Epílogo

Mar de los Sargazos, cinco meses después

Y así concluye mi historia, solo que ahora he cerrado el círculo y he vuelto una vez más a este temible mar de los Sargazos. Brandy me acompaña esta vez, nos hemos casado, esperamos un hijo.

¿Los terrores nocturnos? Un recuerdo lejano.

Brandy y yo estábamos juntos en la cubierta, cogidos de la mano, mientras la tripulación del barco de investigación Manhattanville bajaba por el costado nuestro vehículo operado por control remoto. A bordo del sumergible no tripulado había cámaras, sónar y mi último señuelo, inspirado por un recuerdo de la infancia largo tiempo olvidado.

Las cámaras de National Geographic estaban rodando, documentando lo que, esperábamos, iban a ser las primeras tomas de una especie que yo había bautizado Anguilla giganticusnessensis.

Nunca tímida delante de una cámara, Brandy exhibió su vientre abultado, lo cual provocó que yo estallara en carcajadas.

Río mucho últimamente.

Una hora después, la última mancha púrpura del sol desapareció tras el horizonte occidental, justo cuando el ROV llegaba a su profundidad preprogramada de tres mil metros. Desde mis controles pasé las luces del robot de blancas a rojas, antes de conectar mi «señuelo de Nessie».

El sonido de los bancos de salmones resonaba a lo largo y ancho de las profundidades.

Veintisiete minutos después, el sónar registró nuestra primera señal.

—Es biológico —gritó John Beardon, nuestro técnico jefe—. Se halla a unos dos kilómetros. Velocidad de diecisiete nudos. Sea lo que sea, se acerca con rapidez.

—Conecta los altavoces —dije.

Bli-blup… Bli-blup… Bli-blup… Bli-blup…

Llegaron unos momentos después. Eran cinco, jóvenes, y cada uno medía más de seis metros. Sus ojos amarillos aparecían anaranjados y luminiscentes a las luces rojas del ROV mientras daban vueltas en torno al robot, y sus cuerpos de serpiente se movían con elegancia, sincronizados mutuamente.

—Preparado el dardo transmisor —dije a los cámaras.

Brandy señaló a uno de los animales más grandes en el monitor, probablemente una hembra. Esperé a que se acercara más, apunté, y después, con la palanca de mando en la mano derecha, le disparé el dardo.

La gran hembra apenas se dio cuenta.

Los animales dieron vueltas alrededor del robot durante varios minutos, y después se marcharon. Ninguno había atacado al señuelo.

Cody Saults, el director del documental de nuestra primera aventura, se acercó para acosarme con más preguntas.

—Felicidades, doctor Wallace, lo ha vuelto a conseguir. ¿Cuándo sabremos si estos animales emigran al lago Ness?

—Podría ser la primavera siguiente, o nunca. El hecho de que el pasaje se haya abierto de nuevo no garantiza nada. Nuestra esperanza reside en que el aparato nos permita seguir el rastro de estos animales y aprender más sobre su especie.

—¿Y el monstruo al que se enfrentó el pasado agosto? ¿Cuánto dice que medía…?

—Creo que por hoy ya está bien de pensar con el hemisferio izquierdo —interrumpió Brandy—. El buen doctor me prometió unos masajes en la espalda. ¿Sabía usted que los bebés nacen sin rótulas?

—Er…, sí. ¡Una última pregunta! ¿Imagina un día en que el público pague por descender a las profundidades y observar a estos magníficos monstruos en su medio ambiente?

—Mire usted —dije, mientras dejaba que Brandy me llevara hacia abajo—, esa es una pregunta que debería hacer a mi padre.