Domingo, 1 de diciembre, 6:39 p. m.
El aparcamiento estaba en el más completo de los silencios.
En la distancia se oía el zumbido del tráfico de Nueva York, el claxon de los coches. Los sonidos del mundo exterior, del mundo normal.
Selexin se acercó a Swain.
—Siga mirando hacia delante —dijo mientras observaba fijamente al hombre alto y barbudo que tenían ante sí—. Su nombre es Balthazar. El criseano. Es experto en el manejo de hojas pequeñas: cuchillos, estiletes, ese tipo de armas. Tecnológicamente hablando, los criseanos no están muy desarrollados, pero con su destreza a la hora de cazar no necesitan tecn…
Selexin calló.
El hombre barbudo estaba mirándolos. Mirando a Swain.
El doctor le mantuvo la mirada.
Justo entonces el criseano se giró ligeramente y mostró algo que colgaba de su cintura. Algo que relucía con la cruda luz eléctrica del aparcamiento.
Una hoja.
Una hoja curvada y de aspecto inquietante. Un alfanje extraterrestre.
Swain alzó la mirada. Del hombro de Balthazar pendía un tahalí de gruesa piel que se unía al cinturón. Sujetas al cinto de cuero había varias vainas y fundas. Y, en estas, todo tipo de letales cuchillos arrojadizos.
—¿Los ve? —le susurró Selexin.
—Los veo.
—Los criseanos —dijo respetuosamente Selexin—. Un impresionante manejo de los cuchillos. También son rápidos. Veloces. Aparte la mirada de él un segundo y, antes de que se dé cuenta, tendrá un cuchillo alojado en el corazón.
Swain no respondió. Selexin se volvió hacia él.
—Lo siento —susurró—. No debí decirlo.
—Papá… —dijo Holly—. ¿Qué está pasando?
—Solo estamos esperando, cielo.
Con un ojo puesto en Balthazar, Swain escudriñó el aparcamiento en busca de…
… algo… una salida…
Allí.
En la esquina más alejada del aparcamiento había dos montacargas que el personal empleaba para cargar y descargar cientos de libros a la vez.
Swain puso a Holly en los brazos de Hawkins al mismo tiempo que le sacaba la linterna del cinturón al agente.
—Pase lo que pase aquí —dijo Swain—, quiero que corras todo lo que puedas hasta esos ascensores de ahí, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Una vez estés dentro de uno de ellos y con las puertas cerradas, deja que el ascensor suba y cuando esté a medio camino de la planta siguiente pulsa el botón de emergencia, ¿vale?
Hawkins asintió.
—Deberíais estar a salvo allí —dijo Swain mientras giraba la linterna en su mano—. No creo que sepan todavía cómo usar los ascensores.
A su lado, Selexin seguía observando con recelo a los otros dos contendientes.
—¿Qué ocurre ahora? —le preguntó Swain.
En un primer momento no respondió. El hombrecillo se limitó a mirar fijamente el aparcamiento vacío. Y entonces, sin girar la cabeza, Selexin dijo:
—Cualquier cosa.
Reese movió ficha primero. Fue hacia Swain con fuertes y resonantes pisadas.
El doctor sintió cómo la adrenalina le recorría todo el cuerpo. Tragó saliva y apretó con fuerza la linterna.
Reese siguió acercándose.
Dios, pensó Swain, ¿cómo se lucha contra una cosa así?
Se preparó para echar a correr, pero de repente Selexin lo agarró del brazo.
—No —susurró—. Aún no.
—¿Qué? —Swain observó cómo Reese cargaba contra él.
—Confíe en mí. —La voz de Selexin sonó fría como el hielo.
Reese avanzaba casi a saltos hacia ellos. Swain quería correr con todas sus fuerzas. Por el rabillo del ojo vio que Balthazar desenvainaba lentamente un par de cuchillos…
Y entonces Reese se volvió.
Brusca e inesperadamente. Se alejó de Swain y del grupo.
Y fue a por Balthazar.
—¡Ja! Tenía que hacerlo —susurró con orgullo Selexin—. Lo sabía. El típico comportamiento del cazador…
Entonces, de repente, con un movimiento borroso, Swain vio que el brazo derecho de Balthazar lanzaba algo a gran velocidad y dos destellos plateados salieron de su mano, cortando el aire.
Un ruido sordo.
Un reluciente cuchillo de acero se incrustó en la columna de hormigón entre Swain y Hawkins, fallando por centímetros.
El segundo cuchillo de aspecto futurista iba para Reese, pero esta, a diferencia de Swain, sí lo estaba esperando. Rodó a la derecha cuando detectó que la hoja voladora se acercaba a ella y, ¡crac!, el cuchillo arrojadizo, que volaba en dirección descendente, se clavó en el suelo del aparcamiento, agrietando el flamante asfalto, quedándose prácticamente recto, si bien temblando.
Selexin seguía alabando su decisión táctica.
—Se lo dije. Clásico comportamiento de los cazadores. Hay que encargarse primero de la presa más peligrosa, pillarla con la guardia bajada…
—Mejor me lo cuenta luego —dijo Swain mientras veía por encima de su hombro a Reese que, chillando de manera estridente, se abalanzaba sobre Balthazar, arrojándolo de espaldas.
Swain empujó a Hawkins hacia la zona de ascensores.
—¡Vamos!
Hawkins echó a correr, con Holly pegada a su pecho, directo hacia su objetivo.
Swain estaba a punto de seguirlos cuando se volvió para mirar una última vez a la batalla que estaba teniendo lugar a su espalda.
Reese tenía a Balthazar inmovilizado en el suelo, apresándole las manos bajo sus poderosas extremidades delanteras. Balthazar forcejeaba desesperadamente para intentar llegar a su alfanje, que yacía en el suelo a centímetros de él.
Pero el peso era demasiado.
Las fauces de Reese salivaban profusamente, saliva que goteaba sin cesar sobre la cara de Balthazar. Y entonces Reese empezó a desgarrarlo con sus patas, latigazos terribles que le arrancaron trozos enteros de carne del pecho.
Era asqueroso, pensó Swain. Asqueroso, violento y brutal.
Contempló horrorizado cómo Balthazar sacudía la cabeza de lado a lado, gritando de dolor mientras intentaba evitar el contacto visual con las antenas oscilantes de Reese, luchando por alejar su cabeza de la cegadora saliva de la criatura, mientras al mismo tiempo intentaba esquivar sus salvajes ataques. Era la desesperación pura y dura de un hombre luchando por su vida.
Y Stephen Swain sintió ira. Indignación y furia por aquella escena que estaba ocurriendo ante sus ojos.
Se volvió rápidamente y vio que Hawkins y Holly habían alcanzado los ascensores. Hawkins pulsó a toda prisa el botón de subida de la pared. Ninguno de los dos ascensores se abrió al momento. Estaban moviéndose.
Estarían a salvo.
Swain se volvió para contemplar la pelea mientras la ira crecía en su interior. Balthazar seguía forcejeando, moviendo la cabeza de un lado a otro, sus gritos de dolor ahogados por la saliva que caía a su boca agonizante. Reese seguía encima de él, desgarrándolo, chirriando de manera estridente.
Y entonces Swain vio que la cola se levantaba, lenta y silenciosamente, tras ella, como un enorme escorpión, fuera del campo de visión de Balthazar.
Y, al ver eso, Swain supo lo que tenía que hacer.
Corrió.
Directo a ellos.
La cola de Reese estaba arqueándose en esos momentos por encima de su cabeza… lista para atacar… y entonces el hombre barbudo también lo vio y empezó a gritar…
Swain golpeó a Reese con la linterna de Hawkins, liberando a Balthazar, mandando a los tres al suelo de hormigón asfaltado.
Reese cayó de espaldas y Swain acabó encima. La criatura emitió un ensordecedor chirrido cuando su cuerpo se revolvió en el hormigón, corcoveando y pataleando, intentando desesperadamente zafarse de Swain.
Le resbaló la mano y de repente estaba por los aires y todo lo que podía ver era un caleidoscopio de paredes grises, luces fluorescentes blancas y pavimento de hormigón. Se golpeó contra el suelo, el pecho primero, y rodó hasta ponerse boca arriba…
… Momento en el que vio la cola afilada de Reese acercándose a su cara.
Swain movió la cabeza a la izquierda y la cola impactó en el hormigón con un fuerte ruido sordo.
Swain echó un vistazo rápido al lugar donde instantes antes había estado su cabeza. Trozos sueltos de cemento rodeaban un pequeño cráter del tamaño de una pelota de tenis en el suelo.
Santo Dios.
Swain seguía rodando a gran velocidad por el suelo. Reese avanzaba cual cangrejo hacia él, moviéndose con la misma rapidez y atacándolo con la cola como si de un martinete se tratara.
En nanosegundos, Swain intentó ponderar sus opciones. No podía correr. No podría levantarse a tiempo. Y tampoco podía luchar contra Reese. Por todos los demonios, si un guerrero como Balthazar no podía batirla, ¿cómo iba a hacerlo él?
No, tenía que encontrar un modo de salir de ahí. Pero, para eso, tenía que hacer algo y ganar el tiempo suficiente como para poder ponerse a cubierto.
Así que hizo lo único que se le ocurrió.
Con toda la fuerza que fue capaz de reunir, blandió la linterna de Hawkins y, como si fuese un jugador de béisbol, golpeó la cola de Reese, en esos momentos en el suelo.
Apuntó a la punta, a la parte más fina.
La linterna impactó en su objetivo, con fuerza, golpeando la punta afilada de la cola.
Se oyó el chasquido aterrador de los huesos al romperse cuando la cola se dobló y Reese, con un grito de dolor, se alejó de Swain.
Que aprovechó la oportunidad.
Se puso en pie y miró hacia los dos montacargas. Las puertas del ascensor de la izquierda se estaban abriendo y Hawkins, con su hija en brazos, estaba entrando en él, mirando a Swain todo el tiempo, sin saber muy bien qué hacer.
—¡Entra, entra! —gritó Swain—. ¡Os alcanzaré!
Hawkins se metió, agazapado, en el ascensor, y pulsó un botón. Las puertas del ascensor se cerraron. Swain se giró de nuevo.
Reese había retrocedido varios pasos, consumida de dolor por la cola rota. Balthazar estaba poniéndose con dificultad en pie, con la cabeza gacha, mientras intentaba quitarse la saliva de los ojos.
Swain fue junto a Balthazar. Los ojos del hombre seguían cubiertos de saliva viscosa, y la piel visible de su torso estaba hecha jirones y empapada en densa sangre. La expresión de su cara era de extremo dolor.
Swain lo agarró del brazo y simplemente dijo:
—Ven conmigo.
Este no habló, tan solo dejó que Swain lo cogiera del brazo y lo moviera de allí. Swain se pasó el enorme brazo de Balthazar por encima de su hombro y lo ayudó a andar hasta los ascensores.
Selexin siguió allí, inmóvil, mirando a Swain atónito.
—¿Viene? —le preguntó Swain cuando pasó a su lado con Balthazar a rastras.
Estupefacto, Selexin miró a Swain y luego al guía de Balthazar, que se limitó a encogerse de hombros, como si no entendiera nada. A continuación miró a Reese y finalmente a los ascensores. Entonces echó a correr tras Swain.
Este pulsó el botón de subida al vuelo. Seguía llevando a Balthazar a cuestas. El guía de este iba justo detrás. Swain se volvió y vio que Reese estaba golpeándose la cola contra el suelo de hormigón. Tras dos golpes llegó un tercero, al que le siguió un terrible crujido.
Reese rugió de dolor y Swain supo lo que había pasado. Se había colocado el hueso. Una vez el dolor hubiera amainado, se pondría de nuevo en marcha…
Reese empezó a avanzar. Hacia el ascensor.
Swain apretó de nuevo el botón de subida.
—¡Vamos! ¡Vamos!
La criatura se movía de izquierda a derecha como un cangrejo por el enorme suelo del aparcamiento. Se estaba acercando…
Se detuvo a poco más de diez metros de los ascensores.
Swain se fijó en que en esa ocasión su cola no se movía amenazante. Yacía inerte en el suelo, inmóvil.
Reese siseó suavemente en el silencio del aparcamiento con sus antenas oscilando hipnóticamente sobre su cabeza. Swain la miró, ensimismado.
Selexin tiró de él con fuerza.
—¡No mire las antenas!
Swain parpadeó y volvió en sí. Ni siquiera recordaba haberlas mirado.
Oyó un bing a sus espaldas y se volvió. Las puertas del segundo ascensor estaban abriéndose.
—¡Todo el mundo adentro! —dijo, volviendo de repente a la vida. Metió a Balthazar en el ascensor. Una vez dentro, pulsó el «1» y a continuación «Cerrar puertas».
No pasó nada.
Swain se asomó y vio que Reese se acercaba a los ascensores.
Pulsó una y otra vez el botón del cierre de puertas.
Las puertas seguían abiertas.
Reese se aproximaba.
De repente se oyó un clic y las puertas del ascensor comenzaron a cerrarse lentamente.
Reese seguía acercándose.
Las puertas iban cerrándose en una lenta agonía.
Reese saltó…
Y las puertas se cerraron.
El ascensor empezó a subir.
Swain suspiró aliviado.
Y entonces, valiéndose de su peso, Reese golpeó las puertas exteriores con toda su fuerza. Estas se abollaron hacia dentro, se separaron, e hizo que el ascensor se moviera y frenara en seco su ascenso con un sonoro y chirriante bandazo.
A poco más de medio metro de la planta.
El ascensor se desplazó. Selexin se agarró a la pierna de Swain para no perder el equilibrio. Balthazar estaba sentado en la esquina posterior, cabizbajo y con el cuerpo inerte, balanceándose con el movimiento del ascensor.
Swain recuperó el equilibrio y vio las puertas que, combadas hacia dentro, formaban un agujero de treinta centímetros de ancho en el centro.
Demasiado estrecho, pensó. No puede entrar.
Reese golpeó de nuevo las puertas.
El ascensor se estremeció. El hueco se hizo más grande.
Swain pulsó el «1» del panel, pero el ascensor no se movió. La abolladura interior de las puertas no permitía que estas se cerraran, y la cabina no iniciaría su recorrido hasta que lo estuvieran.
En esos momentos el morro y las antenas de Reese habían superado las puertas del ascensor. Estaba chascando sus fauces, llenando todo de saliva, intentando enérgicamente abrir las puertas. Sus antenas cortaban el aire como látigos gemelos.
Swain agarró con fuerza la linterna de Hawkins y se acercó hacia ella. De repente Reese se precipitó hacia delante, sacudiendo el ascensor. Swain cayó de espaldas y resbaló por el suelo húmedo. La linterna salió despedida a un rincón de la cabina. Levantó la vista y vio que Reese se abalanzaba feroz a sus pies, moviendo frenéticamente las fauces, contenida por las puertas. Vio su mandíbula salivosa, las tres filas de dientes a escasos centímetros de sus pies. A punto de…
Swain se limpió los ojos, tomó aire y pensó en ese instante, no me puedo creer que vaya a hacer esto. A continuación soltó una patada y la suela de su zapatilla aterrizó en los dientes delanteros de Reese, rompiéndole tres al instante.
Esta retrocedió y chilló de manera estridente al caer al suelo. Swain soltó otra patada, esta vez a las puertas, en un vano intento por enderezar las abolladuras internas. Dio tres buenos golpes, pero apenas si se notó. Las puertas eran muy resistentes.
Y entonces, de repente, una enorme bota de cuero golpeó las maltrechas puertas y las abolladuras se enderezaron considerablemente.
¡Balthazar!
Se había deslizado hasta donde yacía Swain y, a pesar de sus heridas, había soltado una poderosa patada a las puertas.
Dos patadas más y las abolladuras desaparecieron y las puertas se cerraron sin problema. Balthazar se desplomó en el suelo, exhausto, y el ascensor subió y, por fin, se hizo el silencio.
—Cuadrícula doscientos doce —leyó el ayudante de la tabla sujetapapeles—. La zona delimitada entre las calles Cuarenta y Dos y Treinta y Cuatro. Poder adquisitivo alto. Una zona comercial estándar; Macy está allí, además de un par de edificios del Registro Nacional, y algunos parques. Nada especial.
Robert K. Charlton se recostó en su silla.
—Nada especial —dijo—. Nada especial, salvo por el hecho de que en las últimas dos horas hemos tenido más de ciento ochenta quejas en una zona de la que rara vez recibimos una.
Le pasó a su ayudante una hoja que tenía sobre el escritorio.
—Echa un vistazo. Es de la centralita. Una de las chicas ha recibido, ¿cuántas lleva ya? Cincuenta y uno, no, cincuenta y dos posibles 401 ella sola. Todos de la cuadrícula doscientos doce.
Bob Charlton, de cincuenta y cuatro años y ligero sobrepeso, alguien que había pasado demasiado tiempo en el mismo puesto de trabajo, era el supervisor del turno de noche de Consolidated Edison, la principal compañía eléctrica de la zona. Su despacho estaba situado una planta por encima de la centralita de Con Edison y era utilitarista hasta decir basta. Constaba de un escritorio envolvente, con un ordenador, y unas estanterías de color beis presentes en todo despacho de gerencia media del mundo que se preciara.
—¿Y sabes qué significa eso? —preguntó Charlton.
—¿Qué? —dijo su ayudante. Su nombre era Rudy.
—Significa que alguien ha accedido a la red de suministro —dijo Charlton—. Que la ha cortado. Saboteado. O quizá incluso sobrecargado. Mierda. Ve a averiguar si alguno de nuestros chicos ha estado en esa cuadrícula hoy. Llamaré a la policía para ver si han encontrado a algún gamberro cortando cables.
—Sí, señor.
Rudy salió del despacho.
Charlton giró su silla hasta situarse delante de un mapa de la isla de Manhattan que tenía sujeto con chinchetas en la pared.
Para Charlton, Manhattan era como un diamante combado: tres lados perfectamente rectos con otro, el nordeste, irregular y torcido. Las cuadrículas eléctricas se extendían por el ancho de la isla como las rayas de un campo de fútbol.
Encontró el rectángulo horizontal que mostraba la cuadrícula doscientos doce. Era el centro, casi exactamente el punto central de la isla, justo al sur de Central Park.
Pensó en el informe que le había dado su ayudante.
Nivel adquisitivo alto. Zona comercial estándar. Macy. Un par de edificios del Registro Nacional. Algunos parques.
El Registro Nacional.
El Registro Nacional de Lugares Históricos…
Reflexionó sobre aquello. La alcaldía había estado presionando a Con Ed en los últimos tiempos para que conectaran algunos de los edificios más antiguos de la ciudad a las nuevas redes de suministro digitales. Y, como cabía esperar, habían tenido infinidad de problemas. Algunos de los edificios más antiguos tenían circuitos eléctricos anteriores a la Primera Guerra Mundial, otros ni siquiera tenían. Conectarlos a las redes nuevas había resultado inusualmente dificultoso y no era raro que esos edificios se sobrecargaran y echaran a perder la red de toda una cuadrícula.
Charlton encendió el ordenador y buscó el archivo sobre el Registro Nacional.
Sacó la cuadrícula doscientos doce. Había cinco resultados. Pulsó con el ratón: «Mostrar».
La pantalla desplegó una lista detallada de nombres y datos y se disponía a inclinarse hacia delante para leerlos cuando el teléfono sonó.
—Charlton.
—Señor, soy yo. —Era Rudy.
—¿Sí?
—Estoy aquí abajo y me dicen que ninguno de nuestros trabajadores ha estado en esa cuadrícula en casi tres semanas.
Charlton frunció el ceño.
—¿Están seguros?
—Tienen los registros si los quiere.
—No, así está bien. Buen trabajo, Rudy.
—Gracias, señ…
Charlton colgó.
