Segundo movimiento

Domingo, 1 de diciembre, 6:04 p. m.

Muchas personas creen que el miedo a la oscuridad solo se experimenta en la niñez.

Los niños temen a la oscuridad porque carecen de experiencia suficiente como para saber que no hay nada allí. Pero, como Stephen Swain bien sabía, el miedo a la oscuridad era habitual en muchos adultos. Es más, para algunos, la necesidad de ver era a menudo tan elemental como la necesidad de alimento.

Allí, en la más completa oscuridad, sin tener ni idea de dónde estaba, a Swain le extrañó estar pensando en sus estudios universitarios sobre el comportamiento humano. Recordó las palabras de su profesor: «Los miedos humanos son muy a menudo creaciones irracionales de la mente. ¿Cómo si no podría explicarse que una mujer de más de metro ochenta se quede petrificada con tan solo ver un ratón blanco, una criatura que no llega a los diez centímetros?».

Pero ningún miedo era considerado más irracional, ni más innato en el hombre, que el miedo a la oscuridad. Teóricos académicos y padres hastiados llevaban siglos diciendo que nada había en la oscuridad que no hubiera ya antes con la luz encendida…

Pero me apuesto lo que sea a que jamás les ha pasado algo así, pensó Swain mientras contemplaba el océano de oscuridad que le rodeaba.

¿Dónde demonios estamos…?

El corazón le retumbaba con fuerza en la cabeza. Podía notar el pánico extendiéndose por su cuerpo. No. Tenía que mantener la calma, tenía que actuar de un modo racional, tenía que cuidar de Holly.

La sintió en su hombro. Se agarraba con fuerza a él, aterrada.

—Papi…

Si al menos pudiera ver algo, pensó mientras intentaba contener su creciente miedo. Una abertura en la oscuridad. Una fracción de luz. Lo que fuera.

Miró a la izquierda, y luego a la derecha. Nada.

Solo oscuridad. Una oscuridad inmensa, infinita.

El miedo a la oscuridad ya no le parecía tan irracional en esos momentos.

—Papá, ¿qué está pasando?

Percibió que Holly pegaba más la cabeza contra su cuerpo.

—No lo sé, cielo. —Swain frunció el ceño, pensativo. Entonces se acordó—. Espera un momento —dijo mientras, como buenamente podía con su hija en brazos, se metía la mano en el bolsillo de los vaqueros. Suspiró aliviado cuando sintió el metal frío y suave del mechero.

La tapa superior del Zippo se abrió con un clic metálico y Swain apretó la rueda. La piedra chispeó un instante, pero no se encendió. Lo intentó de nuevo. Otra chispa, pero ninguna llama.

—Joder —dijo en voz alta—. Dichoso Wilson.

—Papá…

—Un momento, cielo. —Swain volvió a guardarse el mechero en el bolsillo y se giró para contemplar de nuevo la oscuridad—. A ver si podemos encontrar una puerta o algo.

Levantó el pie y dio un vacilante paso al frente. Conforme lo bajaba, sin embargo, empezó a comprender por qué algunas personas temían tanto a la oscuridad. La impotencia que genera no saber qué tienes ante ti resulta aterradora.

Su zapatilla tocó el suelo. Era duro. Frío. Como de mármol, o una baldosa.

Dio otro paso al frente. Solo que, en esa ocasión, cuando plantó el pie, no encontró suelo. Tan solo un espacio vacío.

Oh-oh.

El pánico volvió a acrecentarse. ¿Dónde demonios estaba? ¿En el borde de una cornisa? Si era así, ¿cómo era de ancha? ¿Había superficie en los cuatro lados?

Mierda.

Swain bajó el pie más allá del borde.

Nada.

Despacio. Más abajo. Nada.

Entonces su pie tocó algo. Más suelo, no muy lejos de donde se encontraba.

Swain movió el pie hacia adelante. Más suelo. Aliviado, sonrió en la oscuridad.

Escalones.

Con Holly pegada a su pecho, bajó con cautela las escaleras.

—¿Dónde estamos, papá?

Totalmente a oscuras, Swain se detuvo. Miró a Holly. A pesar de que todo estaba oscuro, podía discernir el contorno de su rostro, las oquedades de las cuencas de sus ojos, la sombra de su nariz en la mejilla.

—No lo sé —dijo.

Estaba a punto de dar otro paso más cuando se detuvo y volvió a mirar a Holly. Las cuencas de sus ojos, la sombra recorriéndole la mejilla…

Una sombra.

Tiene que haber una luz.

En algún lugar.

Swain miró detenidamente el rostro de su hija, escudriñando la sombra de su nariz, y de repente lo vio: una luz de color verde, tan tenue que apenas si podía apreciar sus otros rasgos. Swain se acercó y, entonces, el resplandor desapareció.

—Maldita sea.

Echó lentamente la cabeza hacia atrás y, con la misma lentitud, la luz regresó, cubriendo la mitad del rostro de Holly.

Swain abrió los ojos de par en par. Era su propia sombra la que cubría el rostro de su hija.

El origen de aquella luz tenía que estar tras él.

Se volvió.

Y allí, en la oscuridad, la vio. Se mantenía inmóvil, a la altura de sus ojos y aun así completamente quieta: una minúscula luz verde.

No podía estar ni a dos metros de él y brillaba como la diminuta luz piloto de un aparato de vídeo. Swain miró fijamente aquella pequeña luz verde.

Y entonces oyó una voz.

—Hola, contendiente.

Procedía de la luz verde.

Era una voz refinada, correcta, formal. Y al mismo tiempo resultaba estridente, como si fuera un enanito quien hablara.

La voz habló de nuevo.

—Hola, contendiente. Bienvenido al laberinto.

Swain estrechó a Holly contra sí.

—¿Quién anda ahí? ¿Quién eres?

—Estoy aquí. ¿No me ve? —La voz no resultaba amenazadora. Casi parecía servicial, pensó Swain.

—No, está demasiado oscuro.

—Oh, sí. Mmm. —La voz pareció desalentada—. Un momento.

La luz verde se alejó dando botes a la izquierda de Swain. Entonces paró.

—Ah. Aquí estáis.

Algo hizo clic y unas luces fluorescentes cobraron vida sobre sus cabezas.

Con aquella luz recién descubierta, Swain vio que se encontraba en unas escaleras anchas de mármol con pasamanos de latón pulido. Las escaleras parecían descender varias plantas más hasta desaparecer en la oscuridad.

Swain supuso que se hallaba al inicio de las escaleras, pues ningún escalón ascendía del rellano que tenía detrás. Tan solo había una puerta de madera con aspecto de ser muy pesada. Una especie de trampilla.

Su mirada se desplazó desde la puerta hacia la izquierda y de repente vio al dueño de la voz.

Allí, junto a un interruptor de la luz, había un hombre de apenas metro veinte, vestido por completo de blanco.

Zapatos blancos, mono blanco, guantes blancos.

Aquel hombre menudo sostenía algo en su mano enguantada. Parecía un reloj de muñeca gris. Swain se percató de que la pequeña luz verde provenía de la esfera del reloj.

Además de su ropa blanca, Swain vio que el hombre también llevaba un extraño casquete blanco que le cubría toda la cabeza, salvo la cara.

—Papá, parece una cáscara de huevo —susurró Holly.

—Shh.

El hombrecillo vestido de blanco dio un paso adelante hasta colocarse en el borde del rellano, con la cabeza ligeramente por encima de la de Swain. Hablaba un inglés perfecto, ni rastro de acento.

—Hola, bienvenido al laberinto. Mi nombre es Selexin y voy a ser su guía. —Extendió su pequeña mano blanca—. ¿Cómo está usted?

Swain siguió mirando con incredulidad a aquel hombre. Extendió la mano, distraído. El diminuto hombre ladeó la cabeza.

—Tiene un arma de lo más interesante —dijo mientras miraba el auricular que Swain sostenía.

Swain se quedó mirando el auricular del teléfono. El cable estaba cortado casi a ras del auricular. No se había dado cuenta de que seguía con él. Se lo pasó rápidamente a Holly y le estrechó la mano de manera un tanto torpe a aquel hombre de blanco.

—¿Cómo está usted? —Selexin hizo una solemne reverencia.

—Ahí voy —dijo Swain con recelo—. ¿Y usted?

El hombre de blanco sonrió serio y asintió cortés.

—Oh, sí. Gracias. Ahí voy yo también.

Swain vaciló.

—Escuche, no sé quién o qué es, pero…

Holly no estaba escuchándolos. Estaba mirando el auricular del teléfono. Sin el cable enrollado que lo unía a la base parecía un móvil.

Examinó lo que quedaba del cable. Era como si hubieran hecho el corte del extremo con unas tijeras extremadamente afiladas. Era un corte limpio. Perfecto. Los cablecillos del interior ni siquiera estaban pelados.

Se encogió de hombros y se guardó el teléfono en el bolsillo del uniforme. Su propio móvil, incluso aunque no funcionara. Miró de nuevo al hombre pequeñito de blanco. Estaba hablando con su padre.

—No tengo intención de hacerles daño —dijo.

—¿No?

—No. —Selexin hizo una pausa—. Bueno, yo no.

—Entonces, si no le importa, ¿podría decirnos dónde estamos y cómo demonios podemos salir de aquí? —dijo Swain mientras subía un peldaño más, en dirección al rellano.

El hombrecillo puso gesto de sorpresa.

—¿Salir? —dijo con cara de póquer—. Nadie sale. No aún.

—¿Qué quiere decir con que nadie sale? ¿Dónde estamos?

—En el laberinto.

Swain miró a su alrededor, a las escaleras.

—¿Y dónde está ese laberinto?

—Pues, contendiente, esto es la Tierra, claro está.

Swain suspiró.

—Escuche, esto…

—Selexin.

—Sí, Selexin. —Swain sonrió débilmente—. Selexin, si le parece bien, creo que a mi hija y a mí nos gustaría abandonar su laberinto. No sé qué es lo que está haciendo aquí, pero no creo que vayamos a formar parte de esto.

Swain subió el resto de escaleras hasta la puerta que sobresalía del rellano. Fue a coger el pomo, pero Selexin le apartó la mano.

—¡No!

Se la inmovilizó, lejos de la puerta.

—Como le he dicho, nadie sale, no aún. El laberinto ha sido sellado. Está cerrado.

Señaló al hueco entre la puerta y su sólido marco de madera.

—¿Lo ve?

Swain miró el hueco y no vio nada.

—No —dijo, poco impresionado.

—Mire detenidamente.

Swain se acercó y escudriñó el interior del marco de la puerta. Y entonces lo vio.

Un reducido reborde azulado de electricidad brotaba del hueco entre la puerta y el marco.

Solo lo vio un instante, pero el repentino destello de electricidad azulada fue inconfundible. Los ojos de Swain recorrieron el marco de la puerta hasta su extremo vertical. Cada pocos centímetros se producía un parpadeo discernible de electricidad azul entre el marco y la puerta.

Lo mismo ocurría en los cuatro lados de la puerta.

Lentamente, Swain retrocedió hasta el rellano. Mientras se giraba, dijo inexpresivamente y sin subir la voz:

—¿Qué demonios está haciendo aquí?

En el vestíbulo principal de la biblioteca, el agente Paul Hawkins caminaba de un lado a otro delante del mostrador de información.

—Te digo que lo he visto —dijo.

Parker estaba sentada con los pies encima del mostrador, masticando una barra de caramelo, leyendo tan feliz su libro en latín. Al parecer, le encantaban las historias de gladiadores.

—Claro que sí. —Ni siquiera levantó la vista.

Hawkins estaba enfadado.

—Te digo que lo he visto.

—Entonces ve y compruébalo tú mismo. —Parker le hizo un gesto desdeñoso con la mano. Por lo que a ella respectaba, Hawkins estaba todavía muy verde. Era demasiado joven, demasiado inexperto y un puñetero impaciente. Y, como todo novato, siempre sospechaba que el crimen del siglo se estaba cometiendo en sus mismísimas narices.

