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El celatone

Ay, qué malvado destino y qué funesta estrella te han conducido hasta esta oscuridad peligrosa y opresiva y te han expuesto de manera cruel a tantas angustias mortales y te han destinado a morir por causa del feroz apetito y las fauces violentas de este dragón. Ay, ¿y si me engullera entero y, tras descomponerme en el interior de sus viles, sucias y fecales entrañas, me expulsara después por una inimaginable salida? ¡Qué extraña y trágica muerte, qué modo más triste de acabar con mi vida! Pero aquí estoy, sintiendo la bestia a mi espalda. ¿Quién ha presenciado nunca tan atroz y monstruoso giro de la fortuna?

Francesco Colonna, La lucha del amor en un sueño

Al regreso de Roma, Galileo pasó la mayor parte del año 1616 postrado en cama, exhausto y cansado del mundo. Todos sus achaques habituales hicieron acto de presencia: el reumatismo, los dolores de espalda, la dispepsia, los desvanecimientos, los síncopes, los catarros, las pesadillas, las sudoraciones nocturnas, las hernias, las hemorroides, las hemorragias nasales y epidérmicas…

—Cuando no es una cosa, es la otra —decía La Piera.

El canto del gallo daba inicio a cada día, seguido por unos gemidos casi igual de ruidosos procedentes de la cama del señor. Los criados los concebían como histrionismos de un hombre de fuerte carácter presa de una negra melancolía, pero a la pobre y pequeña Virginia le daban pavor. Pasaba días y días corriendo entre la cocina y los aposentos de Galileo, cuidándolo de manera incansable.

Como es natural, su estado de ánimo siempre había experimentado variaciones. Tras reflexionar sobre esta cuestión, la del temperamento, había llegado a la conclusión de que Galeno era más fiable que Aristóteles, cosa en modo alguno sorprendente. Galeno había sido el primero, que él conociera, en describir los humores, uno de los poco aspectos de la ciencia médica del pasado que perduraría en el futuro, puesto que las pruebas de su existencia estaban allá donde uno dirigiera la mirada. Todas las personas se encontraban bajo el influjo de un humor o de otro. O en ocasiones, como le ocurría a Sarpi, en un estado de contrapeso entre ellos que desembocaba en un equilibrio perfecto. En cuanto a él, Galileo Galilei, parecía dominado por cada uno de los cuatro en momentos diferentes: sanguíneo cuando el trabajo marchaba bien; colérico cuando era objeto de ataques o injurias; melancólico con frecuencia, como por ejemplo cuando pensaba en sus deudas o volvía a casa en el transbordador al ponerse el sol, o insomne en las horas previas al alba; y en todos los demás, flemático en alguna medida, puesto que su típica respuesta a los demás estados era rechazarlos encogiéndose de hombros y volver al trabajo con tozudez. El trabajo como medio para superarlo todo: su increíble tenacidad era, en última instancia, flemática, aunque también sanguínea y propensa a la irritación. Arriba y abajo, de lado a lado, así vadeaba el revuelo de los días, saltando de humor en humor, habitándolos todos en plenitud sucesivamente, incapaz de predecir cuál de ellos lo acosaría a continuación, incluidos los insomnios nocturnos, que en ocasiones, en lugar de negros y melancólicos, podían ser un prodigio de pureza y serenidad.

Con el paso de los años, su ama de llaves había aprendido a enfrentarse a estos acelerados y paradójicos cambios. Pero aquel episodio era el peor que recordaba.

Al menos, la villa de Bellosguardo era un buen lugar para ser un hipocondríaco. En la colina, desde la que se disfrutaba de una excelente vista de la ciudad, uno podía sentarse, descansar y observar el valle de tejados y el gran Duomo, que parecía navegar en dirección este en medio de una flota. Villa de Segui, la casa de la búsqueda (o del buscado). Había suscrito un préstamo de cinco años a razón de cien scudi anuales. La Piera dirigía el lugar y disponía de todo a su antojo. Tanto ella como la servidumbre disfrutaban de la casa, corta en corrientes de aire, y de su extensa parcela. Era una buena casa y en ella sus vidas estaban aseguradas.

Giovanfrancesco Sagredo vino desde Venecia a visitar a su amigo enfermo en la nueva morada que aún no había visto, lo que logró sacar a Galileo de la cama y a los jardines, que eran amplios y no demasiado exuberantes. Mientras paseaban, Sagredo se quejó con él de la prohibición de Bellarmino, sin decir una sola vez «te lo advertí» y sí, en cambio, felicitándolo repetidas veces por su nueva casa y sus tierras. Sagredo era un hombre de humor sanguíneo, que atesoraba una rara combinación de júbilo y sabiduría. ¡Cómo amaba la vida! Durante los tres años que Galileo le había enseñado en Padua, había cruzado a Venecia con frecuencia para alojarse en su rosado palazzo, y había terminado por enamorarse del apacible entusiasmo que Francesco profesaba a todas las cosas. Comía y bebía con ganas, nadaba en el Gran Canal, llevaba a cabo experimentos sobre magnetismo y termodinámica, cuidaba de sus animales como el abad de un monasterio de fieras, y siempre se mostraba despreocupado con respecto a la tarea que lo ocupaba en cada momento.

