Quinto movimiento

Domingo, 1 de diciembre, 8:56 p. m.

En el cuarto del conserje que se encontraba dentro del área de préstamos de la tercera planta, Paul Hawkins se sentó al lado de Balthazar y asintió, satisfecho.

Al otro lado, delante de la entrada abierta del cuarto, había un enorme charco de alcohol de quemar altamente inflamable y, junto a Hawkins, una caja de cerillas de las de toda la vida, con la punta de fósforo. Había sido una grata sorpresa haber encontrado todo aquello en los estantes del cuarto de mantenimiento.

En esos momentos se sentía algo más seguro. Cualquier invitado no deseado que cruzara la entrada se encontraría con…

Y entonces, de repente, lo oyó.

Las ventanas que tenían encima repiquetearon levemente, mientras que el suelo se sacudió.

Hawkins no sabía a qué podía deberse.

Pero parecía una explosión amortiguada.

Selexin y Holly se detuvieron al final de la estrecha caja de la escalera de uso exclusivo del personal cuando el pasamano de latón empezó a temblar.

—¿Lo has oído? —preguntó nervioso Selexin.

—Lo he sentido —dijo Holly—. ¿Qué crees que ha sido?

—Parecía una especie de deflagración. Una explosión. Proveniente de fuera…

Dejó de hablar.

—Oh, no…

—¡Despejado! —gritó de nuevo el «comandante» Harry Quaid.

Marshall se agachó tras la pared que había en la parte superior de la rampa mientras Quaid doblaba la esquina y se unía a él.

La segunda explosión detonó desde la base de la rampa de entrada por la que se accedía al aparcamiento. Una nube de humo gris recorrió la rampa y salió disparada a la calle Cuarenta, pasando a gran velocidad junto a Marshall y Quaid.

Fragmentos de metal (los restos de lo que había sido la verja de acero que cerraba el aparcamiento subterráneo de la biblioteca) repiquetearon con fuerza en el suelo.

El humo se dispersó y Marshall, Quaid y una pequeña cohorte de agentes de la NSA descendieron por la rampa carbonizada, sorteando los retorcidos trozos de metal desperdigados.

Marshall se detuvo al final de la rampa y contempló impresionado lo que tenía ante sí.

Al otro lado de la enorme abertura rectangular del aparcamiento, llenando el gigantesco socavón redondo resultante de la explosión, justo en la mitad de la verja de acero, había una enorme rejilla de brillante electricidad azulada que chisporroteaba y crepitaba, y que cada pocos segundos arrojaba largos rayos de alto voltaje.

Marshall se cruzó de brazos cuando Quaid se puso a su lado y contempló la rejilla de luz entrelazada que tenían ante sí.

—Lo sabíamos —dijo Quaid sin apartar los ojos del muro de luz azul.

—Sí, lo sabíamos —dijo Marshall—. Electrifican todo el edificio, lo sellan para que nada pueda entrar o salir…

—Sí.

—Entonces, ¿por qué lo han hecho? —preguntó Marshall—. ¿Qué demonios está pasando en el interior de este edificio que se supone que no podemos ver?

Holly y Selexin llegaron al final de la estrecha caja de la escalera de uso exclusivo para el personal de la biblioteca, al lugar donde esta se abría tras los mostradores del área de préstamos. El hombrecillo se asomó por la puerta abierta.

El área de préstamos era un caos.

Absoluto.

Un reguero de pura destrucción recorría toda la sala de lectura, desde la zona de préstamos del centro de la planta hasta los ascensores, en el rincón más alejado. Los escritorios, aplastados por el peso del karanadon, yacían hechos añicos y desperdigados por el suelo.

Con la tenue luz azulada de la ciudad, Selexin a duras penas podía discernir la puerta que daba al cuarto del conserje, a menos de quince metros, tras su pequeña caja de escalera. Todo estaba muy oscuro, en completo silencio. No parecía haber nadie allí en esos momentos. Selexin se preguntó qué les habría ocurrido a Hawkins y Balth…

De repente una sombra apareció delante del cuarto del conserje.

Una sombra oscura, que apenas destacaba de la tenue y azulada oscuridad, del tamaño de un hombre pero mucho más delgada, moviéndose furtivamente tras los mostradores del área de préstamos, en dirección al cuarto del conserje.

Selexin se agachó tras la puerta de la caja de la escalera, confiando en que no los hubiera visto.

A continuación cogió a Holly de la mano y corrieron a la puerta más cercana, la puerta que conducía a la sala del catálogo público de la biblioteca.

En el cuarto del conserje, Hawkins se recostó con cautela contra la pared de hormigón. Estaba observando a Balthazar, que caminaba con cuidado por el cuarto.

Ahora que sus ojos estaban ya limpios de la saliva de Reese y su visión aparentemente restablecida, Balthazar parecía estar recuperando las fuerzas. Unos minutos antes, había conseguido levantarse por sí mismo. Y en esos momentos estaba caminando.

Hawkins se asomó por la entrada, con cuidado de no pisar el charco de alcohol de quemar que había vertido, y echó un vistazo al área de préstamos.

Todo estaba en silencio.

No había nadie fuera.

Se volvió y vio que Balthazar seguía caminando de un lado a otro de la habitación y, por ello, no reparó en que una criatura asomaba con sigilo su cabeza triangular por la entrada.

Esta miró al interior de la habitación y ladeó lentamente la cabeza de un extremo al otro, observando tanto a Hawkins como al criseano.

No hizo ningún ruido.

Hawkins se giró distraído y la vio. Se quedó petrificado.

Su cabeza era alargada, un triángulo isósceles plano que descendía en punta. No tenía ojos. Ni orejas. Ni boca. Era tan solo un triángulo plano y negro, ligeramente más alargado que la cabeza de un hombre.

Estaba allí quieta, en la entrada.

El cuerpo estaba fuera de su campo de visión, pero Hawkins pudo distinguir sin dificultad su alargado y delgado «cuello».

A pesar de que todo cuanto había visto hasta el momento era básicamente «animal» (extremidades, piel), aquella cosa, lo que quiera que fuera, era totalmente extraterrestre.

Su «cuello» era como un collar de perlas blancas que flotaba tras aquella cabeza triangular bidimensional hasta unirse, presumiblemente, a un cuerpo que seguía fuera de su campo de visión.

Hawkins siguió mirando a la criatura con la misma curiosidad con que esta lo miraba a él.

Entonces Balthazar habló. Una voz ronca, profunda.

—Códex.

—¿Qué? —dijo Hawkins—. ¿Qué es lo que has dicho?

Balthazar señaló al extraterrestre.

—Códex.

El códex se acercó, sin esfuerzo, grácilmente, flotando en el aire.

Atravesó el umbral del cuarto y fue entonces cuando Hawkins vio que no tenía cuerpo.

La ristra de perlas que conformaba su cuello medía cerca de metro y medio y pendía de su cabeza. La punta se curvaba hacia arriba, sin tocar en ningún momento el suelo. Y al final de la cola, brillando con fuerza, había una luz verde en una banda de metal gris.

El códex era otro contendiente.

La cola se movía de un lado a otro como la de una serpiente, flotando por encima del suelo.

—Oh, joder. —Hawkins agarró la caja de cerillas y sacó una. La encendió contra el suelo.

La llama de la luz blanca hizo al códex vacilar. Se detuvo delante del charco de alcohol metílico.

Hawkins sostuvo la cerilla en lo alto mientras la llama iba quemando la madera blanca del fósforo, ennegreciéndola.

Tragó saliva.

—Bah, qué demonios —dijo. Tiró la cerilla al charco.

Levine estaba delante de la biblioteca cuando su radio cobró vida.

—¡Señor! ¡Señor! ¡Hay luz! Repito: ¡tenemos luz! Parece un incendio. En la tercera planta. Parte trasera. Ventanas centrales.

—Voy para allá —dijo Levine. Cambió la frecuencia de la radio—. ¿Señor?

—¿Qué pasa? —James Marshall parecía molesto por la interrupción.

—Señor —dijo Levine—, tenemos confirmación de actividad en el interior de la biblioteca. Repito, confirmación de actividad en el interior de la biblioteca.

—¿Dónde?

—Tercera planta. Parte trasera, en el centro.

Marshall dijo:

—Diríjase allí. Vamos de camino.

Las paredes del cuarto del conserje relucieron con un brillante amarillo cuando una cortina de llamas ascendió del charco de alcohol de quemar, engullendo al códex.

Hawkins y Balthazar retrocedieron ante el fuego y se cubrieron los ojos. No podían ver al alienígena tras la ardiente cortina cegadora.

Y entonces este emergió.

Flotando, hacia delante. Por entre las llamas. Ajeno al fuego. Se alejó de este.

—Oh, joder —dijo Hawkins mientras retrocedía.

Balthazar habló de nuevo, una sola palabra, en un tono monótono.

—Vete.

Hawkins dijo:

—¿Qué?

Balthazar estaba mirando fijamente al códex.

—Vete —repitió con solemnidad.

Hawkins no sabía qué hacer. El códex se cernía inmóvil ante ellos. Incluso aunque lo sorteara, todavía tenía que atravesar el fuego, un fuego que había prendido para mantener a raya a posibles intrusos. En ningún momento se le había pasado por la cabeza que ese mismo fuego evitaría que pudiera salir.

No había salida. No tenía adónde ir.

Balthazar se volvió hacia Hawkins y lo miró fijamente.

—Vete… ¡Ahora!

Y tras eso, Balthazar se abalanzó sobre el códex.

Hawkins observó atónito que el códex saltaba en ese mismo instante y rodeaba tres veces con su cuerpo el cuello de Balthazar.

El criseano intentó zafarse con ambas manos de aquel ser. Retrocedió, dando tumbos, hasta lo que quedaba de la tela metálica que dividía la sala, tropezó y cayó al suelo, tras los estantes atiborrados de productos de limpieza.

Hawkins seguía allí, impactado, observando sobrecogido la batalla, cuando Balthazar le gritó:

—¡Vete!

Hawkins parpadeó y se giró al instante. Vio que el fuego se extendía por el cuarto y reptaba por el suelo hacia él. Vio en el suelo la botella polvorienta de alcohol metílico que había usado, a escasos centímetros de las llamas.

Demasiado tarde.

Las llamas devoraron la botella en el mismo momento en que Hawkins se arrojaba a una pila de cajas de madera cercana.

Con tan intenso calor, la botella de cristal, todavía medio llena, estalló cual cóctel Molotov, arrojando misiles de cristal y fuego en todas direcciones.

Tras la tela metálica, Balthazar estaba de nuevo en pie, forcejeando con el códex.

Cayó de espaldas contra los estantes de madera y estos cedieron bajo su peso. Botellas de cristal con alcohol, envases de plástico de limpiadores y detergentes y una docena de aerosoles rodaron por el suelo.

Hawkins contempló impotente cómo se esparcían por allí limpiadores, diversos envases con sus carteles rojos que advertían «No mezclar con detergentes u otros agentes químicos», y aerosoles altamente inflamables con sus propias etiquetas de aviso.

El fuego avanzaba inexorablemente por la habitación.

—Oh, Dios mío. —Sus ojos se posaron en los productos químicos que yacían en la trayectoria del fuego.

Tras la tela metálica, el cuerpo del códex seguía rodeando la garganta de Balthazar, quien tenía el rostro contorsionado por el dolor y las mejillas rojas.

Hawkins se volvió para alertarle del fuego y en ese instante sus miradas se cruzaron, y Balthazar, con la vista fija en Hawkins, apretó con más fuerza el cuerpo serpenteante del códex.

Hawkins reconoció la certeza en los ojos de Balthazar: sabía lo que iba a ocurrir. El fuego. Los productos químicos. Se iba a quedar en el cuarto. E iba a sujetar al códex para que permaneciera con él.

—¡No! —gritó Hawkins cuando cayó en la cuenta—. ¡No puedes!

—Vete —acertó a decir Balthazar.

—Pero mor… —El policía advirtió que las llamas reptaban a gran velocidad por el suelo. Tenía que tomar una decisión y rápido.

—¡Vete! —gritó Balthazar.

Hawkins se rindió. No había más tiempo. Balthazar tenía razón. Debía irse.

Se volvió para contemplar la pared de fuego que se acercaba rápidamente y, tras mirar una última vez a Balthazar enfrascado en la pelea con el códex, Hawkins dijo en voz baja:

—Gracias.

A continuación, se cubrió la cara con el antebrazo y se lanzó al fuego.

Levine llegó a la parte trasera de la biblioteca en el mismo momento en que Quaid y Marshall llegaban corriendo. El agente encargado del perímetro, Higgs, los aguardaba.

—Allí arriba —dijo este, mientras señalaba dos ventanas de la tercera planta, justo por debajo de las enormes ventanas arqueadas de la sala principal de lectura.

Allí se veía una luz amarilla brillante, con destellos ocasionales de llamaradas anaranjadas.

—Santo Dios. —Marshall negó con la cabeza—. Este maldito edificio está ardiendo. Lo que faltaba.

—¿Qué hacemos? —dijo Levine.

—Entrar —dijo Quaid sin más mientras contemplaba las ventanas en llamas—. Antes de que no quede nada.

—Bien. —Marshall, pensativo, frunció el ceño—. ¡Mierda! ¡Mierda! —A continuación dijo—: Levine.

—Sí, señor.

—Llame a los bomberos. Pero cuando lleguen aquí, pídales que aguarden. No queremos que entren hasta que hayamos podido echar un buen vistazo al interior. Los quiero aquí por si el fuego se descontrol…

—¡Eh! Un segundo… —gritó Quaid. Había echado a andar hasta un lateral del edificio y en esos momentos se encontraba en el rincón noroeste.

—¿Qué ocurre? —dijo Marshall.

—Pero qué coño… —Quaid se puso en cuclillas para examinar algo.

—¿Qué pasa? —Marshall lo siguió.

Quaid estaba a menos de veinte metros del muro, prácticamente en la esquina noroeste del edificio. Se volvió hacia el grupo.

—Agente especial Higgs, ¿está usted al mando de la vigilancia esta noche?

—Sí, señor.

—Dígame, ¿han encontrado a alguien por aquí antes? ¿Alguien que anduviera cerca de este muro?

Higgs no comprendía qué sucedía. Quaid estaba mirando la base del muro, observando lo que parecía una pequeña ventana cerca del suelo.

—Bueno… esto, sí, señor. Sí, en efecto —dijo Higgs—. Encontramos a un vagabundo borracho dormitando junto a esa pared no hace mucho.

—¿Estaba aquí? ¿Cerca de esta ventana? —preguntó Quaid.

—Eh, sí. Así es, señor.

—¿Y dónde está ese vagabundo borracho ahora, Higgs? —preguntó Quaid mientras se arrodillaba sin dejar de mirar la base del edificio.

Marshall, Levine y Higgs se acercaron.

Higgs tragó saliva.

—Lo dejamos en el quiosco ese de allí, señor. —Señaló a sus espaldas—. Iba a llamar para que se encargaran de él, pero no creí que hubiera ninguna prisa.

—Agente especial Higgs, quiero que vaya al quiosco y encuentre a ese vagabundo ahora mismo.

Higgs se marchó a toda prisa.

Quaid miró a los demás mientras estos observaban lo que él había estado mirando.

—¿Pero qué…? —acertó a decir Levine.

—Fíjense —dijo Marshall mientras examinaba la rejilla de electricidad que se había extendido por la ventana a ras del suelo. Había pequeños fragmentos de cristal en la hierba, alrededor de la ventana rota.

No había nadie.

Quaid se acercó a la ventana. Era lo suficientemente grande como para pasar por ella. ¿Pero por qué alguien la rompería? Eso no tenía ningún sentido.

A menos que quisiera entrar.

Higgs llegó corriendo. Habló casi sin aliento.

—Señor, el vagabundo ha desaparecido.

Hawkins atravesó las llamas y cayó al suelo, tras los mostradores gemelos del área de préstamos.

Comprobó que todo estuviera bien. Sus pantalones y su parka de policía habían sobrevivido intactos al fuego. Pero por algún motivo la cabeza le picaba horrores.

Se llevó la mano a la coronilla y de repente sintió un calor abrasador.

¡Tenía el pelo ardiendo!

Se quitó a toda prisa la parka y apagó el fuego de su cabeza con ella. El calor cesó rápidamente y volvió a respirar.

El cuarto del conserje estaba en esos momentos completamente en llamas, iluminando toda la zona de préstamos exterior. Lenguas de fuego se abrían paso por la entrada.

No podía quedar mucho, pensó.

Hawkins se arrastró hasta un lado de la entrada y se apoyó contra la pared.

Solo tuvo que esperar unos segundos.

Los productos químicos del interior del cuartito combinaron bien. Después de que el primer aerosol estallara en una bola de gas azul, se produjo una reacción en cadena de explosiones químicas.

La pared de hormigón tras Hawkins se resquebrajó bajo la presión de la onda expansiva cuando una fulgente esfera ígnea se abrió paso por la entrada del cuarto del conserje, pasando prácticamente a su lado, prendiendo la superestructura de madera del área de préstamos e iluminando con una brillante luz amarilla la enorme sala de lectura.

Marshall, Levine y Quaid alzaron la vista a la par cuando toda la tercera planta del edificio se encendió cual bombilla ardiente, iluminando la noche.

Sus radios cobraron vida al instante.

—El fuego se está extendiendo…

—Las ventanas acaban de reventar…

—Hostia puta —musitó Levine.

Fue como un trueno.

Un trueno cercano, atronador.

Todo el edificio tembló bajo el peso de las explosiones.

En la planta superior del edificio, Holly y Selexin intentaron agarrarse a la desesperada al pasamano para no caerse.

La sala delantera de la tercera planta de la Biblioteca Pública de Nueva York es la que lleva el nombre de Edna Barnes Salomon, una oscura e imponente sala llena de expositores y vitrinas con raros y valiosos ejemplares de la literatura. Primeras ediciones de los clásicos estadounidenses, una copia manuscrita de la Declaración de Independencia de Jefferson, por no mencionar la pieza más valiosa de toda la biblioteca: una de las biblias originales de Gutenberg. Del techo pendía una maraña de unidades de aire acondicionado y conductos de ventilación de aluminio que proporcionaban al ambiente la humedad necesaria para preservar tan preciados libros. La sala estaba flanqueada por otras habitaciones acristaladas.

Las explosiones de la sala de lectura estaban creciendo en intensidad y la parte delantera del edificio era la que se estaba llevando la peor parte.

Las paredes de cristal de los cuartos contiguos estallaron alrededor de Holly y Selexin. Las vitrinas cayeron de sus soportes y se estrellaron contra el suelo.

El guía tiró de Holly y se ocultaron bajo una de las vitrinas expositoras de mayor tamaño del centro de la sala. Se acurrucaron juntos, tapándose las orejas, mientras el edificio se estremecía y las explosiones retumbaban y los cristales y los manuscritos caían de las cajas y expositores a su alrededor, al suelo.

Un caos. Un caos absoluto.

En el área de préstamos, Hawkins se tapó las orejas cuando las llamaradas salieron disparadas por la entrada.

Los dos mostradores de préstamos de madera estaban envueltas en fuego que, cual lanzallamas, se había iniciado en el cuarto del conserje.

