El desconocido
De repente, Galileo sintió que el momento había sucedido antes, que ya había estado en el mercado que los viernes levantaban los artesanos junto al Arsenal de Venecia, que había sentido la mirada de alguien sobre sí y que al levantar los ojos se había encontrado con un hombre que lo miraba fijamente, un desconocido alto de cara estrecha y nariz aguileña. Como entonces (pero ¿cuándo?), el desconocido respondió a la mirada de Galileo con una ligera elevación de la barbilla y luego se le acercó por el mercado, caminando entre las mantas, las mesas y los puestos abarrotados que cubrían todo el campiello del Malvasia. La sensación de repetición fue tan intensa que Galileo se mareó un poco, aunque, por otro lado, una parte de su mente se sentía lo bastante ajena a todo aquello como para preguntarse cómo era posible que pudiera sentir la mirada de otra persona.
El desconocido se aproximó a Galileo, se detuvo ante él, hizo una tiesa reverencia y luego le tendió la mano derecha. Galileo respondió con otra reverencia, tomó la mano y la estrechó. Era fina y alargada, como la cara del individuo.
En un latín gutural de acento muy extraño, con una voz aguda y cascada, el desconocido dijo:
—¿Sois domino signor Galileo Galilei, profesor de matemáticas en la Universidad de Padua?
—Así es. ¿Quién lo pregunta?
El hombre le soltó la mano.
—Soy un colega de Johannes Kepler. Recientemente hemos tenido la oportunidad de estudiar una de vuestras utilísimas brújulas militares.
—Me alegro mucho de oírlo —dijo Galileo con sorpresa—. He mantenido correspondencia con el signor Kepler, como imagino os habrá referido él mismo, pero nunca me lo contó en sus cartas. ¿Cuándo y dónde os conocisteis?
—El pasado año, en Praga.
Galileo asintió. La residencia de Kepler había cambiado tanto con los años que ya no intentaba mantenerse al corriente de su paradero. De hecho, no había respondido a su última carta al no haber podido terminar el libro que la acompañaba.
—¿Y de dónde sois vos?
—Del norte de Europa.
Alta Europa. El latín que utilizaba el sujeto era realmente curioso, distinto a todas las variantes transalpinas que había oído Galileo. Al examinar al individuo con más detenimiento, reparó en su estatura y su delgadez, ambas notables, en su espalda encorvada y en sus ojos, poco separados y penetrantes. Se adivinaba que tenía una barba muy tupida, pero la llevaba afeitada con toda pulcritud. El sayo y la capa, de color oscuro y buen corte, estaban tan limpios que parecían nuevos. La voz ronca, la nariz aguileña, la cara fina y el cabello negro conspiraban para hacerlo parecer un cuervo convertido en hombre. De nuevo, Galileo se sintió invadido por la extraña sensación de que aquel encuentro ya se había producido antes. Un cuervo y un oso trabados en conversación…
—¿De qué ciudad? ¿De qué país? —insistió Galileo.
—Echion Linea. Cerca de Morvran.
—No conozco tales ciudades.
—Viajo mucho. —La mirada del hombre estaba tan clavada en Galileo como si fuera la primera comida que veía en una semana—. En mi último viaje estuve en los Países Bajos, donde vi un instrumento que me hizo pensar en vos, a causa de la brújula que, como ya he dicho, me mostró Kepler. El artefacto holandés era una especie de cristal de observación.
—¿Como un espejo?
—No. Un cristal que se usa para mirar a través de él. O, más bien, un tubo con el que se pueden mirar las cosas, con una lente de vidrio a cada lado. Aumenta el tamaño de lo que se observa.
—¿Como la lente de un joyero?
—Sí…
—Esas lentes solo funcionan para cosas que están muy cerca.
—Pues éste permitía ver cosas situadas muy lejos.
—¿Cómo es posible?
El hombre se encogió de hombros.
Aquello sonaba interesante.
—Tal vez porque tenía dos lentes —dijo Galileo—. ¿Eran cóncavas o convexas?
El hombre abrió la boca, vaciló y luego volvió a encogerse de hombros. Estuvo a punto de ponerse bizco. Tenía ojos castaños, salpicados de manchas verdes y amarillas, como los canales de Venecia al llegar el crepúsculo.
—No lo sé —dijo finalmente.
Aquello decepcionó a Galileo.
—¿Tenéis uno de esos tubos?
—No aquí conmigo.
—Pero ¿tenéis uno?
—De ese tipo no. Pero sí.
—Y habéis decidido venir a contármelo.
—Sí. Por vuestra brújula. Hemos visto que, entre otras aplicaciones, se puede usar para calcular determinadas distancias.
—Pues claro. —Una de las principales funciones de la brújula era medir las distancias para los disparos de la artillería. A pesar de lo cual, pocos cuerpos u oficiales de esta arma habían adquirido una. Trescientas siete, para ser exactos, había conseguido vender a lo largo de un periodo de doce años.
—Tales cálculos serían más sencillos —dijo el desconocido— si pudierais ver las cosas desde más lejos…
—Muchas cosas serían más sencillas.
—Sí. Y ahora es posible
—Interesante —afirmó Galileo—. ¿Cómo decíais que os llamabais, signor?
El hombre apartó la mirada, incómodo.
—Veo que los artesanos están guardando sus enseres para marcharse. Os estoy entreteniendo, tanto a vos como a ellos, y tengo una cita concertada con un hombre de Ragusa. Volveremos a vernos…
Con una rápida reverencia, se volvió y se alejó a paso vivo a lo largo del elevado muro de ladrillo del campiello, en dirección al Arsenal, de modo que Galileo pudo verlo bajo el emblema del león alado de San Marcos, grabado en bajorrelieve sobre el dintel de la entrada a la gran fortaleza. Durante un segundo tuvo la sensación de que una criatura parecida a un pájaro volaba sobre él. Entonces, el hombre dobló la esquina y desapareció.
Galileo se volvió de nuevo hacia el mercado de los artesanos. En efecto, algunos de ellos comenzaban a marcharse, doblando sus mantas bajo las sombras del atardecer y guardando sus mercancías en cajas y cestas. En los quince o veinte años que llevaba asesorando a diferentes grupos en el Arsenal, era frecuente que se dejase caer por el mercado del viernes para comprobar qué novedades podía encontrar, fueran herramientas, artefactos, piezas o cualquier otra cosa. Echó a andar entre los rostros conocidos, moviéndose por caminos dictados por la costumbre. Estaba distraído. Sería muy útil poder ver los objetos lejanos como si estuvieran más cerca. A su mente acudieron al instante las utilidades más evidentes. Utilidades militares, para ser más exactos.
Se acercó a la mesa de uno de los fabricantes de lentes canturreando una de las cancioncillas de su padre, compuesta en una ocasión durante una cacería. Habría mejores lentes en Murano o en Florencia; en el mercado no había encontrado nada más que las habituales lentes de aumento que usaban los relojeros. Cogió dos de ellas y las levantó delante de su ojo derecho. El león sedente de San Marcos se convirtió en una mancha borrosa de color marfil. Era un bajorrelieve muy tosco —comprobó de nuevo con el otro ojo—, muy primitivo, comparado con las desgastadas estatuas romanas que lo flanqueaban por debajo a ambos lados de la puerta.