—Mierda.
Esperaba que hubiera sido alguno de los suyos. Al menos así podrían haber identificado el problema. Habría constancia de dónde se había producido la avería, o el corte, o la sobrecarga. Un registro de dónde se habían efectuado los trabajos.
Ahora no había manera de saber en qué lugar se había producido la avería. Otros cortocircuitos podían detectarse con los ordenadores de Con Ed. Pero para eso la red tenía que estar conectada.
Pero si la red de suministro fallaba en una cuadrícula en concreto, esa cuadrícula se convertía en un agujero negro en lo que al rastreo informático respectaba. Y la avería se hallaba en algún lugar de ese agujero negro.
Ahora todo serían conjeturas.
Charlton soltó una palabrota. Lo primero que tenía que hacer era llamar a la policía. Ver si habían pillado a alguien en las últimas veinticuatro horas saboteando los cables en alguna parte. O similar.
Suspiró. Iba a ser una noche larga. Cogió el teléfono y marcó.
—Buenas noches, me llamo Bob Charlton. Soy el supervisor del turno de noche en Consolidated Edison. Me gustaría hablar con el teniente Peters, si es tan amable… Sí, espero.
Mientras esperaba, revisó de nuevo el plano de la isla de Manhattan. Su llamada fue transferida enseguida y se apartó del mapa.
Entre tanto, la pantalla del ordenador había permanecido encendida.
Y, en todo el tiempo que estuvo al teléfono, Charlton no se percató de la última línea de la lista de los edificios históricos que salían en la pantalla. En ella podía leerse:
Cuadrícula 212: Listado n.º 5
Biblioteca Pública de Nueva York (1911)
Conectada a la red digital: 17 febrero 2002
Unos instantes después, Charlton dijo con agitación:
—¿De veras? ¿Cuándo? El capitán Dickson, dice. De acuerdo, estaré allí en veinte minutos.
A continuación colgó, cogió su abrigo y salió a toda prisa del despacho.
Unos segundos después, regresó; se inclinó sobre el escritorio.
Y apagó el ordenador.
Swain pulsó el botón rojo de emergencia y el ascensor se detuvo con un chirrido. Se volvió y por primera vez se fijó en que esa cabina disponía de otras puertas traseras. Por el momento hizo caso omiso de ellas y se dispuso a abrir la trampilla del techo.
Balthazar, sin energías tras enderezar las puertas del ascensor, estaba desplomado contra una esquina del mismo, con la cabeza gacha, gimiendo. Su guía estaba a su lado sin mostrar compasión alguna por él, mirando a Selexin.
Swain estaba abriendo la trampilla del techo cuando el otro guía habló.
—Vamos, Selexin, acabemos con esto. —Asintió a Balthazar—. Termínalo.
Swain paró y se volvió para mirar a los demás.
Selexin dijo:
—No está en mi mano decidir eso. Tú mejor que nadie deberías saberlo.
El otro guía se volvió para mirar a Swain.
—¿Qué? Míralo —asintió hacia Balthazar—. Ya no puede luchar. Ni siquiera puede defenderse. Acaba. Acaba con esto ya. Nuestra participación ha concluido.
Swain tragó saliva. El gesto desafiante del pequeño guía poseía una fortaleza inusual, la fortaleza de un hombre que sabe que está a punto de morir.
—Sí —se dijo lentamente para sí mismo Swain—. Sí.
Miró de nuevo a Balthazar. Solo entonces fue consciente de lo grande que era. No medía metro ochenta. Más bien más de dos metros. Pero eso ya no parecía importar en esos momentos.
Balthazar levantó la cabeza y le devolvió la mirada. Tenía los ojos inyectados en sangre, los bordes rojos; el pecho hecho jirones.
Swain dio un paso adelante y se colocó ante él.
Selexin debió de percibir su vacilación.
—Debe hacerlo —le dijo sin alzar la voz—. Tiene que hacerlo.
Balthazar en ningún momento apartó la mirada de su oponente. Respiró profundamente cuando este se agachó y lenta, muy lentamente, desenvainó una de las alargadas dagas del tahalí que le cruzaba el pecho. La daga siseó contra la vaina cuando Swain la sacó.
Balthazar cerró los ojos, resignado a su suerte, incapaz de defenderse siquiera.
Cuchillo en mano, Swain lanzó una última mirada interrogante a Selexin. Este asintió con solemnidad.
Swain se volvió hacia Balthazar, bajó el cuchillo y apuntó con él al corazón de este. Y entonces lo hizo: volvió a meter con cuidado la daga en su funda. Luego retrocedió y regresó a la trampilla del techo del ascensor, a retomar lo que había estado haciendo.
Balthazar, confuso, abrió los ojos.
Selexin puso la mirada en blanco.
El otro guía estaba simplemente atónito. Le dijo a Selexin:
—No puede hacer eso. —Y a continuación a Swain, que estaba de nuevo en el techo, abriendo la trampilla—: No puedes hacer eso.
—Acabo de hacerlo —dijo el doctor.
La trampilla se abrió hacia fuera.
Se volvió sin mirar al otro guía, más bien a Selexin.
—Porque eso no es lo que hago.
Y, tras eso, Swain cogió la linterna de Hawkins y asomó la cabeza por la trampilla. Tenía otra cosa en mente.
Escudriñó el oscuro hueco de los ascensores con ayuda de la linterna. Confiaba en que Hawkins hubiera hecho lo que le había dicho.
Así era.
El otro ascensor estaba allí, a poca distancia, al lado del de Swain, detenido entre esa planta y la superior. Apuntó con el haz de luz de su linterna al hueco. Cables grasosos se elevaban en la oscuridad. Las puertas que daban a la siguiente planta se hallaban a unos dos metros y medio por encima de ellos. En ellas estaban escritas en negro las palabras: «Primera planta (5.ª Avda.)».
El hueco de los ascensores se hallaba en el más completo de los silencios.
La otra cabina estaba allí inmóvil, a unos treinta centímetros por encima de la de Swain, y una pequeña luz amarilla delataba una hendidura en su panel lateral.
—¿Holly? ¿Hawkins? —susurró Swain.
Oyó la voz de Holly.
—¡Papá!
Sintió que el alivio recorría su cuerpo.
—Estamos aquí, señor —dijo la voz de Hawkins—. ¿Os encontráis bien?
—Aquí estamos bien. ¿Qué hay de vosotros dos?
—Estamos bien. ¿Quiere que vayamos?
—No. Quiero que os quedéis donde estáis —dijo Swain—. Nuestro ascensor se ha llevado una buena tunda y las puertas están estropeadas. No creo que vuelvan a abrirse, así que iremos nosotros allí. Mira a ver si puedes desprender la trampilla del techo.
—De acuerdo.
Swain se dejó caer de nuevo al interior de su ascensor y contempló al grupo de gente a su alrededor: Balthazar y los dos guías. Mmm.
—Muy bien, escuchadme todos. Vamos a ir al otro ascensor. Quiero que vosotros dos vayáis primero. Yo me encargo del grandullón. ¿Entendido?
Selexin asintió. El otro guía siguió donde estaba, con los brazos cruzados en gesto desafiante.
Swain aupó a Selexin y lo subió a la trampilla. Desapareció en la oscuridad.
Luego asomó la cabeza por la trampilla y vio que Selexin cruzaba al techo del otro ascensor. Una tenue neblina de luz amarillenta apareció sobre este. Hawkins debía de haber abierto la trampilla.
Se acercó al otro guía.
—Tu turno.
Este miró con cautela a Balthazar y a continuación dijo algo en un idioma gutural.
Balthazar le respondió haciendo un gesto de desdén con la mano y un gruñido.
Resultado de ello, el guía le ofreció sus brazos a regañadientes a Swain y este lo elevó por la trampilla. Desapareció por el hueco de los ascensores.
El doctor se volvió hacia Balthazar. Este seguía desplomado en el rincón junto a las puertas traseras del montacargas. Lentamente, alzó la vista y miró a Swain.
Independientemente de lo que fuera aquel hombre, pensó, estaba muy grave. Tenía los ojos rojos, las manos ensangrentadas y arañadas, y la barba llena de saliva de Reese.
Swain le habló con delicadeza:
—No quiero matarte. Te quiero ayudar.
Balthazar ladeó la cabeza sin entender.
—Ayudar. —Swain extendió las manos y las abrió: un gesto de ayuda, no de ataque.
El guerrero habló con un hilillo de voz en su extraña lengua gutural.
Swain no lo entendió. Le ofreció sus manos de nuevo.
—Ayudar —repitió.
El guerrero frunció el ceño ante el intento frustrado de comunicación. Fue a coger la daga que Swain había blandido antes y que en esos momentos descansaba en su vaina.
La sacó.
Swain se quedó inmóvil, sin parpadear siquiera, y miró fijamente a Balthazar.
No puede hacer eso. No puede.
El hombre de la barba le dio la vuelta al cuchillo y colocó el mango en la mano de Swain. Este sintió la calidez de su mano cuando ambos sostuvieron el cuchillo que apuntaba al pecho de Balthazar.
A continuación, el gigante tiró de ambas manos hacia su pecho. Swain no sabía qué hacer, salvo dejar que aproximara la reluciente hoja más y más cerca de su cuerpo…
Entonces desvió sus manos a un lado y guardó de nuevo el cuchillo en su vaina.
Tal como había hecho Swain antes.
Alzó la vista y lo escudriñó con sus ojos ensangrentados para, a continuación, asentir.
Y entonces habló de nuevo, despacio, con su voz profunda y ronca, intentando pronunciar la palabra que Swain acababa de emplear.
—Ayudar.
Las puertas del segundo ascensor se abrieron y Stephen Swain se asomó por ellas al depósito auxiliar de la segunda planta de la Biblioteca Pública. Ocupaba el tercio posterior de esa planta y era mucho más pequeño que el depósito principal del sótano.
Filas de librerías.
Oscuras e inquietantes.
A Swain no le gustaba aquello. Había demasiados puntos ciegos.
Condujo rápidamente al grupo lejos de la zona del depósito de tamaño mediano y atravesaron un largo pasillo, en el centro exacto del edificio, que conducía a la parte delantera de la biblioteca.
Mientras recorrían a la carrera el pasillo, Selexin se puso al lado de Swain. El hombrecillo estaba examinando el techo a su alrededor.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Swain.
Selexin suspiró histriónicamente.
—No todas las criaturas del universo caminan por el suelo, señor Swain.
—Oh.
—Estoy buscando a un contendiente conocido como el Racnid. Su especie es experta en la colocación de trampas. Alargados y arácnidos, pero no particularmente atléticos, conocidos por esperar en cuevas y recovecos elevados durante largos periodos de tiempo, aguardando a que su presa pase por debajo para a continuación descender lentamente al suelo tras ella, apresarla con sus ocho extremidades y ahogarla hasta matarla.
—La ahoga hasta la muerte —dijo Swain mientras miraba hacia el techo cubierto de sombras sobre su cabeza—. Vaya. Qué bien.
Llegaron al final del pasillo central y salieron a un enorme balcón de mármol desde el que se divisaba el vestíbulo de la biblioteca. Habían llegado a la parte delantera del edificio.
Desde allí se podía ver claramente el vestíbulo de la primera planta, con sus puertas de hierro que daban a la Quinta Avenida, sus ventanas en arco, sus filas de estanterías expositoras y su iluminado mostrador de información. Toda la zona estaba a oscuras y vacía, salvo por las luces azules que penetraban por las ventanas situadas encima de las puertas de entrada.
A la izquierda, tras otro pasillo, Swain vio el vestíbulo que albergaba los ascensores de uso público, enfrente de los cuales había una sala abierta en el rincón. Una placa oscilante encima de la puerta de esa sala rezaba: «Sala de fotocopias. Uso exclusivo del personal de la biblioteca».
Arrastró a Balthazar hasta el balcón desde el que se divisaba el vestíbulo. Estaba apoyando al hombre contra el pasamano de mármol cuando los demás se unieron a ellos.
—¿Papá? —susurró Holly.
—Dime, cielo.
—Tengo miedo.
—Yo también —respondió en voz baja Swain.
Holly le tocó la mejilla izquierda.
—¿Estás bien, papa?
Swain le miró el dedo. Tenía sangre.
Se llevó la mano a la mejilla. Parecía un corte, un buen corte. Le recorría el pómulo. Se miró el cuello de la camisa y vio que tenía una mancha importante. Le había sangrado mucho la cara.
¿Cuándo había ocurrido? No lo había sentido. Ni recordaba haber notado el escozor al cortarse. Quizá hubiera sido cuando había caído encima de Reese, después de haberla golpeado. O cuando esa bestia había estado pataleando cual caballo encabritado. Swain frunció el ceño. Tenía todo borroso. No podía recordar.
—Sí, estoy bien —dijo.
Holly señaló hacia Balthazar con la barbilla; este seguía apoyado contra la barandilla de acero.
—¿Y él?
—Lo cierto es que iba a comprobarlo ahora mismo —dijo Swain mientras se arrodillaba junto a Balthazar—. ¿Me sostienes esto? —Le pasó la linterna a Holly.
La niña la encendió y la sostuvo por encima del hombro de su padre, apuntando con ella al rostro de Balthazar.
El hombre se estremeció con la luz. Swain se inclinó hacia delante.
—No, no cierres los ojos —le dijo con delicadeza. Le abrió el ojo izquierdo. Lo tenía inyectado en sangre, una mala reacción a la saliva de Reese.
—¿Puedes acercar más la luz…?
Holly dio un paso adelante y, a medida que la luz fue aproximándose, Swain vio que la pupila de Balthazar se dilataba.
Se echó hacia atrás. Algo no iba bien.
Su mirada recorrió el cuerpo de Balthazar. Todo en él sugería que era humano: extremidades, dedos, rasgos faciales. Si hasta tenía los ojos marrones…
Los ojos, pensó Swain.
Eran sus ojos los que no cuadraban. Su reacción a la luz.
Las pupilas de los humanos se contraen con la luz directa. Se dilatan en la oscuridad o con poca luz, para permitir que entre en la retina toda la luz posible. Esos ojos, sin embargo, se dilataban con una luz fuerte.
No eran ojos humanos.
Swain se volvió hacia Selexin.
—Parece humano y actúa como tal. Pero no lo es, ¿verdad?
Selexin asintió, impresionado.
—No, no lo es. Casi, sin embargo. Todo lo humano que podría ser tratándose de otra especie. Pero no, Balthazar no es humano.
—Entonces, ¿qué es?
—Ya se lo dije antes, es un criseano. Un experto en el manejo de cuchillos.
—Pero ¿por qué parece humano? —preguntó Swain—. Las posibilidades de que un alienígena evolucione exactamente igual que un hombre son de una entre un millón.
—Una entre mil millones —le corrigió Selexin—. Y, por favor, intente no usar ese término tan a la ligera. Es una palabra fea. Y además, en su situación actual, los alienígenas son clara mayoría.
—Lo siento.
—No obstante —prosiguió Selexin—, está usted en lo cierto. Balthazar no es humano, ni tampoco esa es su forma. Balthazar, y otro contendiente llamado Bellos, son amorfos, informes. Capaces de alterar su forma.
—¿Alterar su forma?
—Sí. Alterar su forma exterior. Al igual que sus camaleones pueden cambiar el color de su piel para fundirse con su entorno, Balthazar y Bellos pueden hacer lo mismo, solo que no alteran su color: cambian todo su exterior. Y tiene sentido. Es mejor convertirse en humano si se compite en un laberinto humano, porque todas las puertas o los mangos o las armas potenciales estarán hechas para ellos. Además de que…
Swain seguía atendiendo a Balthazar. Le abrió el ojo derecho y lo escudriñó con la luz de la linterna.
—¿Sí? ¿Además de qué? —dijo Swain sin volverse.
Pero Selexin no respondió.
Swain levantó la vista.
—¿Qué…? —Paró de hablar.
Selexin estaba apoyado en la barandilla, contemplando el vestíbulo de la planta baja. Swain se asomó también y siguió la mirada de Selexin.
—Oh, Dios mío —dijo despacio. Y a continuación se volvió rápidamente hacia Holly para cogerle la linterna—. Rápido, apágala.
La luz desapareció. La azul luz de la luna volvió a cubrirlos y Stephen Swain se asomó por la barandilla.
El contendiente estaba allí, en pie. Era alto y oscuro. Dos estrechos cuernos se elevaban por encima de su cabeza. La tenue luz lunar hacía relucir el lustroso metal dorado que llevaba en el pecho.
Se encontraba junto a las librerías de la exposición del vestíbulo. Allí, quieto, contemplando uno de los pasillos ante él, mirando algo que estaba fuera del campo de visión de Swain.
Este sintió un escalofrío.
No está mirando, pensó. Está al acecho.
Selexin se puso a su lado.
—Bellos —susurró sin apartar la vista del hombre con cuernos de la planta inferior. Había una veneración inconfundible en su voz—. El contendiente maloniano. Los malonianos son los cazadores más letales de la galaxia. Coleccionistas de trofeos. Han ganado más Presidia que cualquier otra especie. Si hasta han llevado a cabo una batalla interna entre seis de ellos para determinar quién competiría en el Presidian.
Swain lo observaba mientras escuchaba. El ser cornudo, Bellos, era un ejemplar esplendoroso de hombre. Alto y de espaldas anchas, corpulento y, salvo por su torso dorado, completamente vestido de negro. Resultaba de lo más imponente.
—Recuerde. Son seres informes —dijo Selexin—. Tiene sentido adoptar una forma humana. Más aún si es una forma humana superior.
Swain estaba a punto de responder cuando oyó que Hawkins susurraba detrás de él:
—Oh, Dios mío. ¿Dónde está Parker?
Swain frunció el ceño. Hawkins había dicho algo antes. Que Parker era su compañera de patrulla. Los habían enviado allí a vigilar el interior del edificio por la noche. Quizá aún estuviera allí, en algún lugar…
—¡Moriturum te saluto!
La voz resonó por el vestíbulo de paredes de mármol. Swain dio un brinco al notar que un terror paralizante empezaba a recorrerle las venas.
¡Nos ha visto!
—Saludos, compañero. Ante ti se halla Bellos…
La mente de Swain comenzó a funcionar a toda velocidad. ¿Adónde podían ir? Le llevaban cierta ventaja. Seguían estando una planta por encima de él.
—… bisnieto de Trome, vencedor del quinto Presidian. Y, al igual que su bisabuelo y otros dos malonianos antes que él, Bellos saldrá invicto de esta batalla, ni vencido por un contendiente ni desgarrado por el karanadon. ¿Quién eres tú, mi valioso y aun así desafortunado oponente?
Swain tragó saliva. Tomó aire e iba a ponerse en pie y responder cuando oyó otro ruido.
Provenía de abajo.
De algún lugar del vestíbulo.
Swain se dejó caer al suelo, fuera de todo campo de visión. Bellos no los había visto.
Estaba desafiando a otro.
Y entonces, lentamente, otro contendiente apareció por la izquierda. Una sombra oscura y esquelética que se arrastró lentamente por entre las librerías de la exposición.
Se acercó furtivamente a Bellos.
Fuera lo que fuera aquella criatura, era de una longitud considerable, de al menos metro ochenta, pero delgada, similar a un insecto, con extremidades largas y angulosas no muy distintas a las de un saltamontes, y que pendía en vertical de una de las estanterías.
Aunque Swain no podía verle muy bien la cara, sí que podía apreciar que su siniestra cabeza estaba parcialmente cubierta por una especie de máscara de acero. Sus movimientos iban acompañados de una extraña respiración mecánica.
—¿Qué es? —susurró.
