Domingo, 1 de diciembre, 10:47 p. m.
En el exterior de la biblioteca, Marshall bramaba órdenes.
—¡Muévanse! ¡Muévanse! ¡Muévanse! ¡Entren! —gritó, ajeno a la lluvia que caía.
Instantes antes, la rejilla de chisporroteante electricidad azulada se había desvanecido, dejando únicamente el agujero de la explosión en la reja metálica del aparcamiento. En esos momentos el equipo de SWAT estaba corriendo en dirección al aparcamiento de coches.
—¡Higgs! —gritó.
—¡Sí, señor!
—Quiero una censura total en los medios sobre este tema a partir de ahora. Vaya junto a Levine y dígale que llame a las cadenas y que tire de algunos hilos. Quiero esas cámaras fuera de aquí. Y consígame una zona de exclusión aérea sobre toda la isla. No quiero ningún helicóptero en un radio de quince kilómetros de este edificio. ¡Vaya ahora!
Higgs subió la rampa a la carrera.
Marshall se llevó las manos a las caderas y sonrió bajo la lluvia.
Estaban dentro.
Swain y su hija subieron las escaleras de dos en dos con la respiración entrecortada.
Llegaron a la primera planta. El doctor condujo a Holly por una amplia sala antes de salir de repente al vestíbulo.
El elevado vestíbulo de mármol se extendía ante ellos: amplio y oscuro y enorme, con la exposición de librerías del depósito.
Y vacío.
Desde allí podía verse la balconada de la segunda planta que tenían encima. No había nadie. Ni tampoco focos de fuego. Aún.
La pulsera.
14:23
14:22
14:21
Había luz en el mostrador de información. Swain se acercó con cautela por entre las librerías de pega de la exposición. Holly lo siguió, muerta de miedo.
Estaba a pocos metros del mostrador de información cuando le dijo a su hija:
—Quédate ahí.
Swain se acercó. Miró por encima de este y se apartó al momento con una mueca de repulsión.
—¿Qué pasa? —susurró Holly.
—Nada —dijo y a continuación añadió rápidamente—. No te acerques.
Miró por encima de la mesa elevada de nuevo y contempló una vez más aquella horripilante imagen. Era el cuerpo retorcido y ensangrentado de una policía.
La compañera de Hawkins.
Le habían arrancado extremidad tras extremidad, literalmente. Sus brazos acababan a la altura del bíceps con una protuberancia ósea irregular. Tenía el uniforme cubierto de sangre. Swain apenas si pudo entrever el rasgón en su camisa, allí donde Bellos le había arrancado la placa.
Pero entonces vio la Glock de la policía en el suelo, a centímetros de su brazo desesperadamente extendido.
Swain pensó: Quizá pueda disparar a la pulsera.
No, la bala le atravesaría la muñeca. Mala idea.
Se agachó y cogió de todas maneras la pistola de la policía. Protección.
Y entonces, sin previo aviso, se oyó un golpe sordo a sus espaldas.
Holly gritó y Swain se volvió al instante y vio…
… Al karanadon, sobre una rodilla, levantándose lentamente.
¡Justo detrás de Holly!
¡Debía de encontrarse en la segunda planta y había saltado desde allí!
Sin pensárselo dos veces, Swain lo apuntó con su recién encontrada Glock y disparó dos veces. Erró los dos disparos por casi tres metros. Qué demonios, si jamás había disparado antes un arma.
Holly gritó y echó a correr hacia su padre.
Bum.
El karanadon dio un paso al frente.
Swain levantó el arma de nuevo. Disparó. Falló. Dos metros en esa ocasión. Estaba acercándose.
Bum. Bum.
—¡Corre! —gritó Holly—. ¡Corre!
—¡Aún no! ¡Puedo darle! —le respondió a gritos Swain. Su voz resonó por encima de las estruendosas pisadas de la bestia.
El karanadon empezó la carga.
Bum. Bum. Bum.
—¡Vale, vámonos! —gritó Swain.
Swain y Holly corrieron hacia las librerías de la exposición. El karanadon estaba ganando velocidad. Doblaron una esquina y accedieron a un estrecho pasillo. Las librerías se sucedían cual masa borrosa a su paso. Mientras corría con todas sus fuerzas, Swain miró hacia atrás.
