Los telegramas norteamericanos y la detención de Julian

A continuación, WikiLeaks publicó los cables, los telegramas diplomáticos de las embajadas norteamericanas, que ya durante mi época en la organización habían causado no pocos debates internos. En cuanto aquellos documentos salieron a la luz pública, me pregunté por qué demonios Julian había actuado con tanta prisa.

De puertas adentro, Julian justificó la precipitación aduciendo que ya había entregado los documentos a los islandeses, con lo que no tenía más remedio que pasar a la acción. Nadie comprendió la lógica de ese razonamiento. Más tarde me enteré de que The Guardian había conseguido el material a través de la periodista independiente Heather Brooke que, a su vez, había sacado los cables del disco duro de los islandeses. Al parecer, The Guardian había expresado su deseo de publicar los documentos prescindiendo de Julian. De pronto la historia tenía lógica: Julian se había dado cuenta de que existía la posibilidad de que la siguiente filtración llegara al público sin pasar antes por él.

La mayor parte del antiguo núcleo de WikiLeaks no habría aceptado jamás la publicación de los documentos en esos momentos. Corrían rumores de que la publicación iba a tener lugar durante el último fin de semana de noviembre.

Había ido con Anke y Jacob a visitar a mis suegros en Brandenburgo. El viernes leí en Spiegel Online una nota que explicaba que «por motivos de redacción», la edición digital del periódico no iba a publicarse como de costumbre el sábado por la noche, sino el domingo por la noche, y lo tuve clarísimo: regresé de inmediato a nuestro piso de Berlín y empecé a hacer limpieza.

Me deshice de todo lo que me pareció que podía interesarle a la policía, aunque solo fuera remotamente. Por descontado, no había nada que pudiera darle una alegría a un agente, ni siquiera una factura de un café mal desgravada en mi declaración de la renta. Pero tenía una idea aproximada de qué sucedía durante un registro domiciliario. Theodor Repper, el patrocinador del dominio de WikiLeaks en Alemania, me había descrito el registro que él mismo había sufrido en 2009. Había tenido que convencer pacientemente a los agentes de policía de que su subwoofer no era ningún ordenador. Los policías se habían llevado todo lo que les recordaba a un ordenador o a un teléfono. Francamente, la idea de dejar de trabajar durante los siguientes días no me atraía. Por otro lado, de vez en cuando recibo alguna llamada de teléfono y me gusta poder contestar.

También cualquier tipo de papel termina en los bolsillos de los agentes de policía durante un registro domiciliario. ¿Quién podía estar seguro de que debajo del montón de periódicos de la cocina no había documentos termonucleares, o que mi libreta de notas no incluía la contraseña de los documentos que Julian había descrito como su «seguro de vida»? En pocas palabras, intenté hacer desaparecer de nuestro piso todo lo que me pareció que un policía podía quererse llevar, incluidos los sacos llenos de dinero. No, es broma.

El domingo 28 de noviembre se publicaron los primeros telegramas en la página cablegate.org, creada especialmente para la ocasión. Los documentos, según la propia página web, incluyen comunicaciones secretas entre 274 embajadas de todo el mundo y el Departamento de Estado desde 1966 hasta finales de febrero de 2010. 15.652 de los telegramas están clasificados como «secretos». Sin embargo, resulta algo difícil hablar de esos telegramas, puesto que los visitantes de la página del «cablegate» tienen acceso tan solo a una parte ínfima de los documentos, apenas unos centenares.

El Spiegel del 29 de noviembre de 2010 abrió con la historia, por completo banal, de cotilleos de diplomáticos norteamericanos sobre política: Sarkozy es un hombre susceptible y autoritario; Putin, un macho alfa; Merkel, una mujer poco creativa; Westerwelle, un inexperto, y Berlusconi, un orgulloso y un juerguista… Cada uno recibió lo suyo. La información de dichos documentos tendía a cero, como una función de Limes. No había en ellos nada que sorprendiera. De hecho, quienes debían preocuparse eran los líderes que no salían en el artículo porque no eran lo bastante importantes. Por suerte, sin embargo, en las páginas finales del número había historias más interesantes.