Hawkins echó a andar por el pasillo hacia la escalera mientras murmuraba para sí mismo.

—Zorra.

—¿Qué has dicho? —le preguntó distraídamente Parker, parapetada tras su libro.

—Nada —murmuró Hawkins mientras se marchaba—. Voy a ver si vuelve a pasar.

Parker levantó la vista del libro y vio que Hawkins desaparecía tras las puertas de la caja de la escalera. Negó con la cabeza.

—Novato.

Hawkins subió lentamente las anchas escaleras de mármol, escudriñando cada esquina, con la esperanza de volverlo a ver. Se apoyó en la barandilla y alzó la vista hacia la caja de la escalera. Se arrimó más al pasamano y contempló el hueco central.

Con las luces de la escalera apagadas, era consciente de que no vería mucho más allá del primer rellano…

¡Había luz!

Arriba.

Uno de los tubos fluorescentes al final de la escalera estaba encendido… y antes no lo estaba.

Hawkins notó un subidón de adrenalina.

Había alguien más allí.

¿Qué hacía ahora? ¿Iba a buscar a Parker? Refuerzos, sí. Era una buena idea. No, espera. No lo creería. No lo había hecho antes.

Hawkins volvió de nuevo la vista al hueco de la escalera y vio la luz. Vacilante, subió un peldaño.

Y entonces ocurrió.

Hawkins se alejó al instante del pasamano cuando una cegadora luz blanca surgió del hueco central de la escalera, iluminando todo a su alrededor.

Las motas de polvo que danzaban alrededor del hueco de la caja de la escalera cobraron de repente vida con aquella claridad creciente, conformando una deslumbrante columna vertical de luz blanca.

Hawkins la contempló impresionado. Era exactamente lo que había visto antes: un torrente de luz blanca irradiando del hueco de la escalera.

Y, aun así, sin embargo, esa vez era distinto.

El origen era diferente. Esta vez no provenía de lo alto de la escalera.

No, en esta ocasión procedía de abajo.

Muy despacio, Hawkins se asomó al borde del pasamano y miró hacia abajo.

La luz se originaba en uno de los rellanos inferiores. Lo único que podía discernir era el extremo de lo que parecía una enorme y resplandeciente esfera de un blanco puro…

Se apagó.

No fue desvaneciéndose poco a poco. No parpadeó. Simplemente desapareció en la oscuridad. Igual que había ocurrido antes.

Hawkins se encontró entonces de nuevo en la caja de la escalera desierta y, en esos momentos, el hueco del centro no era ya más que un silencioso agujero oscuro.

Miró a sus espaldas, hacia el atrio. Más allá del pasillo vio los pies de Parker apoyados despreocupadamente sobre el mostrador de información. Se le pasó por la cabeza llamarla, pero decidió no hacerlo.

Se volvió de nuevo hacia la caja de la escalera sumida en las sombras.

Tragó saliva y se olvidó por completo del fluorescente que había estado encendido arriba.

Hawkins sacó su pesada linterna de policía del cinturón y la encendió. A continuación comenzó su descenso hacia la negrura.

Selexin seguía sosteniendo la pulsera gris. Parecía pesada, fundamentalmente por su cierre de metal.

Miró la parte delantera. Era rectangular, como un reloj digital alargado, ancho pero fino. En la cara delantera, la pequeña luz piloto de color verde brillaba con fuerza. A su lado había otra luz, algo más grande que la verde, pero roja. En esos momentos estaba apagada.

Bien, pensó Selexin.

Debajo de las dos luces había un visualizador rectangular y estrecho en el que podía leerse:

INCOMPLETO-1

Selexin apartó la vista del reloj. Vio que Swain y Holly estaban mirando por la ventana, a una distancia prudente de los cristales electrificados.

Selexin gruñó, negó con la cabeza y miró de nuevo la pulsera. La pantalla parpadeó.

INCOMPLETO-1

Las palabras desaparecieron un instante. Cuando volvieron, habían cambiado. En esos momentos en el visualizador podía leerse:

INCOMPLETO-2

Ya no parpadeaba.

Selexin fue hacia la ventana donde se encontraba Swain y se detuvo a su lado.

—¿Lo comprende ya?

Swain siguió mirando por la ventana.

Tras haber visto la puerta electrificada en la parte superior de la caja de la escalera, había bajado rápidamente el primer tramo y salido por la primera puerta del rellano, una puerta con un letrero que decía: «Tercera planta».

Un pasillo corto con suelos de mármol le había llevado a una de las salas más conocidas de la biblioteca: la sala de lectura principal. Con su techo elevado y sus filas y filas de escritorios alargados de madera, Swain la reconoció al instante, pero por algún motivo necesitaba ver el mundo exterior.

Así que la había atravesado, abriéndose paso por entre aquella marea de escritorios que le llegaban hasta la cintura, en dirección a la ventana más cercana. La enorme sala estaba completamente llena de mesas de estudio. Una reciente renovación había provisto a cada escritorio de una división vertical que conformaba una «L» con la superficie de escritura horizontal.

En esos momentos, mientras miraba por la ventana y contemplaba el parque Bryant y la calle Cuarenta y Dos y los rascacielos ensombrecidos de Nueva York, Swain empezó a comprender.

—¿Dónde estamos, papá?

Los ojos de Swain contemplaron la multitud de escritorios divididos a su alrededor y el área de préstamos, cual isla en el centro de la enorme sala principal de lectura, sobre la que se encontraba un letrero:

Silencio, por favor

Sala de estudio

Swain se giró para mirar a Selexin.

—Estamos en la biblioteca, cariño. En la Biblioteca Pública.

Selexin asintió. Correcto.

—Esto —dijo Selexin— es el laberinto.

—Esto es una biblioteca.

—Tal vez también lo sea —concedió Selexin—, pero eso ahora mismo debe importarle más bien poco.

Swain dijo:

—Pues ahora mismo me importa, y mucho. ¿Qué está haciendo aquí y qué quiere de nosotros?

—Bueno, antes de nada —comenzó a decir el hombre menudo—, no queremos a los dos. —Asintió a Swain—. Solo a usted.

—Entonces, ¿por qué han traído también a mi hija?

—Ha sido algo accidental, se lo puedo asegurar. A los contendientes se les prohíbe estrictamente cualquier tipo de ayuda. Debió de entrar en el campo instantes antes de que usted fuera teletransportado.

—¿Teletransportado?

—Sí, contendiente —suspiró con tristeza Selexin—. Teletransportado. Y puede considerarse extremadamente afortunado de que se encontrara totalmente dentro del campo en ese momento. Si solo hubiera estado parcialmente dentro, puede que…

Se oyó el fuerte retumbo de un trueno en el exterior. Swain miró a través del cristal y vio oscuras nubes cruzando la luna. Fuera era noche cerrada. La lluvia comenzó a golpear la ventana.

Se volvió.

—La luz blanca.

—Sí —dijo Selexin—. El campo. Todo lo que se encuentre dentro del campo en el momento en que los sistemas se inicializan es teletransportado.

—Como el teléfono —dijo Swain.

—Sí.

—Pero solo la mitad del teléfono vino con nosotros.

—Eso se debe a que solo esa parte del teléfono se encontraba dentro del campo —dijo Selexin—. En términos sencillos, el campo es tan solo un agujero esférico en el aire. Todo lo que se encuentre dentro de esa esfera es, en el momento de la teletransportación, elevado y llevado a otra parte, ya esté unido a algo más o no.

—Y usted es quien decide adónde vamos. ¿Es eso correcto? —dijo Swain.

—Sí. Ahora, contendiente…

Swain levantó la mano.

—Aguarde un momento. ¿Por qué no para de llamarme así?

—¿Llamarlo cómo?

—Contendiente. ¿Por qué me llama todo el rato así?

—Porque eso es lo que es, es la razón por la que lo han traído aquí —dijo Selexin, como si fuera lo más obvio del mundo—. Para competir. Para competir en el séptimo Presidian.

—¿Presidian?

Ahora fue Selexin quien frunció el ceño.

—Sí —dijo con la voz crispada—. Mmm, temía que esto fuera a pasar. —Suspiró largo rato y miró con impaciencia la pulsera de metal que llevaba en la mano. La luz verde seguía encendida y en la pantalla podía leerse todavía:

INCOMPLETO-2

Selexin alzó la vista y dijo para nadie en particular:

—Bueno, como aún hay tiempo, se lo contaré.

Holly dio un paso adelante y señaló el reloj gris.

—¿Qué es eso?

Selexin se la quedó mirando con dureza.

—Por favor, ya llegaremos a eso. Atiende un momento.

Holly retrocedió y cogió a su padre de la mano.

La respiración de Selexin era en esos momentos entrecortada, un fiel reflejo de su irritación. A Swain cada vez le resultaba más obvio que ese hombrecillo no quería estar allí.

—El Presidian —comenzó Selexin— se ha celebrado previamente en seis ocasiones. Y este —dijo mientras miraba a la sala de lectura a su alrededor— es el séptimo. Se celebra cada mil años terrestres, aproximadamente, cada vez en un mundo diferente, y en todos los sistemas, salvo en la Tierra, se le tiene en gran consideración.

—¿Sistemas? —preguntó Swain.

—Sí, contendiente, sistemas. —El tono de Selexin era en esos momentos el de un adulto que se dirige a un crío de cinco años—. Otros mundos. Otra vida inteligente. Hay siete en total.

Selexin calló un momento y se masajeó la frente con la mano. Parecía como si le estuviera costando mucho mantener la calma.

Finalmente miró a Swain.

—No lo sabía, ¿verdad?

—¿La parte de lo de los otros mundos y otra vida inteligente? Eh, no.

—Estoy muerto —susurró Selexin, presumiblemente para sí. Swain lo oyó perfectamente.

—¿Por qué? —preguntó inocentemente—. ¿Por qué está muerto? ¿Qué es eso del Presidian?

Selexin suspiró con exasperación. Extendió las manos con las palmas hacia arriba.

—¿Qué cree que es? —dijo de manera un tanto cortante, apenas disimulando el tono condescendiente de su voz—. Es una competición. Una batalla. Un torneo. Siete contendientes entran en el laberinto y solo uno sale. Es una lucha a muerte.

Pudo ver cómo la incredulidad se apoderaba del rostro de Swain. El hombrecillo extendió de nuevo sus manos.

—Por todos los Dioses, ¡si ni siquiera entiende por qué está aquí! ¿No lo ve?

Selexin paró un momento y bajó la voz en un intento desesperado por controlarse.

—Deje que comience de nuevo. Usted ha sido escogido para representar a su especie en esta competición del universo. Una competición, un torneo, con una antigüedad de más de seis milenios, que se basa en un principio que se remonta a miles de años antes de que apareciese cualquier concepto de «deporte» que usted pueda imaginar. Eso es el Presidian.

»Se trata de una batalla. Una batalla entre cazadores, atletas, guerreros; criaturas provenientes de todos los rincones del universo, poseedoras de destreza, coraje e inteligencia, dispuestas a jugarse la vida confiando en sus extraordinarias aptitudes para cazar, acechar y matar. —Selexin negó con la cabeza—. Si conoces la derrota en el Presidian no hay marcha atrás. No hay partido de vuelta. Una derrota en el Presidian no comporta perder el orgullo, sino la vida. Los contendientes que entran en el laberinto aceptan que en esta competición la única alternativa a la victoria final es una muerte segura.

»Es muy sencillo. Siete entran. El mejor vencerá, y los inferiores morirán. Y nadie sale hasta que solamente quede uno. —El hombre menudo se tomó un segundo y luego reanudó su discurso—. Si es que, claro está, llega a quedar uno.