Entonces sus pies chocaron con algo, tropezó y cayó de morros al suelo. Se golpeó con fuerza contra el suelo y la pistola salió disparada por el resbaladizo suelo de mármol.
Bum. Bum. Bum.
El suelo a su alrededor tembló con violencia y Swain rodó hasta colocarse boca arriba para ver qué era lo que lo había hecho caer.
Era un cuerpo. El cuerpo mutilado del konda, el extraterrestre similar a un saltamontes al que los hoodayas habían matado antes, mientras Swain y los demás habían estado observándolo todo desde el balcón de la segunda planta.
Bum.
El suelo retumbó una última vez.
Silencio. Salvo por los bips de la pulsera de Swain.
Alzó la vista y vio a Holly al otro lado del cadáver.
Y tras ella, justo detrás, cerniéndose sobre su hija, la enorme forma oscura del karanadon silueteada en la oscuridad.
Holly no movió un músculo.
El karanadon estaba tan cerca que podía sentir su aliento cálido en la nuca.
—No te muevas —le susurró su padre—. Hagas lo que hagas, no te muevas.
Holly no respondió. Notaba cómo le temblaban las rodillas. Sabía que no se iba a mover. Aunque quisiera, no podría. Empezaron a formársele gotas de sudor en la frente conforme sentía que el karanadon se iba acercando más y más.
La respiración de la bestia era entrecortada, como si estuviera respirando muy, muy rápido. Como si estuviera…
Olisqueando. La estaba olisqueando. Oliendo a Holly.
Lentamente, el morro de la enorme bestia se levantó hacia su cuerpo.
Holly estaba aterrorizada. Quería gritar. Apretó con fuerza los puños y cerró los ojos.
De repente, notó que algo húmedo y frío le tocaba la oreja izquierda. Era la nariz del karanadon, la punta de su morro oscuro y arrugado. Tenía la nariz fría y húmeda, como la de un perro.
Casi se desmaya.
Swain, mientras, observaba horrorizado cómo el karanadon rozaba el lado izquierdo de la cara de su hija.
Se estaba tomando su tiempo. Se movía lenta, metódicamente, intensificando su miedo.
Los tenía.
Swain podía oír los pitidos constantes de su pulsera. ¿Cuánto tiempo le quedaba? No se atrevía a mirar, no se atrevía a apartar la vista del karanadon. Mierda.
Cambió de postura y, de repente, sintió un bulto en el bolsillo. Era el auricular del teléfono. No le sería de mucha ayuda en esos momentos. Un momento…
Tenía algo más en el bolsillo…
El mechero.
Muy despacio, Swain se metió la mano en el bolsillo y sacó el mechero de Jim Wilson.
El karanadon estaba olisqueando los tobillos de Holly.
Ella seguía muy quieta, con los ojos y los puños bien cerrados.
Swain sostuvo el mechero en su mano. Si pudiera encender algo con él, las llamas distraerían momentáneamente al karanadon.
Pero entonces recordó que el mechero no le había funcionado antes en la caja de la escalera.
Ahora tenía que funcionar.
Acercó el mechero a la librería más cercana, a un libro de tapa dura lleno de polvo.
Por favor, funciona. Solo una vez. Por favor, funciona.
El Zippo se abrió con un clic metálico.
El karanadon levantó entonces la cabeza y miró con gesto acusador a Swain como si estuviera diciéndole «¿Y tú qué te crees que estás haciendo?».
Swain acercó más el mechero al libro polvoriento, pero el karanadon empezó a avanzar hacia él y en un segundo Swain se vio contra el suelo, boca abajo, con el peso de un enorme pie negro presionándole la espalda.
Holly gritó.
Swain estaba contra el suelo, las manos extendidas ante él y la cabeza ladeada, con una de las mejillas pegadas contra el frío suelo de mármol. Forcejeó en vano contra el peso del karanadon.
La bestia rugió con fuerza y Swain alzó la vista; todavía tenía el mechero en la mano izquierda. En su muñeca izquierda vio la pulsera, que sonaba sin cesar. Se preguntó cuánto tiempo quedaría antes de que explotara.