—Es un lugar precioso —dijo en aquel momento—. Mira, puedes usar ese pequeño cobertizo como taller. ¡Y desde allí disfrutas de unas vistas excelentes de la ciudad! Qué panorama. Puedes volar sobre gente cuyas vidas cambiarás para siempre con tu trabajo.

—No sé —rezongó Galileo, incapaz de sentirse satisfecho. Como muchos melancólicos, podía imitar un comportamiento sanguíneo en compañía de una persona sanguínea, pero confiaba lo suficiente en Francesco como para mostrarle sus verdaderos sentimientos—. Tengo la agobiante sensación de estar amordazado. No debería dejar que me molestase, pero me molesta.

Posteriormente, al acordarse de las quejas y lamentos de Galileo, Sagredo le escribió: «Vivere et laeteri; hoc est enim donum Dei. Vive y goza; éste es un regalo de Dios». Más tarde volvió a escribirle sobre el mismo asunto: «Filosofa cómodamente en tu cama y deja tranquilas las estrellas. Que los necios se comporten como necios y que los ignorantes se regodeen en su ignorancia. ¿Para qué arriesgarse al martirio por arrancárselos a la estupidez? No todos están llamados a contarse entre los elegidos. Yo creo que el universo se creó para estar a mi servicio, no yo al suyo. Vive como yo y serás feliz».

Probablemente fuera cierto, pero Galileo no podía hacerlo.

Tenía que trabajar; sin trabajar, tendía a la locura. Pero en aquel momento, la teoría copernicana era la base de todo aquello que le interesaba y tenía prohibido hablar sobre ella. Y él había sido el principal defensor de Copérnico —en Italia desde luego, pero en realidad también en Europa entera, habida cuenta de las excentricidades de Kepler—, de modo que sin él, no llegaría a ninguna parte. Todo el mundo comprendía que su silencio sobre la materia era la consecuencia de una admonición concreta sobre el par ticular, al margen de lo que dijera el testimonio escrito de Bellarmino. Tampoco podía, cada vez que se encontraba con alguien, sacar el escrito del cardenal, agitarlo ante sus narices y decir «¿Ves? No había tal admonición». Y, como es lógico, gran parte de estas habladurías se producían a sus espaldas, cosa que él sabía perfectamente. Sin embargo, no podía responder a ellas, porque existía una hueste de enemigos vigilantes siempre prestos a abalanzarse sobre cualquier cosa que pudiera publicar, escribir en privado o incluso enunciar a viva voz. Los espías estaban por todas partes, y en el aire de Florencia el aroma de la amenaza sacerdotal flotaba denso.

Para todos era evidente que lo vigilaban muy de cerca. Nada parecido le había sucedido nunca. En el pasado, la oposición lo había hecho feliz, porque significaba que sus oponentes, atraídos a un debate, serían gloriosamente aplastados por la letal combinación de razón y astucia que siempre enarbolaba. Pero todo esto era cosa del pasado.

—¡Me prohíben buscar la verdad! —se lamentaba pomposamente ante amigos y criados—. Me lo prohíbe el rigor vago, confuso y totalmente innecesario de una Iglesia de la que soy miembro reconocido y en la que creo con sincera devoción. ¡Y ni siquiera es la Iglesia representada por el papa la que me persigue, porque me he reunido con él y me ha ofrecido su bendición, sino más bien un aquelarre de enemigos envidiosos, embusteros y secretos, cuyos venenos dañan más a la Iglesia que a mí! No hay aversión como la que siente la ignorancia por el saber. ¡Porque la ignorancia podría saber, también, si lo deseara, pero es demasiado perezosa, maldita sea!

Así decía y decía, recitando el rosario entero de su resentimiento varias veces al día, hasta que la casa acabó cansada hasta la médula de lamentos y de quien los emitía. Y lo mismo le sucedía a él. Quería trabajar. A uno de sus amigos le escribió: «A la naturaleza le agrada trabajar, generar, producir y disolver en todo momento y en todo lugar. Estas metamorfosis son su mayor logro ¿Quién querría ponerle límites a la mente humana? ¿Quién se atrevería a afirmar que todo cuanto en el mundo es susceptible de conocimiento ya se conoce?.»

Finalmente terminó por aburrirse hasta de su enfado y comenzó a dirigir su atención a otras cosas. Por las mañanas salía al jardín, lo que siempre es un indicio del regreso de la cordura. Por las tardes escribía largas cartas. Sólo en las noches más claras volvía a contemplar las estrellas, cosa que había hecho con religiosa observancia antes del viaje a Roma y que ahora, cuando se producía, parecía responder a una compulsión autodestructiva, pues lo que veía a través del telescopio sólo servía para azuzar sus lamentos y hacer que maldijera su destino. Era algo así como hurgarse un diente cariado con la lengua.

Se sentaba en su escabel a mirar por el telescopio más potente de que dispusiera en cada momento y pasaba toda la noche meditando. En una ocasión se le ocurrió que no había equivalente longitudinal al ecuador, que el meridiano cero para la longitud terrestre debía pasar por el lugar de la Tierra más consciente de mi condición planetaria, esto es, su propia casa, o incluso su telescopio o su mente.

—Yo soy el meridiano cero de este mundo —murmuró con irritación—. Por eso me envidian tanto esos infelices.