—Es el konda —dijo Selexin—. Una especie muy violenta de las regiones exteriores; han evolucionado a un físico similar al de un insecto; según aquellos que apuestan en el Presidian, es un serio candidato a ganarlo. No pierda de vista sus dos garras delanteras, los extremos de las uñas de cada pulgar segregan un veneno altamente venenoso. Si el konda le pincha la piel y luego inserta su uña pulgar en la herida, créame, morirá entre gritos de dolor. Su única debilidad: sus pulmones no están preparados para soportar la toxicidad de la atmósfera de este planeta. De ahí el aparato para respirar.
El konda estaba acercándose más a Bellos, un sombra inquietante que se movía a ritmo constante a lo largo del lado vertical de la estantería.
Bellos no se movió. Siguió allí, delante de la exposición, quieto.
Swain notó una sensación de lo más extraña mientras contemplaba la escena. Una especie de emoción voyerista por estar presenciando algo que nadie más vería. Que nadie querría ver.
El konda se arrastró con cautela hacia Bellos, ganando velocidad conforme se acercaba…
De repente, Bellos alzó la mano.
El konda se detuvo al momento.
Swain frunció el ceño.
¿Por qué ha…?
Entonces algo más captó su atención.
Algo en primer plano, entre Swain y el konda.
Era pequeño y negro, una sombra sobreimpuesta en la oscuridad, que avanzaba grácil y sigiloso por la parte superior de las estanterías de madera, acercándose al konda por detrás.
Por detrás.
Swain observó atónito cómo otra criatura idéntica avanzaba por la parte superior de las estanterías desde la otra dirección. Sus movimientos se asemejaban a los de un gato. Amenazadores en su suprema furtividad.
Selexin también los vio.
—Oh, por todos los dioses —musitó—. Hoodayas.
Swain se volvió a mirar al hombrecillo. Estaba contemplando la escena con los ojos abiertos de par en par, blancos del terror.
Swain se giró.
Dos criaturas más, cada una del tamaño de un perro, estaban avanzando a cuatro patas por la parte superior de las estanterías de la exposición, saltando con facilidad de una a otra. El doctor vio sus caras oscuras, sus dientes afilados y sus huesudos pero musculosos miembros, vio sus colas serpenteantes agitándose amenazadoras tras ellos.
Selexin estaba susurrando para sí:
—No puede hacer eso. No puede. Dios mío. Hoodayas.
Las cuatro criaturas (los hoodayas, supuso Swain) habían formado en esos momentos un amplio círculo por encima del pasillo en el que se encontraba el konda.
El insecto no se había movido un centímetro. No se había percatado de su presencia.
Aún no.
Bellos bajó la mano. Y a continuación se dio la vuelta.
Swain vio que el konda cambiaba al instante de postura, preparándose para atacar.
No tiene ni idea, pensó mientras contemplaba la escena por encima de la barandilla de mármol. No tiene ninguna posibilidad…
Fue entonces cuando los cuatro hoodayas saltaron desde las estanterías.
Al pasillo.
Unos alaridos inquietantes, estridentes, como de otro mundo, llenaron el vestíbulo. Las estanterías a ambos lados del pasillo de la exposición temblaron cuando el konda voló violentamente de lado a lado ante el repentino ataque.
Swain advirtió que el rostro de Hawkins palidecía por momentos. Selexin estaba simplemente estupefacto. Estrechó a Holly contra sí para que no presenciara aquello.
—No mires, cielo.
Los espantosos gritos prosiguieron.
Y a continuación, sin previo aviso, la estantería más cercana se cayó y Swain pudo contemplar entonces toda la escena: vio al konda, gritando fuera de sí, cercado por los cuatro hoodayas, con sus dos extremidades delanteras venenosas extendidas, inmovilizadas contra el suelo por dos de los seres cuadrúpedos, mientras las otras dos criaturas le desgarraban rostro y estómago. En cuestión de segundos, le arrebataron la máscara para respirar y los alaridos de la desafortunada criatura se convirtieron en resuellos ahogados y desesperados, roncos.
Entonces, de repente, los resuellos de dolor cesaron y el cuerpo del konda cayó inerte al suelo.
Pero los hoodayas no se detuvieron ahí. Swain vio cómo abrían las fauces y las hundían en su piel. La sangre salió disparada en todas direcciones cuando uno de ellos arrancó un trozo de carne del cuerpo del konda y lo sostuvo triunfal en alto.
Swain miró a la izquierda cuando oyó otro ruido.
Pisadas.
Pisadas rápidas. Apenas perceptibles, audibles. Alejándose.
Uno de los hoodayas también las oyó. Levantó la cabeza del festín. Saltó del cuerpo del konda y echó a correr por el pasillo más cercano de la exposición del depósito.
Swain no sabía qué estaba ocurriendo hasta que oyó un ruido, como si alguien hubiera sido placado en el suelo. Entonces oyó otro alarido (un grito desesperado, patético), que cesó casi tan pronto como hubo comenzado.
Swain oyó que Selexin tragaba saliva e inmediatamente lo supo.
Había sido el guía. El guía del konda. Swain vio la expresión del rostro de Selexin. El otro guía jamás había tenido la más mínima posibilidad.
Miró de nuevo hacia el cuerpo inerte del konda con los hoodayas encima.
—Selexin.
No obtuvo respuesta.
El hombrecillo estaba mirando a la nada, en estado de shock.
—Selexin —susurró. Le dio un codazo suave para que volviera en sí.
—¿Q… Qué?
—Rápido —dijo Swain con crudeza para intentar sacar a su guía de aquella especie de trance—. Hábleme de ellos. De esos hoodayas, o comoquiera que los haya llamado.
Selexin tragó saliva.
—Los hoodayas son animales de caza. Bellos es un cazador. Bellos usa los hoodayas para cazar. Así de simple.
—Hábleme más de ellos, por favor —dijo Swain.
—¿Por qué? Ya da igual.
—¿Por qué dice eso?
—Señor Swain, no puedo más que elogiarlo. Sus esfuerzos hasta el momento me han hecho albergar cierta esperanza respecto a mi supervivencia. Ya ha excedido todo esfuerzo humano previo en el Presidian. Pero ahora —Selexin hablaba frenéticamente, desesperado—, ahora tengo la desgracia de decirle que acaba de ser testigo de la firma de su propia sentencia de muerte.
—¿Qué?
—No puede ganar. El Presidian ha concluido. Bellos ha incumplido las normas. Si es descubierto, cosa que no ocurrirá porque es demasiado listo, será descalificado: asesinado. Pero si no lo descubren, ganará. Nadie puede escapar de él si tiene a sus hoodayas. Son la mejor arma de un cazador. Sanguinarios y despiadados. Con ellos a su lado, Bellos es imparable.
Selexin negó con la cabeza.
—¿Recuerda al karanadon? —dijo mientras señalaba a la luz verde de la pulsera de Swain.
—Sí. —Lo cierto es que se había olvidado de él, pero no se lo dijo.
—Solo un cazador ha conseguido matar a un karanadon en libertad. ¿Y sabe quién fue?
—Dígamelo usted.
—Bellos. Con sus hoodayas.
—Genial.
Se hizo un silencio incómodo.
A continuación Swain dijo:
—Bueno, vale, ¿cómo los metió aquí? Si lo trajeron aquí como a mí, ¿no se habrían asegurado los suyos de que no llevaba algo más con él?
—Sí, tiene razón, pero tiene que haber una manera… algo que haya encontrado y que nadie pensara que… alguna manera de teletransportarlos aquí…
—Eh. —Hawkins le tocó el hombro a Swain—. Está haciendo algo.
Bellos estaba inclinado sobre el cuerpo del konda, haciendo algo que Swain no podía ver. Cuando finalmente se puso en pie, Bellos tenía la máscara del konda en sus manos. Un trofeo.
Se ató la máscara al cinturón y acto seguido bramó una orden brusca a los tres hoodayas que seguían dándose un festín con el torso del konda. Estos se apartaron al unísono del cuerpo del contendiente y se colocaron tras Bellos, al mismo tiempo que el cuarto regresaba de la caja de la escalera con largos jirones de tela blanca ensangrentada entre sus fauces y garras.
A continuación, Bellos se acercó al mostrador de información en el lado sur del vestíbulo.
Situado detrás de Swain, Hawkins ahogó un grito.
Bellos se agachó tras el escritorio, cogió algo entre sus enormes y oscuras manos y lo llevó junto al cuerpo del konda.
Tan pronto como lo vio, Swain supo de qué se trataba. Era pequeño y blanco, parecía sin vida. El guía de Bellos.
Este dijo algo rápidamente y los hoodayas corrieron tras el mostrador de información. Luego cogió el cuerpo inerte de su guía, se lo echó al hombro y señaló en dirección al contendiente muerto.
—¡Inicializar! —dijo en voz alta.
Al momento, una pequeña esfera de luz blanca apareció encima de la cabeza del guía muerto, iluminando el espacio abierto del vestíbulo. Por acto reflejo, Swain se agachó bajo la barandilla de mármol, lejos de la luz. La esfera blanca brilló durante unos cinco segundos hasta desaparecer de repente. El vestíbulo volvió a quedar a oscuras.
Selexin se volvió con solemnidad hacia Swain.
—Eso, señor Swain, ha sido Bellos reclamando su primera víctima.
Swain se volvió hacia el grupo congregado a su alrededor.
—Me parece que es hora de que nos movamos.
—Creo que tienes razón. —Hawkins ya se estaba apartando de la barandilla.
Swain cogió a Balthazar y se pasó su brazo por el hombro.
—Hawkins —dijo—. Los ascensores de uso público.
—Ya mismo. —Hawkins se adelantó y echó a andar por el pasillo por el que se accedía a ellos.
Swain se volvió hacia el resto.
—Cogemos un ascensor y lo volvemos a detener entre las plantas. Hasta el momento ha sido el escondite más seguro.
Levantó a Balthazar de la barandilla, con Holly a su lado y Selexin y el guía del criseano por delante.
Hawkins llegó al vestíbulo iluminado de los ascensores, al final del pasillo. Pulsó el botón de llamada y alzó la vista hasta el visualizador numérico que había encima de las puertas del ascensor…
Y algo muy extraño ocurrió.
—Oh, Dios mío… —musitó.
De acuerdo con el visualizador numérico, el ascensor había estado detenido en la planta baja. Después de que Hawkins pulsara el botón de llamada, sin embargo, en vez de subir, el número iluminado había descendido del 1 a la planta-1… donde se había detenido.
El ascensor estaba bajando primero.
—Oh, no —dijo Hawkins.
Entonces vio que el botón de llamada se iluminaba.
—¡No…!
Corrió junto a Swain, que seguía cerca del balcón.
—Tengo noticias muy malas. Han averiguado cómo usar los ascensores.
—Son inteligentes… —dijo Selexin.
—¡Son monstruos! —dijo Hawkins, tal vez demasiado alto.
—Extraterrestres sí, monstruos no —susurró Selexin—. Yo diría que averiguar el funcionamiento de un artilugio como su ascensor es algo de lo más inteligente.
Hawkins se volvió hacia Swain.
—La cuestión es que he llamado al ascensor. Lo que quiera que esté en él está subiendo a esta planta ahora.
Swain se mordió el labio.
—Bien. No importa. Tendremos que encontrar otro lugar al que ir.
Le pasó a Balthazar al policía y regresó al balcón. El pasillo contrario que llevaba al ala sur de la biblioteca estaba bloqueado por una sólida puerta de roble que permanecía cerrada.
Así que Swain se decidió por la única salida posible: la puerta que daba al largo pasillo central por el que habían ido antes.
Abrió la puerta, escudriñó el pasillo y descubrió otra puerta en el otro extremo que en esos momentos estaba… abriéndose.
—Mierda. Por ahí tampoco podemos ir —dijo mientras cerraba la puerta y retrocedía hacia la balconada—. Esto no pinta bien.
Se arrastró hasta la barandilla, por la que se divisaba el vestíbulo, para ver si Bellos continuaba ahí.
El cazador de enormes cuernos seguía junto al mostrador de información, donde había depositado a su guía, ajeno a la presencia del grupo de Swain.
Al menos algo va bien. Se volvió hacia los demás cabizbajo, inmerso en sus pensamientos. Aun así tenían que irse. Algo saldría en cualquier momento del ascensor y no quería estar allí cuando lo hiciera.
Finalmente, alzó la vista hacia los demás, a poca distancia del pasillo por el que se iba a los ascensores de uso público.
Holly lo observaba.
Selexin y el otro guía lo miraban boquiabiertos.
Hawkins también estaba allí, mirándolo fijamente mientras sostenía a Balthazar.
Pero fue Balthazar quien llamó la atención de Swain.
El hombre barbudo tenía apoyado su brazo izquierdo sobre el hombro de Hawkins para tenerse en pie. Pero su mano derecha sostenía en lo alto una hoja brillante de acero.
Estaba a punto de lanzarla.
Listo para atacar.
Swain no sabía qué hacer. ¿Qué había ocurrido? Balthazar estaba dispuesto a lanzarle un cuchillo y los demás no hacían nada…
Balthazar arrojó la hoja.
Swain aguardó el impacto. Aguardó a que se le clavara en el pecho y sintiera el dolor ardiente de la hoja alojada en su corazón…
El cuchillo cortó el aire a una velocidad pasmosa.
Pasándolo de largo.
Swain oyó un golpe sordo cuando el cuchillo se incrustó en la barandilla tras él. En la barandilla de mármol.
Entonces Swain oyó el grito.
Un aullido desgarrador, estridente, de pura agonía.
Se volvió y vio que el cuchillo de Balthazar había inmovilizado la garra izquierda delantera del hoodaya en la barandilla de mármol. La fuerza con la que lo había lanzado había sido tal que el cuchillo se hundió varios centímetros en la piedra. Había atrapado al hoodaya cuando este intentaba trepar por la barandilla desde el vestíbulo inferior, justo detrás de Swain.
El hoodaya gritó y durante un instante Swain pudo ver sus facciones de cerca. Cuatro extremidades negras y musculosas, todas con garras afiladas cual dagas; una cabeza esférica del tamaño de la de un perro que no parecía albergar más que dos enormes fauces. Los ojos estaban allí, en alguna parte, pero lo único en lo que podía fijarse era en aquellos dientes afilados.
Y, tras el hoodaya, Swain vio de reojo a Bellos, junto al mostrador.
Mirándolo.
Sonriendo.
Lo había sabido todo el tiempo…
Swain se apartó tambaleante de la barandilla mientras el cuadrúpedo intentaba liberar su garra. Al doctor le dio la sensación de que el cuchillo era lo único que evitaba que el hoodaya cayera al vacío.
En ese momento se oyó otro silbido en el aire y otro cuchillo se clavó en el antebrazo del hoodaya, seccionando el estrecho hueso justo encima de su garra, ¡separando la garra de la extremidad!
Con un alarido, el hoodaya cayó al vestíbulo inferior, dejando tras de sí una huesuda garra de cinco dedos, inmovilizada contra la barandilla por el primer cuchillo.
Hawkins le gritó a Swain.
—¡Aquí! ¡Por aquí!
Swain vio que el dispar grupo corría hacia la sala de las fotocopias situada al final del pasillo. Fue tras ellos y cuando llegó a la puerta de la sala, miró hacia atrás y advirtió que los hoodayas restantes trepaban lenta y amenazadoramente por la barandilla.
Swain cerró la puerta tras de sí y se encontró en el interior de un cuartito repleto de folios.
Hawkins encabezaba la marcha con Balthazar a cuestas. Abrió otra puerta en el extremo más alejado de la estrecha estancia que daba a una habitación rinconera. Swain lo siguió y se detuvo en el umbral.
—No sé si esto es una buena idea. —Entró y cerró la puerta.
De repente se oyó un golpetazo a su espalda y Swain se volvió. Se asomó por una pequeña ventana rectangular dispuesta en la puerta y vio que los hoodayas estaban golpeando la puerta exterior del cuarto trastero.
Se volvió para mirar la sala de fotocopias.
—Lo siento —dijo Hawkins mientras dejaba en el suelo a un Balthazar agotado.
La instalación de reprografía para el personal de la Biblioteca Pública era en realidad una habitación desprovista de fotocopiadoras. Una adición relativamente nueva en un edificio relativamente viejo al que le estaban cambiando la instalación eléctrica. Cables con los extremos abiertos pendían del techo, y las instalaciones para la toma de corriente en las paredes estaban sin cubrir. Incluso el interruptor de la luz que había junto a la puerta era un mero armazón de metal lleno de cables pelados. Lo más importante para Swain, sin embargo, era que se encontraba en una esquina del edificio: había ventanas en sus dos lados, pero no otras puertas.
Solo había una entrada.
Era un callejón sin salida.
Genial, pensó Swain.
Los golpes continuaron en el exterior. Volvió a mirar por la pequeña ventana rectangular. La puerta exterior permanecía cerrada, pero cada pocos segundos vibraba violentamente cuando los hoodayas la aporreaban desde el otro lado.
Hawkins y Holly estaban junto a las ventanas, mirando impotentes la Quinta Avenida.
Swain tiró de su hija hacia sí. Un gesto protector.
—No te acerques demasiado —le dijo mientras señalaba el marco de la ventana, a las diminutas garras azules que brotaban de sus extremos.
—Eh, discúlpenme, pero creo que tenemos problemas más acuciantes que las ventanas —dijo Selexin con impaciencia.
El aporreo de la puerta prosiguió.
—Cierto. —Swain examinó la habitación en busca de algo que pudiera usar. Lo que fuera. Pero no había nada. Absolutamente nada. Estaba completamente vacía.
Y entonces, con un fuerte crujido, la puerta exterior del trastero cedió hacia dentro.
—Han entrado —dijo Hawkins mientras corría a la puerta interior e intentaba ver algo a través de la pequeña ventana de esta.
—Dios —dijo Swain.
En un segundo, el primer hoodaya llegó a la puerta. Hawkins retrocedió cuando esta se sacudió.
—¡Retroceded! —gritó Swain—. ¡Van a la ventana!
El segundo se dirigió justo hacia ese punto.
Los cristales volaron por todas partes cuando la ventana reventó hacia dentro. El hoodaya se agarró al marco e intentó colar la garra por la abertura.
Los otros estaban aporreando insistentemente la puerta.
—¿Qué hacemos? —gritó Hawkins—. No resistirá mucho. ¡La otra puerta no lo hizo!
—¡Lo sé! ¡Lo sé! —Swain estaba intentando pensar.
Los hoodayas seguían con su vapuleo. Las bisagras crujían de manera inquietante. El animal que había introducido la pata por la ventana rota se esforzaba por meter la cabeza por ella, pero el agujero era demasiado pequeño. Bufaba y rugía como un loco.
Swain se volvió.
—Todos a ese rincón. —Señaló al más alejado—. Quiero…
Paró de hablar y escuchó el leve sonido de la lluvia golpeando el exterior de las ventanas. Algo había cambiado. Algo de lo que apenas si se había percatado. Escuchó en silencio.
El silencio.
Eso era.
Los golpes habían cesado.
¿Qué estarán haciendo?
Swain se volvió hacia la puerta.
Lenta, casi imperceptiblemente, el mango de la puerta empezó a girar.
Hawkins también lo vio.
—Hostia puta… —acertó a decir.
Swain se lanzó hacia la puerta.
Demasiado tarde.
El pomo siguió rotando…
¡Clic!
Estaba cerrado. Swain respiró.
El pomo volvió a girar. Volvió a sonar el clic.
Y otra vez.
Están probando, una y otra vez, pensó horrorizado.
Fue entonces, mientras Swain contemplaba la puerta desde el suelo, que una larga y oscura garra se deslizó silenciosamente por la ventana rota. El huesudo y negro brazo descendió mientras doblaba sus uñas afiladas. La letal garra estaba bajando hacia la derecha cuando Swain advirtió lo que estaba haciendo.