El karanadon vio el mechero.
Y Swain observó horrorizado cómo una enorme garra negra le aprisionaba todo el antebrazo izquierdo. Le agarró el brazo con fuerza, cortándole el flujo sanguíneo. Swain vio que empezaban a marcársele las venas. Su brazo estaba a punto de partirse en dos…
Entonces la criatura le golpeó la muñeca con rabia contra el suelo.
Swain gritó de dolor cuando su brazo se estampó contra el mármol. Se oyó un fuerte impacto, seguido de un agudo dolor que le recorrió todo el antebrazo.
Con el topetazo, la mano que sostenía el mechero se abrió por acto reflejo y el Zippo cayó al suelo.
Swain no se percató.
Se olvidó al instante del abrasador dolor de su extremidad.
En esos momentos estaba mirándose con total incredulidad la muñeca izquierda: la pulsera también se había golpeado contra el suelo.
Y la fuerza del impacto había sido tal que se había abierto. En esos momentos pendía de la muñeca de Swain, aún sonando.
Pero suelta.
Swain vio la cuenta atrás.
12:20
12:19
12:18
Y de repente sintió que una garra lo atrapaba por la nuca y lo inmovilizaba con fuerza contra el suelo. El peso sobre su espalda se incrementó.
Hora de matar.
Swain vio el Zippo. Estaba en el suelo. A poca distancia.
El karanadon bajó la cabeza.
El doctor cogió a toda prisa el mechero y lo acercó al estante inferior de la librería y después cerró los ojos y rogó a Dios que, solo por una vez, el estúpido mechero de Jim Wilson funcionara.
Apretó la rueda.
El mechero se encendió durante medio segundo, pero eso era todo lo que necesitaba Swain.
Un libro lleno de polvo que estaba junto al Zippo prendió al momento, justo delante del karanadon.
La enorme bestia rugió cuando el fuego refulgió en su cara y el pelaje de su frente se prendió. Retrocedió al instante, soltando a Swain y agarrando desesperado su frente en llamas.
Swain rodó al momento y, en un ágil movimiento, se quitó la pulsera de la muñeca y la colocó alrededor de una de las enormes garras del karanadon.
La pulsera hizo clic al cerrarse.
Y Swain se puso en pie y echó a correr. Alzó en brazos a Holly, cogió la Glock del suelo y emprendió una carrera hacia la entrada principal de la biblioteca. Tras él se oían los quejidos y rugidos del karanadon.
Llegó a las puertas, les quitó el cierre y las abrió.
Y vio cerca de una docena de coches con luces giratorias aparcados en la Quinta Avenida. Y hombres con fusiles. Corriendo hacia él bajo la lluvia.
La Agencia de Seguridad Nacional.
—Es la policía, papá. ¡Están aquí para salvarnos!
Swain la cogió de la mano y la apartó de las puertas, en dirección a la caja de la escalera.
—No creo que esos policías estén aquí para ayudarnos, cielo —dijo Swain mientras corría—. ¿Recuerdas lo que pasó en la casa de Elliott en E. T.? ¿Recuerdas que los malos le pusieron una bolsa de plástico?
Corrían con todas sus fuerzas. Ya casi habían alcanzado la caja de la escalera.
—Sí.
Swain dijo:
—Bueno, la gente que hizo eso son los mismos que están fuera de la biblioteca en estos momentos.
—Oh.
Llegaron a la caja de la escalera y empezaron a bajar los peldaños.
Swain se detuvo.
Voces… y gritos… y pisadas provenientes de abajo.
La NSA ya estaba dentro.
Debían de haber entrado por el aparcamiento.
—Rápido. Hay que subir. Ahora. —Swain tiró de Holly y comenzaron a subir de nuevo por las escaleras.
Y, mientras las subían, oyeron el estrépito de cristales rotos, seguidos de voces y gritos. La NSA estaba en el vestíbulo.
Swain cerró la puerta tras de sí.
Se encontraban en la sala más al fondo de la segunda planta.
Fue directamente a la única ventana de la habitación.