Durante el día trataba de distraerse con otros asuntos. Llegaban cartas de sus antiguos estudiantes en las que le planteaban preguntas y le sugerían nuevos temas de estudio. A medida que pasaban los meses, fue trabajando con distintos grados de entusiasmo (aunque siempre moderado) en diferentes asuntos: el magnetismo, la condensación del agua, las piedras luminosas, el modo más apropiado de tasar un caballo, la resistencia de los materiales (un antiguo interés) y las probabilidades implicadas en el lanzamiento de los dados (un interés nuevo). En este último campo, la rapidez de su intuición era asombrosa, pero en una ocasión, tras un día de trabajo, miró a Cartophilus con el ceño fruncido.

—Es una sensación desagradable —dijo con tono sombrío— ésta de conocer ya lo que ya conoces.

Al oírlo, Cartophilus se marchó con aire arisco y Galileo siguió trabajando en las probabilidades, y luego en un nuevo tipo de taladro excavador. Lo que fuese menos la astronomía

Las mañanas eran mejores. Paseaba por sus nuevos huertos y por los viñedos y frutales recién plantados como un profesor retirado, charlando con Virginia y encomendándole recados, como plantar cosas, llevar fruta a la cocina o sentarse a su lado para arrancar las malas hierbas con él. Livia nunca salía de la casa. También Vincenzio se había mudado con ellos tras la llegada de La Piera, pero era un muchacho perezoso y cabezota, una auténtica decepción para su padre. Su madre había salido de sus vidas. Se había casado con un mercader de Padua llamado Bartoluzzi, para inmenso alivio de Galileo.

Pero ahora tenía otros problemas de los que preocuparse. Y, una vez más, volvía a estar obsesionado con el dinero. Siempre estaba buscando formas de aumentar sus ingresos, puesto que de Cósimo recibía una suma fija de mil coronas al año y sus finanzas volvían a estar al borde de la bancarrota. Se sentaba a una gran mesa bajo la arcada de la villa y contestaba la correspondencia, a menudo con quejas dirigidas a sus viejos amigos o estudiantes o a sus camaradas eruditos de la Academia de los Linces.

Una tarde alguien llamó a la puerta y llevaron a su presencia a Marc’antonio Mazzoleni, nada menos.

—Maestro —dijo Mazzoleni, con una sonrisa vulgar a la que le faltaban algunos dientes más y que parecía un poco más tortuosa que antes—. Necesito un trabajo.

—También yo —repuso el matemático. Miró con curiosidad a su viejo mecánico—. ¿Cómo te van las cosas?

Mazzoleni se encogió de hombros.

Cuando Galileo lo sacó del Arsenal para contratarlo, Mazzoleni era más pobre que una rata. Todas sus pertenencias cabían en un solo saco. Tuvo que comprar ropa tanto para él como para su familia, que se había presentado en su casa cubierta de andrajos. Qué había sido de él desde su marcha, Galileo lo ignoraba por completo; se había ido de Venecia y de Padua sin mirar atrás. Había dejado de fabricar sus brújulas y Mazzoleni nunca le había preguntado por la posibilidad de continuar con ese negocio. Puede que el anciano se hubiera dedicado a pulir lentes en las fábricas. Pero, sea como fuere, allí estaba, con un aspecto ligeramente desesperado.

—Muy bien —dijo Galileo—. Estás contratado.

Fue un buen día. Aproximadamente una semana después, Galileo abrió de par en par las puertas del pequeño cobertizo ocioso que había junto al establo de la villa y lo declaró su nuevo taller. Arreglaron el tejado, colocaron una mesa de trabajo de gran tamaño, fabricaron otras con planchas y borriquetas, y sacaron de la casa las cajas con sus cuadernos y documentos y las ordenaron en las estanterías, como antes. Al poco tiempo, sus diagramas y cálculos volvían a llenar la mesa y el suelo a su alrededor. Los días comenzaban de nuevo como antaño: —¡Mazz-o-len-iiiiiii!

El maestro volvió a trabajar y todos en Bellosguardo suspiraron aliviados.

Como el papa y la Inquisición habían prohibido toda discusión referente a las tesis copernicanas, el primer acto de Galileo una vez recuperado fue, como es natural, anunciar ante el mundo un modo de usar las lunas de Júpiter para medir la longitud. De este modo se atenía a la letra de la prohibición, al tiempo que, con espíritu desafiante, recordaba a todos sus grandes descubrimientos astronómicos. Y además, parecía que su método podía ser de gran utilidad práctica para navegantes y marineros de todas clases. En definitiva, proporcionaba una utilidad práctica a los centenares de noches que había pasado mirando Júpiter y calculando las órbitas de sus lunas. Gracias a ese esfuerzo inflexible, prolongado a lo largo de varios años, había logrado calcular las órbitas con tal precisión que podía confeccionar tablas que le permitían predecir su ubicación con muchos meses de antelación. Con estas tablas disponía, por tanto, de una especie de reloj, visible desde cualquier punto de la Tierra, y que se podía consultar siempre que se dispusiera de un telescopio lo bastante potente. Y como buen reloj, se podía contar con su precisión, por lo que con él era posible calcular lo lejos que te encontrabas de la longitud de Roma empleando la discrepancia entre la hora local y la hora romana, disponible en unas efemérides que podía escribir para las lunas jovianas.

La sonrisa desdentada de Mazzoleni fue la respuesta a la primera vez que le expuso el concepto.

—Creo que lo entiendo —dijo.