Se volvió hacia Balthazar, para ver si podía clavarle otro cuchillo a esa garra. Pero, tras haber lanzado dos antes, este estaba exhausto, sentado en el suelo con la cabeza gacha. Swain vio los cuchillos en su tahalí y se le pasó por la cabeza usarlos, pero concluyó que no quería acercarse demasiado a aquella feroz extremidad.
—Rápido —le dijo a Hawkins—. Las esposas.
El policía, sorprendido, le proporcionó del cinturón del arma un par de esposas. Swain las cogió.
La garra seguía descendiendo lentamente, acercándose cada vez más al pomo.
—Está intentando quitarle el cierre a la puerta… —musitó impresionado Hawkins. Tan pronto como girara el pomo desde dentro, la puerta se abriría. Y entonces…
Swain fue junto a la puerta mientras procuraba abrir al mismo tiempo las esposas. Pero no lo conseguía.
El pomo volvió a girar y Swain retrocedió, temiendo que se abriera de un momento a otro.
La puerta siguió cerrada.
Había provenido de fuera. Uno de los hoodayas seguía intentando girar el pomo. La puerta aún estaba cerrada. Pero aquella garra se estaba aproximando al pomo interior.
—¡Están cerradas! ¡Las esposas están cerradas! —gritó con incredulidad Swain mientras las manoseaba.
—Mierda. —Hawkins sacó unas llaves de su bolsillo—. Ten. La más pequeña.
Swain cogió las llaves con las manos temblorosas e intentó meter la más pequeña en las esposas.
—¡Aprisa! —dijo Selexin.
La garra estaba ya en el pomo. Tanteándolo.
A Swain le temblaban tanto las manos que la llave se le resbaló de la cerradura de las esposas.
—¡Rápido! —gritó Selexin.
Swain metió la llave y la giró. Las esposas se abrieron.
—¡Allí! —dijo mientras corría a colocarse bajo el pomo.
La garra estaba en esos momentos intentando agarrar el pomo.
Swain se acercó al interruptor de la luz que había junto a la puerta. Los cables sobresalían de un armazón plano y sólido de metal. Cerró una de las esposas por entre una hendidura de este.
La garra empezó a girar lentamente el pomo.
Swain deslizó la segunda esposa por detrás de la garra, alrededor de la parte más estrecha del pomo, la parte más pegada a la puerta.
A continuación la cerró justo cuando la garra giró el pomo del todo. Se oyó el clic del cierre. La puerta se abrió un par de centímetros hacia dentro.
Y, de repente, empezó a ser golpeada desde fuera.
Las esposas se tensaron al instante, asegurando la puerta al armazón de metal de la pared.
En esos momentos la abertura era de unos quince centímetros y Swain cayó de espaldas cuando uno de los hoodayas quiso colarse por el estrecho hueco abierto entre la puerta y el marco.
Los seres aullaron con todas sus fuerzas mientras arañaban el marco de la puerta y se arrojaban contra esta.
Pero las esposas resistieron.
El hueco entre la puerta y el marco era demasiado estrecho.
Los hoodayas, del tamaño de perros, no podían entrar.
—Bien hecho —dijo Hawkins.
Swain no estaba impresionado.
—Si no pueden abrirla, pronto la echarán abajo. Tenemos que salir de esta habitación.
Los hoodayas seguían golpeando la puerta.
Swain se volvió, buscando alguna salida, cuando de repente vio a Holly junto a una de las ventanas. Estaba combada sobre ella como si estuviera herida.
—¡Holly! ¿Estás bien? —Corrió junto a ella.
—Sí… —le respondió distraída.
Los golpes continuaron. Los bufidos y alaridos de los hoodayas llenaban la habitación.
—¿Qué estás haciendo? —le dijo rápidamente.
—Jugar con la electricidad.
Swain miró de reojo a la puerta mientras se colocaba junto a su hija. Holly tenía el teléfono a cinco centímetros del alféizar de la ventana. Cuando lo acercó, fue como si los diminutos rayos azules formaran un amplio círculo, alejándose del auricular.
Swain se había olvidado de que Holly todavía tenía el teléfono. Frunció el ceño. No sabía por qué la electricidad se alejaba del aparato. Después de todo, no funcionaba…
Los golpes y gruñidos de los hoodayas prosiguieron.
Pero la puerta seguía resistiendo.
—¿Me lo dejas? —le preguntó Swain rápidamente. Holly se lo dio mientras este seguía con la vista en la puerta.
Entonces, de repente, el ruido cesó.
Silencio.
Swain oyó a los hoodayas marcharse del pequeño almacén de folios.
—¿Qué está pasando? —dijo Hawkins.
—No lo sé. —Swain fue a mirar por entre el hueco de la puerta.
—¿Van a volver? —preguntó Selexin.
—No los veo —dijo Swain—. ¿Por qué se van?
Por el hueco de la puerta entreabierta, Swain vio que la puerta exterior no estaba cerrada. Los hoodayas la habían dejado así. Tras ella, envueltas en la oscuridad, se hallaban las puertas que daban a los ascensores de uso público.
Y entonces vio el motivo por el que los hoodayas se habían marchado abruptamente.
Con un leve ping, las puertas del ascensor más cercano empezaron a abrirse despacio.
Una noche tranquila, pensó con sarcasmo Bob Charlton mientras entraba en las abarrotadas dependencias de la comisaría del decimocuarto distrito policial de Nueva York.
Llegó al mostrador de recepción y gritó por encima del caos:
—Soy Bob Charlton y estoy aquí para ver al capitán Dickson.
—¿Señor Charlton? Henry Dickson —dijo este. Le tendió la mano a Charlton cuando este accedió al relativo silencio de su despacho—. Neil Peters me dijo que vendría. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Tengo un problema en el centro de la ciudad con el que me dijeron que usted me podría ayudar.
—¿Y bien…?
Charlton dijo:
—En algún momento de las últimas veinticuatro horas hemos perdido el suministro eléctrico en una de las cuadrículas del centro. El teniente Peters me dijo que habían capturado a un tipo en esa zona.
—¿Dónde se encuentra esa cuadrícula suya? —preguntó Dickson.
—Entre la calle Cuarenta y Dos y la Treinta y Cuatro, en el eje norte-sur.
Dickson miró el mapa que tenía en la pared junto a él.
—Sí, así es. Hemos cogido a un tipo en esa área. Justo esta mañana —dijo Dickson—. Pero no creo que vaya a serle de mucha ayuda. Lo cogimos en la Biblioteca Pública.
—¿Qué estaba haciendo allí?
—Un ladrón de pacotilla robando ordenadores. Al parecer acaban de poner unos servidores nuevos y ese pobre bastardo debió de toparse con algo más grande.
—¿Algo más grande? —preguntó Charlton.
—Lo encontramos cubierto de sangre.
Charlton parpadeó.
—Solo que no era su sangre. Era la del vigilante de seguridad.
—Oh, Dios mío.
—En efecto.
Charlton se inclinó hacia delante con gesto serio.
—¿Cómo entró? En la Biblioteca, me refiero.
—No lo sabemos aún. Tenemos a unos hombres allí ahora. Como podrá comprobar, en estos momentos andamos algo ocupados. Una patrulla irá allí mañana para determinar el punto de entrada.
Charlton preguntó:
—El ladrón, ¿sigue aquí?
—Sí. Lo tenemos encerrado abajo.
—¿Podría hablar con él?
Dickson se encogió de hombros.
—Claro, pero yo no pondría muchas esperanzas en él. No ha parado de decir tonterías desde que llegó.
—Bueno, me gustaría intentarlo de todas maneras. Algunos de esos edificios antiguos tienen válvulas amplificadoras en los sitios más extraños. Tal vez se cargara algo al entrar. ¿Le parece bien?
—Claro.
Los dos hombres se levantaron y caminaron hacia la puerta. Dickson se detuvo.
—Oh, le aviso, señor Charlton —dijo—. Espero que tenga un estómago fuerte. Lo que va a ver no es nada agradable.
Charlton se estremeció cuando vio al hombre de color en una pequeña celda.
No habían sido capaces de limpiarle toda la sangre del rostro. Quizá a aquellos a quienes les habían encargado esa tarea también les habían entrado ganas de vomitar, pensó Charlton. Fuere como fuere, no habían acabado el trabajo. Mike Fraser todavía tenía franjas verticales de sangre seca recorriéndole la cara, como extrañas pinturas de guerra.
Fraser estaba sentado en el extremo más alejado de la celda, contemplando la pared de hormigón, hablando frenéticamente para sí, haciendo gestos extraños a un amigo invisible.
—Es él —dijo Dickson.
—Santo Dios —murmuró Charlton.
—No ha dejado de hablarle a esa pared desde que lo metimos en la celda. La sangre de la cara se le ha secado. Tendrá que quitársela él después, cuando haya recuperado el suficiente juicio como para poder darse una ducha.
—Me dijo que su nombre era Fraser… —dijo Charlton.
—Sí. Michael Thomas Fraser.
Charlton dio un paso al frente.
—¿Michael? —le dijo con voz amable.
No obtuvo respuesta. Fraser seguía dirigiéndose a la pared.
—¿Michael? ¿Puede oírme?
Sin respuesta.
Charlton le dio la espalda a la celda para hablar con Dickson.
—No han llegado a averiguar cómo entró en la Biblioteca, ¿verdad?
—Como le he dicho antes, mañana irá una patrulla.
—Bien…
Dickson dijo:
—No va a obtener nada de él. No le ha dicho una palabra a nadie en todo el día. Probablemente ni siquiera pueda oírle.
—Mmm —murmuró Charlton—. Pobre diablo.
—Está oyendo su voz —le susurró Mike Fraser a Bob Charlton al oído.
Charlton dio un brinco y se alejó de la celda.
Fraser estaba en ese instante cerca de los barrotes, a escasos centímetros de él, y Charlton no le había oído acercarse.
El detenido siguió hablando en aquel forzado susurro:
—¡Sea lo que sea eso, está oyendo su voz! Y si sigue hablando…
El ladrón tenía en esos momentos su rostro ensangrentado totalmente pegado contra los barrotes, intentando acercarse todo lo posible a su interlocutor. Las marcas de sangre seca que le recorrían verticalmente el rostro le conferían un aspecto demoníaco.
—¡Sea lo que sea eso, está oyendo su voz! Y si sigue hablando… —susurró de nuevo, cual maniaco.
—¡Y si sigue hablando! ¡Hablando! ¡Hablando! ¡Aaaaaaah! —Fraser estaba mirando al techo, a alguna criatura imaginaria que se cernía sobre él. Alzó sus manos para protegerse de un enemigo invisible—. ¡Oh, Dios mío! ¡Está aquí! ¡Lo tengo detrás! ¡Oh, Dios mío! ¡Ayúdame! ¡Qué alguien me ayude!
Empezó a sacudirse aferrando como un loco los barrotes. Finalmente cayó inerte y sus brazos quedaron colgando por entre las barras de metal. Fraser miró a Charlton.
—No vaya allí —musitó.
Charlton se acercó y le habló con dulzura.
—¿Por qué? ¿Qué hay allí?
Fraser esbozó una sonrisa taimada a través de su máscara escarlata.
—Si tiene que ir, vaya. Pero no saldrá con vida.
—Está loco. Ha perdido el juicio, eso es todo —dijo Dickson mientras volvían a la entrada principal de la comisaría.
—¿Cree que fue él quien mató al vigilante? —preguntó Charlton.
—¿Él? No. Sin embargo, es probable que se topara con quienes lo hicieron.
—¿Y cree que intentaron asustarlo? ¿Qué lo pintaron con la sangre del muerto para meterle miedo en el cuerpo?
—Algo así.
Charlton se tocó la barbilla mientras caminaba.
—No lo sé. Creo que será mejor que eche un vistazo a nuestras conexiones con la biblioteca. Merece la pena. Cabe la posibilidad de que quienquiera que cogiera a Mike Fraser también decidiera sabotear el suministro. Y si cortaron el empalme de la válvula amplificadora, sin duda pudieron cargarse todo el sistema.
Llegaron a la puerta.
—Capitán —dijo Charlton mientras los dos hombres se estrechaban la mano—, gracias por su tiempo y su ayuda. Ha sido… bueno… interesante, por decirlo de algún modo.
Swain asomó la cabeza por entre la puerta esposada del cuarto de la Biblioteca Pública de Nueva York que, de un modo un tanto generoso, habían bautizado como «sala de fotocopias».
Las puertas del ascensor de uso público estaban en esos momentos abiertas del todo, pero no ocurría nada.
El ascensor estaba allí, quieto.
Abierto y en silencio.
Por su parte, los hoodayas parecían haber desaparecido. Tras salir del cuartito donde se guardaba el papel, debían de haberse marchado por algún pasillo, escondiéndose…
Swain observó fijamente, aguardando a que algo saliera del ascensor.
—Podría estar vacío —dijo Hawkins.
—Podría ser —dijo Swain— que quienquiera que pulsara el botón no llegara a entrar.
—Shhhh —susurró Selexin—. Está saliendo algo.
Se giraron para mirar hacia allá.
—Oh, oh —dijo Hawkins.
—Oh, joder —suspiró Swain—. ¿Pero es que ese tipo no se da por vencido?
La cola fue lo primero en emerger del ascensor, apuntando hacia delante, cerniéndose en horizontal a más de un metro del suelo. Swain pudo ver desde allí sin dificultad el punto de la cola donde se había roto el hueso. Las antenas aparecieron a continuación, seguidas del morro, moviéndose con cautela fuera del ascensor.
—No es macho —dijo Selexin—. Ya se lo he dicho antes, Reese es hembra.
—¿Cómo ha hecho funcionar el ascensor? —preguntó Hawkins mientras observaba a Reese, que bajaba el morro y olisqueaba el suelo.
—Me imagino —dijo Selexin— que habrá olido un rastro residual de humano en los botones…
De repente, Reese alzó el morro y apuntó directamente a ellos. Swain y Hawkins se ocultaron al instante tras la puerta. Selexin no se movió.
—¿Qué están haciendo? No puede verlos —susurró—. Solo puede olerlos. Esconderse tras una puerta no eliminará su rastro. Además —añadió con amargura—, probablemente ya sepa que estamos aquí.
Swain y Hawkins retomaron sus posiciones en la puerta.
El agente dijo:
—Entonces ¿por qué no viene?
Selexin suspiró.
—Honestamente, no sé por qué me molesto en explicarles nada. Creo que el motivo por el que Reese no ha venido directamente tras nosotros es más que obvio.
—¿Y cuál es? —dijo Hawkins.
—Porque ha olido algo más —dijo Selexin—. Otras criaturas a las que me apuesto que, sin duda, teme más que a ustedes.
—Los hoodayas —dijo Swain sin apartar la mirada de la hembra, completamente quieta en el interior del ascensor.
—Correcto. Y, dado que se han marchado hace poco, su rastro probablemente sea muy fuerte —dijo Selexin—. Por ello me atrevo a afirmar que Reese está de lo más preocupada en estos momentos.
Durante un largo minuto la observaron en silencio. Su cuerpo, gacho y alargado cual dinosaurio, no se movió un ápice. Tenía la cola levantada, en tensión, lista para atacar.
Hawkins dijo:
—Entonces, ¿qué hacemos?
Swain, pensativo, frunció el ceño.
—Salir —dijo finalmente.
—¿Qué? —dijeron Hawkins y Selexin al mismo tiempo.
Swain ya estaba abriendo las esposas.
—No podemos seguir aquí —dijo—. Tarde o temprano uno de esos cabrones va a echar la puerta abajo. Y cuando eso ocurra, estaremos atrapados. Opino que debemos estar listos para echar a correr tan pronto como pase algo.
—¡Tan pronto como pase algo! —dijo Selexin—. Un plan más bien impreciso, si me permite que se lo diga.
Swain se guardó las esposas en el bolsillo y se encogió de hombros.
—Digamos que tengo la sensación de que algo está a punto de ocurrir allí fuera. Y cuando eso suceda, quiero que todos estemos preparados para huir.
Varios minutos después, Swain tenía a Balthazar sobre su hombro mientras Hawkins cogía a Holly de la mano. La puerta interior estaba abierta unos sesenta centímetros.
Fuera, Reese seguía quieta delante del ascensor, visiblemente tensa, alerta.
Esperaron.
La criatura no se movió.
Swain se giró hacia el grupo.
—Vale, a mi señal, corred hacia la caja de la escalera al otro lado del vestíbulo de los ascensores. Cuando lleguéis allí, no os detengáis, no miréis hacia atrás, tan solo subid. Cuando lleguemos a la tercera planta, yo encabezaré la marcha. ¿De acuerdo?
Todos asintieron.
—Bien.
Transcurrió un minuto.
—No parece que vaya a pasar nada —dijo con amargura Selexin.
—Tiene razón —dijo Hawkins—. Quizá lo mejor sea que pongamos de nuevo las esposas a la puerta…
—Aún no —dijo Swain mientras miraba fijamente a Reese—. Están ahí fuera, y ella lo sabe… ¡Ahí!
De repente, Reese giró a la derecha. Algo había captado su atención.
Swain sostuvo con fuerza a Balthazar.
—Muy bien. Preparaos todos, este es el momento.
Swain abrió la puerta lentamente y salió al armario trastero. Los otros lo siguieron a la puerta exterior.
Reese seguía mirando en la otra dirección.
Swain apoyó su mano libre en el pomo, con la mirada fija en su oponente, rogando por qué no se volviera y los atacara.
Abrió más la puerta.
Desde ahí podía ver la caja de la escalera, tras Reese. A su izquierda, detrás del pasillo, se divisaba la balconada con vistas al vestíbulo inferior.
De repente, Reese se volvió.
Durante un instante, a Swain se le paró el corazón. Se sentía como un ladrón pillado con las manos en la masa. Totalmente expuesto.
Se quedó inmóvil.
Pero Reese no se volvió para mirarlo.
Siguió rotando hasta dar un giro de trescientos sesenta grados. Un círculo completo.
Swain respiró de nuevo. No supo qué estaba ocurriendo hasta que fue consciente de que el rápido movimiento circular no era para nada un movimiento amenazador.
Era defensivo.
Reese estaba asustada, agitada, mirando desesperadamente (no, olisqueando) en todas direcciones.
Está rodeada, pensó Swain. Sabe que estamos aquí, pero ha decidido no preocuparse por eso. Hay algo más ahí fuera. Algo más peligroso…
Sin previo aviso, el ataque sobre Reese comenzó.
Dos hoodayas.
Con un feroz chillido, saltaron de la sección superior de la pared situada encima de la entrada al vestíbulo del ascensor, con las garras extendidas y las fauces abiertas de par en par. Habían llegado hasta el vestíbulo aferrándose a sus paredes.
Es nuestra oportunidad, pensó Swain.
Se volvió a los demás:
—¡Vamos! ¡En marcha!
Swain sacó por la puerta medio a rastras a Balthazar. Los otros corrieron tras él y se dirigieron a la caja de la escalera. Swain corrió todo lo rápido que pudo con el peso muerto de Balthazar encima, bordeando la batalla entre Reese y los dos hoodayas. Llegó a las escaleras y metió a Balthazar tras las puertas. Y cuando los dos desaparecieron tras ellas, lo último que Swain alcanzó a ver de soslayo fue a Reese, chillando frenéticamente, agitando su cola frente a los dos hoodayas que la atacaban.
Swain subió a toda prisa las escaleras, sintiendo el peso de Balthazar sobre sus hombros.
Los demás estaban esperándolo en la tercera planta. Cuando se unió a ellos, le pasó a Balthazar al joven policía.
—¿Por qué nos paramos aquí? —preguntó el agente—. ¿No deberíamos seguir subiendo?
—No podemos subir más —dijo Swain—. No podemos salir por allí. La puerta que da al tejado está electrificada.