Esta se abrió sin problemas y Swain se asomó por ella.
Abajo, pudo ver el parque Bryant. Era una caída de cuatro metros y medio desde la ventana al suelo.
Se volvió para buscar algo que le sirviera de cuerda.
—Papá —dijo Holly—, ¿qué estamos haciendo?
—Vamos a salir —dijo Swain mientras arrancaba los cables de unas lámparas de la habitación.
—¿Cómo?
—Por la ventana.
—¿Por esa ventana?
—Sí. —Swain tiró de más cables de la pared. Empezó a atarlos, extremo con extremo.
Cuando hubo terminado, fue junto a la ventana abierta y, con la culata del arma, rompió el cristal. A continuación ató el extremo de su «cuerda» de cables alrededor de la ahora expuesta barandilla que había bajo la ventana y le hizo un nudo.
Se volvió hacia Holly.
—Vamos —le dijo mientras se guardaba en la cinturilla del pantalón el arma.
Holly dio un paso adelante a tientas.
—Súbete a mi espalda y agárrate con fuerza. Bajaremos por la cuerda.
Justo entonces oyeron gritos procedentes del pasillo exterior a su habitación. Parecían instrucciones, órdenes. Alguien le estaba gritando a otra persona qué hacer. La NSA seguía buscando. Se preguntó qué le habría ocurrido al karanadon. No debían de haberlo encontrado aún.
—Muy bien, vamos allá —dijo mientras se ponía a Holly a la espalda. Ella se agarró con fuerza.
A continuación echó la cuerda por la ventana y comenzó a descender por fuera.
—Señor —dijo una voz cargada de interferencias.
James Marshall cogió su radio. En esos momentos se encontraba en el exterior de la entrada lateral a la biblioteca por la calle Cuarenta y Dos. Las puertas de hierro que tenía ante sí estaban combadas y rotas, totalmente destrozadas por la entrada de la NSA minutos antes.
—¿Qué ocurre? —dijo Marshall.
—Señor, tenemos confirmación visual. Repito, confirmación visual de contacto en dos plantas. Una en la planta inferior del aparcamiento y otra en el vestíbulo de la primera planta.
—Excelente —dijo Marshall—. Dígales a todos que no toquen nada hasta que yo lo diga. Los procedimientos de esterilización están activados. Cualquiera que se acerque en un radio de dos metros a alguno de esos organismos sin la protección adecuada será considerado contaminado y, por tanto, puesto en cuarentena de manera indefinida.
—Recibido, señor.
—Manténgame informado.
Marshall apagó la radio.
Se frotó las manos y alzó la vista a la biblioteca en llamas. Era el edificio que lanzaría su carrera.
—Excelente —dijo de nuevo.
Swain cayó en la hierba y dejó a Holly en el suelo junto a él.
Estaban fuera.
Por fin.
En esos momentos llovía con más fuerza. Buscó una salida. Se encontraban en la parte posterior del edificio. Recordó cuando había salido del metro antes. En la parte más alejada del parque Bryant.
El metro.
Nadie le prestaría atención si lo vieran en el metro con la ropa rota y sucia. La de Holly no estaba mucho mejor. Serían otro vagabundo y otra cría más de los que vivían en el metro.
Era la salida, la manera de volver a casa.
Si es que podían dejar atrás a la NSA.
Swain tiró de Holly en dirección oeste, hacia el cobijo de los árboles, mientras la lluvia caía incesantemente sobre ellos. Valiéndose de la protección de la lluvia y de las sombras de los árboles, Swain confiaba en poder pasar junto a la NSA sin ser detectado.
Llegaron a la fila de árboles.
Swain vio el enorme quiosco blanco en el centro del parque. Justo detrás se encontraba la estación de metro.
El precinto amarillo de la policía seguía colocado en los árboles que rodeaban la biblioteca, formando un amplio perímetro. Swain vio a unos cuantos agentes de la NSA armados con M-16 en la calle Cuarenta y Dos, de espaldas a la biblioteca, manteniendo a raya a una pequeña multitud de bomberos impotentes, policías locales y trasnochadores curiosos. No había muchos agentes de la NSA, solo los suficientes para asegurar la zona. Swain se imaginó que la mayoría estaría en esos momentos en el interior del edificio.