Volvió a dejar las lentes sobre la mesa y se encaminó a la riva San Biagio, donde atracaba uno de los transbordadores de Padua. El esplendor de la Serenissima resplandecía en las postrimerías del día. Una vez en la riva tomó asiento en su sitio de costumbre y se puso a meditar. Allí casi todos sabían que debían dejarlo tranquilo cuando estaba sumido en sus pensamientos. La gente aún recordaba la vez en que había arrojado a un barquero al canal por interrumpirlo en estos momentos de soledad.
Las lentes de aumento eran convexas por los dos lados. Eso hacía que las cosas parecieran más grandes, pero sólo cuando estaban a pocos dedos del cristal, como Galileo sabía a la perfección. En los últimos años, y para su gran consternación, sus ojos habían perdido gran parte de su agudeza para las cosas cercanas. Estaba haciéndose viejo: un hombre hirsuto y orondo cuya vista comenzaba a decaer. Las lentes le eran muy útiles, sobre todo si estaban bien pulidas.
No era muy difícil imaginarse a un pulidor de lentes, concentrado en su trabajo, sosteniendo dos lentes, una delante de la otra, para comprobar qué sucedía. Le sorprendía que no se le hubiese ocurrido a él. Aunque, como acababa de descubrir, no sucedía gran cosa. De momento no era capaz de decir por qué. Pero podía investigar el fenómeno como hacía siempre. Como mínimo, podía experimentar con distintos tipos de lentes en diferentes combinaciones, para ver qué descubría.
No hacía viento aquel viernes y la tripulación del transbordador remaba lentamente por el canale della Giudecca. Al salir al lago, puso rumbo a los fondamente de la porta Maghere. Las invectivas casi rituales que dirigía el capitán a los remeros se elevaban entre los graznidos de las gaviotas que los seguían, como versos de Ruzante: «Niñas, muñequitas de trapo, mi madre rema mejor que vosotros…».
—La mía desde luego que lo hace —murmuró Galileo con tono ausente, como siempre hacía. La vieja zorra aún tenía los brazos de un estibador. Aquella vez en que se peleó con Marina, le estaba dando una buena paliza hasta que intervino él; y Galileo sabía perfectamente que Marina no se quedaba corta a la hora de repartir mamporros.
Desde el asiento que ocupaba a la proa del transbordador se veía el sol poniente. Durante muchos años habría pasado la noche en la ciudad, normalmente en el palazzo rosado de Sagredo, El Arca, con su colección de fieras salvajes y sus alocadas fiestas. Pero ahora Sagredo se encontraba en Aleppo, en misión diplomática, y Paolo Sarpi vivía recluido en una celda monacal de piedra, a pesar de su elevada posición, y sus demás compañeros de andanzas se habían mudado también o habían cambiado sus hábitos nocturnos. No, aquellos años eran cosa del pasado. Habían sido buenos años, a pesar de que estaba en la ruina. A fin de cuentas, seguía estándolo. Días de trabajo en Padua, noches de fiesta en Venecia. Por entonces solía volver a casa en las barcazas de madrugada, sentado en la proa, aturdido por los rescoldos del esplendor del vino y el sexo, la risa y la falta de sueño. En aquellos días, el sol salía por el Lido tras ellos y se derramaba sobre sus hombros iluminando el cielo y la superficie espejada del lago, un espacio tan sencillo y tan transparente como un buen cristal: limpio como una patena, su imagen se grababa en la mirada, rebosante con la promesa de un día que podía traer cualquier cosa.
Mientras que volver a casa en la última barcaza del día, como ahora, era siempre regresar a la chimenea de los problemas inextricablemente enredados de su vida. Cuanto más sentía el calor del cielo del oeste sobre la cara, más decaía su estado de ánimo. Su temperamento era volátil, susceptible siempre a las alteraciones de los humores, y cada crepúsculo histriónico que presenciaba amenazaba con arrojarlo al suelo como se arrojaban los pelícanos a la superficie del lago.
Sin embargo, aquella tarde el aire estaba limpio y Venus flotaba en lo alto del firmamento de lapislázuli, brillante como una especie de emblema. Y él seguía pensando en el desconocido y las extrañas noticias que le había llevado. ¿Era posible? Y de serlo, ¿cómo es que nadie se había percatado hasta entonces?
Desembarcó en el alargado muelle del final de estuario y desde allí caminó hacia la hilera de carromatos que comenzaban a partir en sus recorridos nocturnos. Subió de un salto a la parte trasera de una de las diligencias regulares que iban hacia Padua, saludó al cochero y se tendió de espaldas para ver cómo brincaban las estrellas sobre él. Cuando el carromato pasó por la via Vignali, cerca del centro de Padua, eran las cuatro de la mañana y las nubes habían ocultado ya las estrellas.
Con un suspiro, abrió el portón que daba al jardín, un espacio en el interior de la L que formaba la grande y vieja casa. Verduras, parras y frutales: inhaló profundamente para absorber los olores de la parte de la casa que más le gustaba y luego, tras hacer acopio de fuerzas, se introdujo en el pandemónium que siempre reinaba dentro. La Piera aún no había entrado en su vida, y nadie hasta ella pudo nunca mantener el orden en su casa.
—¡Maestro! —chilló uno de los artesanos de menor edad al ver que Galileo aparecía en la gran cocina—. ¡Mazzoleni me ha pegado!
Galileo le dio un golpe en la frente como si clavara la vara de una tomatera en el suelo.
—Con todo merecimiento, estoy convencido.
—¡Nada de eso, maestro! —El muchacho, impertérrito, volvió a levantarse y reemprendió sus quejas, pero antes de que pudiera llegar muy lejos, una vociferante constelación de pupilos rodeó a Galileo para suplicarle que los ayudara con un problema que tendrían que resolver al día siguiente en la asignatura de fortificaciones de la universidad. Galileo pasó entre ellos en dirección a la cocina.
—No lo entendemos —protestaron al unísono, a pesar de que se trataba de un problema bastante sencillo.
—Los pesos diferentes pesan lo mismo cuando se suspenden de distancias distintas en proporción inversa a los pesos —recitó Galileo. Era algo que había intentado enseñarles la semana pasada. Pero antes de que pudiera sentarse para descifrar las extrañas anotaciones de su maestro, Mazzoni, Virginia se arrojó a sus brazos para describir con todo lujo de detalles las travesuras que había hecho aquel día su hermana pequeña, Livia—. Dadme media hora —les dijo a los estudiantes mientras levantaba a Virginia y se la llevaba hasta la mesa larga—. Me muero de hambre y Virginia se muere de ganas de hablar conmigo.
Pero le tenían más miedo a Mazzoni que a él, así que terminó recitando las ecuaciones pertinentes para ellos (aunque insistiendo en que dedujeran la solución por sí mismos) mientras él se comía las sobras de sus cenas al tiempo que Virginia daba brincos sobre sus rodillas. Era liviana como un ave. Había echado a Marina de la casa cinco años antes, y a pesar de que había sido un alivio en muchos aspectos, ahora la tarea de educar a las niñas y encontrar un lugar en el mundo para ellas recaía sobre sus hombros y los de sus criados. Las pesquisas realizadas en conventos cercanos para comprobar si admitían novicias no habían sido bien recibidas. Aún tendrían que pasar varios años. Dos bocas más entre muchas otras. Treinta y dos más, para ser exactos. Era como un hostal en Boccacio, tres pisos de habitaciones abarrotadas de personas que dependían, todas ellas, de Galileo y de los quinientos veinte florines anuales de su salario. Como es natural, los diecinueve estudiantes que se alojaban en la casa pagaban el pupilaje, además del alojamiento, pero eran tan voraces que alimentarlos le resultaba casi ruinoso. Y lo que es peor, le costaban tiempo. Vendía sus brújulas a razón de cinco escudos la unidad, amén de otros veinte por un curso de aprendizaje de dos meses, pero si tenemos en cuenta el tiempo que le costaban a su vez, estaba claro que cada una que vendía le hacía perder dinero. No, lo cierto es que las brújulas no habían resultado lo que él esperaba.