—Papá, ¿qué estamos haciendo? —preguntó Holly.
Swain escudriñó el pasillo contiguo a la caja de la escalera.
—Buscando un lugar donde escondernos, cielo.
—Papá, ¿dónde están los monstruos?
—No lo sé. Esperemos que no aquí arriba.
—Papá…
—Shh. Espera aquí —dijo Swain. Holly retrocedió en silencio.
Swain salió al pasillo, lo atravesó y comprobó una puerta que había al fondo y a la izquierda.
Sí. Sabía dónde estaba.
La enorme sala principal de lectura de techos elevados se extendía ante sus ojos, y los escritorios con particiones creaban un laberinto de media altura por toda la habitación, dividido únicamente en el centro exacto del vestíbulo por una isla artificial de madera que era el área de préstamos. Todo el pasillo estaba a oscuras, salvo por la tenue luz azul de la ciudad que se filtraba por entre las altas ventanas del lado derecho.
Swain se encontraba en su extremo norte.
Lentamente, se agachó para mirar bajo los escritorios. Por entre las patas se podía ver toda el área de préstamos. Allí no había pies, ni patas, o lo que quiera sobre lo que caminaran aquellas criaturas, a la vista.
La sala de lectura estaba vacía.
Asomó la cabeza por la puerta de nuevo.
—De acuerdo entonces. Por aquí, rápido.
Los demás entraron en el gigantesco vestíbulo. Swain cogió a Holly de la mano y la condujo por entre el laberinto curvado de escritorios.
—Papá, no me gusta este sitio.
Swain estaba mirando alrededor de la sala.
—Sí, a mí tampoco —dijo, distraído.
—¿Papá?
—¿Qué, cielo?
—Papá, ¿podemos irnos ya…?
Swain señaló la zona donde se encontraba el mostrador del área de préstamos. Tras él había unas escaleras que conducían a los depósitos… y a una puerta de mantenimiento con pinta de ser resistente.
—Aquí. —Apretó el paso, tirando de Holly tras de sí.
Hawkins caminaba tras ellos.
—¿Qué ocurre? —preguntó. Lo único que podía ver era un letrero encima del mostrador que decía:
Silencio, por favor
Sala de estudio
Rodearon el mostrador y llegaron a la puerta de mantenimiento.
Swain tanteó el pomo. Este giró sin problema. La puerta no estaba cerrada. Se abrió lentamente, con el silbido característico de las válvulas hidráulicas. Swain no le dio ninguna importancia. Todas las puertas principales del hospital requerían de válvulas hidráulicas para facilitar su apertura a la gente, así de pesadas eran.
Fue a encender la luz, pero prefirió no hacerlo. Podría delatarlos.
Estudió la pequeña habitación que tenía ante sus ojos. Era el cuarto del conserje. Paredes de hormigón gris, un carrito lleno de cubos y mopas y estantes repletos de botellas de limpiadores y cera para el suelo.
Una luz blanca difuminada que provenía de la calle se filtraba por entre dos ventanas rectangulares en lo alto de la pared posterior. Justo enfrente de la puerta, dividiendo el cuarto en dos, había una tela metálica hasta el techo con una puerta en el centro. Tras la tela había más estantes con productos de limpieza y varios bultos de maquinaria cubiertos con una arpillera.
El grupo entró y Swain cerró la puerta tras ellos. La puerta hidráulica emitió un ruido sordo.
Holly se sentó lejos de la puerta, contra la tela metálica. Hawkins dejó a Balthazar en el suelo y lo apoyó contra la pared. Contempló el pequeño cuarto de mantenimiento y asintió.
—Aquí deberíamos estar a salvo.
—Durante un tiempo, sí —dijo Swain.
Selexin preguntó:
—¿Cuánto crees que podremos quedarnos aquí?
—Todo lo que podamos —dijo Swain.
—Hurra —dijo Hawkins sin emoción alguna.
—¿Y cuánto tiempo es eso? —preguntó de nuevo Selexin.
—No lo sé. Quizá hasta el final. Por el momento no estoy seguro.
—No debe olvidar que siempre habrá algo ahí fuera —dijo Selexin—. Incluso cuando todos los contendientes estén muertos, todavía tendrá que enfrentarse al karanadon.
—No tengo que enfrentarme a nada —dijo Swain con dureza.
—¿Qué significa eso?
—Significa que no estoy aquí para luchar. Significa que no estoy aquí para vencer en su estúpida competición. Significa que en este momento todo lo que me preocupa es sacar a mi única hija y al resto de nosotros con vida.
—Pero no puede hacerlo a menos que venza —dijo con tono enfadado Selexin.
Swain miró con dureza al hombrecillo. Permaneció en silencio unos segundos.
—Yo no estaría tan seguro —dijo en voz baja, casi para sí.
—¿Qué ha dicho? —dijo Selexin. En esos momentos la conversación había derivado en discusión.
—He dicho que yo no estaría tan seguro.
—¿Cree que puede salir del laberinto? —lo retó el guía.
Swain permaneció en silencio. Miró a Holly, que se encontraba junto a la tela metálica. Estaba chupándose el pulgar.
Selexin dijo de nuevo:
—¿De veras cree que puede salir del laberinto?
Swain siguió en silencio.
Hawkins le susurró:
—¿Cree que podemos salir?
Swain alzó la vista a las ventanas que estaban cerca del techo, pensando para sus adentros. Finalmente dijo:
—Sí.
—Imposible. —El guía de Balthazar dio un paso al frente—. Absolutamente imposible.
—Mantente al margen de esto —le espetó enfadado Selexin.
Swain miró a su guía. El hombrecillo había estado indignado, consternado incluso, pero nunca tan enfadado como en ese momento.
El guía de Balthazar retrocedió inmediatamente. Selexin se volvió para mirar a Swain.
—¿Cómo? —preguntó.
—¿Cómo?
—Sí, ¿cómo propone que salgamos de aquí?
—¿Quiere salir? —Swain no podía creérselo. Tras la monserga que le había soltado acerca de la grandeza y el honor asociado al Presidian, le costaba creer que Selexin quisiera salir.
—Lo cierto es que sí.
El guía de Balthazar interrumpió de nuevo.
—Oh, ¿de veras? Bueno, perdona que te recuerde un detalle que tal vez no te agrade, Selexin, ¡pero no puedes!
Este no dijo nada.
El guía de Balthazar prosiguió.
—Selexin, el Presidian ha comenzado. No se puede detener y no se detendrá hasta que un contendiente haya resultado vencedor. Es la única manera honorable.
—Creo que todo honor que tuviera el Presidian se fue al traste cuando tu amigo Bellos se trajo a sus sabuesos consigo —dijo Swain.
—Opino lo mismo. —Selexin miró al guía de Balthazar—. Bellos ha incumplido las normas. Y con los hoodayas, nada podrá detenerlo. Debemos salir de aquí.
—¿Y hacer qué? —le espetó desdeñoso el otro guía—. ¿Usar el teletransporte de tu casquete para pedir ayuda? Solo transmiten imágenes, Selexin, no sonido.
—Eso valdrá —dijo Selexin—. Si dos contendientes abandonan el laberinto e inicializan sus teletransportes de testificación y hacen gestos a las cámaras, los controladores del Presidian verán que algo no marcha como debería.
El otro guía miró a Selexin.
—No creo que nuestros dos contendientes vayan a durar mucho fuera del laberinto —dijo con petulancia—. De hecho, yo diría que no más de exactamente quince minutos.
—Oh. —El otro frunció el ceño al recordarlo—. Sí.
Swain estaba desconcertado. Era como si Selexin y el guía de Balthazar estuvieran hablando en otra lengua.
—¿A qué se refiere? —le preguntó a su guía.
Selexin habló con tristeza.
—¿Recuerda lo que le dije sobre su pulsera?
Swain miró la pulsera gris que rodeaba su muñeca. Se había olvidado por completo de ella.
La luz verde seguía brillando. En la pantalla podía leerse en esos momentos:
INICIALIZADO-6
¿Seis?, pensó Swain. Recordó al contendiente del vestíbulo, el konda, que había sido asesinado por los hoodayas. La pulsera, al parecer, estaba en esos momentos contando hacia atrás. Restando un número conforme cada contendiente fuera eliminado. Hasta que solo quedara uno.
Y, cuando solo quedara uno, entonces aparecería el karanadon del que Selexin no dejaba de hablar. Fuere lo que fuere aquello.
—¿Lo recuerda? —dijo Selexin de nuevo.
—Sí, creo que sí.
—¿Recuerda que si su pulsera detecta que se encuentra fuera del campo electrónico que rodea al laberinto, activará de manera automática su detonación?
Swain frunció el ceño. De repente todo cobró sentido.
—Y dispongo de quince minutos para volver.
—Exactamente —le espetó el guía de Balthazar.
Nadie dijo nada. Se hizo el silencio durante un largo minuto. Alguien respiró profundamente.
El guía de Balthazar se vanaglorió.
—Así que, incluso aunque saliera, sigue siendo un hombre muerto.
Swain lo miró y resopló.
—Gracias.
—¿Sabes? Eres de gran ayuda —le dijo Hawkins al hombrecillo.
—Al menos yo sí soy realista con respecto a mi situación.
—Al menos a mí me importa algo la vida de los demás —dijo Hawkins.
—Me preocuparía más de cuidar de mí mismo si estuviese en su lugar.
—Sí, bueno, tú no eres yo.
—Vale, vale —dijo Swain—. Calmémonos todos. Tenemos que encontrar una manera de salir de aquí, no pelearnos entre nosotros. —Se volvió hacia Selexin—. ¿Hay alguna forma de quitarme esto de mi muñeca?
Selexin negó con la cabeza.
—No. No puede quitarse… a menos que… —Se encogió de hombros.
—Lo sé, lo sé. A menos que resulte vencedor en el Presidian, ¿no?
Selexin asintió.
—Solo los oficiales al otro lado disponen del equipo adecuado para quitarla.
—¿No podemos romperla? —sugirió Hawkins.
—¿Alguien es capaz de romper la puerta? —preguntó el guía de Balthazar mientras señalaba a la pesada puerta hidráulica del cuarto, consciente de la respuesta—. Si no es así, entonces nadie puede romper la pulsera. Es demasiado resistente.
El grupo se quedó en silencio.
Swain contempló de nuevo la pulsera. De repente le resultaba más pesada. Atravesó el cuarto y se sentó al lado de Holly. Apoyó la espalda contra la tela metálica.
—¿Cómo vas? —le preguntó con dulzura.
No le respondió.
—¿Holly? ¿Qué ocurre?
Sin respuesta aún. Holly estaba mirando a la nada.
—Vamos, Hol, ¿qué ocurre? ¿He hecho algo? —Aguardó la respuesta.
Aquello no era inusual. Holly se negaba a menudo a hablar con él cuando se sentía rechazada o dada de lado, o por pura cabezonería.
—Holly, por favor, no tenemos tiempo para esto ahora. —Exasperado, Swain negó con la cabeza.
Holly habló:
—Papá.
—Sí.
—No hables, papá. No hagas ruido.
—¿Por qué?
—Shhh.
Swain se quedó mudo. Los demás se habían sentado junto a Balthazar, contra la pared. Todos siguieron sentados en completo silencio durante diez segundos. Holly se inclinó hacia el oído de Swain.
—¿Lo oyes? —susurró.
—No.
—Escucha.
Swain miró a Holly. Seguía sentada sin moverse, con los ojos como platos y la cabeza rígida, apoyada contra la tela metálica. Parecía asustada. Asustada a más no poder.
—De acuerdo, papá, prepárate. Escucha… Ahora.
Y entonces lo oyó.
El sonido apenas era audible, pero sí inconfundible. Una larga y lenta inhalación.
Algo estaba respirando.
Algo que no se encontraba muy lejos.
De repente se oyó un gruñido, como el de un cerdo. A ese ruido le siguió otro, como si alguien arrastrara los pies.
Y entonces se oyó la inhalación de nuevo.
Lenta y rítmica, como la respiración de alguien al dormir.
Selexin también lo oyó.
Cuando gruñó de nuevo, el hombrecillo levantó la cabeza. Se puso a gatas y se acercó a Swain.
—Tenemos que salir —le susurró a Swain al oído—. Tenemos que salir ya.
La inhalación de nuevo.
—Está aquí —dijo Selexin—. Rápido, déjeme ver su pulsera.
Swain extendió el brazo para que Selexin la viera.
La luz verde estaba encendida.
—Ufff —respiró Selexin.
—¿Aquí? ¿Qué es lo que está aquí?
—Está detrás de nosotros, papá —susurró Holly con el cuerpo completamente rígido.
—Oh, Dios… —Hawkins soltó un grito ahogado y se irguió al otro lado de la habitación. Estaba mirando por entre la tela metálica—. Creo que es hora de salir.
La inhalación se produjo de nuevo, solo que más fuerte esa vez.
Entonces lenta, muy lentamente, Swain se dio la vuelta.
Estaba en el extremo más alejado de la tela metálica, bajo algunos estantes de la pared. En la oscuridad parecía otra máquina más cubierta por una arpillera.
Pero se movía.
Despacio, a un ritmo constante.
Subía y bajaba lentamente, al mismo tiempo que las profundas inhalaciones.
Los ojos de Swain siguieron el contorno del «montículo». Era grande. Con la tenue luz del cuarto de almacenaje apenas si pudo distinguir unas cerdas oscuras y puntiagudas sobre un lomo arqueado…
Se oyó un fuerte gruñido.
Y entonces el montículo rodó hasta ponerse de costado y las profundas inhalaciones regresaron.
Selexin estaba tirando a Swain de la camisa.
—¡Vamos! ¡Vamos!
Swain se incorporó, cogió a Holly del suelo y fue a la puerta. Estaba a punto de agarrar el pomo cuando oyó un bip bajito, insistente.
Provenía de su pulsera. La luz verde estaba parpadeando.
A Selexin casi se le salen los ojos de las órbitas del horror.
—¡Se está despertando! ¡Salgamos! —gritó—. ¡Salgamos ahora!
El guía chocó contra Hawkins al pasar a su lado, abrió la puerta de un empellón y empujó fuera a Swain mientras gritaba:
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!
Swain y Holly se dirigieron al mostrador situado al sur del área de préstamos y de repente se encontraron de nuevo en la sala desierta con sus innumerables escritorios. Hawkins salió por la puerta del cuarto del conserje con Balthazar sobre su hombro y el otro guía siguiéndolos de cerca.
El hombrecillo de blanco ya estaba abriéndose paso por entre los escritorios de la sala de lectura.
—¡No paréis! ¡No paréis! ¡Hay que alejarse todo lo que sea posible!
Swain iba detrás con Holly en brazos, avanzando con rapidez por entre los escritorios, alejándose de la zona del mostrador de préstamos, mientras que los demás los seguían en fila.
Más adelante, Selexin seguía sorteando los escritorios, volviéndose cada dos por tres para cerciorarse de que Swain seguía con él.
—¡La pulsera! ¡La pulsera! ¡Mire la pulsera! —gritó.
Swain la miró. El bip era más fuerte en esos momentos, y más rápido.
Y entonces se paró.
La luz verde de la pulsera había desaparecido.
En esos momentos la luz que estaba encendida era la roja.
Y destellaba con rapidez.
—Oh-oh.
Hawkins había arrastrado a Balthazar hasta el mostrador. Respiraba entre resuellos.
—¿Qué ocurre?
—Estamos a punto de vernos en un apuro muy gordo —dijo Swain.
En ese momento la puerta hidráulica del cuarto del conserje salió despedida de sus bisagras y voló por el área de servicio de préstamos, aterrizando con un estruendo ensordecedor en el mostrador al que acababa de llegar Hawkins.
A esto le siguió un rugido espeluznante proveniente del interior del cuarto del conserje.
—Oh, Dios mío —musitó Hawkins.
—¡Vamos! —Swain echó a correr por entre el laberinto de escritorios en dirección a la puerta de la pared más al sur.
Estaba mirando hacia atrás cuando aquello emergió de la isla medio destrozada del área de préstamos.
Era enorme. Absolutamente descomunal. Tenía que ir combado para caber bajo la estructura que cubría el mostrador de la isla.
Selexin también lo vio.
—¡Es el karanadon!
Llevaban la mitad de la sala recorrida cuando el karanadon echó a un lado el mostrador y se irguió del todo.
Con Holly en brazos, Swain apretó el paso en dirección a la entrada. Hawkins se estaba quedando rezagado por culpa del peso de Balthazar. El último era el guía del cazador, que empujaba a este y al agente para que avanzaran más rápido y no paraba de mirar hacia atrás para comprobar si el karanadon los seguía.
Swain miró por encima de su hombro de nuevo para ver una vez más a la temible bestia.
Seguía delante de la zona donde otrora había estado el mostrador de préstamos, observándolo.
No se había movido aún.
Tan solo seguía allí.
A pesar del ruido que estaban haciendo al sortear a la carrera los escritorios, la criatura seguía delante de la isla de madera en el más completo de los silencios.
Swain bordeó otra mesa de estudio. Menos de veinte metros para la puerta. Miró hacia atrás de nuevo.
Dios, era enorme, medía más de cuatro metros.
Tenía el cuerpo de un gorila: enorme, peludo y fornido, todo negro, encorvado, con cerdas puntiagudas que se agitaban sobre su arqueado lomo. Unas extremidades alargadas y musculosas pendían de sus enormes hombros de tal manera que los nudillos le rozaban contra el suelo.
La cabeza mediría unos setenta y cinco centímetros, y a Swain le recordó a la de un oso. Orejas puntiagudas. Ojos oscuros, inertes. Y unos colmillos amenazadores que sobresalían de un hocico parduzco y arrugado en un rugido perpetuo.
Se movió.
El karanadon saltó hacia delante y empezó a perseguirlos a una velocidad aterradora. Se topó con un escritorio y lo partió por la mitad.
Swain abrazó a Holly con más fuerza y corrió hacia la puerta. Hawkins intentaba con todas sus fuerzas avanzar. El guía de Balthazar no paraba de mirar hacia atrás mientras empujaba a Hawkins por la espalda y le gritaba que fuera más rápido.
El karanadon atravesó los escritorios como si su cuerpo fuese un rompehielos, arrojándolos en todas direcciones, aplastándolos bajo sus pies. Cada vez que tocaba el suelo, las pisadas de la enorme bestia resonaban como fuego de cañones.
Bum. Bum. Bum.
Swain y los demás siguieron sorteando los escritorios. El karanadon los perseguía en línea recta.
Selexin llegó a la puerta, Swain estaba a menos de diez metros. Este miró tras él.
Hawkins, Balthazar y el otro guía no iban a conseguirlo. El karanadon se estaba acercando a demasiada velocidad. Hawkins amagó a la izquierda, por entre una fila de escritorios. El karanadon los siguió, arrasando con las mesas con las que se topaba en su camino.
Bum. Bum. Bum.
Y Swain vio que no iban a lograrlo. Dejó a Holly en el suelo y rápidamente se puso a escudriñar aquella mitad de la sala de estudio.
La estancia tenía una forma más o menos cuadrada. Holly y él estaban casi en la puerta de salida, en la mitad izquierda más alejada de la planta. El área de préstamos estaba justo enfrente. A la derecha de Swain, en el rincón sudeste del vestíbulo, se hallaban los montacargas que bajaban hasta el aparcamiento.
Bum. Bum. Bum.
—¡Más rápido! —le estaba gritando el guía de Balthazar a Hawkins—. ¡Por el amor de Dios, se está acercando!
El karanadon partió otro escritorio.
Y entonces Swain empujó a Holly hacia los ascensores.
—Vamos, cielo. Vamos a correr hacia los ascensores —le dijo a Selexin, que estaba junto a la puerta—. ¡Por aquí! ¡Vamos por aquí!