»No hay lugar para hombres corrientes en el Presidian. Es una competición para hombres extraordinarios, para aquellos dispuestos a arriesgarlo todo para vencer. En la Tierra juegan a juegos donde no se pierde nada cuando no se gana. “Ganar no lo es todo”, dicen. “Lo importante no es ganar o perder, sino participar”. —Selexin gruñó con desdén—. Si fuera así, ¿por qué nadie intentaría siquiera vencer?

»La victoria se devalúa cuando la derrota no implica pérdida alguna, y los humanos son sencillamente incapaces de comprender esa idea. Al igual que son incapaces de comprender una competición como el Presidian, donde la derrota significa exactamente eso: perderlo todo.

El hombre diminuto miró fijamente a Swain.

—La victoria lo es todo cuando puede perderse tanto.

El hombrecillo rió débilmente.

—Pero los suyos jamás entenderán que… —Calló, bajó la cabeza y se guardó el final para sí. Swain siguió allí, en trance, mirando sorprendido al hombre que tenía ante sí.

—Y por eso estoy muerto. —Selexin alzó la vista—. Porque mi supervivencia depende de la suya. Es un gran honor guiar a un contendiente en el Presidian, un honor conferido a mi gente dado que por nuestro tamaño no podemos participar en la competición, pero cuando uno acepta ese honor, también acepta el destino de su contendiente.

»Así que si usted muere, yo moriré. Y, tal como yo lo veo en estos momentos —subió la voz—, puesto que parece desconocerlo todo sobre el Presidian o lo que este implica, ¡diría con bastante seguridad que en estos momentos nuestras posibilidades colectivas de sobrevivir son de aproximadamente cero!

Selexin miró a Swain de arriba abajo. Zapatillas, vaqueros, una camisa holgada con las mangas remangadas, el pelo ligeramente húmedo. Negó con la cabeza.

—¡Mírese, si ni siquiera ha venido preparado para luchar!

Empezó a andar de un lado a otro, gesticulando con los brazos, desesperado ante aquella situación, totalmente indiferente a la presencia de Swain y Holly.

—¿Por qué yo? ¿Por qué esto? ¿Por qué el humano? Teniendo en cuenta la distinguida participación que los humanos han tenido en el Presidian…

Swain observó al hombrecillo mientras este iba de un lado a otro. Holly solamente miraba a su padre.

—¡Eh! —dijo Swain, interponiéndose en su camino. Selexin siguió murmurando para sí—. ¡Eh!

Selexin se detuvo. Se volvió y miró a Swain.

—¿Qué? —preguntó enfadado. Aquel hombre poseía una ferocidad que contradecía su tamaño.

Swain ladeó la cabeza.

—¿Está diciendo que los humanos han estado en esto antes? ¿En esta competición?

Selexin suspiró.

—Sí. En dos ocasiones. En los dos últimos Presidia, los humanos participaron.

—¿Y qué les ocurrió?

El hombrecillo rió con tristeza.

—Los dos fueron los primeros en caer eliminados. En ningún momento tuvieron posibilidad alguna. —Arqueó la ceja—. Ahora sé por qué.

Miró el reloj. En esos momentos ponía:

INCOMPLETO-3

Swain dijo:

—¿Y exactamente cómo eres seleccionado para esto?

Tal como les explicó Selexin, salvo por una modificación crucial, el proceso para la selección del humano para el séptimo Presidian había sido prácticamente el mismo de los dos anteriores Presidia. No cabía esperar que unos seres incapaces de aceptar que existieran otras formas de vida en el universo escogieran a un contendiente para representarlos, por no hablar del concepto del Presidian en sí.

Después de todo, ni siquiera se había considerado la inclusión de los humanos en los Presidia hasta hacía solo unos dos mil años, pues el desarrollo de estos había sido decepcionantemente lento.

Los otros seis sistemas restantes elegían a sus representantes para el Presidian del milenio bien mediante una competición entre los suyos, bien escogiendo a sus mejores atletas, cazadores o guerreros. La Tierra, por otro lado, era controlada de tanto en tanto y, de esa vigilancia, se escogía al contendiente más capacitado.

—Bueno, muy atentos no han estado en esta ocasión —dijo Swain—. No he luchado en mi vida.

—Oh, pero…

—Soy médico —dijo Swain—. ¿Sabe lo que es un médico? Yo no mato a la gente. Yo…

—Sé lo que es un médico y sé lo que hace —dijo Selexin—. Pero ha olvidado lo que le acabo de decir: en esta ocasión se hizo una modificación crucial.

»Verá, en los dos últimos Presidia la elección del contendiente humano se basó fundamentalmente en la destreza en el combate, únicamente en eso. Y, obviamente, fue un error. Tras la funesta participación de los dos contendientes humanos, se decidió que se tuviesen en cuenta otras destrezas y capacidades, a priori menos obvias, en el proceso de selección de este Presidian.

»Por supuesto, la destreza en la lucha es necesaria, pero en esta ocasión no ha sido decisiva. De la observación de su planeta hemos concluido que los guerreros humanos son expertos en el uso de armas artificialmente propulsadas: armas de fuego, misiles y similares. Pero esas armas están prohibidas en el Presidian. Solo se permite el uso de armas autopropulsadas: cuchillos, armas afiladas. Así que, antes que nada, necesitábamos a un humano versado en el combate cuerpo a cuerpo. Varios guerreros de su especie satisfacían este requisito, claro está.

»Pero también se consideraron necesarias otras habilidades, habilidades que por lo general no se dan en sus guerreros. Fue requisito fundamental un nivel elevado de aptitud mental; en concreto, la capacidad de responder en momentos de crisis, de mantener un pensamiento racional objetivo ante un hecho potencialmente extraño y, lo que es más importante, una inteligencia adaptativa.

—¿Inteligencia adaptativa?

—Sí, la capacidad de evaluar la situación al instante, de asimilar inmediatamente todas las soluciones disponibles y actuar. Pensamiento reactivo: la capacidad de pensar con claridad bajo presión y de utilizar todos los medios a nuestra disposición para solucionar el problema. De acuerdo con nuestra experiencia previa con los humanos, sabíamos de antemano que el contendiente de su raza no sería un contendiente proactivo, ofensivo. Más bien sería defensivo, reactivo a una situación provocada por otro. Así que se precisaba una personalidad adaptativa, provista de un pensamiento ágil. Como usted.

Swain negó con la cabeza. Ni mucho menos se creía una persona mentalmente ágil y de personalidad adaptativa. Sí que se consideraba un buen médico, pero no brillante. Sabía de innumerables cirujanos y médicos que estaban a años luz de él tanto en conocimientos como en destreza. Era bueno en lo que hacía, sí, ¿pero adaptativo y mentalmente veloz?

—No se confunda, contendiente, llevamos estudiándolo desde hace tiempo. Pensamiento claro y reactivo en momentos de tensión, ¿lo ha experimentado alguna vez antes?

—Sí, bueno, muchas veces, pero aun así… Por Dios, si jamás he participado en una pelea…

—Oh, claro que sí —dijo Selexin—. Su elección vino determinada por la respuesta que tuvo ante una situación que vivió no hace mucho tiempo y en la que hubo múltiples enemigos implicados, una situación que puso en riesgo su vida.

Swain reflexionó sobre lo que le acababa de decir. Una situación peligrosa para su vida y con múltiples enemigos. Se preguntó si un partido de fútbol americano universitario contaría como situación potencialmente grave. Por favor, si parecía algo más propio de un miembro del ejército o de la policía.

La policía…

Aquella noche…

Swain recordó lo ocurrido aquella noche de octubre, cuando cinco pandilleros fuertemente armados habían irrumpido en Urgencias. Recordó su pelea con los dos jóvenes de las pistolas, recordó cómo había placado al primero y a continuación golpeado en la muñeca al segundo, obligándolo a soltar la pistola, y cómo luego había forcejeado otra vez con el primero y los dos habían caído al suelo y entonces había oído la detonación de la pistola, el fatal disparo final.

¿Qué si su vida había corrido peligro? Sin duda.

Swain se percató entonces de que se estaba frotando el corte de su labio inferior.

—Hay otra cosa —dijo Selexin, interrumpiendo sus pensamientos. El hombrecillo levantó su mano enguantada y le ofreció la pulsera gris a Swain—. Tenga, póngasela. La necesitará. Sobre todo si estamos separados.

Swain cogió la pulsera, pero no se la puso.

—Aguarde un segundo. Aún no he aceptado formar parte de este espectáculo suyo…

Selexin negó con la cabeza.

—No ha comprendido lo que le he estado diciendo. Su proceso de selección para el Presidian ha concluido. Ya no tiene nada que decir en el asunto.

—Me da la sensación de que nunca tuve voz ni voto en ello.

—Por favor, mire su pulsera.

Swain miró el reloj, el visualizador situado debajo de la brillante luz verde. Decía:

INCOMPLETO-3

Selexin dijo:

—¿Ve ese número, el tres? Pronto alcanzará el siete. Cuando eso ocurra, sabremos que los siete contendientes ya han sido teletransportados al laberinto. Entonces comenzará el Presidian. —Lo miró con gesto serio—. Ahora usted está aquí y, le guste o no, se ha convertido en parte integrante de esta competición. —Selexin señaló de nuevo la pulsera—. Y cuando el número siete aparezca, se convertirá en el blanco de otros seis contendientes que tendrán el mismo objetivo que usted. Salir.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Recuerde lo que le he dicho —dijo Selexin—. Entran siete, pero solo sale uno. El laberinto está completamente electrificado. No hay manera de escapar. Salvo mediante un teletransportador. Y este solamente se inicializa cuando un único contendiente permanece en el laberinto. Esa es la salida del laberinto… y solo el vencedor saldrá. Si es que, claro está, hay vencedor.

Selexin habló más pausado.

—Señor Swain, a los demás les da igual si usted decide o no aceptar su rol de contendiente. Lo matarán de todas formas. Porque son muy conscientes de que, a menos que todos estén muertos salvo uno, nadie abandonará el laberinto. La competición final, señor Swain.

Swain miró al hombrecillo con incredulidad. Soltó el aire lentamente por la nariz.

—Así que me está diciendo que no solo estamos aquí encerrados, sino que pronto también habrá otros seis tipos, cuyo único modo de salir del laberinto pasa por asegurarse de que yo muera.

—Sí, así es.

—Joder.

Swain regresó a la caja de la escalera que había al final del pasillo de la sala de lectura. Holly caminaba tras él, agarrándose el dobladillo de la falda.

Contempló el grueso brazalete gris que en esos momentos rodeaba su muñeca izquierda. Parecía el grillete del brazo de una silla eléctrica: grueso y sólido, y pesado también.

La minúscula luz verde brillaba mientras la pantalla seguía mostrando:

INCOMPLETO-3

Swain se volvió hacia Selexin.

—Entonces, ahora mismo solo somos tres. ¿Estoy en lo cierto?

—En efecto, así es.

—¿Significa eso que podemos movernos por el edificio sin peligro?

—No lo comprendo.

—Bueno, aún no están todos en el laberinto —dijo Swain—. Así que pongamos que quiero dar una vuelta y echar un vistazo a este lugar. ¿Qué pasa si me topo con otro contendiente? No puede matarme, ¿verdad? Aún no.

Selexin dijo:

—No, no puede. Todo combate entre contendientes está estrictamente prohibido hasta que los siete hayan accedido al laberinto. En cualquier caso, le recomendaría que no lo hiciera.

—¿Por qué no? Si no pueden hacernos daño, podemos echar un vistazo por el edificio. Orientarnos.

—Eso es cierto pero, si decide hacerlo, corre el riesgo de ser secuenciado.

—¿Secuenciado?

