Cuarto movimiento

Domingo, 1 de diciembre, 8:41 p. m.

Holly y Selexin echaron a correr por uno de los pasillos del depósito.

La niña no oía nada salvo su frenética respiración mientras recorrían los estrechos desfiladeros de librerías. A su lado, el hombrecillo la tenía cogida de la mano y tiraba de ella, mirando cada dos por tres a su espalda.

Llegaron a un cruce de pasillos y zigzaguearon a izquierda y derecha para abrirse paso hacia la parte central de la enorme planta subterránea.

Holly había empezado a gritar tan pronto como había visto a Swain precipitarse por la puerta bajo el peso de los dos hoodayas, pero Selexin había vuelto de repente a la vida y la había cogido de la mano, tirando de ella hacia el pasillo más cercano.

Podían oír tras ellos los gruñidos y rugidos de los hoodayas, que los perseguían a toda velocidad.

No estaban muy lejos.

Y cada vez ganaban más velocidad.

Selexin tiró de Holly con más fuerza. Tenían que seguir corriendo.

Swain escudriñó el oscuro pasadizo a su alrededor. Débiles luces fluorescentes iluminaban el estrecho pasillo.

El hoodaya que tenía a sus pies gimió. Yacía en el suelo, aturdido por los golpetazos que le había dado contra el suelo.

Al otro no lo veía por ninguna parte.

Swain se puso en cuclillas al lado del hoodaya que yacía en el suelo. Este siseó desafiante, pero sus heridas eran demasiado graves como para moverse.

Miró su pulsera. La cuenta atrás seguía avanzando.

14:30

14:29

14:28

No había tiempo que perder. Disponía de catorce minutos para volver a entrar antes de que la pulsera estallara.

No. Más importante todavía. Tenía catorce minutos para volver junto a Holly.

Swain hizo una mueca de asco y cogió al hoodaya herido por el cuello. Este forcejeó débilmente, un gesto inútil. A continuación Swain cerró los ojos y le dio un último golpe en la cabeza contra el suelo. El animal quedó inerte al instante. Muerto.

Swain soltó el cuerpo y echó a andar con cautela por el estrecho pasillo.

Seguía sin ver al otro hoodaya.

Al final del pasillo, llegó a una pequeña sala llena de contadores de electricidad cuadrados en las paredes. Un enorme cartel encima de estos rezaba: «Válvula amplificadora».

Swain se fijó en que la electricidad azul se filtraba de manera intermitente por un agujero del techo hasta el contador de la válvula amplificadora, provocándole un cortocircuito. A Con Ed le va a encantar esto, pensó.

Había una entrada al otro lado del cuarto.

Sin puerta.

Con la pulsera pitando incesantemente, Swain cruzó la entrada y se encontró de repente en las vías del metro de Nueva York.

En el túnel reinaba el silencio. Las paredes estaban todas pintadas de negro, con largos tubos fluorescentes blancos a cada quince metros aproximadamente. Una vieja puerta de madera se balanceaba junto a la entrada. Swain se preguntó cómo la habrían sacado de las bisagras.

Oyó un crujido a su derecha.

Swain se volvió.

¡El otro hoodaya estaba allí!

A menos de tres metros, de espaldas, con la cabeza agitándose violentamente de un lado a otro. En la boca, los restos de lo que otrora había sido una rata.

Swain estaba a punto de alejarse de la criatura cuando oyó un leve zumbido proveniente de las entrañas del túnel. Las vías que tenía junto a él empezaron a zumbar.

A vibrar.

Una tenue luz apareció tras doblar la curva del túnel.

De repente un vagón de metro se abrió paso a través del silencio, con las ruedas chirriando y sus ventanas fuertemente iluminadas destellando a su paso.

Swain se tiró al suelo al instante y, con la luz del tren, advirtió que el hoodaya alzaba la cabeza y lo veía.

El tren rugió, levantando motas de polvo y suciedad, arrojándolas a la cara de Swain. Este apretó con fuerza los ojos.

Y entonces, en un instante, el tren se fue, y el túnel volvió de nuevo al silencio. La pulsera seguía pitando.

Levantó la cabeza.

El túnel estaba vacío. Miró al lugar donde había estado el hoodaya…

No estaba.

Se volvió.

Nada.

Podía sentir los latidos de su corazón retumbándole en la cabeza. El antebrazo derecho le ardía porque se le había metido en los cortes el polvo que había levantado el tren. Empezó a sudar.