Bum. Bum. Bum.
—¿Por ahí? —le respondió Selexin—. ¿Qué hay de la puerta?
—¿Quiere hacerlo sin más? ¡Tenemos que ayudar al resto!
Tenían al karanadon encima.
Se abalanzó sobre el guía de Balthazar, amenazándolo con uno de sus brazos alargados. El guía se agachó y la enorme garra le pasó por encima de la cabeza y se estrelló contra un escritorio cercano. El mueble se hizo astillas y el guía de Balthazar salió disparado hacia delante, tropezándose con las piernas de Hawkins, enviándolos a los tres (al guía, a Hawkins y a Balthazar) al suelo.
Hawkins se golpeó contra el suelo con dureza. Balthazar cayó encima. El guía aterrizó a sus pies sin poder hacer nada por evitarlo.
Bum.
De repente se hizo el silencio, un silencio aterrador.
El karanadon se había detenido.
Hawkins sudaba a mares. Intentó a la desesperada ponerse en pie, pero tenía el brazo derecho atrapado bajo Balthazar.
Cerca de sus pies vio al guía, que se agarraba desesperado a la pernera de su pantalón, intentando con todas sus fuerzas levantarse.
—¡Ayúdame! ¡Ayúdame! —suplicaba, petrificado, el hombrecillo.
Y entonces, de repente, violentamente, el guía desapareció del campo de visión de Hawkins.
Cerca de la pared, Swain observó horrorizado que sus tres compañeros caían por debajo de la línea de los escritorios.
El karanadon se había detenido a escasos centímetros de ellos. A continuación se había agachado tras los escritorios, fuera del campo de visión de Swain. Cuando había reaparecido, llevaba en una de sus garras la inconfundible forma blanca del guía de Balthazar.
El hombrecillo estaba agitando los brazos frenéticamente y gritaba sin parar al monstruo. El karanadon se lo acercó al hocico y examinó con curiosidad a la ruidosa criatura que se había encontrado.
Y entonces, el monstruo extendió el brazo, lo sujetó con una mano y le desgarró la parte delantera del cuerpo con su otra garra.
A Swain se le desencajó la mandíbula.
Hawkins tenía los ojos fuera de sus órbitas.
Tres tajos profundos, carmesíes, surcaron el cuerpo del guía. Una de las heridas le llegó hasta la boca. El cuerpo del guía se aflojó al momento.
La habitación quedó en silencio.
El karanadon sacudió una vez el cuerpo. No respondió. La bestia agitó otra vez el cuerpo sin vida del guía, cual juguete que ha dejado de funcionar, y a continuación lo lanzó lejos.
Swain seguía sin poder ver a Hawkins.
Se agachó para mirar por entre las patas de los escritorios… y entonces lo vio. Estaba tumbado boca arriba en el suelo, bajo Balthazar, incapaz de moverse, pero aun así intentándolo.
Dios, tenía que hacer algo para ayudarlo…
Bum.
Hawkins estaba intentando liberarse con todas sus fuerzas cuando notó que el suelo temblaba bajo su cuerpo. Se quedó quieto y lentamente se giró para mirar hacia arriba.
Y vio las enormes fauces del karanadon, abiertas, acercándose a él.
Cerró los ojos. Era demasiado tarde…
—¡Eh!
El karanadon levantó la cabeza al instante.
—¡Sí, eso es! ¡Estoy hablando contigo!
Hawkins abrió los ojos.
¿Qué demonios…?
El karanadon se volvió lentamente para mirar a Swain. Ladeó la cabeza con curiosidad, contemplando a aquella osada criatura que se había atrevido a interrumpirlo.
Swain estaba entre los escritorios, gritando enfadado a la bestia gigantesca que apenas distaba quince metros de él.
—¡Sí! ¡Levántate! —le gritó Swain con gesto de fiereza, sin apartar un instante los ojos del monstruo que tenía ante sí.
Alzó la voz, que sonó furiosa, desafiante.
—¡Muévete! ¡Yo te cubro! ¡Me está mirando a mí ahora! ¡Levántate y ve al mostrador de préstamos! —Era como hablarle a un perro: la bestia oía las entonaciones, pero no entendía las palabras.
Hawkins cayó entonces en la cuenta: Swain estaba hablándole a él. Empezó a forcejear para quitarse a Balthazar de encima. En cuestión de segundos lo logró y empezó a arrastrarlo por el suelo, lejos del karanadon, mientras Swain lo mantenía ocupado.
El monstruo parecía sorprendido por el desafío. Rugió con fiereza a Swain.
—¡Oh, sí! ¡Bueno… pues que te jodan a ti también! —le respondió Swain.
Por el rabillo del ojo vio que Holly y Selexin llegaban a los montacargas y que apretaban el botón de llamada. En la otra dirección, vio que Hawkins y Balthazar llegaban al mostrador.
Por desgracia, el karanadon seguía mirándolo fijamente. Swain estaba totalmente expuesto.
Mierda. ¿Qué podía hacer ahora? Buen trabajo, Steve.
Bum.
El karanadon dio un lento paso hacia él.
Bum. Bum.
Dos más, y de repente la distancia era de unos escasos dos metros. Prácticamente podía atacarlo.
—¡Eh!
El karanadon giró la cabeza a la izquierda, hacia Selexin, Holly y los ascensores.
—¡Sí, eso es! ¡Estoy hablando contigo! —gritó Selexin.
La enorme criatura dio un paso adelante hacia los ascensores. Rugió.
Selexin levantó un dedo y le gritó:
—¡Oh, sí! ¡Bueno… pues que te jodan a ti también!
Swain contuvo la risa.
El karanadon rugió de indignación y se alejó de Swain, en dirección a los ascensores. Estaba ganando velocidad cuando una tercera voz gritó:
—¡Eh!
El karanadon frenó en seco por tercera vez.
—¡Sí, tú! —Era Hawkins.
Swain desvió la mirada de los ascensores al área de préstamos, impresionado.
El karanadon, totalmente confundido en esos momentos, se volvió para mirar a Hawkins. Swain aprovechó la oportunidad y corrió hacia los ascensores.
—¡Eh, aquí! ¡Eh, tío! ¿Qué hay de nosotros?
El karanadon se giró parsimonioso. Resopló con desdén.
Bum.
Swain alzó la vista hasta el visualizador numérico situado encima del ascensor de la izquierda. El ascensor estaba bajando del «2» al «1». Estaba bajando. ¿Qué demonios? El segundo ascensor, el de la derecha, con las puertas combadas hacia dentro y al que Swain había visto por última vez a medio camino entre la segunda y la primera planta, no parecía funcionar siquiera.
Bum. Bum. Bum.
—¡Eh! —gritó de nuevo Hawkins. Pero esa vez la bestia no respondió. Siguió avanzando hacia Swain y los demás, hacia los ascensores.
Bum. Bum. Bum.
—¡Eh! —El karanadon no se detuvo. Siguió corriendo hacia los ascensores.
—Tenemos un problema —dijo Selexin sin emoción alguna.
—Un problema muy serio —asintió Swain.
Bum. Bum. Bum.
Swain se volvió. Opciones. Opciones. No había ninguna. Comprobó los números sobre los ascensores. El de la izquierda seguía en la primera planta. El derecho, quieto.
Se quedó mirando los ascensores unos instantes y de repente tuvo una idea.
—Rápido —dijo mientras se dirigía al ascensor de la derecha—. Selexin, Holly, coged el otro lado de la puerta y tirad. Tenemos que abrirla.
Bum. Bum. Bum.
El karanadon se estaba acercando, ganando velocidad conforme los iba teniendo más cerca.
Las puertas del ascensor comenzaron a abrirse lentamente.
—Seguid tirando —dijo Swain. El oscuro hueco de los ascensores se abrió ante ellos.
Bum.
—Eso es —dijo Swain mientras se metía entre las puertas y, con las piernas extendidas, empezaba a empujarlas, aún mirando a la sala de estudio. El oscuro hueco de los ascensores se abrió a sus espaldas.
Fue entonces cuando Swain se percató del silencio. Nada de pisadas retumbantes.
El karanadon se había detenido.
Lentamente, con cuidado, Swain levantó la cabeza.
¡Estaba justo ahí!
A metro y medio.
Y estaba allí quieto, cerniéndose inquietantemente sobre ellos tres, con ese enorme cuerpo oscuro que los empequeñecía. El monstruo ladeó la cabeza y miró a Swain. Una de sus alargadas y puntiagudas orejas se retorció.
—Holly, Selexin —susurró Swain—. Quiero que los dos os agarréis a mis piernas. Uno a cada una. Ahora mismo.
—Papá… —Holly empezó a sollozar.
—Agárrate a mi pierna, cariño.
Se oyó un ruido y Swain vio que eran las garras de la bestia arañando el suelo de mármol.
Preparándose para atacar.
Holly se agarró a la pierna izquierda de Swain. Selexin cogió la derecha.
—Agarraos fuerte —dijo Swain mientras tomaba aire. El karanadon levantó la extremidad delantera.
El golpe fue rápido, pero no lo suficiente. No golpeó nada porque en ese momento Swain saltó hacia atrás, a la oscuridad del hueco de los ascensores.
El cable del ascensor estaba resbaladizo, pero Swain logró asirse.
Había tres cables verticales y Swain estaba sujeto al del medio. Tras él, las puertas del ascensor se habían cerrado automáticamente tan pronto como había dejado de sostenerlas.
El hueco de los ascensores estaba completamente oscuro y en relativo silencio. Podían oír los rugidos del karanadon al otro lado de las puertas.
—Selexin —dijo Swain. Su voz resonó con fuerza en el hueco de los ascensores—. Agárrese al cable.
Este extendió la mano y cogió el cable.
—Muy bien. Ahora deslícese por él hasta bajar al ascensor.
Se deslizó por el cable lleno de grasa hasta desaparecer en la nebulosa oscuridad del hueco de los ascensores.
—Holly, ¿estás bien?
—Sí. —Un sollozo.
—Muy bien, ahora es tu turno. Estira el brazo y agarra el cable.
—Va-vale.
Con la mano temblorosa, Holly intentó coger el cable. Sus dedos vacilaron durante una eternidad a escasa distancia del resbaladizo cable de metal. Lo atrapó.
Y entonces, de repente, las puertas del ascensor se abrieron.
Una luz azulada se filtró por el hueco de los ascensores, silueteando la monstruosa forma del karanadon, que sostenía las puertas abiertas.
Se encontraba a poca distancia y Swain estaba completamente expuesto, sujeto al cable del ascensor y con Holly colgando de su pierna.
La bestia rugió con fuerza, se asomó al hueco de los ascensores y golpeó violentamente a Swain, que soltó un poco el cable y cayó un segundo antes de que el golpe impactara en él.
Swain bajó cual peso muerto a la oscuridad, con el cable zumbando en sus manos mientras descendía a toda velocidad con Holly aferrada a su pierna izquierda. Se deslizaron con gran rapidez. La grasa del cable evitó que Swain se abrasara las manos. Llegaron al techo del ascensor derecho. Selexin estaba allí, esperando.
La trampilla de la cabina seguía abierta y la luz del interior encendida. El ascensor se encontraba en el mismo sitio donde lo habían dejado, cuando Swain, Balthazar y los dos guías habían cruzado para encontrarse con Hawkins y Holly en la cabina contigua.
—Entremos, a ver si podemos llegar a otra planta —dijo Swain mientras cogía a Holly de la mano y la bajaba al interior del ascensor. Selexin fue el siguiente en descender. Por último, Swain saltó al interior.
Con la luz del ascensor, Swain pudo ver lo mucho que se habían manchado. La grasa negra del cable cubría sus ropas. Se llevó la mano a la mejilla. Había dejado de sangrar.
—¿Adónde vamos? —preguntó Selexin.
—Creo que deberíamos irnos a casa, papá —sugirió Holly.
—Buena idea —dijo Swain.
Selexin dijo:
—Bueno, será mejor que se nos ocurra algo…
De repente el ascensor se movió y salieron despedidos al otro lado.
—Oh, Dios mío —dijo Swain—. ¡El cable!
El ascensor se sacudió con violencia, arrojándolos al suelo. Un crujido resonó por todo el hueco del ascensor.
—¡Tiene el cable!
La cabina se inclinó y Selexin se golpeó en la cabeza contra la pared lateral y cayó al suelo, inconsciente. Swain intentó llegar al panel de los botones, pero del tirón cayó hacia atrás. Se golpeó la nuca contra una de las puertas y durante un segundo no vio nada salvo lucecitas. Todo el ascensor se estremeció de nuevo por la tensión ejercida sobre el cable.
Y entonces, con la misma rapidez con que había empezado, el movimiento cesó y la cabina volvió a quedarse quieta.
Holly estaba acurrucada en el rincón, chupándose sin cesar el dedo pulgar. Selexin estaba boca abajo en el suelo, inconsciente. Swain consiguió a duras penas ponerse en pie y, mientras se frotaba la nuca, alzó la vista hacia la trampilla.
Acababa de colocarse justo debajo cuando notó que el ascensor se movía de nuevo. Otro tirón. Pero no como los anteriores. No había sido lateral, sino ascendente.
El ascensor se movió de nuevo y Swain notó cómo le fallaban las rodillas.
Y entonces supo lo que pasaba.
Estaban subiendo.
¡Los estaba subiendo por el hueco de los ascensores!
—Vale —dijo para sí—, ¿cómo demonios vamos a salir de esta?
La cabina siguió ascendiendo, raspándose con los muros de hormigón del hueco del que pendía.
Swain miró por entre la trampilla y distinguió los brazos del karanadon tirando del cable.
Seguían subiendo.
Tiene que haber una salida, pensó. Tiene que haberla.
El karanadon rugió. Estaban cerca, quizá a tan solo una planta de él. La trampilla seguía abierta. El karanadon estaba contemplando el ascensor con furia animal mientras tiraba de los cables.
Los cables, pensó Swain.
Meditó unos instantes la idea. Era peligroso, sí. Pero podía funcionar. En ese momento no le parecía que tuvieran muchas más opciones. Se encogió de hombros. Qué demonios, era mejor que nada.
Miró de nuevo a Holly. Seguía chupándose el pulgar en una esquina del ascensor.
Sí, podía funcionar.
Tenía que funcionar.
Y, tras eso, Swain subió por la trampilla al techo del ascensor.
La sala de lectura estaba más cerca de lo que pensaba.
Se encontraban a algo más de dos metros por debajo de las puertas de la tercera planta donde estaba el karanadon y el ascensor seguía subiendo.
El karanadon lo vio. Y se detuvo.
Swain se quedó quieto, encima del ascensor, contemplando a la enorme bestia.
De repente el karanadon lo atacó con una de sus garras. Swain retrocedió, fuera de su alcance. La bestia golpeó de nuevo y erró.
—¡Vamos! —gritó Swain—. ¡Puedes hacerlo mejor!
La enorme bestia rugió de la frustración y lo atacó de nuevo, con más dureza en esa ocasión, fallando de nuevo, pero alcanzando a uno de los cables.
El cable se cortó como si fuera un hilo y el ascensor se tambaleó. Pero el karanadon seguía sosteniéndolo… ¡Con una mano!
La enorme bestia lo golpeó de nuevo, y Swain se echó a la izquierda. Erró y el segundo cable se cortó.
Uno más, se dijo a sí mismo Swain. Uno más y se acabó.
Aquello estaba siendo ya demasiado para el karanadon. Rugió de nuevo con frustración animal, como un perro ladra a un gato al que jamás alcanzará.
—Vamos, grandullón —se burló Swain—. Un golpe más y todo terminará.
Fue entonces cuando el karanadon levantó el brazo por última vez.
Pero no lo golpeó.
Saltó.
¡Al techo del ascensor!
Swain no tuvo tiempo ni de sorprenderse. ¡El ascensor empezó a caer en picado!
Un chirrido estridente perforó los oídos del doctor cuando el ascensor comenzó a descender en caída libre por el hueco. El viento lo golpeó por todas partes y las chispas prendieron en cada rincón de la cabina en descenso.
La enorme bestia seguía al otro lado del techo, ajena a lo que había hecho, mirando a Swain.
¿Qué criatura es tan estúpida de saltar a un ascensor que ella misma está sosteniendo?, pensó Swain.
Pero en esos momentos no tenía tiempo para pensar. Se metió por la trampilla y aterrizó con dureza en el suelo.
—¡Agáchate! —le gritó a Holly por encima del chirrido de la cabina en descenso—. ¡Túmbate en el suelo! ¡Pon la cabeza sobre los brazos!
El ascensor rugió.
Holly hizo lo que se le había dicho y se pegó al suelo. Swain se colocó junto a ella, la cubrió con el brazo e hizo lo mismo: se tumbó boca abajo, estirando bien las piernas y hundiendo la cabeza en su otro antebrazo, usándolo como cojín.
El último de los cables ya debe de haberse roto, supuso mientras yacía en el suelo, aguardando la colisión que se produciría en cualquier momento.
El karanadon metió su enorme cabeza por la pequeña trampilla. Quería entrar, pero no cabía.
La cabina rugió mientras saltaban chispas por todas partes y su estridente chirrido se volvía más y más y más intenso.
Y entonces alcanzó el foso.
El impacto fue aterrador.
Swain sintió cómo todo su cuerpo se estremecía con violencia cuando el ascensor pasó de más de cincuenta kilómetros por hora a cero en un segundo.
Los músculos de sus antebrazos protegieron su cabeza. Y su cuerpo, puesto que ya estaba pegado al suelo, amortiguó gran parte de la fuerza del impacto.
Lo mismo ocurrió con Holly. Swain confió en que Selexin estuviera bien, pues antes de la caída ya estaba en el suelo, inconsciente.
Cuando el ascensor alcanzó el foso con un terrible bang, el techo cedió y la enorme bestia cayó y se golpeó contra el suelo del ascensor, aterrizando sobre su estómago, justo al lado de Swain, en una nube de polvo y trozos de plástico.
Transcurrió un minuto.
Swain levantó despacio la cabeza.
Lo primero que vio fue el morro negro y arrugado y las enormes fauces del karanadon justo delante de sus ojos. La cabeza de la criatura era tan grande como todo su cuerpo.
Se dispuso a levantarse. La bestia no se movió.
Swain corrió a mirar la pulsera y suspiró. La luz verde había vuelto. El karanadon estaba durmiendo.
Se incorporó. Los escombros que tenía sobre la espalda cayeron al suelo. Casi la mitad del techo del montacargas había cedido por el peso de la bestia y en esos momentos había trozos del techo y cristales de los tubos fluorescentes por todas partes.
Santo Dios, pensó, era como si hubiera detonado una bomba: polvo blanco flotando en el aire, el techo combado, las luces que quedaban estaban parpadeando, la otra mitad destruida.
Swain se levantó. Se tocó el moratón que empezaba a formársele en la nuca. Le dolía la parte baja de la espalda del tremendo impacto. Retiró el brazo de su hija.
—¿Holly? —le dijo en voz baja—. ¿Estás bien?
Esta se estiró como si acabara de salir de un profundo y doloroso sueño.
—¿Q… Qué?
Swain cerró los ojos aliviado y la besó en la frente.
—¿Estamos aún aquí, papá? —dijo entre sollozos con la cabeza aún hundida entre sus antebrazos.
—Sí, cariño. Seguimos aquí. —Sonrió.
Al otro lado del ascensor, Selexin gimió. Levantó lentamente la cabeza y miró a Swain, aún un poco disperso. Entonces vio el inerte pero vivo cuerpo del karanadon.
—No me lo puedo creer…
—Qué me va a contar —le respondió con sequedad Swain.
—¿Dónde estamos?
—En el foso del hueco de los ascensores, supongo. Tomamos el camino de bajada rápido.
—Oh —dijo distraído Selexin.
