Domingo, 1 de diciembre, 1:27 p. m.
El sol brillaba con fuerza. Aunque era domingo, varios grupos de alumnos jugaban en el enorme y verde patio del colegio de enseñanza primaria Norwood.
Comprobación de estado: inicializar sistemas de electrificación.
Norwood era uno de los mejores colegios privados de Brooklyn Heights. Con un impresionante expediente académico, y uno de los mayores presupuestos de todo Estados Unidos, se había convertido en un centro muy deseado por la gente de posibles. La feria de ese día era uno de los eventos que se celebraban a lo largo del año para recaudar fondos.
En la esquina posterior del patio se había congregado un grupo de niños. Y en medio de ese grupo estaba Holly Swain, mirando cara a cara a Thomas Jacobs.
—No lo es, Tommy.
—Claro que sí. ¡Es un asesino!
Los niños que rodeaban a los dos combatientes soltaron un grito ahogado al oír la palabra.
Holly intentó mantener la compostura. El cuello blanco de su uniforme estaba empezando a ahogarla y no quería que se le notara. Negó con la cabeza con gesto triste y alzó un poco más la barbilla.
—Eres tan infantil, Tommy. Tan crío.
Las niñas que estaban a su espalda respaldaron entre risas su comentario.
—¿Cómo puedes decirme que soy un crío si tú solo estás en tercero? —le replicó Tommy. El grupillo congregado tras él mostró su conformidad.
—No seas tan inmaduro —dijo Holly. Buena palabra, pensó.
Tommy vaciló.
—Sí, bueno. Aun así sigue siendo un asesino.
—No lo es.
—Mató a un hombre, ¿no?
—Sí, bueno, pero…
—Entonces es un asesino. —Tommy miró a su alrededor en busca de apoyo—. ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!
El grupo de niños se unió a él.
—¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!
Holly sintió que se le cerraban los puños y que el cuello de su uniforme se estrechaba aún más. Recordó las palabras de su padre. Sé una señorita. Tienes que comportarte como una señorita.
Se dio la vuelta y su rubia coleta le bailó sobre los hombros. Las niñas a su alrededor estaban negando con la cabeza, reprobando las mofas de los chicos. Holly respiró profundamente. Sonrió a sus amigas. Tienes que comportarte como una señorita.
A sus espaldas, los cánticos de los niños prosiguieron.
—¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!
Finalmente, Tommy dijo por encima de los gritos:
—Si su padre es un asesino, ¡entonces cuando Holly Swain crezca probablemente también lo será!
—¡Sí! ¡Sí! ¡Lo será! —lo alentó su grupo.
A Holly se le heló la sonrisa.
Lenta, muy lentamente, se volvió para mirar a Tommy. Se hizo el silencio entre los allí presentes.
Holly dio un paso al frente. Tommy reía mientras miraba a sus amigos. Pero en ese momento todos estaban callados.
—Ahora sí que me has cabreado —dijo Holly con un tono desprovisto de emoción alguna—. Será mejor que te retractes de todo lo que has dicho.
Tommy sonrió con suficiencia y se inclinó hacia delante.
—No.
—Muy bien —dijo ella con una sonrisa amable. Se miró el uniforme y se estiró la falda.
Y entonces lo golpeó.
Con fuerza.
La clínica se había convertido en un campo de batalla.
Fragmentos de cristal volaron por todas partes cuando las probetas reventaron contra las paredes. Las enfermeras corrieron a ponerse a salvo mientras se apresuraban a sacar los costosísimos equipos médicos de la línea de fuego.
El doctor Stephen Swain salió de la sala de observación adyacente e inmediatamente se dispuso a aplacar el origen de la tormenta: una mujer de cincuenta y siete años de edad, más de cien kilos de peso y pechos generosos llamada Rosemary Pederman, paciente del Hospital Universitario de Nueva York, que estaba ingresada por un aneurisma cerebral.
—¡Señora Pederman! ¡Señora Pederman! —la llamó Swain levantando la voz—. No pasa nada, no pasa nada. Tranquilícese —le dijo ahora con delicadeza—. ¿Qué ocurre?
—¿Qué qué ocurre? —le espetó Rose Pederman—. ¡Lo que ocurre, joven, es que no meteré mi cabeza en esa… esa cosa… hasta que alguien me diga qué es exactamente lo que hace!
Señaló con la barbilla el enorme equipo de imagen por resonancia magnética, o IRM, instalado en el centro de la habitación.
—Vamos, señora Pederman —dijo Swain con voz seria—. Ya hemos pasado por esto.
La paciente hizo un mohín infantil.
—Una tomografía no le hará daño alguno.
—Joven, ¿cómo funciona?
Swain frunció el ceño.