13:40

13:39

13:38

No tenía tiempo para eso. Rodó hasta colocarse de costado y entonces notó algo en el bolsillo de los vaqueros.

Era el auricular del teléfono. Se había olvidado por completo de él. Holly se lo había devuelto cuando estaban en la primera planta. Se metió la mano en el otro bolsillo.

Las esposas.

Y el Zippo inservible de Jim Wilson.

Miró de nuevo la cuenta atrás.

13:28

Y CONTANDO.

Las palabras estaban parpadeando.

Dios, pensó, y contando. ¡Lo sé! ¡Lo sé!

Mierda.

Escudriñó con cautela el túnel a su alrededor para ver si veía al hoodaya. El tiempo se estaba acabando. Tenía que volver a entrar.

Y entonces, sin ruido alguno, el animal lo atacó por detrás, abalanzándose sobre su espalda, quedando ambos sobre las vías del tren. Las esposas cayeron al suelo; el mechero, también.

El hoodaya le saltó a la espalda, pero Swain rodó rápidamente y se alejó de él.

Cual felino, el hoodaya aterrizó de pie y al instante se giró y se abalanzó de nuevo sobre Swain. Este lo agarró por el cuello y cayó de espaldas entre las vías del tren.

El hoodaya siseó y chilló mientras intentaba a la desesperada librarse de su contrincante. Agitó sus garras afiladas en todas direcciones. Una de ellas le arrancó a Swain los botones de la camisa, rasgándole el pecho, y la otra le golpeó con fuerza el brazo.

Este yacía boca arriba en las traviesas de hormigón entre las vías del tren, con el brazo extendido, sujetando al hoodaya fuera de sí. Era mejor que le rajara el antebrazo las veces que quisiera a que se lo hiciera por todo el cuerpo…

Y entonces se quedó inmóvil.

Lo oyó.

Un zumbido lejano.

El hoodaya no le prestó atención y siguió retorciéndose sin cesar.

Entonces, a ambos lados de Swain, las vías empezaron a zumbar. A vibrar.

Oh, no…

¡Oh, no!

Swain tenía la cara pegada a la vía del tren y los ojos a la altura de uno de los ganchos redondos dispuestos en el interior de las vías que los fijaban a las traviesas.

Los ganchos, pensó.

El hoodaya seguía retorciéndose cuando, de repente, Swain se giró.

Buscando.

El zumbido se hizo más fuerte.

Miró desesperadamente a su alrededor. ¿Dónde estarán?

Más fuerte.

Dónde

Por ahí. Allí. Siguió buscando…

Podía oír el repiqueteo metálico del tren acercándose. Estaría allí de un momento a otro…

¡Allí!

Las esposas yacían en el suelo, junto a otro enorme gancho redondo dispuesto en el interior de las vías.

Swain estiró la otra mano y las cogió y con un rápido movimiento le colocó una al hoodaya alrededor del cuello.

¡Clic!

El animal se sobresaltó al ver la esposa alrededor de su cuello.

Swain alzó la vista y vio que la neblinosa luz blanca iba haciéndose más y más grande. El zumbido en esos momentos era ya muy fuerte.

Entonces, soltó rápidamente al hoodaya y cerró la otra esposa en el gancho situado en el interior de la vía.

¡Clic!

El chillido de las ruedas de acero llenó el aire. El tren tomó la curva.

Swain agarró al animal de la cola y, tras salirse de las vías, tiró de él.

Las esposas se tensaron al instante.

Y el hoodaya quedó con la cabeza esposada al gancho del interior de la vía y el cuerpo fuera.

El tren pasó junto a Swain y se oyó un crujido terrible cuando las ruedas de acero aplastaron el hueso del cuello del hoodaya y lo decapitaron.

El tren rugió y sus ventanas centellearon para, a continuación, desaparecer por el túnel.

Se hizo el silencio de nuevo, salvo por los incesantes bips de la pulsera.

La sangre empezó a rezumar lentamente del cuerpo decapitado de la criatura de Bellos. Swain se tocó las gotas de sangre que le habían salpicado cuando el tren le había separado la cabeza al animal.

Soltó el cuerpo y miró de nuevo la pulsera.

11:01

11:00

10:59

Y CONTANDO.

Solamente le quedaban once minutos para entrar.

No había mucho tiempo.

Swain cogió a toda prisa el mechero, se levantó del negro suelo del túnel subterráneo y echó a correr por las vías hacia la oscuridad.