—Muy bien —le dijo a Holly—. ¿Estás lista? Es hora de ir a casa.
—Vale —dijo ella.
—Prepárate para echar a correr.
Swain esperó un segundo. Se asomó tras el tronco de uno de los árboles. Señaló al quiosco.
—Ahí es donde vamos a ir primero. Luego al metro. ¿Quieres que te lleve en brazos?
—No, estoy bien.
—Vale. ¿Preparada?
—Sí.
—Entonces vamos.
Echaron a correr de nuevo. Salieron de la línea de árboles al espacio abierto.
Bum.
Marshall sintió que el suelo bajo sus pies se estremecía.
Seguía en la entrada a la biblioteca de la calle Cuarenta y Dos. Miró al interior, por entre la entrada forzada, para ver qué había causado la vibración.
Nada. Oscuridad.
Bum.
Marshall frunció el ceño.
Bum. Bum. Bum.
Algo se acercaba. Algo grande.
Y entonces lo vio.
Por Dios…
Marshall no esperó a mirar de nuevo. Se dio la vuelta y echó a correr, lejos de la entrada, apenas dos segundos antes de que las sólidas puertas laterales de la biblioteca salieran despedidas de sus bisagras como si de dos palillos se tratara.
Swain y Holly estaban a medio camino del quiosco cuando ocurrió.
Un rugido estruendoso resonó por todo el parque a sus espaldas.
Él se detuvo y se giró. La lluvia lo golpeaba en la cara.
—Oh, no —dijo—. Otra vez no.
El karanadon estaba en la calle Cuarenta y Dos, a menos de diez metros de la entrada lateral de la biblioteca. Las gruesas puertas de hierro de esa entrada, en esos momentos totalmente destrozadas, yacían en pedazos junto a la enorme bestia. Los agentes de la NSA corrían en todas direcciones para alejarse de ella.
El karanadon no prestó atención a la gente que huía de él. Es más, ni siquiera se percató de su presencia. Se quedó quieto en mitad de la calle mientras su cabeza giraba en un lento y amplio arco.
Escudriñando la zona.
Buscando.
Buscándolos.
Y entonces los vio. En el parque, en el espacio abierto entre la línea de árboles y el gran quiosco blanco, bajo la lluvia incesante.
La enorme bestia rugió con fuerza.
A continuación echó a correr y, con una velocidad aterradora, cubrió la distancia entre la biblioteca y la línea de árboles en segundos. Cargó bajo la lluvia, sacudiendo a cada paso la tierra embarrada bajo sus pies.
Bum. Bum. Bum.
Swain y Holly salieron disparados hacia el quiosco. Llegaron a él y subieron los escalones hasta el escenario de hormigón circular.
El karanadon llegó a la línea de árboles y pasó por entre las ramas de uno de ellos, en dirección a sus presas.
Entonces se detuvo. A menos de diez metros. Y los observó durante varios segundos.
Estaban atrapados en el escenario.
Marshall estaba hablando por la radio.
—¡Le daré una puta confirmación! ¡Esa maldita cosa acaba de echar abajo las puertas laterales! ¡Qué venga alguien aquí ya mismo!
La radio volvió a la vida entre interferencias.
—¡Me importa una puta mierda lo que estén buscando! ¡Qué venga alguien ya mismo y que traigan el arma más grande que tengan!
Swain llevó a Holly a la parte más alejada del escenario. La cogió en brazos cuando el karanadon empezó a acercarse. La lluvia repiqueteaba con fuerza sobre el techo del quiosco.
—Agáchate —le dijo Swain mientras pasaba a Holly al otro lado de la barandilla del escenario. Holly aterrizó en el suelo sin problemas.
El karanadon llegó a la base de la edificación circular. La lluvia incesante le había empapado el pelaje y lo tenía pegado, cual perro. Un hilo de agua le recorría el morro hasta caer por uno de sus enormes dientes caninos.
La bestia subió uno de los peldaños.
Swain se desplazó en un arco alrededor de la circunferencia del escenario, lejos de Holly.
El karanadon subió al escenario.