Con treinta y nueve años de edad, Swain era el miembro más joven de Borman & White, el colectivo de radiólogos, y por un sencillo motivo: era bueno en su trabajo. Podía ver cosas en una radiografía o en un escáner que nadie más podía y, en más de una ocasión, había salvado vidas gracias a ello.
Ese hecho, sin embargo, no conseguía impresionar a pacientes mayores que él, pues Swain (de cabello rubio casi al ras, ojos azules como el cielo y constitución esbelta) parecía diez años más joven que su edad real. Salvo por la reciente cicatriz roja que recorría verticalmente su labio inferior, podría haber pasado por un residente de tercer año.
—¿Quiere saber cómo funciona? —le preguntó Swain con total seriedad. Contuvo las ganas de mirar el reloj. Tenía que estar en otra parte. Pero Rose Pederman ya había pasado por seis radiólogos y aquello tenía que terminar.
—Sí —respondió ella con cabezonería.
—Muy bien, señora Pederman. El proceso por el que va a pasar se conoce como imagen por resonancia magnética. No es muy diferente de una tomografía axial computarizada, en el sentido de que genera un corte transversal tomográfico de su cráneo. Solo que, en vez de emplear métodos fotovoltaicos, nos valemos de energía magnética controlada para realinear la conductividad electroestática ambiental en su cabeza y crear así una sección transversal compuesta y tridimensional de su cráneo.
—¿Qué?
—El campo magnético del equipo de IRM afecta a la electricidad natural de su cuerpo, señora Pederman, lo que nos proporciona una imagen perfecta del interior de su cabeza.
—Oh, bueno… —El letal ceño de la señora Pederman se transformó al instante en una sonrisa resplandeciente y maternal—. Vale entonces. Eso era todo lo que tenía que decirme, cielo.
Una hora después, Swain abrió de un empellón las puertas de los vestuarios de los médicos.
—¿Es muy tarde? —preguntó.
El doctor James Wilson (un pediatra pelirrojo que, diez años antes, había ejercido de padrino en la boda de Swain) ya se había puesto en pie. Fue hacia su amigo y le lanzó su maletín.
—Los Giants van ganando catorce a trece. Si nos damos prisa, podremos ver los dos últimos cuartos en McCafferty. Vamos, por aquí. Saldremos por Urgencias.
—Gracias por esperar. —Swain apretó el paso para seguir las rápidas zancadas de Wilson.
—Oye, es tu partido —le dijo este mientras caminaba.
Los Giants jugaban contra los Redskins y Wilson sabía que Swain llevaba mucho tiempo aguardando ese encuentro. Tenía algo que ver con el hecho de que Swain viviera en Nueva York y su padre en Washington D. C.
—Dime —le dijo Wilson—, ¿cómo va el labio?
—Bien. —Swain se tocó la cicatriz vertical de su labio inferior—. La cicatriz aún está un poco tierna. Me quitaron los puntos la semana pasada.
Wilson se volvió mientras caminaba y sonrió.
—Te hace más feo de lo que ya eres.
—Gracias.
Llegaron a la puerta de Urgencias, la abrieron… Y se toparon con el bonito rostro de Emma Johnson, una de las enfermeras de retén del hospital.
Los dos hombres se detuvieron al instante.
—Hola, Steve. ¿Cómo te encuentras? —Emma miró solamente a Swain.
—Ahí voy —respondió este—. ¿Y tú?
Emma ladeó con coquetería la cabeza.
—Bien.
—Yo también estoy bien —intervino Jim Wilson—. Aunque a nadie parezca importarle…
Emma le dijo a Swain:
—Me dijiste que te recordara que tenías que ir a ver al detective Dickson por lo del… incidente. No olvides que tienes que estar allí a las cinco.
—Vale —asintió Swain mientras se tocaba distraídamente el corte de su labio inferior—. No hay problema. Puedo ir después del partido.
—Oh, casi me olvidaba —añadió Emma—. Han llamado hace diez minutos de Norwood. Querían saber si podrías ir ahora mismo. Holly se ha peleado de nuevo.
Swain suspiró.
—Otra vez no. ¿Ahora mismo?
—Ahora mismo.
Swain se giró hacia Wilson.
—¿Por qué hoy?
—¿Por qué no? —le respondió con ironía.
—¿Lo retransmiten en diferido por la noche?
—Eso creo, sí —dijo Wilson.
Swain suspiró de nuevo.
—Te llamaré.
Stephen Swain se inclinó sobre el volante de su Range Rover cuando se detuvo en el semáforo. Miró de reojo al asiento del copiloto. Holly estaba sentada con las manos sobre el regazo y la cabeza gacha. Sus pies, incapaces de alcanzar el suelo, sobresalían horizontalmente del asiento sin balancearse frenéticamente, tal como acostumbraban.
El coche estaba en completo silencio.