John Levine estaba sentado en su Lincoln negro en la Quinta Avenida. Estaba aparcado al otro lado de la calle donde se encontraba la entrada principal a la Biblioteca Pública de Nueva York.

El edificio parecía estar en la más completa calma. Ni ruido. Ni movimiento. Sus dos leones guardianes contemplaban plácidamente la noche.

Levine miró el reloj. Las 8:45 p. m. Marshall ya debería estar allí.

El móvil sonó.

—Levine —dijo la voz—. Soy Marshall. ¿Está en la biblioteca?

—Sí, señor.

—¿Es seguro?

—Eso parece, señor —dijo Levine—. Aquí hay un silencio sepulcral.

—Muy bien, entonces —dijo Marshall—. El equipo de inserción está de camino. Llegarán allí en cinco minutos. Yo estaré en dos. Rompa el precinto policial. Quiero un perímetro de unos treinta metros alrededor del edificio. Y Levine…

—¿Sí, señor?

—Haga lo que haga, no toque el edificio.

Selexin y Holly podían ver en esos momentos las escaleras.

Más adelante, a menos de treinta metros de ellos, la escalera de uso exclusivo para personal que conducía, por entre los restantes depósitos, al área de préstamos de la sala principal de lectura.

Siguieron corriendo por el estrecho pasillo entre resuellos.

Estaban acercándose a la intersección de dos pasillos cuando, de repente, un hoodaya se interpuso en su camino con las garras levantadas y las fauces abiertas.

Holly y Selexin frenaron en seco y el animal aterrizó en el suelo ante ellos.

Se puso en pie de nuevo, bloqueándoles el paso. No muy lejos de la criatura, los dos vieron la puerta abierta que daba a las escaleras.

Selexin se giró para volver por donde habían venido, pero se quedó quieto.

Allí, tras ellos, acercándose lentamente por el estrecho pasillo, estaba el segundo hoodaya.

Swain recorrió a la carrera el túnel subterráneo en dirección a una luz que había tras la curva.

Era una estación de metro. La de la calle Cuarenta y Dos.

10:01

10:00

9:59

Emergió a la luz de la estación y subió al andén desde las vías.

Un murmullo creció entre el puñado de usuarios del suburbano que aguardaban ese domingo por la noche en el andén. Todos retrocedieron horrorizados cuando Swain se abrió paso a empellones, ajeno al aspecto que debía de tener.

Tenía los vaqueros llenos de grasa y la camisa (negra de la suciedad del metro, de la grasa del ascensor y de la sangre del hoodaya) abierta del cuello al ombligo. Una línea vertical carmesí le recorría el pecho, mientras que su antebrazo derecho estaba empapado en sangre de los profundos cortes que le había infligido el hoodaya. La cicatriz de su mejilla izquierda no se veía con toda aquella mugre.

Swain se abrió paso entre la multitud, corrió a los tornos y subió a toda prisa las escaleras hasta la superficie.

—¿Qué hacemos ahora? —susurró atemorizada Holly.

—¡No lo sé, no lo sé! —dijo Selexin.

Los dos hoodayas estaban a ambos lados del pasillo, acorralando a Holly y al guía en el centro.

Selexin, de metro veinte, y Holly, más o menos de la misma medida, apenas si superaban en altura a los dos animales.

El hombrecillo miró con angustia a su alrededor, a las librerías que se extendían hasta el techo. Parecían formar un muro impenetrable a cada lado del pasillo.

El hoodaya que tenían delante se acercó. El otro no se movió.

Holly vio por qué.

Al segundo, el que estaba evitando que se replegaran, le faltaba la garra izquierda. Solo había un muñón ensangrentado al final de su huesuda extremidad negra. Debía de haber sido al que Balthazar había clavado a la barandilla de mármol con su cuchillo en la segunda planta.

Holly agarró a Selexin del codo y señaló al hoodaya, y este también lo vio.

El hombrecillo se alejó del primer animal para ir hacia el herido, sin dejar de contemplar las impenetrables paredes de librerías a ambos lados.

Un momento, pensó.

Miró de nuevo las librerías.

No eran para nada impenetrables.

—Rápido —dijo—. Coge los libros. Esos de ahí. —Señaló el estante inferior—. Cógelos y empieza a lanzárselos.

Fue hacia el último estante, cogió un montón y se los lanzó al hoodaya ileso, golpeándole el rostro. Este rugió enfadado.

