Traducido por Logan W. Wallace
Anotación: 8 de noviembre de 1330
Diez días. Diez largos días han transcurrido desde que me condujeron de vuelta a Inverness, medio muerto. Estoy lejos de sentirme curado, pero estoy vivo, perdonado por Dios, maldecido por el destino…, con la mente todavía extraviada en las entrañas del infierno. Pero debo terminar esta anotación, aunque solo sea para advertir a aquellos que un día continuarán mi misión.
La última vez que escribí, sir Keef había anunciado el fin de sus trabajos con el armazón de hierro y el sistema de poleas. Las rampas que sostenían el enorme portal estaban montadas en su sitio, a lo largo del punto más estrecho del túnel, junto con dos sencillas poleas y cuerdas.
Se dispusieron a instalar el portal de hierro dentro del armazón.
Como el portal de un puente levadizo, nuestra barrera de hierro estaba pensada para subir y bajar dentro de su estructura, mediante las dos cuerdas arrolladas en las poleas. La tarea que nos esperaba exigía elevar el portal sobre la boca del río con las cuerdas, con el fin de introducirla por la parte inferior en su armazón.
Como eran los más ágiles, sir Keef y su hermano Alex montaron el armazón para pasar las pesadas cuerdas a través de las poleas. Tres de los nuestros se sumaron a sir Keef en la orilla opuesta con su cuerda, mientras MacDonald, sir Alex y yo manipulábamos la cuerda en la orilla cercana.
Entre gruñidos y maldiciones, los siete conseguimos levantar y girar el portal sobre la superficie de aquel río oscuro y rugiente. Cuando estuvo cerca del techo arqueado, los dos hermanos lo colocaron dentro de su pesado armazón.
Sir Keef había utilizado aceite para lubricar los lados de metal, y todos prorrumpimos en vítores cuando el portal se deslizó con facilidad en el armazón y se instaló en el río. La rejilla de hierro impedía que algo más grande que una anguila pasara a través de sus límites.
Y entonces, sir Keef perdió pie y cayó al agua.
La corriente lo lanzó contra el portal bajado, pero nuestra barrera superó la prueba. Cuando sir Keef se aferró a ella, tiramos de las cuerdas, alzamos el portal y rescatamos al caballero de la corriente. Le ayudé a izarse hasta la orilla rocosa, en tanto MacDonald sujetaba los extremos de ambas cuerdas a una estaca metálica clavada en la base del arco del túnel.
Fue entonces cuando el drakonta atacó.
Jamás había visto a un ser tan grande moverse a tal velocidad. Su primer ataque arrebató a sir Keef de mi presa, y sus horribles fauces arrancaron la carne de sus huesos antes de soltarle, muerto y ensangrentado, en el río.
Bajé la vista y observé que las crías del drakonta describían círculos en el agua y atacaban los restos de sir Keef. Comprendí que nos hallábamos en franca desventaja. Mientras corría a recuperar mi espada, el animal adulto atacó de nuevo, y esta vez se apoderó de sir Alex.
Los dos caballeros de la orilla opuesta estaban atrapados. MacDonald vio impotente que el animal los engullía, los sacudía hasta acabar casi con su vida, y después los soltaba, uno tras otro, una táctica destinada a proporcionar presas indefensas a sus crías.
Los dos caballeros heridos chillaron cuando las jóvenes serpientes atacaron, disfrutando del banquete y peleando entre sí por la carne y las extremidades de nuestros camaradas, como perros rabiosos.
MacDonald me arrastró hacia la pared del fondo y me dijo al oído con voz rasposa:
—¡Idos! ¡Regresad a Jnverness! ¡Cumplid la misión de los Caballeros!
—¡No me iré sin vos!
—Os seguiré, pero antes he de volver a bajar el portal. Tomad esta antorcha y distraed al demonio.
Antes de que pudiera protestar, MacDonald corrió hacia las cuerdas sujetas.
Pero el drakonta adulto fue más veloz: se apoderó de MacDonalds y le sacudió con sus terribles mandíbulas, hasta que la vida escapó por su boca.
Yo era el último que quedaba. Con la antorcha en una mano y la espada de William en la otra, me adentré en las tinieblas hacia las cuerdas del portal, con la intención de atrapar a la bestia maldita.
El drakonta adulto salió del río y trepó a la orilla, revelándose en todo su tamaño, un repugnante hedor hirió mi olfato, y la llama de la antorcha brilló en sus ojos redondos, pero no atacó…, ya fuera por la luz o por la espada de mi primo.