En cuanto vi cuál era la estrategia de publicación, comprendí también por qué Spiegel se lo tomaba con tanta calma: en el futuro, los 250.000 telegramas iban a ir apareciendo en cablegate.WikiLeaks.org en pequeñas dosis. Así pues, era normal que los periodistas no tuvieran ninguna prisa.

Spiegel, The Guardian, El País y Le Monde, lo mismo que The New York Times (que en esta ocasión participó de la exclusiva tan solo porque The Guardian le había hecho llegar el material) podían explayarse descuartizando poco a poco el material. Si el ritmo de publicación continuaba siendo ese, WikiLeaks iba a poder vivir de ello durante meses.

Me puedo imaginar por qué en esta ocasión The New York Times no se encontraba entre el primer grupo de medios en recibir los documentos: el periódico había publicado un artículo muy crítico con Julian. Además, puedo suponer los motivos que llevaron a The Guardian a compartir el material con la competencia. Por una parte, desde luego, para reprobar el intento de Julian de castigar los artículos negativos con una exclusión; y, por otro lado, porque The Guardian no quería estar solo en el mercado de los medios de habla inglesa si la publicación generaba controversias legales. Para ellos era bueno saber que tenían de su lado un medio del país del que provenían los telegramas en cuestión.

En Internet, además, los telegramas se publicaron retocados, de modo que los cinco medios que contaban con la exclusiva tenían acceso a los detalles realmente explosivos. Seleccionar la información de telegramas individuales si estos podían poner en peligro la vida de una persona era una práctica correcta, naturalmente. Los medios habían explicado públicamente que el acuerdo para seleccionar la información de algunos telegramas había sido una condición irrenunciable para la cooperación mutua. Así, por ejemplo, habrían acordado no publicar el nombre de disidentes chinos, o de periodistas rusos y opositores iraníes que habían hablado con los diplomáticos norteamericanos.

También Julian lo había visto así. Por eso había enviado una petición a la embajada estadounidense en Londres: «Desde WikiLeaks, les estaríamos muy agradecidos si el gobierno de los Estados Unidos pudiera indicarnos en qué casos no se puede descartar que la publicación de determinado telegrama puede suponer una amenaza para personas individuales». Según las informaciones aparecidas en los medios, el responsable de asuntos legales del Departamento de Estado le habría respondido que el gobierno no trataba con personas que comerciaban con material obtenido de forma ilegal.

En el caso de las informaciones sobre la guerra de Afganistán, Julian había enviado una petición similar al gobierno norteamericano a través de The New York Times apenas veinticuatro horas antes de la publicación y, más tarde, había acusado al gobierno de falta de colaboración a la hora de seleccionar la información.

Los cinco medios implicados en la publicación se encontraban pues en una situación privilegiada para incrementar su número de lectores gracias a los telegramas. Sin embargo, los medios de la competencia también querían escribir sus artículos, realizar entrevistas y rodar documentales propios para intentar plantar cara en los quioscos a los medios que disponían de la exclusiva. Eso desembocó en una serie de titulares sensacionalistas, como por ejemplo el de Stern. La revista ofrecía en sus páginas un muy buen artículo sobre Bradley Manning, pero para la portada eligió una fotografía suya con un punto de mira en la cabeza y tituló: «Este niñato deja en ridículo a los Estados Unidos». El enfoque era grosero y despiadado, mucho más propio, de hecho, de la revista Bild.

Por otro lado, los medios necesitaban con urgencia personas a quienes poder entrevistar y citar. Julian ya no concedía ruedas de prensa: Suecia había emitido una orden de detención internacional contra él y Julian decidió no mostrarse en público. Los mensajes a WikiLeaks también se perdían en el vacío, pues el servidor de correo continuaba estando inaccesible.

Es increíble la de personas que en esa época se convirtieron en expertas en WikiLeaks; a menudo bastaba con que alguien hubiera incluido algo sobre Internet en el currículum. Así, por ejemplo, el blogger y experto en medios sociales Sascha Lobo participó en el programa de Anne Will y debatió sobre el tema con el asesor de recursos humanos Klaus Kocks.