Un segundo libro lo golpeó. A continuación un tercero. El cuarto acertó al hoodaya herido.

—Sigue tirándolos —dijo Selexin.

Continuaron arrojando libros a los cuadrúpedos, que retrocedieron levemente. Holly lanzó otro y fue a coger más cuando, de repente, comprendió lo que Selexin estaba haciendo.

No solo estaba valiéndose de los libros para mantener a raya a los hoodayas. Los estaba usando para abrir un agujero en la librería. Cuantos más libros lanzaran, mayor sería el agujero en el estante. Pronto la pequeña podría ver el siguiente pasillo paralelo.

—¿Estás preparada? —dijo Selexin mientras tiraba otro libro y lastimaba a la criatura en su pata mutilada. El hoodaya aulló de dolor.

—Creo que sí —dijo ella.

El hoodaya sano empezó a acercarse.

—Muy bien —dijo Selexin—. ¡Vamos!

Sin pensárselo dos veces, Holly se coló por el agujero de la librería y aterrizó en el pasillo contiguo.

Pero Selexin permaneció donde estaba.

El hoodaya herido se acercó con cautela.

Los dos animales estaban cercando al hombrecillo.

—¡Vamos! —gritó Holly desde el siguiente pasillo—. ¡Pasa!

—Aún no. —Selexin no apartó los ojos de los hoodayas—. Todavía no. —Lanzó otro libro al animal herido. Lo alcanzó. El hoodaya siseó enfadado.

—¡Vamos! —gritó Holly.

—Prepárate para correr, ¿vale? —dijo Selexin.

Holly miró nerviosa a su pasillo. A un lado veía la caja de la escalera. Al otro…

Se quedó inmóvil.

Estaba Bellos.

Avanzando a grandes zancadas por el pasillo hacia ella.

—Selexin, salta. ¡Salta ahora! —gritó.

—Aún no están lo suficientemente cerca…

—¡Salta! ¡Ya casi está aquí!

—¿Quién…? —Selexin quedó momentáneamente sorprendido. Los hoodayas ya estaban muy cerca—. ¡Oh, Bellos! —dijo cuando cayó en la cuenta.

Se lanzó por el agujero de la librería y aterrizó torpemente a los pies de Holly. Ella lo ayudó a ponerse en pie y echaron a correr hacia la caja de la escalera.

Tras ellos, Bellos se unió a la carrera.

Corrieron con todas sus fuerzas por el pasillo. Holly podía oír los gruñidos del animal sano mientras avanzaba por el pasillo paralelo.

Llegaron a las escaleras a toda prisa y las subieron de dos en dos, haciendo caso omiso de la escena del crimen que había cerca de la entrada.

Oyeron tras ellos el inconfundible sonido de las garras cuando el primer hoodaya alcanzó las escaleras. A ese sonido le siguió rápidamente un golpe sordo cuando el animal patinó con el suelo resbaladizo y se estrelló contra la pared.

Casi sin respiración, Holly y Selexin siguieron subiendo hasta que ya no oyeron nada a sus espaldas.

La caja de la escalera estaba en silencio.

Siguieron ascendiendo apresuradamente.

Y entonces oyeron una voz, al principio de las escaleras, que resonó con fuerza por la reducida caja de la escalera.

—¡Seguid corriendo! —La voz de Bellos resonó—. ¡Sigue corriendo, hombrecillo! ¡Os encontraremos! ¡Siempre! La caza ha comenzado y tú eres el premio. Te daré caza y te encontraré, y cuando lo haga, hombrecillo, ¡desearás que otro te hubiera encontrado primero!

Cesó de hablar. Y, mientras Holly y Selexin seguían subiendo, una risa maléfica atronó por las escaleras.

—Aquí vienen —le dijo Levine a Marshall, junto al coche del primero.

Una enorme furgoneta negra dobló la esquina y se detuvo justo detrás del Lincoln de Levine. Parecía una furgoneta de televisión, con una parabólica en el techo y luces parpadeantes de policía.

Levine se protegió los ojos de los faros cegadores de la furgoneta cuando un hombre fornido, vestido con el uniforme de combate azul de los SWAT, se bajó del asiento del copiloto y se puso en posición de firme delante de Marshall.

Era Harold Quaid.

El comandante Harold Quaid.