Uno de los muchachos de la casa le llevó un pequeño paquete de cartas que había traído un correo y procedió a leérselas mientras él comía, enseñaba y jugaba con Virginia. La primera era del pozo sin fondo que tenía por hermano, que le suplicaba dinero para vivir junto con su gran familia en Munich, donde estaba tratando de ganarse la vida como músico. Por alguna razón, ni el fracaso cosechado por su padre en la misma empresa ni la constante erosión a la que lo sometió el viejo dragón por ello durante toda su vida habían conseguido enseñar a su hermano Miguel Ángel la evidente lección de que era tarea imposible, y lo habría sido aun en el caso de que hubiese sido un genio de la música, cosa que su hermano no era. Dejó caer la carta al suelo sin terminarla.
La siguiente era aún peor: su remitente era el inefable marido de su hermana, Galetti, que volvía a exigirle la parte restante de la dote (parte restante que, a decir verdad, correspondía a Miguel Angel, pero que Galetti sólo creía poder cobrar algún día si recurría a Galileo). Si no se le pagaba, amenazaba con volver a demandar a Galileo. Esperaba que recordara la última vez, cuando Galileo se había visto obligado a permanecer un año alejado de Florencia para evitar su arresto.
También ésta terminó en el suelo. Galileo se concentró en una gallina a medio comer y luego miró en la cazuela de sopa que colgaba sobre el fuego y exploró sus interioridades en busca del pedazo de cerdo ahumado que le hacía las veces de lastre. Cartas como aquéllas, así como la costumbre de Xantippe de buscarlas y leerlas en tono fortissimo, habían arrastrado anticipadamente a su pobre padre a la tumba. Cinco hijos y nada en herencia ni para el mayor de ellos, salvo un laúd. Un laúd muy bueno, las cosas como son, que Galileo guardaba como un tesoro y solía tocar cuando tenía la ocasión, pero que carecía de valor a la hora de sustentar a sus hermanos menores. Y, ay, a este respecto, las matemáticas eran como la música: nunca le harían ganar el dinero suficiente. Quinientos veinte florines al año era todo lo que le pagaban por enseñar la más práctica de las materias en la universidad, mientras que a Cremonini le pagaban mil por disertar sin fin sobre el más pequeño carraspeo de Aristóteles.
Pero era mejor que no pensara en eso si no quería arruinar su digestión. Los estudiantes seguían acosándolo. La morada de Galileo era una estruendosa casa de locos, locos que encima le costaban un dineral. Si no inventaba algo más lucrativo que la brújula militar, nunca podría librarse de sus deudas.
Esto hizo que se acordara del desconocido. Dejó en el suelo a Virginia y se puso en pie. Los rostros de los estudiantes se volvieron hacia él como los de aves encerradas en una jaula.
—Idos —dijo con un ademán autoritario—. Dejadme a solas.
A veces, cuando se enfadaba de verdad, no con una mera explosión como la de la pólvora, sino con un temblor que era como un corrimiento de tierras, bramaba de tal manera que todos los moradores de la casa sabían que había que echar a correr. En tales ocasiones, era capaz de recorrer a grandes zancadas las habitaciones vacías derribando los muebles y ordenándoles a todos que se quedaran para recibir la tunda que se merecían. Todos los criados y la mayoría de los estudiantes lo conocían ya lo bastante bien como para percibir en su voz el preludio a tales estallidos, un tono especial, monocorde y asqueado, cuya aparición los ponía en pronta fuga antes de que terminara de manifestarse. En aquel momento vacilaron, pues no era este tono el que habían escuchado, sino más bien aquel otro que indicaba que el maestro iba a la caza de algo. Tono en el que no había nada que temer.
Cogió una botella de vino de la mesa, le quitó el polvo y luego propinó un puntapié a uno de los muchachos.
—¡Mazzoleni! —tronó—. ¡MA-ZZO-LEN-IIII!
Parecía que no habría corrimiento de tierras aquella noche. Era uno de los sonidos propicios de la casa, como el canto del gallo al alba. El viejo artesano, dormido en el banco que había junto al horno, levantó su rostro mal afeitado de la madera.
—¿Sí, maestro?
Galileo se detuvo de pie frente a él.
—Tenemos un nuevo problema.
—Ah —Mazzoleni sacudió la cabeza como un perro que acaba de salir de un charco y miró en derredor en busca de una botella de vino—. ¿Ah, sí?
—Sí. Necesitamos lentes. Todas las que puedas encontrar.
—¿Lentes?
—Hoy me han dicho que si miras por un tubo con dos de ellas, puedes ver las cosas lejanas como si estuvieran muy cerca.
—¿Cómo funciona tal cosa?
—Eso es lo que tenemos que averiguar.
Mazzoleni asintió. Con artrítico cuidado, se apoyó en el banco para levantarse.
—Hay una caja de lentes en el taller.
Galileo observaba cómo saltaba la luz de las lámparas sobre los cristales mientras él, de pie, daba vueltas a la caja entre sus manos.
—La superficie de una lente puede ser cóncava, convexa o plana.
—Salvo que sea defectuosa.
—Sí, sí. Dos lentes son cuatro superficies. ¿Cuántas combinaciones existen?
—Yo diría que doce, maestro.
—Sí. Pero es evidente que algunas no van a funcionar.
—¿Estáis seguro?
—Si las cuatro superficies son planas, seguro que no sirve de nada.
—Es cierto.
—Y si ponemos superficies convexas en los cuatro lados sería como combinar dos lentes de aumento. Y ya sabemos que eso no funciona.
Mazzoleni enderezó la espalda.
—En eso no estoy de acuerdo. Deberíamos probarlo todo a la manera habitual.
Ésta era la frase que Mazzoleni reservaba para situaciones como aquélla. Galileo asintió con aire ausente mientras dejaba la caja sobre la más grande de las mesas del taller. Levantó una mano para quitar el polvo a los libros que descansaban oblicuamente en la estantería que había encima. Parecían centinelas que hubieran muerto durante su guardia. Mientras Mazzoleni recogía las lentes dispersas por los rincones del taller, Galileo levantó el libro con el que estaba trabajando en aquel momento, un volumen de gran tamaño casi repleto de notas y dibujos. Lo abrió por las primeras páginas vacías, ignorando el resto de los tomos que lo acompañaban, los centenares de páginas, los veinte años de su vida que enmohecían allí y que nunca ordenaría para compartirlos con el mundo, los grandes trabajos que se perderían como si fueran los disparates de algún alquimista desgraciado y loco. Al acordarse de las horas gloriosas que habían pasado trabajando con los planos inclinados construidos por ellos mismos, lo atravesó un dolor como una aguja en el corazón.