Continué retrocediendo, sin apartar los ojos del monstruo. Las cuerdas ya estaban cerca, invitándome a liberarlas de su sujeción.
Preferí conservar la espada, dejé la antorcha en el suelo y las solté con mi mano libre.
El portal de hierro descendió, y sus extremos afilados empalaron a varias crías del drakonta.
Antes de darse cuenta de lo que pasaba, el adulto me levantó del suelo, con la cota de malla y el torso aplastados entre sus fauces, mientras yo lanzaba mandobles con mi espada. Noté el impacto de un fuerte golpe, y la espada debió hundirse bastante, porque me soltó, salí volando por los aires y aterricé en la oscuridad.
La antorcha parpadeó y murió. Yací de costado, con la respiración agitada y presa de un gran dolor, incapaz de ver mi mano a escasos centímetros de la cara. Había perdido la espada entre las rocas. Entonces oí el alarido de los drakontas jóvenes y me quedé horrorizado al darme cuenta de que avanzaban hacia mí.
Dios acudió en mi ayuda en la forma de una levísima corriente de aire frío. ¡Estaba cerca de la entrada del túnel!
Me arrastré a cuatro patas sin ver nada, tanteando hasta llegara la boca del angosto túnel de acceso. Avancé a tientas en la negrura, golpeándome la cabeza una y otra vez, pero continué hacia delante en la asfixiante oscuridad, y cada segundo me alejaba más de aquellos demonios.
Al cabo de un rato, el sonido del río subterráneo se desvaneció y el túnel se abrió al gran abismo por el que habíamos descendido hacía una eternidad. Arriba, en algún lugar, me aguardaba una vía de escape, pero ¿cómo podría escalar una montaña tan peligrosa en una oscuridad más negra que la noche?
De todos modos, lo intentaría, pues si tenía que morir, prefería hacerlo debido a una caída que entre las fauces de los demonios.
Tanteé la pared del abismo y empecé a subir, expuesto cada segundo a desplomarme en el abismo, aferrándome a salientes invisibles. Ignoro cuánto rato estuve ascendiendo. En ocasiones, paraba para permitirme unos minutos de sueño, y a veces me preguntaba si aún continuaba subiendo, tan confusos se hallaban mis sentidos.
Jamás vi la luz del día, pero oía el rumor del viento. Me condujo hasta la boca de la caverna, donde las estrellas de la noche me recibieron como un amigo al que no has visto desde hace mucho tiempo. Pese a mi agotamiento, seguí caminando, y no quise detenerme hasta que amaneció.
Incluso a la luz del día, me mantuve alejado de la orilla del lago Ness.
En algún momento debí de perder el conocimiento, porque cuando desperté me llevaban en volandas los hombres de William Calder. Su hija Helen cuida de mi ahora, y no tardaré en pedir su mano.
Entretanto, horribles sueños me atormentan…, sueños de muerte. Cada mañana me despierto chillando en la cama, mi mente atrapada en aquel agujero infernal donde perecieron mis ocho camaradas. El sacerdote afirma que los sueños pasarán, pero yo sé que aquel viaje me ha marcado para siempre.
Pero debo volver, al principio de cada otoño y al final del invierno, porque hice un juramento de sangre…, el juramento de los Caballeros Negros. La salvación me ha bendecido con la vida; el destino me ha maldecido, a mí y a los míos, con esta tarea… volver de nuevo, volver para levantar y bajar el porta.
Para proteger la libertad de Escocia.
Sir Adam Wallace, 1330
Yo estaba en la A82, en dirección norte tras salir de Fort Augustus. Miré a mi derecha y vi un animal oscuro y viscoso que salía de las aguas del lago Ness, dejando una estela de unos diez metros. Cuando me di cuenta de lo que estaba viendo, casi me salí de la carretera.
Señor Bill Kinder, Lancashire,
9 de abril de 1996, alrededor
de las diez de la mañana
Mi hermano James y yo estábamos en nuestra barca de pesca, provista de un Koden CVS886 Mk II Color Sounder, y su transductor de 28 herzios dirigía un haz de 31,6 grados en vertical hacia abajo. La pantalla CRO muestra diferentes intensidades de eco en diferentes colores. Estábamos probando el aparato, cuando detectamos una forma extraña a cincuenta y cinco metros de profundidad. El objeto medía dieciocho metros de longitud y unos nueve de anchura.
Robert West,
Fraserburgh, abril de 1981