Miró a Swain.
Hubo un tenso e interminable silencio.
Swain sacó la Glock.
El karanadon gruñó en respuesta. Un gruñido grave, furioso.
Ninguno de los dos se movió.
Entonces, de repente, Swain fue hacia la barandilla y el karanadon lo siguió. Se disponía a saltarla cuando una garra gigante y negra lo agarró por el cuello de la camisa y tiró de él hacia atrás. Aterrizó en el centro del escenario de hormigón con un fuerte golpe.
El karanadon se colocó a horcajadas sobre Swain y bajó el morro hasta quedar cara a cara con él. Le tenía inmovilizada la mano con la que sujetaba la pistola con una de sus enormes y peludas garras.
Swain intentó en vano apartarse de sus terribles fauces, de su hediondo aliento, de su morro negro y arrugado con gesto de perpetuo desdén.
El karanadon ladeó la cabeza ligeramente, como si estuviera retándolo a escapar.
Fue entonces cuando Swain giró la cabeza y vio que la pata trasera de la bestia se adelantaba un paso.
Una ola de terror le recorrió el cuerpo cuando vio la pulsera que él mismo había llevado durante el Presidian justo delante de sus ojos.
—Oh, Dios… —dijo en voz alta.
La cuenta atrás seguía su curso.
1:01
1:00
0:59
Solo quedaba un minuto para la detonación.
Dios mío.
Empezó a retorcerse y forcejear, pero el karanadon lo sostuvo con fuerza. Parecía totalmente ajeno a la bomba que llevaba en el pie.
Swain miró a su alrededor en busca de una salida: a la barandilla con celosía blanca que rodeaba el escenario, a las seis columnas que sostenían el techo abovedado. Había una pequeña caja de madera en la barandilla, pero su tapa estaba cerrada con candado. En un rincón recóndito de su mente, Swain se preguntó para qué sería la caja.
No hay nada. Absolutamente nada que pudiera usar.
Se había quedado sin opciones.
Entonces, de repente, oyó una voz.
—¿Hola…?
El karanadon levantó al momento la cabeza y la giró.
Swain aún podía ver los números de la pulsera contando hacia atrás a centímetros de su cara.
0:48
0:47
0:46
—¿Hola? Sí. Aquí.
Swain reconoció la voz.
Era Holly.
Alzó la vista. Holly estaba cerca del extremo del escenario, con la lluvia cayendo como si formase una cortina a sus espaldas. El karanadon se movió para mirarla…
Y de repente algo le golpeó el morro. Cayó al suelo, al lado de la cabeza de Swain. Era un zapato de uniforme de colegio. Un zapato de niña. ¡Holly se lo había tirado al karanadon!
La bestia rugió. Un rugido profundo de pura ira animal.
0:37
0:36
0:35
Levantó el pie despacio, en dirección a Holly.
—¡Holly! —gritó Swain—. ¡Sal de aquí! ¡Todavía tiene la pulsera y va a explotar en treinta segundos!
Holly se quedó momentáneamente perpleja. Entonces lo entendió y echó a correr, bajando al vuelo los escalones y adentrándose en el parque, lejos del campo de visión del karanadon.
El monstruo dio un paso adelante, pero entonces frenó en seco.
Y se dio la vuelta.
0:30
0:29
0:28
Todavía no había soltado la mano de Swain que blandía el arma, aún la mantenía inmovilizada contra el escenario.
Swain forcejeó para librarse del agarre de la gigantesca criatura, pero era inútil. El karanadon era demasiado fuerte.
0:23
0:22
0:21
Y entonces, justo entonces, mientras se retorcía, notó que algo le rozaba la espalda.
Swain frunció el ceño y vio que allí había una parte del escenario que no encajaba del todo en el suelo.
Un pequeño cuadrado de madera, mínimamente hundido en el suelo del escenario.
Era un escotillón.
El mismo que había visto usar en las pantomimas que se habían representado allí el pasado otoño.
Swain estaba justo encima de él.
Y entonces, giró la cabeza y sus ojos se posaron en la caja de madera cerrada con candado que había visto pegada a la barandilla instantes antes.
Ahora ya sabía para qué era.