—Sí. Si da con algún otro contendiente antes de que todos hayan sido teletransportados al laberinto, puede estar seguro de que él o ella no podrá hacerle daño en modo alguno. Puede conversar con otros contendientes si así lo desea, o ignorarlos por completo. —Selexin extendió las palmas de sus manos—. Es muy sencillo. —A continuación, levantó un dedo—. Sin embargo, si se encuentra con otro contendiente, nada podrá evitar que este lo siga hasta que los demás hayan sido teletransportados al laberinto y comience el Presidian. Eso se conoce como «secuenciar», y fue una táctica común en los anteriores Presidia.

»Otro contendiente puede seguirlo a medio metro de distancia hasta que comience el Presidian y no lo podrá tocar pues, al igual que no podrá hacerle daño a usted, usted tampoco podrá hacérselo a él. Y, una vez que el último contendiente haya sido teletransportado al laberinto y en su pulsera aparezca el siete, bueno… —Selexin se encogió de hombros—. Será mejor que esté preparado para luchar.

—Genial —dijo Swain mientras contemplaba con el ceño fruncido la pulsera que apresaba su muñeca.

En ese momento, la pantalla parpadeó.

Selexin se sobresaltó.

—¿Qué ocurre?

En la pantalla podía leerse:

INCOMPLETO-3

A continuación desapareció, y cuando la pantalla se iluminó de nuevo, ponía:

INCOMPLETO-4

—¿Qué significa? —preguntó Swain.

—Significa que otro contendiente ha llegado al laberinto —dijo Selexin.

En el vestíbulo de la biblioteca, la agente Christine Parker estaba sentada tras el mostrador de información con la boca y los ojos abiertos de par en par.

Estaba contemplando al descomunal ser de más de dos metros que tenía ante sí, justo delante de las enormes puertas de acceso de la biblioteca.

Parker recordó cómo Hawkins se había marchado hacía veinte minutos en busca de una maldita luz blanca que le parecía haber visto. También recordó haberse reído a carcajadas cuando se lo había contado.

Ahora no tenía ninguna gana de reír.

Instantes antes, había visto una esfera perfecta de una brillante luz blanca aparecer ante sus ojos. Era de unos tres metros de diámetro y había iluminado por completo el oscuro espacio del atrio cual enorme bombilla.

Y entonces se había esfumado.

En un instante.

Como si nunca hubiera estado.

Y en esos momentos, en su lugar, se hallaba una figura que se asemejaba en parte a un hombre. Un hombre de dos metros diez de alto, perfectamente proporcionado, con una gigantesca y musculosa espalda que se estrechaba hasta una cintura igualmente musculada.

Un hombre vestido de negro.

Parker lo contempló sobrecogida.

La tenue luz azul que se filtraba por entre las enormes ventanas del vestíbulo rodeaba a la oscura figura que tenía delante, conformando una silueta espectacular, mientras que al mismo tiempo resaltaba un rasgo muy particular de este.

Ese «hombre» tenía cuernos. Dos enormes y hermosos cuernos afilados que sobresalían de ambos lados de su cabeza y que se elevaban hasta más de medio metro por encima de esta.

Estaba completamente inmóvil.

Parker pensó que bien podía tratarse de una estatua, de no ser por el lento y rítmico movimiento de su poderoso torso. Intentó escudriñar su cara, pero con la luz a su espalda, lo único que podía ver tras los dos afilados cuernos era un espacio vacío de inquietante oscuridad.

Pero había algo que no cuadraba en esa silueta.

Había algo en el hombro de aquel ser que no era negro, algo que rompía la perfecta simetría de su cuerpo. Era un bulto. Un pequeño bulto blanco que parecía desplomado sobre su hombro izquierdo.

Parker escudriñó en la oscuridad para intentar determinar qué era ese bulto.

Se recostó en su silla con los ojos como platos.

Parecía otro hombre

Un hombre muy pequeño, vestido de blanco…

Y entonces, de repente, se hizo de nuevo la luz.

Una fuerte, repentina y brillante luz blanca llenó el vestíbulo de mármol. Esferas cegadoras, de poco más de un metro de diámetro (la mitad del tamaño de la que había visto antes), iluminaron todo a su alrededor.

Parker vio dos pequeñas esferas de luz ante ella… a continuación tres… luego cuatro. A su alrededor comenzaron a volar papeles del mostrador, tal como había ocurrido anteriormente. Las estanterías de la exposición del depósito se estremecieron y temblaron.

Miró más allá del remolino de papeles, intentando vislumbrar al hombre de negro. Entre los papeles que volaban y las luces cegadoras, el hombre con cuernos seguía completamente quieto, impertérrito a toda distracción.

Y entonces, gracias a aquellos destellos blancos, Parker vio el rostro del hombre.

Estaba mirándola.

Fijamente.

Resultaba aterrador. Sus ojos se encontraron y Parker notó cómo la adrenalina le recorría todo el cuerpo. Lo único que podía ver era unos ojos amarillentos enmarcados en un rostro oscuro. Ojos desprovistos de emoción. Ojos que simplemente contemplaban.

La contemplaban.

Los papeles giraban de un modo frenético alrededor de su cuerpo estático y a continuación…

Y a continuación, de repente, se hizo de nuevo la oscuridad.

Las cuatro esferas blancas de luz habían desaparecido al instante. El viento cesó con la misma rapidez y los papeles aterrizaron suavemente por todo el suelo del atrio.

Parker se volvió hacia el punto donde una de las esferas había aparecido… Y vio que algo pequeño se escondía tras una de las librerías de la exposición. Su larga y negra cola latigueó el estante inferior de la librería para seguidamente desaparecer del campo de visión de la agente.

Un inquietante silencio llenó el atrio.

La enorme sala volvió a estar bañada por la suave y azul luz exterior de la ciudad.

Parker apartó la vista de la estantería artificial y vio la alfombra de papeles desperdigados por el suelo ante sus ojos. Con aquel silencio, podía oír su propia respiración agitada.

Moriturum te saluto.

Una voz. Grave, de barítono.

Resonó estruendosamente por el vestíbulo de mármol.

Parker alzó la cabeza. La voz había provenido de ese hombre.

Moriturum te saluto —repitió en voz alta. Su rostro quedaba oculto tras la oscuridad, sombreado por las luces azuladas a su espalda. Parker ni siquiera le había visto mover los labios.

Moriturum te saluto. Aquellas palabras le resultaban familiares, las había aprendido en el instituto, en clase de latín…

El enorme hombre dio un paso adelante hacia ella. Algo dorado relució en su oscuro pecho.

En esos momentos ya podía ver con bastante claridad el bulto blanco de su hombro. Era un hombre, sin duda; un hombre menudo, tendido sobre el hombro del otro. El hombrecillo gimió cuando el más alto se acercó hacia el mostrador de información.

Parker, que estaba tras él, se echó hacia atrás y lenta y silenciosamente sacó la Glock de su funda.

El hombre alto habló.

—Saludos, compañera. Ante ti se halla Bellos, bisnieto de Trome, vencedor del quinto Presidian. Y, al igual que su bisabuelo y otros dos malonianos antes que él, Bellos saldrá invicto de esta batalla, ni vencido por un contendiente ni desgarrado por el karanadon. ¿Quién eres tú, mi valiosa y aun así desafortunada oponente?

Se hizo el silencio mientras el hombre aguardaba una respuesta.

Parker oyó un leve e insistente sonido proveniente de la librería a su izquierda, como si unas uñas largas estuvieran arañando una pizarra. Se giró de nuevo para mirarlo.

El hombre, Bellos, estaba observándola, examinándola de arriba abajo, de izquierda a derecha.

Parker tragó saliva.

—Yo no…

—¿Dónde está tu guía? —dijo de repente su voz de barítono. No había sido una pregunta.

—¿Mi guía? —El rostro de Parker reflejó su incomprensión.

—Sí —dijo Bellos—. Tu guía. ¿Cómo vas a confirmar tus victorias sin un guía?

Tras el mostrador, Parker se aferró con fuerza a su pistola.

—No tengo guía —dijo con sangre fría.

El hombre ladeó la cabeza y sus cuernos se inclinaron hacia ese lado. Parker lo observó con cautela mientras este reflexionaba sobre lo que le acababa de decir. Bajó la vista hacia una enorme pulsera de metal que llevaba en la muñeca. Tenía una luz verde…

El ruido de arañazos tras la librería aumentó en intensidad y velocidad. En impaciencia.

Bellos apartó la vista de la pulsera y miró a Parker.

—No eres una contendiente del Presidian, ¿verdad?

Miró a su alrededor, al enorme vestíbulo, a las librerías expositoras a su derecha e izquierda. No había nadie más. A continuación miró a Parker con gesto amenazante.

—Bien —dijo Bellos con una sonrisa—. ¡Kataya!

El ataque provino de la izquierda de Parker. De las librerías de pega de la exposición.

La criatura se abalanzó y saltó sobre el mostrador de información a una velocidad aterradora. Se aferró al borde de madera con las zarpas delanteras y le mostró a Parker dos filas gemelas de largos y afilados dientes. Emitió un chirrido reptil.

La agente retrocedió tambaleante, horrorizada, contemplando atónita a la criatura que tenía ante ella.

Era del tamaño de un perro grande, de cerca de metro veinte de altura, con pelaje fuerte y escamoso de un color negro profundo. Tenía cuatro extremidades huesudas, pero fibrosas, y una larga y oscura cola escamosa que se agitaba frenéticamente tras su cuerpo.

Parker se quedó allí quieta, estupefacta, mirando cómo la criatura intentaba trepar por el mostrador.

Su cabeza, sujeta por un escueto y estrecho cuello negro, resultaba de lo más extraña. Dos ojos negros inertes descansaban a ambos lados de un cráneo negro y redondo cuyo único propósito parecía el de alojar las enormes fauces de la criatura.

La criatura le soltó un zarpazo a Parker y le mostró las fauces.

Esta retrocedió del mostrador, de la criatura, levantó la pistola y… y entonces, en un extraño y frenético instante, vio las extremidades del ser en el mostrador.

Ya no estaba intentando trepar. Ya estaba allí.

Le soltó otro zarpazo. Volvió a fallar.

Parker quedó momentáneamente sorprendida.

Ni siquiera estaba intentando alcanzarla. Era como si aquella criatura solo quisiera atraer su atención…

Fue entonces cuando un segundo ser la atacó por el costado. La golpeó y Parker soltó el arma.

La agente se tambaleó por el impacto y de soslayo alcanzó a ver qué le había golpeado: otra criatura, idéntica a la primera.

Una tercera la atacó por detrás, arrojándola de cabeza al suelo. Parker rodó rápidamente hasta ponerse boca arriba cuando de repente sintió un golpe fortísimo en el pecho.

Un chirrido de reptil perforó sus oídos y dos filas de largos y afilados dientes aparecieron ante sus ojos.

¡La tenía encima!

Parker gritó cuando el ser le desgarró con su zarpa delantera el estómago y hundió la cabeza en ella.

Mientras yacía en el suelo, incapaz de ofrecer resistencia a los dientes afilados de las tres criaturas que estaban alimentándose de su vientre, la agente Christine Parker recordó de repente lo que las palabras «Moriturum te saluto» significaban.

Eran palabras en latín, similares a las que los gladiadores romanos decían cuando se presentaban ante la enfervorecida multitud antes del combate: «Los que van a morir te saludan».

Sin embargo, mientras Parker yacía desplomada en el suelo y las fuerzas iban abandonándola, mientras el peso de las criaturas presionaba su cuerpo, cayó en la cuenta de que Bellos había cambiado las palabras, alterando el significado.

Moriturum te saluto significaba «Saludo a aquellos que van a morir».

—No estoy seguro de que esto sea una buena idea —dijo Selexin mientras seguía a Swain y a Holly por el pasillo hacia la escalera.

Swain escudriñó el interior de las salas laterales conforme caminaba, haciendo caso omiso del hombrecillo. Holly, sin embargo, se volvió para mirarlo.

—Si eres de otro planeta —dijo—, ¿cómo es que hablas inglés tan bien?