El día de la publicación de los telegramas, mi teléfono empezó a sonar a las ocho de la mañana y doce horas más tarde continuaba al rojo vivo. «Hola, Moscú al aparato, Mr. Dolmscheit-Börg, ¿está disponible para una entrevista hoy?» El martes vinieron los japoneses, el jueves fui a Colonia para una entrevista en Stern TV, el viernes fui a Hamburgo para participar en un acto de la Fundación Friedrich Naumann programado desde hacía tiempo, donde la prensa ya me estaba esperando. Los medios intentaron ponerse en contacto conmigo por todos los canales imaginables. Los periodistas escribían mensajes en la cuenta de Facebook de mi mujer, llamaban a la oficina de prensa de su empresa… Al parecer, incluso el jefe del restaurante italiano de la esquina se ofreció a ejercer de mediador.

Todos querían unas palabras mías y a algunos, por lo menos, les habría encantado oírme hablar mal de WikiLeaks: ahora que había abandonado la organización, esperaban que aprovechara la ocasión para poner verde a Julian.

Me asombró un poco cómo, de la noche a la mañana, muchos de los colaboradores de WikiLeaks se volvieron de repente fervientes adoradores de Julian Assange. En noviembre, la revista americana Time Magazine lo incluyó en la lista de aspirantes a Personaje del año 2010. Al final, el galardón se lo llevó Mark Zuckerberg, el fundador y jefe de Facebook. Zuckerberg fue el elegido por la redacción, pero la mayoría de los lectores votaron a Julian por delante del primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan.

Asistí con el ánimo dividido al espectáculo de quienes, después de la filtración, empezaron a atacar las páginas web del Postfinance suizo, de Amazon, PayPal, MasterCard, Visa o Moneybookers. Todas esas empresas declararon de repente que, a raíz de la mala prensa que el proyecto se había granjeado por su enfrentamiento con el Ministerio de Asuntos Exteriores estadounidense, no estaban en situación de cumplir los contratos de servicios que habían firmado con WikiLeaks. Liderando los ataques estaban los chicos de Anonymous. La crítica contra esas empresas estaba justificada y esa era la única forma que los atacantes tenían de tomar partido político. Sin embargo, los ataques en la red contra la fiscalía sueca ponían de manifiesto que alguien no había sabido seleccionar los objetivos con la debida precisión.

Periodistas de todo el mundo, encabezados por Gavin MacFadyen del Centre for Investigative Journalism, se unieron para defender a Julian. MacFadyen publicó una declaración de la International Federation of Journalists en su página web. Según esa declaración, la Federación estaba «muy preocupada por la salud» de Julian, pues «Assange se ha visto obligado a esconderse; sobre él pesa una causa internacional por una acusación de coacción sexual en Suecia».

Tras la publicación de los telegramas, la justicia australiana estudió también presentar una demanda contra Julian. Más de 4.000 personas firmaron una carta (promovida inicialmente por 200 políticos, académicos, abogados, artistas y periodistas) para protestar contra la demanda.

El 10 de diciembre, The Guardian publicó una carta firmada, entre otros, por el periodista australiano John Pilger, la escritora A.L. Kennedy y el ex embajador y activista político Craig Murray: «El Gobierno de los Estados Unidos y sus aliados, en colaboración con su medios afines, han iniciado una campaña contra Assange, que ha terminado en la cárcel, donde se enfrenta a la amenaza de una expulsión del país por unas dudosas acusaciones. Es indudable que con ello se persigue su extradición a los Estados Unidos . Exigimos su liberación inmediata, que se retiren todos los cargos contra él y que termine la censura contra WikiLeaks».

En tan solo 48 horas, 45.000 personas firmaron una carta on-line que la organización de Internet GetUp! había colgado en la red el 8 de diciembre. La petición exigía al presidente estadounidense y al fiscal general Eric Holder que «defendieran la presunción de inocencia y la libertad de información» en el caso Assange. La carta se publicó como anuncio en The New York Times y en The Washington Post.