Contiene los controles de la trampilla.
0:18
0:17
El karanadon seguía encima de él, gruñendo.
0:16
0:15
A pesar de que la mano que sostenía el arma seguía atrapada por la bestia, Swain apuntó con la pistola a la caja de controles de la trampilla.
0:14
0:13
Disparó. Alcanzó la esquina superior de la caja. El karanadon rugió.
0:12
0:11
Ajustó el agarre. Disparó de nuevo. En esa ocasión la bala impactó más cerca del candado.
0:10
A la tercera va la vencida… pensó mientras entrecerraba los ojos.
¡Blam!
Swain disparó y… el candado se abrió, partido por la bala.
0:09
La tapa de la caja de los controles se abrió, revelando una palanca roja en su interior. El funcionamiento era sencillo: se tiraba de la palanca y la trampilla del escenario se abría.
0:08
Swain disparó de nuevo, en esa ocasión a la palanca.
Falló. Miró de reojo al karanadon, ¡en el mismo instante en que uno de sus poderosos puños se acercaba a su cara! Swain ladeó la cabeza al tiempo que el puño aterrizaba en el suelo, justo al lado de su oreja, abriendo un agujero por entre la trampilla.
El karanadon levantó su garra libre una vez más, en lo que sin duda sería el golpe final.
0:07
Swain vio levantarse la enorme garra. Erró varios disparos dirigidos a la palanca en una rápida sucesión.
¡Blam! ¡Blam! ¡Blam! ¡Blam!
Fallo. Fallo. Fallo. Fallo.
0:06
—¡Maldita sea! —se gritó Swain a sí mismo—. ¡Céntrate!
La garra del karanadon se acercaba a gran velocidad…
Swain miró el cañón de su arma…
Y de repente vio perfectamente la palanca.
—Te tengo —dijo.
Blam.
El arma disparó y la bala silbó por el aire y en esa ocasión…
¡Crac!
Impactó en la palanca, en la bisagra, haciendo que todo el mecanismo de la palanca se inclinara hacia delante y…
0:05
Sin aviso, la trampilla se abrió bajo Swain.
0:04
El puño del karanadon no golpeó nada salvo aire, sin alcanzar la nariz de Swain por escasos centímetros, pues este cayó de manera totalmente inesperada bajo la enorme bestia, como una piedra, al vientre del escenario.
Aterrizó con un polvoriento golpe sordo en la oscuridad.
0:03
Vio al karanadon en el escenario, por encima de él, en un cuadrado de luz, contemplándolo a través del agujero que instantes antes había sido la trampilla.
¡En marcha!
Miró a la derecha y vio una pequeña línea vertical de luz en la oscuridad, una hendidura en la pequeña puerta de madera por la que se salía de debajo del escenario.
0:02
Swain gateó hacia la pequeña puerta de madera y disparó, agujereándola, confiando en dar al cerrojo que había al otro lado.
0:01
A continuación, embistió la puerta con el hombro, la abrió y salió a la lluvia, aterrizando torpemente en la hierba húmeda que rodeaba el escenario.
0:00
Cataclismo.
La explosión de la pulsera, cegadora, fulgente, detonó en horizontal, cual onda a mil por hora en un estanque.
Swain gateó hasta pegarse a los pies del escenario cuando la espectacular bola candente de fuego se expandió lateralmente sobre su cabeza. Vio a Holly, en el suelo, junto a los árboles, cubriéndose las orejas con las manos.
El karanadon simplemente desapareció cuando la brillante explosión blanca emergió de su cuerpo, haciendo pedazos las seis columnas que sujetaban el techo abovedado del quiosco, reduciéndolas a polvo al instante. La enorme cúpula, ya sin sus sujeciones, se derrumbó encima del escenario.
Tras la espalda de Swain, la gruesa base del escenario se resquebrajó a causa de la energía liberada por la explosión, pero resistió.
Polvo blanco y miles de millones de laminillas de pintura volaron por el aire antes de que la lluvia los disolviera y dispersara.
Swain se levantó despacio y contempló lo que quedaba del quiosco. Su enorme techo abovedado yacía achaparrado sobre el escenario mientras la lluvia lo golpeaba con fuerza.