Las explosiones eran más fuertes en esos momentos, más de lo que se había imaginado, más que cualquier otro fuego químico que conociera.

Eran casi… bueno… demasiado grandes.

¿Por qué ha…?

Hawkins se quedó petrificado. Algo más tenía que haber ocurrido. Pero ¿qué?

Y entonces lo vio.

Una pequeña tubería. Una tubería que recorría en horizontal el suelo del área de préstamos, a los pies del mostrador que daba al sur.

Salía del cuarto del conserje hasta la base del mostrador y a continuación descendía abruptamente bajo el suelo hasta otras plantas inferiores…

Una tubería de gas.

Debía de haber una válvula de gas en el cuarto del conserje que no había visto. Del calentador de agua o una…

La tubería se prendió.

Y Hawkins contempló horrorizado que una llama amarilla y azul se propagaba a gran velocidad por toda la longitud de la tubería para, seguidamente, girar como esta, en dirección a las plantas inferiores.

Hawkins observó cómo una llama aislada se alejaba de la tubería hasta una de las columnas de madera que sujetaban la superestructura del área de préstamos. Con un ruido sordo, las columnas se prendieron al instante.

Hawkins se puso en pie de un brinco. Las explosiones del cuarto del conserje estaban empezando a amainar, pero eso ya no importaba.

El fuego se estaba propagando por las tuberías del gas.

Pronto todo el edificio se quemaría.

Tenía que encontrar una salida.

En un pequeño aseo de la planta-1, alguien más estaba sintiendo las estremecedoras explosiones que en esos momentos sacudían toda la Biblioteca Pública de Nueva York.

El doctor Stephen Swain se sentó con la espalda pegada a la pared de azulejos blancos de uno de los cubículos del baño de mujeres de la planta-1. El agua de un lavabo que había junto a él cayó al suelo cuando el edificio a su alrededor se balanceó y sacudió.

Otra explosión resonó y la biblioteca tembló de nuevo, aunque no tanto como en la anterior ocasión. Las explosiones parecían estar perdiendo intensidad.

Swain se miró la pulsera.

INICIALIZADO-6

SECUENCIA DE DETONACIÓN CONCLUIDA EN:

*0:01*

REINICIADA.

La primera línea parpadeó y a continuación cambió a:

INICIALIZADO-5

Por encima de la cabeza de Swain, en la ventana cercana al techo, la rejilla de electricidad azul seguía zumbando. Tras ella podía oír las voces de los agentes de la NSA.

Se pegó más a los azulejos y respiró profundamente.

Estaba dentro. De nuevo.

Había sido gracias a Holly.

Holly en la segunda planta, en la sala de fotocopias vacía. Cuando los hoodayas habían estado golpeando la puerta y Swain había conseguido mantenerla cerrada con las esposas, había visto a Holly junto a la ventana.

Estaba sosteniendo el auricular del teléfono contra la ventana electrificada. Cuando había acercado el teléfono a la ventana, la electricidad había retrocedido en un amplio círculo.

Lejos del teléfono.

En ese momento, Swain no había sido consciente de lo que había ocurrido, pero ahora sí lo sabía.

No era del teléfono de lo que se había alejado la electricidad, sino del imán que albergaba el aparato en su interior. El auricular de un teléfono es como un altavoz: en su centro se halla un imán de relativa potencia.

Y, como radiólogo, Stephen Swain lo sabía todo sobre magnetismo.

Por lo general, la gente asociaba a los radiólogos con las radiografías, pero en los últimos años los radiólogos se habían dedicado a intentar descubrir nuevas formas de obtener secciones transversales de los cuerpos humanos.

Existen una serie de técnicas que se utilizan para obtener esas secciones transversales. Un método muy conocido es el escáner. Otro más moderno implica la ordenación y unión de partículas atómicas y a eso se le conoce como imagen por resonancia magnética o IRM.

La IRM funcionaba básicamente, tal como le había explicado ese mismo día a la problemática señora Pederman, de acuerdo al principio de que la electricidad reacciona a la interferencia magnética.

Y eso era exactamente lo que había ocurrido cuando Holly había sostenido el teléfono junto a la ventana: las ondas magnéticas habían afectado a la estructura de las ondas electrónicas y, por ello, habían hecho que el muro de electricidad se alejara del imán para mantener su frecuencia.

Para entrar de nuevo, Swain había sacado el auricular del bolsillo de sus pantalones y lo había acercado a la ventana. La electricidad había retrocedido al instante, formando un amplio agujero de más de medio metro en la rejilla y Swain simplemente había metido el brazo por él.

La pulsera, una vez había detectado que se encontraba de nuevo en el interior del campo eléctrico, había detenido inmediatamente la cuenta atrás.

Justo a tiempo.

Tras un minuto retorciéndose con cuidado para asegurarse de que su cuerpo quedaba dentro del círculo magnético de poco más de medio metro abierto en la rejilla eléctrica, Swain se encontró de nuevo en el interior del edificio.

Es más, acababa de meter el pie derecho cuando se había caído del alféizar. La electricidad había vuelto a su sitio y Swain había aterrizado con cierta torpeza en el inodoro que había debajo.

Estaba dentro.

Hawkins había recorrido la mitad de la sala de lectura cuando las explosiones cesaron.

Tan solo el estruendo de un fuego descontrolado persistía. La estructura de la zona de madera que rodeaba el cuarto del conserje estaba ardiendo en esos momentos con fuerza. Toda la sala estaba bañada en una luz parpadeante y brillante.

De pronto, se oyó un crujido a sus espaldas y Hawkins se volvió.

Allí, cerniéndose delante del área de préstamos ardiendo, silueteado por las llamas parpadeantes y amarillentas a su espalda, estaba el códex.

Hawkins se quedó quieto.

A continuación vio que se tambaleaba levemente. El códex no se sostenía en el aire. Empezó a girar vertiginosamente. Y, de repente, levantó la cabeza y cayó abruptamente sobre un escritorio de lectura destruido.

Tras eso, dejó de moverse.

Hawkins suspiró aliviado.

Estaba a punto de volverse hacia la entrada cuando vio algo en el suelo a sus pies. Algo blanco. Con precaución, Hawkins se acercó hasta que descubrió lo que era…

Se quedó petrificado.

Era un guía. O al menos lo que quedaba de él.

Probablemente se tratara del guía del códex, que se había quedado entre los escritorios de la sala de lectura mientras el contendiente había entrado en el cuarto del conserje para matarlos.

El cuerpo del guía yacía en un enorme charco de sangre bajo uno de los escritorios divididos. Estaba retorcido hasta extremos que imposibilitaban reconocerlo.

Pequeños grupos de cortes rojos paralelos le recorrían rostro, brazos y pecho. Uno de ellos le había roto incluso la nariz, y allí el exceso de sangre resultaba especialmente atroz. Unas profundas incisiones en las palmas del guía sugerían un inútil esfuerzo defensivo. Sus ojos y su boca estaban abiertos de par en par en una mueca eterna de terror, una instantánea de sus últimos momentos.

Hawkins se estremeció ante aquella visión. Era brutal, horripilante. Y entonces, cuando se acercó para mirar mejor los cortes por todo el cuerpo del guía, lo supo. Los cortes paralelos indicaban que unas garras…

Los hoodayas de Bellos han hecho esto.

Tenía que salir de allí.

Hawkins se volvió inmediatamente hacia la entrada…

¡Y una enorme mano negra se acercó a su cara!

Y entonces ya no vio nada más.

Stephen Swain salió con cautela del baño de mujeres y vio los ya familiares pasillos de la planta baja y el vestíbulo de la entrada lateral que daba a la calle Cuarenta y Dos.

Miró de nuevo su pulsera y vio que la pantalla había vuelto a cambiar.

INICIALIZADO-4

Otro contendiente estaba muerto. Ahora solo quedaban cuatro.

Swain se preguntó qué contendientes seguirían con vida. Pero desistió. Qué demonios, si tan solo conocía a tres: Balthazar, Bellos y Reese. Incluido él, quizá fueran los cuatro que quedaban.

Tengo que encontrar a Holly, se dijo. Holly.

Llegó a los ascensores de uso público. Al otro lado del pasillo, vio los despachos donde él y los demás se habían encontrado con Reese antes. También vio, al final de ese pasillo, la pesada puerta azul que daba al aparcamiento. Estaba abierta.

Swain recorrió el pasillo de suelos de mármol hasta la puerta y la examinó. La habían arrancado de sus bisagras (presumiblemente Reese, cuando los había estado persiguiendo antes).

Rememoró la persecución en el aparcamiento, recordó a Balthazar subiendo por la rampa de hormigón de la planta inferior.

La planta inferior.

La última planta. El depósito.

Allí era donde se había separado de Holly y Selexin, así que era el lugar obvio por el que empezar a buscarlos.

Tenía que llegar hasta allí.

¿Por las escaleras?

No. Había otra manera. Otra manera mejor.

Recordó de nuevo a Balthazar, subiendo la rampa del aparcamiento. Esa era la entrada. Balthazar había venido de un nivel inferior del aparcamiento. Y ese nivel debía de tener una entrada de algún tipo, una puerta que diera al depósito.

Tras eso, Swain cruzó el umbral y salió al aparcamiento.

Desde el exterior aquello parecía una escena sacada de El coloso en llamas. La Biblioteca Pública de Nueva York, en el centro de la ciudad, elevándose soberbia en la noche, con llamaradas que sobresalían de las ventanas en arco cercanas al tejado, mientras que las filas de ventanas de la segunda y tercera planta estaban iluminadas por una brillante neblina dorada.

Levine, en la calle Cuarenta y Dos, estaba contemplando cómo ardía la biblioteca.

Tras él, la enorme furgoneta negra de la NSA se alejaba de la acera en dirección al lado de la biblioteca que daba a la calle Cuarenta.

Levine observó a la furgoneta subir la acera y atravesar el parque Bryant por el césped. Después desapareció tras la esquina.

Se volvió y vio faros, montones de faros, y supo lo que eso significaba. Los bomberos habían llegado, seguidos de cerca por los medios.

Las furgonetas de televisión se detuvieron con un chirrido justo en el exterior del perímetro del precinto amarillo. Las puertas correderas se abrieron y salieron los cámaras. Y, tras estos, unas atractivas reporteras fueron bajando de las furgonetas, acicalándose y estirándose la ropa.

Una joven y osada reportera descendió de su furgoneta, pasó por debajo del precinto policial y fue directa a Levine. Le pegó el micrófono a la cara.

—Señor —dijo con su voz más profesional—, ¿puede contarnos qué está ocurriendo exactamente? ¿Cómo se inició el fuego?

Levine no respondió. Se quedó mirando a la joven en silencio.

—Señor —repitió ella—, ¿puede decirnos…?

Levine la cortó. Habló sin elevar la voz y de manera educada, mirando a la joven pero, sin duda, dirigiéndose a los tres agentes de la NSA que había cerca.

—Caballeros, por favor, escolten a esta joven fuera del perímetro e infórmenla de que si ella o quien sea vuelve a cruzar la línea, serán detenidos inmediatamente, acusados de cargos federales por interferir en asuntos de seguridad nacional, condenas que oscilan entre diez y veinte años, dependiendo de mi estado de ánimo.

Los tres agentes dieron un paso al frente y la reportera, boquiabierta, fue conducida de manera ignominiosa tras el perímetro.

Levine estaba mirándole las piernas mientras se la llevaban cuando su radio cobró vida. Era Marshall.

—¿Sí, señor?

—Quaid y yo estamos en la entrada del aparcamiento —dijo Marshall—. ¿Han llegado ya los medios?

—Ya están aquí —dijo Levine.

—¿Algún problema?

—Aún no.

—Bien. De ahora en adelante estaremos aquí abajo. El fuego ha suscitado interés. Habrá que acceder antes de que todo el edificio se venga abajo. ¿Está la furgoneta de camino?

—Acaba de irse —dijo Levine—. En cualquier momento la verá.

La rampa que comunicaba el aparcamiento con la calle se bifurcaba en la Cuarenta.

Marshall se encontraba al principio de la rampa, no muy lejos de la verja de metal que cerraba el aparcamiento. En el centro de la reja, rozando el suelo, se hallaba el enorme círculo de electricidad entrelazada.

A sus espaldas, la furgoneta de la NSA dobló la esquina y bajó, marcha atrás y lentamente, por la rampa.

—Bien —dijo Marshall por la radio al ver la furgoneta—. Ya está aquí. Volveré a llamar. Por ahora, mantenga a los bomberos y a los periodistas tras el precinto, ¿de acuerdo?

—Sí, señor —dijo la voz de Levine. Marshall colgó.

La furgoneta se detuvo, las puertas traseras se abrieron y cuatro hombres con ropa de combate de los SWAT saltaron a la rampa. El primero de ellos, un joven técnico, fue directo a Quaid y los dos se pusieron a hablar en voz baja. A continuación el técnico asintió con vigor y desapareció en el interior de la furgoneta. Reapareció segundos después con una caja plateada de gran tamaño.

Quaid fue junto a Marshall, que estaba delante de la verja de metal electrificada.

Marshall dijo:

—¿Cuándo…?

—Entraremos pronto —dijo Quaid con calma—. Primero tenemos que hacer los cálculos.

—¿Quién va a hacerlos?

—Yo —dijo Quaid.

El técnico colocó la pesada caja en el suelo junto a Quaid, luego se agachó y levantó la tapa plateada. Dentro había tres contadores digitales. Cada uno de ellos mostraba unos números en rojo, que en ese momento estaban en «000000.00».

Quaid sacó entonces un largo cable verde de la caja y lo acercó a la verja de metal. Tenía una bombilla reluciente de acero en el extremo.

Otro agente se acercó y le pasó unos guantes aislantes de color negro y una barra con un gancho en el extremo. Quaid se puso los guantes y colocó la bombilla de acero en el gancho del final de la barra. Tomó aire. Después alejó la barra de su cuerpo hacia la electricidad entrelazada.

La bombilla de acero del extremo de la barra fue iluminándose a medida que se acercaba a la pared de luz azul.

Marshall aguardó en tensión. Quaid tragó saliva.

El equipo de la NSA observaba expectante.

Ninguno de ellos sabía qué ocurriría.

La bombilla tocó la electricidad.

Los contadores de la caja de acero empezaron a subir lentamente, midiendo el voltaje. Los números fueron creciendo.

Y de repente ganaron velocidad.

En la sala Salomon de la tercera planta, Holly y Selexin seguían acurrucados bajo una de las vitrinas centrales. En el suelo, a su alrededor, yacían los restos de las estanterías restantes.

Las paredes de cristal de las salas contiguas estaban resquebrajadas. Peor aún, en la parte delantera de dos de las salas se habían iniciado varios incendios.

Selexin suspiró con tristeza. A su lado, Holly estaba sollozando.

—¿Estás bien? —le preguntó, preocupado—. ¿Te has hecho daño?

—No… quiero a papá —sollozó—. Quiero a mi papá.

Selexin miró hacia la puerta de madera. Estaba cerrada.

—Lo sé. Lo sé. Yo también.

Holly lo miró y Selexin pudo ver el miedo en sus ojos.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó. Se sorbió la nariz.

—No lo sé.

—¿Y esas cosas que lo empujaron por la puerta? Espero que hayan muerto. Las odio.

—Créeme —dijo Selexin sin apartar la vista de la puerta—, a mí tampoco me gustan un pelo.

—¿Crees que mi padre volverá a entrar? —le preguntó esperanzada.

—Estoy seguro de que ya está dentro —mintió Selexin—. Y en estos momentos apostaría a que está buscándonos por el edificio.

Holly asintió y se limpió las lágrimas.

—Sí, eso es lo que yo creo también.

Selexin sonrió levemente. Por mucho que quisiera creer que Swain seguía con vida, lo dudaba mucho. El laberinto se sellaba eléctricamente con el único objetivo de evitar que los contendientes entraran. Solo una casualidad inexplicable había creado una abertura en el momento de la electrificación, por lo que era altamente improbable que existiera otra.

Y además, había oído la explosión. Stephen Swain probablemente estaba muerto.

Y entonces, por el rabillo del ojo, Selexin vio movimiento.

Era la puerta.

Se estaba abriendo.

Swain salió a la luz fluorescente blanca del aparcamiento.

Era exactamente tal y como lo recordaba. Asfalto limpio y reluciente, marcas blancas en el suelo, la rampa de bajada en el centro.

Y estaba en silencio. El aparcamiento estaba vacío.

Swain corrió hacia la rampa de bajada. Había empezado a descender por ella cuando oyó que alguien le gritaba.

—¡Hola! ¡Eh!

Swain se volvió, sobresaltado.

—¡Sí, usted! ¡El tipo de dentro!

Swain buscó el origen de los gritos. Su mirada se posó en la rampa de entrada. Estaba en la parte más alejada del aparcamiento, en el lado que daba a la calle Cuarenta, cerrada al mundo exterior por una verja de acero. En la parte inferior de la reja había un agujero, resultado de una explosión, que brillaba con las azuladas líneas entrecruzadas de electricidad.

Tras el agujero de la reja, sin embargo, había un hombre, vestido con la ropa de combate azul de los SWAT.

Y estaba gritando algo.

Holly se quedó inmóvil bajo la vitrina de cristal y madera. Selexin miró hacia la puerta que se abría lentamente.

Salvo por el chisporroteo amortiguado de las llamas provenientes de los focos de fuego de las otras salas de colecciones, la sala Salomon de la Biblioteca Pública de Nueva York estaba en el más completo silencio.

La puerta de madera siguió abriéndose.

Y entonces, lentamente, muy lentamente, una enorme bota negra cruzó el umbral.

La puerta se abrió del todo.

Era Bellos. Estaba solo. Los dos hoodayas restantes no parecían estar con él.

Selexin se llevó un dedo a los labios y Holly, con los ojos llenos de temor, asintió con vigor.

Bellos caminó hasta la zona central abierta de la sala Salomon. Se detuvo delante de la vitrina que contenía la biblia de Gutenberg.

—Oh, sí. Pfff. —Murmuró—. Humanos.

Entonces volvió a moverse y sus botas crujieron levemente al pisar los restos de cristales rotos a escasos centímetros de la vitrina bajo la que Selexin y Holly se escondían.

Se paró.

¡Justo delante de ellos!

Holly contuvo la respiración cuando las enormes botas se giraron sobre sí y el cuerpo que las portaba se movía en todas direcciones. Hasta que aquellas rodillas empezaron a doblarse y Holly casi rompe a gritar: ¡Bellos iba a mirar debajo de la vitrina!

El ser se acuclilló y una ola de terror recorrió el cuerpo de Holly.

Los cuernos alargados y puntiagudos aparecieron primero.

A continuación aquel demoníaco rostro oscuro. Boca abajo. Mirándolos.

Y en ese momento, una malévola sonrisa se dibujó en el rostro de Bellos.

En el aparcamiento, Swain se acercó, cauteloso, a la rampa de salida.

—¡Hola! —gritó el hombre tras la reja—. ¿Puede oírme?

Swain no respondió. Siguió avanzando, sin dejar de mirar al hombre que había al otro lado.