Abrió un frasco de tinta, mojó una pluma en él y comenzó a poner por escrito lo que pensaba de la máquina que había descrito el desconocido. Al tiempo que lo hacía iba pensando cómo proceder. Así es como había trabajado siempre cuando abordaba algún problema relacionado con el movimiento, el equilibrio o la fuerza de la percusión, pero la luz era algo especial. Ninguno de sus bocetos iniciales parecía prometedor, al menos a primera vista. Bueno, tendrían que probar todas las combinaciones, tal como había dicho Mazzoleni, y ver qué descubrían.
El viejo artesano reunió rápidamente unos marcos de madera en los que se podían colocar distintas lentes. Los marcos, a su vez, se podían adosar al extremo de un tubo de plomo que Mazzoleni encontró en una caja de piezas sueltas. Mientras lo hacía, Galileo ordenó la colección de lentes por tipos y luego, tras examinarlas, las fue emparejando de dos en dos para mirar a través de ellas. Algunas se las entregó a Mazzoleni para que las colocara en los dos extremos del tubo.
Sólo tenían la luz del taller, iluminado por lámparas para trabajar, así como el jardín y el cenador, iluminados por las ventanas de la casa, pero esto les bastaba para probar todas las posibilidades. Galileo elegía algunas de las lentes de la caja y las sostenía en alto. Hacia un lado, hacia otro. Las imágenes se volvían borrosas, irreconocibles y difusas, e incluso, en algún caso, menguaban de tamaño. Aunque el efecto contrario al perseguido siempre era algo interesante.
Anotó los resultados en la página abierta de su libro de trabajo. Dos lentes convexas concretas daban la vuelta a las imágenes. Este fenómeno pedía a gritos una explicación geométrica, así que Galileo escribió un signo de interrogación junto a la anotación. La imagen invertida estaba ampliada y se veía con toda claridad. En su fuero interno tenía que admitir que no entendía ni la luz ni lo que hacía ésta entre las dos lentes del tubo. En diecisiete años sólo se había atrevido a impartir clases sobre óptica dos veces, y ambas con resultados insatisfactorios.
Entonces levantó dos lentes y el limonero del tiesto que había en un extremo del jardín apareció sensiblemente ampliado en el cristal que tenía más próximo al ojo. Una hoja verde, iluminada desde un lado por la luz de las lámparas, grande y nítida…
—¡A ver! —dijo Galileo—. Prueba con estas dos. Cóncava cerca del ojo, convexa en el otro extremo.
Mazzoleni introdujo las lentes en los marcos y le entregó el tubo a Galileo, quien lo cogió y lo dirigió hacia la primera rama del árbol, iluminada por la luz de las ventanas de la casa. Sólo una pequeña parte de la rama apareció en el tubo, pero era innegable que estaba ampliada: las hojas aparecían grandes y perfectamente discernibles, lo mismo que las pequeñas arrugas de la corteza. La imagen estaba ligeramente borrosa en la parte baja, así que sacó el marco exterior para inclinar la lente, la hizo girar y luego la alejó una pequeña distancia por el tubo. La nitidez de la imagen aumentó.
—¡Por Dios, funciona! ¡Qué extraño!
Hizo un ademán en dirección al anciano.
—Ve a la casa y ponte en el umbral de la puerta, bajo la luz de las lámparas. —Por su parte, él salió al jardín y se dirigió al cenador—. Madre de Dios. —Allí, en medio del cristal, aparecía el rostro arrugado del anciano, medio iluminado, medio en penumbra, tan cercano como si Galileo pudiera tocarlo, a pesar de que se encontraban a casi veinte metros de distancia. La imagen, grabada en la mente de Galileo, la familiar sonrisa desdentada, insegura e insípida, pero también radiante, era el auténtico emblema de los muchos y felices días que había pasado en aquel taller probando cosas nuevas.
—¡Dios mío! —gritó, embargado por una profunda sorpresa—. ¡Funciona!
Mazzoleni se acercó corriendo para hacer una prueba. Giró los marcos, miró por el otro lado, los inclinó y los movió adelante y atrás a lo largo del tubo.
—Se ven manchas borrosas —señaló.
—Necesitamos mejores lentes.
—Podríais encargarlas en Murano.
—En Florencia. El mejor cristal óptico es el florentino. El cristal de Murano sólo sirve para hacer baratijas de colores.
—Si vos lo decís. Tengo amigos que refutarían esa opinión.
—¿Amigos de Murano?
—Sí.
La carcajada de Galileo fue un ja ja ja sordo.
—Fabricaremos nuestras propias lentes si es necesario. Podemos importar cristales sin pulir desde Florencia. Me pregunto qué pasaría si el tubo fuera más largo…
—Este es casi el más largo que tenemos. Supongo que podríamos forjar placas de plomo más alargadas y enrollarlas, pero habría que hacer los moldes.
—Cualquier clase de tubo nos valdrá. —Esto se le daba tan bien a Galileo como a Mazzoleni o a cualquier buen artesano, discernir lo que importaba e imaginar distintas formas de conseguirlo—. No hace falta que sea de plomo. Podríamos probar con un tubo de tela o de cuero, reforzado con una estructura para que se mantenga estirado. Pegar un tubo de cuero alargado a unas tablillas. O usar cartón, simplemente.
Mazzoleni frunció el ceño mientras sopesaba una lente en la mano. Era casi del mismo tamaño que un florín veneciano, unos tres dedos de ancho.
—¿Sería lo bastante recto?
—Eso creo.
—¿Y la superficie interior sería lisa?
—¿Es necesario que lo sea?
—No lo sé. ¿Lo es?
Se quedaron mirando. Mazzoleni volvió a sonreír. Su rostro ajado era una topografía completa de arrugas, delta sobre delta, en el que la quemadura blanca que tenía en la sien izquierda le confería, al enarcar esa ceja, una expresión de diablillo. Galileo le revolvió el cabello como si fuera un niño. El trabajo que hacían juntos no se parecía a ningún otro vínculo humano que conociera. No era como el de la amante, el niño, el colega, el estudiante, el amigo o el confesor. No era como ningún otro, porque ellos dos creaban cosas nuevas juntos, aprendían juntos. Y ahora, una vez más, volvían a salir de cacería.
—Es posible que nos interese poder mover una de las dos lentes adelante y atrás —sugirió Galileo.
—Podríais fijar una de ellas al tubo y colocar la otra en un tubo ligeramente más pequeño, encajado dentro del primero, de manera que podáis moverla adelante y atrás, pero sin que dejen de estar alineadas. Y se podría rotar también, si queréis.
—Está bien. —A Galileo se le habría terminado por ocurrir aquella solución, pero Mazzoleni era especialmente hábil para discernir cosas que podía ver y tocar—. ¿Podrías tener algo como eso preparado para mañana por la mañana?
Mazzoleni soltó una risilla parecida a un graznido. Estaban en plena noche y en la ciudad reinaba el silencio.
—Será pan comido, comparado con esa brújula del demonio.
—Cuida tu lenguaje. Esa brújula te ha dado de comer durante años.
—¡Y a vos!
Galileo le dio un cachete. La brújula le había dado mil quebraderos de cabeza, tampoco se podía negar.
—¿Tienes los materiales que necesitas?
—No. Creo que voy a necesitar más tubos de plomo. Y varillas más finas que las que tenemos. Y más largas, si queréis tubos de cartón. Y más cartón. Y querréis más lentes.
—Haré un pedido a Florencia. Mientras tanto, trabajaremos con lo que tenemos.