La periodista Miranda Devine, más allá de apelar a los derechos políticos, hizo un llamamiento público para la defensa de Assange y se refirió al «carácter especial» de la denuncia que se había presentado contra él en Suecia: «Nadie se cree que Julian Assange se encuentre en la actualidad en una prisión británica por ser un violador».

Entre los numerosos nuevos amigos de Julian estaba también Michael Moore, que ya se había puesto en contacto con nosotros con motivo del vídeo Asesinato colateral. Curiosamente, Julian consideraba que el director y activo crítico de sociedad era un idiota, y lo tenía mentalmente archivado en la categoría de «teóricos de la conspiración». Moore pagó 20.000 dólares de fianza, gracias a los cuales Julian pudo abandonar la prisión.

Julian también contó con las comprometidas palabras de la feminista Naomi Wolf, que se posicionó públicamente a su favor. En una ocasión le recomendé a Julian el ciclo de conferencias de Wolf con motivo de su libro Give Me Liberty: A Handbook for American Revolutionaries, pero él lo tildó de «palabreo banal».

Lo gracioso es que todas estas personas eran estrellas que habían acudido al rescate de Julian Assange en un gesto de magnificencia. En cambio, me imagino lo que debía pensar Julian de algunos de sus defensores: que eran tontos útiles, «juniors», unos simples quiero y no puedo.

Creo que muchas de esas personas consideraron que quedaría muy guay ir por ahí con una pegatina de «Support Julian Assange» en la solapa. Por eso celebraban cada ocasión en que alguien atacaba a los americanos.

Julian describió su detención como el resultado de una campaña de difamación. El procedimiento judicial tenía como verdadero objetivo su extradición a los Estados Unidos, previa escala en Suecia. Cuando fue liberado tras pagar la fianza, estalló la euforia entre sus defensores reunidos en la sala del tribunal, lo mismo que entre quienes se manifestaban ante el edificio del Palacio de Justicia. Julian levantó los brazos en gesto victorioso y, a continuación, se instaló en libertad condicional vigilada electrónicamente en la finca de su amigo Vaughan Smith, situada al sureste de Inglaterra.

En las puertas de la finca lo esperaban cada día un tropel de acólitos y periodistas. Julian había anunciado que la siguiente filtración de diez mil documentos relacionados con la crisis económica iba a conllevar la caída de un banco norteamericano, pues los informes documentaban «prácticas no éticas» e «infracciones monstruosas». Ante sus seguidores, reunidos al otro lado de la verja del jardín de la casa de campo, prometió que el ritmo de publicaciones iba a aumentar, que su organización era indestructible y que estaba preparada para resistir aquel «ataque de decapitación». Yo me pregunto a qué material se refería, por qué vías lo consiguió y dónde lo tenía guardado. Por el bien de todos los implicados, espero que lo almacene de forma segura.

En cualquier caso, desde la publicación de los telegramas, Julian se mostraba mucho menos agresivo en sus apariciones públicas que en los meses precedentes. La Nanny hablaba desde hacía tiempo de que iba a encontrarle un asesor de relaciones públicas.

He observado que en la página web de WikiLeaks se han introducido una serie de cautelosas reformulaciones. Así, en lugar de: «El envío de material confidencial a WikiLeaks es seguro, fácil y está protegido por la ley», ahora puede leerse: «El envío de documentos a nuestros periodistas está protegido por la ley en las mejores democracias». En el apartado Submissions (envíos) puede leerse desde hace un tiempo: «En WikiLeaks aceptamos una amplia gama de material, aunque no pedimos nada en concreto». También la palabra «clasificados» ha desaparecido de la descripción de los documentos que la organización desea recibir.

Cada vez que veo a Julian en las noticias y en la prensa me doy cuenta de lo mucho que ha envejecido en poco tiempo. Aquella sonrisa infantil ha desaparecido de su rostro. Últimamente aparece con la ropa más planchada, es posible que su aspecto sea cada vez más elegante, pero cada vez se parece más a un jefe de empresa. Me resultaba más simpático cuando iba con mochila y con unos vaqueros gastados.

