Julian no solo me limitó a mí el acceso al servidor de correo, sino que adoptó la misma medida con el resto del equipo. A partir de aquel momento, él era el único que tendría acceso. Muchas de las tareas que debían realizar los técnicos dependían de una preparación preliminar que solía realizar yo. Aquello por sí solo ya suponía un inconveniente. Pero al bloquear el acceso al servidor de correo, nadie podía seguir trabajando. Sin embargo, había que preparar la publicación del material sobre Irak. Del servidor de correo dependía también la administración del dominio. Hubiera sido necesario crear urgentemente subdominios para los documentos relativos a Irak.
Ya se había establecido una fecha con nuestros interlocutores de Spiegel, The Guardian y The New York Times para la publicación. Pero fue necesario aplazarla al 23 de octubre de 2010, casi un mes más tarde. «Todo es culpa de Daniel», declaró Julian.
Nos encontrábamos en una especie de limbo. Por una parte, con mi audición pendiente, oficialmente estaba «suspendido», pero por otro lado seguíamos en contacto a través del chat. Julian prorrumpía en eternas lamentaciones. Según él, estaba muy ocupado arreglando todo lo que yo había echado a perder. Me parecía un poco como si una ex novia me hablara durante una hora cada día en el contestador, para confirmar que no quería volver a tener nada conmigo nunca más. Por supuesto, yo era como mínimo igual de tonto, y avivaba fervorosamente la disputa.
Con la condición de que en ningún caso me facilitaran la contraseña, Julian ofreció de nuevo a los técnicos acceso al sistema. Pero estos no le obedecieron, porque no estaban de acuerdo con mi suspensión. El Arquitecto estaba claramente de mi parte. El técnico más joven se mantuvo al margen. Sufría con aquella situación de punto muerto y hubiera preferido que todo siguiera como antes.
Julian había afirmado que tenía la intención de organizar una mesa redonda, así que durante los días que siguieron a mi suspensión, estábamos pendientes de que Julian nos presentara el Tribunal. No se sabía a ciencia cierta quiénes participarían en él, solo dijo que necesitaba aquella mesa redonda para el procedimiento de auditoría, «para la transparencia y generar confianza», según sus palabras.
Birgitta habló poco después con un periodista de The Daily Beast. El artículo resultante fue el detonante de una nueva disputa. Entre otras cosas, se afirmaba que Julian tenía «una actitud machista» respecto a las mujeres. Y que ella le había recomendado que se retirase de la vida pública por un tiempo. Julian reaccionó enfurecido. Se sentía traicionado.
Birgitta había subestimado la repercusión de aquel artículo. Más adelante, escribió en Twitter un comentario para mitigar un poco las especulaciones desencadenadas por sus palabras: «NO he dicho que Assange deba dimitir. Creo que de momento no debería seguir siendo portavoz [de WikiLeaks]. Pero sigue contando con mi apoyo en todas las demás funciones que desempeña». Sin embargo, no se arrepentía de haber hablado con la prensa. Siempre decía lo que pensaba, y se mantenía firme en sus opiniones.
Julian no solo estaba convencido de que había manipulado a Birgitta para inducirla a hacer aquellas declaraciones aparecidas en el artículo de The Daily Beast, sino que también creía que yo era la fuente informadora de las «riñas internas» de WikiLeaks, sobre las que se hablaba en aquel medio. Yo no había hablado con ningún periodista. Tampoco sé exactamente de dónde sacó el periodista aquella información. No era demasiado difícil llegar a la conclusión de que existían diferencias internas, cuando ya estaban en circulación varias declaraciones distintas: Birgitta había dicho que consideraba la retirada provisional de Julian como la mejor opción, mientras que este afirmaba que el Pentágono había utilizado a las mujeres para realizar aquel montaje, y que era víctima de una campaña de difamación.
