Prólogo

Ciudad de Nueva York

1 de diciembre, 2:01 a. m.

Mike Fraser se pegó contra la negra pared del túnel. Cerró con fuerza los ojos para intentar ahuyentar el rugido de los vagones de metro que se sucedían vertiginosamente ante él. La suciedad y el polvo que levantaba el tren subterráneo en movimiento golpeaban su rostro como si de mil alfileres se tratara. Dolía, pero le daba igual. Ya casi estaba allí.

Y entonces, tan pronto como había llegado, el tren se marchó, y su atronador estruendo fue desapareciendo lentamente en la oscuridad del túnel. Fraser abrió los ojos. Apoyado contra la oscura pared, el blanco de sus ojos era lo único que podía verse. Se apartó de ella y se sacudió el polvo y la mugre de su ropa. Ropa negra.

Eran las dos de la mañana y, mientras el resto de Nueva York dormía, Mike Fraser se disponía a acometer un trabajo. Veloz y sigiloso, recorrió el túnel del metro hasta dar con lo que estaba buscando.

Una vieja puerta de madera en la pared del túnel, cerrada por un solo candado. Había un letrero pegado a la puerta:

Prohibida la entrada-Válvula amplificadora

Zona de alto voltaje

Solo personal de Consolidated Edison

Fraser echó un vistazo al candado. Acero inoxidable, combinación numérica, bastante nuevo. Comprobó las bisagras de la vieja puerta de madera. Sí, eso sería mucho más sencillo.

La palanca encajó sin problemas tras las bisagras.

¡Crac!

Comprobación de estado: inicializar sistemas del programa.

Oficiales a cargo del tercer elemento confirmen envío.

La puerta se separó del marco y, colgando del candado, se balanceó silenciosamente hasta la mano expectante de Fraser.

Este escudriñó el interior, se guardó de nuevo la palanca en el cinturón y entró.

Contadores eléctricos de forma rectangular flanqueaban las paredes del cuarto de la válvula amplificadora y cables gruesos y negros serpenteaban por el techo. Había una puerta al otro extremo. Fraser fue directo a ella.

Una vez hubo atravesado el cuarto de la válvula amplificadora, recorrió un estrecho y tenuemente iluminado pasillo hasta llegar a una pequeña puerta roja. Esta se abrió sin oponer resistencia y, cuando Fraser asomó la cabeza por entre la puerta, sonrió al ver lo que tenía ante sí.

Filas y filas interminables de librerías que llegaban hasta el techo y que se extendían hasta donde alcanzaban sus ojos. Había tubos fluorescentes, desvaídos y viejos, en todos y cada uno de los pasillos, pero por la noche solo uno de cada tres estaba encendido. Las luces eran tan antiguas que el blanco de los tubos fluorescentes se había tornado en enmohecido marfil y el polvo fluorescente se había asentado en su interior. Su lastimoso estado confería a la planta subterránea de la Biblioteca Pública de Nueva York (conocida por todo aquel que la frecuentaba como el «depósito») un inquietante fulgor amarillento.

La Biblioteca Pública de Nueva York. Custodiada durante casi un siglo por sus dos famosos leones de piedra, era un silente santuario de historia y conocimiento: y también la propietaria de doce flamantes servidores NEC X-300 que pronto estarían en el cuarto trasero del apartamento de Mike Fraser.

Este estudió el cierre de la puerta.

Cerradura de seguridad.

Desde el cuarto de la válvula amplificadora no se necesitaba llave, pero sí desde el lado de la biblioteca. Era una de esas puertas de cierre automático diseñadas para mantener a los curiosos a raya, pero no para que los operarios de electricidad se quedaran encerrados de manera accidental.

Fraser reflexionó unos instantes. Si tenía que salir pitando, no le daría tiempo a forzar el cierre. Miró a su alrededor.

Esto servirá, pensó cuando su mirada se posó en la estantería más cercana. Cogió el libro que tenía más a mano y lo colocó en el suelo, entre la puerta roja y el marco.

Ya con la puerta entreabierta, Fraser se apresuró a recorrer el pasillo más cercano. Pronto la puerta roja con el cartel «Válvula amplificadora. Prohibido acceso al personal» no fue ya sino un diminuto recuadro a sus espaldas. Mike Fraser ni se fijó, sabía exactamente adónde se dirigía.