Selexin dijo:

—Mi lengua materna se basa en un alfabeto que consta de setecientos sesenta y dos símbolos diferentes. Vuestro idioma, con solo veintiséis letras, es extremadamente sencillo de aprender, salvo por los terribles modismos.

—Oh.

Llegaron a la caja de la escalera.

—Estaba diciendo —le repitió Selexin—, que no estoy seguro de que esta sea una buena idea. Las posibilidades de ser secuenciado aumentan conforme más contendientes acceden al laberinto.

Swain permaneció en silencio un buen rato.

—Probablemente tenga razón —dijo mientras se volvía para mirarlo—. Pero, si voy a jugarme la vida en este lugar, no quiero hacerlo por salas y pasillos que no conozco. Al menos si echamos un vistazo, podremos saber adónde huir o no si nos siguen. De ninguna manera quiero acabar en un callejón sin salida con un asesino tarado pisándome los talones. Y además —se encogió de hombros—, tal vez hasta encontremos un lugar donde escondernos si fuera necesario.

—¿Escondernos?

—Sí, escondernos. Ocultarnos —dijo Swain—. Ya sabe, una manera de escapar. Quizá podamos ocultarnos en algún lugar hasta que todos los demás se hayan matado entre sí.

—Eso es improbable —dijo Selexin.

—¿Por qué es improbable? Sin duda tiene que ser la mejor forma de sobrevivir a esta maldita cosa. Nos escondemos y dejamos que los demás luchen y quizá así…

Selexin no estaba escuchando. Simplemente estaba mirándolo, aguardando a que terminara de hablar.

Swain dijo:

—¿Qué? ¿Qué ocurre?

Selexin ladeó la cabeza.

—Si recuerda lo que le he contado antes, lo entenderá.

—¿Qué? ¿Qué es lo que me ha contado antes?

—Como le he estado diciendo desde el principio, solo un contendiente sale del laberinto. Y, si no sale uno, ninguno.

Swain asintió.

—Lo recuerdo. Pero ¿eso cómo es posible? Si solo queda un contendiente en el laberinto, ya está a salvo. Puede buscar la salida y marcharse, puesto que no queda nada que lo pueda matar…

Selexin no respondió.

Swain suspiró.

—A menos que haya algo más.

El hombrecillo asintió.

—Así es —dijo—. El tercer elemento del Presidian.

—¿El tercer elemento?

Selexin echó un vistazo al pasillo contiguo a las escaleras.

—Sí, un agente externo. Una variable. Algo que es capaz de alterar en un instante las condiciones del combate. Algo que puede convertir la victoria en derrota, la vida en muerte. En el Presidian, el tercer elemento es una bestia, una bestia conocida en la galaxia como el karanadon.

Swain permaneció en silencio.

—Es una bestia poderosa como ninguna otra —dijo Selexin—. Alta como este techo, ancha como tres hombres juntos y fuerte como veinte… Y su fuerza sin parangón solo es equiparable a su agresividad desenfrenada…

—Vale, vale —dijo Swain—. Creo que me hago una idea. Esa cosa también está aquí, ¿no? ¿Atrapada como el resto de nosotros?

—Sí.

—Entonces, ¿qué hace? ¿Va merodeando por ahí y matando a todo el que le place?

Selexin dijo:

—Bueno, no…

Swain suspiró aliviado.

—… todo el tiempo.

Swain gimió.

—Pero si echa un vistazo un segundo a su pulsera —dijo Selexin—, se lo explicaré todo.

Swain contempló la pesada banda de metal de su muñeca. En la pantalla todavía ponía:

INCOMPLETO-4

—¿Recuerda que, cuando le di su pulsera, le dije que sería de vital importancia para usted? —preguntó Selexin—. Bueno, es más que eso. Sin ella no sobrevivirá al Presidian.

»Su pulsera sirve para muchos propósitos, uno de las cuales es identificarlo como contendiente de la competición. Por ejemplo, no puede vencer en un Presidian a menos que lleve la pulsera. Se le negaría el teletransporte de salida cuando este se abriera. Del mismo modo, otros contendientes sabrán que está compitiendo en el Presidian porque verán su banda. Eso lo protegerá antes del inicio del Presidian, pero también les dirá a los demás que es un competidor al que tienen que eliminar.

»Sin embargo, además de ello, su pulsera le proporciona funciones adicionales de mayor importancia. En primer lugar, como ya sin duda se habrá percatado, tiene una luz verde. Esa luz responde a su pregunta anterior: no, el karanadon no siempre “merodea”. La luz verde que ve indica que en este momento la bestia está acurrucada en algún lugar de este laberinto. O, dicho de una manera más sencilla, dormida. ¿Por qué?, porque por el momento no se le permite desplazarse por el laberinto. De ahí la luz verde.

—¿La pulsera puede decirme cuándo está dormida? —preguntó Swain.

—Sí, gracias a un dispositivo implantado quirúrgicamente en la laringe de la bestia que mide electrónicamente el ritmo de su respiración. Si la frecuencia de sus inspiraciones es baja, indica que está dormida, y lo contrario, que no. Ese dispositivo, no obstante, también proporciona cierto grado de control sobre la bestia. Mediante una orden oficial puede segregar un sedante que dormirá a la bestia o bien inyectarle una hormona que la despertará inmediatamente.

—¿Cuándo ocurrirá eso? —preguntó Swain—. ¿Cuándo querrán que despierte?

—¿Cuándo? Pues cuando solo quede un contendiente, obviamente —dijo Selexin—. Quizá pueda explicárselo de otra manera. Ha habido otros seis Presidia previos. Tres han sido ganados por los malonianos, uno por un konda y otro por un criseano.

—Vale.

Selexin se quedó mirando a Swain.

—Bueno, esa es la cuestión.

—¿Qué cuestión?

—Ha habido seis Presidia y solo cinco vencedores —dijo Selexin. El hombrecillo suspiró—. Eso es lo que estoy intentando decirle. Puede que no haya vencedor del Presidian. A menos que uno lo merezca, ninguno es merecedor. No hubo vencedor en el último, porque el karanadon mató a los tres contendientes finales después de que estos se toparan con su nido en el transcurso del combate. En solo dos minutos, la bestia puso fin al Presidian.

—Oh.

Selexin prosiguió:

—Y, como siempre ha sido el caso, cuando solo queda un contendiente, y se abre el teletransporte de salida del laberinto, se despierta al karanadon. Puede optarse por evitarlo y buscar la salida del laberinto. O intentar matarlo si se es muy osado.

Swain dijo:

—¿Y alguien lo ha hecho antes? Matarlo…

Selexin miró a Swain como si este hubiera hecho la pregunta más estúpida del universo.

—¿En un Presidian? No. Nunca. Jamás. —Hizo una breve pausa y después prosiguió—. Pero, de cualquier modo, si tiene suerte y vive para verlo, comprobará que cuando la bestia está despierta, la luz roja de su pulsera se enciende.

—Ajá. Y esa bestia, ese karanadon, ¿fue teletransportado al laberinto a la vez que yo?

—No —respondió Selexin—. Por lo general el karanadon es teletransportado al laberinto un día antes del inicio del Presidian. Pero eso no importa demasiado, porque está dormido todo el tiempo. A menos, eso sí, que se le haya despertado. Pero eso es poco probable.

—Tengo una pregunta más —dijo Swain.

—¿Sí?

—¿Y si alguien sale de este laberinto? Sé que piensa que no puede suceder, pero ¿y si es así? ¿Qué pasaría entonces?

—Me hace poseedor de una creencia de la que carezco. No, acepto su pregunta sin reservas porque sí que puede ocurrir. De hecho, ha ocurrido. Se sabe de contendientes que han salido del laberinto, bien por algún motivo o por mero accidente.

—¿Entonces? ¿Qué ocurre?

—Una vez más, es su pulsera la que controla la situación —dijo Selexin—. Como sabe, un campo eléctrico rodea este laberinto. La pulsera funciona de acuerdo con ese campo. Si por algún motivo su pulsera detecta que ya no está rodeado por el campo eléctrico, establecerá automáticamente un temporizador para su autodetonación.

—Un temporizador para su autodetonación —dijo Swain—. ¿Quiere decir que explotará?

—No al momento. Hay un límite temporal. Dispone de quince minutos…

—¡Por el amor de Dios! ¡Me ha puesto una bomba en la muñeca! ¿Por qué no me lo ha dicho antes? —Swain no podía creérselo. Era increíble. Empezó a tirar a toda prisa de la pulsera con ánimo de arrancársela.

—No se la quitará —dijo con total tranquilidad Selexin—. No puede quitarse, así que no malgaste el tiempo ni siquiera en intentarlo.

—Mierda —murmuró Swain sin soltar el sólido brazalete de metal.

—Esa boca —dijo Holly, reprendiéndolo con el dedo índice.

—Como le estaba diciendo —dijo Selexin—, si por algún motivo es expelido del laberinto, dispondrá de quince minutos para volver a entrar. De lo contrario, se producirá la explosión.

Miró con tristeza al humano, que seguía tirando de la pulsera. Este se dio finalmente por vencido.

—No se preocupe —dijo Selexin—. La detonación solo ocurre tras la expulsión del laberinto y, aunque admito que ha sucedido antes, también debo añadir que no a menudo. Nadie escapa de aquí. Señor Swain, a estas alturas ya habrá comprendido que, lo mire por donde lo mire, solo hay una respuesta. A menos que resulte vencedor de esta competición, no saldrá de aquí.

Hawkins se hallaba al inicio de la caja de la escalera, con la luz de su linterna como única iluminación. Más abajo ya no había escaleras. Nada salvo muros de hormigón y una enorme puerta de seguridad que rezaba: «Planta-2».

Debe de ser la última planta.

Hawkins abrió la puerta de seguridad.

Pasillos y pasillos de librerías se extendían hasta el infinito, desapareciendo en la oscuridad, más allá del alcance de las enmohecidas luces del techo. Pero era el pasillo que tenía justo delante lo que llamó su atención.

El precinto policial amarillo de la escena del crimen recorría su parte central, cual ovillo de Teseo en el laberinto del Minotauro.

Hawkins se hacía una idea de lo que aguardaba al final de aquel precinto.

Lo siguió. A unos sesenta metros, el precinto se desviaba a la derecha, a un pasillo transversal. Y, tras ese pasillo perpendicular, cerca de otras escaleras de menor tamaño, Hawkins vio la escena del crimen, rodeada por más precinto.

Parecía una zona de guerra.

La estantería a su izquierda, de tres metros y medio de alto por seis de ancho, había sido arrancada de los soportes del techo y en esos momentos yacía inclinada hacia atrás sobre la librería del pasillo posterior. Eran como dos piezas enormes de dominó: una de ellas en pie, sosteniendo a su vecina abatida.

La librería contraria, a la derecha de Hawkins, seguía erguida. Tan solo tenía un agujero en el medio. Por algún motivo, los libros habían caído al suelo del pasillo posterior, como si, reflexionó Hawkins, algo hubiera atravesado la librería…

Y luego estaba el pasillo en sí.

El charco superficial de sangre que llenaba el pasillo se había secado en el transcurso de las últimas veinticuatro horas, pero el hedor persistía.

El cuerpo había sido retirado, claro está, pero Hawkins se percató de que la cantidad de sangre era impactante. Había por todas partes: en el techo, en el suelo, por las baldas.

Hawkins tragó saliva cuando descubrió el rastro de sangre que manchaba el suelo alrededor de la estantería con el boquete. Parecía como si alguien hubiera sido arrastrado alrededor del mueble, de vuelta al pasillo.

Para los estándares del Departamento de Policía de Nueva York, Hawkins era joven. Veinticuatro años. Y su juventud, unida a su relativa inexperiencia, lo había convertido en la elección obvia para misiones como esas. Había visto escenas de crímenes, sí, pero nada que se le pareciera.