Era un tipo fornido, con ropa de combate azul y chaleco antibalas, como si fuera un miembro de los SWAT.

El hombre volvió a gritarle:

—He dicho, ¿puede oírme?

Swain se detuvo a menos de veinte metros de la reja electrificada.

—Puedo —dijo.

El hombre se giró en cuanto oyó la voz de Swain y habló con otra persona a la que el doctor no pudo ver.

El hombre se volvió de nuevo, le mostró sus palmas y habló muy despacio.

—No queremos hacerle daño.

—Sí, y yo vengo en son de paz —dijo Swain—. ¿Quiénes demonios son ustedes?

El hombre siguió hablando con esa voz lenta y articulada que suele emplearse con un niño.

O, quizá, con un extraterrestre.

—Somos representantes del gobierno de los Estados Unidos de América. Somos —extendió sus brazos— amigos.

—Muy bien, amigo. ¿Cuál es su nombre? —dijo Swain.

—Mi nombre es Harold Quaid —respondió este con total sinceridad.

—¿Y a qué departamento pertenece, Harold?

—A la Agencia de Seguridad Nacional.

—Sí, bueno. Tengo malas noticias para usted, Harold Quaid de la Agencia Nacional de Seguridad. No soy el extraterrestre que están buscando. Soy solo un tipo que se encontraba en el lugar equivocado en el momento equivocado.

Quaid frunció el ceño.

—Entonces, ¿quién es usted?

Algo en su cerebro le dijo a Swain que no respondiera a la pregunta.

—Soy solo un hombre.

—¿Y de dónde es?

—De por ahí.

—¿Y qué está haciendo en un edificio que tiene cien mil voltios de electricidad recorriendo sus paredes?

—Como ya le he dicho, Harold, momento y lugar equivocados.

Quaid cambió de táctica.

—Podemos ayudar, ¿sabe? Podemos sacarlo de aquí.

—Ya he estado fuera, gracias —dijo Swain—. Es perjudicial para mi salud.

Quaid se volvió un instante y conversó brevemente con el hombre que tenía detrás. Se volvió hacia Swain.

—Me temo que no he entendido lo último que ha dicho —gritó—. ¿Podría repetirlo? ¿Algo sobre su salud?

—Olvídelo —dijo Swain, cuyo interés en la conversación iba decreciendo.

La NSA no era tan altruista como para ir hasta allí a salvar humanos inocentes atrapados en una biblioteca electrificada. Era algo más gordo, tenía que serlo. La NSA había ido allí para establecer contacto con los extraterrestres. De alguna manera habían averiguado que algo estaba ocurriendo dentro de la biblioteca y ahora querían a los extraterrestres.

Y, presumiblemente, a todo aquel que hubiera entrado en contacto con los extraterrestres.

—No, lo digo en serio —dijo Quaid con tono sensato—. Acérquese un poco más y repítalo.

Swain retrocedió.

—No creo lo que dice, amigo.

—No, no. Por favor, escuche. No vamos a hacerle daño. Se lo prometo.

—Ajá.

—Pero si se acercara un poco más…

El dardo pasó silbando junto a la cabeza de Swain, errando por centímetros.

Había venido de detrás de Quaid, de alguien que debía de haberse colocado tras este mientras entretenía a Swain. Debían de haber disparado el diminuto dardo por entre un hueco del campo eléctrico.

El doctor no se lo pensó dos veces. Se dio la vuelta y echó a correr en dirección a la rampa de bajada en el centro del aparcamiento.

Mientras descendía hacia la planta inferior, lo último que oyó fue la voz resonante de Harold Quaid de la Agencia Nacional de Seguridad gritando a algún pobre subordinado.

En la base de la rampa exterior, Quaid soltó una palabrota.

—¡Joder! ¡Lo teníamos!

Se volvió hacia el agente de Sigma que blandía la pistola de dardos tranquilizantes.

—¿Cómo coño ha fallado? No puedo creerme que no le haya dado…

—Espere, Quaid —dijo Marshall mientras le ponía una mano en el hombro—. Puede que hayamos perdido a ese tipo, pero creo que acaba de tocarnos el gordo. Eche un vistazo allí.

Quaid se volvió.

—¿Un vistazo a qué?

Marshall señaló al aparcamiento y Quaid siguió la línea de su dedo. Casi se le desencaja la mandíbula.

—¿Qué demonios es eso? —musitó.

—No lo sé. Pero lo quiero —dijo Marshall.

A través de la rejilla de electricidad azul se veía perfectamente, fuera lo que fuera aquello.

Era como un dinosaurio monstruoso, bajo y alargado, de más de cuatro metros de largo, con un morro redondeado y romo y dos antenas alargadas que oscilaban rítmicamente de un lado a otro sobre su cabeza.

Quaid y Marshall observaron, casi en trance, cómo la criatura avanzaba lentamente por el aparcamiento. Esta se detuvo al inicio de la rampa de bajada, donde pareció olisquear el suelo un segundo.

A continuación, descendió por la rampa y desapareció de su campo de visión.

—Vaya, vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? —dijo Bellos mientras miraba bajo la vitrina expositora.

Selexin estaba intentando con todas sus fuerzas que no le temblara el cuerpo, sin éxito. Holly estaba a su lado, petrificada.

—Vaya, hombrecillo, tu memoria es tan corta como tú. Te dije que os encontraría. ¿O acaso se te ha olvidado?

Selexin tragó saliva. Holly tan solo siguió mirando.

—Quizá necesites que te refresque… la… memoria. —Bellos empezó a levantarse—. ¡Salid de ahí abajo!

Holly y Selexin salieron por la parte más alejada de la vitrina. Bellos estaba en el otro lado, con su guía moribundo tendido sobre el hombro. Los focos de fuego parpadeantes de las salas de colecciones cercanas parecían fuera de control en esos momentos.

Bellos ladeó la cabeza con mofa.

—¿Hacia dónde vas a correr ahora, hombrecillo?

Selexin se fijó en la puerta y vio que los dos hoodayas aparecían por esta, cortándoles su única salida.

Oh-oh —susurró.

Cuando miró de nuevo a Bellos, vio que su coraza dorada estaba en esos momentos salpicada de sangre. En el oscuro antebrazo de este, Selexin vio la pulsera gris sin problemas.

Y vio que la luz verde se apagaba de repente.

La luz roja contigua se encendió.

Oh-oh —dijo de nuevo Selexin.

Bellos empezó a rodear la vitrina. Parecía no tener prisa. Saboreaba el momento. No parecía haberse percatado de que la luz roja era la que en esos momentos iluminaba su pulsera.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Selexin.

—¿Hacer qué?

—Incumplir las normas del Presidian. Has hecho trampa. ¿Por qué lo has hecho?

—¿Por qué no?

—Has roto las normas de la competición para vencer. ¿Cómo puedes respetar el premio si no puedes respetar el torneo? Has hecho trampa.

—Si te descubren incumpliendo las normas, eres un tramposo —dijo Bellos mientras bordeaba el extremo de la vitrina alargada de cristal—. No entra en mis planes que me cojan.

—Pero te descubrirán.

—¿Cómo? —preguntó Bellos, como si ya supiera la respuesta a la pregunta.

Selexin habló con rapidez.

—Un contendiente puede delatarte. Puede decir «inicializar» y mostrarle a aquellos que están observando al otro lado que has traído a tus hoodayas.

—Muy valiente tendría que ser para intentar algo así mientras lucha por su vida. Además —dijo Bellos—, ¿quién sabe aquí que tengo a mis hoodayas?

—Yo.

—Pero la última vez que vi a tu amo estaba fuera del laberinto. Y él es el único que puede inicializar el teletransportador de tu casco.

Selexin no respondió. A continuación dijo:

—Reese.

—¿Qué?

—Reese lo sabe —dijo Selexin al recordar que los hoodayas habían atacado a Reese en la segunda planta.

—Pero no sabes si Reese sigue con vida.

—¿Sigue con vida?

—Vale —dijo Bellos—. Supongamos por un momento que Reese sigue con vida.

—Entonces puede delatarte. Puede inicializar el teletransportador del casco de su guía y delatarte.

—¿Y qué hay de su guía?

—¿Perdón? —Selexin frunció el ceño.

—Su guía —dijo Bellos con petulancia—. No creo que pienses que, en caso de que dejara a Reese con vida, permitiría también que su guía hiciera eso.

—¿Mataste al guía de Reese antes de atacarla?

Bellos sonrió.

—En el amor y la guerra, todo vale.

—Inteligente —dijo Selexin—. Pero ¿qué hay de los hoodayas? ¿Cómo planeas sacarlos del laberinto? Me imagino que no piensas dejarlos sin más aquí.

—Confía en mí, los hoodayas ya se habrán marchado del laberinto mucho antes de que yo sea teletransportado como el vencedor del Presidian —dijo Bellos.

Selexin frunció el ceño.

—Pero ¿cómo? ¿Cómo puedes sacarlos del laberinto?

—Simplemente utilizaré el mismo método que empleé para traerlos.

—Pero eso requeriría de un teletransportador… —dijo Selexin— y de las coordenadas del laberinto. Y nadie salvo los organizadores del Presidian conocen la localización del laberinto.

—Al contrario —Bellos miró a Selexin—, los guías conocéis las coordenadas del laberinto. Tenéis que saberlo, porque se os teletransporta con cada contendiente al laberinto.

Selexin reflexionó sobre lo que Bellos le acababa de decir.

El proceso de teletransportación implicaba que se enviara a un guía al planeta del contendiente. Allí, el guía y el contendiente entraban en un teletransportador, solos. Una vez dentro, el guía introducía las coordenadas del laberinto y los dos eran teletransportados.

El caso de Selexin, claro está, había sido diferente, puesto que los humanos nada sabían de teletransportadores ni del teletransporte. Swain y él habían sido teletransportados por separado.

—Pero aun así necesitarías un teletransportador para sacar a los hoodayas de aquí —dijo Selexin—. Y en la Tierra no existen.

Bellos se encogió de hombros con indiferencia, dándole la razón.

—Supongo que no.

Selexin estaba en esos momentos enfadado.

—Te olvidas de que todo esto se basa en que estás dando por sentado que serás el último contendiente en quedar con vida en el laberinto. Y eso está aún por determinar.

—Ese es un riesgo que estoy dispuesto a correr.

—Tu bisabuelo venció el quinto Presidian sin necesidad de trampas —dijo Selexin con malicia—. Imagina qué pensaría de ti ahora.

Bellos hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—No lo entiendes, ¿verdad? Mi gente espera que venza en esta competición, al igual que lo esperaban de mi bisabuelo.

—Pero no eres el cazador que era tu bisabuelo, ¿verdad, Bellos? —le dijo Selexin con brusquedad.

Bellos entrecerró los ojos.

—Vaya, vaya. Qué valiente te pones cuando estás a punto de reunirte con tu creador, hombrecillo. Mi bisabuelo hizo lo que tuvo que hacer para ganar el Presidian. Y así haré yo. Distintos métodos, sin duda, pero, hombrecillo, debes comprender que el fin justifica los medios.

—Pero…

—Creo que ya hemos charlado suficiente —le cortó Bellos—. Es hora de que mueras.

Lentamente, Bellos recorrió el largo del exhibidor y se acercó hacia Selexin y Holly. El guía miró desesperado a su alrededor. No había adónde huir. Ni dónde esconderse.

Se quedó quieto donde estaba, delante de Holly, observando cómo Bellos se iba acercando.

Y entonces, lenta, silenciosamente, algo por detrás de Bellos atrajo su atención.

Movimiento.

Arriba.

Tras uno de los conductos del aire acondicionado del techo.

Sigilosa, muy sigilosamente, un cuerpo oscuro y larguirucho empezó a desplegarse del techo sobre Bellos.

No emitió sonido alguno.

Bellos no lo había oído, y seguía acercándose a Selexin y Holly mientras, tras de sí, la alargada criatura se erguía hasta alcanzar sus inquietantes dos metros setenta y cinco de altura.

Selexin estaba mudo de asombro.

Era el Racnid.

El séptimo y último contendiente del Presidian. Era como un enorme insecto palo, con la cabeza pequeña y múltiples extremidades. Vio sus ocho huesudas patas expandirse lentamente, preparándose para agarrar el cuerpo de Bellos y estrujarlo hasta matarlo.

Entonces, súbitamente, el Racnid cerró violentamente sus brazos alrededor de Bellos con una velocidad pasmosa, levantándolo del suelo.

Al principio, Selexin y Holly se quedaron estupefactos por la celeridad del ataque. Había sucedido tan rápido. El pausado e inquietante descenso del Racnid se había transformado al instante en una violencia brutal. Y entonces, de repente, Bellos estaba por los aires, atrapado por el insecto, forcejeando con su nuevo oponente.

Los hoodayas reaccionaron al momento.

El sano galopó desde la entrada y saltó encima del exhibidor para a continuación arrojarse sobre el Racnid con las fauces abiertas para defender a su amo. El segundo, herido, se movió renqueante pero con el mismo fervor; trepó a la vitrina y se abalanzó sobre la presa.

El elemento de sorpresa parecía ya no contar, pues el Racnid, al confrontarse con la aparición inesperada de los dos hoodayas, se soltó del techo entre gritos. Aterrizó con un fuerte golpe en la vitrina que había debajo, rompiéndola, mientras agitaba desesperado sus ocho extremidades para repeler el ataque triple.

Holly y Selexin estaban observando sobrecogidos la escena cuando de repente se les vino a la cabeza el mismo pensamiento.

Hay que salir de aquí.

Corrieron a la entrada y alcanzaron el pasillo exterior.

Tenían dos opciones: ir al vestíbulo del ascensor para uso público al final del pasillo o regresar a la sala principal de lectura por la sala central del catálogo.

—¿Qué camino? —preguntó Holly.

—Por ahí —dijo con firmeza Selexin mientras miraba hacia la zona del ascensor—. Antes vi a otro contendiente dentro de la sala de lectura.

Apenas habían dado cinco pasos por el corredor cuando oyeron un ensordecedor pero familiar rugido procedente de las inmediaciones del ascensor.

—El karanadon —dijo Selexin—. Vuelve a estar despierto. Vi la luz roja en la pulsera de Bellos. Vamos. —Cogió a Holly de la mano—. Por aquí.

Recorrieron de nuevo el trayecto del pasillo y, cuando pasaron junto a la puerta que daba a la sala Salomon, Selexin miró de reojo a su interior y pudo ver a Bellos encima de la vitrina, a horcajadas sobre Racnid, enfrascados en la pelea.

Pero Bellos sin duda llevaba ventaja.

Racnid estaba inmovilizado bajo él, boca arriba, impotente, chillando cual demente mientras uno de los hoodayas le arrancaba una extremidad. El Racnid gritó de dolor. Al otro lado, el cuadrúpedo restante, el herido, estaba ocupado con el guía del insecto.

Y entonces Bellos le rompió el cuello al Racnid y los alaridos cesaron al instante. Bellos se levantó, llamó a los hoodayas que estaban tras él y apuntó la cabeza de su guía hacia el cuerpo inerte que había sobre la vitrina rota.

—¡Inicializar! —gritó.

Una pequeña esfera de brillante luz blanca apareció sobre la cabeza del guía y Selexin se quedó embobado mirándola.

Holly le tiró del brazo.

—¡Vamos!

El pequeño guía se apartó de la puerta y los dos se apresuraron a entrar en la sala del catálogo.

Lo primero que le llamó la atención a Swain de la planta inferior del aparcamiento fue su tamaño. Era mucho más pequeña que la planta superior y, aparentemente, una adición reciente al edificio. Probablemente lo utilizara la gente que acudía a las conferencias que se celebraban en el salón de actos de la biblioteca. Y no tenía salida para los coches. Se podía aparcar ahí, pero había que subir a la planta superior para salir a la calle.

Había tres puertas, cada una en una pared distinta. La primera, en dirección sur, tenía estampada con letras grandes: «Salida de emergencia». En la pared occidental había otra con un cartel que rezaba: «Al depósito». Una tercera puerta, más vieja, se encontraba en el lado este del aparcamiento. Faltaban algunas letras de la placa: «Sala de cal. Prohibido el paso».

Había un coche en el aparcamiento.

Un único coche.

Un Honda Civic pequeño, estacionado en la pared oeste junto a la puerta que daba al depósito, aguardando pacientemente el regreso de su dueño.

Swain se puso tenso al pensar en que quizá hubiera alguien más en la biblioteca. El propietario del coche, alguien a quien no hubieran visto aún.

No, se dijo a sí mismo. No puede ser.

Luego empezó a pensar en las otras posibilidades, como la de precipitarse con ese tres puertas sobre la rejilla electrificada, y lograr quizá salir de la biblioteca.

Pero cuando se acercó al Civic, todos aquellos fatuos pensamientos se desvanecieron.

Suspiró.

El propietario del coche no iba a estar allí.

Y el coche no atravesaría ninguna rejilla electrificada.

Ese coche no iría a ninguna parte.

Swain miró con tristeza los dos cepos amarillos que inmovilizaban el vehículo al suelo del aparcamiento y, a continuación, la línea azul del asfalto.

El coche había estado aparcado en un reservado para discapacitados y, puesto que no llevaba el distintivo en el parabrisas, las autoridades le habían colocado los cepos.

Swain sonrió con tristeza mientras contemplaba aquel automóvil inservible. En el hospital lo había visto miles de veces y siempre había pensado que las personas que aparcaban en las plazas de los discapacitados merecían que les fuera inmovilizado el coche.

Pero en esos momentos, en el aparcamiento de la Biblioteca Pública de Nueva York, un coche así no le servía para nada. Un arma sin balas.

Fue entonces cuando Swain oyó el siseo.

Se volvió.

—Nunca te rindes, ¿verdad? —dijo en voz alta.

Y allí, a los pies de la rampa de bajada, moviendo la cola de un lado a otro, balanceando sus antenas y con sus fauces triples salivando sin cesar, se hallaba la primera contendiente a la que Stephen Swain había conocido esa noche.

Reese.

Holly y Selexin atravesaron la sala central del catálogo y se detuvieron delante de las puertas de la estancia principal de lectura de la biblioteca.

Selexin vaciló ante las puertas cerradas de la enorme sala de estudio al recordar la sombra que había visto antes, la sombra del códex.

—Las puertas están cerradas —susurró Holly.

—Sí… —dijo Selexin como si fuera algo obvio.

—Bueno…

—¿Bueno qué?

Holly se acercó.

—Bueno, no las cerramos. Cuando estuvimos aquí antes, nos fuimos sin más. No cerramos las puertas. ¿Recuerdas?

Selexin no lo recordaba, aunque en ese instante le daba igual si las puertas habían estado cerradas o no. A algún lado tenían que dirigirse.

—Probablemente tengas razón —dijo mientras cogía el pomo de la puerta derecha—. Pero en estos momentos no tenemos otro sitio al que ir.

El hombrecillo giró el pomo y abrió la puerta del todo.

Y entonces se cayó de espaldas.

A su lado, Holly se dio la vuelta y empezó a vomitar.

—¡Acérquenlo! ¡Acérquenlo! —gritó Quaid. Había empezado a llover con más fuerza, pero Quaid no se había dado ni cuenta.