Terry Ryan miró su reloj. De nuevo.

Eran las 2:15 a. m. Habían transcurrido cuatro minutos desde que lo había mirado por última vez. Suspiró. Dios, lo lento que pasaba el tiempo en ese trabajo.

Comprobación de estado: los oficiales a cargo del Tercer elemento confirman que el envío se ha completado.

Ryan observó despreocupado la espléndida sala principal de lectura de la Biblioteca Pública, con su multitud de escritorios, sus ventanas en forma de arco y su imponente área de préstamos, que parecía una estructura independiente dentro de la enorme y tenebrosa sala de lectura. El silencio era total.

Tocó la pistola que llevaba en el costado y gruñó algo parecido a una risa. Vigilantes de seguridad en una biblioteca, ¡en una biblioteca, por todos los santos! El salario era el mismo, suponía, así que mientras este siguiera llegando, a Terry Ryan le daba igual lo que le pidieran vigilar.

Se dio la vuelta y se alejó de la sala de lectura, silbando silenciosamente para sí mismo…

Clinc-clinc.

Frenó en seco.

Un ruido.

Otra vez: clinc-clinc.

Ryan contuvo la respiración. Provenía del área del servicio de préstamos. Sacó el arma.

Mike Fraser, detrás del mostrador de préstamos, soltó una palabrota mientras cogía el destornillador del suelo. Se asomó por el mostrador.

Nadie a la izquierda. Nadie a la derecha. Suspiró aliviado. No lo habían…

—¡Quieto!

Fraser se giró. Asimiló la escena a toda velocidad. Vigilante de seguridad. Pistola. Quince metros quizá, veinte como mucho. Como si tuviera alguna opción.

—¡He dicho que quieto! —gritó Terry Ryan. Pero el ladrón ya había echado a correr. Ryan fue tras él.

Fraser corrió hacia unas estrechas escaleras de uso exclusivo para el personal situadas a su vez al lado de las escaleras del área de préstamos, que conducían a la salida en el depósito que tenía prevista para su huida.

Llegó a las estrechas escaleras a la carrera y bajó el primer tramo casi sin rozarlas. El vigilante de seguridad, Ryan, accedió a ellas dos segundos después, bajando los peldaños de tres en tres.

Fraser siguió bajando y bajando, aferrado a la barandilla, propulsándose con ella en cada rellano en curva. Vio la puerta al final. Bajó al vuelo el último tramo de escaleras y golpeó la puerta a toda velocidad. Esta se abrió con facilidad, con demasiada, y Fraser se dio de morros contra el duro suelo de madera.

Oyó a sus espaldas fuertes pisadas que bajaban los peldaños a la carrera.

Fraser se apoyó en la estantería más cercana para levantarse y sintió al instante un dolor punzante que le recorrió el brazo derecho. Fue entonces cuando se vio la muñeca. Se había llevado todo el peso de la caída y en esos momentos se hallaba grotescamente doblada hacia atrás. Rota, sin lugar a dudas.

Fraser apretó con fuerza los dientes y se dispuso a incorporarse con ayuda del brazo bueno. Ya casi se había puesto en pie cuando…

—Quédese donde está.

La voz no era muy potente, pero sí segura.

Fraser se giró lentamente.

En la puerta, tras él, estaba el vigilante de seguridad, con la pistola apuntando a la cabeza de Mike Fraser.

Ryan sacó las esposas y se las lanzó al ladrón herido.

—Póngaselas.

Fraser hizo una mueca de asco.

—¿Por qué no —comenzó a decir— me besas… el culo? —Y entonces, cual animal herido, se abalanzó sobre el vigilante.

Ryan, sin parpadear siquiera, levantó el arma y disparó al techo, justo encima de la cabeza del ladrón.

El disparo resonó en el silencio del depósito.

Fraser se tiró de nuevo al suelo cuando pequeños trozos blancos de escayola empezaron a caerle encima.

Ryan dio un paso adelante, agarró con más fuerza la pistola y volvió a apuntar a la cabeza de Fraser.

—He dicho que se las ponga. Así que pon… —Los ojos de Ryan se desviaron hacia la izquierda—. ¿Qué ha sido eso?