—¿Estás bien? —le preguntó sin alzar la voz.
—Mmm.
Swain se inclinó hacia ella para mirarla.
—Oh, no hagas eso —le dijo con dulzura mientras cogía un pañuelo—. Ten. —Le enjugó las lágrimas que le caían por las mejillas.
Su padre había llegado al colegio justo cuando Holly estaba saliendo del despacho de la subdirectora. Tenía las orejas rojas y había estado llorando. Le parecía tremendo que una niña de ocho años tuviera que recibir tal reprimenda.
—Oye —dijo—, no pasa nada.
Holly levantó la cabeza. Tenía los ojos rojos y vidriosos.
Tragó saliva.
—Lo siento, papa. Lo intenté.
—¿Lo intentaste?
—Comportarme como una señorita. De veras que lo intenté. Con todas mis fuerzas.
Swain sonrió.
—¿De veras? —Cogió otro pañuelo—. La señorita Tickner no me ha contado por qué lo hiciste. Todo lo que me dijo fue que un profesor que vigilaba la feria te encontró a horcajadas sobre otro niño, dándole una buena tunda.
—La señorita Tickner no ha querido escucharme. Solo me ha repetido una y otra vez que daba igual por qué lo había hecho, que estaba mal que una señorita se peleara.
El semáforo se puso en verde. El coche echó a andar.
—¿Qué pasó entonces?
Holly vaciló y a continuación dijo:
—Tommy Jacobs estaba diciendo que eres un asesino.
Swain cerró un instante los ojos.
—¿Eso decía?
—Sí.
—¿Y le placaste y pegaste por eso?
—No, le pegué primero.
—¿Pero por eso? ¿Por llamarme asesino?
—Ajá.
Swain se volvió para mirar a Holly y asintió con la cabeza.
—Gracias —dijo con gesto serio.
Holly sonrió levemente. Swain volvió a mirar al frente.
—¿Cuántas veces tienes que escribirlo?
—Cien veces: «No debo pelearme porque no es propio de señoritas».
—Bueno, dado que en parte ha sido culpa mía, ¿qué te parece si haces cincuenta y yo hago las otras cincuenta con tu letra?
Holly sonrió.
—Eso estaría bien, papi. —Sus ojos empezaron a brillar.
—Bien —asintió Swain—. Pero la próxima vez, intenta no pelearte. Si puedes, prueba a salir de la situación usando la cabeza. Te sorprendería el daño que se puede hacer con el cerebro, mucho más que con los puños. Y sin tener que dejar de comportarte como una señorita. —Swain aminoró el coche y miró a su hija—. Pelearse no es una opción. Únicamente cuando es la última que se tiene.
—¿Cómo hiciste tú, papá?
—Sí —dijo Swain—. Como hice yo.
Holly levantó la cabeza y miró por la ventanilla. No le sonaba la zona.
—¿Adónde vamos? —dijo.
—Tengo que ir a la comisaría.
—Papá, ¿te has metido en un lío otra vez?
—No, cielo, no me he metido en ningún lío.
—¿Puedo ayudarlo? —gritó la recepcionista, con gesto agobiado, por encima del caos.
Swain y Holly estaban en el vestíbulo de la comisaría del decimocuarto distrito policial de Nueva York. El lugar era un hervidero de actividad: policías llevándose a rastras a camellos, teléfonos sonando, gente chillando. Una prostituta apostada en una esquina le guiñó con coquetería el ojo a Swain cuando este se acercó al mostrador de la recepción.
—Esto… sí, me llamo Stephen Swain. Vengo a ver al detective Wilson. Se suponía que tenía que estar aquí a las cinco, pero he venido un poco antes…
—No hay problema. Pueden subir. Despacho 209.
Comprobación de estado: sistemas de electrificación preparados.
Swain se dirigió a la escalera situada en la parte posterior de la planta abierta. Holly iba dando saltitos a su lado. Le cogió la mano. Swain bajó la vista y vio cómo la coleta rubia de su hija se movía frenéticamente de un lado a otro. Estaba observando el caos de la comisaría con los ojos como platos, llenos de curiosidad, con el interés propio de un científico. Era una niña muy fuerte, eso seguro, y con su cabello rubio, sus avispados ojos azules y aquella nariz chata, cada día se parecía más a su madre…
Para, pensó Swain. No sigas por ahí. Ahora no…
Apartó de su cabeza esos pensamientos mientras subían por las escaleras.
Ya en la segunda planta, llegaron a una puerta con una placa en la que podía leerse: «209: Homicidios». Swain oyó una voz familiar gritando en el interior.
—¡Me da igual cuál sea tu problema! ¡Quiero ese edificio cerrado! ¿De acuerdo?