Galileo le dio un golpecito en un lado de la cabeza.

—Claro que lo entiendes… ¡Y si tú puedes entenderlo, es que puede cualquiera!

—Es cierto. Quizá podríais hacer una demostración con pequeñas esferas, para que sea más fácil de comprender.

—Bah —respondió, aunque la idea le provocó un sobresalto al hacerlo pensar en una especie de astrolabio.

El primer cliente potencial que demostró interés por un instrumento similar fue el consejero militar del rey Felipe III de España. Cuando llegó de visita desde Génova, en compañía del embajador florentino ante España, el conde Orso d’Elci, Galileo le describió con entusiasmo las posibilidades de su invento. Todo el que tenía algún conocimiento sobre náutica convenía en que el cálculo de la longitud era el problema más importante en la navegación de altura y que su resolución sería un servicio de valor inestimable (aunque acreedor a una tarifa determinada). «Venid a Génova —le propuso el español—, y haced una demostración ante mis colegas».

Galileo preparó el encuentro de la manera concienzuda que acostumbraba. No se diferenciaba mucho de la demostración del telescopio realizada ante el Senado veneciano. Un poco más técnica, reconoció ante Mazzoleni. Su artesano se cuidó mucho de no señalar que sus experiencias con la brújula militar nunca habían sustentado su fe en que una máquina calculadora hiciera a la gente más inteligente de lo que era en realidad. Sin embargo, algo en la expresión de Mazzoleni debió de transmitir esta idea al maestro, porque decidió que necesitaría dos instrumentos, uno de ellos para recordar a la gente cómo funcionaba el sistema joviano y lo que describían las tablas. Juntos, construyeron en su nuevo taller lo que bautizó como «jovilabio», muy parecido a un astrolabio, cuya utilidad había quedado contrastada hacía tiempo. El nuevo instrumento, hecho de bronce, estaba montado sobre un hermoso y sólido trípode: contenía un anillo aplanado, con el borde dividido en grados, y conectado por medio de una estructura a un disco más pequeño que se movía a través de los signos del zodiaco y contenía una tabla para cada una de las lunas de Júpiter. Era una creación hermosa, que mostraba todo lo que había descubierto en sus observaciones del sistema joviano.

—Pero, aun así, tendréis que ver Júpiter y sus esposas desde una nave, en el mar —objetó Mazzoleni—, sobre las olas encrespadas, mientras tratáis de esquivar ballenas, cañonazos enemigos y quién sabe qué más. ¿Quién tendrá las manos libres para encargarse de la tarea?

—Buena observación.

La solución a ese problema era tan compleja que Galileo tuvo que viajar a Pisa para recibir asesoramiento técnico de sus antiguos socios en el pequeño arsenal de la ciudad. Pero al final, como tantas otras veces en el pasado, la mayor parte de la ayuda se la prestó el ingenioso Mazzoleni. Entre los dos construyeron el invento más complejo creado por Galileo hasta la fecha, un objeto al que llamó «celatone». Mazzoleni se reía cada vez que lo miraba. Era un casco de bronce y cobre, con varios telescopios adosados, cada uno de los cuales se podía rotar sobre su respectiva estructura hasta situarse ante los ojos de la persona que lo llevaba, que de este modo podía ver a distintas distancias. Así podía dirigir la mirada adonde quisiera con sólo volver la cabeza mientras mantenía las manos libres para dirigir una nave o hacer cualquier otra cosa.

Galileo exhibió esta belleza ante la corte de Florencia y uno de sus viejos enemigos, Giovanni de Medici, que estaba presente, quedó tan impresionado que declaró que se trataba de un invento aún más importante que el telescopio. Podía ser crucial en batallas marítimas, dijo.

Una vez perfeccionados los nuevos instrumentos, Galileo viajó a Génova para entrevistarse con los españoles. Nadie sabe si era consciente de que, en aquel momento, el papa Pablo estaba tratando, cada vez con mayor desesperación, de mantenerse neutral en la creciente crisis entre España y Francia. A veces, Galileo ignoraba las cosas a propósito. Otras, simplemente sufría de despiste.

Se encontró con los españoles en el salón principal del gran palacio genovés que habían alquilado, bajo las ventanas del norte, que proporcionaban una luz excelente. Galileo desenrolló las grandes hojas de pergamino en las que había dibujado algunos de sus característicos diagramas, con sus elegantes círculos apenas estropeados por los fallos de su compás y las líneas rectas trazadas con la ayuda de una regla o una plomada. Cada página estaba cubierta por todas partes de su fina letra, con sus incomprensibles abreviaturas y mayúsculas. Los hombres del rey de España se congregaron alrededor de la mesa.

—El principio es muy sencillo —comenzó diciendo Galileo, lo que siempre era una mala señal—. Hasta el momento, uno de los pocos métodos fiables de que disponíamos para calcular la longitud era observar un eclipse de luna predicho por algún almanaque. En la mayoría de las efemérides, la hora que aparece es la de Roma. Entonces se puede determinar a qué distancia se encuentra uno al este o al oeste de Roma comparando la hora en la que está previsto el eclipse para esta ciudad con la hora a la que se presencia desde el mar. La relación es directa y el método es muy sencillo, pero por desgracia los eclipses de luna son muy raros. Además, tampoco es fácil determinar el minuto exacto en el que comienza o en el que termina completamente un eclipse. De modo que este método, teóricamente bueno, resulta poco práctico.