Entre tanto, me invitaron a un programa de Stern TV, lo que me dio la oportunidad de presenciar el circo mediático desde el otro lado.

Antes del programa, uno aguarda en una pequeña sala de espera para los invitados hasta que dan el aviso de inicio del programa. Junto a mí, y en calidad de experto, estaba el suizo Thomas Borer. El ex embajador es conocido, sobre todo, porque en el año 2002 la prensa sensacionalista le lanzó una serie de acusaciones infundadas y fue relevado de su puesto de embajador en Berlín con gran revuelo público.

Borer se me acercó y me saludó con las siguientes palabras: «Tengo en muy alta estima a las personas con valor cívico». Pero la frase no terminó ahí: «En parte porque dicen que yo lo tengo». Borer actuaba con la soltura típica de los políticos, hablaba con el pecho ligeramente hinchado y con una voz tan sonora como le era posible.

Tuvimos una reunión previa en el despacho de Günther Jauch, el presentador, para saber cómo discurriría el programa. Borer y yo nos sentamos cada uno en nuestra butaca. Yo tenía el íntimo convencimiento de que el periodista más famoso de Alemania iba a formularme alguna pregunta indiscreta; creía que, en comparación con los invitados habituales de Jauch, yo era un tipo poco convencional y estaba seguro de que iba a someterme a un buen interrogatorio. Sin embargo, Jauch despachó la planificación del programa con dos o tres frases: «Primero le preguntaré a usted, luego a usted, y por último conversaremos los tres con calma…», nos explicó Jauch. Y, dicho eso, Borer y Jauch se enzarzaron en la conversación que de verdad les interesaba: los precios de las mansiones en el Zürichsee y el Schwielowsee, dos zonas residenciales de las afueras de Potsdam.

Me aburrí soberanamente. Se estaba produciendo una avalancha de revelaciones confidenciales y aquellos dos tipos hablaban ni más ni menos que de la situación inmobiliaria en los lagos de las afueras de la capital.

Los medios estaban ansiosos por oír mis críticas, pero decidí actuar con cautela. Cuanto más generales y neutrales eran mis respuestas, más insinuantes eran sus preguntas. Me hice el firme propósito de no dejarme seducir.

En mi opinión, lo que le faltaba al debate era una separación racional entre los diversos motivos de crítica a WikiLeaks. Un asunto tan complejo no se puede ventilar con un par de frases sentenciosas.

Por descontado, en el fondo Julian merece que lo apoyen. Es un escándalo que políticos y periodistas norteamericanos inciten al asesinato de Julian delante de las cámaras. Lo que hay que evitar, ante todo, es que se le extradite a los Estados Unidos; eso supondría sentar un precedente gravísimo y no puede suceder en ningún caso. Sin embargo, aún nadie me ha podido explicar cómo alguien puede oponerse a que Julian acuda a declarar a Suecia y, si se da el caso, comparezca ante un tribunal.

Julian no puede ni debe eludir este proceso, que no tiene nada que ver con WikiLeaks, sino con las experiencias privadas de Julian con dos mujeres, ya que supondría incurrir en un claro caso de abuso de poder, algo que, en cualquier otra situación, WikiLeaks intentaría evitar.

En un documental australiano se ve a Julian tras su aparición en el programa de entrevistas de Larry King. Su vista vaga por su retrato en las portadas de la prensa internacional y, de repente, sumido en sus pensamientos, Julian dice:

—Ahora soy intocable en este país.

—¿Intocable? —le pregunta el periodista, sorprendido.

—Intocable —repite Julian.

—¿No le parece una afirmación algo arrogante…? —responde el periodista.

Julian parece ofenderse ante la pregunta, pero pronto se da cuenta de que eso alteraría la imagen relajada que pretende dar, por lo que reacciona con un comentario gracioso:

—Bueno, por lo menos durante unos días.

No, Julian, no hay nadie intocable.

Y no me cabe en la cabeza cómo alguien puede pensar lo contrario, ni que sea durante un segundo.