No era posible que una persona hubiera hecho eso, pensó mientras contemplaba el charco seco de sangre ante sí. Era horrible. Sucio y descarnado y brutal en extremo. No concebía que ese grado de violencia fuera posible en un ser humano.

Miró a su alrededor, a las interminables filas de librerías que flanqueaban la planta-2.

Había alguien, algo, allí.

Levantó la linterna. Y entonces lenta, cautelosamente, se aventuró por los pasillos.

—Papá —dijo Holly mientras seguía a su padre por las escaleras de mármol.

—Un segundo, cielo. —Swain se volvió hacia Selexin—. ¿Está seguro de que no hay nada más que me quiera contar antes de que nos sigamos adentrando? ¿No hay más dispositivos explosivos?

—Papá.

Selexin dijo:

—Bueno, hay una cosa…

—¡Papáaaaa!

Swain se paró.

—¿Qué ocurre, cielo?

Holly levantó el auricular con una sonrisa victoriosa.

—Es para ti.

Swain se agachó y cogió el teléfono inerte. Habló por él mientras miraba a Holly.

—¿Hola? Ah, hola, ¿cómo estás? ¿Sí? ¿De veras? Bueno, ahora mismo estoy algo ocupado. ¿Te puedo llamar luego? Genial. Hasta ahora. —Le devolvió el teléfono a Holly. Esta, satisfecha, cogió a Swain de la mano y siguió andando a la misma altura que su padre y el hombre huevo.

Selexin dijo en voz baja:

—Su hija es de lo más encantadora.

—Gracias —dijo Swain.

—Pero implica más riesgos para su seguridad de los que debería estar dispuesto a correr.

—¿Cómo?

—Tan solo le estoy sugiriendo que tal vez estaría mejor sin ella —dijo Selexin—. Sería más prudente que la escondiera, como ha dicho antes. Que la ocultara durante el Presidian. Si usted sobrevive, podrá regresar a por ella. Si es que, claro está, ella le importa tanto.

—Que así es.

—Y asimismo —prosiguió Selexin—, si es derrotado, ella no morirá también. En cualquier caso, ¿a qué efectividad puede aspirar si tiene que defender la vida de su hija además de la suya? Cualquier acción para evitar que resulte herida podría…

—Podría poner en peligro mi vida —dijo Swain—, y por tanto la de usted. Es mi hija. Allá donde vaya, ella irá conmigo. No es negociable.

Selexin dio un discreto paso atrás.

—Y otra cosa —dijo Swain—. Si algo ocurriera y nos separáramos, espero que cuide de ella. No que la esconda y confíe en que nadie la encuentre, sino asegurarse de que nada, nada, le ocurra. ¿Lo ha comprendido?

Selexin hizo una reverencia.

—Veo que estaba equivocado y me disculpo de todo corazón. No era consciente del vínculo con su hija. Haré todo lo que esté en mi mano para cumplir con su deseo si tal eventualidad ocurriera.

—Gracias, se lo agradezco —dijo Swain mientras asentía con la cabeza—. Me estaba diciendo que había algo más. Algo que debería saber.

—Sí. —Selexin recobró la compostura—. Es relativo al combate, o más bien al final de cualquier pelea. Cuando un contendiente derrota a otro, ya sea en combate o en una emboscada o lo que sea, la derrota debe ser confirmada.

—De acuerdo.

—Y para eso estoy yo aquí —dijo Selexin.

—¿Para confirmar la muerte? ¿Cómo un testigo? —preguntó Swain.

—No exactamente. No soy el testigo. Pero proporciono la ventana para el testigo.

—¿Ventana?

Selexin se detuvo en los escalones. Se volvió hacia Swain.

—Sí, y solo se inicializará la ventana cuando usted emita la orden. Si es tan amable, por favor, diga la palabra «Inicializar».

Swain ladeó la cabeza.

—¿Inicializar? ¿Por qué?

Y entonces sucedió. Una pequeña esfera de luz blanca brillante, de unos treinta centímetros de diámetro quizá, cobró vida justo encima del casquete blanco de Selexin, iluminando toda la escalera a su alrededor.

—¿Qué es eso? —preguntó Swain.

—Viene del huevo… —Holly estaba maravillada.

Selexin miró con cierto gesto de sorpresa a Holly.

—Sí, es correcto. Mi extraño sombrero es la fuente de este teletransporte, por pequeño que parezca. Si es tan amable, señor Swain, por favor, diga «cancelar», a menos que quiera que mis superiores piensen que ha matado a alguien.

—Oh, vale. Eh… Cancelar.

La luz desapareció al instante.

—Ha dicho que es un teletransporte. ¿Cómo antes? —preguntó Swain.

—Sí —dijo Selexin—, exactamente igual que antes. Tan solo un agujero en el aire. Pero mucho, mucho más pequeño, por supuesto. Hay otro oficial como yo observando al otro lado de este teletransporte. Él es su testigo en caso de que desee confirmar una muerte.

Swain observó el casquete blanco que Selexin llevaba en la cabeza.

—¿Y proviene de ahí?

—Sí.

—Vaya —dijo Swain mientras seguía bajando por las escaleras.

Selexin lo seguía en silencio. Finalmente dijo:

—Si se me permite preguntar, ¿adónde vamos?

—Abajo —dijo Holly mientras negaba con la cabeza—. Qué tonto.

Selexin, sorprendido, frunció el ceño.

Swain se encogió de hombros.

—Ya ha oído a la señorita. Abajo.

Le guiñó el ojo a Holly, enmascarando así su propio miedo, y ella le sonrió, tranquilizada por la naturaleza conspiratoria de ese gesto.

Continuaron su descenso por las escaleras.

La operadora de la centralita contempló el panel, incrédula.

¿Cuándo va a terminar esto?, pensó.

En el panel que tenía ante sí, dos filas de incesantes luces parpadeantes indicaban que había muchísimas llamadas telefónicas aguardando a ser respondidas.

Tomó aire y pulsó el botón parpadeante que ponía «9» y dijo:

—Buenas noches, está llamando al departamento de Atención al Cliente de Con Edison. Mi nombre es Sandy. ¿En qué puedo ayudarlo?

Sus auriculares repiquetearon con la voz metálica de otro neoyorquino contrariado. Cuando la conversación hubo concluido, marcó el código 401 en la consola de su ordenador.

Con esa eran ya catorce llamadas en la última hora, solo en su centralita. Todas provenían de la cuadrícula doscientos doce, del centro de Manhattan.

Un 401, un apagón eléctrico causado probablemente por un cortocircuito en la red de suministro. La operadora de la centralita miró las palabras de la pantalla de su ordenador: «Posible cortocircuito en la red». Electrónicamente hablando, desconocía lo que era un cortocircuito ni qué lo causaba. Pero sí que conocía todos los síntomas de los cortes y fallos eléctricos y, casi de la misma manera en que un médico identifica una enfermedad, lo que ella hacía era unir todos los síntomas para identificar el problema. Averiguar qué lo había causado era trabajo de otros.

Se encogió de hombros, se inclinó hacia delante y pulsó el siguiente cuadrado parpadeante, lista para afrontar la siguiente queja.

La planta inferior de la Biblioteca de Nueva York, el depósito, no dispone de baños, ni despachos, ni escritorios ni ordenadores. No, el depósito no contiene más que libros, montones y montones de libros.

Con más de ciento veinte kilómetros de librerías, la Biblioteca Pública de Nueva York es la mayor biblioteca de libros en préstamo del mundo. Si alguien busca un volumen concreto, se rellena un formulario y el personal de la biblioteca lo busca en el depósito o en los depósitos auxiliares de otras plantas, y posteriormente este es subido a la sala de lectura.

Por ello, el depósito hace las veces de poco más que un recinto para varios millones de libros.

Montones de libros. En montones de librerías. Y esas librerías están dispuestas en una enorme cuadrícula rectangular.

Largas filas de estanterías recorren el largo del suelo, mientras que pasillos horizontales transversales cortan esas filas en intervalos de seis metros, conformando un enorme laberinto de giros en ángulo recto, rincones ciegos y largos y rectos pasillos que se extienden hasta el infinito.

Un enorme laberinto, pensó el agente del Departamento de Policía de Nueva York Paul Hawkins mientras vagaba por el depósito. Genial.

Hawkins llevaba varios minutos merodeando por los polvorientos pasillos y hasta el momento no había encontrado nada.

Mierda, pensó mientras daba la vuelta para regresar a las escale…

Un leve ruido.

Lejos, a la derecha.

Hawkins se llevó la mano a su automática. Escuchó atentamente.

Ahí estaba otra vez.

Un sonido bajo, estridente.

No es de una respiración, pensó. No… era más como… como si algo se deslizara. Como una escoba barriendo lentamente un suelo de madera. Como si algo se deslizara por el polvoriento suelo del depósito.

Hawkins sacó la pistola y aguardó. Provenía sin duda de la derecha, de algún lugar entre el laberinto de librerías a su alrededor. Tragó saliva.

Había alguien allí.

Cogió la radio de su cinturón.

—¡Parker! —susurró—. ¡Parker! ¿Me recibes?

Sin respuesta.

Dios.

—Parker, ¿dónde estás?

Hawkins apagó la radio y volvió a mirar hacia las filas de estanterías que se sucedían ante sí. Frunció el ceño un instante.

A continuación alzó su arma y se aventuró al interior del laberinto.

Con el arma en ristre, Hawkins zigzagueó en silencio por entre las librerías, avanzando con rapidez, buscando el origen del sonido.

Se detuvo a los pies de una estantería llena de libros de tapa dura cubiertos de polvo. Contuvo la respiración un segundo. Esperó…

Allí.

Sus ojos se desviaron hacia la izquierda.

Otra vez. El ruido, como de alguien barriendo.

Era más fuerte, debía de estar acercándose.

Hawkins fue hacia la izquierda, luego a la derecha y giró de nuevo a la izquierda, con silencio y sigilo por entre los pasillos, deteniéndose cada pocos metros al final de una estantería. Resultaba de lo más desorientador, se dijo. Todos los pasillos parecían iguales a los que acababa de pasar.

Se detuvo de nuevo.

Escuchó.

Oyó de nuevo el leve barrido. Como una escoba sobre un suelo de madera polvoriento. Solo que más fuerte.

Estaba cerca.

Muy, muy cerca.

Hawkins recorrió a toda prisa un pasillo transversal hasta que de repente se encontró con un muro de librerías, un sólido muro de libros que parecía extenderse en la oscuridad a ambas direcciones.

¿Un muro?, pensó Hawkins. Debía de estar en el extremo de la planta, en uno de los lados más largos del enorme rectángulo.

El sonido se produjo de nuevo.

Solo que en esa ocasión provenía de… detrás de él.

Hawkins se volvió con el arma preparada.

¿Qué demonios? ¿Se ha dado la vuelta?

Con cautela, recorrió el pasillo de libros.

El pasillo se cerraba a su alrededor. El corredor perpendicular más cercano se bifurcaba a su derecha (no había nada salvo el ininterrumpido muro de librerías a su izquierda) a unos seis metros. Estaba oculto en las sombras.

El agente se acercó lentamente. Vio entonces el pasillo perpendicular.

Era diferente.

No era una «T», como el anterior. La forma era más parecida a una «L».

Hawkins frunció el ceño, y entonces cayó en la cuenta. Era una esquina. Una esquina de la sala. No había sido consciente de lo lejos que había llegado.

Escuchó.

Nada.

Llegó a la intersección en «L» y escuchó una vez más. Ningún sonido.

Fuera lo que fuera, se había ido.

Y entonces Hawkins empezó a pensar. Había seguido el sonido, cuyo origen era presumiblemente ajeno a su presencia. Pero sus últimos movimientos habían sido extraños.

Era como si se hubiera perdido y hubiera empezado a avanzar en círculos.