Levine no había trabajado con él, pero su reputación lo precedía. Al parecer, Quaid se había concedido a sí mismo el título de comandante (no existía ese rango en la NSA) al asumir el mando del equipo de campo de la división Sigma. Corría el rumor de que en una ocasión había matado a un civil por equivocación mientras seguía una pista falsa sobre un posible alienígena. No se había abierto ninguna investigación al respecto.

Esa noche vestía exactamente igual que un miembro de los SWAT: ropa de combate, chaleco antibalas, botas, gorra, funda de pistola.

—Señor —le dijo Quaid a Marshall.

—Harry. —Marshall asintió—. Puntuales.

—Como siempre, señor.

Marshall se volvió hacia Levine.

—¿Han acordonado la zona?

—Están terminando ahora mismo —dijo Levine—. Se ha precintado todo el edificio. Treinta metros. Parte del parque incluso.

—¿Nadie ha tocado el edificio?

—Han recibido instrucciones precisas.

—Bien —dijo Marshall. En el último barrido del satélite Espía, que en esos momentos apuntaba directamente a la Biblioteca Pública de Nueva York, se había detectado una cantidad inusualmente grande de energía electromagnética emergiendo de la superficie exterior del edificio. Marshall no quería correr ningún riesgo.

Se volvió hacia Quaid.

—Espero que sus hombres estén preparados. Esto es muy gordo.

Quaid sonrió. Fue una sonrisa fría y escueta.

—Estamos listos.

—Será mejor que así sea —dijo Marshall—, porque tan pronto como averigüemos cómo anular el campo eléctrico que rodea el edificio, van a entrar.

Por primera vez en esa noche, Stephen Swain estudió el exterior de la Biblioteca Pública de Nueva York.

Era un ejemplo sencillo y a la vez esplendoroso de arquitectura colosal, tanto en escala como en concepto. Tres enormes plantas, que ocupaban prácticamente dos calles, llenas de ventanas en forma de arco rodeadas de mármol e imponentes columnas de estilo corintio.

En la parte posterior se hallaba el parque Bryant, un espacio multifuncional que albergaba tanto circos o mercados como carpas de la Semana de la Moda; una preciosa zona verde empequeñecida por la jungla de rascacielos que había ido creciendo a su alrededor con el transcurso de los años.

Allí, bajo la lluvia, Swain echó un vistazo a la biblioteca por la parte trasera, en diagonal desde el otro lado de la calle, desde el acceso a la boca de metro de la calle Cuarenta y Dos. Respiraba entrecortadamente y las heridas del pecho y los brazos le ardían.

Y la pulsera seguía emitiendo su bip.

8:00

7:59

7:58

Se le estaba acabando el tiempo y la situación no tenía visos de mejorar: la biblioteca había sido sellada.

Una línea continua de precinto policial se extendía alrededor del enorme edificio, de farola en farola y semáforo en semáforo. Conformaba una imagen de lo más inusual: la Quinta Avenida y la calle Cuarenta y Dos, dos de las calles principales de Nueva York, bajo la lluvia nocturna y sin tráfico alguno.

En el parque Bryant, la policía había incluido en el cordón los árboles más cercanos al edificio, dejando menos de cincuenta metros de espacio abierto entre el precinto y el muro posterior de la biblioteca.

Cerca de media docena de coches sin distintivo formaban un estrecho círculo en la esquina entre la Quinta y la Cuarenta y Dos. Y en el centro de ese círculo, cerniéndose sobre los coches, había una enorme furgoneta negra con una parabólica en el techo. Junto a esta, las luces de la policía giraban sin cesar, bañando el edificio en una estroboscópica neblina azul.

Mierda, pensó Swain mientras contemplaba la furgoneta.

Durante las dos últimas horas lo único que había querido hacer era salir de la biblioteca, alejarlos a Holly y a él de Reese y Bellos y el karanadon y salir de la jaula electrificada en que se había convertido el edificio.

¿Y ahora?

Swain sonrió con tristeza.

Ahora tenía que entrar.

Entrar y evitar que la bomba que llevaba en la pulsera explotara. Entrar de nuevo en la jaula, donde Reese y Bellos y el karanadon lo aguardaban para matarlo.

Pero lo más importante de todo, tenía que entrar y salvar a Holly. Solo de pensar que su única hija estaba atrapada en el interior de la biblioteca con esos monstruos se ponía enfermo. La idea de que quedara atrapada allí después de que él muriera lo hacía sentir terriblemente mal. Ya había perdido a su madre. No iba a perder a su padre.