No parecía demasiado preocupado en esos momentos, y por ello, Swain tampoco se preocupó. Imaginó que podrían quedarse algún tiempo allí. El karanadon no iba a despertarse en un futuro cercano, y nadie podría encontrarlos en el ascensor.
Se sentó, colocó con cuidado a Holly en su regazo y se apoyó contra la pared de la cabina destrozada y sonrió con tristeza a la destrucción que lo rodeaba.
Bob Charlton detuvo su Chevy en un semáforo en rojo y marcó el número de su despacho. Apenas si había dado señal cuando Rudy respondió:
—Teléfono de Robert Charlton.
—Rudy —dijo Charlton.
—Sí, señor. ¿Dónde está?
—En estos momentos, metido en un atasco. Estoy volviendo. Llegaré allí en unos cinco minutos.
Al otro lado de la línea, Rudy Baker calló y miró nervioso a su alrededor.
—Muy bien, señor —dijo—. ¿Hay algo que quiera que haga mientras tanto? ¿Busco algo?
La voz de Charlton dijo:
—Sí, mira en el ordenador a ver si la Biblioteca Pública fue conectada a la red de suministro eléctrico cuando hicimos eso en el Registro Nacional de Lugares Históricos unos meses atrás. Si es así, echa un vistazo a los registros y saca los planos y mira a ver si puedes encontrar dónde está la maldita válvula amplificadora.
—Eh… claro. —Vaciló de nuevo.
—¿Qué ocurre, hijo? —dijo Charlton—. ¿Pasa algo allí?
—No, aquí no —mintió Rudy—. Lo veo ahora.
—De acuerdo. —Charlton colgó.
En el despacho, Rudy se inclinó hacia delante y colgó el teléfono.
—Bien hecho —dijo una voz a sus espaldas—. Ahora, ¿por qué no toma asiento con el resto de nosotros y así podemos esperar todos juntos a que su jefe regrese?
Charlton salió a toda prisa del ascensor y recorrió con paso apretado el pasillo hasta su despacho.
Miró el reloj.
Eran las 7:55 p. m.
Confió en que Rudy hubiera conseguido esos documentos sobre la biblioteca. Así, con un poco de suerte, podría tener la red de suministro en funcionamiento a eso de las diez.
Entró en su despacho y frenó en seco.
Rudy estaba sentado en la silla tras el escritorio de Charlton. Alzó la vista con impotencia.
Cinco hombres más, todos con trajes oscuros, estaban sentados en fila delante del escritorio.
Charlton echó a andar y uno de los tipos se levantó y fue hacia él. Era bajo y fornido, pelirrojo y con bigote puntiagudo del mismo color.
—Señor Charlton, agente especial John Levine. —Le enseñó su identificación—. Seguridad Nacional.
El supervisor del turno de noche examinó la identificación. Se preguntó que querría la Agencia de Seguridad Nacional de Con Ed.
—¿Cuál es el problema, señor Levine?
—Oh, no hay ningún problema —respondió con prontitud Levine.
—Entonces, ¿qué puedo hacer por usted? —Los ojos de Charlton deambularon por su despacho, escudriñando a los cuatro hombres que seguían sentados.
Eran grandes, de espaldas anchas. Dos de ellos llevaban gafas de sol a pesar de que eran ya casi las ocho de la tarde. Resultaban de lo más intimidantes.
—Por favor, señor Charlton, tome asiento. Tan solo hemos venido a hacerle unas preguntas en relación a sus pesquisas sobre la Biblioteca Pública de Nueva York.
—No estoy buscando nada sobre la biblioteca en sí —dijo Charlton mientras se sentaba en la silla libre. Levine se sentó enfrente—. Estoy buscando un fallo en nuestro suministro eléctrico. Hemos recibido muchas llamadas de esa zona quejándose de que no tenían electricidad.
Levine asintió.
—Ajá. Entonces, aparte de encontrarse en la misma zona, ¿cuál es la conexión entre esas quejas y la biblioteca?
—Bueno —dijo Charlton—, la biblioteca se encuentra en el Registro Nacional de Lugares Históricos. Ya sabe, uno de esos edificios antiguos que no pueden demolerse.
—Lo sé.
—La cuestión es que conectamos algunos de ellos a la red principal de suministro hace algunos meses y hemos descubierto que, si se les va la luz, todo el maldito sistema cae con ellos.
Levine asintió de nuevo.
—Entonces, ¿por qué ha empezado por centrarse en ese edificio? Sin duda habrá otros en ese sector que merezcan una atención similar.
—Señor Levine, llevo diez años haciendo esto y una avería o corte en la red puede suponer un montón de problemas. Y eso significa que hay que comprobar todo. Cada posibilidad. En ocasiones se trata de niños que cortan los cables con la sierra de cadena de su padre, en otras tan solo es una sobrecarga. Siempre me ha parecido más prudente ir primero a comprobarlo con la policía para ver si han detenido a alguien en la zona.
—¿Ha ido a la policía? —Levine arqueó una ceja.
—Sí.
—¿Y averiguó algo?
—Sí. De hecho, fue la policía la que me condujo a la biblioteca.
—Si no le importa que le pregunte —dijo Levine—, ¿a qué comisaría fue?
—A la del decimocuarto distrito policial —respondió Charlton.
—¿Y qué le dijeron?
—Me dijeron que habían pillado a un ladrón de ordenadores de tres al cuarto en la biblioteca anoche, y que aquello guardaba relación con la muerte de un vigilante de seguridad. También pude ver al tipo…
—¿Un guardia asesinado? —Levine se inclinó hacia delante.
—Sí.
—¿Un guardia de la biblioteca?
—Sí.
—¿Y la policía dice que fue asesinado anoche?
—En efecto. Anoche —dijo Charlton—. Encontraron al ladrón a su lado, cubierto de la cabeza a los pies con sangre del tipo.
Levine miró a los otros agentes. A continuación dijo:
—¿Creen que lo hizo el ladrón?
—No, era un tipo pequeño y escuálido. Pero creen que es posible que se topara con los que lo hicieron. Que intentaran asustarlo. Algo así.
Levine, inmerso en sus pensamientos, paró de hablar. Poco después, le preguntó con voz muy seria:
—¿Ha puesto la policía a algún hombre en el interior del edificio? ¿En el interior de la biblioteca?
—El detective con el que hablé me dijo que tenían a dos agentes allí —dijo Charlton—. Ya sabe, custodiando el edificio durante la noche hasta que algún equipo pueda ir mañana.
—Entonces, ¿hay agentes de policía en el interior del edificio en este instante?
—Eso me contaron.
Ante aquello, Levine se giró hacia sus hombres y asintió al que tenía más cerca, que se levantó de inmediato.
—La comisaría del decimocuarto distrito —le dijo Levine. Miró de nuevo a Bob Charlton—. Señor Charlton, ¿recuerda el nombre del detective con el que habló?
—Sí. El capitán Henry Dickson.
Levine se volvió hacia el agente que estaba en pie y asintió con la cabeza. El agente no respondió. Salió raudo de la habitación.
Levine miró a Charlton de nuevo.
—Señor Charlton, nos ha sido de gran ayuda. Le doy las gracias por su cooperación.
—No hay de qué —dijo Charlton mientras se levantaba de su silla—. Si esto es todo, caballeros, tengo una red de suministro que arreglar, así que si me disculpan, he de irme a comprobar si la biblioteca…
Levine se levantó y le puso la mano en el pecho a Charlton, deteniéndolo.
—Lo lamento, señor Charlton, pero me temo que sus indagaciones sobre la Biblioteca Pública de Nueva York terminan aquí.
—¿Qué?
Levine habló con calma.
—Este asunto ya no es competencia suya o de su empresa, señor Charlton. La Agencia de Seguridad Nacional se encargará de ahora en adelante.
—Pero ¿qué pasa con el suministro? —le objetó Charlton—. ¿Y la electricidad? Tengo que restablecer el servicio.
—Puede esperar.
—Y una mierda puede esperar. —Charlton dio un paso al frente, enfadado.
—Siéntese, señor Charlton.
—No, no voy a sentarme. Este es un problema muy serio, señor Levine. —Se contuvo—. Me gustaría hablar con su superior.
—Siéntese, señor Charlton —dijo el agente especial, esa vez de manera más autoritaria. Dos agentes se apostaron inmediatamente a ambos lados de Charlton. No lo tocaron, simplemente se quedaron quietos a su lado.
Charlton se sentó. Frunció el ceño.
Levine dijo:
—Todo lo que voy a decirle es esto, señor Charlton. En las últimas dos horas, la biblioteca se ha convertido en objeto de una investigación por parte del gobierno de Estados Unidos. Una investigación que no se detendrá porque doscientos neoyorquinos no puedan ver su programa favorito por una noche.
Charlton permaneció sentado en silencio. Levine fue a la puerta.
—Sus indagaciones han concluido, señor Charlton. Se le avisará cuando pueda proceder. —Levine cruzó la puerta, llevándose a un agente consigo y dejando al supervisor en el despacho con Rudy y los otros dos agentes.
Charlton no podía creérselo.
—¿Qué? ¿Va a retenerme aquí? ¡No puede hacer eso!
Levine se detuvo en la puerta.
—Oh, sí que puedo, señor Charlton, y lo haré. En virtud del artículo 50 de la legislación de los Estados Unidos, un agente posee la autoridad para detener a todo aquel que considere pertinente en un caso de seguridad nacional durante el tiempo que la investigación se prolongue. Se quedará aquí, señor Charlton, con su ayudante, bajo supervisión, hasta que esta investigación haya concluido. Gracias por su cooperación.
Ya en el pasillo, Levine entró en el ascensor y sacó su móvil.
—Aquí Marshall —dijo una voz interrumpida por constantes interferencias al otro lado de la línea.
—Señor, soy yo, Levine.
—Sí, John. ¿Cómo ha ido?
—Bien y mal, señor.
—Dígame primero las buenas noticias.
Levine dijo:
—Es sin duda la biblioteca.
Una pausa. A continuación:
—¿Sí?
—Y hemos cogido a Charlton justo a tiempo. Iba a marcharse para allá.
—Bien.
Levine calló durante un momento y se toqueteó nervioso el bigote.
La voz de Marshall dijo:
—¿Y las malas noticias?
Levine se mordió el labio.
—Tuvimos que detenerlo, señor.
Se hizo el silencio al otro lado de la línea.
—No había elección, señor Marshall. Teníamos que mantenerlo lejos de la biblioteca.
El hombre llamado Marshall parecía estar reflexionando sobre lo que le acababan de decir. Finalmente habló, casi para sí.
—No, no. No pasa nada. Charlton estará bien. Además, si esto sale a la luz, la Agencia no se verá afectada por lo que pueda decir. ¿Algo más?
Levine contuvo la respiración.
—Hay dos policías dentro del edificio.
—¿Dentro?
—Sí.
—Oh, joder —dijo la voz de Marshall—. Eso sí que es un problema.
Levine aguardó en silencio, aunque seguían oyéndose las interferencias. Marshall estaba pensando. Cuando habló, su voz sonó resuelta.
—Tendremos que llevarlos con nosotros.
—¿A los policías? ¿Podemos hacer eso?
Marshall dijo:
—Están contaminados. No parece que tengamos muchas más opciones.
Levine dijo:
—¿Qué quiere que haga ahora?
—Vaya a la biblioteca y, por el momento, que nadie lo vea. La gente de Sigma llegará enseguida —dijo Marshall—. Yo aterrizaré en un par de minutos. Hay un coche esperándome en la pista, así que estaré allí en una media hora.
—Sí, señor.
Levine colgó.
James A. Marshall estaba sentado en el compartimiento ejecutivo del avión Lear del director de la Agencia Nacional de Seguridad cuando este comenzó a descender en LaGuardia.
Como agente a cargo de Sigma, la división ultrasecreta de la NSA, Marshall tenía oficialmente su base en Maryland, pero últimamente pasaba la mayor parte de su tiempo en los estados del oeste, Nuevo México y Nevada.
Marshall era un hombre alto de cincuenta y dos años de edad, prácticamente calvo, con barba canosa y unas cejas oscuras y arqueadas que se estrechaban en el puente de su nariz, le que le confería una expresión de perpetua seriedad. Había estado a cargo de la división Sigma, la élite en cuanto a descubrimientos de alta tecnología se refería, durante los últimos seis años.
En la década de los ochenta, la NSA había sido el orgullo de la Inteligencia estadounidense, con miles de millones de algoritmos de codificación que se convertirían en la base de sus mundialmente famosos ordenadores descifradores. Entonces, en 1990, Sigma añadió más prestigio si cabía a la institución al emplear tecnología semiconductora para lograr el mayor descubrimiento en la historia de la comunicación y el descifrado de mensajes: la computación cuántica.
Pero, con el deshielo de la Guerra Fría, la descodificación de mensajes cifrados empezó a ser menos prioritaria a ojos del Gobierno. Los presupuestos se redujeron. El dinero fue desviado a otros sectores del Ejército y la Inteligencia. La NSA tenía que encontrar algo nuevo en lo que destacar, algo que justificara la continuación de su existencia. De lo contrario acabaría siendo absorbida por el Ejército.
A James Marshall y a la división Sigma se les encomendó la tarea de encontrar ese nuevo campo de especialización.
Y así, los recursos de Sigma se centraron en un objetivo completamente nuevo y distinto. Solo que este objetivo no requería de la creación de nueva tecnología, sino que más bien se centraba en la búsqueda, el descubrimiento y el descifrado de una tecnología muy especial.
Tecnología altamente avanzada.
Tecnología que el hombre por sí mismo no podía crear.
Pero tecnología para la que la NSA, y solo la NSA, con sus nuevos superordenadores de computación cuántica, se hallaba en una posición única y privilegiada a la hora de descifrar y explotar.
Tecnología extraterrestre.
Marshall cogía todo aquello con pinzas. Sí, las Fuerzas Aéreas, el rival directo de la NSA a ese respecto, habían construido almacenes subterráneos en Nuevo México y Nevada. Pero a pesar de todos aquellos reportajes de la televisión que aseguraban que estos habían encontrado, capturado y estudiado naves y formas de vida extraterrestres (uno de esos reportajes especiales había llegado a sugerir incluso que la tecnología tras los bombarderos furtivos provenía de tales estudios), sus almacenes estaban irrefutable e inequívocamente vacíos.
En resumen, las Fuerzas Aéreas no habían encontrado nada. Y en la competitiva búsqueda de presupuesto, eso había proporcionado a la NSA una oportunidad…
Como la de esta noche, pensó Marshall.
Y, conforme su avión descendía, miró por centésima vez el documento impreso que llevaba en su regazo.
Dos horas antes, exactamente a las 6:00 p. m., hora estándar del este, un satélite de la NSA, el LandSat 5, en el transcurso de un barrido aleatorio en el extremo nordeste de Estados Unidos, había detectado y cuantificado un desplazamiento electrónico inusualmente largo que parecía emanar de la isla de Manhattan.
El desplazamiento no había figurado en los barridos previos, y su amperaje era peligrosamente similar a las frecuencias codificadas electrónicas grabadas y registradas que previamente habían empleado las guerrillas del Norte de África, en concreto las de Libia.
Y, tras los atentados del Once de Septiembre, nadie en la NSA estaba dispuesto a correr riesgo alguno.
La respuesta había sido inmediata.
Los resultados del LandSat 5 habían sido enviados inmediatamente al cuartel general de la Agencia en Fort Meade, Maryland. Un satélite de vigilancia electrónica KH-11E (más conocido por su alias: Espía), había sido confiscado de la Oficina Nacional de Reconocimiento y reprogramado para que pasara por encima de Nueva York.
Por pura casualidad, el Espía resultó estar en el lugar y momento adecuados y se situó sobre la escena en cuestión de pocos minutos, y los primeros resultados pronto estuvieron en manos del equipo de gestión de crisis de la Agencia en Maryland, equipo en el que se encontraba Marshall.
Una vez se hubieron analizado los resultados, en el espacio de nueve minutos todos los registros de la comunicación entre el control de satélite en Maryland, LandSat 5 y el Espía habían sido destruidos.
El LandSat 5 fue reconfigurado para su amaraje inmediato en algún punto del océano Pacífico, mientras que el Espía siguió monitorizando la zona de Manhattan.
Fue entonces cuando la misión se les asignó a James Marshall y a sus hombres de la división Sigma.
No disponían de mucho tiempo y Marshall no había desperdiciado un segundo.
Había corrido al aeropuerto y, mientras él se subía al Lear del director, otro miembro de Sigma ya estaba preparando el comunicado de prensa que explicaría la desafortunada y lamentable pérdida de dos satélites.
Así que, allí estaba, en el Lear del director de la NSA, listo para aterrizar en Nueva York. Marshall cogió su maletín para poder echar un último vistazo al informe del Espía.
A juzgar por el largo tramo temporal que cubría el informe, el Espía podía mantener su campo de visión sobre un único objetivo durante cincuenta minutos. Marshall leyó la transcripción.
LSAT-560467-S
TRANSCRIPCIÓN DE DATOS 463/511-001
EMPLAZAMIENTO DEL OBJETO: 231.957 (Costa nordeste: NY, NJ)
N.º HORA/ET UBICACIÓN LECTURA
1. 18:03:48 Long Isl. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO
Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:09
2. 18:03:58 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO
Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00.06
3. 18:07:31 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO
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4. 18:10:09 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO
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5. 18:14:12 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO
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6. 18:14:37 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO
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7. 18:14:38 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO
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8. 18:14:39 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO
Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:02
9. 18:14:40 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO
Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:02
10. 18:16:23 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO
Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:07
11. 18:20:21 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO
Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:08
12. 18:23:57 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO
Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:06
13. 18:46:00 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO
Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:34
Marshall frunció el ceño.
Por el momento la transcripción no le decía nada.
Doce sobrecargas importantes de una energía desconocida, cuyo origen también era desconocido, habían tenido lugar en Nueva York entre las 6:03 y las 6:46 p. m.
Además de eso, estaba la primera sobrecarga, que se había producido en algún punto de Long Island. También resultaba peculiar la última sobrecarga; peculiar porque había durado treinta y cuatro segundos, más del triple que cualquiera de las restantes. Por no mencionar las cuatro sobrecargas consecutivas de dos segundos de duración que Marshall había subrayado.
Todo aquello conformaba un rompecabezas, un rompecabezas que Marshall quería resolver.
Y las noticias de Levine eran buenas. La intervención de los teléfonos de Ed Con habían merecido la pena, si bien no había sido una actuación del todo legal. La teoría de que importantes sobrecargas de energía afectarían a los sistemas eléctricos locales había resultado ser correcta.
Robert Charlton los había conducido al origen de las sobrecargas de energía: la Biblioteca Pública de Nueva York.
Ahora tenían el emplazamiento. E iban a capturar a lo que quiera que estuviera allí.
Ese pensamiento hizo sonreír abiertamente a James Marshall en el mismo momento en que el Lear tocaba la pista de aterrizaje de LaGuardia.
Hawkins dejó a Balthazar en el suelo y lo apoyó en la pared de hormigón del cuarto del conserje. A continuación se dejó caer, sin respiración, al lado del enorme hombre barbudo.
—Pesas un huevo, cabrón. ¿Lo sabías?
El cuarto del conserje era un completo caos. La tela metálica que dividía en dos el espacio había cedido por la salida del karanadon. Había restos de cajas de madera aplastadas por todas partes. Y sin la enorme puerta hidráulica, la entrada no era más que un descomunal boquete en la pared.
Hawkins miró a Balthazar. No tenía buen aspecto. Sus ojos seguían inyectados en sangre y se le estaba formando una erupción en la piel de alrededor. Aún tenía saliva de la bestia en su poblada barba.