Debido a las acusaciones de violación, Julian había tenido una semana muy dura, «la peor semana de mi vida en los últimos diez años», llegó a decir. Por esa razón no había conseguido organizar la audición ante la mesa redonda.
Se lamentaba además de que no nos preocupábamos de su seguridad lo suficiente. El 7 de septiembre nos envió una lista exhaustiva de cuestiones que, en su opinión, teníamos bastante descuidadas:
J: La conciencia resulta de la motivación. ¿[Habéis] garantizado mi defensa jurídica? ¿Mi alojamiento? ¿Suministro de dinero? ¿Información de servicios secretos sobre el caso? ¿Detalles que indiquen el porqué de esta situación? ¿Mi red de apoyo en Suecia? ¿Enfoques políticos para acabar con la campaña de difamación? ¿Artículos? ¿Chivatazos? ¿Piso franco? ¿[…]? ¿Invitaciones diplomáticas, para evitar ser extraditado a los Estados Unidos? ¿Concentraciones solidarias? ¿Recogida de fondos para el caso? ¿Habéis hecho algo de todo esto? ¿Por qué no? Yo haría todo eso, si uno de nosotros estuviera en dificultades.
Yo sí le había ayudado. Le puse en contacto con dos excelentes abogados en Suecia, ni siquiera dos horas después de emitida la orden de captura, a pesar de estar de vacaciones.
Cuando el servidor de correo al completo sufrió una avería, de pronto Julian quedó aislado. No tengo la menor idea de si fue culpa suya, o de que aquella caja simplemente se estropeó. Cabe decir que era un cacharro bastante viejo, el único servidor que todavía no habíamos renovado.
Discutí con los demás si debía desplazarme hasta el servidor para repararlo, algo que había hecho con frecuencia. Y podría aprovechar para llevarme mis correos electrónicos, para saber a quién debía todavía una carta de disculpa por haberle dado plantón.
El 10 o el 11 de septiembre, no lo recuerdo con precisión, subí al tren. Era un día cálido de finales de verano, y el tren de alta velocidad no estaba demasiado lleno. Afortunadamente, los pocos pasajeros con los que compartía el vagón estaban absortos en sus cosas. Yo me dediqué a escribir sin tregua en la ventana del chat de mi ordenador, mientras golpeteaba el suelo con los pies.
Durante todo el trayecto seguimos debatiendo aquella cuestión, ni siquiera yo mismo estaba seguro de si actuaba de forma correcta. ¿Debía conseguir acceso al servidor sin el conocimiento de Julian? Se trataba de un conflicto de conciencia: ¿debíamos amotinarnos?
El servidor se encontraba en una discreta población de la Cuenca del Ruhr. Fue un viaje muy largo. Tanto, que tuve incluso tiempo para cambiar de opinión.
Tres horas más tarde, paramos en una estación de la que no recuerdo ni el nombre, y de repente agarré mi mochila, apreté el botón de apertura de la puerta y salté al andén. Existe un fenómeno en virtud del cual uno cree haber cometido un crimen solo porque acaba de ver un coche de policía en el retrovisor. En ese momento me sentía así. Entonces volví a Berlín.
Tras mi suspensión, el arquitecto hizo a un lado el teclado y no volvió a escribir una sola línea más para WikiLeaks, ni en forma de código de programa, ni de conversación con Julian. El arquitecto era una persona práctica y no permitía que nada perturbara su tranquilidad. Pero se enojaba cuando alguien le hacía perder el tiempo. Así que cuando Julian dejó de responder a sus reiteradas preguntas, al no contar con más instrucciones para realizar su trabajo, el Arquitecto advirtió a Julian muy en serio: «Si esto sigue así, lo dejo». Y puesto que la situación se hizo aún más crítica, la amenaza se cumplió.
Julian me preguntó por qué el Arquitecto se había tomado vacaciones sin permiso. No sabía qué más podía decirle al respecto.