Pero todavía tenía que atravesar aquellos muros electrificados.

¿Y quién era esa gente?

7:44

Los ojos de Swain se posaron en unas sombras en la parte posterior del edificio de la biblioteca. Oscuridad. Bien. Era una posibilidad.

Swain cruzó la calle.

El parque Bryant era muy bonito, amplio y verdoso, con anchas y horizontales avenidas llenas de plátanos de sombra en sus cuatro lados, solo que en esos momentos los árboles más cercanos a la biblioteca estaban unidos y rodeados por el precinto policial.

Justo fuera del perímetro, acurrucada en mitad del césped central del parque, había un espléndido quiosco blanco. Lo habían colocado en otoño para la representación de unas obras de Shakespeare y también para obras de teatro infantiles. Consistía esencialmente en un escenario circular elevado, independiente, con seis delgadas columnas sujetando un bonito techo abovedado que se elevaba seis metros del escenario. Una barandilla con exquisita celosía lo rodeaba.

Aquella estructura resultaba de lo más llamativa. Swain recordó que había llevado a Holly a ver las obras que se habían celebrado allí (obras tipo El mago de Oz, con humo de colores y un hábil uso de la trampilla del centro del escenario).

Swain cruzó el parque y se agazapó tras el escenario del quiosco, fuera del campo de visión de los policías.

Veinte metros hasta un banco junto a los árboles.

Treinta metros del banco hasta la biblioteca.

Estaba a punto de echar a correr hacia el banco cuando vio una papelera a su lado.

Se detuvo y se puso a pensar.

Si habían precintado el edificio, era probable que hubiera alguien patrullando fuera, manteniendo a raya a posibles intrusos. Tenía que encontrar una manera…

Swain rebuscó entre la papelera y encontró algunos periódicos viejos y arrugados. Estaba cogiendo un puñado cuando vio algo más.

Una botella de vino.

La cogió y observó que todavía quedaba líquido dentro. Excelente. Swain la colocó boca abajo y se echó el vino en las manos. El alcohol hizo que le ardieran las heridas.

Entonces, con la botella y los periódicos en la mano, fue hacia el banco.

7:14

7:13

7:12

Rodó hasta colocarse contra la base del banco y se metió las manos en los bolsillos. El teléfono roto y el mechero que no producía llama seguían allí. Se maldijo a sí mismo por haberse dejado las esposas en las vías del tren.

Vio el muro posterior del edificio.

Menos de treinta metros.

Respiró profundamente.

Y echó a correr al descubierto.

Levine, apoyado en el capó del Lincoln, bostezó. Marshall y Quaid habían ido a la entrada del aparcamiento de la calle Cuarenta mientras que a él le habían dejado a cargo de la vigilancia de la parte delantera del edificio.

Su radio cobró vida. Sería Higgs, el agente al frente del equipo de vigilancia al que acababa de dar órdenes.

—Sí —dijo Levine.

—Hemos comprobado el lado norte del complejo del edificio. Aquí no hay nada, señor —dijo la voz metálica de Higgs.

—De acuerdo —respondió Levine—. Sigan rodeándolo y pónganse en contacto conmigo si ven algo.

—Recibido, señor.

Levine apagó la radio.

Swain llegó al muro posterior del edificio y se agazapó entre las sombras.

Respiraba con dificultad y el corazón le iba a mil por hora.

Miró el muro.

7:01

7:00

6:59

Allí. Cerca de la esquina noroeste.

Swain corrió hacia esa dirección y se tiró al suelo.

La radio crepitó de nuevo.

—Nos estamos acercando a la esquina noroeste…

Swain yacía junto al muro posterior, aún con los periódicos y la botella.

Estaba observando unas pequeñas ventanas enrejadas dispuestas en el muro a ras del suelo, no muy lejos de la esquina noroeste del edificio. Pudo quitar la verja de la tercera ventana sin problema. Examinó la ventana que había tras ella. Estaba vieja y polvorienta, y parecía como si nadie la hubiera abierto en años. La pulsera emitió otro bip.

6:39

Se acercó más y vio un rayo irregular azul saliendo del marco de la ventana.

Oyó el ruido de una ramita al romperse.

Había alguien cerca.

Swain se colocó los periódicos alrededor de su cuerpo y rodó hasta colocarse boca arriba, contra el muro de la biblioteca, con los ojos a escasos centímetros de las chispas de electricidad que surgían de la ventana.

Silencio.

