era domingo por la mañana y estaban preparándose para ir a la iglesia, uno de sus momentos predilectos para gritar. Galileo tenía la cabeza metida en el interior de la camisa de los domingos, que estaba intentando ponerse. Pero en lugar de tirar de ella, la dejó cubriéndose la cabeza, aislándolo de todo aquello.

—¿Qué quiere decir que me calle? ¿Cómo puedo callarme cuando tengo que ir a suplicar crédito al casero, al frutero y a todo el mundo? ¿Cómo tendríamos un techo sobre nuestras cabezas si no me pasara el día entero hilando, cardando y cosiendo hasta dejarme los ojos mientras tú pierdes el tiempo con un laúd?

—Es mi oficio —protestó Vincenzio. Pero su defensa se había debilitado de tanto utilizarla—. He tenido una audiencia en la corte y puede que pronto tenga otra. Doy clases, tengo mis estudiantes, mis encargos, mis artículos, mis canciones…

—¿Canciones? ¡Justo! Tú tocas el laúd y yo pago las deudas. Trabajo para que puedas rasgar tu laúd en el patio y soñar con ser un cortesano. Tú sueñas y los demás lo sufrimos. ¡Cinco hijos que salen harapientos a la calle y sigues aquí sentado tocando el laúd! ¡Detesto ese sonido!

—¡Es mi oficio! ¿Qué quieres, dejarme sin oficio? ¿Me dejarías sin manos, sin lengua?

—¿A eso lo llamas oficio? Oh sta cheto, soddomitaccio!

Vincenzio suspiró. Impotente, se volvió hacia sus hijos, que asistían a la escena con los ojos muy abiertos, como siempre.

—Déjalo —le suplicó—. Vamos a llegar tarde a misa.

En la iglesia, Galileo miró a su alrededor. Parecían algo más pobres que la mayoría de los demás presentes. Su tío era mercader de textiles, como tantos otros en Florencia, y empleaba a su madre para que enmendara los errores de sus trabajadores. Mientras el sacerdote cantaba las partes musicales del servicio, su madre lanzaba a Vincenzio una mirada negra que éste trataba de ignorar. No era infrecuente que susurrara de forma audible alguna obscenidad venenosa en plena iglesia.

Uno de los acólitos encendió un pebetero suspendido de las vigas del techo y éste comenzó a balancearse lentamente sobre la cadena que lo sujetaba. Adelante y atrás, adelante y atrás. Al observarlo con detenimiento, Galileo tuvo la sensación de que, por muy grande o muy pequeño que fuese el arco descrito por él, siempre tardaba el mismo tiempo en completarlo. A medida que los balanceos se reducían en longitud, su velocidad parecía aminorar en la misma medida. Se llevó el pulgar a la muñeca y apretó para poder contar usando el pulso. Sí, fuera el que fuese el tamaño del arco, el pebetero siempre tardaba el mismo tiempo en describirlo. Era interesante. Había un pequeño enigma en ello que le hizo olvidar todo lo demás.

Se encontraba en el espacio, volando a cierta distancia de la esfera cubierta de bandas que era la cara oscura de Júpiter. La desorientación lo hizo estremecer.

Hera había estado estudiando su consola, al parecer. Leyéndole los pensamientos.

—¿Sabes lo que le pasa a un niño cuando ve que su padre es objeto de abusos continuados por parte de su madre? —le preguntó.

Galileo rompió a reír sin poder evitarlo.

—Sí, creo que sí.

—No te pregunto si lo has vivido. Es obvio que sí. Me refiero a si te habías preguntado qué te provocó eso. Qué impacto tuvo en tus posteriores relaciones.

—No lo sé —Galileo apartó la mirada de ella. Le pesaba el casco y le picaba la cabellera en varios sitios—. ¿Qué puedo decir? Nunca me gustó mi madre, eso sí lo sé. Fue mala con todos nosotros.

—Eso tiene sus efectos, por supuesto. En un patriarcado, una mujer que domina a un hombre parece algo antinatural. Una situación risible, en el mejor de los casos, o un crimen, en el peor. Así que detestabas y temías a tu madre y le perdiste el respeto a tu padre. Juraste que nunca te sucedería a ti. Hasta puede que albergases deseos de venganza. Consecuentemente, esto afectó al resto de tu vida. Estabas decidido a ser más fuerte que nadie. Y a mantenerte alejado de las mujeres, e incluso puede que a hacerles daño si podías.