Algunos más y yo nos planteábamos si tendría sentido hacerse cargo del proyecto. Hablábamos largo y tendido sobre la posibilidad de darle la vuelta al asunto: hacernos con la palanca de mando y suspender a Julian. Éramos mayoría, y en un principio teníamos los mismos derechos. Muchas personas ya nos habían recomendado que asumiéramos el control técnico y nos aseguráramos de que Julian no pudiera crear más problemas. Pero no queríamos hacerlo contra su voluntad.
El 14 de septiembre de nuevo me puse en camino hacia el centro de computación. Durante el trayecto desconecté el móvil y el ordenador, e intenté leer un libro. Quería obligarme a ser consecuente.
Traté de contactar con la persona que dio de alta el servidor en nuestro nombre, pero había sido en vano. La persona en cuestión tampoco es que supiera demasiado sobre los últimos acontecimientos, aunque cuando le confirmé mi llegada antes de tomar el tren por primera vez, reaccionó con considerable escepticismo. Para él, era como si quisiéramos hacer algo contra la voluntad de Julian, por mucho que le asegurara que solo quería volver a poner la máquina en funcionamiento para que pudiéramos seguir trabajando en WikiLeaks.
Con la mirada fija en la ventana del tren, dejé pasar como una exhalación árboles, casas y paisaje. Esta vez no daría media vuelta. Sencillamente tenía que eliminar los pensamientos negativos. Confiaba en que todo saldría bien. A menudo, los centros informáticos se encuentran en edificios de oficinas poco llamativos, de manera que resultan irreconocibles desde el exterior. Atravesé un par de pasillos grises y desolados, seguí hasta el segundo piso, saludé y me dirigí hacia nuestro servidor. Nadie me impidió el paso. En ese tipo de centros de computación se alojan los servidores de distintas empresas, bien custodiados. Puesto que ya había estado allí varias veces para repararlo, el personal me conocía y no me hacían más preguntas.
Esperé impaciente a que la máquina se reiniciara correctamente. Dispuse el portátil a mi lado. Por supuesto, seguía en contacto con los demás a través de la red. No me sentía demasiado cómodo. Estaba sudando. Aunque el aire acondicionado del centro informático emitía un sonoro zumbido, en realidad salía muy poco aire fresco, por lo que no me sorprendía en absoluto que nuestra vieja caja tuviera problemas en este emplazamiento.
Uno de los trabajadores del centro informático entró en la sala en la que se encontraba nuestro servidor. Saludé y él me respondió con un movimiento de cabeza. Comprobó un aviso y volvió a esfumarse.
Cuando un cuarto de hora después volví a alzar la vista, aquel hombre estaba de pie justo frente a mí. No le había oído acercarse. Parecía que quería decirme algo. Yo ya había preparado una explicación, porque no acababa de estar tranquilo. Quizá solo quería mirarme directamente a la cara. Tal vez quería cerciorarse de que me conocía. Me hizo un gesto con la cabeza y abandonó la sala.
La máquina por fin había arrancado. Mientras tanto, seguía mirando de reojo la pantalla de mi portátil. Accedí a la ventana del chat. De pronto entró un nuevo participante, y yo supe inmediatamente de quién se trataba. Era Martin*, el que había alquilado el servidor para nosotros. Me interpeló de inmediato, sin siquiera saludarme.
M: ¿Qué haces?
D: Estoy aquí, en el servidor.
M: Ya lo sé. El personal del centro de computación me ha informado. ¿Qué demonios quiere decir esto?
D: Escucha, solo lo estoy reparando. No hago nada que pueda crear problemas a nadie.
M: Se lo he dicho a Julian. Ha alucinado.
D: No hay ningún motivo.
M: Dice que llamará a la policía.
D: Es una tontería, escucha...
M: Me gustaría que le quitaras los dedos inmediatamente de encima, Daniel, ¿vale? Vete antes de que pase algo. Julian dice que hará que te detengan.
D: ¡Espera!