Los cuatro agentes de la NSA que transportaban «aquello» resoplaron y gruñeron al dejarlo en el suelo, junto a la reja electrificada.

Cuando lo hicieron, Quaid miró la caja plateada con los contadores.

En el del medio podía leerse en esos momentos: 120485,05.

Ciento veinte mil voltios. Ciento veinte mil voltios de corriente eléctrica pura y sin delimitar. Era como una verja electrificada, pero sin la verja.

Quaid centró su atención en el objeto que los cuatro agentes habían llevado hasta él. Se trataba de la gruesa carcasa que portaba la unidad de almacenaje de radiación portátil de la división Sigma.

Una UAR portátil es básicamente una cámara magnetizada y presurizada, sellada al vacío y dispuesta en el interior de un cubo de plomo de metro veinte de altura. Se emplea para guardar cualquier objeto radioactivo descubierto en el campo hasta poder ser trasladado para su posterior estudio en las Instalaciones de Almacenamiento de Radiación Electromagnética de Ohio.

En otras palabras, era un termo gigante rodeado de una carcasa gruesa de plomo de metro veinte de altura.

Quaid había ordenado que desmontaran la UAR portátil de la furgoneta y que sacaran la caja de plomo parcialmente magnetizada.

—No funcionará —dijo Marshall mientras contemplaba aquel cubo al que en esos momentos le faltaban las caras superior e inferior.

—Ya veremos —dijo Quaid.

—Ese campo eléctrico lo penetrará.

—Al final sí, pero quizá no de inmediato.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que tal vez nos dé el tiempo suficiente como para meter a un par de hombres dentro.

Marshall frunció el ceño.

—No estoy seguro.

—No tiene que estar seguro —respondió con brusquedad Quaid—. Porque usted no va a ser quien va a entrar.

Selexin no apartó en ningún momento la mirada de la puerta de la sala de lectura. A su lado, Holly seguía con arcadas y los ojos vidriosos.

Lenta, torpemente, Selexin se puso en pie mientras contemplaba con los ojos fuera de sus órbitas el interior de la sala.

Allí, perfilado contra el resplandor del fuego del interior de la sala de lectura, colgado boca abajo del techo y chorreando sangre, estaba el cuerpo salvajemente mutilado del agente del Departamento de Policía de Nueva York Paul Hawkins.

En la planta inferior del aparcamiento, Swain mantuvo la mirada fija en la cola de Reese, intentando evitar todo contacto visual con sus antenas paralizantes.

Ella avanzó.

Hacia él.

Lentamente.

Entonces, de repente, le falló la extremidad trasera y se tambaleó levemente.

Fue entonces cuando Swain recordó dónde había visto por última vez a Reese. Había sido en la segunda planta, cuando los hoodayas la habían atacado y él y los demás habían huido a las escaleras.

No había duda. Reese estaba herida. Magullada y dolorida por una pelea con los hoodayas de la que a duras penas había salido con vida.

Swain se miró. Estaba cubierto de mugre negra del hueco de los ascensores y del túnel del metro. Miró a continuación la pulsera:

INICIALIZADO-3

Otro contendiente había muerto. Ya solo quedaban tres. El Presidian estaba a punto de concluir y los contendientes restantes estaban heridos, sucios y exhaustos. En esos momentos era ya una batalla de resistencia.

Se produjo una repentina llamarada anaranjada a la derecha y Swain vio una tubería de gas cerca del techo.

Miró de reojo a Reese, que seguía intentando avanzar, y a continuación al Honda Civic que había a su lado, de nula utilidad para él.

Entonces alzó la vista de nuevo hasta la tubería de gas, a la llama azul y amarillenta que empezaba a prenderse a lo largo. Los ojos de Swain recorrieron la tubería. Esta desaparecía en la pared, justo por encima de la misteriosa puerta con la placa: «Sala de cal. Prohibido el paso».

Entonces un pensamiento escalofriante se le vino a la cabeza.

Gas. Tuberías de gas.

«Sala de cal».

La sala de calderas.

Oh, Dios

La llama azul y amarilla siguió su veloz progresión por el techo, recorriendo la tubería de gas. De pronto, desapareció por la pared situada encima de la puerta.

Le siguió un largo silencio.

Y entonces…

La explosión fue enorme. Como si hubiera disparado un cañón, la puerta de la sala de calderas salió despedida, rompiéndose en mil pedazos, seguida de una nube de humo y llamas. Swain fue arrojado por la onda expansiva al capó del Civic.

Quaid se tambaleó ligeramente cuando el suelo tembló. Una explosión, en alguna parte del edificio.

—Tenemos que entrar ya —le dijo a Marshall.

—¿Cuántos?

—Todos los que podamos.

—¿Cómo sabe que podrá pasar? —preguntó Marshall.

—¿Cómo sabe que no? —le preguntó Quaid.

Marshall frunció el ceño.

—Nadie antes ha visto algo así…

Quaid lo miró fijamente, esperando a que le diera la orden.

A continuación, Marshall entrecerró los ojos:

—De acuerdo. Hágalo.

Swain rodó por el capó del Honda y vio que Reese se volvía hacia la sala de calderas en llamas.

Los rociadores de incendios cobraron vida al instante, bañando todo el aparcamiento con sus chorros de agua. Era como estar en medio de una tormenta: explosiones atronadoras provenientes de la sala de calderas entre la lluvia incesante de los rociadores.

Swain se afanaba en quitarse el agua de los ojos mientras intentaba ver qué estaba haciendo Reese. A su izquierda, a medio camino entre Reese y él, vio de reojo la puerta de la pared occidental del aparcamiento, la puerta que quería.

Aquella con el cartel que rezaba: «Al depósito».

—¿Listos? ¡Empujen! —gritó Quaid.

El equipo de la NSA cogió la carcasa de plomo y la empujó hacia la reja electrificada del aparcamiento.

Quaid les había ordenado que colocaran el cubo de lado, de manera tal que sus caras abiertas, la superior y la inferior, apuntaran hacia la chisporroteante rejilla de electricidad azul.

Cuando el cubo de plomo estaba ya a treinta centímetros de la electricidad, Quaid, vestido en ese momento con ropa de asalto (casco, chaleco antibalas), les ordenó que se detuvieran.

Marshall le pasó un fusil de asalto M-16, equipado con una unidad colgante que se asemejaba a un lanzagranadas M-203, salvo por el hecho de que tenía dos protuberancias plateadas y afiladas en el extremo en vez de un cañón. Era una bayoneta táser, una versión moderna de un arma antigua. En vez de llevar un arma blanca afilada en el extremo del fusil, lo que llevaba eran dos mil voltios.

—Armas de fuego —dijo Marshall.

—No hay que salir de casa sin ellas —dijo Quaid mientras cogía el arma.

Marshall se metió la mano en el abrigo.

—Una cosa más —dijo mientras sacaba una hoja de papel del bolsillo. Era la lista de las horas y los registros de los picos de energía tomados por el satélite Espía—. ¿Tiene su copia?

Quaid se dio un golpecito en el bolsillo trasero.

—¿No cree que a estas alturas ya sé algo del tema? Trece picos de tensión después de que captáramos el campo de electricidad inicial en la ciudad. Ese es el punto de partida. Trece cosas que tenemos que encontrar.

—Si es que consigue entrar —dijo Marshall.

—Sí —dijo Quaid con seriedad—. Si consigo entrar. Asegúrese de estar preparado para todo lo que le traiga.

—Si no estamos preparados, será porque estaremos dentro con usted.

—Bien. —Quaid se volvió a los agentes que lo rodeaban—. De acuerdo, chicos. Hagámoslo.

Los agentes empezaron a empujar el cubo de plomo hacia el muro de electricidad entrelazada. Quaid caminaba despacio tras ellos, contemplando la apertura trasera del cubo. El extremo delantero de este tocó la electricidad.

Saltaron chispas.

Quaid se agachó al momento para mirar por entre la parte posterior abierta del cubo de plomo. Podía verse el otro lado a través de este. La electricidad no había podido atravesar el plomo.

Los agentes de la NSA siguieron empujando hasta colocar el cubo mitad dentro, mitad fuera, del muro de electricidad.

El plomo seguía resistiendo.

En esos momentos disponían de un túnel por el que Quaid podía arrastrarse y atravesar el muro electrificado.

Arma en ristre, Quaid se metió dentro del cubo y, por un instante, desapareció, para inmediatamente emerger al otro lado de la rejilla de electricidad con el pulgar en alto.

—De acuerdo —gritó—. Que entren los demás.

El resto del equipo de inserción de la NSA, todos ellos armados con M-16 provistos de táser, se pusieron en fila tras el cubo.

El primer agente de la fila, un joven latinoamericano llamado Martinez, se metió de cabeza en el cubo.

De repente, se oyó un inquietante crujido justo cuando las piernas de Martinez desaparecieron en el interior del túnel.

—¡Rápido, muévase! ¡Antes de que ceda! —gritó Marshall.

Entonces, sin previo aviso, el cubo de plomo se partió cual ramita bajo el peso del muro de electricidad en el mismo momento en que Martinez salía por el otro lado, con la mano que blandía el arma en último lugar. El cubo se desplomó al momento, cortado por la mitad, al igual que el M-16 de Martinez, que quedó sesgado a la altura del seguro del gatillo, sin alcanzar los dedos del joven soldado por milímetros.

El muro volvió a estar en su sitio.

Quaid y Martinez se habían quedado atrapados dentro.

—¿Están bien? —preguntó Marshall a través de la reja.

—Con un arma menos, pero bien —dijo Quaid mientras le pasaba a Martinez su pistola SIG-Sauer para reemplazar el M-16 seccionado del joven—. Supongo que a partir de ahora estamos solos. Volveremos pronto.

Quaid y Martinez echaron a correr por el aparcamiento en dirección a la rampa de bajada.

Marshall observó cómo se marchaban. Cuando finalmente hubieron desaparecido, esbozó una sonrisa.

Estaban dentro de la biblioteca.

.

Swain se encontraba en un lateral de la planta inferior del aparcamiento, empapado por la lluvia de los rociadores. Al otro lado, las llamas salían de la sala de calderas, inmunes al incesante torrente de agua de los rociadores del techo.

Reese seguía avanzando, renqueante, hacia él.

Era como si de algún modo estuviera dispuesta a alcanzarlo a pesar de las protestas de su cuerpo herido; estaba consumida por una obsesión que no cesaría hasta que Swain estuviera muerto.

Él empezó a pensar. No podía matar a Reese, era demasiado grande y fuerte. E incluso aunque estuviera herida, podía hacerle pedazos en una pelea.

¿Cómo lo haces?, pensó. ¿Cómo se mata a una cosa así?

Fácil. No se hace.

Sigues corriendo.

Swain retrocedió un paso y sintió que sus piernas rozaban el Honda. Estaba cerca de la pared oeste.

Avanzó hacia la pared, lejos del coche, hacia la puerta que daba al depósito.

Reese se desplazaba con rapidez, en paralelo a sus movimientos, cortándole la salida.

Swain se detuvo a unos tres metros del Honda, de espaldas a la pared. Podía sentir el agua de los rociadores repiqueteándole en la cabeza.

Miró a sus pies, al enorme charco de agua que estaba formándose a su alrededor. Ni siquiera tenía un centímetro de profundidad, pero se extendía por todo el suelo de hormigón conforme los rociadores seguían soltando agua.

Estaba pisando el charco. Reese también.

Sus ojos siguieron la trayectoria del agua.

El charco parecía desviarse en todas direcciones, incluso hacia la pared que daba a la calle Cuarenta, hacia la puerta que rezaba «Salida de emergencia».

La salida de emergencia.

El cerebro de Swain empezó a funcionar a toda velocidad.

La salida de emergencia tendría que ser una puerta exterior, una puerta que condujera directamente fuera.

Y si era así, entonces…

Se quedó petrificado, horrorizado. Reese estaba aún frente a él. El charco creciente de agua reptaba lentamente hacia la salida de emergencia.

Si era una puerta exterior, entonces estaría electrificada.

Y si el charco de agua llegaba hasta allí…

—Oh, Dios —dijo Swain en voz alta al ver el agua que le tocaba los pies—. Oh, Dios.

¡Corre!, le gritó su mente. ¿Adónde? Adonde sea.

—¡No se mueva! —gritó una voz.

Swain alzó la cabeza.

Reese se volvió.

Había dos hombres en la rampa situada en el centro del aparcamiento.

Era Harold Quaid, de la Agencia Nacional de Seguridad, y otro agente, los dos vestidos con ropa de combate de los SWAT. Quaid llevaba un M-16 un tanto extraño y el otro una pistola plateada.

El doctor se quedó quieto.

Miró hacia la salida de emergencia, a los rociadores del techo que no parecían ir a detenerse, al charco que continuaba acercándose a la puerta.

Está a menos de un metro.

Debió de moverse, porque Quaid le volvió a gritar:

—¡Hablo en serio! ¡No se mueva!

Swain se quedó inmóvil.

El agua estaba ya cerca de la puerta.

Reese avanzó hacia la izquierda de Swain, lejos de Quaid.

Quaid y su compañero salieron de la rampa con sus respectivas armas en ristre, mirando a Reese y a Swain. Pisaron el agua.

El charco estaba en esos momentos a medio metro de la puerta.

La lluvia de los rociadores seguía cayendo.

Swain quería correr…

—¡Quédese dónde está! —gritó Quaid mientras lo apuntaba amenazadoramente—. ¡Voy a acercarme!

Treinta centímetros

El agua estaba ya casi en la puerta.

Que les den, pensó Swain. De un modo u otro, voy a morir.

—¡No se mueva! —gritó Quaid cuando Swain rompió a correr en dirección al Civic del rincón, chapoteando a cada paso.

Las armas de Quaid y Martinez cobraron vida.

Swain corrió pegado a la pared de hormigón, a pocos centímetros por delante de los agujeros de bala que iban apareciendo en esta.

No voy a conseguirlo, pensó mientras las gruesas gotas de agua de los rociadores le golpeaban el rostro. No voy a…

Se tiró al coche.

El agua llegó a la puerta.

Swain aterrizó sobre el capó del Honda con un golpe sordo y se cubrió la cabeza con las manos. En ese mismo instante, los disparos cesaron.

No estaba muy seguro de qué se había esperado oír. El silbido de corrientes electroestáticas atravesando el agua. Un grito de Quaid quizá, a quien había visto por última vez en medio del charco, disparándole.

Pero no ocurrió nada.

Nada de nada.

El aparcamiento se sumió en el más completo de los silencios, salvo por el chorro de agua de los rociadores.

Swain apartó lentamente las manos de la cabeza y vio que Quaid y el otro agente de la NSA (que seguían cerca de la rampa central con los pies en el charco de agua) lo observaban con curiosidad.

Reese, sin embargo, no aparecía por ninguna parte.

El charco había llegado a la salida de emergencia y había avanzado por debajo de la puerta sin provocar incidente alguno.

A Swain solo se le ocurría una explicación. No era una puerta exterior. No había sido electrificada. Tenía que haber otra puerta detrás.

Seguía lloviendo con fuerza.

Y entonces, de repente, con gran fiereza, Reese apareció tras el segundo agente de la NSA y la caja torácica de este estalló, reemplazada al instante por el extremo apuntado de la cola, que sobresalía grotescamente de su pecho.

Quaid se volvió, pero fue demasiado lento.

Reese ya estaba moviéndose. Sacó su cola de Martinez y dejó que el cuerpo cayera al suelo, como un muñeco de trapo, para a continuación abalanzarse sobre Quaid, golpeándolo y arrojándolo al suelo encharcado.

Debía de haber rodeado la rampa de subida, pensó Swain, y luego había salido tras los dos agentes que lo habían estado amenazando.

Amenazando a su presa.

Pero Quaid no iba a rendirse sin oponer resistencia. Rodó hasta ponerse boca arriba cuando Reese saltó sobre su pecho con sus fauces salivosas y antenas oscilantes. Quaid cogió el M-16, lo sacó fuera del agua y disparó fútilmente al techo. Al mismo tiempo, a Swain le pareció ver que un destello de luz blanca salía despedido de la unidad extra unida al cañón del fusil de asalto de Quaid.

El forcejeo prosiguió bajo la incesante lluvia, pero Reese era demasiado pesada, demasiado fuerte.

Su gruesa extremidad derecha golpeó el brazo derecho de Quaid, el que blandía el arma, y Swain oyó el horripilante ruido de un hueso al romperse.

El arma dejó de disparar al momento y mientras el brazo de Quaid se partía en dos, el M-16 salió volando, repiqueteó por el suelo encharcado y aterrizó a poca distancia del Civic de Swain.

Quaid, con el rostro lleno de saliva, gritó como un loco cuando la sangre empezó a salir a borbotones de su codo partido. Con el otro brazo intentó en vano alejar a Reese.

Entonces Swain vio la cola de Reese arquearse lenta y grácilmente tras sus antenas oscilantes, fuera del campo de visión de Quaid.

Swain no tuvo tiempo ni de moverse.

La cola descendió con fuerza.

Mucha fuerza.

La punta penetró en la cabeza de Quaid y esta estalló en sangre cuando le perforó el cráneo hasta salir por el otro lado. El cuerpo de hombre se retorció con la violencia del golpe, sus pies se elevaron del suelo y, a continuación, quedó complemente inerte.

Swain observó horrorizado cómo Reese extraía como si nada su cola del cráneo del hombre muerto. La cabeza ensangrentada cayó al suelo con un golpe sordo.

A continuación miró a Swain.

Y siseó con furia.

Tu turno.

Reese se alejó del cadáver de Quaid con el cuerpo en tensión, revigorizada por el olor a batalla.

La lluvia de los rociadores golpeaba con fuerza su lomo, similar al de un dinosaurio.

Swain se bajó del Honda, mirándola con cautela, preguntándose cómo demonios proceder. Y entonces, por el rabillo del ojo, lo vio.

El M-16 de Quaid.

En el agua, a su derecha, a menos de cinco metros. Abandonado.

Swain no perdió un segundo. Se tiró a por el arma.

Reese saltó hacia él.

Los dedos de Swain se golpearon con dureza contra el suelo cuando agarró el arma, la sacó del charco y se volvió para mirar a Reese.

Apretó el gatillo.

Clic.

¡No tenía balas! Quaid había debido gastar toda la munición cuando había disparado como un loco hacia el techo.

¡No era justo!

Reese estaba en esos momentos muy cerca. Saltó hacia él bajo la lluvia y voló por el aire con las extremidades delanteras levantadas y las fauces abiertas. Un caimán enorme al ataque.

Swain dio una voltereta a la izquierda en el mismo y preciso momento en que Reese llegaba al lugar donde él había estado instantes antes, aterrizando en el agua con un sonoro chapoteo.

Swain rodó hasta ponerse en pie, se volvió para ver dónde estaba Reese…

Y entonces sintió un peso enorme que le aplastó el pecho y lo arrojó hacia atrás. Había sido la cola de Reese, que lo había golpeado en el torso.

Salió despedido a causa del impacto y aterrizó abruptamente sobre el capó del Honda aparcado.