»Sin embargo —declaró con tono triunfante mientras levantaba el dedo índice— ahora disponemos, con la ayuda de un buen telescopio, que yo soy capaz de construir mejor que nadie, de una realidad recién descubierta que incluye varios eclipses todas las noches. Hablo, claro está, del movimiento de las cuatro lunas de Júpiter por detrás de ese gran planeta o en su sombra. O el propio planeta o la sombra que hay tras él interrumpen la visión de las lunas de manera tan repentina y total como quien apaga una vela. Y este momento se puede calcular con antelación de manera muy sencilla. Si la luna está detrás de Júpiter es sencillísimo. Y si se encuentra a la sombra del planeta, es casi igual de fácil, puesto que esta sombra se extiende siempre en línea recta desde el sol formando un cilindro detrás de él.

Los agentes del rey de España estaban empezando a mirarse unos a otros. Al cabo de unos momentos la cosa empeoró, porque dejaron de mirarse. Algunos de ellos examinaron los diagramas con mayor detenimiento, pegando la cara al pergamino, como si los secretos que los esquivaban se encontraran en las profundidades de la tinta

—¿Y quién realizaría las observaciones? —preguntó uno de ellos.

—Cualquier oficial libre para llevarlas a cabo utilizando… ¡el celatone! —replicó Galileo mientras señalaba el elaborado casco—. Sí, la persona responsable de la navegación puede ponerse este instrumento y utilizarlo con facilidad. Sólo tendrá que consultar mi jovilabio y mis efemérides para comprobar cuándo se produciría el próximo eclipse de una o más de las lunas jovianas y luego observar Júpiter en las proximidades de la hora prevista. Marcar el momento en que constate el eclipse, comprobar las efemérides y calcular la diferencia entre la hora prevista y la del suceso. Con sólo introducir este dato en una sencilla ecuación, para la que yo proporcionaría tablas completas, se podría calcular, con apenas un mínimo grado de error, la longitud exacta del punto de la Tierra en que se encontrara uno.

Su dedo señalaba el cielo en un gesto característico en él. Pero al volver la mirada hacia la mesa, vio que los españoles lo observaban como merluzas en un mercado de pescado, pasmados y con los ojos abiertos de par en par.

—¿Y si Júpiter no estuviera en el cielo?

—Entonces no funcionaría. Pero Júpiter es visible nueve meses al año.

—¿Y si fuera una noche nublada?

—Entonces no funcionaría.

Examinaron los diagramas, el jovilabio y el insólito celatone, tachonado de telescopios.

—¿Y cómo decís que funciona?

Los españoles no lo compraron. En un momento dado, Galileo llegó incluso a ofrecerles sus servicios por dos mil coronas —sólo el doble de lo que le pagaban los Medici—, pero también rechazaron esta oferta. Lo más probable es que fuese una suerte, porque no habría soportado el viaje. Y al papa le habría molestado que sus esfuerzos por mantener la neutralidad se vieran comprometidos de este modo; habría tenido que responder de los actos de Galileo ante los franceses.

Aun así, Galileo estaba abatido. Volvió a caer enfermo. Pasaba mucho tiempo en el jardín. Sus intereses se desplazaron a otras cosas. Visitó a Sagredo en Venecia, comió como antaño y bebió como antaño. Pero era más viejo, y más colérico, también, y comió y bebió más de lo que acostumbraba, si tal cosa era posible.

En una ocasión, una de estas saturnalias dispépticas lo hizo enfermar violentamente. Al principio, al volver a casa ayudado por Sagredo, parecía totalmente bloqueado por dentro. Luego se pasó un día entero en los urinarios, aquejado por lo que algunos de los criados creían que era una intoxicación. Avanzada la tarde comenzó a chillar de dolor y de miedo. Sagredo, que se había quedado en la casa para asegurarse de que se encontraba bien, bajó a los urinarios a ver qué tal se encontraba y, al cabo de un rato, mandó a buscar a Acquapendente. Al llegar el médico, Sagredo lo llevó hasta los urinarios, donde Galileo, sentado en el suelo apestoso y con las dos manos en la entrepierna, los miró mientras emitía un gemido.

—No puedo creerlo. Esto sólo podía pasarme a mí. Tengo los intestinos tan mal que los excrementos me han abierto un segundo ano.

Y no era ninguna exageración. Justo en el perineo, a medio camino entre el ano y los testículos, la parte inferior de los intestinos había atravesado todo salvo la última capa de piel. Sagredo lo miró de soslayo y apartó los ojos, con los labios apretados.

—Es como si ahora tuvieras cuatro pelotas —admitió.

Acquapendente, con gran habilidad, volvió a colocar los intestinos en su sitio, a través de la pared de los músculos.

—Tendrás que permanecer en cama un día o dos, como mínimo.

—Un día o dos. ¡Nunca volveré a levantarme!

—No desesperes. Te has recuperado de cosas peores.

—¿Ah, sí? ¿Alguna vez me he recuperado de algo, maldita sea?