Balthazar gimió y a continuación, como si estuviera poniéndose a prueba, puso una mano en el suelo para levantarse, pero al instante cayó torpemente contra la pared.
Tendrían que esconderse allí un tiempo. Pero primero, pensó Hawkins, había que hacer algo con esa puerta.
Selexin finalmente se levantó y echó a andar por el ascensor hasta el enorme cuerpo del karanadon inconsciente. Se agachó y contempló las enormes fauces que sobresalían de su hocico negro.
Puso cara de asco.
—Repulsivo —dijo—. Realmente repulsivo.
Swain tenía a Holly en el regazo. Tras quejarse de un fuerte dolor de cabeza, se había quedado dormida al momento.
—Sí, tampoco tiene muchas luces —dijo—. ¿Había visto uno antes? ¿Así de cerca?
—No, jamás. No creo que haya nadie que haya visto a un karanadon tan cerca y haya vivido para contarlo.
Swain asintió y los dos se quedaron mirando a la enorme bestia negra en silencio. Luego añadió:
—¿Qué hacemos ahora entonces? ¿Lo matamos? ¿Podemos matarlo?
—No lo sé. —Selexin se encogió de hombros—. Nadie ha hecho eso antes.
Swain hizo una mueca y extendió las manos.
—¿Qué puedo decir?
Selexin frunció el ceño sin comprender.
—Discúlpeme, pero me temo que no lo entiendo. ¿Cómo que qué puede decir?
—No se preocupe. Es una forma de hablar.
—Oh.
—Sí —dijo Swain—. Como «que te jodan».
Selexin se sonrojó.
—Oh, sí. Eso. Bueno, tenía que decir algo. Mi vida estaba también en peligro, ya sabe.
—Es muy temerario decirle algo así a una cosa como esa. —Swain asintió con la cabeza hacia el karanadon.
—Oh, bueno…
—Pero también muy valiente. Y lo necesitaba. Gracias.
—No es nada.
—En fin, gracias de todas maneras —dijo Swain—. Por cierto, ¿puede hacer eso? ¿Ayudarme?
—Bueno —dijo Selexin—. Técnicamente, no. No me está permitido ayudarlo físicamente en ninguna pelea, ya sea contra un contendiente o contra el karanadon. Pero considerando lo que Bellos ha hecho al traer los hoodayas al Presidian, bueno, todo es posible.
Swain se volvió para mirar al karanadon. Las alargadas y puntiagudas cerdas del lomo ascendían y descendían al unísono con su respiración fuerte y cansada. Era increíblemente grande.
—Entonces ¿podemos matarlo?
—Creía que usted no mataba a víctimas indefensas —dijo Selexin.
—Eso solo vale para personas.
—Balthazar no era una persona y usted no lo mató. Es informe, recuerde. Estoy seguro de que le sorprendería la verdadera forma de Balthazar.
Swain dijo:
—De acuerdo, pues solo para cosas que se parecen a personas. Y además —dijo mientras miraba al karanadon—, Balthazar no me habría arrancado la cabeza si hubiera decidido luchar contra mí.
Selexin puso cara de ir a objetar, pero se contuvo. Tan solo dijo:
—Vale.
—¿Y bien? ¿Qué opina? ¿Podemos matarlo? —preguntó Swain.
—No veo por qué no. Pero ¿con qué lo matará?
Echó un vistazo al ascensor. No había gran cosa que emplear como arma. El techo estaba hecho con una fina placa de yeso y la mitad había desaparecido, destrozada por la caída del karanadon. Trozos enormes e irregulares de cristal esmerilado de los tubos fluorescentes yacían desperdigados por el suelo. Swain cogió uno. En su mano resultaba un arma de lo más patética.
Selexin se encogió de hombros.
—Podría funcionar. No obstante, también cabe la posibilidad de que únicamente sirva para despertarlo.
—Mmm. —A Swain no le gustó esa posibilidad.
No quería despertar al karanadon. Estaba bien como estaba. Inconsciente. Pero ¿por cuánto tiempo? Y matar algo que era más grande y fuerte que un oso pardo con un fragmento de plástico no parecía muy verosímil.
En ese momento, la garra derecha del karanadon se movió y aplastó algo que zumbaba alrededor de su hocico. A continuación la garra retomó su posición, junto al costado de la criatura, y la bestia prosiguió con su duermevela como si nada hubiera ocurrido.
Swain lo miró fijamente. Inmóvil.
El karanadon bufó y se giró de costado.
—¿Sabe? Ahora que lo pienso, no estoy tan seguro de que matarlo sea una buena idea —susurró Selexin.
—Yo estaba pensando lo mismo —dijo Swain—. Vamos, en marcha. —Se puso en pie y levantó a Holly.
—Vamos cielo, hora de irse.
Holly se estiró, aún atontada.
—Me duele la cabeza…
—¿Adónde vamos? —preguntó Selexin.
—Arriba —dijo Swain mientras señalaba al enorme agujero en el techo del ascensor.
Tras abrir las puertas exteriores del ascensor, Swain se asomó a la luz amarillenta y débil y vio filas y filas de librerías extendiéndose a izquierda y derecha.
El depósito.
Estaban encima de lo que quedaba del techo del ascensor destrozado, a unos quince metros por debajo del nivel del suelo de la planta-2. El foso de hormigón del hueco de los ascensores estaba, al parecer, muy por debajo de la última planta.
Swain trepó primero. Se hallaban en alguna parte del depósito.
Recordó cuando habían encontrado a Hawkins en esa planta y habían visto a Reese por vez primera, y también la carrera por el laberinto de librerías hasta alcanzar la seguridad de la caja de la escalera. Pero eso, rememoró, había ocurrido al otro lado de la planta.
Se volvió hacia el hueco de los ascensores y ayudó a Holly y a Selexin a subir.
—Me acuerdo de esta zona del laberinto —dijo Selexin mientras veía las estanterías a su alrededor—. Reese.
—Así es.
—Papá, me duele la cabeza —dijo Holly, cansada.
—Lo sé, cariño.
—Quiero ir a casa.
—Yo también —dijo mientras le acariciaba la cabeza—. A ver si podemos encontrar algo para tu dolor de cabeza y, al mismo tiempo, un sitio donde escondernos. Vamos.
Echaron a andar por un largo pasillo transversal. Tras recorrer cierta distancia, el pasillo llegaba a una unión en «T». Habían encontrado la pared occidental del depósito. Caminaron junto a ella, pero no habían recorrido ni veinte metros cuando Swain se percató de algo extraño.
Justo delante de ellos, pegado al muro exterior de librerías, había algo entreabierto que sobresalía al pasillo. Algo rojo.
Cuando se acercaron, Swain vio lo que era.
Una puerta.
Una puerta pequeña, de color rojo, ligeramente entreabierta. Estaba empotrada en la pared exterior de las librerías, casi imperceptible. Swain la había visto porque había pasado prácticamente a su lado. Cualquiera que echara un vistazo somero al depósito no la vería.
La puerta roja tenía un cartel.
—«Prohibido el acceso al personal» —leyó Selexin en voz alta—. ¿Qué se supone que significa eso?
Pero Swain no le estaba prestando atención a Selexin. Ya estaba arrodillado delante de la puerta, contemplando su base.
El guía dijo:
—Pensaba que al personal se le permitiría tener acceso a todo el lugar…
—Shh —dijo Swain—. Mire eso.
Selexin y Holly se pusieron en cuclillas a su lado y contemplaron el libro que yacía en el suelo, entre la puerta y su marco.
—Es como si mantuviera la puerta abierta… —dijo el hombrecillo.
—Es lo que hace —dijo Swain—. O al menos evita que se cierre.
—¿Por qué? —preguntó Holly.
Swain frunció el ceño.
—No lo sé.
Miró el pomo de la puerta. Por el lado de la biblioteca, había una cerradura en el sencillo picaporte de color plateado. Al otro lado, sin embargo, no vio ningún cierre ni cerradura. Cerca de las bisagras vio el mecanismo de cierre.
—Tiene un resorte —dijo—. Para asegurarse de que siempre se cierre. Por eso alguien puso el libro.
—¿Por qué no se permite el acceso del personal? —le preguntó Selexin.
—Probablemente porque esta puerta no tenga nada que ver con la biblioteca. Y en el depósito solamente pueden entrar los trabajadores de esta. Yo diría que probablemente sea un contador de electricidad o de gas. Algo así —dijo Swain—. Algo que el personal no puede tocar.
—Oh.
Holly dijo:
—¿Podemos salir por aquí?
Swain miró a Selexin.
—No lo sé. ¿Podemos?
—Se supone que el laberinto tiene que estar sellado en el momento en que se produce la electrificación. No sé qué ocurriría si una entrada no estuviera bien cerrada en ese momento. Pero puedo imaginármelo.
—Imagíneselo pues.
—Bueno. —Selexin se asomó por el borde de la pequeña puerta roja con el cartel «Prohibido el acceso al personal»—. No hay ninguna señal visible de electrificación. Y a menos que haya otra puerta tras esta que estuviera cerrada en el momento de la electrificación, mi suposición es que tal vez acabemos de encontrar una salida del laberinto.
—¿Una salida? —preguntó esperanzada Holly.
—Sí.
—¿Está seguro? —le susurró Swain.
—Solo hay una manera de averiguarlo —dijo Selexin—. Tenemos que ver si hay otra puerta tras esta.
—¿Tenemos? —dijo Swain, pensativo.
—Bueno, sí —dijo Selexin—. A menos que se le ocurra otra manera.
De cuclillas en el suelo, Swain miró al hombrecillo y dijo:
—Lo cierto es que sí.
Y, tras decir eso, Stephen Swain sacó el brazo izquierdo, el que llevaba la pulsera, por el hueco entre la pequeña puerta roja y su marco.
Al momento oyeron un fuerte e insistente bip proveniente del exterior de la puerta y, tras un par de segundos, Swain volvió a meter el brazo.
El pitido cesó al instante.
Todos miraron la gruesa pulsera gris. En el visualizador de la pantalla podía leerse en esos momentos:
INICIALIZADO-6
SECUENCIA DE DETONACIÓN INICIALIZADA.
SECUENCIA DE DETONACIÓN CANCELADA EN *14:57*
REINICIADA.
El 14:57 estaba parpadeando.
Swain sonrió a Selexin.
—No hay puerta exterior. Esta es la última.
—¿Cómo lo sabes, papa? —preguntó Holly.
—Porque la pulsera de tu padre está programada para inicializar una secuencia de detonación de quince minutos tan pronto como perciba que está fuera del campo de energía de este laberinto —dijo Selexin.
—¿Qué? —dijo Holly.
Swain dijo:
—Lo que quiere decir es que, si salgo fuera del campo electrificado que rodea a todo este edificio, la pulsera estallará, a menos que entre de nuevo en quince minutos.
—¿Y ves eso? —Selexin señaló el 14:57 parpadeante—. La cuenta atrás comenzó cuando sacó la muñeca por la puerta.
—Lo que significa que —prosiguió Swain—, una vez que estemos fuera de esa puerta, nos encontraremos fuera del campo eléctrico y fuera del laberinto.
—Eso es —dijo Selexin.
—Pues vámonos —dijo Holly—. Salgamos de este lugar.
—No podemos —dijo Swain con tristeza—. O al menos yo no puedo. No aún.
—¿Por qué no? —preguntó Holly.
—Por la pulsera. —Selexin suspiró.
Swain asintió.
—No puedo quitarla. Y si no puedo quitármela, solo duraré quince minutos antes de que explote.
—Entonces será mejor que encontremos una manera de quitársela —dijo Selexin.
—¿Cómo? —dijo Swain mientras se sacudía la muñeca. El brazalete era resistente y fuerte, una esposa de acero—. Mírela, es dura como una piedra. Necesitaríamos un hacha o un martillo para abrirla, y alguien lo suficientemente fuerte como para romperla.
—Me apuesto a que Balthazar podría —dijo Holly—. Es muy grande. Y seguro que también muy fuerte.
—Y la última vez que lo vimos, no podía ni sostenerse en pie por sí solo —dijo con amargura Selexin.
—Ni siquiera sabemos si Hawkins y él siguen con vida —dijo Swain—. Tiene que haber otra forma.
Selexin dijo:
—Quizá haya por aquí un tornillo de banco que podamos usar para abrirla.
—¿En una biblioteca? No es muy probable.
Frustrado, Selexin se sentó junto a la puerta entreabierta, contemplando la ruta de escape que no podía utilizar. Swain también miraba hacia la puerta, inmerso en sus pensamientos. Holly, mientras, se agarraba con fuerza a su brazo.
—Bueno, antes de nada —dijo Swain—, tengo que sacaros de aquí. Después, encontraré la manera de quitarme esto y nos veremos fuera. —Resopló—. Quizá debería ir a buscar a Bellos y preguntarle si le gustaría intentarlo. Estoy seguro de que le gustaría.
—Sin duda es lo suficientemente fuerte —dijo Selexin.
—Pero ¿lo haría? —dijo Swain.
—Encantado —respondió una voz de barítono tras él.
Swain se volvió.
Allí, ante él, en uno de los pasillos perpendiculares a la pared occidental, estaba Bellos.
Swain sintió un escalofrío al contemplar a aquel hombre. Su cuerpo, su rostro, sus cuernos, todo él era negro. Salvo la coraza dorada.
Y era alto, más de lo que le había parecido antes. Más bien dos metros quince.
—Saludos, compañero. Ante ti se halla Bellos…
—Sé quién eres —le dijo Swain.
Bellos ladeó la cabeza, sorprendido.
—¿Dónde están tus hoodayas? —le preguntó Swain con calma mientras Selexin y Holly se levantaban lentamente a su lado—. No luchas sin ellos, ¿verdad?
Bellos rió con maldad. Cuando lo hizo, Swain vio que algo tintineaba en su costado, algo que pendía del cinturón.
Era la máscara que el konda usaba para respirar.
Swain recordó con horror cómo lo había descrito Selexin momentos antes: el coleccionista de trofeos.
De repente, advirtió que Bellos llevaba un segundo objeto sujeto al cinturón, algo que relucía con la luz amarillenta del depósito. Swain abrió los ojos de par en par cuando vio de qué se trataba.
Era una placa del Departamento de Policía de Nueva York.
La compañera de Hawkins…
Bellos habló, sacando a Swain de sus pensamientos.
—Estás intentando mostrar un coraje del que careces, pequeño hombre. No hay hoodayas aquí. Solo estamos tú y yo.
—¿De veras? —dijo Swain—. No te creo.
Bellos dio un paso adelante.
—Usas palabras valientes para ser un hombre que está moriturus.
—Moriturus —repitió Swain. Por el rabillo del ojo buscó a los hoodayas, pues se temía que de un momento a otro al menos dos de ellos aparecieran por alguno de los pasillos cercanos—. A punto de morir, vaya. Si ese es el caso, ¿por qué no osculare asinum meum?
Bellos frunció el ceño, sin comprender.
—¿Osculare asinum meum? —repitió, perplejo—. ¿Qué te bese qué?
Swain le dio disimuladamente una patada al libro colocado entre la puerta roja y su marco. La puerta con resorte comenzó al instante a cerrarse y Swain la sujetó con la mano (tras la espalda).
—Cuando ataquen —le susurró a Selexin y a Holly—, quiero que salgáis por la puerta. No os preocupéis por mí.
—Pero…
—Tan solo hacedlo —dijo Swain sin apartar la vista de Bellos.
Bellos resopló.
—¿Piensas quedarte allí, hombrecillo, o vas a luchar?
Swain no dijo nada. Miró a la izquierda. A continuación a la derecha. Aguardando a los hoodayas.
Y sucedió.
De repente, sin previo aviso. No por los lados, sino de frente. Por detrás de Bellos.
Era un solo hoodaya, que se abalanzó con las garras directo hacia Swain.
Con la mano que le quedaba libre, el doctor le soltó un manotazo de revés a la criatura, golpeándolo en la cabeza, enviándolo al suelo con un gemido.
Aprovechó entonces para abrir la puerta a sus espaldas.
—¡Vamos! —le gritó a Selexin y a Holly—. ¡Vamos! ¡Vamos!
Y entonces el segundo hoodaya atacó.
Este salió de la izquierda y golpeó a Swain por el costado, tirándolo al suelo y haciendo que soltara en la caída la puerta.
La puerta con resorte empezó a cerrarse.
El segundo hoodaya saltó de nuevo sobre Swain mientras este rodaba hasta colocarse boca arriba. Levantó el brazo a la desesperada y consiguió agarrarle el cuello al animal. Sus enormes fauces se abrieron y cerraron en un intento desesperado por llegar a su cara, pero Swain tenía el brazo completamente estirado.
Las garras lo acosaron de modo frenético, intentando desgarrarle el pecho, pero no eran lo suficientemente largas. Así que le alcanzaron en el brazo. Cinco tajos aparecieron al momento en el antebrazo de Swain.
Fue entonces cuando este vio que la puerta se estaba cerrando.
—¡La puerta! —les gritó a Selexin y a Holly.
Pero Holly y Selexin no se movieron. Se quedaron donde estaban, completamente inmóviles, mirando a la derecha, al muro de libros.
Swain miraba desesperado a la puerta, que estaba cerrándose a toda velocidad. Estaba ya casi cerrada del todo cuando, a la desesperada, estiró la pierna y metió el pie entre la puerta y el marco.
—¡Vamos! —gritó mientras soltaba una patada para abrirla de nuevo y al mismo tiempo forcejeaba con el hoodaya.
Pero Selexin y Holly no se movían.
Estaban mirando cómo el tercero y cuarto hoodaya se acercaban inquietantemente por el pasillo.
Swain, aún sujetando al segundo hoodaya con el brazo, se arrodilló. El animal decidió probar una nueva táctica. En vez de retorcerse sin cesar y de atacarlo con las garras, agarró el antebrazo de Swain con ambas garras, se aferró a él y empezó a apretar con la esperanza de que el humano le soltara el cuello.
—¡Dios! ¡Vamos! ¡Marchaos! —gritó Swain mientras sujetaba con el pie la puerta—. ¡No podré sostener la puerta por mucho más tiempo!
Aun así, Holly y Selexin no se movieron, y cuando finalmente vio qué era lo que estaban mirando, a Swain se le vino a la cabeza un pensamiento demasiado tardío.
¿Adónde ha ido el primer hoodaya?
El animal lo embistió con una velocidad aterradora y los tres se precipitaron por la puerta abierta. Swain chocó contra el marco y cayó al pasillo oscuro que había tras la abertura con los dos hoodayas.
—¡No! —gritó cuando vio que la puerta empezaba a cerrarse de nuevo y que iba a dejarlo fuera de la biblioteca.
Todavía tenía al segundo hoodaya cogido del cuello. Lo golpeó sin piedad dos veces contra el duro suelo de hormigón y el cuadrúpedo le soltó el brazo y Swain arrojó su cuerpo inerte y se precipitó hacia la puerta a punto de cerrarse.
Había ruido por todas partes. Los chillidos de los hoodayas, un fuerte bip electrónico proveniente de su pulsera y después… después el peor de todos: los gritos de Holly en el interior de la biblioteca.
Swain aterrizó a poca distancia de la puerta y el resto del recorrido lo hizo deslizándose sobre su pecho, con los brazos estirados…
Demasiado tarde.
La puerta se cerró.
El cierre hizo clic.
Y un estallido cegador de chisporroteante electricidad azul emergió de las bisagras y el pomo de la puerta.
Electrificada.
Durante un aterrador instante, se hizo el silencio, roto únicamente por el fuerte y persistente bip que provenía de la pulsera de Swain. La miró. En esos momentos ponía:
INICIALIZADO-6
SECUENCIA DE DETONACIÓN INICIALIZADA.
*14:55*
Y CONTANDO.
Stephen Swain contempló la puerta con horror.
Estaba fuera del laberinto.