La suspensión del coche se estremeció por el peso y, antes de ser siquiera consciente, en sus tímpanos resonó el ruido más terrorífico que había oído en su vida. Abrió los ojos y vio que estaba contemplando las fauces abiertas de Reese a quince centímetros de él.

Conformaban una imagen de lo más peculiar: Swain, boca arriba, en el capó de un Civic, con los brazos extendidos y Reese, erguida, con las patas traseras en el suelo del aparcamiento y las delanteras firmemente apoyadas sobre el capó, a ambos lados del humano.

Bajó el morro hasta su pecho, como si estuviera olisqueándolo, oliéndolo, saboreando su victoria.

Swain apartó la vista, pues no se atrevía a mirarle a las antenas, a la vez que intentaba mantenerse lejos del torrente de saliva que le caía en esos momentos por el pecho.

Por entre la lluvia de los rociadores, pudo ver en la pared cercana su sombra combinada, el cuerpo de Reese sobre el suyo, encima de la silueta del coche.

Lo tenía.

Reese siseó con furia.

En ese momento, en la pared, Swain vio la sombra de la cola de Reese levantándose.

Ya está.

Era el fin.

Reese lo sabía. Swain, también.

Entonces, de repente, lo notó. Aún seguía en su mano, sujeta por el extremo de la culata y, como si de un nuevo amanecer se tratara, Swain lo vio claro. Miró al rostro sin ojos de Reese y dijo:

—Lo siento.

Y tras eso, Swain apretó el segundo gatillo del M-16, el gatillo del táser del cañón del arma, y disparó al charco de agua que había bajo el coche.

Un rayo de electricidad refulgió en el extremo del táser y tocó el agua.

Al instante, una llama cegadora de luz iluminó el aparcamiento cuando miles de rayos irregulares y blancos serpentearon por la superficie del agua a impactante velocidad.

Reese aulló de agonía cuando la electricidad del táser cruzó del agua a su cuerpo a través de sus extremidades posteriores, que seguían apoyadas en el suelo del aparcamiento.

Se convulsionó violentamente, con terribles espasmos, haciendo que el Honda empezara a temblar.

Swain intentó mantenerse lejos de ella mientras absorbía la sobrecarga de electricidad.

Y entonces, con una última electrocución, Reese vomitó sobre el pecho de Swain, un vómito parduzco de lo más repugnante, antes de alzarse sobre sus patas traseras y caer al suelo, al charco de agua. Muerta.

Por su parte, el Honda Civic, con Swain aún encima, resistió el envite de la electricidad porque, al llegar a los neumáticos, no pudo ir más allá, y todos sus intentos por subir al coche quedaron frustrados por el caucho.

Instantes después, los rociadores pararon.

El aparcamiento estaba de nuevo en silencio.

Pegado al capó del Civic, Swain volvió a respirar. La llama inicial de luz blanca había cesado y solo unos leves destellos de electricidad parpadeaban en el agua.

El pico de electricidad del táser se había disipado. El agua había vuelto a la normalidad.

La bayoneta se había estropeado al entrar en contacto con el agua. Swain la tiró al suelo.

Miró a Reese. Resultaba extraño, pero muerta parecía más grande incluso de lo que aparentaba en vida. También vio los cuerpos inertes de los agentes de la NSA, Quaid y Martinez, en el suelo encharcado.

Negó con la cabeza, atónito, preguntándose cómo demonios había logrado sobrevivir a aquella confrontación.

Entonces su pulsera emitió un bip.

INICIALIZADO-2

Ahora solamente quedaba otro contendiente en el edificio, y aún no había encontrado a Holly y a Selexin.

Swain respiró profundamente y se bajó del coche. Sus pies tocaron el suelo con un leve chapoteo.

Aquello no había acabado aún.

—Tenemos que hacerlo —dijo Selexin con apremio.

—Tú puedes. Yo no —dijo Holly.

—No voy a dejarte aquí.

—Entonces podemos quedarnos aquí los dos. —Holly se cruzó de brazos.

Seguían en el interior de la sala de catálogo, fuera de la sala principal de lectura.

Holly, tras haber visto el cuerpo mutilado de Hawkins suspendido del techo y haber vomitado, se había desplomado contra la pared más cercana con la mirada en blanco. En esos momentos se negaba en redondo a entrar en la sala de estudio, pues eso implicaba pasar junto al cuerpo y, lo que era todavía peor, pisar la sangre.

Selexin miró a sus espaldas nervioso. Tras los viejos catálogos podía ver la puerta abierta que daba a la sala Salomon. En la otra dirección, frente a él, dentro de la sala de lectura y colgando boca abajo, vio cómo el cuerpo de Hawkins se balanceaba suavemente del techo.

Quienquiera que hubiera hecho eso (Selexin sospechaba que habían sido Bellos y los hoodayas), le había sacado los brazos de las articulaciones y le había arrancado la cabeza, de ahí el enorme charco de sangre bajo el cuerpo oscilante. El cuerpo de Hawkins estaba plagado de cortes paralelos. Cortes de garras. De garras de hoodayas. Unido al brillo inquietante de las llamas en la sala de lectura, resultaba una imagen particularmente espeluznante.

—Puedes cerrar los ojos —sugirió Selexin.

—No.

—Puedo llevarte.

—No.

—Tienes que entenderlo. No podemos quedarnos aquí.

Holly siguió callada.

Selexin negó con la cabeza, frustrado, y volvió a mirar a sus espaldas.

Y se quedó petrificado.

Y entonces se giró hacia Holly y la levantó con brusquedad, quisiera ella o no.

—Oye…

—¡Shhh!

—¿Qué estás haciendo…?

—Vamos a entrar. Ahora mismo —dijo Selexin mientras tiraba de la niña hacia la puerta, mirando una y otra vez a sus espaldas.

Holly, forcejeando, siguió su mirada por la sala del catálogo.

—Te he dicho que no quiero…

Paró de hablar cuando sus ojos se posaron en la entrada más alejada. Un tenue rectángulo de luz se extendía en el suelo, y lenta, muy lentamente, Holly vio cómo una sombra oscura empezaba a extenderse también sobre ella.

El origen de la sombra apareció y Holly observó horrorizada cómo un hoodaya entraba en la sala y la miraba fijamente a los ojos.

La unidad incorporada al M-16 tenía escrito: «Taser Bayonet-4500».

Santo Dios, pensó Swain mientras contemplaba el cuerpo de Harold Quaid. Parecía el nombre de un modelo nuevo de motocicleta.

Swain había visto antes a personas que habían sufrido la descarga de una táser. Por lo general se recuperaban con algo parecido a una resaca monumental, principalmente porque los táser de la policía tenían un voltaje mínimo.

Pero el de ese fusil no era la estándar de la policía. Y si Quaid era realmente de la NSA, quién sabía el voltaje que podría tener.

Swain miró de nuevo a Reese, boca abajo en el charco superficial de agua. Una cosa sí que estaba clara: los táser de la NSA no solo aturdían. Esa llevaba voltaje suficiente como para matar a Reese.

Sostuvo el M-16 en sus manos. Con el cargador vacío y el táser gastado, no le servía para nada. Lo soltó y se agachó para examinar los cuerpos de Quaid y Martinez. Quizá llevaran algo consigo.

La SIG-Sauer de Martinez, o lo que quedaba de ella, yacía medio sumergida en el agua. Estaba completamente aplanada (supuso que Reese le habría pasado por encima) y en ese momento no era más que metal retorcido y resortes rotos.

Swain hurgó en los bolsillos de los uniformes de aquellos dos hombres. Encontró un par de walkie-talkies Motorola de pequeño tamaño, baterías extra para el táser, cargadores para la SIG-Sauer, dos porras extensibles y dos granadas de gas CS cada uno.

Se preguntó si a los karanadon les afectaría el gas lacrimógeno. Probablemente no. Si usaba las granadas, pensó, como mucho lograría hacerse daño a sí mismo. Las radios no le eran de ninguna ayuda. Después de todo, ¿con quién iba a hablar? Y tampoco tendría muchas oportunidades con las porras extensibles si luchaba contra alguien como Bellos. No, Harold Quaid y su compañero tenían poco que ofrecerle.

Se preguntó cómo habrían logrado entrar en la biblioteca. Por el aparcamiento probablemente. Pero algo tenía que haber salido mal, de lo contrario habrían metido a más tipos con ellos, y mucha más artillería. Sin duda no tenían pensado ir a la caza de extraterrestres con solo dos armas entre los dos.

Entonces Swain encontró algo.

En el bolsillo trasero de Quaid. Una hoja de papel. Una lista:

LSAT-560467-S

TRANSCRIPCIÓN DE DATOS 463/511-001

EMPLAZAMIENTO DE OBJETO: 231.957 (Costa nordeste: NY, NJ)

N.º HORA/ET UBICACIÓN LECTURA 1. 18:03:48 Long Isl. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO

Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:09

2. 18:03:58 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO

Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:06

3. 18:07:31 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO

Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:05

4. 18:10:09 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO

Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:07

5. 18:14:12 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO

Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:06

6. 18:14:37 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO

Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:02

7. 18:14:38 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO

Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:02

8. 18:14:39 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO

Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:02

9. 18:14:0 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO

Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:02

10. 18:16:23 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO

Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:07

11. 18:20:21 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO

Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:08

12. 18:23:57 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO

Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:06

13. 18:46:00 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO

Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:34

Swain contempló la lista, estupefacto.

Números y horas y sobrecargas de energía y la repetición constante de la palabra «Desconocida/o». Y en teoría todo aquello tenía que ver con la biblioteca.

Trece picos de energía en total. Uno en Long Island y doce en la ciudad de Nueva York.

Vale.

Swain miró las horas de los primeros picos.

18:03:48. Una sobrecarga de energía, de origen y tipo desconocidos, detectada en Long Island y de una duración de nueve segundos.

Exactamente diez segundos tras esa sobrecarga inicial, a las 6:03:58 p. m., se había producido otro pico de energía en Nueva York.

Bien. Eso era fácil. Esos habían sido Swain y Holly cuando los habían teletransportado desde su casa hasta la biblioteca, en el centro de Manhattan.

Seis picos más de prácticamente la misma duración, de cinco a ocho segundos, eran los demás contendientes y sus guías, teletransportados a la biblioteca para la celebración del Presidian.

Swain recordó que Selexin ya estaba dentro de la biblioteca cuando él había llegado. Su teletransportación debía de haber ocurrido con demasiada anterioridad como para figurar en esa lista.

Pero todavía quedaban cinco picos de energía más.

Repasó la lista y vio las entradas del 6 al 9. Cuatro picos de energía de dos segundos de duración se habían producido en una rápida sucesión, uno tras otro. Estaban subrayados.

Swain frunció el ceño al ver la quinta sobrecarga.

18:14:12. De seis segundos. No había nada especial en ella, tan solo otro contendiente y su guía siendo teletransportados. Pero veinticinco segundos tras ese pico se producían las cuatro sobrecargas en aquella rápida sucesión.

¡Los hoodayas!, cayó en la cuenta.

Eran pequeños, así que su teletransportación no debía haber llevado mucho tiempo. Solo dos segundos cada uno.

Y eso explicaba la variación en los tiempos requeridos para las demás teletransportaciones: algunos contendientes eran más grandes o pequeños que otros, por lo que se requería de mayor o menor tiempo para teletransportarlos al laberinto, en un rango de cinco a ocho segundos.

Swain sonrió. Todo parecía encajar a la perfección.

Salvo una cosa.

El último pico de energía.

Ese había tenido lugar más de veintidós minutos después de las demás sobrecargas, que a su vez se habían producido todas ellas dentro de un periodo de veinte minutos.

Y había durado treinta y cuatro segundos. El pico anterior más largo solo había durado nueve.

¿Qué era? ¿Una idea de último momento quizá? ¿Algo que los organizadores del Presidian habían olvidado meter en el laberinto?

No era el karanadon. Selexin le había dicho a Swain que el karanadon había sido teletransportado al laberinto casi un día antes de que comenzara el Presidian.

Swain no se figuraba qué podía ser, así que decidió dejarlo para otro momento. Era hora de marcharse.

Se guardó la hoja de papel en su bolsillo. Tras mirar una última vez el cuerpo inmóvil de Reese, fue hacia la puerta que conducía al depósito.

La oscura y tenebrosa sala principal de lectura de la Biblioteca Pública de Nueva York estaba en esos momentos bañada por la luz amarillenta del incendio descontrolado.

En el centro de la enorme sala, la otrora hermosa estructura de los mostradores de préstamos parecía el infierno en la Tierra, cubierta de llamas danzarinas.

Holly cerró muy fuerte los ojos cuando Selexin bordeó el cuerpo ensangrentado que pendía del techo. Los pies de la niña resbalaron en el charco de sangre, pero Selexin logró sujetarla antes de que cayera.

Podían oír a los hoodayas en la sala del catálogo, a sus espaldas, gruñendo, resoplando.

Selexin tiró de Holly con más fuerza, hacia la izquierda, por entre los escritorios divididos del lado sur de la sala de estudio.

—¡Los ascensores! —susurró Holly—. ¡Vayamos a los montacargas!

—Buena idea —dijo él mientras se abría camino por la maraña de escritorios intactos y destruidos.

Debía de haber docenas de escritorios en la sala de estudios, la mitad de los cuales seguían aún intactos. La otra mitad no habían corrido la misma suerte: habían sido aplastados o arrojados por el karanadon y en esos momentos apenas si eran reconocibles.

Los ascensores estaban cerca.

Las puertas del montacargas de la izquierda seguían abiertas, mostrando el oscuro abismo del hueco de los ascensores. El karanadon debía de haberlas abierto con tanta fuerza que se habían quedado así.

Selexin pulsó el botón de llamada a la carrera, se golpeó contra la pared y se giró.

Con el destello parpadeante de los focos de fuego, vio que el cuerpo de Hawkins giraba lentamente desde el techo, justo encima de la entrada principal de la sala de lectura.

Y, tras el cuerpo, adentrándose despacio y con cautela en la sala de estudio, había un hoodaya.

Por entre la maraña de patas de los escritorios, Selexin vio que el segundo hoodaya se unía al primero y un escalofrío le recorrió el cuerpo.

Estaban escudriñando la gigantesca sala de estudio con detenimiento, buscando bajo los escritorios.

Selexin los observó fijamente. Era como si los hoodayas tuvieran una mayor determinación en esos momentos. Había llegado la hora de matar. El juego había terminado. La caza comenzaba.

Holly se volvió para mirar el hueco de los ascensores.

Los cables que habían recorrido verticalmente el hueco ya no estaban, tras ser sesgados por el karanadon. Probablemente se hallaran en el pozo con el resto del maltrecho ascensor. En esa ocasión no iban a poder deslizarse hasta allí.

El visualizador numérico situado encima del ascensor seguía funcionando, sin embargo, y número tras número fue iluminándose conforme el ascensor ascendía.

«PB» se iluminó en amarillo. A continuación se apagó.

La planta «1» se iluminó y apagó.

El número «2» se iluminó…

Holly notó que Selexin le tiraba del hombro.

—Vamos —dijo—. No podemos quedarnos aquí.

—Pero el ascensor…

—No llegará a tiempo. —Selexin la agarró del brazo y la alejó de los ascensores en el mismo momento en que esta vio que los hoodayas se acercaban por la derecha.

Selexin tiró de ella con fuerza hacia la izquierda mientras observaba a los hoodayas por entre las patas de los escritorios.

Los animales estaban a unos seis metros de distancia y se movían con la furtividad glacial de los cazadores experimentados.

Con la iluminación estroboscópica de los fuegos, el hombrecillo pudo verlos sin problemas: sus dientes puntiagudos sobresaliendo de sus cabezas esféricas, las extremidades delanteras huesudas y negras con sus garras ensangrentadas arañando el suelo, las poderosas patas traseras y la larga cola que se movía amenazadora tras su torso oscuro, como si tuviera vida propia.

El cazador perfecto.

Despiadado. Implacable.

Selexin tragó saliva cuando saltó por encima de un escritorio volcado y se encontró en mitad de la marea de mesas.

Miró hacia atrás. En esos momentos los hoodayas se habían detenido y seguían a seis metros de distancia. Estaban allí quietos, contemplando a su diminuta presa.

Un instante después, volvieron a moverse.

En direcciones opuestas.

Separándose.

—No me gusta —dijo Selexin—. No me gusta.

Era mejor que estuvieran juntos, porque al menos así podía verlos a los dos a la vez, pero ahora…

—Rápido —le dijo a Holly—, hay que subir a los escritorios.

—¿Qué?

—Súbete —insistió Selexin—. Nos están buscando por entre las patas. Si nos subimos a los escritorios, no sabrán dónde estamos.

Holly trepó como un mono al escritorio más cercano. Selexin la siguió rápidamente.

—Vamos —susurró Holly, que parecía estar en su salsa en esos momentos, saltando sin problemas al siguiente escritorio.

—Ten cuidado —dijo Selexin, tras ella—. No vayas a caerte.

Holly saltó de escritorio en escritorio, sorteando la distancia entre uno y otro sin mayor dificultad. Tras ella, Selexin hizo lo mismo.

Bajo ellos, podían oír los gruñidos y bufidos de los hoodayas.

De repente se oyó un ¡bing!, y Selexin miró por encima de su hombro y vio, al otro lado de la marea irregular de escritorios, la mitad superior de las puertas del ascensor.

Se estaban abriendo.

—Oh, no —dijo mientras seguía saltando escritorios.

Holly también lo vio.

—¿Podremos llegar?

—Tenemos que intentarlo —dijo Selexin.

Holly cambió de trayectoria y giró en un amplio semicírculo para, a continuación, seguir saltando por las mesas. Estaba a punto de sortear la amplia distancia entre dos de ellos cuando el hoodaya sano, con las garras levantadas para atacar, saltó desde el suelo y se interpuso en su camino.

Holly cayó de espaldas sobre el escritorio y el hoodaya desapareció bajo este.

Selexin fue junto a ella.

—¿Estás…?

Con un sonoro chillido, el hoodaya saltó de nuevo, al escritorio contiguo, y le soltó un zarpazo a Holly con sus garras afiladas.

Holly gritó mientras rodaba para ponerse a salvo, pero cayó al suelo. Selexin la vio desaparecer de su campo de visión.

—¡No!

La criatura atacó con ferocidad a Selexin, con el revés de la pata, dándole de lleno en la cara. El hombrecillo retrocedió y perdió el equilibrio hasta caer de espaldas sobre su escritorio.

El hoodaya le saltó encima a una velocidad aterradora, pero el guía rodó y el animal se golpeó contra la partición vertical de la mesa en forma de ele.

La fuerza del impacto zarandeó el escritorio y en un instante el horror de Selexin fue completo cuando vio que todo se inclinaba abruptamente y sintió que el escritorio sobre el que estaba caía hacia atrás.

Holly, en el suelo, vio que la mesa sobre la que el hoodaya y Selexin luchaban se inclinaba y caía hacia atrás a cámara lenta.

Selexin perdió el equilibrio y se golpeó fuertemente contra el suelo. La cáscara de huevo que era su sombrero salió disparada de su cabeza. El hombrecillo rodó hasta alejarse del escritorio volcado.