Círculos, pensó Hawkins.

Nadie iría en círculos de manera consciente, ¿no? A menos que estuviera perdido o… o a menos que supiera que alguien lo seguía.

A Hawkins se le heló la sangre. Quienquiera que fuera, no se estaba limitando a avanzar en círculos.

Estaba volviendo sobre sus pasos. Sabía que estaba allí.

Hawkins se giró para mirar el alargado pasillo que tenía a sus espaldas, pegándose a la estantería de la esquina.

Nada.

—Maldita sea. —Podía sentir cómo se le formaban frías gotas de sudor en la frente—. ¡Maldita sea, mierda!

No podía creérselo. Había ido directo a una esquina. ¡A una maldita esquina! Tenía dos opciones: o seguir recto o a la izquierda. Mierda, pensó, al menos entre las librerías habría tenido cuatro opciones. Ahora estaba atrapado.

Y entonces, de repente, lo vio.

A su izquierda, avanzando lenta y cautelosamente hacia el pasillo.

A Hawkins casi se le salen los ojos de las órbitas.

—Hostia puta.

No se parecía a nada que hubiera visto antes.

Grande y alargado, pero pegado al suelo cual caimán, la criatura se asemejaba a un dinosaurio, con la piel como guijarros verdinegros, cuatro poderosas extremidades y una cola larga y gruesa a modo de contrapeso.

Tenía una cabeza de lo más extraña. Sin ojos y, aparentemente, sin boca. Su único rasgo distintivo: un par de antenas larguiruchas que sobresalían de su frente y que oscilaban rítmicamente de lado a lado.

Se hallaba a unos seis metros de distancia de Hawkins cuando este pudo ver el extremo de su cola. La cola en sí debía de medir cerca de dos metros y medio y se deslizaba por el suelo dibujando largos y lentos arcos, causando aquel sonido. Vio que la punta de la cola era afilada. Aquel animal debía de medir más de cuatro metros de largo.

Hawkins parpadeó. Durante un instante, tras la cola, le pareció vislumbrar a un hombre, un hombre pequeño, vestido todo de blanco…

Y entonces la cabeza de la criatura se elevó lentamente y los pliegues de su piel se retrajeron y revelaron unas fauces triples que se abrieron con un siseo flojo y letal. Tres filas de dientes terriblemente afilados y ensalivados aparecieron entonces.

—Madre de Dios. —Hawkins se quedó mirando a aquella cosa.

Esta avanzó.

Hacia él.

Una de las patas delanteras del animal atrajo su atención. Una luz verde brillaba en una gruesa banda gris que llevaba en la extremidad delantera izquierda.

En esos momentos estaba cerca, con las fauces abiertas, salivando sin cesar, manchando el suelo. Los ojos de Hawkins estaban fijos en las oscilantes antenas de su cabeza, que se movían de lado a lado como un par de metrónomos.

Estaba a menos de un metro de él…

Medio metro…

Hawkins se preparó para echar a correr pero, por alguna aterradora razón, sus piernas no le respondieron. Intentó levantar el arma, pero fue incapaz. Era como si cada músculo de su cuerpo se hubiera vuelto de repente inane. Observó impotente cómo la pistola se le resbalaba de la mano y caía sonoramente al suelo.

Las antenas seguían oscilando.

Treinta centímetros…

Hawkins sudaba profusamente y respiraba de manera entrecortada. No podía apartar los ojos de las antenas. Parecían moverse en perfecta sincronía, trazando suaves e hipnóticos círculos…

Observó, completamente indefenso, que la siniestra cabeza de la criatura subía lentamente hasta su rodilla.

Ohmierda. Ohmierda. Ohmierda.

Y entonces, de repente, de manera totalmente inesperada, cual cobra desenrollándose desde el suelo, la afilada cola de dos metros y medio se elevó y se balanceó hacia delante, por encima de su bajo cuerpo de reptil, de manera que en esos momentos apuntaba hacia delante, dibujando un arco como el aguijón del escorpión, apuntando con el extremo al puente de la nariz de Paul Hawkins.

Hawkins lo vio venir y su miedo alcanzó la cota máxima. Quería con todas sus fuerzas cerrar los ojos para no ver lo que iba a ocurrir, pero ni siquiera podía hacer eso…

—¡Eh!

La criatura movió la cabeza a la izquierda.

Y entonces el trance hipnótico se rompió y Hawkins pudo volver a moverse. Levantó la vista y vio… A un hombre.

Un hombre, a poca distancia de él en el pasillo. Hawkins ni siquiera lo había visto aproximarse. Ni siquiera lo había oído. Observó a aquel hombre. Llevaba el pelo engominado y vestía vaqueros y zapatillas y una camisa blanca que le colgaba por fuera de la cintura de los pantalones.

El hombre habló a Hawkins.

—Ven aquí. Ahora.

El agente miró con recelo a la enorme criatura que tenía a sus pies. Esta le estaba ignorando por completo mientras observaba totalmente inmóvil al hombre en vaqueros.

Si tuviera ojos, pensó Hawkins, estaría sin duda mirándolo. Un rugido leve surgió amenazante de su garganta.

Hawkins miró dubitativo al hombre. Este seguía mirándolo fijamente.

—Vamos —dijo con calma, sin apartar la vista—. Deja ahí el arma y camina lentamente hacia mí.

Hawkins, vacilante, dio un paso al frente.

La criatura que tenía pegada a las rodillas no se movió. Seguía pendiente del hombre de los vaqueros.

El hombre empujó a Hawkins tras de sí y lentamente empezó a retroceder, alejándose de aquella cosa.

Hawkins contempló el pasillo que tenían a sus espaldas y vio dos formas a unos doce metros: una figura pequeña de blanco y la otra, igualmente pequeña, que parecía… entrecerró los ojos… ¡una niña!

—Muévete —dijo Swain mientras empujaba a Hawkins al pasillo, de espaldas a él.

Swain estaba mirando hacia arriba, a las estanterías, lejos de las oscilantes antenas de la criatura, observándolas tan solo de reojo.

Los dos hombres retrocedieron lentamente por el pasillo para alejarse de la criatura.

Y entonces de repente, aquel ser comenzó a seguirlos, doblando la esquina como un cangrejo, a pesar de su tamaño. A continuación se detuvo.

Swain empujó a Hawkins.

—Sigue avanzando. Sigue avanzando.

—¿Qué demonios…?

—Tú sigue avanzando.

Swain estaba caminando hacia atrás, de frente a la criatura. Esta volvió a avanzar, deslizándose otros tres metros hasta pararse de nuevo, muy cerca de Hawkins y él.

Está siendo cauta, pensó.

Y entonces atacó.

—¡Oh, mierda!

El enorme animal rebotó contra los estrechos extremos del pasillo.

Desesperado, Swain buscó algún lugar por el que echar a correr, pero estaba aún a tres metros del pasillo transversal más cercano al entramado de librerías.

¡No tenía adónde ir!

Swain se preparó cuando el suelo bajo sus pies comenzó a temblar bajo el peso de la criatura que se acercaba veloz a ellos. Dios, debe de pesar doscientos kilos.

Hawkins se volvió. Lo vio por encima del hombro de Swain.

—¡Santo Dios!

Swain se quedó allí quieto, con las piernas extendidas, ocupando todo el pasillo.

La criatura seguía avanzando. No iba a detenerse.

—¡No va a parar! —gritó Hawkins.

—¡Tiene que hacerlo! —gritó Swain—. ¡Tiene que parar!

La criatura siguió avanzando a trompicones, acercándose a Swain cual tren de carga fuera de control hasta que, de repente, a apenas un metro de él, se apoyó sobre sus patas traseras y se aferró a las estanterías a ambos lados del pasillo con las garras de sus extremidades delanteras, parándose en seco.

Las fauces triples se detuvieron a escasos centímetros del rostro impertérrito de Swain.

La criatura siseó con fiereza, retándolo. La saliva goteó hasta el suelo, justo delante de sus zapatillas.

Swain apartó la mirada y la posó en una librería cercana, lejos de las antenas oscilantes del animal. La horripilante criatura, erguida sobre sus extremidades traseras, se cernía sobre él inquietantemente, cual aparición demoníaca.

Swain reprobó con el dedo índice al furioso animal.

—Ah-ah-ah. Nada de tocar.

Y empezó a caminar hacia atrás de nuevo, empujando a Hawkins.

Hawkins avanzó dando tumbos por el pasillo, volviendo la vista atrás cada pocos segundos. En esa ocasión la criatura no los siguió, al menos no inmediatamente.

Llegaron al lugar donde estaban el hombrecillo y la niña, y se hallaban ya a casi diez metros de la criatura cuando esta comenzó a avanzar hacia ellos de nuevo.

El hombrecillo dijo:

—¡Secuenciando! ¡Está secuenciando!

El hombre de la camisa holgada y vaqueros miró a Hawkins, con su uniforme pulcramente planchado.

—No tenemos tiempo para charlas ahora, pero mi nombre es Stephen Swain y en estos momentos estamos metidos en un buen lío. ¿Listo para correr?

Hawkins respondió sin pensárselo.

—Sí.

Swain miró de nuevo hacia el pasillo, a la criatura que se asemejaba a un dinosaurio. Seis metros. Cogió a Holly.

—¿Sabes cómo volver a la escalera principal?

El joven policía asintió.

—Creo que sí.

—Entonces encabeza la marcha. Hazlo en zigzag. Iremos detrás de ti. —Se volvió al resto—. ¿Preparados? —Asintieron—. Entonces vamos.

Hawkins echó a correr y los demás lo siguieron de cerca.

La criatura se lanzó a correr tras ellos.

Swain cerraba la marcha con Holly en brazos. Podía oír cómo resonaba el suelo a sus espaldas por el peso de la criatura.

Las escaleras. Las escaleras. Hay que llegar a las escaleras.

Izquierda, derecha, izquierda, derecha.

Vio al policía corriendo primero y, finalmente, tras él, el corredor con el precinto policial que cortaba su pasillo más adelante. El que llevaba de vuelta al bloque de la escalera.

—¡Papá! ¡Nos está alcanzando! —gritó Holly.

Swain miró hacia atrás.

La criatura estaba cercándolos, una monstruosidad verdinegra que galopaba entre los estantes con sus salivosas fauces abiertas de par en par.

Swain no estaba preocupado por él. Selexin estaba en lo cierto. Fuera lo que fuera, se trataba de otro contendiente, y no podía tocarlo. No aún. No hasta que la pantalla del reloj mostrara el «7».

Pero si coge a Holly

Vio que el policía rodeaba la caja de la escalera y, a continuación, Selexin. Swain dobló el bloque de cemento en último lugar, con la respiración entrecortada.

¡La puerta de la caja de la escalera!

Advirtió que Selexin se metía dentro y a continuación el policía apareció en la entrada con la mano extendida.

—¡Vamos! —estaba gritando.

Swain oyó que la criatura bordeaba la esquina tras él.

Siguió corriendo con Holly pegada contra su pecho. Respiraba con dificultad. Le daba la sensación de que estaba corriendo demasiado despacio. Podía oír los gruñidos desdeñosos de la criatura tras él, muy cerca. En cualquier momento lo tendría encima para arrancarle a su hija (la única familia que le quedaba) de sus brazos…

—¡Vamos! —gritó Hawkins de nuevo.

Tras él, Swain oyó la cola de la criatura golpear contra una estantería y el estrépito de libros al caer al suelo. Entonces, de repente, llegó a la puerta y a los brazos extendidos de Hawkins. Este lo agarró de la mano y tiró de él y de Holly al interior de la caja de la escalera en el mismo momento en que Selexin cerraba de golpe la puerta tras ellos.

Selexin, sin respiración, se volvió, excitado.

—Lo hemos logrado…

¡Bang!

La puerta a sus espaldas se estremeció violentamente.

