Los diarios de guerra de Irak

El 22 de octubre de 2010, WikiLeaks publicó 391.832 documentos sobre la guerra de Irak. Se trataba de documentos militares del período comprendido entre los años 2004 y 2009. Más o menos como en el caso de los Diarios de Guerra de Afganistán, The Guardian, The New York Times y Spiegel tuvieron ocasión de echar un vistazo al material y escribir sus propios artículos semanas antes de su publicación. De hecho, los documentos estaban ya en su poder desde que Julian abriera su maletín de vendedor ambulante en Londres.

El 22 de octubre, el material pasó a estar disponible para todo el mundo en la página de WikiLeaks. Antes de mi renuncia, Julian habló siempre de conceder derechos exclusivos para los tres medios de comunicación asociados, como en el caso de la filtración sobre Afganistán, de modo que el acuerdo difícilmente podría haber incluido The Washington Post o periodistas independientes. Sin embargo, en esta ocasión hubo otros socios a bordo, entre otros los canales de televisión Al-Jazeera y Channel 4.

Si en el caso de la filtración sobre Afganistán había sido David Leigh, de The Guardian, quien había llevado la batuta, en el caso de la información sobre Irak esa tarea recayó en Gavin MacFadyen, director del Centre for Investigative Journalism de Londres, una ONG que se dedica sobre todo al fomento del periodismo de investigación y a la divulgación de las utilidades de esta forma de tarea periodística particularmente costosa.

MacFadyen es también miembro del consejo asesor del Bureau for Investigative Journalism, una iniciativa de varios periodistas que, por decirlo de algún modo, se encarga de velar por la aplicación práctica de los objetivos del Centre for Investigative Journalism. El Bureau elabora cada año cuatro o cinco reportajes sobre temas a los que, en la opinión de su consejo, los medios no prestan suficiente atención. Los periodistas que investigan para dichos reportajes cobran directamente del Bureau, de modo que no dependen de los encargos concretos de sus redacciones. El Bureau tiene también su sede en la metrópolis británica, y el Centre for Investigative Journalism le ofrece asesoramiento y le proporciona periodistas.

MacFadyen es un fan de Julian y, al mismo tiempo, un buen colega de Iain Overton, el jefe de redacción del Bureau. Es probable que el contacto con Julian surgiera por aquí, como también la idea de colaborar de manera más estrecha durante la época previa a la filtración sobre Irak. El proyecto consistía en que el Bureau produjera minidocumentales de cinco minutos y vendiera los derechos a las cadenas de televisión.

En 2009, el Bureau recibió una ayuda de dos millones de libras de la Potter Foundation. Así pues, la entidad era económicamente independiente y quizá lo que más interesaba a sus miembros, de este proyecto de colaboración, era conseguir una buena historia y beneficiarse de la proyección pública que le proporcionaría WikiLeaks.

Con el documental Asesinato colateral, múltiples cadenas de televisión habían pedido el precio por los derechos de emisión. Julian pronto se dio cuenta de que el material de vídeo podía constituir otra fuente de ingresos.

Un periodista que por aquel entonces trabajaba como reportero para el Newsweek y dos personas más aseguraron que por lo menos Al-Jazeera y el Channel 4 habían pagado dinero a cambio de los vídeos de cinco minutos sobre la guerra de Irak. Se trataba de sumas que rondaban cantidades medio altas de cinco cifras, en libras. Los productores de esos minidocumentales eran Iain Overton y su Bureau. Con posterioridad, Overton se ha convertido en el blanco de muchas críticas precisamente por eso. Diversas partes cuestionaron la completa regularidad de esos acuerdos. En concreto, los críticos quieren saber si, con la compra de los vídeos, las cadenas adquirieron también el derecho a echar un vistazo en exclusiva a los documentos.

Overton desmintió esos rumores. Según él, el dinero había servido tan solo para sufragar los cuantiosos gastos de producción. No solo eso, sino que el Bureau hasta había sufrido pérdidas. Personalmente, tengo la sensación de que Overton está pagando el pato por haber tenido tratos con una organización poco transparente.