No podía haber quedado nada del karanadon, la explosión había sido demasiado grande. Había desaparecido.
Swain corrió junto a Holly y la cogió en brazos.
Vio que varios agentes de la NSA se dirigían hacia ellos por entre la lluvia, y estaba a punto de emprender otra carrera cuando algo ocurrió.
De repente.
De manera totalmente inesperada.
Seis explosiones simultáneas, seis bolas candentes de luz, estallaron en distintas secciones de la biblioteca.
La mayor explosión provino de la tercera planta, en las cercanías de la sala de lectura. Parecía una combinación de dos explosiones separadas, del doble del tamaño de otras bolas de fuego blancas que explosionaron en la primera y tercera planta de la biblioteca.
Los cristales de todas las ventanas de la Biblioteca Pública de Nueva York estallaron hacia fuera. La gente alrededor del edificio se precipitó a ponerse a cubierto cuando, de pronto, una explosión subterránea (curiosamente, justo donde se encontraba el aparcamiento) sacudió los cimientos del edificio.
Cubierto por un velo de lluvia, todo el edificio de la biblioteca estaba ardiendo en esos momentos. Las llamas asomaban por todas las ventanas y mientras Stephen Swain alejaba discretamente a su hija de aquel caos, vio que la tercera planta cedía y se derrumbaba, aplastando las plantas inferiores.
El techo del edificio seguía intacto cuando la sexta y última explosión estremeció la biblioteca y algo de lo más extraño sucedió.
Un ascensor vacío salió disparado hacia arriba cual bola de un cañón. Atravesó el techo del edificio y voló por los aires. Cuando hubo alcanzado el punto máximo de su arco parabólico, cayó hasta precipitarse contra el techo.
Fue entonces cuando también el techo cedió y la Biblioteca Pública de Nueva York (entre el ruido del crujido de las vigas, las explosiones y los incendios) se vino abajo y, a pesar de la lluvia incesante, empezó a arder y a consumirse en el olvido.
James Marshall contemplaba estupefacto el fiero deceso del edificio que tanto había prometido en un primer momento. Unos treinta agentes se encontraban en su interior cuando las explosiones comenzaron. Ninguno podía haber sobrevivido.
Marshall siguió allí, observándolo arder. No sacarían nada de la biblioteca. Al igual que tampoco sacarían nada del quiosco del parque. Había visto con sus propios ojos cómo la enorme criatura negra salía de la biblioteca. Y también la había visto estallar.
Una explosión candente (¿micronuclear?), como esa no podía haber dejado mucho tras de sí. Qué demonios, no habría dejado nada tras de sí.
Marshall se metió las manos en los bolsillos y echó a andar hacia su coche. Había llamadas que hacer. Explicaciones que dar.
Esa noche había sido la que más cerca habían estado de establecer contacto con ellos. Quizá lo más cerca que estarían nunca.
¿Y ahora? ¿Ahora qué tenían?
Nada.
Stephen Swain estaba sentado en el vagón del metro con su hija dormida en el regazo.
A cada sacudida del tren los dos se ladeaban y balanceaban junto con los otros cuatro pasajeros del vagón. Era tarde y ese tren prácticamente vacío los llevaría de regreso a Long Island.
A casa.
Holly dormía plácidamente en su regazo, moviéndose de vez en cuando hasta dar con una postura más cómoda.
Swain sonrió con tristeza.
Se había olvidado de las pulseras que todos los contendientes del Presidian tenían que llevar. Cuando los muros electrificados habían desaparecido, sus pulseras (como la que había llevado él) habrían activado la detonación. Así que cuando el karanadon había estallado con la pulsera de Swain, las demás también habían explotado, dondequiera que estuvieran: la de Reese en el aparcamiento subterráneo, la de Balthazar en la tercera planta e incluso la de Bellos, en el pozo del hueco del ascensor.
Swain se miró la ropa: llena de grasa, mugre y, en algunas partes, sangre. A nadie en el vagón parecía importarle.
Rió en voz baja para sí. A continuación cerró los ojos y se recostó mientras el tren recorría el túnel que los conduciría de vuelta a casa.