—Pero, señor…
—No me vengas con esas, John. Tan solo escúchame un momento, ¿puedes? Bien. Esto es lo que tenemos. Han encontrado a un vigilante de seguridad en el suelo, en «dos partes», además de a un ladrón de medio pelo a su lado. Sí, así es, estaba allí sentado cuando llegamos. Y ese ladrón tiene sangre por toda la cara y la parte delantera de su cuerpo, pero la sangre no es suya, es del vigilante. No sé qué es lo que está pasando, tú me dirás. ¿Crees que ese ladrón pertenece a una de esas sectas que van por ahí cortando en cachitos a vigilantes de seguridad para frotarse con su sangre y, a continuación, tumbar un par de estanterías de más de tres metros de altura?
La voz cesó un instante para escuchar lo que el otro hombre murmuraba.
—John, no sabemos una mierda. Y, hasta que no averigüemos algo más, voy a cerrar esa biblioteca. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, capitán —cedió la otra voz.
—Por fin. —La primera voz volvía a estar calmada—. Ahora ve a la biblioteca, precinta todas las entradas y salidas y que dos de tus hombres pasen allí la noche.
La puerta se abrió. Swain se echó a un lado cuando un agente de corta estatura salió del despacho, le sonrió brevemente y a continuación echó a andar por el pasillo en dirección a las escaleras.
Comprobación de estado: la electrificación se iniciará en dos horas.
Hora de la tierra: sexta hora posmeridiana.
Swain golpeó flojito la puerta con los nudillos y se asomó.
La enorme habitación estaba vacía, salvo por un escritorio que había junto a la ventana. Allí, Swain vio a un hombre grande y de torso grueso sentado en una silla giratoria, de espaldas a la puerta. Estaba mirando por la ventana mientras daba sorbos a una taza de café, saboreando lo que parecía un bien escaso en ese lugar: un momento de silencio.
Swain llamó de nuevo.
—Sí, adelante. —El hombre no levantó la vista.
Swain vaciló.
—Detective, eh…
El capitán Henry Dickson se volvió en la silla giratoria.
—Oh, lo siento, esperaba a otra persona. —Se levantó rápidamente, cruzó la habitación y le estrechó la mano a Swain.
—¿Cómo se encuentra hoy, doctor?
—Ahí voy —asintió Swain—. Tenía un momento libre, así que pensé en pasarme y quitarnos ya este tema, si le parece bien.
Dickson fue hasta el escritorio, abrió un cajón y sacó una carpeta.
—Claro, no hay problema. —Dickson rebuscó entre los folios de la carpeta—. No debería llevarnos más de unos minutos. Deme un segundo.
Swain y Holly aguardaron.
—Vale —dijo finalmente Dickson con una hoja en la mano—. Esta es su declaración de la noche del incidente. Nos gustaría incluirla en el informe del juez de instrucción, pero quería asegurarme de que estuviera todo. ¿Le parece bien?
—Sí, claro.
—Bien, entonces se la leeré para asegurarnos de que es correcta y luego podrá firmar el informe y olvidarse de todo esto.
Comprobación de estado: los oficiales de cada sistema informan de que los teletransportes están preparados.
Aguardando transmisión de la cuadrícula de coordenadas del laberinto.
Dickson se irguió en la silla.
—Muy bien —empezó a leer la declaración—. «A aproximadamente las 8:30 p. m. del 2 de octubre de 2002 me encontraba trabajando en las Urgencias del Hospital Universitario de Nueva York. Me habían requerido para una consulta radiológica con relación a un policía herido de bala. Le habían realizado diversas radiografías y escáneres y yo acababa de regresar a Urgencias con los resultados cuando cinco jóvenes pandilleros latinoamericanos irrumpieron en la entrada principal de Urgencias disparando con armas automáticas.
»Los allí presentes se tiraron al suelo cuando la ráfaga de disparos alcanzó a todo lo que se interpuso en su camino: pantallas de ordenador, pizarras, todo.
»Los miembros de la banda se dispersaron al momento y empezaron a gritar: “¡Encontradlo y matadlo!”. Dos de ellos llevaban fusiles automáticos y los otros tres, pistolas.
Swain escuchó en silencio mientras Dickson relataba los sucesos de aquella noche. Recordó que posteriormente le habían dicho que el policía herido pertenecía a la brigada antidroga. Al parecer, se había infiltrado en una banda de Queens que traficaba con crac y lo habían desenmascarado en el transcurso de una desastrosa redada. Había resultado herido durante el tiroteo y los miembros de la banda, enfurecidos por su participación en la emboscada, se habían presentado en el hospital para rematarlo.