Swain se levantó del suelo, todavía falto de aire.

—Vamos.

Ya habían subido una planta por las escaleras cuando oyeron que la puerta del depósito se abría con un sonoro crac.

INCOMPLETO-6

Swain frunció el ceño. No se había percatado de la llegada de los dos últimos contendientes. Ahora no habría manera de saber cuándo el siguiente y último contendiente iba a entrar en la biblioteca.

Ni cuándo comenzaría el Presidian.

El grupo había dejado la caja de las escaleras y en esos momentos estaban ocultos en un despacho de la planta-1, una planta parcialmente subterránea que la mayor parte de los días estaba abierta al exterior gracias a un acceso lateral por la calle Cuarenta y Dos. Al igual que el resto de despachos a su alrededor, este estaba dividido por paneles (de madera hasta media altura y el resto de cristal). Todos tenían cuidado de permanecer agachados por debajo del cristal.

Swain había encontrado un plano esquemático de la biblioteca en la pared de la caja de la escalera y lo había arrancado. En esos momentos estaba estudiándolo mientras Selexin, sentado tras el escritorio, informaba en voz baja de la situación a Hawkins. Holly estaba sentada en el suelo, acurrucada junto a Swain, abrazándolo con fuerza, chupándose el pulgar. Todavía seguía algo conmocionada por el encuentro con la criatura en la planta inferior.

El mapa mostraba un corte transversal de la biblioteca. Cinco plantas (tres superiores y dos subterráneas), cada una de un color distinto. Los dos subniveles por debajo de la planta baja eran de color gris y tenían la etiqueta «Prohibido el acceso al público». Las otras eran de colores brillantes:

Tercera planta-Sala principal de lectura.

Sala Edna Barnes Salomon.

Segunda planta-Departamento Oriental, Eslavo y Báltico.

Primera planta-Acceso Quinta Avenida.

Vestíbulo Astor, Guardarropa, Exposiciones, Tienda.

Planta baja-Salón de actos / Convenciones.

Acceso calle Cuarenta y Dos. Despachos.

Swain recordó la enorme sala de lectura de la planta superior con sus incontables escritorios. Intentó memorizar el resto. Los recuadros azules con muñecos de palitos de un hombre y una mujer indicaban los aseos de cada planta. Otro recuadro azul, con el dibujo de un coche, ocupaba la mitad de la planta-1. El aparcamiento.

Miró de nuevo su pulsera.

INCOMPLETO-6

Aún seis. Bien.

Miró a Selexin y al policía y negó con la cabeza, todavía sorprendido.

Ese joven policía tenía suerte de seguir con vida. Había sido pura casualidad lo que había llevado a Swain a su rescate: cuando Holly, Selexin y él descendían por las escaleras, habían visto una sombra alargada extenderse en el rellano inmediatamente inferior.

Habían observado parapetados tras la oscuridad cuando la criatura (Selexin había dicho que su nombre era Reese) había aparecido lentamente en su campo de visión, acompañada por su guía. Esta se había detenido en el rellano y a Swain le había dado la sensación de que había examinado el suelo con su morro de dinosaurio para, a continuación, escudriñar la parte inferior de la escalera.

Entonces había empezado a deslizarse rápidamente por las escaleras.

Algo había llamado su atención.

La curiosidad había hecho que la siguieran al depósito y desde allí habían observado cómo se desplazaba por entre las librerías durante varios minutos, acechando a algo, engañándolo. Solo en el último momento Swain se había aventurado a acceder al pasillo más alejado y había visto entonces a la presa de Reese: un policía solo, atrapado en el rincón.

Se había puesto en marcha al momento, si bien se había detenido un instante para oír un consejo de última hora de Selexin: evite todo contacto visual con las antenas de Reese.

Y así habían conocido a Hawkins.

Swain se volvió hacia Selexin.

—Hábleme más de Reese.

—¿Reese? —dijo Selexin—. Bueno, para empezar, Reese es, en términos humanos, hembra. Su cola acaba en una punta afilada, cual lanza. Los machos de su especie solo poseen colas romas. Eso se debe a que, en sus clanes, la hembra es la cazadora, y su arma principal es su cola apuntada.

»¿No vio cuando Reese se acercaba a su nuevo amigo —Selexin asintió hacia Hawkins— que la cola dibujaba un amplio arco por encima de su cuerpo, apuntando hacia delante? ¿Y qué Hawkins no podía moverse?

»Por eso le dije que no mirara las antenas. Cualquier contacto prolongado con ellas le provocará una parálisis inmediata. Como hizo con él. —Selexin miró a Hawkins—. Es su forma de cazar. Si mira sus antenas durante demasiado tiempo, sufrirá una parálisis hipnótica y, ¡bang!, antes de que lo sepa, ella lo atacará con la cola. Le atravesará el cerebro.

El hombrecillo sonrió.

—Yo diría que se parece bastante a las hembras de su especie, agresivas e instintivas, ¿no creen?

—Oye —dijo Holly.

Swain hizo caso omiso de su observación.

—Hábleme más de sus métodos de caza. De cómo se acerca a su presa.

Selexin tomó aire.

—Bueno, como sin duda habrán notado, Reese carece de ojos. Por el simple motivo de que no los necesita. Proviene de un planeta rodeado de gases inertes y opacos. La luz no puede penetrar en su atmósfera y los gases inertes la aislan cualquier cambio químico. Su raza se ha adaptado con el tiempo a utilizar y potenciar sus otros sentidos: una agudeza auditiva mejorada, ampollas sensoriales para detectar el ritmo cardiaco acelerado de presas heridas o atemorizadas y, sobre todo, un mecanismo de detección de olores muy desarrollado. Yo diría de hecho que el olfato es su instrumento de caza más desarrollado.

—Aguarde un momento —dijo Swain, alarmado—. ¿Puede olernos?

—No ahora. El olfato de Reese tiene un alcance limitado. No más allá de, digamos, unos sesenta centímetros.

Swain suspiró aliviado. Hawkins también.

—Pero dentro de ese radio —prosiguió Selexin—, su sentido del olfato es increíblemente agudo.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir —dijo Selexin—, que ella lo detectó —señaló a Hawkins— por su olor.

—Pero pensaba que había dicho que no tenía mucho alcance. ¿Cómo ha podido…?

Swain dejó de hablar cuando vio que Selexin lo miraba con gesto de «¿Ha acabado ya?».

—Sí, eso es correcto —dijo Selexin—, en cierto modo. Verá, Reese no lo olió. Lo que olió fue el rastro que dejó tras de sí. ¿Recuerda cuando vimos por primera vez a Reese en la escalera? Se agachó y olisqueó el suelo.

Swain frunció el ceño.

—Sí…

—Pisadas —dijo el hombrecillo—, un rastro bastante nuevo. Con un rastro reciente como ese, Reese no necesita oler nada más allá de un radio de sesenta centímetros, porque puede seguir el olor del rastro en sí.

—Oh —dijo Swain.

Y entonces cayó en la cuenta.

—¡Oh, mierda!

Se asomó por el cristal…

… Y se encontró de frente con unas amenazantes triples mandíbulas (abiertas, salivosas) pegadas al otro lado, a escasos centímetros de distancia.

Swain cayó hacia atrás y se alejó a trompicones del cristal.

Hawkins, boquiabierto, se puso en pie de un brinco.

Reese golpeó el cristal, dejándolo lleno de saliva.

—¡No hay que mirarle a las antenas! —gritó Swain mientras cogía en brazos a Holly. Reese golpeó de nuevo el cristal divisorio con fuerza y todo el despacho se estremeció—. ¡A la puerta!

Había dos puertas de cristal en aquel despacho de forma cuadrada: una que daba al sur y la otra al norte. Reese estaba golpeando la pared norte del despacho.

Swain corrió a la otra puerta, la abrió y entró al siguiente despacho. Selexin y Hawkins entraron tras él.

Con Holly en brazos, bordeó el escritorio situado en el centro del despacho y abrió la siguiente puerta.

—¡Cerrad las puertas al pasar! —gritó.

—¡Ya lo estoy haciendo! —le respondió Hawkins.

Y entonces, a sus espaldas, oyeron un estrépito, el ruido del cristal al romperse.

Swain siguió corriendo. Rebasando escritorios, atravesando puertas, esquivando archivadores, tirando papeles. Entonces llegó al último despacho y salió a un vestíbulo con el suelo de mármol. A la derecha estaban los ascensores y la caja de la escalera principal. A la izquierda, más cerca de él, había una pesada puerta azul empotrada en una pared de hormigón sólida en la que podía leerse: «Al aparcamiento».

Hawkins estaba gritando:

—¡Ya viene! ¡Y parece muy cabreada!

Tras Hawkins, Swain no veía más que despachos divididos por paredes de cristal.

Y entonces la vio. Vio la larga y apuntada cola por encima del panel de madera. Estaba chocando contra todo lo que se interpusiera en su camino, como un enorme tiburón blanco surcando las aguas, lanzando escritorios, archivadores y sillas giratorias por los aires.

Estaba dos despachos por detrás e iba directa a ellos.

Veloz.

Acercándose.

Swain miró de nuevo la puerta azul. Parecía resistente y poseía un mecanismo hidráulico de apertura. Podía proporcionarles algo de tiempo.

Hay que hacer algo, y ya…

Con Holly aún en brazos, Swain corrió hacia la puerta hidráulica y la abrió. Cruzó el umbral y tiró de Selexin hacia al interior mientras aguardaban a Hawkins. Este estaba corriendo con todas sus fuerzas. Atravesó el último despacho acristalado.

Cruzó la puerta, rebasando a Swain, y este cerró la enorme puerta hidráulica tras de sí. La puerta se cerró con un ruido sordo.

Swain se dio la vuelta y observó lo que tenía ante sus ojos.

Un aparcamiento subterráneo.

Parecía nuevo. Muy nuevo, en realidad. Suelo de hormigón recién asfaltado, las marcas del suelo pintadas de blanco y cepos de un amarillo brillante, además de luces fluorescentes de un blanco límpido. Era todo un contraste con la vieja y polvorienta biblioteca que habían visto hasta el momento.

Swain escudriñó el aparcamiento.

No había coches.

Mierda.

Había una rampa de bajada en mitad del espacio vacío, a menos de veinte metros de ellos, y una rampa de salida que subía a la calle en el extremo más alejado.

Se oyó un ruido fuerte, fortuito, tras ellos.

Swain se volvió.

Reese estaba golpeando el otro lado de la puerta.

Condujo rápidamente a los demás por la rampa de bajada. Era ancha, lo suficiente como para que pasaran dos coches. Habían llegado a la parte superior cuando oyó un siseo tras ellos.

Se giró lentamente.

Reese estaba en la entrada del aparcamiento con su guía posicionado silenciosamente tras ella.

Swain tragó saliva…

Y entonces, de repente, oyó otro sonido.

Clop…

Clop…

Clop…

Pisadas. Pisadas lentas. Resonando con fuerza en el aparcamiento vacío.

Swain, Holly, Selexin y Hawkins se volvieron al unísono y lo vieron.

Estaba subiendo la rampa de bajada.

Caminaba con resolución, despacio, un hombre barbudo de metro ochenta, vestido con una cazadora ancha de piel de animal, pantalones oscuros y botas negras hasta la rodilla que resonaban con fuerza en la rampa de hormigón.

Y, tras él, otro guía, vestido completamente de blanco.

Cuando el hombre de barba subió la rampa y se detuvo, Swain empujó instintivamente a Holly tras él.

Al ver al nuevo contendiente, Reese pareció visiblemente agitada. Siseó más fuerte incluso.

Todos enmudecieron, los tres grupos formando un precario y silencioso triángulo.

Fue entonces cuando Swain echó un vistazo a la pulsera. En esos momentos ponía:

INICIALIZADO-7

Siete.

Swain alzó lentamente la vista.

El Presidian había comenzado.