El hoodaya se deslizó sin problemas por el escritorio inclinado y aterrizó cual gato justo delante de Selexin, que estaba totalmente expuesto. La bestia se preparaba para atacar cuando, de repente, el escritorio se le vino encima.

Inmovilizado en el suelo, aullando enloquecido, el animal se revolvió fuera de sí, luchando por liberarse. Abrió las fauces y gruñó mientras intentaba, a pesar del apuro en el que se encontraba, alcanzar a Selexin.

Este estaba retrocediendo sentado cuando, tras él, Holly volcó un segundo escritorio.

En esa ocasión la mesa en forma de ele cayó hacia adelante, y el hoodaya alzó la vista horrorizado al ver que el escritorio se precipitaba hacia él.

El extremo de la mesa se incrustó con un sonoro crujido en la cabeza girada del hoodaya, haciéndole añicos los dientes al golpearle el cráneo contra el suelo.

El cuerpo de la criatura se contorsionó y convulsionó bajo los dos escritorios volcados hasta que finalmente se quedó inmóvil. Muerto.

Silencio.

Entonces Holly oyó un leve ¡bing!, seguido del sonido de las puertas del ascensor al cerrarse de nuevo.

Se arrodilló junto a Selexin y miró rápidamente en todas direcciones.

—¿Dónde está el otro?

—Yo… no lo sé. —Selexin estaba aturdido—. Podría estar en cualquier parte.

Fue entonces Holly quien agarró a Selexin por el brazo y tiró de él hasta ponerlo de rodillas.

—El ascensor se ha ido —dijo con resolución—. Vamos, tenemos que salir de aquí.

—Pero… pero —murmuró Selexin, apenas sin fuerzas.

—Vamos. En marcha.

—Pero… ¡mi sombrero! —Selexin se agarró su cabeza calva—. Necesito mi sombrero.

Holly giró sobre sí y vio el sombrero. El pequeño hemisferio blanco estaba en el suelo, cerca de ella. Sobresalía tras un escritorio volcado. La pequeña fue a gatas hacia allí, rodeó las patas boca arriba y fue a coger el sombrero…

Se quedó quieta.

Junto al tocado había dos extremidades delanteras oscuras y huesudas: una con una garra ensangrentada, la otra sin garra.

Levantó la mirada y recorrió las extremidades en toda su longitud hasta encontrarse cara a cara con el segundo hoodaya.

El animal abrió las fauces de par en par, salivando ante la perspectiva de lo que iba a ocurrir, a centímetros del rostro de Holly.

Selexin observaba impotente la escena a tres metros de distancia. Estaba demasiado lejos.

La niña seguía a gatas, casi nariz con nariz con el hoodaya.

Totalmente indefensa.

El hoodaya dio un paso adelante hasta colocarse encima del sombrero.

Estaba tan cerca en esos momentos que lo único que Holly veía eran sus dientes. Sus largos, puntiagudos y ensangrentados dientes. Sintió la calidez de su aliento en el rostro; podía oler el hedor a carne podrida.

Holly cerró los ojos y apretó los puños, aguardando a que el animal atacara, esperando el final.

De repente, el hoodaya siseó con fiereza y a Holly le entraron unas ganas terribles de gritar y entonces, cuando pensaba que no podía estar más asustada, le pareció oír la voz de su padre.

—¡Inicializar!

Se produjo entonces un destello blanco que penetró los párpados cerrados de Holly.

Luego oyó al hoodaya gañir de dolor, abrió los ojos y quedó momentáneamente cegada por la pequeña esfera de cegadora luz blanca que había cobrado vida encima del sombrero de Selexin.

Los gritos del hoodaya cesaron de repente y Holly escuchó de nuevo la voz de su padre.

—Cancelar.

La cegadora luz blanca desapareció al instante y durante un segundo Holly no vio nada salvo puntos de color caleidoscópicos.

Entonces, de repente, notó que dos brazos la rodeaban con fuerza y, como todavía no veía, su primer pensamiento fue el de zafarse de ellos.

Pero la tenían bien sujeta.

Un abrazo.

Holly parpadeó dos veces y su vista regresó poco a poco. Estaba en los brazos de su padre.

Sus músculos se relajaron aliviados y se desplomó sobre él.

Entonces empezó a llorar.

Mientras abrazaba con fuerza a su hija, Swain cerró los ojos y suspiró. Holly estaba a salvo y volvían a estar juntos. No quería soltarla.

Aún con ella en brazos, se volvió para ver los restos del hoodaya.

El cuerpo había sido seccionado en dos y solo las patas traseras y la cola seguían allí. La cabeza, extremidades delanteras y la parte superior del torso habían desaparecido, teletransportados a Dios sabe dónde. Una sangre espesa y oscura supuraba del corte transversal del torso del animal.

Selexin se dejó caer junto a Swain e hizo una mueca de asco al ver al hoodaya partido por la mitad.

—Inicializar, cancelar. —Selexin rió para sí—. Me alegra saber —dijo con ironía— que no se le ha olvidado todo lo que le he dicho.

Swain sonrió con tristeza mientras seguía abrazando a Holly.

—No todo.

La chiquilla levantó la vista para mirar a su padre.

—Sabía que volverías.

Swain dijo:

—Por supuesto que iba a volver, tonta. No pensarías que te iba a dejar aquí sola, ¿verdad?

—Eh, ejem —tosió Selexin—. Discúlpeme, pero la señorita no ha estado ni mucho menos sola.

—Oh, perdón.

Holly dijo:

—Ha sido muy valiente, papá. Me ha ayudado mucho.

—¿De veras? —Swain miró a Selexin—. Eso es muy noble por su parte. Debería estarle muy agradecido.

Selexin se inclinó con modestia.

—Gracias —le dijo el médico al hombrecillo.

Este, orgulloso de su reciente estatus de héroe, le restó importancia.

—Oh, no ha sido nada. Es parte del trabajo, ¿no?

Swain rió.

—Sí.

—Sabía que volverías. Lo sabía. —Holly se acurrucó en los brazos de su padre. A continuación alzó la vista de repente, puso cara de fingido enfado y adoptó el tono severo de los adultos—. ¿Y bien? ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¿Cómo has dado con nosotros?

Lo cierto es que había sido pura suerte.

Desde el aparcamiento, Swain había recorrido el depósito hasta llegar a la puerta roja tras la que había caído con los hoodayas. Después de no descubrir nada allí, ni rastro alguno de Holly y Selexin, no supo qué hacer.

Y entonces, en el silencio, había oído el ping del ascensor.

Debía de encontrarse en la última planta cuando alguien en otra superior había pulsado el botón de llamada.

Swain había corrido hacia al ascensor y había llegado justo cuando las puertas estaban a punto de cerrarse. Saltó al interior y subió a la planta desde la que quiera que hubieran llamado. Era mejor que nada. Y además, ¿quién sabía? Quizá hubieran sido Holly o Selexin los que habían pulsado el botón de llamada. También podían no haber sido ellos, pero en ese momento a Swain ya le daba igual. Era un riesgo que tenía que correr.

El ascensor se había abierto en la planta tercera y Swain se había topado con la sala principal de lectura en llamas.

Se había agachado y había salido a gatas del ascensor, intentando no ser visto.

Entonces había oído voces y los gruñidos de los hoodayas y después el estrépito de un escritorio al caerse, seguido de otro.

Se puso en pie y se dirigió al punto del que procedía el ruido, rodeó un grupo de mesas y vio a su hija a gatas, cara a cara con uno de los hoodayas.

Swain estaba demasiado lejos, y no sabía cómo actuar, pero entonces vio que el hoodaya estaba encima de la cáscara de huevo que era el casquete de Selexin.

Y en ese momento, una sola palabra se le había venido a la mente.

Inicializar.

—¿Puede contactar con ellos? —preguntó Marshall al operador de radio que estaba en el interior de la furgoneta de la NSA.

—Negativo, señor. No hay respuesta ni del comandante Quaid ni del agente Martinez.

—Siga intentándolo.

—Pero señor —insistió el operador—, todo lo que recibo son interferencias. Ni siquiera podemos saber si el comandante Quaid tiene la radio encendida.

Informe de estado:

La estación 4 informa de la detección de contaminante en el interior del laberinto.

A la espera de confirmación.

—Siga intentándolo —dijo Marshall—, y llámeme tan pronto como capte algo.

Marshall se bajó de la furgoneta a la rampa del aparcamiento. Alzó la vista en dirección a la reja electrificada y al cubo de plomo empotrado en su base, a la electricidad azulada.

¿Qué demonios le había pasado a Quaid?

En la sala de lectura, Swain se levantó con Holly aún en brazos.

—Será mejor que nos pongamos en marcha.

Selexin se encajó su casquete de nuevo. Ensuciado con sangre del hoodaya.

—Lleva razón —dijo—. Bellos no puede estar muy lejos.

—Bellos —pensó Swain en voz alta—. Tenía que ser él.

—¿De qué está hablando?

—Bellos es el otro —dijo Swain—. El otro contendiente que queda.

—¿Solo quedan dos contendientes en el Presidian? —preguntó Selexin.

—Sí. —Swain le enseñó la pulsera.

Selexin la observó minuciosamente y a continuación miró a Swain. Su gesto era triste.

—Tenemos un problema muy serio.

—¿Qué?

—Fíjese en eso. —Selexin alzó la pulsera. Rezaba:

INICIALIZADO-2

INFORME DE ESTADO: ESTACIÓN 4 INFORMA DE LA DETECCIÓN.

DE CONTAMINANTE EN EL LABERINTO.

A LA ESPERA DE CONFIRMACIÓN.

—¿Qué demonios significa eso? —dijo Swain.

—Significa —dijo Selexin— que han descubierto al hoodaya.

—¿Qué hoodaya? —preguntó Swain—. ¿Y quiénes?

—El que usted acaba de matar usando el teletransportador de mi casquete.

—¿Y quién?

—Los oficiales que observan al otro lado del teletransportador, que imagino que se habrán llevado un buen susto cuando medio hoodaya haya sido teletransportado a su regazo. Se encuentran en la Estación Cuatro, la estación de teletransporte asignada para la monitorización del progreso del contendiente número cuatro: usted.

—Entonces, ¿qué significa ese mensaje?

Selexin dijo:

—Esta competición solo tiene siete contendientes. Es una lucha a muerte entre siete seres inteligentes del universo. La ayuda externa está estrictamente prohibida. Los hoodayas son como perros. No son seres inteligentes. Por tanto, no compiten en el Presidian. Y no viven en la Tierra. Así que cuando los oficiales de la Estación Cuatro hayan recibido a un hoodaya teletransportado del laberinto de la Tierra, habrán sido conscientes al momento de que el Presidian se ha visto comprometido, contaminado por un agente externo.

Swain permaneció un instante en silencio. A continuación dijo:

—Entonces, ¿qué están haciendo ahora?

—Están aguardando la confirmación.

—¿Confirmación de qué?

Selexin dijo:

—Un oficial debe ir a la Estación Cuatro y confirmar visualmente la existencia del contaminante.

—¿Y qué ocurre cuando se confirma?

—No lo sé. Nunca antes había ocurrido.

—¿Puede imaginárselo?

Selexin asintió despacio.

—¿Y bien? —le urgió Swain.

El hombrecillo se mordió el labio.

—Probablemente anulen el Presidian.

—¿Se refiere a que lo suspenderán?

Selexin frunció el ceño.

—No exactamente. Lo que seguramente harán será…

—Papá… —Swain oyó la voz de Holly en su oído. Seguía teniéndola en brazos.

—Un minuto, cielo —dijo Swain. A continuación le dijo a Selexin—: ¿Qué harán?

—Creo que…

—¡Papá! —le susurró Holly con insistencia.

—¿Qué ocurre, Holly? —le preguntó Swain.

—Papá. Hay alguien aquí… —Lo dijo tan bajo que Swain tardó un par de segundos en ser consciente de lo que le había dicho.

El doctor bajó la vista. Su hija estaba mirando temerosa a su espalda.

Él miró hacia atrás muy despacio.

Al otro lado de la enorme sala, vio un cuerpo; un cuerpo ensangrentado y mutilado, que colgaba del techo, justo en el interior de la entrada principal a la sala.

Y delante del cuerpo estaba Bellos.

Swain se volvió y vio que el cuerpo que estaba junto a Bellos giraba sobre sí. Sintió una inmensa tristeza cuando reconoció el uniforme de policía.

Hawkins.

Sin articular palabra, Bellos echó a andar por entre la maraña de escritorios hacia ellos.

Hacia ellos.

—¡Vamos! —gritó Holly en su oído.

Swain se desplazó en lateral a su derecha para intentar mantener cuantas más mesas fuera posible entre Bellos y él.

Bellos imitó su movimiento y avanzó, trazando un peculiar arco de derecha a izquierda, moviéndose con calma y rapidez por entre los escritorios. Todavía tenía al guía tendido sobre su hombro.

Swain retrocedió entre tumbos hacia el montacargas con Holly en brazos y Selexin a su lado.

—¡No tienes adónde huir! —La voz de Bellos resonó por la sala de estudio—. ¡No tienes dónde esconderte!

—Te han descubierto —gritó Swain mientras caminaba hacia atrás—. Saben que has traído hoodayas a la competición. Has hecho trampa y te han pillado.

Bellos siguió avanzando en amplios arcos. Era un movimiento extraño, un movimiento que parecía hacerles retroceder. Retroceder hacia…

—Ese descubrimiento no te será de ninguna ayuda —dijo.

Swain miró por encima de su hombro y vio el agujero negro del hueco del ascensor izquierdo. Las puertas del de la derecha estaban cerradas.

Siguió avanzando hacia atrás hasta que su espalda rozó el panel del botón de llamada.

—El Presidian ha concluido, Bellos —dijo—. Ya no puedes ganar. Saben que has hecho trampa.

Tras su espalda, la mano de Swain encontró el botón de llamada y lo pulsó.

—Quizá lo sepan —dijo Bellos de manera extravagante—. Quizá no. Eso ya no importa.

—¡Tú mismo te has deshonrado! —le espetó Selexin.

—Y no me importa —dijo desafiante Bellos—. He hecho lo que tenía que hacer para vencer. E incluso si descubrieran a los hoodayas, aun así les demostraré a todos que he vencido en este Presidian.

—¿Y cómo harás eso? —dijo Selexin.

Swain hizo una mueca, ya sabía la respuesta.

—Siendo el único contendiente que quede con vida —dijo Bellos.

El doctor gimió.

Entonces oyó la voz de Holly, fuerte, pegada a su oído.

—Papá, está aquí…

—¿Qué?

—El ascensor. —Señaló al visualizador numérico situado encima de las puertas del ascensor. El número 3 estaba iluminado.

Se oyó un suave ping.

Las puertas se abrieron. El oscuro interior del ascensor los recibió.

—Adentro —dijo Swain sin un instante que perder—. Ahora.

Swain, Holly y Selexin se apresuraron a entrar en el ascensor. Selexin fue al panel de los botones y pulsó uno.

Bellos no reaccionó al momento. Más bien, no reaccionó.

Siguió avanzando. Hacia el aparato.

Las puertas empezaron a cerrarse.

Bellos se acercó con total tranquilidad hacia el ascensor.

Mientras Swain lo observaba, le dio la impresión de que el cazador no tenía prisa por atraparlos. Era como si tuviera todo el tiempo del mundo.

Como si supiera algo que ellos desconocían. Como si hubiera calculado…

Pero entonces las puertas se cerraron y fueron engullidos por la oscuridad y el ascensor inició su descenso.

Dos tubos fluorescentes alargados y cilíndricos yacían en el suelo de la cabina. Debían de haberse soltado de sus portalámparas debido a las explosiones que se habían producido con anterioridad durante la noche.

Swain colocó uno de los tubos y una tenue luz blanca bañó el ascensor.

—Bueno, ha sido fácil —dijo Selexin.

—Demasiado fácil —dijo Swain.

—¿Por qué no nos ha seguido, papá? —dijo Holly—. Antes nos persiguió por todo el edificio. Por todo.

—No lo sé, cariño.

—Bueno, ya estamos lejos —dijo Selexin—. Y eso es lo que importa.

—Eso es lo que me preocupa —dijo Swain.

Y entonces ocurrió.

De repente. Sin previo aviso.

Un fuerte golpe sordo en el techo del ascensor.

Se quedaron todos quietos. Y entonces, lenta, muy lentamente, levantaron la vista al techo.

¡Bellos había saltado al techo del ascensor!

Debía de haber saltado por las puertas abiertas del hueco de la otra cabina.

Swain supo entonces el terrible error que había cometido.

—¡Maldición!

—¿Qué? —dijo Selexin.

—Le encantará saber —dijo mordaz Swain— que acabamos de quedarnos atrapados nosotros solos.

Se maldijo a sí mismo. Debería de haberlo visto venir. Mientras estaban huyendo de Bellos, este había estado moviéndose en esos extraños arcos, prácticamente guiándolos a los ascensores. Cuando creían estar escapando, en realidad estaban yendo exactamente al lugar que él quería. Mierda.

De repente, la trampilla del techo se abrió.

Swain empujó a Holly y a Selexin al rincón más alejado del amplio ascensor.

La cabeza de Bellos se asomó del revés por la trampilla, con sus enormes cuernos apuntando hacia abajo.

Sonrió de manera amenazadora.

Entonces su cabeza desapareció, de nuevo fuera del ascensor. Un instante después se metió por la trampilla y aterrizó de pie.

Dentro.

Justo delante de ellos.

—Ya no tenéis escapatoria —dijo con desdén—. Por fin.

Swain empujó a Holly al rincón, tras él. Selexin se quedó a su lado. Bellos estaba en la esquina contraria del ascensor, junto al panel de los botones. Su guía ya no estaba con él.

El radiólogo vio el panel junto a Bellos y se preguntó qué botón habría pulsado Selexin. Confió en que el hombrecillo hubiera pulsado la siguiente planta. Quizá entonces podrían echar a correr.

Descubrió el botón que estaba iluminado y cerró los ojos con consternación. Planta-2.

Eso era el depósito. La última planta. Les quedaba un largo descenso.

—¿Le ha dado a la última planta? —le susurró con incredulidad a Selexin.

—Para alejarnos todo lo posible —le respondió este, también entre susurros—. ¿Cómo iba a suponer que saltaría encima de…?

—¡Silencio! —gritó Bellos.

—Oh, cállate —dijo Swain.

—Sí. Y que te jodan, también —añadió Selexin.

Bellos ladeó la cabeza, sorprendido ante semejante muestra de impertinencia. Su rostro se tensó del enfado.

Echó a andar.

Fue entonces cuando Swain fue consciente de lo alto que era Bellos. Tenía que agacharse para que los cuernos no le dieran contra el techo. Y era ancho también. Swain observó la coraza dorada que llevaba en el pecho. Era impresionante.

También comprobó que su contrincante había añadido varios trofeos más a su cinturón. Todavía tenía la máscara para respirar del konda y la placa del Departamento de Policía de Nueva York, pero en esos momentos había dos adiciones más recientes: la primera, y la más atroz, era la cabeza seccionada de una criatura similar a un insecto palo; y, la segunda, un objeto más terrenal, un espray de autodefensa, aún en su funda del cinturón.

Swain frunció el ceño al ver el espray.