Dickson siguió leyendo:
—«Estaba justo fuera de la habitación del policía herido cuando los cinco hombres irrumpieron en Urgencias. Había ruido por todas partes: la gente gritaba, las pistolas resonaban… así que me agazapé tras la pared más cercana. Entonces, de repente, vi que uno de los que llevaban pistolas corría hacia la habitación del policía herido. No sé qué me llevó a hacerlo, pero cuando lo vi llegar a la puerta de la habitación y sonreír al ver al agente dentro, me abalancé sobre él por detrás y lo plaqué.
»Los dos nos dimos contra el marco de la puerta, pero el chico me soltó un codazo en la boca, abriéndome el labio, y nos separamos. Y entonces, antes de que me diera cuenta de qué estaba ocurriendo, lo tenía apuntándome con su pistola.
»Le sujeté la muñeca, apartando la pistola de mi cuerpo, en el preciso momento en que otro de los miembros de la banda entraba en la habitación.
»Ese segundo chico vio que estábamos forcejeando y al momento me apuntó con su arma pero yo, que seguía sujetándole la muñeca al otro, me volví y, con la otra mano, le solté un puñetazo en la muñeca de la mano del arma, haciendo que sus dedos se abrieran por acto reflejo y soltaran la pistola. En el movimiento de retorno, me valí del mismo puño para golpearle de revés en la mandíbula, dejándolo inconsciente.
»Fue en ese momento cuando el primer pandillero empezó a apretar indiscriminadamente el gatillo de su pistola, a pesar de que yo le tenía inmovilizada la muñeca. Los disparos resonaron por toda la habitación y las balas agujerearon las paredes.
»Tenía que hacer algo, así que tomé impulso con los pies y, valiéndome del marco de la puerta, nos arrojé a los dos al suelo. Chocamos contra el suelo de cualquier manera, con tan mala suerte que la pistola del chico acabó presionada contra su mandíbula y entonces…».
Y entonces, de repente, de manera totalmente inesperada, la pistola se disparó y la cabeza del chaval estalló.
A Swain no le hacía falta seguir escuchando a Dickson. Lo tenía todo en su cabeza, como si él aún estuviera allí. Recordaba cómo la sangre había salpicado la puerta. Todavía podía sentir el cuerpo inerte del joven contra el suyo.
Dickson siguió leyendo la declaración:
—«Tan pronto como los otros miembros de la banda vieron a su compañero muerto, huyeron. Creo que fue entonces cuando me desmayé». La declaración está fechada el 03/10/02, a la 1:55 a. m. Firmado: Stephen Swain, doctor en Medicina.
Dickson levantó la vista del folio.
Swain suspiró.
—Esa es mi declaración, sí. Úsenla como consideren oportuno.
—Bien. —Dickson le pasó la declaración escrita a ordenador a Swain—. Si es tan amable de firmar ahí, con eso bastará, doctor Swain. Oh, y permítame que, en nombre de todo el Departamento de Policía de Nueva York, le dé una vez más las gracias.
Comprobación de estado: las coordenadas del laberinto serán transmitidas a todos los sistemas tras la electrificación.
—Nos vemos por la mañana, pues —dijo el agente Paul Hawkins desde la entrada de mármol de la Biblioteca Pública de Nueva York.
—Hasta mañana —dijo el teniente, cerrándole las puertas casi en las narices.
Hawkins se apartó de las puertas y asintió a su compañera, Parker, que se acercó con un enorme manojo de llaves. Cuando Parker comenzó a meter la primera de las llaves en las cuatro cerraduras de las enormes puertas de hierro, Hawkins pudo oír cómo el teniente colocaba de nuevo la cinta amarilla en la entrada: «Precinto policial. Prohibido el paso».
Miró el reloj.
Las 5:15 p. m.
No está mal, pensó. Solo les había llevado veinte minutos bordear el edificio y sellar todas las entradas y salidas.
Parker echó la última llave y se volvió.
—Listo —dijo.
Hawkins pensó en lo que otros policías le habían dicho de Christine Parker. Con tres años más de servicio que él, no era muy guapa, ni tampoco demasiado menuda. Manos grandes, rasgos duros, hombruna. Su imagen, desafortunadamente, no la había ayudado, ni tampoco los informes sobre su falta de tacto: en el departamento era conocida por sus maneras más bien bruscas. Hawkins se encogió de hombros. Si sabía cuidar de sí misma, eso era lo único que le importaba.
Se volvió para contemplar el enorme vestíbulo de mármol de la biblioteca.
—¿Sabes qué sucedió? Me han llamado esta tarde.
—Alguien se coló y se cargó al de seguridad. Una carnicería —respondió Parker como si nada.
—¿Qué se coló? —Hawkins frunció el ceño—. No he visto ninguna entrada forzada de todas las que hemos sellado.
Comprobación de estado: 0:44:16 para la electrificación.
Parker se guardó las llaves en el bolsillo y se encogió de hombros.