Pero no tenía sentido seguir discutiendo. No creía que Julian realmente llamase a la policía. Si la policía confiscaba nuestro servidor encriptado, aunque no pudieran hacer nada con él, nosotros de momento lo habríamos perdido. Pero sobre todo, una visita de la policía hubiera metido en problemas a nuestro hombre de contacto.
Ya conocía las amenazas de Julian. Pero me contuve por respeto hacia la persona que se había arriesgado por nosotros al dar de alta aquel servidor.
El servidor estaba reparado. No había manipulado nada, y ni siquiera había copiado mis propios correos. Julian y todos los demás volvían a tener acceso a sus mensajes.
Pero la reacción fue demoledora. Julian estaba fuera de sí y se negó a facilitar las claves para el descifrado, con el fin de volver a poner en funcionamiento el servidor. Escribió en el chat: «Vuelve a intentarlo y haré que te encierren». Decía que el servidor tenía que pasar por el «forense», porque este había sido manipulado, por mí o por alguien de los servicios secretos. No tengo la menor idea de a qué se refería exactamente; tal vez quería llevar el servidor a la policía o a un laboratorio especial para examinarlo. En cualquier caso, todo aquello era completamente absurdo.
Cuando hice referencia a la reunión convocada en el chat para el día siguiente, Julian respondió: «Hablaremos ahora puesto que el crimen se ha cometido hoy». Birgitta y Herbert también estaban en el chat, incluso el Arquitecto reapareció de repente on-line. Y de ese modo se celebró aquella conversación de forma espontánea, en la tarde del 14 de septiembre. Estaba muy contento de poder volver a hablar por fin con todos los demás. Lo que todavía no podía imaginar es que sería nuestra última conversación.
Cuántas horas debía haber pasado durante los últimos días con la mirada fija en la pantalla, sin poder seguir enfocando la vista correctamente, esperando que apareciera aquel pequeño botón que me indicara que Julian estaba allí.
Me pasaba el día en casa, solo salía en caso de emergencia. Daba igual lo que hiciera, si me dormía, o bajaba un momento a comprar leche o iba a correos; al volver a mirar a la pantalla siempre esperaba encontrar algo, que hubiera un mensaje de Julian para mí.
Me llevaba el portátil a todas partes: a la cocina, al sofá, al lado de la bañera, y cuando me iba a dormir colocaba el ordenador al lado de mi cama. Aunque tenía otros asuntos pendientes, no podía concentrarme en nada más. En algún momento empecé a ver letras verdes al mirar cualquier superficie negra.
Mi imaginación empezó entre tanto a inventarse, sin ningún fundamento, las frases que yo esperaba leer:
«Eh, Daniel, tengo que hablar contigo».
«He estado pensando. Tal vez haya entendido algo mal, volvamos a hablar sobre el futuro de WikiLeaks.»
«Eh, ¿todavía te acuerdas de aquellos artistas extravagantes en Linz? Nos lo pasamos bien... O el asunto de Julius Bär, ¿te acuerdas?»
¡Ja, ja! Realmente era un soñador incorregible, ¡un iluso! Vuelve a la realidad, despierta, querido. Las verdaderas palabras que llegaron fueron las siguientes:
«Si vuelves a amenazar a esta organización, alguien se encargará de ti».
«Daniel tiene una enfermedad, es una especie de esquizofrenia paranoica limítrofe».
«Eres un criminal.»
Por otra parte, Julian seguía actuando como si fuera el jefe de WikiLeaks. Según él, había escrito el 99 por ciento de los resúmenes relativos a los documentos, así como los editoriales y cada comentario de Twitter, y además había inspirado toda la filosofía del proyecto. Birgitta supo resumirlo muy bien: «Julian, según tus palabras, TÚ eres WikiLeaks y los demás solo somos tus sirvientes, los que han tenido el honor de merecer tu confianza».
El Arquitecto también encontró bastante rápido palabras contundentes y dejó claro que una separación amistosa sería lo mejor para todos. Ya lo había preparado todo para el traspaso del sistema, que quería dejar en el mismo estado en el que lo había encontrado un año antes.
