Capítulo 14

Invermoriston, Tierras Altas de Escocia

Mientras daba vueltas sobre mi colchón lleno de bultos, y cientos de reporteros de todo el mundo se dirigían hacia el castillo de Inverness como moscas atraídas por el proverbial panal, la verdadera historia estaba teniendo lugar a treinta kilómetros al sur, en las orillas del lago Ness.

Dos ríos principales se cruzan en el lago Ness, en sus orillas occidentales. El río Enrick es el más grande, corre de oeste a este a través del Great Glen, deja atrás Drumnadrochit y desemboca en el lago Ness en la bahía de Urquhart. Veintitrés kilómetros más al sur, el río Moriston atraviesa la presa de Glen Moriston, se transforma en una cascada de grado cinco, y después corre bajo el viejo puente de piedra de Telford, deja atrás Invermoriston y también desemboca en el lago Ness.

La aldea de Invermoriston data de principios del siglo XVII. Aloja un puñado de pensiones, tabernas y pintorescas tiendas de artesanía, y su muelle fue hace tiempo un destino muy popular de los barcos de vapor que surcaban el lago a finales del siglo XIX.

Invermoriston adquirió fama por primera vez en 1746, cuando el pueblo escondió a los «Siete Hombres de Moriston», una banda lealista que protegió a Bonnie Prince Charlie de las fuerzas inglesas, después de la matanza de Culloden.

Trece generaciones después, el diminuto pueblo del lago Ness estaba a punto de recuperar su popularidad por un motivo muy diferente.

Hacía meses que Tiani Brueggert estaba planificando el fin de semana de acampada en las cercanías del lago Ness con su familia. Aunque su marido, Joel, y sus dos hijas, Chloe y McKailey, preferían alojarse en pensiones, Tiani no quiso saber nada de eso, e insistió en que su «típica familia estadounidense» plantara las tiendas en las legendarias orillas del lago.

Con las mochilas llenas de bártulos, los Brueggert partieron a pie de Fort Augustus, la ciudad situada más al sur del lago. Les esperaba un recorrido de veintisiete kilómetros en dirección norte, atravesando bosques de piceas y pinos.

La jornada del primer día terminó ocho horas después, en Invermoriston. Los Brueggert cruzaron el puente de Telford, posaron en las cascadas de Moriston para las cámaras, y después siguieron el río hacia el oeste, pero a las siete y media estaban de regreso en el pueblo, agotados.

El sol estaba todavía alto cuando pararon a cenar en el Glenmoriston Arms Tavern and Bistro. Dos horas después, la exhausta familia acampó por fin en las orillas del lago Ness, al sudoeste de la aldea. Había docenas de excursionistas en los alrededores, la mayoría de vacaciones en Europa. Algunos estaban pescando, y todos disfrutaban de los últimos rayos del ocaso veraniego de las Tierras Altas.

Cuando ya se habían metido en los sacos de dormir, los cielos grisáceos se habían oscurecido y dado paso a nubes de tormenta, y la brisa del sudeste del Glen se había intensificado, levantando cabrillas en la amenazada superficie del lago.

Los campistas más avezados se apresuraron a sujetar bien las tiendas, pues intuían una noche difícil.

Las dos hijas de los de los Brueggert estaban en su tienda, dormidas en cuanto su cabeza tocó la almohada. Joel estaba tumbado de costado al lado de su mujer, leyendo a la luz de la linterna, pero Tiani sufría demasiados dolores para dormir. Estaba en el segundo día de su período, el día del ciclo menstrual en que sangraba más. Le dolían los riñones, y tenía los tobillos hinchados a causa de la caminata. Sabía que la esperaba otro largo día, pues tenía planificado que su familia y ella pasarían en Drumnadrochit la noche siguiente, y el camino sería empinado, suponiendo que, por la mañana, pudiera embutir los pies en las botas de excursión.

Engulló dos aspirinas más y se volvió hacia su marido.

—Vuelvo dentro de unos minutos. Quiero mojarme los tobillos antes de que llueva. ¿Joel?

Su marido murmuró una respuesta, con los ojos ya cerrados.

Tiani salió de la tienda a gatas, y se puso la sudadera con capucha azul marino para protegerse del viento. Localizó el sendero boscoso que conducía al lago, atravesó el bosque dando tumbos, bajando por la senda empinada, mientras la luz de su linterna apenas podía perforar las tinieblas.