En las semanas que siguieron, hasta el último momento del día estuvo consagrado al nuevo proyecto. Galileo descuidó sus obligaciones universitarias, ordenó a los estudiantes de la casa que se enseñaran unos a otros y comió en el taller mientras trabajaba. Nada importaba, salvo el proyecto. En momentos como aquél se hacía evidente que el taller era el centro de la casa. El maestro se mostraba tan irritable como siempre, pero como su atención estaba prendida de otra cosa, las cosas resultaban un poco más sencillas para los criados.
Mientras continuaban los diversos esfuerzos de fabricación y montaje, Galileo se tomó algún tiempo para escribir a sus amigos y aliados venecianos y pedirles que organizaran la presentación de su invento. A este respecto le fue muy útil su carrera hasta el momento. Conocido principalmente como un excéntrico aunque cándido profesor de matemáticas, arruinado y frustrado a los cuarenta y cinco años, también había pasado veinte de ellos trabajando y divirtiéndose con muchos de los principales intelectuales de Venecia, incluido, y esto era de la máxima importancia, su gran amigo y mentor fray Paolo Sarpi. En aquel momento, Sarpi ya no dirigía Venecia en nombre del dogo, pues aún estaba recuperándose de las heridas sufridas dos años antes durante un asalto, pero seguía ejerciendo como asesor del dogo y del Senado veneciano, especialmente en asuntos técnicos y filosóficos. No podía haber hombre en mejor posición para ayudar a Galileo en lo que necesitaba.
Así que Galileo le escribió para hablarle del proyecto en el que estaba trabajando. Lo que leyó en la misiva de respuesta de Sarpi lo sorprendió e incluso lo asustó un poco. Al parecer, el desconocido que se le había presentado en el mercado de los artesanos también había hablado con otros. Y la noticia sobre la existencia de un catalejo, según escribía Sarpi, circulaba por todo el norte de Europa. El propio Sarpi había oído un rumor sobre el particular nueve meses antes, pero no lo había considerado suficientemente significativo como para referírselo a su amigo.
Galileo profirió una blasfemia al leer esto.
—¿Que no es significativo? ¡Por Dios! —Costaba creerlo. De hecho, sugería que su viejo amigo había sufrido secuelas mentales a consecuencia de las cuchilladas recibidas en la cabeza durante el ataque.
Pero ya no se podía hacer nada al respecto. En el norte de Europa, diversas personas, principalmente flamencos y holandeses, estaban fabricando catalejos de pequeño tamaño. El desconocido, según escribía Sarpi, había entrado en contacto con el Senado veneciano y le había ofrecido uno de ellos por la suma de mil florines. Sarpi había opinado en contra de la compra, convencido de que Galileo podía manufacturar un aparato tan bueno como el suyo o mejor.
—Podría, en efecto, si me lo hubierais contado antes —se lamentó este.
Pero no lo había hecho y ahora la noticia sobre una versión primitiva del invento circulaba por ahí. Era un fenómeno que Galileo ya había presenciado en otras ocasiones. Se iban sucediendo mejoras a nivel artesanal de taller en taller, sin que los eruditos o los príncipes tuvieran noticia alguna de ellas, y así, a veces ocurría que, por todas partes, de repente era posible fabricar un engranaje más pequeño o forjar un acero más sólido. Esta vez se trataba del pequeño catalejo. Según se decía, era capaz de multiplicar por tres el tamaño de las cosas.
Sin perder un instante, Galileo respondió a Sarpi pidiéndole que organizara un encuentro con el dogo y los senadores para examinar el nuevo y mejorado catalejo que él estaba construyendo. También le pedía que convenciera al dogo para que rechazara cualquier otro objeto similar que le ofrecieran entretanto. Sarpi respondió al día siguiente con una nota en la que le decía que había hecho lo que le había pedido y que el encuentro solicitado estaba previsto para el 21 de agosto. Estaban a 5 de agosto. Galileo tenía dos semanas para perfeccionar su catalejo.
Los trabajos en el taller se intensificaron. Galileo advirtió a sus nerviosos estudiantes de que no contaran con él, incluido el conde Alessandro Montalban, que acababa de mudarse a la casa para preparar sus exámenes doctorales y a quien no le agradaba que lo ignorasen. Pero Galileo, que ya había sido tutor de muchos jóvenes nobles, respondió con brusquedad al muchacho que estudiara con los demás y que los dirigiera en sus estudios, que eso le haría mucho bien. Hecho esto, se encerró en su taller y comenzó a examinar con todo detenimiento los prototipos de que ya disponía, tratando de descubrir cómo se podían mejorar.
Comprender lo que hacían las dos lentes no había sido tarea fácil. Para Galileo, toda cuestión física se podía reducir a un problema geométrico, y estaba claro que aquella transformación de la luz era un fenómeno geométrico, pero desconocía las leyes de la refracción y no podía descubrirlas simplemente sustituyendo lentes. Sin embargo, había variables tangibles involucradas que se podían someter a las técnicas de trabajo que ya habían perfeccionado en proyectos anteriores.
Así que los artesanos del taller, algunos de ellos criados de la casa, otros, viejos trabajadores retirados de los astilleros, o muchachos de la vecindad con los ojos aún legañosos de sueño, se reunían en las horas previas al alba, echaban mano a los fuelles de los hornos y reanudaban el trabajo interrumpido la noche antes. Seguían las rutinas establecidas por Galileo: todo se medía dos veces y todo se ponía por escrito. Trabajaban mientras desayunaban. Observaban las tormentas que arreciaban tras el costado abierto del cobertizo, esperando a que mejorara la luz para poder volver a trabajar. El horno de ladrillo era una incómoda mole situada justo debajo del tejado, y cuando estaba lloviendo podían colocarse cerca de él y permanecer calientes, aunque, como era verano, las tormentas vespertinas no eran tan frías. La gran zona central del taller, con su suelo de tierra, albergaba varias mesas alargadas, una de las cuales, la que se encontraba junto a la pared trasera, contenía todas sus herramientas. A la tenue luz existente podían limpiarlas o afilarlas, ordenar las cosas o mordisquear los huesos de ganso de la noche pasada. Al salir el sol volvían al trabajo.
Las alteraciones se sucedían a partir de todos los prototipos. Galileo no podía asegurar del todo qué cambios eran los que surtían efecto, pero era todo demasiado interesante como para aminorar el paso a fin de aislar las variables con total certeza, salvo en casos cruciales. Para él, la epistemología de la cacería era seguir un punto tras otro, sin un plan general. Así descubrieron que los tubos de cartón, reforzados con placas o cubiertos de cuero, servían perfectamente a sus necesidades. Los interiores no tenían que ser perfectamente lisos, aunque la imagen era más clara si se pintaban de negro. Las lentes eran más importantes. A la más próxima al ojo la bautizaron como ocular y a la otra como objetivo. Tanto las lentes cóncavas como las convexas, si se pulían como es debido, constituían la cara de una esfera, interior o exterior. Esferas de radios distintos daban curvaturas distintas. Al radio de la esfera completa asociada a una lente Galileo lo llamó longitud focal, siguiendo la costumbre de los fabricantes de lentes. En poco tiempo, y tras sucesivas pruebas con lentes de diferentes tipos, descubrieron que las ampliaciones más grandes derivaban de una mayor longitud focal en la lente convexa situada en el extremo final del tubo, combinada con una longitud focal más limitada en la lente cóncava del ocular. El pulido de las lentes convexas era muy sencillo, aunque era importante eliminar hasta la más pequeña irregularidad, porque éstas provocaban la aparición de manchas borrosas. Sin embargo, el pulido suave de las lentes cóncavas, mucho más pequeñas, era complicado. Para ello utilizaban una bolita colocada en una herramienta rotatoria de molienda hecha de acero y atornillada a una de las mesas. Para ver mejor, usaban instrumentos hechos con lentes pulidas anteriormente.