—He tenido montones de mujeres.

—Has practicado el sexo con montones de mujeres. No hablo de eso. El sexo puede ser un acto hostil. ¿Con cuántas mujeres te lias acostado?

—Con doscientas cuarenta y ocho.

—Así que permanecías libre, pensabas, al tiempo que podías tener relaciones con ellas. Es un comportamiento frecuente, fácil de ver y de entender. Pero la psicología de tu época era aún más primitiva que su física. Los temperamentos, los cuatro humores…

—Son realidades muy evidentes —objetó Galileo—. Se manifiestan en muchas personas.

—Es cierto. ¿Sufrías con frecuencia de melancolía?

—Tenía todos los humores en abundancia. A veces desbordantes. El equilibrio se alteraba dependiendo de las circunstancias. Como consecuencia de ello solía dormir mal. A veces no dormía nada. Mi principal problema era la falta de sueño.

—Y a veces te asaltaba la melancolía.

—Sí, a veces. Una melancolía negra. Mis espíritus vitales son fuertes y a veces produzco humores en exceso, parte de los cuales se queman y ascienden al cerebro en forma de vapor, en lugar de permanecer en estado líquido, como deberían. Son esos catarros los que provocan los estados de ánimo anormales. Sobre todo los vapores de la bilis negra. Ése es el catarro que provoca la melancolía.

—Sí. —Lo miró—. Pero no tenía nada que ver con tu madre.

—No.

—No tenía nada que ver con tu miedo a las mujeres.

—En absoluto. ¡Me encantaban las mujeres!

—Te acostabas con mujeres. No es lo mismo.

—Estaba Marina —dijo Galileo, y a continuación, vacilante, añadió—: A Marina la quería. Al menos al principio.

—Ya lo veremos. Vamos a ver cómo empezó y cómo terminó.

—No…

Pero entonces ella tocó el costado del casco.

Estaba en el palazzo de Sagredo sobre el Gran Canal, esperando a que llegaran las mozas de la fiesta. Sagredo siempre invitaba a algunas. A Galileo le gustaba tener mozas siempre diferentes. Su variedad se había convertido en algo que perseguía con lujuria: el hecho de que fuesen grandes o menudas, rubias o morenas, audaces o tímidas, pero, sobre todo, que fuesen diferentes. Como él era diferente, la diferencia lo atraía. Porque, en lo tocante al sexo, la gente aprendía a disfrutar de lo que tenía. Llevaba la cuenta de ellas en la cabeza y era capaz de recordarlas a todas. Había muchas clases diferentes de belleza. Así que en aquel momento, mientras escuchaba a Valerio tocar el laúd, atiborrado de vino y de la comida del banquete de Sagredo, esperaba a ver qué le traía el mundo.

Bajo el arco de la puerta principal pasó una chica de cabello negro. Durante los primeros segundos de su aparición bajo la brillante luz de las velas, Galileo se sintió embargado por una compulsión.

Al principio, ella no lo vio. Estaba riéndose de algo que había dicho una de las otras chicas.

Lo que Galileo buscaba en sus acompañantes femeninas, más allá de la simple diversidad, era una especie de vivacidad. Le gustaba la risa. Había algunas que estaban de un humor excelente durante el acto sexual, que lo convertían en una especie de juego de niños, una de esas danzas que hacen las amigas y que les hacían reír y alcanzar el éxtasis: había un arrebato en el acto, un arrebato que hacía volar el polvo de la sangre, brillar las lámparas, descascarillarse el pan de oro y resplandecer el mundo entero como si estuviese mojado.

A primera vista, aquella chica parecía una de ellas. Tenía esa chispa. Sus rasgos no eran vulgares, tenía el pelo negro como el plumaje de un cuervo y la clásica figura de las chicas de Venecia, alimentada a base de pescado y esbelta, de piernas largas y fuertes. Se rió con su compañera mientras Galileo cruzaba la habitación en dirección a ella. Tenía unas cejas tupidas que casi se tocaban sobre su nariz, y por debajo de ellas sus ojos eran de un castaño intenso, atravesado por unas líneas radiales de color negro, parecidas a piedras. Gracia felina, espíritu alegre, cabello negro… y también unos hombros anchos, un cuello y unas clavículas muy finos, un pecho elegante, una tez parda perfecta y unos brazos fuertes. Fluida al andar, y se movía por la sala como en un baile.