El dolor la obligó a detenerse en un banco situado en un pequeño claro, sembrado de basura de un contenedor de acero que rebosaba, y después continuó bajando hacia la orilla.

Ráfagas de viento y espuma la recibieron cuando abandonó el refugio del bosque. Se desvió a la derecha y siguió la playa de guijarros hasta el muelle de las barcas. Amenazadoras olas oscuras rodaban contra la orilla, y provocaban que una docena de canoas de aluminio y kayaks de madera golpearan entre sí como si quisieran soltarse de sus amarras.

Tiani caminó hasta el final del embarcadero, se quitó las botas y los gruesos calcetines de lana, se subió las perneras de los pantalones, se sentó en el borde y hundió sus tobillos doloridos en las aguas gélidas.

Tiani lanzó un grito de protesta, y necesitó varios intentos y cuatro minutos antes de que la piel quedara entumecida por el frío. Se tumbó, miró hacia el otro lado del lago, el ominoso contorno de las montañas y los cúmulos, y después cerró los ojos, convencida de que estaba sola.

—¡Eh!

Tiani se incorporó de un brinco, con el corazón acelerado y los ojos abiertos como platos, al tiempo que examinaba la zona circundante.

Algo la había despertado. «¿Qué era?».

Notó el golpeteo de gotas de lluvia sobre la piel y se rio de su estupidez. Sacó las piernas del agua, pero tenía los pies tan entumecidos que ya no los sentía. Los masajeó hasta que recuperó la circulación, sin que sus ojos abandonaran ni un momento la superficie picada del lago Ness.

«Deja de comportarte como una estúpida. Si no, empezarás a buscar a Big Foot en el bosque».

Todavía nerviosa, se puso los calcetines, y después se calzó con cautela las botas, sin abrochar los cordones. La hinchazón había remitido, y eso era estupendo, pero ahora solo quería regresar a su tienda y huir de la lluvia.

Tiani se levantó, y después volvió sobre sus pasos. Las botas resonaron sobre las tablas desgastadas.

Salió de la zona de las embarcaciones, giró a la derecha y siguió la orilla rocosa hasta que llegó al comienzo de la senda boscosa que la conduciría al lugar de acampada.

Tiani se detuvo y olfateó el viento. Un olor acre perduraba en el aire fresco, y el olor le recordó el de una jaula de zoo que necesitara un buen friegue.

¡Tump!

Tiani lanzó un grito, asustada por el repentino estrépito metálico que procedía de más adelante.

—¿Hola? ¿Quién anda ahí? ¿Joel?

Ráfagas de viento empujaron las agujas de pino empapadas por la lluvia contra sus brazos, y la espolearon a iniciar la ascensión.

Enfocó la luz de la linterna en el sendero, empezó a subir y notó que el olor acre se intensificaba.

Estaba sudando cuando llegó al banco del parque, el punto medio de su recorrido hasta el lugar de acampada. La lluvia repiqueteaba sobre el barril de basura metálico herrumbrado, que ahora estaba caído de costado, con la basura diseminada por todas partes.

«¿El viento? Imposible. Ese cubo debe de pesar más de ochenta kilos». Rodeó el pequeño claro con el haz de su linterna.

Nada.

La subida había aflojado sus botas sin atar hasta el punto de que se le iban a salir de los pies. Se acercó a la mesa de picnic, apoyó la bota derecha sobre el banco y empezó a anudarse los cordones.

Pegó otro bote cuando un trueno retumbó en el cielo… y algo enorme se acercó por el sendero que conducía al lugar de acampada.

El corazón de Tiani dio un vuelco. ¿Qué coño era eso? Se arrastró hasta el borde de la senda y apuntó la luz hacia el camino flanqueado de árboles. ¿Tal vez un oso?

Ahora no había nada…, pero algo había estado allí hacía un minuto. Percibió un tufillo a pescado podrido en el viento remolineante.

Y entonces, los cielos se abrieron sobre su cabeza y la dejaron empapada.

—Qué horror —Tiani se puso a gritar con todas sus fuerzas—. ¡Joel! ¡Joel, socorro!

El chubasco se transformó en un crescendo de hojas salpicadas que ahogó sus gritos.

El viento azotó los troncos de los pinos que rodeaban el área de descanso, y esparcieron la basura a sus pies.

—¡Joel! ¡Hola! ¿No me oye nadie?

Una telaraña de rayos le contestó, iluminó los cielos y reveló la figura oscura, detenida ahora al borde del claro.

Tiani Brueggert levantó la vista, horrorizada… y chilló.