Al parecer, hubo medios que recibieron ofertas para adquirir vídeos antes incluso de que estos estuvieran producidos. A algunos de esos medios, como por ejemplo la ABC, dichas ofertas les parecieron sospechosas y se extrañaron del elevado importe que se pedía a cambio. El público (entre ellos los seguidores de WikiLeaks y sus colaboradores) no recibió ningún tipo de aclaración, una actitud a todas luces censurable. A fecha de hoy, aún no hay forma de saber quién pagó qué y qué contraprestación recibió a cambio. Overton me aseguró que estaba en situación de hacer públicos todos los acuerdos y que por parte del Bureau todo se había llevado a cabo de forma regular.

Con la siguiente filtración conjunta surgieron las discrepancias entre Julian y The Guardian, que pretendía publicar telegramas individuales sin el consentimiento de Julian. Al parecer, este se presentó con su abogado en la redacción del periódico. Por lo menos, eso es lo que describe la periodista Sarah Ellison en Vanity Fair cuando habla del «choque cultural» entre la tradicional redacción de The Guardian y el «anarquista de la información» Julian Assange. Este esgrimió que la información de los documentos en cuestión le pertenecía y que para velar por sus intereses económicos, debía controlar cómo y cuándo se publicaba dicha información. Lo que yo me pregunto es por qué Julian puede apelar abiertamente a sus intereses financieros delante de sus socios y, en cambio, no es capaz de abordar las cuestiones económicas de forma pública y transparente.

Sin embargo, la filtración sobre Irak no solo abrió nuevos caminos en la forma de negociar con los medios, sino también desde el punto de vista técnico: los últimos vídeos se hospedaron en los servidores de Amazon en los Estados Unidos y en Irlanda, y también en servidores franceses. Si algo sabemos sin lugar a dudas es que cualquier información que viaje por las redes de datos norteamericanas, se encontrará también bajo la vigilancia constante de la Agencia Nacional de Seguridad, el servicio de inteligencia del gobierno norteamericano. Al parecer, Julian y los informáticos no lograron crear una infraestructura capaz de sostener la publicación de unos documentos de esta índole. En estos momentos (en enero de 2011) todavía no hay forma de enviar documentos a WikiLeaks; eso se debe a que el sistema de envíos está fuera de servicio.

Existe una página donde se explican las diversas posibilidades de envío, así como también el funcionamiento técnico para enviar la información. Pero la página no está cifrada, de modo que es relativamente fácil seguir la pista de cualquiera que se interese por un envío potencial de información a WikiLeaks. Basta con que alguien intercepte la conexión entre el ordenador del usuario y el servidor de WikiLeaks en Francia para ver qué páginas de WikiLeaks consulta el informador potencial.

En el momento de su salida, el arquitecto se llevó consigo casi todo lo que había desarrollado y puesto a disposición de WikiLeaks durante el año en que había estado trabajando para la organización. El arquitecto era el propietario intelectual de todo el software y las configuraciones del sistema, de modo que el resto del grupo se encontró de pronto ante el problema de cómo seguir adelante sin sus conocimientos. En mi opinión, y visto en perspectiva, el nivel técnico que WikiLeaks tenía antes de su entrada en la organización era simplemente una irresponsabilidad, y que conste que durante los dos primeros años el encargado de desarrollarlo fui yo. No obstante, el informático, que sigue trabajando para WikiLeaks, habría podido devolver con facilidad todo el sistema a su estado inicial. También la wiki podría haber permanecido activa, pues al fin y al cabo no fue el arquitecto quien la desarrolló.

Antes de marcharse, el arquitecto se tomó la molestia de poner al día al resto de informáticos, colaboró en el relevo de funciones con toda la paciencia del mundo y les explicó cómo debían configurarlo todo. En realidad, el joven informático es un muy buen programador y estoy seguro de que si quisiera incorporarse a nuestro nuevo proyecto sería bienvenido. Sin embargo, tuvo que enfrentarse solo a la reconstrucción de todo el sistema y la tarea lo superó. Julian no se preocupó por ello, ni le prestó el apoyo necesario, sino que se limitó a quejarse. En cualquier caso, en enero de 2011, o sea cuatro meses después de nuestra salida de la organización, el sistema sigue sin estar operativo; desconozco los motivos concretos, pero me los puedo imaginar.