Se introdujo en su órbita, entre algunos amigos a los que habia conocido en fiestas anteriores, preparado para soportar sus chistes sobre el viejo profesor. Mientras se enzarzaba en duelos de agudezas con sus conocidos, ella captó su interés y sonrió. Revirtió el flujo de sus movimientos a través de la sala y, al cabo de poco tiempo, estaba a su lado, donde podían hablar bajo el ruido de todos los demás. Marina Gamba, dijo. Hija de un mercader que trabajaba en la riva de Sette Martiri. Propietario de un puesto de pescado, dedujo Galileo. Tenía montones de hermanos y hermanas y no se llevaba bien con su madre, así que vivía con mis primos cerca de la casa de sus padres, en la calle Pedrocchi. Disfrutaba de una ajetreada vida social. Galileo conocía el tipo a la perfección: chica del mercado de pescado durante el día, chica de las fiestas durante la noche. Sin duda analfabeta. Posiblemente ni supiera sumar, aunque si había aprendido a hacerlo la ayudaría en el mercado. Pero tenía una mirada de reojo, tímida y traviesa, que sugería un ingenio aguzado, pero no malicia. Todo bien. La quiso para sí.

Cuando la fiesta se trasladó a la altana del palazzo, la tenía detrás, apremiándolo en las escaleras con suaves empellones en las nalgas, y al llegar al descansillo, donde había una alargada tronera desde la que se divisaba el canal, él alargó los brazos y la atrajo hacia sí. Allí colisionaron en un abrazo rápido y explorativo. Era tan osada como se podía desear, así que no llegaron a subir las escaleras. Moviéndose por etapas llegaron hasta la alargada galería del segundo piso, orientada al Gran Canal, y una vez en ella, se acercaron hasta un sofá bastante privado que había en uno de sus extremos, un sofá que Galileo conocía bastante bien por haberlo usado antes con el mismo fin. Allí pudieron tenderse, besarse y manosearse bajo la ropa, que fue cayendo al suelo a la manera acostumbrada. El sofá no era lo bastante alargado, pero sus cojines se podían poner en la esquina que tenía detrás, cosa que hicieron para acomodarse sobre ellos en una violenta madeja formada por sus respectivos cuerpos. A ella se le daba muy bien y se rió del ardor de mirada violenta de su acompañante.

Así que todo iba bien, y más que bien, y la tenía sobre su regazo, desnuda y cabalgando con no poco embeleso, cuando, al apoyarse sobre uno de los grandes cojines de Sagredo, se encontró con una de las numerosas criaturas que albergaba la casa, un animal pequeño, peludo, con unos dientes como agujas, que, perturbado en mitad de su sueño, lo mordió en la oreja izquierda. Galileo rugió con todo el comedimiento posible y trató de arrancarse la criatura sin perder la oreja ni el ritmo del acto con Marina, quien, le parecía, había cerrado los ojos a sus tribulaciones para concentrarse en su propio placer, que parecía encontrarse en el accelerando final. Galileo no podía distinguir con el rabillo del ojo de qué clase que criatura se trataba exactamente. Puede que un zorro o una cría de erizo. Esperaba que no fuese una rata, pero tampoco le importaba. Volvió la cabeza y enterró la criatura entre los senos de Marina, que volaban arriba y abajo con tal violencia que confiaba en que captaran el interés de la criatura y decidiera pasar a morderlos a ellos. Al sentir su presencia, Marina abrió los ojos y soltó un gritito, pero entonces se echó a reír, intentó quitársela de encima de un manotazo y en su lugar alcanzó a Galileo en plena cara. Este la asió por uno de los senos y la atrajo hacia sí, al tiempo que, con la otra mano, tiraba del cuerpo espasmódico de la criatura. Juntos, los tres cayeron rodando de los cojines al suelo, pero Marina logró mantener el ritmo e incluso redoblar el paso. Los dos alcanzaron el éxtasis en medio de este caos, momento en el que Galileo exclamó:

—¡Giovan! ¡Cesco! ¡Ven a salvarme de tu maldita casa de fieras!

Logró librarse del animal agarrándolo del hocico. Al sentirlo, la criatura se convulsionó y desapareció al instante, dejando a los dos amantes allí, en la sanguinolenta calma de después del acto.

—¡Giovanni! ¡Francesco! Da igual.