Al final lo llevaron de regreso a la casa en unas parihuelas, y después de aquello tuvo que extremar el cuidado en los urinarios y sufrió numerosas recaídas cada vez que tenía una evacuación ligeramente complicada. Tras semanas de dolor y miedo, inventó y fabricó un artefacto mecánico para contener los intestinos en su sitio, una especie de braguero de hierro, más parecido a un cinturón de castidad femenino, en realidad; hecho que permitió bromear a toda la servidumbre diciendo que por fin había encontrado un método para mantener a raya sus impulsos sexuales. Pero sólo lo decían a sus espaldas y cuando se encontraba bien lejos, porque todos sabían que no tenía sentido del humor. Paseaba por la villa refunfuñando, aquejado de cojera, por lo general apoyado en un bastón. Incapaz de sentarse, sólo podía permanecer en pie o tenderse.

Se encontraba en este estado de máxima irritabilidad cuando el archiduque Leopoldo del Tirol llegó a la villa para hablar con él. Galileo ordenó que se preparara un banquete y, como hacía un día excelente, recibió al archiduque en la terazza, junto a la casa. Se mantuvo en todo momento de pie junto a él, apoyado con las dos manos en su bastón. Leopoldo parecía más capacitado que los españoles para comprender el jovilabio, pero su ducado no tenía salida al mar y sus soldados no necesitaban para nada un método para calcular la longitud. También encontró interesante el celatone, aunque en realidad, según reconoció él mismo, a efectos militares, un catalejo ordinario sería igualmente útil. No obstante, se mostró encantado y encantador durante toda la velada, encarnación misma de lo que debía ser un príncipe moderno, y su visita sirvió para alentar a Galileo.

—Dios bendiga a vuestra excelencia —le dijo al archiduque al partir éste—. Os beso la ropa con la debida reverencia, mi señor. —Su entusiasmo se vio alimentado por la amable nota que Leopoldo le envió al poco, en la que le agradecía la comida y le preguntaba cuándo podría cruzar el valle, más allá del lago Como, para visitar el Tirol.

Por desgracia, como sabrían tanto Galileo como el resto de la Toscana apenas un mes o dos más tarde, el mismo día que Leopoldo envió esta invitación, unos burócratas protestantes habían arrojado a dos colegas católicos por la ventana de una alta torre de Praga. Esta defenestración fue una señal: la guerra se intensificaba por todo el continente: España y los Habsburgo en Alemania contra la católica Francia y sus aliados luteranos del norte. Pocos sospechaban lo lejos que llegarían las cosas, pero todo el mundo comprendió desde el primer momento lo peligrosa que era la situación para todos los implicados. Y Leopoldo del Tirol, atrapado justo en medio, con aliados en ambos bandos del conflicto, dejó de tener tiempo para los filósofos y sus ideas.

En Bellosguardo, Galileo no tenía que esforzarse tanto como en la ciudad para esquivar a su infeliz madre. Giulia vivía en una casita en Florencia que había alquilado para ella, al otro lado de la esquina de la calle en la que habían vivido cuando él era niño, y se le había especificado que no estaba invitada a cruzar el río y a acudir a la nueva villa para disfrutar de sus espléndidas vistas. Las raras ocasiones en que Galileo iba a visitarla, ella lo trataba como siempre, como si no hubiera pasado el tiempo. Era como una pesadilla en la que el desdén de la mujer por Vincenzio y la dureza con la que trataba a sus hijos simplemente se hubieran trasladado una generación hacia el futuro sin que ella se hubiese dado cuenta de que la gente había cambiado, así que hablaba como si Galileo fuese su marido y sus hijos los de ella y cada palabra que surgía de su boca fuera aún una infernal mezcolanza de reproches e insultos. Poseía el extraño don de infligir sus laceraciones verbales como si pertenecieran a una conversación convencional, como si en realidad fuesen tan sólo comentarios inofensivos. Y comenzaba a usarlo en el momento mismo en que él aparecía en su presencia:

—Oh, si has venido. Me sorprende verte en pleno día, pero supongo que no tenías nada mejor que hacer.

—No.

—Bueno, siempre fuiste un perezoso, y está claro que seguirás siéndolo hasta el final de tus días.

—Disculpa la negligencia en venir a visitarte, madre.

—No hace falta que te disculpes. Mira, a la puerta de atrás aún le falta la bisagra inferior. ¿Por qué no le dices al casero que la arregle? Aunque siempre le has tenido miedo a la gente, no sé por qué. En realidad, nunca he sabido por qué tenías que ser un lameculos adulador. ¿Por qué no te enfrentas a él?

Hacía tiempo que Galileo había aprendido a ignorar esta clase de cosas, pero había un límite a lo que podía aceptar un hombre delante de sus criados, así que a veces respondía a sus ataques con todo el resentimiento acumulado durante el medio siglo que había pasado bajo su látigo, y esto derivaba inevitablemente en feroces discusiones, porque ella nunca se achicaba. Estas peleas jamás le brindaban la menor satisfacción, porque a pesar de que ya era capaz de superarla a gritos, nunca había salido de una de ellas sintiéndose virtuoso ni triunfante. Al fin y a la postre, la vieja gorgona era imbatible.

En aquellos días, su principal reproche, o al menos el más reciente, hacía referencia al modo en que Galileo trataba a sus tres hijos. A pesar de que Giulia se había opuesto a su relación con Marina, también se había opuesto a que Galileo le pusiera brusco final.

—¿Y qué vas a hacer ahora con esas pobres bastardas? —inquiría mientras le clavaba una mirada de medusa—. Nadie querrá casarse con ellas, y aunque quisieran, no podrías permitirte sus dotes.