Salvo por un leve bip… bip… bip…

¡La pulsera!

Swain se metió la muñeca izquierda bajo el cuerpo para amortiguar el sonido de los bips en el mismo momento en que vio tres pares de botas de combate doblar lentamente la esquina.

El agente especial de la NSA Alan Higgs bajó su M-16 y pestañeó al ver aquella figura agazapada contra el muro.

Un cuerpo sucio, acurrucado en posición fetal, cubierto de periódicos en un fútil intento por combatir el frío. Su ropa no eran sino harapos y su rostro estaba cubierto de suciedad.

Un vagabundo.

Higgs se llevó la radio a la boca.

—Aquí Higgs.

—¿Qué ocurre?

—Un vagabundo, eso es todo —informó el hombre mientras le daba un toque al cuerpo con la bota—. Acurrucado cerca del edificio. No me extraña que nadie lo viera cuando levantaron el perímetro.

—¿Algún problema?

—No —contestó Higgs—. Este tipo ni se habrá dado cuenta de que han levantado un perímetro a su alrededor. No se preocupe por ello, señor. Lo sacaremos de aquí enseguida. Corto.

Higgs se agachó y zarandeó a Swain por el hombro.

—Eh, amigo —dijo.

Swain gimió.

Higgs asintió a los otros dos agentes que, como él, iban vestidos como los SWAT. Los dos se colgaron el M-16 y se agacharon para coger al hombre.

Cuando lo hicieron, el vagabundo gimió sonoramente y rodó adormilado hacia ellos, estirando una mano y pegándosela a la cara de uno de los agentes, como si les estuviera diciendo: «Marchaos, estoy durmiendo».

El agente hizo una mueca y retrocedió.

—Dios, este tipo apesta.

Higgs podía oler el vino desde donde estaba.

—Cogedlo y sacadlo de aquí.

Swain se pegó el brazo de la pulsera contra el estómago y lo tapó con el periódico mientras lo llevaban lejos de la biblioteca, de regreso al parque.

Para sus oídos, el bip era más fuerte que nunca, tenían que estar oyéndolo.

Pero los dos hombres que lo llevaban no parecían percatarse. Es más, era como si intentaran mantener sus cuerpos todo lo lejos que les fuera posible de Swain.

Este empezó a sudar.

Aquello le estaba llevando mucho tiempo.

Quería mirar la pulsera. Ver cuánto tiempo le quedaba.

No podían llevárselo.

Tenía que volver a entrar.

—¿Llamamos a una ambulancia? —le preguntó uno de los dos al tercero, presumiblemente su superior, que encabezaba la marcha.

Swain aguardó en tensión la respuesta.

—No —dijo el tercero—. Déjenlo fuera del perímetro. Que la policía se encargue de él después.

—Recibido.

Swain suspiró aliviado.

Pero si no iban a trasladarlo a un hospital para limpiarlo, y si no eran agentes de policía, entonces quedaban todavía dos preguntas por responder: ¿adónde lo llevarían y quiénes eran?

Los hombres, fuertemente armados, condujeron a Swain hasta el perímetro y posteriormente al parque, hacia el quiosco.

Vale. Ya podéis soltarme, habló para sí Swain. Estáis tardando mucho

Subieron con él los escalones de la edificación circular y lo dejaron sobre el escenario de madera.

—Aquí está bien —afirmó el de mayor rango.

—Bien —dijo aquel a quien Swain le había restregado la mano en la cara mientras le soltaba el brazo.

—Vamos, Farrell. Tampoco huele tan mal —dijo el superior.

Swain respiró de nuevo. Su cuerpo estaba relajándose.

Todavía quedaba tiempo.

Ahora idos, chicos. Así. Marchaos

—Un momento… —dijo el que se llamaba Farrell.

Swain se quedó inmóvil.

Farrell estaba mirándose los guantes.

—Señor, este tipo está sangrando.

Oh, mierda.

—¿Qué está qué?

—Está sangrando, señor. Mire.

Mantén la calma. Mantén la calma.

No van a acercarse.

No van a mirarte el brazo

Todo el cuerpo de Swain se tensó cuando Farrell le mostró sus manos enguantadas y el superior se acercó.

Higgs examinó la sangre que manchaba los guantes de Farrell. A continuación miró a Swain, a los periódicos que cubrían sus brazos, a la sangre que se había filtrado por el papel. El fuerte olor a vino persistía.