Fraser también lo había oído.

Y entonces se oyó de nuevo.

Un gruñido, largo y lento. Como el bufido de un cerdo. Solo que más fuerte. Mucho más fuerte.

—¿Qué demonios ha sido eso? —dijo rápidamente Fraser.

Bum. Un golpe sordo, fuerte.

El suelo se estremeció.

—Hay algo aquí abajo… —susurró Fraser.

Bum. Otra vez.

Los dos se quedaron inmóviles.

Ryan miró al tramo de pasillo tras Fraser. Se extendía interminablemente hasta desaparecer en la oscuridad.

Silencio.

Silencio sepulcral.

El suelo de madera estaba quieto de nuevo.

—Salgamos de aquí cagando leches —susurró Fraser.

—¡Shh!

—¡Hay algo aquí abajo, tío! —Fraser elevó la voz.

Bum.

El suelo se estremeció de nuevo.

Un libro que asomaba por el borde de una de las librerías cayó al suelo.

—¡Vamos! —gritó Fraser.

Bum. Bum. Bum.

Los libros empezaron a caer a montones de los estantes.

Ryan se inclinó hacia delante, agarró al ladrón del cuello de la camisa y lo alzó hasta que sus rostros estuvieron a la misma altura.

—Por el amor de Dios, cállese —susurró—. Sea lo que sea eso, está oyendo su voz. Y si sigue hablando…

Ryan paró de hablar y frunció el ceño al ver el gesto de Fraser. Al joven ladrón estaban a punto de salírsele los ojos de sus órbitas, el labio inferior le temblaba sin parar y su gesto era de total incredulidad.

Ryan sintió cómo se le helaba la sangre.

Fraser estaba viendo algo, tras él.

Fuera lo que fuera aquello, volvió a bufar y, cuando lo hizo, Ryan notó una corriente de aire caliente en la nuca.

Estaba detrás.

¡Justo detrás de él!

El arma se disparó sola cuando Ryan fue levantado a la fuerza. Fraser cayó al suelo y solo pudo contemplar la descomunal masa oscura que tenía ante sí.

El vigilante gritó mientras intentaba zafarse inútilmente de los poderosos brazos de aquel ente parduzco. Y entonces, de repente, la criatura bramó y lo arrojó hacia la librería más cercana. Los volúmenes cayeron por todas partes cuando el cuerpo de Ryan se combó y atravesó la vieja estantería de madera.

La enorme forma negra rodeó torpemente la librería para coger el cuerpo, que yacía al otro lado. Con aquella tenue luz amarillenta, Fraser pudo ver unas cerdas largas y negras agitándose sobre un lomo elevado y arqueado, demoníacas orejas puntiagudas y extremidades musculosas y poderosas, pelaje oscuro y apelmazado y unas enormes garras semejantes a guadañas.

Fuera lo que fuera aquella cosa, levantó a Ryan como si de una muñeca de trapo se tratara y lo arrastró de vuelta al pasillo donde se encontraba el ladrón.

El golpe tenía que haberle partido la espalda, pero el vigilante de seguridad no estaba muerto aún. Fraser pudo oírlo gemir cuando la criatura lo levantó hasta el techo.

Fue entonces cuando Ryan gritó.

Un grito estridente, penetrante, inhumano.

Fraser, horrorizado, supo entonces lo que iba a ocurrir a continuación y se tapó la cara con la mano en el mismo y preciso instante en que se oyó un crujido escalofriante y, segundos después, sintió que un torrente de calidez bañaba la mitad delantera de su cuerpo.

El grito de Ryan cesó bruscamente y Fraser oyó el rugido de la bestia una última vez, seguido del estruendoso crujido de las tablas de madera.

Y luego nada.

Silencio.

Silencio total.

Fraser apartó lentamente la mano de su cara.

La bestia se había ido. El cuerpo del vigilante de seguridad estaba en el suelo ante él, combado, destrozado, inerte. Una de las librerías cercanas yacía en esos momentos inclinada, arrancada de uno de los soportes del techo. Había sangre por todas partes.

Fraser no se movió. No podía moverse.

Así que siguió allí, sentado, solo, en el gélido vacío de la Biblioteca Pública de Nueva York, aguardando a que amaneciera.