Se quedaron allí tendidos. Ella le lamió la sangre del cuello durante un momento. Se burló de él llamándolo profesor loco, como todos los demás, pero luego, cuando volvieron a empezar las hostilidades amorosas, añadió jocosamente que podía usar su brújula militar para calcular los ángulos más placenteros que podían formar sus cuerpos juntos, a lo que él respondió con vigorosas risotadas.

—Bueno, ¿y por qué no? —dijo ella con una sonrisa—. Dicen que la habéis hecho tan complicada que se puede calcular cualquier cosa con ella. Demasiadas cosas, de hecho.

—¿Qué quieres decir con «demasiadas»?

—Eso es lo que dicen, que la habéis rellenado de manteca, como vuestra enorme panza. Dicen que es tan complicada que nadie es capaz de entenderla.

—¿Cómo?

—¡Es lo que dicen! Que nadie puede entenderla, que hay que dar clases durante un año entero en la universidad para aprender a hacerlo, y que incluso entonces no se puede.

—¡Eso es mentira! ¿Quién dice tales cosas?

—Pues todo el mundo, claro. Dicen que es tan complicada que, en caso de una batalla, sería más rápido medir las distancias caminando que calcularlas usando esa cosa vuestra. Dicen que para usarla habría que ser más listo que el propio Galileo, así que no sirve de nada. —Y rompió a reír al ver su expresión, que combinaba consternación y orgullo a partes iguales.

—¡Eso es absurdo! —protestó Galileo, aunque era agradable descubrir que la gente decía que era demasiado listo, aunque fuese por aquella razón. Además, estaba fascinado por la insolencia de Marina, así como por lo informada que parecía sobre él y sus asuntos, por no hablar de sus senos y de su expresión sonriente.

Así que se rieron mientras hacían el amor, la más soberbia combinación de emociones posible. Y todo ello sin mencionar acuerdo alguno: sólo riéndose. Así eran las cosas con cierto tipo de chica veneciana. En un momento dado, mientras la besaba en la oreja, Galileo pensó: «es la número doscientos cuarenta y ocho, si no he perdido la cuenta». Quizá fuese un buen número para parar.

Al alba se encontraban tendidos en el alféizar de la gran tronera, contemplando la superficie ligeramente cubierta de neblina del Gran Canal, calmada como un espejo, quebraba sólo por la estela de una solitaria góndola. Mientras tanto, el mundo se teñía de rosa sobre sus cabezas, aunque por debajo aún seguía de un azul crepuscular. A la luz del amanecer ella estaba cautivadora, despeinada, todo su cuerpo relajado, que se apretaba a él como el de un gato. Joven, pero no demasiado. Veintiuno, le dijo al ser preguntada. Desde luego tenía menos de veinticinco y puede que fuera tan joven como aseguraba.

—Tengo hambre —dijo ella—. ¿Y tú?

—Aún no.

—Yo pensaba que siempre estabas hambriento —dijo mientras restregaba la cadera contra su barriga—. Pareces un oso.

—¿Los osos están hambrientos constantemente?

—Supongo que sí.

Una vez vestidos y reunidos con los que bajaban a desayunar, colocó una pequeña bolsa de escudos delante de la blusa de ella y le dio un rápido beso, mientras decía:

—Un presente, hasta que volvamos a vernos —era una de sus frases habituales.

—Gracias, maestro —respondió ella con otro empujoncito de las caderas y un movimiento de cabeza para indicar lo mucho que se había divertido.

En la barcaza de regreso a Padua, Sagredo y Mercuriale se rieron de él. Sagredo, que los acompañaba para quedarse en su casa durante una semana, comentó:

—Es bonita.

Galileo se limitó a encogerse de hombros. Era una joven más de las que frecuentaban las fiestas venecianas, una chica de moral disoluta, pero de un modo veneciano que no era tanto prostitución como una especie de prolongación del carnaval y al que nadie podía objetar nada. La próxima vez que visitara la ciudad pasaría por su barrio y la buscaría. Se podía organizar para que fuese pronto. Podía regresar con Sagredo, quien parecía divertido, complacido por él y con el mundo y sus conjunciones. Galileo, siempre sensible a las miradas, recordó en aquel momento varias de las que le había dirigido Marina durante la noche, desde la primera a la de su despedida —dulce y cómplice, inteligente y bondadosa—, pasando por la que había aflorado a su cara cuando los atacara la bestezuela. Algo había ocurrido en su interior, algo nuevo, poco familiar, extraño. El amor se desplomó sobre él como un muro. Sagredo se echó a reír: veía como estaba sucediendo.