Personalmente, y por el bien de todos los implicados, deseo que las diligencias informativas en Suecia tengan un desarrollo justo. De hecho, no veo motivos para que no sea así: Suecia no es precisamente un país famoso ni por los linchamientos, ni por las injerencias americanas, ni por los procesos judiciales poco transparentes. Si Julian ha actuado correctamente, algo que yo doy por sentado mientras no se demuestre lo contrario, no tiene por qué temer nada.

Entre tanto, la policía australiana ha archivado todas las causas contra WikiLeaks porque no ha podido apreciar ninguna violación de las leyes australianas. En cambio, los intentos de los Estados Unidos de llevar a Julian y otros colaboradores de WikiLeaks ante la justicia para impedir futuras publicaciones parecen estar tomando otro cariz. Los jurisconsultos aún no han logrado ponerse de acuerdo en si las leyes permiten una acusación de ese tipo y si eso no implicaría, por ejemplo, tener que demandar también a los medios que publicaron el material. Pero esa vía toparía de pleno con el derecho a la libertad de expresión y la primera enmienda.

Julian podría ser encausado también en virtud de la llamada Ley de espionaje (Espionage Act), a la que él mismo se refirió hace ya tiempo. Para ello, sin embargo, el Ministerio de Justicia debería demostrar que Julian actuó con la intención premeditada de causar daño a los Estados Unidos. La verdad es que no soy capaz de imaginar qué pruebas podrían corroborar ese extremo; no soy ningún experto en leyes, pero una acusación de esta índole me parecería absurda y dañina.

En la actualidad, el Departamento de Estado intenta demostrar que Julian tuvo un papel activo en la adquisición de la información. Eso implicaría poder acusarlo de cómplice de la fuente. Y, desde luego, eso significaría también que Manning, aún en prisión preventiva, (y siempre en el caso hipotético de que fuera él quien obtuvo los documentos militares) se vería exonerado de toda culpa. En cualquier caso, si Julian hubiera asumido un papel activo en la obtención de la información, habría actuado claramente en contra de la visión que teníamos de la plataforma.

Está claro que nadie debería ser perseguido por haber proporcionado información al público, ya se trate de un informador o de una plataforma de noticias confidenciales como WikiLeaks. Todos los periodistas, editores, políticos y demócratas deberían velar por la aprobación de una ley clara en ese sentido (véase la IMMI).

Al mismo tiempo, en mi opinión, no cabe duda alguna de que la publicación de los telegramas fue una decisión importante y correcta. Y, en ese sentido, saldré siempre en defensa de la seguridad de los implicados.

Cuando algunas partes (fundamentalmente los medios que no participaron en su publicación) afirman que los telegramas no tienen sustancia informativa, me pregunto qué es importante para algunas personas y si no es cierto que los periódicos van llenos de resultados de fútbol y cotilleos de famosos. ¿No es digno de mención que un ministro de Defensa libanés desee que Israel bombardee su país para poder arremeter contra Hezbolá? ¿No tiene interés que una potencia mundial como Estados Unidos no solo se dedique a dañar a la ONU política y públicamente, sino que además la espíe de forma sistemática? ¿O que la secretaria de Estado Hillary Clinton pida a sus diplomáticos información sobre los altos cargos de la ONU, una información que incluye contraseñas de las cuentas de correo electrónico, detalles biométricos y números de tarjetas de crédito? A mí, que el ex presidente afgano fuera detenido en Dubai con una maleta con 52 millones de dólares en efectivo (¿cómo lograría meter tanto dinero en una maleta?) y que a continuación lo volvieran a soltar me parece una información muy digna de ser publicada.

Personalmente, en tanto que ciudadano, también me interesa saber que un tal Helmut Metzner, de la central del FDP (el Partido Democrático Liberal alemán), ha revelado información a los norteamericanos. Dios sabe cuántos artículos mucho más insignificantes que estos he leído en los periódicos. Y los que dicen que ya sabían que las personas mienten, traicionan, delatan y sobornan, tienen una buena excusa para no interesarse más por la política. ¿Acaso hay alguien que apague las noticias y, decepcionado, diga: «Bah, siempre he sabido que hay guerra en todas partes y que las personas actúan con maldad»?

