Traducido por Logan W. Wallace
Anotación: 24 de octubre de 1330
Tan solo puedo calcular de una manera aproximada la fecha de esta anotación Tampoco es que importe mucho, pues temo que mis palabras jamás verán la luz del día, ni las verán otros ojos… Aun así, lo que los míos han visto… Apenas puedo controlar los temblores de la mano para dejar constancia de lo sucedido.
La última vez que escribí, los caballeros estaban ocupados montando una puerta de hierro que impidiera a las drakontas salir al mal del Norte. El aire de la caverna se había enrarecido debido al humo de las antorchas, y sir Jain estaba cerca, preparando un guiso de carne picada. El olor de la carne me dio náuseas, cuando de repente un grito horripilante interrumpió nuestra calma y yo dejé caer la pluma.
Era sir Michael Bona quien chillaba, y a la luz vacilante de nuestras antorchas le vi, el cuerpo levantado sobre el borde del saliente, atrapado entre las poderosas mandíbulas de la criatura más impía que imaginarse pueda.
Había ascendido por el río subterráneo, y su enorme cabeza era diez veces la de un caballo. Los colmillos eran afilados y curvos, los dientes más largos como púas, situados fuera de su espantosa boca. La parte superior del cráneo estaba cubierta de nódulos, que descendían por el grueso cuello. El agua ocultaba el resto de su cuerpo.
Agarré la espada y me precipité hacia la bestia. Noté su horrendo hedor cuando acuchillé su garganta. La hoja hendió su pellejo grasiento y oscuro, pero apenas pudo abrirse paso entre la gruesa capa de cieno.
Sorprendido por el impacto, el animal soltó a sir Michael y se sumergió mientras su inmensa cola asomaba a través del agua y azotaba salvajemente la superficie. Las heladas salpicaduras nos empaparon, y también a nuestras antorchas.
Sumidos en las tinieblas, estábamos a merced del demonio.
Me alejé con cautela del borde, mojado y tembloroso, incapaz de ver mi propia mano delante de la cara. Sir Michael estaba tendido a mis pies, sus gritos gorgoteantes ahogados en su propia sangre.
—Necesitamos una llama —dijo MacDonald. Oí que frotaban trozos de pedernal contra las paredes de la cueva, después una chispa prendió en la tela y tuvimos luz.
Las heridas de sir Michael eran fatales, y ni siquiera el whisky de MacDonald pudo confortar al camarada caído. He visto a muchos hombres morir de heridas recibidas en la batalla, pero ninguno entre tantos tormentos. La bestia había reventado los órganos internos de sir Michael, y las tripas se le salían por la boca entre alaridos bestiales, de modo que no podía tragar. Manaba sangre de un semicírculo de agujeros causados por los dientes, cada uno tan grande como el puño de un hombre.
Le sostuvimos en brazos hasta que murió. MacDonald se encargó de los últimos ritos, y después bajamos su cadáver al agua y lo vimos desaparecer.
MacDonald nos dividió en grupos después del incidente, tres hombres en la puerta, tres de centinelas, y los otros dos a descansar. Han transcurrido largas horas, y ahora me toca a mí dormir. Mi cuerpo está agotado después de este día terrible, pero mi mente se niega a descansar, porque ahora he visto al demonio. Sus crías están cerca y tengo demasiado miedo para cerrar los ojos.
Yo me encontraba en la orilla, cerca de la boca del Altsigh Burn, vigilando la aparición de alguna trucha, cuando vi aquella cosa extraordinaria. ¡Eran la cabeza y el cuello del monstruo, a menos de ocho metros de mí, y no me cupo la menor duda de que estaba comiendo algo! ¡Abrió y cerró la boca varias veces muy deprisa, y después echó la cabeza hacia atrás como hacen los cormoranes después de devorar un pescado! Al cabo de dos minutos, bajó la cabeza y aparecieron una giba y la cola. Se sumergió, y después reapareció de nuevo, más lejos. No vi extremidades ni aletas, pero la piel era resbaladiza, de color oscuro, algo más claro en el vientre. Calculé que mediría unos seis metros, como mínimo.
John MacLean,
Invermoriston, junio de 1937