A día de hoy, aún estamos esperando a que Julian reestablezca la seguridad del sistema para poder devolverle el material que había albergado en la plataforma de envíos. En la actualidad, dicho material se encuentra almacenado de forma segura. No tenemos ningún interés en el material en sí y no vamos a utilizarlo en OpenLeaks, pero solo se lo devolveremos a Julian cuando pueda garantizarnos que es capaz de almacenarlo de forma segura y tratarlo con diligencia y responsabilidad.

Eso es algo que hasta el momento de la publicación de este libro no habíamos contado a nadie, pues temíamos el debate público o, para ser más precisos, temíamos perderlo. A lo mejor ahora lo perderemos, pero mi decisión es firme. En definitiva, nos debemos en primer lugar a la seguridad de nuestras fuentes.

Después de nuestra última conversación, Julian intentó ponerse una vez más en contacto con el arquitecto y le insistió en que tenían que seguir colaborando; lo instó a «actuar como un hombre» y a «olvidar el pasado». El Arquitecto se limitó a reír y le respondió: «Ese tren ya pasó».

En más de una ocasión Julian se ha marcado un farol diciendo que cuenta con muchos colaboradores nuevos y que hay cien caballos nuevos en el establo. Sin embargo, ninguno de ellos ha sido capaz de volver a poner el sistema en marcha. Al parecer, en Suecia contaba con 30 o 35 colaboradores que lo ayudaron durante dos semanas. He oído que todos terminaron abandonando porque trabajar con Julian era insoportable.

Mucho tiempo después de dejar el proyecto y, cuando ya estaba ocupado trabajando en OpenLeaks, seguía conservando el estatus de operador en el chat de WikiLeaks. De vez en cuando echaba un vistazo por pura curiosidad. Se podría decir que las separaciones en la vida digital son mucho menos abruptas que en la vida real. El que abandona un equipo de fútbol, debe ir a dar patadas a otra parte. Yo, en cambio, podía aparecer abiertamente en el chat de WikiLeaks y leer todas las conversaciones. Y como aún era operador, podía permanecer en el chat leyendo lo que se decía sin que me desconectaran tras diez minutos de inactividad, como sucede con los usuarios normales. (Esa medida tiene como objetivo evitar que alguien pueda permanecer demasiado tiempo conectado y aprovechar que pasa desapercibido para escuchar en secreto.)

Fui testigo directo de cómo la situación del personal de WikiLeaks llevaba a que un islandés de diecisiete años fuera nombrado capitán del chat: así, PenguinX era la primera persona con quien hablaban los usuarios que se conectaban al chat de WikiLeaks para formular alguna pregunta. No se trata precisamente de una tarea exenta de riesgos, pues ese es también el medio de contacto que eligen muchas personas que desean enviar material a la organización, más aun teniendo en cuenta que los correos electrónicos todavía no funcionaban porque Julian se había negado a entregar el material de decodificación.

En esa situación, es imprescindible proteger a los informadores potenciales de sí mismos. Así, por ejemplo, hay que recordarles constantemente que no deben proporcionar ninguna información que pueda conducir a su identificación o poner en peligro a otras personas implicadas. Los chats abiertos son públicos y cualquiera puede leer lo que en ellos se dice, tanto si quien se conecta a ellos es un chiflado como si es un profesional de algún servicio secreto.

Tras mi marcha, Julian le encargó a PenguinX que escribiera una nota de prensa en la que debía presentarme como un malvado desertor. Pero resultó ser una tarea excesiva para el chico de diecisiete años. Por un lado, no tiene ni idea de escribir y, por el otro, desconoce el trasfondo de la historia. Por eso solicitó el apoyo de uno de los colaboradores voluntarios que rondaban por el chat y a ese solícito voluntario no se le ocurrió otra cosa que pedirme ayuda a mí. Me dijo que no acababa de formarse una idea clara de la situación y que agradecería cualquier tipo de información. Ahí fue cuando pensé: «Oh, Dios mío, ya es demasiado tarde». En manos de este grupo de profesionales hay documentos que, según las palabras del abogado de Julian, podrían tener efectos «termonucleares».