—Pues entonces, perfecto —murmuraba Galileo entre dientes. Había hecho enormes esfuerzos para conseguir que las admitieran en un convento, cosa que resolvería tanto los problemas de las chicas como el suyo, y en conjunto se le antojaba la mejor solución. Pero ingresar en un convento antes de cumplir los dieciséis años iba contra la ley canónica, e incluso para convertirse en novicia había que cumplir los trece. Los ingresos anticipados se producían constantemente, de todos modos, pero, como es natural, la solicitud de una dispensa por parte de Galileo había sido denegada, sin duda porque la clerecía florentina seguía resentida con él por el trato deparado a Colombe.

Aun así, acabó por llegar el día en que las niñas alcanzaron la edad suficiente para convertirse en novicias. Para entonces les había encontrado un hueco en un convento de clarisas cuya abadesa era hermana de Belisario Vinta. Galileo aún conservaba algunos recuerdos desagradables por lo tocante a Vinta, pero éste había sido el organizador de su traslado a la corte toscana y habían acabado en términos amistosos. Tener a su hermana al cargo de las niñas suponía un sinfín de ventajas, como se demostró al instante cuando lo dispensó del banquete que, se suponía, debía celebrar para que dedicara el dinero a comprar los hábitos que necesitarían como monjas, lo que le ahorró a Galileo una suma considerable.

Así que al principio le había parecido una solución perfecta, por mucho que su madre lo fustigase por ella.

—Has condenado a esas dulces criaturillas a una vida entera de trabajo duro e inanición —declaró con el labio superior arrugado mientras hacía un ademán violento en dirección a él con el dorso de la mano—. Cerdo sin corazón. Eres igual que tu padre. No debería sorprenderme, pero me sorprende.

Galileo no le hizo caso y optó por mirar las cosas por el lado positivo. Las chicas serían monjas respetables y tendrían la vida resuelta. Su abadesa era una amiga y una aliada. Tardaba una hora en cruzar las colinas a pie hasta el convento de Arcetri, y lo mismo a lomos de una mula, como de ordinario le obligaba a hacer su hernia. Esto quería decir que podía hacerlo al menos una vez a la semana. Era una buena solución. Estarían bien.

Era cierto que la orden de las Clarisas Pobres tenía este nombre con todo merecimiento. Clara había sido pupila de san Francisco de Asís, cuyo propósito expreso había sido imitar el ejemplo de éste y renunciar a todas las posesiones terrenales. Muy encomiable de su parte, pero cuando tienes treinta mujeres congregadas en una misma casa con la intención de hacer exactamente lo mismo, descubres que no es práctico. Muchos conventos de clarisas tenían tierras donadas por las familias de las monjas, pero no el de San Matteo. Giulia aguijoneó a su hijo con una carta de una de las monjas, dirigida a otra chica que aspiraba a ingresar en el convento y que, de algún modo, había terminado en sus nudosas manos. La sostuvo frente a ella y leyó su contenido en voz alta:

—«Vestimos con ropa áspera, siempre vamos descalzas, nos levantan en mitad de la noche, dormimos sobre duros tablones, ayunamos constantemente y, cuando no lo hacemos, la comida es mala, pobre y escasa, y pasamos la mayor parte del día recitando los divinos oficios y embarcadas en larguísimas plegarias silenciosas. Por toda recreación, todo placer y toda alegría sólo tenemos el servir, amar y complacer a nuestro Señor, tratando de imitar sus sagradas virtudes, mortificarnos e envilecernos, sufrir desprecio, hambre, sed, calor, frío y otras penurias por amor a Él». Suena bien, ¿eh? ¡Menuda vida! ¿Por qué no las matas simplemente y así acabas antes?

—¿Y por qué tú no me sacas los ojos de las órbitas, sin más? —repuso Galileo antes de abandonar su compañía sin despedirse.

Virginia entendió las razones de su padre. Era una buena chica. Como monja adoptó el nombre de María Celeste en honor a los descubrimientos astronómicos de su padre, así que ingresó en el convento sin protestas y con sólo unas pocas horas de lágrimas. Livia, en cambio, era tres años más joven que ella y siempre había seguido su propio camino; había heredado la lengua afilada de Marina y la perspectiva sombría de Giulia. Al llegar la hora de marcharse a San Matteo, los criados tuvieron que maniatarla, y finalmente la llevaron al convento en una litera cerrada, atada como un cerdo. Una vez en San Matteo, se hizo un ovillo de carita blanca en un rincón de la sala comunal, donde comenzó a tiritar como un erizo atrapado. Con la mirada clavada en los pies de Galileo, anunció con dignidad:

—No volveré a hablarte nunca. —Dicho lo cual, ocultó la cara entre las rodillas y guardó silencio.

En mucha mayor medida de lo que Galileo habría creído posible, mantuvo su promesa.

Con la marcha de Virginia, el lugar perdió alegría; con la de Livia, turbulencias. Vincenzio seguía siendo tan poco estimulante como antes. Galileo comenzó a desanimarse al comprender que el celatone era un fracaso aún más sonado que la brújula. Al final, no se vendió ni uno solo.