—A mí no me preguntes. Todo lo que sé es que aún no han determinado el punto de entrada. Los de la científica vienen mañana por la mañana para ocuparse de ello. El tipo probablemente rompiera el candado de alguna de las puertas de mantenimiento. Esas cosas deben de tener al menos sesenta años. —Ladeó la cabeza con indiferencia—. Larry, el de Comunicaciones, me dijo que se habían pasado la mayor parte del día intentando limpiarlo todo.
Parker fue hasta el mostrador de información y se sentó.
—Fuere como fuere —puso los pies encima del mostrador—, esto no está tan mal. No me importa que me paguen horas extra por pasarme toda la noche sentada en una biblioteca.
—¡Vamos, papá! —dijo Holly con impaciencia—. ¡Qué me estoy perdiendo Pokemon!
—Voy, voy. —Swain abrió la puerta. Holly lo rebasó a la carrera y entró en su casa de Brooklyn Heights.
Su padre le gritó:
—¡No derrapes en la alfombra!
Entró en casa y vio que Holly salía corriendo de la cocina con la lata de galletas en una mano y una Coca-Cola en la otra. Swain frenó en seco cuando su hija, que se dirigía en línea recta hacia la televisión, le cortó el paso.
Dejó el maletín en el suelo, se cruzó de brazos y se apoyó contra la pared. Desde allí observó cómo, tal y como era de esperar, Holly se tiraba al suelo y aterrizaba grácilmente en la alfombra, frenando a escasos centímetros del televisor.
—¡Oye!
Holly esbozó una sonrisa fugaz.
—Perdóooon. —Encendió la tele.
Swain negó con la cabeza mientras se dirigía a la cocina. Siempre le decía que no hiciera eso y Holly lo hacía de todas maneras. Era como un ritual. Además, pensó, Helen también se lo decía y Holly nunca le había hecho ni caso tampoco. Era una buena manera de que ambos la recordaran.
Habían pasado dos años desde que la mujer de Swain fuera atropellada por un conductor ebrio que se había intentado saltar un semáforo en rojo a ochenta por hora. Había ocurrido una noche de agosto, alrededor de las once y media. Se habían quedado sin leche, así que Helen había decidido ir andando hasta un 7-Eleven que había a pocas calles de allí.
Jamás regresó.
Más tarde, esa misma noche, Swain había tenido que reconocer el cuerpo en el depósito de cadáveres. Al verla, ensangrentada y destrozada, a punto había estado de perder el conocimiento. Toda la vida que había en ella (su esencia, su personalidad, todo lo que hacía que Helen fuera Helen) le había sido succionada. Tenía los ojos abiertos de par en par, contemplando la nada, inertes.
La muerte los había golpeado de una manera brutal, totalmente inesperada. Había ido a comprar leche y de repente ya no estaba. Y jamás volvería.
Y ahora solo quedaban Holly y él, intentando de alguna manera continuar con sus vidas. Incluso entonces, dos años después, Swain en ocasiones se sorprendía a sí mismo mirando por la ventana, pensando en ella, con lágrimas en los ojos.
Abrió la nevera y se sacó una Coca-Cola para él. Entonces sonó el teléfono. Era Jim Wilson.
—Te has perdido un gran partido.
Swain suspiró.
—Oh, sí…
—Tío, tenías que haberlo visto. Han acabado…
—¡No! ¡Para! ¡No me lo digas!
Wilson rompió a reír sonoramente al otro lado del teléfono.
—¿Y por qué iba a hacerte caso?
—Lo harás si quieres seguir con vida. ¿Quieres venirte y verlo otra vez?
—Claro, ¿por qué no? Estaré allí en diez minutos —dijo Wilson y colgó.
Comprobación de estado: 0:14:38 para la electrificación.
Swain echó un vistazo al microondas. El reloj led verde marcaba las 5:45 p. m.
Miró a Holly, acampada a menos de treinta centímetros de la pantalla de televisión. En ella, criaturas multicolores danzaban sin parar.
Swain cogió su refresco y fue al salón.
—¿Qué estás viendo?
Holly no apartó la mirada de la tele.
—Pokemon —dijo mientras palpaba por detrás de su espalda hasta dar con la lata de galletas y cogía una.
—¿Y qué tal está el capítulo?
Se giró rápidamente y arrugó la nariz.
—Bah. Mew no sale hoy. Veré qué ponen en otros canales.
—¡No, espera! —Swain fue a coger el mando—. Ahora estarán los deportes…
Holly cambió de canal y un presentador apareció en la pantalla.
—… Mientras que en fútbol americano, el equipo de la capital no ha defraudado a sus seguidores, pues los Redskins le han arrancado la cabellera a los Giants con un resultado de veinticuatro frente a veintiuno en un frenético tiempo de descuento. Mientras tanto, en Dallas…
Swain cerró los ojos y se dejó caer de nuevo en el sofá.