Era de Hawkins.

El trofeo de Bellos por haber matado al joven policía.

Bellos advirtió que Swain estaba mirando su reciente adquisición. Tocó el aerosol que llevaba en el cinturón.

—Un arma curiosa —musitó—. Como último acto antes de morir, su compañero me roció los ojos con eso, pero no me pasó nada. Los humanos debéis de ser unos seres de lo más frágiles si algo tan patético como eso os hace daño.

—Eres un cobarde, Bellos —le espetó Selexin.

Bellos rodeó a Swain y dio un paso hacia el guía. Extendió el brazo hacia la cabeza del hombrecillo.

Selexin se pegó a la pared para alejarse de él.

Entonces, de una manera un tanto brusca, Swain le apartó el brazo al gigante.

—Aléjate de él —dijo sin emoción alguna.

Bellos retiró el brazo de Selexin, obedeciendo diligentemente la orden de Swain. A continuación lo golpeó con fuerza en el rostro.

Este cayó al suelo mientras se sujetaba la mandíbula.

—Y que te jodan a ti también —dijo Bellos con desdén—. Sea lo que sea lo que quiera decir eso.

Entonces empezó a moverse con rapidez. Agarró a Swain por el cuello de la camisa y lo arrojó a la pared más alejada del ascensor.

El doctor se golpeó con fuerza contra la pared y cayó al suelo de nuevo. Respiraba con dificultad.

Bellos fue tras él.

—Ser patético —dijo—. Cómo te atreves a tocarme. Mi bisabuelo también mató a un humano. En otro Presidian, dos mil años atrás. Y ese humano lloró, rogó, suplicó piedad.

Bellos agarró a Swain por el pelo y lo arrojó contra las puertas del ascensor.

—¿Es eso lo que vas a hacer tú, hombrecillo? ¿Rogar? ¿Pedir clemencia?

Swain yacía boca abajo en el suelo. Se incorporó lentamente y se sentó, apoyándose en las puertas. El corte del labio se le había vuelto a abrir y le sangraba profusamente.

—¿Y bien, pequeño humano? —se mofó Bellos—. ¿Rogarás por tu vida? —Paró de hablar y a continuación se giró para mirar a Holly, en el rincón—. ¿O quizá preferirás rogar por la suya?

—Ven aquí —dijo Swain sin alterar la voz.

—¿Qué? —dijo Bellos.

—He dicho que vengas aquí.

—No. —Bellos sonrió—. Creo que me presentaré primero a esta señorita. —Cruzó el ascensor en dirección a Holly.

Selexin se colocó delante, cortándole el paso.

—No —dijo con firmeza.

Resultaba una imagen de lo más extraña. Selexin, de apenas metro veinte, vestido completamente de blanco, protegiendo a Holly de Bellos, de casi dos metros quince y todo de negro.

—Adiós, hombrecillo —dijo Bellos y acto seguido golpeó con fuerza la cabeza de Selexin, enviándolo al suelo.

Bellos se cernió sobre Holly.

—Ahora…

—He dicho —dijo una voz— que vengas aquí.

Bellos se volvió y vio que un tubo fluorescente de luz blanca se precipitaba hacia su cara.

Swain, que sostenía el tubo cual bate de béisbol, le golpeó con resolución.

El tubo alcanzó su objetivo, se estrelló contra el rostro de Bellos y pequeños trozos de plástico salieron despedidos en todas direcciones, rociando el enorme rostro del gigante de un extraño polvo blanco que se hallaba en el interior del tubo fluorescente.

Bellos se tambaleó levemente por el impacto pero, a pesar de la espectacular explosión del tubo en su cara, permaneció impertérrito: ni una herida, salvo por la capa de polvo en su oscuro rostro. Miró con frialdad a Swain.

Oh-oh —dijo este.

Bellos contraatacó.

Con contundencia.

Swain se estampó con las puertas del ascensor en el mismo momento en que este se detuvo y las puertas se abrieron. Salió de la cabina de espaldas, a trompicones, hacia el depósito. Bellos también salió del ascensor, caminó hacia él y lo cogió por la camisa.

—Sí, sí —dijo Bellos—. Suplicó piedad, eso es lo que hizo. ¿Y sabes qué fue lo que mi bisabuelo hizo cuando ese hombre le rogó?

Swain no respondió.

—Lo decapitó. —Bellos acercó su cara cubierta de polvo blanco a la de Swain—. También le arrancó los brazos. —Bellos se golpeó su coraza dorada—. Y luego se quedó con esto. Un glorioso trofeo de una criatura que no lo era tanto.

Swain observó con más detenimiento la coraza. Así, más de cerca, parecía la loriga de un centurión romano.

¿Un centurión romano?, pensó Swain. ¿En un Presidian? ¿Hace dos mil años? Dios mío…

Bellos levantó a Swain del suelo. Lo llevó hasta las abolladas puertas exteriores del otro ascensor. Cuando el karanadon había trepado fuera de la cabina estropeada que había caído al pozo del hueco de los ascensores, debía de haberse abierto paso por entre esas puertas para salir.

Bellos arrojó a Swain por entre las puertas exteriores abiertas y este aterrizó con dureza en lo que quedaba del techo del ascensor destruido que descansaba en el pozo. El techo estaba metro y medio por debajo del suelo de la planta del depósito.

Bellos saltó al techo tras él.

—¿Y bien, humano? —dijo—. ¿Suplicarás?

Swain tosió.

—No en esta vida.

—Entonces quizá en la otra —dijo Bellos. Lo cogió de nuevo y lo arrojó al muro de hormigón del hueco de los ascensores. Swain se golpeó contra el muro y cayó de rodillas, dolorido, tosiendo.

—¿Estás pensando en ti en estos momentos, hombrecillo? —dijo Bellos mientras rodeaba a Swain—. ¿O estás pensando en lo que haré cuando estés muerto? ¿Qué es peor? ¿Tu muerte o la perspectiva de lo que le haré a tu pequeña cuando estés muerto?

Swain apretó los dientes y sintió la calidez de su propia sangre en la boca.

Tenía que hacer algo.

Alzó la vista y vio el otro ascensor, que pendía sobre ellos cual sombra cuadrangular en la oscuridad de aquella oquedad. Había un hueco debajo.

Quizá

Bellos se acercó de nuevo… y de repente Swain volvió a la vida. Se abalanzó sobre él, placándolo por los tobillos, haciendo que Bellos perdiera el equilibrio. Los dos se precipitaron sobre el borde del techo.

Y cayeron.

Del techo del ascensor destruido, bajo el hueco del que aún funcionaba.

La caída fue de unos tres metros y Bellos aterrizó con dureza en el pozo de hormigón del hueco de los ascensores. El doctor aterrizó encima de Bellos, así que este amortiguó su caída.

Swain se puso en pie al momento y miró alrededor del pozo.

Había sólidos muros de hormigón en dos de los lados y una serie de cables de contrapeso en uno de ellos. Enfrente de los cables estaba la pared lateral destrozada de la cabina, que yacía totalmente abollado en el pozo. En el cuarto lado del hueco, sin embargo, Swain vio algo totalmente inesperado.

Dos puertas exteriores.

Hay otra planta ahí abajo.

El ascensor que funcionaba podía bajar hasta allí.

Y si puede, entonces

—¡Holly! ¡Selexin! —gritó desesperado—. ¿Seguís arriba? Si es así, ¡mirad los botones! ¡Pulsad cualquier cosa que esté por debajo de la planta-2!

En el interior del ascensor, Selexin seguía desplomado en el suelo, ensangrentado y aturdido. Holly estaba acurrucada en un rincón.

Entonces ocurrió algo muy extraño. Le pareció oír la voz de su padre y volvió al presente.

—¡Por debajo de la planta-2!

¿Qué?

Corrió al panel y miró los botones que había allí:

3 2

1-1

-2

La planta-2 era la última planta. ¡No había nada por debajo de esta! ¿De qué estaba hablando su padre?

Aturdido, Bellos se puso lentamente en pie. Se había lastimado con la caída.

Swain gritó de nuevo.

—¡Algo que esté por debajo de la planta del depósito! ¡Púlsalo!

La voz de Holly resonó por el hueco de los ascensores:

—¡No hay nada! ¡No hay nada debajo de esa!

Joder, pensó Swain. Puedo ver las puertas. ¡Tiene que estar!

Gritó de nuevo:

—¡Mira bajo los botones! ¿Hay algo más en la pared? ¡Una especie de panel con una tapa! ¡Algo así!

Transcurrieron unos segundos.

La voz de Holly.

—Sí, ¡lo veo! ¡Veo un panel pequeño!

Junto a Swain, Bellos avanzó a tientas hasta la pared lateral del ascensor destruido. Al otro lado del hueco de los ascensores, Swain vio los cerca de cinco cables de contrapeso que recorrían verticalmente el muro de hormigón. Estaban tensados y cubiertos de grasa y parecían recorrer el largo del hueco, más allá del ascensor que había sobre ellos.

—¡Holly! —gritó con apremio—. ¡Abre el panel! Si hay otro botón, ¡apriétalo!

Holly abrió la pequeña tapa blanca dispuesta en la pared bajo el panel. En su interior vio varios interruptores que eran como los de la luz.

Bajo ellos, sin embargo, había un botón verde y sucio, junto al que habían escrito con tiza blanca las palabras: «Acceso al sótano de almacenamiento».

—¡He encontrado uno! —gritó.

—¡Púlsalo!

Holly pulsó el botón verde y al instante sintió una sensación rara en el estómago.

El ascensor estaba bajando de nuevo.

Los cables que recorrían verticalmente la pared del hueco cobraron vida; unos subieron, otros bajaron, todos ellos a una velocidad frenética, cuando el complejo sistema de poleas de los contrapesos se puso en funcionamiento.

Swain alzó la vista cuando el ascensor, a algo más de cuatro metros por encima de él, empezó a moverse.

Hacia abajo.

Hacia ellos.

Eso era bueno. Tenía que hacer algo, lograr cierto…

Y entonces, de pronto, lo estamparon contra el piso de hormigón. Bellos se había abalanzado sobre él y los dos habían ido a parar al suelo.

Swain acusó el impacto y rodó rápidamente en el mismo momento en que un enorme puño negro chocaba con el suelo de hormigón, justo al lado de su cabeza.

Bellos rugió de dolor mientras se agarraba el puño.

Swain se puso en pie. Miró al ascensor en su lento descenso. Estaba cerca. No quedaba mucho tiempo.

No puedes luchar contra Bellos. Tienes que encontrar una manera de salir

Entonces, de repente, su contrincante estaba en pie de nuevo y se lanzó una vez más a por Swain, arrojándolo contra una pared del ascensor destruido.

El ascensor en movimiento seguía descendiendo.

Tres metros sesenta del suelo.

Bellos golpeó en el estómago a Swain, que se encorvó del puñetazo.

Tres metros treinta.

Lo atacó de nuevo. Swain empezó a sentir náuseas. El guerrero era demasiado grande como para luchar contra él.

Tres metros.

Bellos alzó la vista rápidamente hacia el ascensor en descenso y a continuación buscó con la mirada una salida. Vio los cables de contrapeso que se movían a gran velocidad junto a la pared. Parecía haber suficiente espacio como para…

Dos metros setenta.

La parte inferior del ascensor rozó los cuernos de Bellos y este se agachó.

Dos metros cuarenta.

Y Swain también vio los cables en funcionamiento. A su lado, Bellos estaba en cuclillas, totalmente combado, mirando al otro lado, a los cables.

Era una oportunidad.

Swain decidió aprovecharla.

Se colocó tras él y le soltó una patada en la corva. Bellos cayó de rodillas.

Dos metros diez.

Swain se lanzó al suelo e intentó avanzar hasta los cables de contrapeso.

He de salir.

Tengo que salir.

Voy a morir.

Estaba ya casi junto a los cables cuando súbita, violentamente, una enorme mano negra aferró su tobillo. Bellos le tenía el pie atenazado y estaba tirando de él, ¡alejándolo de los cables!

Metro ochenta.

Swain rompió a sudar. Un sudor frío.

El cazador lo estaba sujetando con fuerza y tiraba de él hacia atrás, de manera tal que era Bellos en esos momentos quien estaba más cerca de los cables de contrapeso.

¡No había nada que pudiera hacer! Era obvio que su oponente iba a retenerlo hasta el último momento para, a continuación, rodar y ponerse a salvo junto a los cables, dejando que Swain muriera aplastado bajo el ascensor. No había escapatoria, no era capaz de zafarse de él. El ascensor seguía bajando lentamente.

Fue entonces cuando Swain vio el cinturón de trofeos de Bellos pegado a sus ojos y el espray de autodefensa de Hawkins pendiendo de él.

El espray

Pero a Hawkins no le había servido de nada…

Metro y medio.

Y entonces Swain vio el polvo blanco en el rostro de Bellos. El polvo blanco del tubo fluorescente que Swain le había estrellado en la cara.

Era polvo fluorescente.

Y en combinación con los componentes químicos del espray…

¡No pienses! No hay tiempo. ¡Simplemente hazlo!

Swain tiró del bote y lo soltó del cinturón, y a continuación apuntó con él al rostro de Bellos.

Pero este vio lo que iba a hacer y, en respuesta, le soltó un manotazo al aerosol y su boquilla salió disparada.

¡No!, gritó mentalmente Swain. ¡Ahora no podía rociarlo con él!

Y entonces vio otra opción.

Apretó con determinación los dientes y se deslizó hasta situarse más cerca de la cabeza de Bellos y seguidamente, con un movimiento fluido y sosteniendo con fuerza el aerosol, clavó la base del envase en uno de los cuernos de Bellos, perforándolo al instante.

El contenido químico del espray comenzó a salir del agujero en la base. Swain le dio la vuelta para que rociara directamente el rostro manchado de polvo de su contrincante.

La reacción química fue instantánea.

Los ingredientes activos del bote (ácido sulfúrico diluido y cloroacetofenona), combinados con el polvo fluorescente, crearon al instante ácido fluorhídrico, uno de los ácidos más corrosivos que existen.

Bellos gritó de dolor cuando el abrasador ácido empezó a burbujear en su rostro. Cerró los ojos y soltó inmediatamente el tobillo de Swain.

Metro veinte.

¡Estaba libre!

Pero aún no había terminado.

Mientras Bellos retrocedía, Swain rodó hasta ponerse boca arriba y le propinó una patada.

La patada alcanzó su objetivo, la parte inferior de la mandíbula de Bellos, haciendo que el cuello del enorme hombre se inclinara hacia arriba.

La cabeza de Bellos se irguió y sus cuernos afilados penetraron en el suelo del ascensor en descenso. Fue entonces consciente de lo que había pasado.

¡Estaba atrapado!

Tenía los cuernos incrustados en el suelo del ascensor y no disponía de espacio suficiente para maniobrar y salir de ahí.

Noventa centímetros.

En esos momentos, Swain estaba boca abajo reptando, lejos de Bellos, por el pozo del hueco de los ascensores.

Sesenta centímetros.

Notó que la parte inferior de la cabina le rozaba la espalda. Era como arrastrarse bajo un coche.

Extendió el brazo hacia uno de los cables de contrapeso que subían por el muro de hormigón. Lo cogió.

Tras él, Bellos yacía en el suelo, con el cuello doblado en un ángulo inverosímil, intentando sacar los cuernos del ascensor. Soltó un alarido estridente.

Treinta centímetros.

Y Swain sintió cómo el cable tiraba de su brazo y lo levantaba. Sus pies salieron de debajo del ascensor en el mismo y preciso instante en que este alcanzaba el pozo con un estruendoso ¡bum! Los terribles alaridos de Bellos cesaron abruptamente. Swain voló en la oscuridad.

Swain se frenó de repente.

El cable de contrapeso paró cuando el ascensor se detuvo en el pozo.

Todo estaba en silencio.

No había luz, salvo por la débil neblina amarillenta que provenía de las puertas exteriores abolladas que daban al depósito.

Balanceándose contra la pared, el doctor pendía a un metro ochenta del techo del ascensor en funcionamiento. Miró a los ascensores.

Conformaban una imagen de lo más peculiar: las dos cabinas, una junto a la otra, en el pozo; una totalmente destrozada; la otra allí, quieta, en silencio.

De repente, la trampilla del ascensor que aún funcionaba se abrió y el corazón de Swain se desbocó. Bellos no podía…

La cabeza de Holly apareció por entre la trampilla y Swain suspiró aliviado. Giró sobre sí con angustia; estaba buscándolo. Finalmente lo vio, colgando encima de ella de uno de los cables de contrapeso de un lateral del hueco de los ascensores.

—¡Papá! —Trepó al techo del ascensor.

Swain soltó el cable y cayó al techo junto a ella. Holly saltó hacia él y lo abrazó con fuerza.

—Papá, tenía mucho miedo.

—Yo también. Créeme, yo también.

—¿Le ganaste, papá?

—Sí, vencí, cariño. He sido más listo que él.

Holly lo abrazó con más fuerza.

Selexin asomó la cabeza por la trampilla. Vio a Swain y a Holly y a continuación miró a su alrededor.

—Tranquilo —dijo Swain—. Bellos está muerto.

—Eh, sí, lo sé —dijo Selexin.

Swain frunció el ceño.

—¿Cómo lo sabe…? —Selexin señaló a la trampilla del ascensor. Swain miró por ella.

—Oh, vaya…

Dos cuernos puntiagudos sobresalían del suelo del ascensor, los cuernos de Bellos. Al haber perforado la parte inferior del habitáculo, en esos momentos los cuernos estaban en el interior de este, inmóviles, como el emblema en el capó de un Cadillac. Era lo único que quedaba de Bellos.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Selexin.

—Aplastado —dijo Swain.

—¿Aplastado?

—Sí, con un poco de ácido corrosivo en la cara por si las moscas.

Selexin se estremeció.

—No es una manera muy agradable de morir.

Holly dijo:

—Tampoco era una persona muy agradable.

—Eso es cierto.

En ese momento, la pulsera de Swain emitió un leve bip.

Swain la miró y vio que el visualizador rectangular estaba en esos momentos lleno de líneas que iban desplazándose:

PRESENCIA DE CONTAMINANTE CONFIRMADA EN ESTACIÓN 4.

*EL PRESIDIAN SE HA VISTO COMPROMETIDO*

REPETIMOS:

*EL PRESIDIAN SE HA VISTO COMPROMETIDO*

DECISIÓN DE SUSPENDER: PENDIENTE.

La pantalla parpadeó y una nueva línea apareció.

INICIALIZADO-1

OFICIALES EN TELETRANSPORTADOR DE SALIDA INFORMAN DE QUE QUEDA UN CONTENDIENTE EN EL LABERINTO.

A LA ESPERA DE INSTRUCCIONES.

Se produjo una pausa.

—¿Qué significa esto? —preguntó Swain.

—Cuando solo queda un contendiente —dijo Selexin—, se despierta al karanadon, si es que no lo está ya, y entonces…

—Y entonces se abre el teletransportador de salida —dijo Swain. Lo recordaba—. Y si el contendiente puede evitar al karanadon y llegar al teletransportador, vencerá en el Presidian.