Mientras todo esto continuaba, Mazzoleni se dedicaba a fabricar tubos de cartón para encajarlos en los tubos de cuero principal, y varillas que les permitían ajustar la distancia entre las lentes y, de este modo, aumentar la definición de la imagen.
Como los oculares eran más pequeños, colocaron el tubo retráctil en su extremo y lo sujetaron con pequeños calces.
Para averiguar qué grado de ampliación estaban obteniendo, Galileo colocó una estructura en forma de entramado sobre la parte encalada del muro del jardín. Esto le permitió medir con precisión la diferencia existente entre la imagen ampliada y lo que se apreciaba a simple vista.
La tarde del 17 de agosto, Galileo examinó los tres prototipos más prometedores. Todos tenían aproximadamente la misma longitud, poco más de un braccio, según la vara de medir de la casa. Estudió sus notas un momento y las completó con otras nuevas mientras comparaba sus dimensiones.
De repente rompió a reír. Había tenido otro de sus momentos especiales, un destello de perspicacia repentina al final de un periodo de investigación, que le provocaba un escalofrío y un estremecimiento, como si fuera una campana y acabara de recibir el golpe del badajo.
—¡MAZ-ZO-LEN-IIIIII! —gritó.
El anciano se presentó más despeinado y peor afeitado que de costumbre y con los ojos enrojecidos por la falta de sueño.
—¡Mira! —le dijo Galileo—. ¡Si coges la longitud focal del objetivo, en este caso cien mínimos, y la divides por la longitud focal del ocular, en este caso once mínimos, el resultado es la capacidad de ampliación del instrumento, nueve en este caso! ¡Hay una relación matemática! Es la geometría, de nuevo. —cogió al anciano por los hombros—. ¡Y no sólo eso! ¡Mira! ¡Si restas la longitud focal del ocular a la del objetivo, obtienes la distancia que separa las dos lentes cuando el aparato está bien enfocado! En este caso, poco menos de un braccio. ¡Es una simple resta!
Al comprender esto sintió que lo invadía una gloriosa magnanimidad, como solía ocurrirle cuando podía hacer el anuncio de un nuevo descubrimiento como aquél. Felicitó a todos los habitantes de la casa, pidió vino y lanzó crazia y otras monedas menudas a los criados y los estudiantes, quienes a su vez las arrojaron al patio para sumarse a la celebración. Uno a uno los abrazó mientras daba gracias a Dios y exhibía abiertamente el aspecto más vanidoso de su personalidad, algo digno de contemplarse. Alabó a su genio por acudir de nuevo en su ayuda, bailó, se rió, agarró a Mazzoleni por las orejas y le gritó a la cara:
—¡Soy el hombre más listo del mundo!
—Probablemente, maestro.
—¡El más listo de la historia!
—Por eso estamos metidos en tantos líos, maestro.
Esa clase de dardos en momentos de gloria como aquél sólo servían para hacerlo reír. Dejó a Mazzoleni a un lado y continuó con su danza.
—¡Florines y ducados, coronas y escudos, compraré a Rachel y compraré a Trudi!
En la casa, nadie terminaba de entender por qué creía que el catalejo iba a hacerlo rico. Las criadas pensaban que pretendía utilizarlo para observarlas mientras hacían la colada en el río, cosa que ya hacía desde lo que él consideraba una prudente distancia.
Pasado un rato, todo el mundo volvió al trabajo. Mazzoleni se quedó mirando el aparato y moviendo la cabeza.
—¿Por qué habrá tales proporciones? —preguntó.
—No preguntes por qué. —Galileo cogió el catalejo—. Eso es lo que hacen los filósofos y por eso están tan locos. Porque nosotros no podemos saber por qué. Sólo Dios sabe por qué. Si es que lo sabe.
—De acuerdo, ya lo sé —dijo Mazzoleni—. Pregunta sólo qué, pregunta sólo cómo. Pero sigo sin poder evitarlo. ¿A vos no os sucede? —Señaló con un ademán la nueva página del tomo de Galileo, repleta de diagramas y números, y añadió—: Parece tan…
—¿Tan perfecto? Sí. Toda una coincidencia, desde luego. Da la impresión de que oculta un enigma. Pero sólo es una nueva prueba de lo que ya sabemos: Dios es un matemático.
Como matemático que era, a Galileo esta frase le resultaba inmensamente satisfactoria; a menudo bastaba para hacerlo llorar. «Dios es un matemático». Para subrayar el pensamiento, llevó un martillo a su yunque. Y es que la idea resonaba en su interior como una campana. Unió las manos como si se dispusiera a rezar, aspiró hondo y expulsó el aire con un suspiro trémulo. Leer a Dios como si fuera un libro, resolverlo como si fuera una ecuación… Esta era la mejor forma de plegaria. Desde que, siendo niño, levantara la mirada en una iglesia y, al ver cómo se columpiaba el incensario sobre su cabeza, descubriera, utilizando su pulso como referencia, que siempre tardaba el mismo tiempo en ir y volver, por muy amplio que fuera el balanceo, había sentido la influencia directa de Dios en todas estas cosas. Había un método en su locura, estaba claro, y ese método eran las matemáticas. Esta idea le brindaba consuelo cuando el mundo parecía sumido en la locura, como cuando estaba enfermo, o dolorido, o embargado por la melancolía, o presenciaba los efectos de una epidemia, o contemplaba los inmensos reinos de la mezquindad humana. En tales momentos, sólo encontraba solaz en las geometrías inherentes del mundo.
El día de la demostración ante los venecianos se aproximaba. Su mejor prototipo mostraba las cosas nueve veces más grandes que a simple vista. Galileo quería algo mejor y creía saber cómo conseguirlo, pero se le había agotado el tiempo. De momento, con nueve grados de ampliación tendría que bastar.
Ordenó a los ayudantes de Mazzoleni que revistieran el exterior del mejor de los tubos con un tafilete rojo bordado con patrones decorativos de filigrana de oro. Mazzoleni adaptó un soporte de tres patas que vendían como accesorio para la brújula militar a fin de tener algo donde mantener firme el catalejo. El trípode tenía en la parte superior un empalme hecho con una bola de metal atrapada en un cuenco hemisférico, que se podía estrechar por medio de un tornillo para aplicar tensión a la esfera, que a su vez estaba atornillada por encima a un cilindro de bronce que rodeaba el catalejo. Gracias a este trípode no hacía falta sujetar el catalejo al mirar por él para mantenerlo firme, algo que nadie era capaz de conseguir a pulso durante más de un segundo o dos. Esto mejoraba inmensamente los resultados de su uso.
El aparato así terminado era una visión hermosa, allí de pie a la luz del sol, un poco extraño pero también provisto de propósito, algo que resultaba intrigante nada más verlo y complacía tanto a la vista como a la mente. Un mes antes no existía nada parecido en el mundo.