Sus dolencias regresaron. Pasaron meses en los que rara vez abandonaba la cama y apenas pronunciaba palabra, como si Livia le hubiese impuesto una maldición. Salviati pidió a Acquapendente que acudiera desde Padua para verlo y emitiera un diagnóstico, pero tuvo poco éxito.

—Vuestro amigo está muy enfermo de todos los humores —le dijo a Salviati posteriormente—. Lo he sangrado un poco, pero no le agrada el remedio, y de todos modos la sanguinidad ya no es el problema. Ha vuelto a recaer en la melancolía, y cuando un colérico sufre de melancolía, suele ser una melancolía negra. Esta gente sufre mucho de miedos exagerados y me da la impresión de que Galileo se encuentra casi en un estado de omninoia.

—Estado que no contribuirá a aliviar el hecho de que tiene muchos enemigos reales que intentan hacerle daño —respondió Salviati.

—En efecto. Eso sólo azuzará sus temores.

En efecto, cada vez aparecían con mayor frecuencia ataques contra Galileo en letra impresa. No podía responder a ellos y todos lo sabían. Los referidos a cuestiones astronómicas, obra de jesuítas ambiciosos, eran constantes. Los rumores de que en privado realizaba feroces refutaciones circulaban por todas partes, y es cierto que sus compañeros de la Academia de los Linces deseaban que respondiera. Cuando Galileo leía sus bienintencionadas pero temerarias misivas de aliento, aullaba en su lecho. Comenzó a beber vino en cantidades cada vez más grandes. Normalmente, cuando alcanzaba un grado suficiente de embriaguez, solía sumirse en un estado de delirio sudoroso.

—Quieren quemarme en la pira —aseguraba a la gente con letal seriedad, clavándoles los ojos—. Quieren quemarme vivo, literalmente, como al herético Bruno.

Fue entonces cuando aparecieron en el cielo tres cometas al mismo tiempo. Su llegada inyectó tres veces más sensación de ruina y controversia de la habitual en los asuntos del hombre. Al principio, Galileo se mostró irritado, y luego se diría que aterrado. Se retiró de nuevo a su cama y se negó a responder a ninguna carta que sacara el tema o a recibir a nadie. Cuando se veía presionado hasta el límite, respondía que estaba tan enfermo que no había podido realizar ninguna observación sobre el fenómeno. Por suerte, los cometas no tardaron en desaparecer del cielo nocturno, y aunque las controversias siguieron en el aire, acompañadas en numerosas ocasiones por ataques velados o abiertos contra las tesis astronómicas de Galileo, e incluso contra su conocimiento de los principios de la óptica, se negó en redondo a responder a ellos.

—Quieren atraparme —se quejaba entre gemidos a La Piera y los demás criados mientras desparramaba cartas y libros por toda la habitación—. ¡No hay otra explicación para debates tan estúpidos! Intentan forzarme a hablar escribiendo estas necedades, pero no soy tan estúpido.

Un libro en concreto, escrito por un tal padre Grassi, un astrónomo jesuíta, le provocó un azoramiento especialmente intenso al acusarlo de incompetencia, mendacidad, incapacidad de entender el cielo y flagrante incumplimiento de la prohibición relativa a las tesis de Copérnico. Parecía que en cualquier momento azuzaría a los perros de Dios contra él.

Un día llegó al límite.

—Traedme a Cartophilus —le dijo a Giuseppe con la voz rota. Al llegar el anciano criado, Galileo cerró la puerta y lo tomó del brazo.

—Tengo que volver allí —dijo. Había perdido mucho peso. Tenía los ojos inyectados en sangre y el cabello grasiento le caía en guedejas sobre la cabeza—. Quiero que me lleves a ver a Hera, ¿entiendes?

—Maestro, ya sabéis que no puedo saber con certeza quién habrá al otro lado al llegar —le advirtió Cartophilus en voz baja.

—Llévame de todos modos —le ordenó mientras le pellizcaba en el antebrazo como un cangrejo—. Hera me encontrará cuando esté allí. Siempre lo hace.

—Lo intentaré, maestro. Pero siempre tarda un tiempo, ya lo sabéis.

—De prisa esta vez. De prisa.

Una noche, poco tiempo después, Cartophilus se presentó en el dormitorio de Galileo.

—Maestro —dijo en voz baja—, ya está listo para vos.

—¿Cómo?

—El entrelazador. Vuestro teletransporte.

—¡Ah! —Galileo se incorporó como pudo. Estaba flaco y desaliñado. Cartophilus le rogó que se vistiera y se peinara.

—Allí hace frío, acordaos. Y os veréis con gente desconocida, a buen seguro.

En un extremo del jardín había colocado un asiento con varias mantas encima. Junto al asiento, en el suelo, había una caja de metal. Parecía de peltre.

—¿Cómo? ¿Y el desconocido? ¿Y el telescopio?

—No están. La máquina está a mi cargo. Él no era más que vuestro correo, o vuestro guía. Venía a buscaros. Pero ahora se ha metido en un lío en Calisto, como pronto averiguaréis. Al parecer, os envío a ver a Aurora, a quien se ha confiado el cuidado de su entrelazador. Ha accedido a volver a veros.

—Bien.

—No creo que Hera esté contenta.

—Me trae sin cuidado.

—Lo sé. —Cartophilus lo miró—. Creo que necesitáis saber lo que Aurora tiene que enseñaros. Recordarlo —y, dicho esto, tocó uno de los costados de la caja de peltre.