—Eso es —dijo Selexin—. Solo que ahora que Bellos ha comprometido el Presidian, los oficiales están decidiendo si deberían o no abandonar la competición por completo. Porque si deciden renunciar, no abrirán el teletransportador de salida. Y nos quedaremos aquí, con el karanadon. Y, como quería decirle antes, probablemente también…

La pulsera emitió otro bip, esta vez más fuerte, y Selexin enmudeció.

SE INFORMA A LOS OFICIALES DEL TELETRANSPORTADOR DE SALIDA QUE SE HA DECIDIDO SUSPENDER EL PRESIDIAN.

*NO INICIALIZAR EL TELETRANSPORTADOR DE SALIDA*

REPETIMOS:

*NO INICIALIZAR EL TELETRANSPORTADOR DE SALIDA*

—Lo suspenden —dijo Swain con un tono desprovisto de emoción alguna.

Selexin no respondió. Se quedó mirando con incredulidad la pulsera.

Swain lo zarandeó sin fuerza.

—¿Ha visto eso? Suspenden el Presidian.

Selexin dijo en voz baja:

—Sí, ya veo. —Miró a Swain—. Y sé qué significa. Significa que usted y yo vamos a morir.

—¿Qué? —dijo Swain.

—¿Morir? —dijo Holly.

—Usted va a morir —dijo Selexin a Swain—, y sin el teletransportador de salida, yo no puedo salir de este planeta. ¿Y cuáles cree que son mis posibilidades de sobrevivir en la Tierra?

Swain conocía la respuesta. La NSA estaba en el exterior de la biblioteca en esos momentos y no habían ido allí para coger prestados unos libros. Selexin no tenía ninguna posibilidad fuera de aquel edificio. Y ahora no tenía forma de marcharse.

Swain dijo:

—¿Y yo por qué tengo que morir? ¿Por qué es una certeza? Nadie puede garantizar que el karanadon vaya a encontrarnos. —Ese sí que era un extraterrestre que Swain entregaría gustoso a la NSA.

—El karanadon no es su mayor amenaza —dijo Selexin.

—Entonces, ¿qué? —preguntó Swain cuando su pulsera volvió a sonar de nuevo, anunciando otro mensaje.

*AVISO A LOS OFICIALES*

DEBIDO A UNA INTERFERENCIA EXTRÍNSECA, SE HA DECIDIDO SUSPENDER EL SÉPTIMO PRESIDIAN. GRACIAS A LOS OFICIALES DE TODOS LOS SISTEMAS POR SU AYUDA DURANTE LA COMPETICIÓN. SE HA ABIERTO UNA INVESTIGACIÓN PARA DETERMINAR LA CAUSA DE LA CONTAMINACIÓN DEL LABERINTO.

*FIN DEL AVISO A LOS OFICIALES*

PRESIDIAN COMPLETADO.

A LA ESPERA DE LA DESELECTRIFICACIÓN.

Swain dijo:

—¿Deselectrificación? ¿Es eso lo que creo que significa?

—Sí —asintió Selexin—. Anularán el campo eléctrico que rodea el laberinto.

—¿Cuándo?

—Tan pronto como sea posible, supongo.

—¿Qué hay del karanadon?

—Me imagino que lo dejarán aquí.

—¿Qué lo dejarán aquí? —dijo Swain con incredulidad—. ¿Tiene idea de lo que algo así podría hacer en esta ciudad? Cuando corten la electricidad que rodea al edificio, esa cosa andará suelta, y no habrá forma de detenerla.

—No es decisión mía —dijo Selexin ausente, triste.

Swain sabía que Selexin tenía otras cosas en la cabeza. Sin el teletransportador de salida, no podía marcharse. Habían sobrevivido al Presidian y aun así estaba atrapado en la Tierra.

—Bueno —dijo Swain mientras alzaba la vista al oscuro hueco de los ascensores—. No va a sernos de ninguna ayuda quedarnos aquí sin hacer nada. Si van a cortar la electricidad, sugiero que encontremos un lugar por el cual podamos salir cuando lo hagan.

Cogió a Holly en brazos y Swain saltó del techo del ascensor que todavía funcionaba al techo del ascensor destrozado. Selexin no se movió. Siguió allí triste, inmerso en sus pensamientos.

Swain y Holly treparon por las puertas exteriores combadas del depósito y miraron al hombrecillo.

—Selexin —le dijo Swain con tono amable—. Aún no estamos muertos. Vamos. Venga conmigo.

Encima del ascensor, en la oscuridad del hueco, el guía lo miró, pero no dijo nada.

—Tenemos que encontrar una salida —dijo Swain—, para poder escapar en cuanto la electricidad se corte.

—Bellos —dijo Selexin, pensativo.

—¿Qué?

—Bellos conocía una manera.

—¿De qué está hablando? —dijo Swain mientras escudriñaba el depósito a sus espaldas—. Vamos, tenemos que irnos.

—Tenía que sacar a los hoodayas —dijo el hombrecillo de blanco—. Eso dijo.

—Selexin, ¿de qué está hablando?

Se explicó:

—Estábamos en otra planta, en una sala llena de exhibidores y vitrinas. Bellos estaba allí, y habló con nosotros antes de que el Racnid llegara y empezaran a luchar y nosotros escapáramos. Le pregunté a Bellos qué tenía pensado hacer con los hoodayas si vencía en el Presidian, porque sabía que si los dejaba aquí, serían descubiertos. Lo que dijo me pareció de lo más extraño. Afirmó que, para cuando él utilizara el teletransportador de salida, los hoodayas ya llevarían tiempo fuera del laberinto.

Swain observó fijamente a Selexin, lo observó mientras este seguía sumido en sus meditaciones.

—Pero la única manera de hacerlo —dijo Selexin, casi para sí— es con un teletransportador.

—¿Un teletransportador?

—Una cámara de gran tamaño en la que se crea un campo de teletransportación. Y, como sin duda sabrá, no hay teletransportadores en la Tierra.

Swain reflexionó unos instantes y una imagen borrosa empezó a formarse en su cabeza. La imagen de un rompecabezas que aún no se había solucionado.

—¿Cómo son de grandes esos teletransportadores? —le preguntó a Selexin.

—Por lo general son muy grandes y muy pesados —dijo este—. Y, tecnológicamente hablando, extremadamente complejos.

Fue entonces Swain quien se quedó inmerso en sus propios pensamientos. La imagen en su cabeza iba tornándose más clara.

Y entonces cayó en la cuenta.

—Bellos trajo consigo un teletransportador —dijo como si nada.

—Eso no lo sabemos —dijo Selexin.

—Sí que lo sabemos. —Swain se metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja de papel, la lista de Harold Quaid con los picos de energía que habían tenido lugar en la biblioteca esa noche.

—¿Qué es eso, papá?

—Es una lista.

—¿De dónde la has sacado?

Swain se volvió hacia el hombrecillo.

—Del bolsillo de otro invitado misterioso que encontró la manera de entrar al Presidian.

—¿Qué hay en ella? —preguntó Selexin.

—Eche un vistazo. —Swain sostuvo en alto la hoja de papel.

Selexin saltó de un ascensor a otro y a continuación trepó hasta el depósito. Cogió la hoja y la examinó.

—Algo de la Tierra. —Selexin escudriñó la lista—. Algo que detecta sobrecargas de energía de origen desconocido. ¿Qué son esos números de la izquierda?

—Horas —dijo Swain.

Selexin no habló inmediatamente.

—Entonces, ¿qué es?

—Es una lista de las teletransportaciones que han tenido lugar en este edificio desde que yo fuera teletransportado hasta aquí desde mi casa en Long Island a las 6:03 de la tarde.

—¿Y…?

—Y ahora ya sé lo que es —dijo Swain—. Trece teletransportaciones detectadas. Doce en la biblioteca, y una desde Long Island. Antes solo logré identificar once de las doce sobrecargas que se produjeron en el interior de la biblioteca: esto es, los siete contendientes con sus guías, más los cuatro hoodayas, hacen un total de once picos de tensión.

—Ajá.

—Pero no pude averiguar nada del último pico. —Swain señaló a la última línea de la hoja.

13. 18:46:00 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO.

Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:34

—Mírelo bien. Tiene una duración de treinta y cuatro segundos, tres veces más que cualquier otro pico de energía. Y fíjese en cuándo ocurre: a las 6:46 p. m. Casi veintitrés minutos después de la última sobrecarga. Todas las demás tuvieron lugar dentro de un periodo de veinte minutos.

Swain miró a Selexin.

—La última sobrecarga fue un pico de energía aislado. Y grande. Muy grande. Algo que llevara bastante tiempo teletransportar: treinta y cuatro segundos concretamente.

—¿Qué es lo que me quiere decir?

—Creo que Bellos hizo que alguien teletransportara un teletransportador a la biblioteca para poder sacar a los hoodayas antes de que saliera él.

Selexin asimiló todo aquello en silencio. Volvió a mirar la lista. Finalmente alzó la vista y miró a Swain.

—Entonces eso significa…

—Significa —le dijo el doctor— que en algún lugar de este edificio hay un teletransportador. Un teletransportador que podemos usar para llevarlo a casa.

Selexin se quedó un rato en silencio mientras lo asimilaba todo.

—Entonces, ¿a qué estamos esperando? —dijo Holly.

—Ya a nada —dijo Swain mientras agarraba a Selexin del hombro y echaban a correr—. Encontrémoslo mientras estemos a tiempo.

James Marshall aguardaba al inicio de la rampa que daba al aparcamiento. Estaba observando la rejilla de electricidad azul que se extendía por la reja metálica cuando se le acercó el operador de radio.

—¿Señor?

—¿Qué ocurre? —Marshall no se volvió.

Comprobación de estado: 0:01:00 para la deselectrificación.

A la espera.

—Señor, en estos momentos no se recibe ya ni señal. La radio del comandante Quaid está apagada.

Marshall se mordió el labio. La noche, que había comenzado de la forma más prometedora, no estaba cumpliendo sus espectativas. Ya habían perdido a dos hombres en la biblioteca, destruido una unidad de almacenaje radioactivo, perdido la pista a un vagabundo al que habían visto junto al muro posterior de la biblioteca, y a cambio tenían un edificio en llamas que estaba a punto de venirse abajo. ¿Y para qué?, pensó Marshall.

Para nada, joder. Para nada.

No había sacado nada en claro de aquella noche de trabajo. Ni una puta cosa.

Y Marshall sería el responsable. Había mucho en juego en esa operación. A la división Sigma le habían dado plenas facultades y necesitaban algo que enseñar.

Santo Dios, si no hacía mucho los bomberos se habían personado en el edificio por las explosiones y la NSA los había contenido. El edificio era objeto de una investigación de la Agencia Nacional de Seguridad, les habían dicho. Que se queme. Pero es un edificio del Registro Nacional. Dejen que se queme. Eso no les iba a gustar a los de arriba.

Así que en esos momentos la situación era clara: si Marshall no conseguía nada de esa mole, se convertiría en el chivo expiatorio. Su carrera dependía de lo que encontraran en el interior de esa biblioteca.

Tenían que dar con algo.

Swain, Holly y Selexin no tuvieron que correr mucho para encontrar el teletransportador. De hecho, ni siquiera tuvieron que buscar más allá del depósito. Pero a punto estuvo de que se les pasara por alto. Fue Selexin y su agudo sentido de la vista quien se percató de una desviación en uno de los largos pasillos por los que habían ido avanzando en zigzag hacia la caja de escaleras del personal de la planta.

Comprobación de estado: 0:00:51 para la deselectrificación.

—Es enorme —dijo Holly sobrecogida.

Huelga decirlo, pensó Swain cuando contempló tan colosal máquina.

Era como una cabina de teléfono enorme, de tecnología puntera y lados de acero, con una puerta de cristal en el centro y gruesas paredes grises que casi tocaban el techo. Todos sus extremos habían sido redondeados de manera tal que le conferían una forma elíptica y en el suelo, junto a la cabina, había una enorme caja gris conectada al teletransportador mediante un grueso cable negro.

Rodeando al gigantesco teletransportador había una perfecta esfera de vacío que se había abierto paso entre las librerías y el techo que rodeaban a la máquina. El agujero esférico en el aire por el que esa máquina había viajado simplemente había vaporizado lo que quiera que hubiera estado allí cuando había llegado.

—Es un generador portátil —dijo Selexin mientras señalaba a la caja gris—. Bellos tuvo que traerlo para que el teletransportador funcionara en la Tierra.

Swain contempló el teletransportador y las librerías a su alrededor. Estaba justo en medio del depósito, al menos a casi treinta metros de cualquier acceso a la planta y rodeado por librerías que llegaban hasta el techo. Era muy poco probable que alguien lo hubiera visto durante el Presidian.

—Bien escondido —observó Swain.

—No creo que Bellos tuviera muchas opciones —dijo Selexin.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, he estado pensando en ello, en cómo Bellos teletransportó a sus hoodayas al laberinto. ¿Recuerda que cada vez que lo veíamos, Bellos siempre tenía a su guía tendido sobre el hombro?

—Sí.

—Bueno, yo no dejaba de preguntarme, ¿por qué tiene que inmovilizar a su guía? Lo que creo que ocurrió fue esto —dijo Selexin—. En su planeta natal, Bellos entra en el teletransportador oficial con su guía. Una vez dentro, el guía recibe las coordenadas del laberinto en la pulsera, pulsera que aún no le ha entregado a Bellos. Este entonces ataca al guía y le roba las coordenadas para, a continuación, reabrir el teletransportador y darle las coordenadas a alguien.

»Después, él y su guía son teletransportados al laberintos solos, mientras que al mismo tiempo, en otro teletransportador cercano, los hoodayas son enviados.

»Mucho después, teletransportan este teletransportador, pero solo disponen de unas coordenadas bastante generales. El teletransportador podía haber ido a parar a cualquier parte de la biblioteca. Era imposible que lo teletransportaran intencionadamente a un rincón apartado y oscuro. Pero bueno, cuando se teletransporta algo a un laberinto, las probabilidades de que sea teletransportado a un rincón apartado y oscuro son mayores. Un riesgo calculado, sin duda, pero obviamente uno que Bellos estaba dispuesto a correr.

Comprobación de estado: 0:00:30 para la deselectrificación.

Holly estaba mirando la enorme máquina gris.

—Entonces, ¿qué hacemos ahora, papá?

Swain frunció el ceño y miró de nuevo el pasillo que tenía a sus espaldas. Desde allí vio que algunas de las estanterías estaban en esos momentos en llamas.

—Enviamos a Selexin a casa, cariño —dijo—. Para que pueda decirles a los demás lo que ha ocurrido realmente y así podamos salir de aquí.

—Oh —dijo Holly, decepcionada.

—Así es. —Selexin asintió lentamente.

—¿No puede quedarse, papá? —dijo Holly—. Podría vivir con nosotros. Como E. T.

Selexin sonrió con tristeza y cogió el pomo de la puerta de cristal del teletransportador. Le dijo a Swain:

—Cuando llegué a este laberinto, pensé en lo que conllevaba que hubiera sido asignado para guiar al contendiente humano por el Presidian. Y no estaba para nada contento. Creí que usted no duraría un segundo, y si no lo hacía, yo por ende tampoco. Pero, tras haberlo visto en acción, y ver la manera en que ha defendido su vida y la de su hija, ahora sé lo equivocado que estaba.

Swain asintió.

Selexin se volvió hacia Holly.

—No puedo quedarme aquí. Vuestro mundo no está preparado para mí, ni yo para él. Si ni siquiera el Presidian estaba preparado para vuestro mundo.

—Gracias —dijo Holly, llorando—. Gracias por cuidar de mí.

Dio un salto y abrazó a Selexin con fuerza. Este se quedó momentáneamente sorprendido por tan repentina demostración de afecto. Levantó lentamente los brazos y abrazó a Holly.

—Cuídate —dijo, cerrando los ojos—. Y cuida de tu padre de la misma manera en que él cuida de ti. Adiós, Holly.

La niña lo soltó y Selexin se volvió hacia Swain y le tendió la mano.

—Es demasiado alto para que lo abrace —dijo Selexin con una sonrisa.

Comprobación de estado: 0:00:15 para la deselectrificación.

Swain cogió la mano del hombrecillo y se la estrechó.

—Gracias de nuevo —dijo con seriedad.

Selexin hizo una reverencia.

—No hice nada que usted no hubiera hecho por ella. O por mí. Solo estuve ahí en su ausencia. Y además, gracias, por hacerme cambiar de opinión sobre usted.

Fue a la puerta del teletransportador. Esta se abrió con un silbido neumático.

Swain rodeó a Holly con sus brazos.

—Adiós, Selexin —dijo—. Será muy difícil de olvidar.

—Eso es todo un mérito, señor Swain, considerando que prácticamente se le ha olvidado todo lo que le he dicho esta noche.

Swain sonrió con tristeza mientras Selexin se metía en el teletransportador.

—No se olvide de teletransportar esta cosa de nuevo una vez llegue allí —dijo mientras señalaba la máquina.

—No se preocupe. No me olvidaré —dijo Selexin mientras cerraba la puerta de cristal tras de sí.

Swain se alejó del aparato y miró su pulsera.

COMPROBACIÓN DE ESTADO: 0:00:04 PARA LA DESELECTRIFICACIÓN.

—Oh, maldita sea… —dijo al caer en la cuenta—. ¡Maldita sea!

En el interior del teletransportador, Selexin pulsó algunos botones en la pared y a continuación se acercó a la puerta de cristal.

Una brillante luz blanca cobró vida tras él mientras el hombrecillo levantaba el dedo pulgar contra el cristal.

—Adiós —dijo para que le leyeran los labios.

La cegadora luz blanca del interior del teletransportador consumió a Selexin y entonces, abruptamente, se produjo un destello instantáneo y el interior del teletransportador volvió a quedar de nuevo a oscuras.

Y Selexin desapareció.

Holly se estaba enjugando las lágrimas de los ojos cuando Swain miró de nuevo la pulsera.

COMPROBACIÓN DE ESTADO: 0:00:01 PARA LA DESELECTRIFICACIÓN.

A LA ESPERA.

DESELECTRIFICACIÓN INICIALIZADA.

Agarró a Holly de la mano y empezó a correr desesperadamente por el estrecho pasillo en dirección a la caja de la escalera para uso del personal. Holly no sabía lo que estaba ocurriendo, tan solo lo seguía.

Un sonoro bip llenó el aire.

Swain sabía exactamente qué iba a pasar, era lo que Selexin le había estado intentando decir antes. Ni siquiera tenía que mirar la pulsera para confirmarlo.

Aquella maldita cosa estaba sonando de manera insistente de nuevo y mientras retumbaba una y otra vez en sus oídos, Swain fue consciente de lo que significaba que hubieran abortado el Presidian.

El campo electrificado había sido anulado.

Su pulsera ya no estaba rodeada por el campo eléctrico.

Había activado la detonación.

Y nada podría detenerla. No había otro campo eléctrico en la Tierra para rodearla.

Swain miró la pulsera mientras llegaba a las escaleras a la carrera. Leyó:

PRESIDIAN ABORTADO.

SECUENCIA DE DETONACIÓN INICIALIZADA.

*14:54*

Y CONTANDO.