El 21 de agosto de 1609, Galileo partió a Venecia en la barcaza matutina, con el catalejo y su soporte en un estuche de cuero alargado colgado del hombro por medio de una cinta de cuero. La forma sugería la presencia de un par de espadas, y al ver las miradas que la gente le lanzaba de reojo, pensó: «Sí, voy a cortar el nudo gordiano. Voy a partir el mundo en dos».
Venecia se levantaba en medio de la laguna, mugrienta a mediodía, como de costumbre. Su magnificencia la reservaba para la bajamar. Galileo bajó de la embarcación en el molo de San Marco, donde salió a recibirlo fray Paolo. El gran fraile parecía consumido en su mejor túnica y su rostro mostraba las cicatrices que ya nunca lo abandonarían. Pero su sonrisa ladeada seguía infundiendo calor y su mirada era aún penetrante que antes.
Galileo le besó la mano. Sarpi dio unas suaves palmaditas al estuche:
—¿Este es tu nuevo occhialino?
—Sí. En latín lo llamo perspicullum.
—Muy bien. Tu público está reunido en el Anticollegio. Te alegrará saber que están todos los importantes.
Una guardia de honor, convocada por un gesto de cabeza de Sarpi, los escoltó por la Signoria y, tras subir por la escalinata dorada, los acompañó hasta el Anticollegio, antesala de las estancias más amplias de sus dependencias. Era una cámara elevada, cuyo techo octogonal, decorado suntuosamente al estilo veneciano, estaba cubierto de alegorías referentes al mítico origen de Venecia, pintadas al fresco y cubiertas de pan de oro. La decoración del suelo, a su vez, remedaba el lecho cubierto de guijarros de un arroyo de montaña. A Galileo siempre le había parecido un lugar extraño, en el que le costaba enfocar la mirada.
En aquel momento estaba a rebosar de dignatarios. Y lo que era mejor, como Galileo no tardaría en averiguar, el propio dogo, Leonardo Dona, aguardaba en la Sala del Collegio, la sala de audiencias contigua, la más suntuosa estancia de toda la Signoria. Al entrar en la cámara vio a Dona y a los savi —sus seis consejeros de mayor confianza—, junto al gran canciller y los demás grandes magistrados, reunidos bajo la gran representación pictórica de la batalla de Lepanto. Sarpi se había superado.
El gran servita acompañó a Galileo hasta el dogo y, tras un saludo cordial, Dona llevó al grupo entero a la Sala delle Quattro Porte y luego a la Sala del Senato, donde había muchos más senadores, vestidos de púrpura, alrededor de mesas repletas de comida. Bajo una mezcolanza de pinturas abarrotadas de figuras y ornamentos dorados que lo cubrían todo, Galileo sacó del estuche las dos partes de su aparato y atornilló el catalejo a la parte superior del trípode. Sus manos se movían sin el menor temblor. Veinte años de presentaciones parecidas, ante audiencias grandes y pequeñas, habían borrado cualquier posible sombra de miedo de su interior. Aparte de que es cierto que no es difícil hablar ante un público al que te consideras innatamente superior. Así que, a pesar de que los centenares de ocasiones anteriores no eran más que el preludio de aquella culminación, se mostró tranquilo y en completa calma mientras describía los trabajos realizados para construir el artefacto. Mientras enumeraba sus diferentes características, lo orientó hacia El triunfo de Venecia de Tintoretto, pintado sobre el techo del otro lado de la sala, y enfocó el rostro diminuto de un ángel que, ampliado, se veía con tanta claridad como la cara de Mazzoleni la primera noche de trabajo.
Con un ademán, invitó al dogo a echar un vistazo. El dogo lo hizo. Se apartó para mirar a Galileo con las cejas enarcadas hasta lo más alto de la frente. Volvió a mirar. Los dos grandes relojes de la alargada pared lateral registraron el paso de diez minutos de tiempo mientras iba moviendo el catalejo de punto en punto. Transcurrieron otros diez minutos mientras los hombres de púrpura se turnaban para mirar a su vez. Galileo respondió a todas las preguntas relativas a su construcción que se le formularon, aunque omitió las relaciones matemáticas que había descubierto, por las que, de todos modos, tampoco le preguntaron. Comentó en repetidas ocasiones que, ahora que comprendía el proceso, podía asegurar que habría mejoras futuras, así como que (tratando de disimular una impaciencia cada vez mayor) no era el tipo de máquina cuyo uso se podía demostrar en una estancia cerrada, aunque fuese tan grande y majestuosa como la Sala del Senato. Finalmente, el propio dogo se hizo eco de este comentario y Sarpi se apresuró a sugerir que llevaran el artefacto a la cúspide del campanile de San Marco para probarlo al aire libre. Dona accedió a ello y la audiencia entera, al instante, se puso en camino tras él, cruzó la piazzetta que separaba la Signoria del campanile, entró en el gran campanario y ascendió por la sinuosa y angosta escalinata de hierro hasta el mirador que había bajo las campanas. Una vez allí, Galileo volvió a montar su instrumento.
La sala del mirador se encontraba cien braccia por encima de la piazza. Era un lugar en el que todos ellos habían estado muchas veces. Desde allí se divisaban Venecia entera y la laguna, así como el paso por el Lido en San Niccolo, el único canal navegable del Adriático. Asimismo, al oeste, se veía la alargada franja de las marismas de la costa, y en los días claros se llegaban a vislumbrar los Alpes, al norte. No se podía encontrar un lugar mejor para demostrar las capacidades del nuevo catalejo, y Galileo se aplicó a la tarea con tanto interés como cualquiera de ellos, si no más. Aún no había podido disfrutar de una oportunidad como aquélla, y lo que se pudiera ver por el aparato sería tan novedoso para él como para todos. Se lo dijo a los senadores mientras trabajaba y esto les gustó. De aquel modo podían formar parte del experimento. Estabilizó el catalejo y miró por él con mucho detenimiento, consciente de que una ligera dilación en un momento como aquél no era mala cosa, en términos teatrales. Como siempre, la imagen visible en el ocular rielaba levemente, como si fuera algo conjurado por un hechicero en una bola de cristal. Era un efecto que no le resultaba agradable, pero no había podido hacer nada para eliminarlo. Invadido por una penetrante curiosidad, trató de localizar la propia Padua. En visitas anteriores al campanile, había avistado la imprecisa columna de humo que ascendía desde la ciudad y sabía exactamente dónde se encontraba.
Al ver la paduana torre de San Giustina centrada en el ocular, tan definida como si se estuviera contemplándola desde lo alto de las murallas de Padua, contuvo sus deseos de gritar o sonreír y, en lugar de hacerlo, se limitó a inclinarse ante el dogo y hacerse a un lado, para que Dona, y luego los demás, pudieran echar un vistazo. Tampoco una pizca de la silenciosa majestuosidad del mago estaría completamente fuera de lugar de un momento como aquél, decidió.
Porque la vista era, en efecto, asombrosa.
—¡Oh! —exclamó el dogo al localizar San Giustina—. ¡Mirad eso! —Al cabo de un minuto o dos pasó el catalejo a sus seguidores, que acudieron en tropel. Exclamaciones, gritos, carcajadas de incredulidad… Parecía el Carnivale. Galileo permaneció orgulloso junto al tubo, que reajustaba cuando alguien lo movía involuntariamente. Una vez que todos hubieron tenido la ocasión de probarlo, buscó en la térra ferma ciudades y pueblos aún más lejanos que Padua, que se encontraba sólo a cuarenta kilómetros de distancia: Chioggia, al sur, Treviso, al oeste, e incluso Conegliano, al amparo de las colinas, a casi ochenta kilómetros de allí.