Pero los que aún me alucinan más son los defensores retrógrados de la falta de transparencia, que pretenden convencer al mundo de la importancia de que lo que hasta hoy fue secreto, siga siéndolo. Existe una larga e indigna tradición (sin ir más lejos, en la política exterior alemana) cuando se trata de oponerse a cualquier afán de apertura y diálogo amparándose en un bien mayor que hay que proteger. No he oído ningún argumento en ese sentido que me haya convencido de que las cosas son así. Estoy firmemente convencido no solo de que se puede confiar la verdad al ciudadano, sino de que es necesario hacerlo. Del mismo modo que no se debe mentir a la población e intentar convencerla de que las tropas alemanas no están involucradas en una guerra en alguna parte del mundo, tampoco hay que intentar protegerla de las complejidades y los problemas de la política mundial. Ese es un discurso asqueroso, paternalista y elitista, que me reafirma aún más en el convencimiento de que es necesario luchar para potenciar la transparencia y el saber compartido.

Con todo, la publicación de los telegramas plantea una serie de problemas. Uno de ellos se refiere a los medios de comunicación que disponen de la información en exclusiva. Quiero dejar claro que no comparto en absoluto la opinión del politólogo Herfried Münkler, que escribió para Spiegel un artículo contra la publicación de los telegramas. Sin embargo, debo admitir que sus críticas tocan un punto importante: quien afirma que hasta ahora esos secretos estaban solo en manos de determinados poderes, debe plantearse hoy si la estrategia de publicación elegida ha puesto esa información realmente a disposición del gran público, o si simplemente ha hecho que otros se convirtieran en los guardianes de esos secretos. Una información que hasta hace poco era privilegio del ejército y del Ministerio de Asuntos Exteriores norteamericanos está ahora en manos de cinco grandes empresas de comunicación y de Julian Assange, que deben decidir qué merece llegar a la opinión pública y qué no. La estrategia de publicación elegida se ha alejado de la idea original de WikiLeaks. En mi opinión, se ha alejado en exceso.

Por si eso fuera poco, al parecer desde hace unas semanas una serie de personas viajan por todo el mundo con el encargo de ofrecer a otros medios unos telegramas que, de momento, siguen guardados bajo llave. Entre esas personas está el sueco Johannes Wahlström. Wahlström es el hijo del Israel Shamir, un conocido antisemita y negacionista del Holocausto de origen ruso-israelita. Kristinn se ha referido públicamente a Wahlström y Sahmir como personas «vinculadas a WikiLeaks». Yo creo que Julian sabe con qué tipo de personas está tratando. En cualquier caso, el contacto con Shamir existe desde hace años.

Cuando Julian se enteró del currículum político de Shamir, se le ocurrió la idea de vincularlo a WikiLeaks bajo un seudónimo. Recuerdo que en una ocasión me dijo que los textos de Shamir le parecían «realmente muy inteligentes». La verdad es que nunca pensé que Julian tuviera posturas antisemitas, como mucho era crítico con Israel, pero tan solo en lo tocante a la dirección política del país. No tengo ni idea de por qué de repente tolera la presencia de un antisemita declarado en su entorno.

Todo parece indicar que Wahlström ha distribuido los telegramas a diversos medios escandinavos, mientras que su padre se ha encargado del mercado ruso. Y aunque los cinco medios que gozaron de la exclusiva han negado una y otra vez que pagaran dinero por la información, por lo menos el periódico sueco Aftonbladet ha reconocido públicamente haber pagado a cambio de poder echar un vistazo a los telegramas. El resto de periódicos, incluidos los rusos, se niegan a proporcionar a los medios información concreta sobre el acuerdo.

Hacer negocio en este caso es reprobable. Otra posibilidad problemática es que alguien pudiera utilizar la información para un fin que no fuera su publicación.

También me parecería delicado que una de las partes interesadas echara un vistazo a los telegramas para, en caso de duda, no publicarlo. No serían los primeros documentos que desaparecerían dentro de un cajón porque alguien lo hubiera querido así.