Finalmente dijo:

—Probablemente se haya caído en la basura y se haya cortado. Déjenlo aquí, informaré por radio. Si lo creen necesario, que vengan los otros después a echarle un vistazo. No creo que este tipo vaya a ir a ninguna parte. Vamos, volvamos al trabajo.

Echaron a andar hacia la biblioteca.

Swain no se atrevió a moverse hasta que el sonido de las pisadas se hubo desvanecido en la noche.

Levantó lentamente la cabeza.

Estaba en el quiosco, en el escenario. Miró la pulsera:

2:21

2:20

2:19

—¿Por qué no os tomáis más tiempo la próxima vez, chicos? —dijo en voz alta. No podía creerse que solo hubieran transcurrido cuatro minutos. Le había parecido una eternidad.

Pero en esos momentos solo le quedaban dos minutos. Tenía que ponerse en marcha.

Y ya.

Miró una última vez a la barandilla con celosía blanca del escenario del quiosco, se puso en pie y bajó las escaleras.

2:05

Fue hasta los árboles precintados y se detuvo debajo de uno de ellos.

Agarró una rama que pendía a poca altura y la arrancó del árbol. A continuación echó a correr al descubierto, hacia el muro posterior de la biblioteca.

1:51

1:50

1:49

En las sombras del muro posterior, Swain llegó a la ventana a ras del suelo que había visto antes y se puso de rodillas. Apretó enérgicamente la gruesa rama de madera y rogó a Dios para que funcionara.

Golpeó con fuerza la ventana. El cristal se hizo añicos al instante y salió despedido hacia todas partes.

Inmediatamente después, sin embargo, una rejilla chisporroteante de electricidad de un color azul plateado cobró vida por todo el ancho de la ventana.

A Swain le pudo el desaliento.

Oh, no. Oh… no.

1:36

Tragó saliva.

No había pensado que eso fuera a ocurrir. Había confiado en que el agujero sería lo suficientemente grande como para que la electricidad no pudiera salvar la anchura de la ventana.

Pero el espacio era demasiado pequeño.

Y ahora tenía un muro de líneas irregulares, entrecruzadas, de pura electricidad ante sí.

1:20

1:19

1:18

Solo quedaba un minuto.

¡Piensa, Swain! ¡Piensa! ¡Tiene que haber alguna manera! ¡Tiene que haberla!

Pero su mente era en esos momentos una masa borrosa de pánico e incredulidad. Haber llegado tan lejos para acabar así…

Imágenes de aquella noche se sucedieron en su mente.

Reese en el depósito. Hawkins. El aparcamiento. Balthazar. La segunda planta. Cuando Bellos y a los hoodayas habían derrotado al konda en el vestíbulo…

1:01

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… La sala de las fotocopiadoras y las esposas en la puerta. La tercera planta. El cuarto del conserje dentro del área de préstamos. El karanadon. El hueco del montacargas. De vuelta al depósito. La puerta roja. Cuando había caído tras la puerta con los hoodayas.

El exterior. El túnel. El metro.

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Aguarda.

Faltaba algo.

Algo que se le había pasado por alto. Algo que le decía que había una manera de entrar.

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¿Qué era? ¡Mierda! ¿Por qué no podía recordarlo? Vale, cálmate. Piensa. ¿Dónde ocurrió?

¿Abajo? No. ¿Arriba? No. En algún punto intermedio.

La segunda planta.

¿Qué había ocurrido en la segunda planta?

Había visto a Bellos y a sus hoodayas atacando al konda. Después Balthazar había arrojado un cuchillo y había inmovilizado a uno de ellos a la barandilla de mármol…

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Entonces habían corrido a la sala de fotocopias.

Holly

Y luego la puerta. Y las esposas.

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¿Qué era?

Holly

¡Estaba allí! En algún lugar recóndito de su cerebro. ¡Una manera de entrar! ¿Por qué no podía recordarlo?

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¡Piensa, maldita sea, piensa!

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Swain frunció el ceño.

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Miró a izquierda y derecha. No había más ventanas. No tenía adónde ir.

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Piensa. El vestíbulo. Bellos. Los hoodayas.

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Balthazar lanzando su cuchillo.

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La sala de fotocopias. Holly. Holly

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¿Holly? Algo sobre Holly.

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¿Algo que Holly dijo?

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¿Algo que Holly hizo?

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Y cuando la cuenta atrás llegó a su fin, Stephen Swain se topó de bruces con la triste realidad.

Estaba muerto.