Cuando después de mi marcha la Nanny se puso en contacto conmigo por primera vez, tuve que acceder a no grabar nuestra conversación. No tenía ningún problema en prometer que no guardaría ningún archivo relativo a nuestro chat; lo que hice fue redactar un acta de memoria.

Creo que la Nanny no es una mala persona, pero cuando me dijo que su objetivo era «contentar a todos» a mí me sonó un poco inquietante; para ser exactos, tuve la sensación de que había sacado la frase de una mala película de espías. La Nanny se ofreció a velar porque mi persona no «sufriera ningún perjuicio público»: si yo accedía a dejar de criticar públicamente a Julian y su proyecto, a lo mejor se podría evitar que se hablara mal de mí. Le respondí que aquel planteamiento me parecía un poco amenazador. No, me corrigió ella: cuando quisiera amenazarme no lo haría de un modo tan subliminal; ese no era su estilo.

La Nanny intentó ganarse al Arquitecto a cambio de un sueldo fijo. Después de la salida de Birgitta, pretendieron hacerle firmar también un contrato de confidencialidad. En los últimos meses Julian me ha amenazado en público diciendo que ha reunido material comprometedor sobre mí y ha declarado que pretende publicar mis correos electrónicos para revelar mi verdadero yo. Por mí, que no se corte. Puede que suene extraño, pero no tengo consciencia de haber hecho nada de lo que deba sentirme culpable. A lo mejor soy demasiado normal para eso.

«Me estoy quedando sin opciones que no signifiquen destrozar a otras personas.» Esas fueron las palabras con las que Julian advirtió a Birgitta de que debía obligarnos a regresar al redil. Lo que sucedió poco después de que abandonásemos la organización. La frase era terrorífica, pero al mismo tiempo era tan rimbombante que no me dio ningún miedo. Me recordó vagamente al portavoz del Pentágono que, en su discurso tras las filtraciones sobre la guerra de Afganistán, nos había conminado a hacer lo debido: «Do the right thing!», dijo. No especificó qué habría sido en su opinión no hacer lo debido y qué consecuencias nos habría acarreado. Por dramáticas que puedan sonar, amenazas así son amenazas vacías.

La Nanny llegó a desplazarse hasta Alemania para visitarme en el club. Era el 1 de noviembre, un lunes gris y desapacible, el primer día en que tuvimos que encender la calefacción de nuestro piso. Me senté en la gran sala de reuniones del club, de espaldas a la pared y mirando hacia la puerta. La vi en cuanto entró, y ella a mí también.

Me dijo que no había leído la entrevista en Spiegel.

—No quiero saber nada de todo eso —añadió y esbozó una sonrisa afable. Yo se la devolví, aunque mostrándole ligeramente los dientes.

Entonces se sacó una lista del bolsillo.

—Aquí tengo unos cuantos puntos que me gustaría discutir contigo.

—No tengo mucho tiempo —respondí yo.

Access codes? —leyó y me dirigió una mirada interrogativa.

Creo que ni siquiera ella sabía a qué se refería y que dijo aquello solo porque sonaba bien. En cualquier caso, yo no tenía ni idea de qué me estaba hablando. ¿Contraseñas? Yo no tenía ni contraseñas ni nada parecido. Le expliqué que antes de marcharme había realizado un traspaso con todo lo que eso implica y añadí que lamentaba que Julian la hubiera mandado a verme con informaciones falsas. De veras que me daba mucha pena. Julian le había proporcionado un puñado de medias verdades y ahora ella tenía que arreglar las cosas.

Le expliqué también por qué me negaba a que Julian recibiera los documentos que reteníamos. Le pregunté si le parecía que las cosas en WikiLeaks funcionaban correctamente y ella me contestó que no podía responder a eso.

Me miró o, mejor dicho, miró a la lejanía, a través de mí. Entonces me marché, y creo que se quedó a cuadros. No estaba acostumbrada a que alguien respondiera así. ¿Cómo podía haber algo más importante que hablar con ella?

No quería hacer esperar a mi agente, con quien había quedado para pulir una primera versión de mi libro.

—Lo siento pero tengo que irme —repetí. Y eso fue todo.