Luego se trasladó a los arcos del norte y apuntó con el instrumento a diversas partes de la laguna. Así descubrió que a muchos de los senadores les sorprendía más ver ampliada a la gente que a los edificios. Puede que a sus mentes afloraran tan rápidamente como lo habían hecho a las de sus criadas los usos posibles de una capacidad como aquélla. Vieron entrar a los fieles en la iglesia de San Giacomo de Murano, o subir a los pasajeros en las góndolas en la desembocadura del rio de’ Verieri, al oeste de la ciudad. En una ocasión, uno de ellos reconoció a una mujer.
Tras esta nueva ronda, Galileo levantó su aparato y, ayudado por tantas manos como podían tocar el trípode, se trasladó junto con la congregación entera hasta el arco más oriental del extremo sur del campanile, desde donde se podía dirigir el catalejo hacia el Lido y el azulado e indefinido Adriático, más allá. Estuvo un buen rato moviendo con delicadeza el tubo de un lado a otro, explorando el horizonte. Al fin, con alegría, descubrió las velas de una pequeña flota de galeras que cubría las últimas etapas de su travesía hasta la Serenissima.
—Mirad al mar —los invitó mientras volvía a erguirse y hacía sitio al dogo. Tuvo que refrenarse para disimular la euforia que lo invadía—. Comprobad cómo, a simple vista, no parece haber nada allí. Pero usando este aparato…
—¡Una flota! —exclamó el dogo. Enderezó la espalda y se volvió hacia los presentes con la cara enrojecida—. Se aproxima una flota desde San Niccolo…
Los Sabios de la Orden se agolparon en torno al catalejo para comprobarlo con sus propios ojos. Todas las posesiones venecianas en el Mediterráneo oriental vivían bajo la amenaza de los ataques de los turcos y los piratas de levante. Naves solitarias, flotas, torres costeras e incluso fortalezas tan formidables como Ragusa habían sufrido ataques por sorpresa. Los señores de Venecia, todos los cuales poseían algún tipo de experiencia naval, se miraban y asentían, conscientes de la importancia de aquello, y circulaban por allí intentando acercarse a Galileo para estrecharle la mano, darle una palmada en la espalda y concertar alguna cita futura. En concreto, las felicitaciones de fray Micanzio y el general Del Monte, que habían trabajado con él en el Arsenal en diversos proyectos de ingeniería, fueron especialmente calurosas. Se habían conocido veinte años antes, cuando le pidieron que discurriera si existía alguna manera de organizar los remos de las galeras para aumentar su potencia. Galileo había respondido al instante realizando un análisis gráfico del movimiento de los remos que le había permitido concluir que el fulcro no estaba en los escálamos, sino en la superficie del agua, perspectiva novedosa y sorprendente sobre el problema que, de hecho, había derivado en mejoras en la colocación de los remos. Sabían, pues, de qué era capaz su ingenio. Pero esta vez, Del Monte le sacudía la mano sin cesar, mientras Micanzio sonreía con las cejas tan enarcadas como para expresar, en tono jocoso: «¡Por fin uno de tus trucos sirve para algo!».
Y en aquel momento Galileo podría haberse permitido el lujo de reír con él. Le sugirió que contaran el intervalo de tiempo transcurrido entre la detección de la flota por medio del catalejo y el momento en que los vigías convencionales la detectaban sin ayuda. El dogo oyó la conversación y ordenó que se hiciera así.
Después de eso, Galileo sólo tuvo que permanecer junto al instrumento, aceptar más felicitaciones y volver a prepararlo para su uso por si alguien más lo solicitaba. Se bebió sus alabanzas al mismo tiempo que bebía vino de una copa alta y dorada. Se sentía libre y generoso. La colorida multitud que lo rodeaba, predominantemente púrpura, despertaba en él recuerdos del carnaval, recuerdos que revestían cada velada festiva en Venecia con un aura de esplendor y sexo. Esto, combinado con la altura del campanile y la belleza de la ciudad de la laguna a sus pies, lo hizo sentir como si se encontraran en la cumbre del Olimpo.
Mientras bajaban por la sinuosa escalinata del campanile, Galileo se encontró en un oscuro descansillo con el desconocido, que, a pesar de la estrechez de los espacios, se empeñó en colocarse a su lado para acompañarlo en el descenso. El corazón de Galileo saltaba en el interior de su pecho como un animal que tratara de escapar. El hombre estaba vestido de negro y debía de haberse escondido allí para esperarlo, como un ladrón o un asesino.
—Felicidades por vuestro éxito —dijo en su tosco latín.
—¿Qué os trae por aquí? —preguntó Galileo.
—Parece que escuchasteis lo que os dije.
—Sí, así es.
—Estaba seguro de que os interesaría. Especialmente a vos. Ahora me vuelvo a Europa del norte —de nuevo, Alta Europa—. Cuando regrese a vuestro país, traeré un catalejo propio y os invitaré a mirar por él. Sí, ya lo creo. —Entonces, al ver que Galileo no respondía (se encontraban ya cerca del final de las escaleras y la puerta de la piazetta), dijo—: Era una invitación.
—Será un placer —respondió Galileo.
El hombre rozó el estuche que Galileo llevaba al hombro.
—¿Lo habéis usado para mirar la luna?
—No… Aún no.
El hombre asintió con la cabeza. Si su rostro era una espada, la nariz era el filo, largo y curvado, inclinado hacia la derecha. Sus grandes ojos brillaron en la penumbra de la escalinata.
—Cuando alcancéis veinte o treinta aumentos, lo encontraréis realmente interesante. Después de eso volveré a visitaros.
En ese momento llegaron al primer piso del campanile y salieron juntos a la piazetta, donde los interrumpió el mismísimo dogo, que aguardaba para escoltar a Galileo de vuelta a la Signoria:
—Mi querido signor Galileo, debéis hacernos el honor de volver con nosotros a la Sala del Senato para celebrar el increíble éxito de vuestra extraordinaria demostración. Hemos organizado un pequeño almuerzo, con un poco de vino…
—Por supuesto, benéfica serenidad —dijo Galileo—. Como bien sabéis, estoy a vuestras órdenes.
En medio de esta breve conversación, el desconocido había desaparecido.
Inquieto, distraído por el recuerdo del afilado rostro del desconocido, su ropa negra y sus extrañas palabras, Galileo comió y bebió con tanta alegría como fue capaz. Un encuentro casual con un colega de Kepler era una cosa, un segundo encuentro, organizado deliberadamente, era otra enteramente diferente, pero no sabía muy bien el qué.
Bueno, de momento no se podía hacer otra cosa que comer, beber más vino y disfrutar de las obsequiosas y totalmente sinceras alabanzas de los gobernantes de Venecia. Los enormes relojes de las paredes de la sala dieron las dos primeras horas de la celebración de sus logros antes de que los vigías del campanile anunciaran que se había divisado una flota que se aproximaba a San Niccolo. Un júbilo espontáneo estalló en la estancia. Galileo se volvió hacia el dogo, hizo una reverencia y luego repitió el gesto ante todos ellos: a la izquierda, a la derecha, al centro y de nuevo ante el dogo. Por fin había inventado algo que le permitiría ganar dinero.