—¿Has oído eso, papá? Ha ganado Washington. El abuelo estará contento. Vive en Washington.
Swain rió levemente.
—Sí, cielo. Lo he oído. Lo he oído.
Comprobación de estado: los oficiales que asistirán al contendiente de la tierra aguardan instrucciones especiales relativas a su teletransportación.
Paul Hawkins paseaba distraídamente por el vestíbulo de la Biblioteca Pública de Nueva York. Sus pisadas resonaban de manera inquietante en el espacio abierto del atrio.
Se detuvo para contemplar el espacio a su alrededor.
El vestíbulo Astor, así se llamaba, era enorme, de altos techos, prácticamente todo él de mármol blanco. Dos escaleras en ángulo recto lo flanqueaban a ambos lados, escaleras que terminaban en un balcón situado en la segunda planta. Contando con el balcón desde el que se divisaba la entrada de la biblioteca, la altura del vestíbulo era de dos plantas.
En ese momento, el vestíbulo albergaba una exposición que mostraba cómo era el depósito de la biblioteca: una docena de librerías de tres metros de altura llenas de libros polvorientos que destacaban en mitad de la zona abierta.
Las elevadas estanterías se cernían inquietantes en la taciturna semioscuridad. Es más, con el arranque de la noche, salvo por la fría luz blanca proveniente del mostrador de información donde Parker estaba leyendo, la única luz que penetraba en el gigantesco espacio era la luz oblicua y azulada de la calle.
Comprobación de estado: 0:03:04 para la electrificación.
Oficiales del teletransporte a la espera.
Hawkins miró a Parker. Seguía sentada tras el mostrador de información, con los pies en alto, leyendo un libro en latín que según ella había leído en el instituto.
Qué silencio hay aquí, pensó.
Comprobación de estado: 0:01:41 para la electrificación.
Comprobación de estado: los oficiales de la tierra confirman la recepción de las instrucciones.
A la espera.
El teléfono sonó de nuevo. Holly se puso en pie de un brinco y cogió el auricular.
—Hola, Holly Swain al aparato —dijo—. Sí, está aquí. —Se puso el auricular en el pecho y gritó a pleno pulmón—. ¡Papáaaaaa! ¡Teléfono!
Swain salió de su habitación, situada al final del pasillo, abrochándose los botones de una camisa limpia. El cinturón le colgaba de la cinturilla de los vaqueros y el pelo todavía le goteaba de la ducha.
Le regaló a Holly una mueca mientras le cogía el teléfono.
—¿Crees que algún vecino no se habrá enterado de que tengo una llamada?
La niña se encogió de hombros y fue bailando hasta la nevera.
—Hola —dijo Swain.
—Soy yo otra vez. —Era Wilson.
Swain miró de nuevo el reloj del microondas.
—Oye, ¿qué haces? Si son casi las seis. ¿Dónde estás?
—Sigo en casa.
Comprobación de estado: 0:00:46 para la electrificación.
—¿En casa?
—El coche no arranca. Para variar —dijo Wilson con voz inexpresiva.
Swain se rió.
Hawkins estaba aburrido.
Echó a andar por un pasillo, asomó la cabeza por la caja de la escalera principal de la biblioteca y encendió su pesada linterna de policía. Las escaleras, de mármol blanco y flanqueadas por pasamanos de roble macizo, se elevaban y descendían en la oscuridad.
Hawkins asintió con la cabeza. Había que reconocer que esos edificios antiguos habían sido construidos para perdurar.
Comprobación de estado: 0:00:15 para la electrificación.
Parker se levantó de la silla tras el mostrador de información. Miró distraídamente hacia los alrededores del atrio y al pasillo donde Hawkins estaba escudriñando la oscuridad.
—¿Qué haces? —le gritó a su compañero.
—Estoy echando un vistazo.
Comprobación de estado: 0:00:09 para la electrificación.
A la espera.
Parker fue junto a Hawkins. Este se encontraba en la puerta por la que se accedía a la caja de la escalera con la linterna encendida, intentando distinguir algo en la oscuridad.
:06
Se detuvo a su lado.
—Bonito lugar —dijo Hawkins.
—Sí —asintió Parker—. Bonito.
:04
:03
:02
:01
Modo de espera…
Electrificación iniciada.
En ese momento, mientras Hawkins y Parker se hallaban en la escalera, unas brillantes chispas azules relampaguearon en la entrada principal de la biblioteca. Una corriente eléctrica azulada comenzó a extenderse por entre las enormes puertas de hierro mientras garras chisporroteantes de electricidad rodeaban los extremos de la puerta.
Todas y cada una de las ventanas de la biblioteca se estremecieron cuando unos diminutos rayos azules emergieron de sus cristales. En las entradas laterales de la biblioteca, de menor dimensión, el precinto policial empezó a burbujear y chamuscarse lentamente por el intenso calor de la electricidad que en esos instantes fluía por entre las puertas.
Y entonces, de repente, cesó.
Todas las puertas y ventanas por las que se podía acceder a la biblioteca dejaron de vibrar.
El lugar volvió a quedar sumido en el más completo silencio.
La biblioteca, sombría y antigua, se levantaba inquietante sobre la oscuridad de la ciudad de Nueva York, y sus esplendorosas puertas relucían grises con la luz de la luna. Para los transeúntes de la zona parecerían igual de austeras y regias que cualquier otro día.
Solamente si se acercaran podrían ver el destello intermitente de minúsculos rayos que emanaban de entre las dos enormes puertas cada pocos segundos.
Al igual que ocurría con los demás accesos de la biblioteca.
Comprobación de estado: electrificación completada.
Envío de coordenadas del laberinto.
Comenzar teletransportación.
Holly se agarró a la pierna de su padre. Él intentó zafarse juguetonamente de ella mientras seguía hablando por teléfono.
—Tampoco es que tenga mucha emoción. Ya me he enterado de quién ha ganado.
—¿Qué dices?
Swain miró con el ceño fruncido a Holly mientras esta le metía la mano en el bolsillo.
—Sí, por desgracia sí.
Holly le sacó la mano del bolsillo y miró con gesto extraño el objeto que tenía en la mano.
—Papá, ¿qué es esto?
Swain la miró y ladeó la cabeza, sorprendido.
—¿Me lo dejas un segundo? —le preguntó.
Holly le dio un pequeño objeto de plata.
—¿Qué ocurre? —preguntó Wilson.
Swain lo giró sobre su mano.
—Bueno… Doctor Wilson, quizá tú puedas decírmelo. Quizá me puedas explicar por qué mi hija acaba de sacar un Zippo de mis vaqueros. Los vaqueros que me cogiste prestados para esa cosa de cowboys que tenías el fin de semana.
Wilson vaciló.
—No tengo ni idea de cómo ha ido a parar allí.
—¿Por qué no me lo trago?
—Vale, vale, no empieces —dijo Wilson—. ¿Qué probabilidades tengo de recuperar mi mechero?
Swain se lo volvió a guardar en el bolsillo.
—No lo sé. Un sesenta por ciento.
Comprobación de estado: secuencia de teletransportación inicializada.
—¿¡Sesenta!?
Holly sacó otro refresco de la nevera. Swain sujetó el teléfono con el hombro y se agachó para cogerla en brazos. Gruñó.
—Cómo pesas.
Inicializar teletransporte: Tierra.
—Papá… Vamos, que ya tengo ocho años…
—Demasiado mayor para que te coja en brazos, ¿eh? Vale…
En ese instante, la habitación comenzó a brillar. Un misterioso resplandor blanco iluminó la cocina.
—Papá… —Holly se agarró con fuerza a su hombro.
Swain giró lentamente sobre sí mientras contemplaba, estupefacto, la tenue luz blanquecina que brillaba a su alrededor y que iba creciendo más y más.
La cocina estaba cada vez más iluminada. La luz iba ganando intensidad.
Swain se volvió. A su alrededor, la tenue luz blanca se había tornado en cegadora. Allá donde mirara, sus ojos se perdían en ese brillo fulgurante. Parecía provenir de todas direcciones.
Levantó el brazo para protegerse la vista.
—Papá, ¿qué está pasando?
Swain la abrazó con fuerza y le pegó la cabeza al pecho para protegerla de aquel resplandor.
Con los ojos entrecerrados intentó penetrar el cegador muro luminoso que los rodeaba, buscando el origen del fulgor.
Retrocedió y de repente se miró a los pies y vio un círculo perfecto de luz rodeando sus zapatillas.
Y entonces Swain lo comprendió.
Él era el centro de la luz.
¡Era el origen!
Ráfagas de viento irrumpieron en la cocina. Polvo y papeles empezaron a arremolinarse alrededor de la cabeza de Swain mientras este abrazaba con fuerza a Holly contra sí. Cerró los ojos para protegerse del ululante viento.
Entonces ocurrió algo muy extraño: por encima del aullido del aire, oyó una voz. Una voz débil, insistente, que decía «¿Steve? ¿Stephen Swain? ¿Sigues con nosotros?».
Tardó en segundo en caer en la cuenta de que era el teléfono. Wilson seguía al otro lado. Se había olvidado de que todavía tenía el teléfono en la mano.
—Stephen, ¿qué pasa? Ste…
La llamada se cortó.
Un trueno ensordecedor resonó y de repente Swain se vio sumido en la más completa oscuridad.