A lo que Julian respondió: «Nuestro deber es más importante que toda esta tontería». Julian, además, le dijo al Arquitecto que ahora solo era «una sombra del hombre que solía ser». También exigió a Birgitta que se disculpase por la «insidia» demostrada al hablar con los periodistas de The Daily Beast: «Escúchame atentamente. Te has comportado de forma desleal y deshonrosa, y creo que deberías disculparte. ¿Quieres pedir perdón?».
No obstante, Birgitta corroboró su crítica respecto al comportamiento de Julian tras las acusaciones de violación. «Has metido a WikiLeaks en esto de forma muy desafortunada», escribió. El punto de vista de Julian era diametralmente opuesto: «No. WikiLeaks ha saboteado mi vida privada».
Julian intentó a continuación convocar al Arquitecto a una sala de chat paralela, mientras ignoraba a todos los demás. Como resultado, el arquitecto escribió sus últimas palabras. «Bien, disponías de cinco minutos... y los has desperdiciado. Que te diviertas. No me hagas perder el tiempo (¿cuántas veces he tenido que decírtelo?)» A lo que Julian respondió de la misma manera en que tantas veces nos había contestado a nosotros: desapareció.
Julian enmudeció a partir de aquel momento. ¿Qué habría podido decir de todos modos? Con nosotros no quería seguir hablando. Y por nuestra parte, el sentimiento era recíproco.
Era el final. No el fin de WikiLeaks, pero sí el del equipo que en los últimos años y meses había trabajado en el proyecto. A partir de aquel momento, como mucho nos comunicamos a través de otras vías, incluidos los medios de comunicación, o por terceras personas.
Nos dimos por vencidos y procedimos al traspaso de los elementos técnicos. El Arquitecto ayudó al técnico que siguió fiel al proyecto en la reconstrucción del sistema antiguo. En un principio habíamos aceptado trabajar durante dos semanas en la fase de transición, pero tuvimos que ampliar el plazo a un poco más de tres semanas.
¿Por qué precisamente en aquellas horas tempranas de la mañana del 15 de septiembre de 2010, el Arquitecto y yo decidimos que se había acabado nuestra colaboración con WikiLeaks? Buena pregunta. Sin embargo, la pregunta correcta era por qué no lo habíamos decidido mucho, pero mucho antes. Quizá realmente ya lo habíamos hecho, sin querer admitirlo.
Solo habían transcurrido dos días desde aquella conversación, cuando el 17 de septiembre de 2010 registramos el nombre de nuestro nuevo proyecto: OpenLeaks. Obviamente, aquella idea había visto la luz hacía más de dos días. A decir verdad, nos habíamos planteado aquella posibilidad hacía bastante más tiempo. Y tal vez era cierto que en las últimas semanas, mientras se recrudecía el tono de nuestras conversaciones con Julian, habíamos tenido en mente el nuevo proyecto. Pero no fue hasta aquel día cuando tomamos la decisión definitiva.
Ya en verano nos había asaltado por primera vez la duda de si queríamos seguir luchando toda la eternidad por WikiLeaks. Los comentarios de Julian en Twitter, sumados al hecho de que íbamos a la zaga de las grandes filtraciones, mientras se acumulaba buen material al que nadie prestaba atención, hicieron que nuestra frustración fuera en aumento. Cabe añadir que Julian anunciaba permanentemente nuevas filtraciones de gran relevancia, para poco después declarar que no pensaba volver a publicar nunca nada más, y proceder a atacar sin razón a cualquier periodista. Si no recuerdo mal, Julian acababa de difamar un artículo sobre Mother Jones, cuando el arquitecto pronunció las palabras decisivas. Hacía mucho tiempo que nada me hacía sentir tan aliviado como aquella frase breve, como era habitual en él, que dejó caer con indiferencia: «Si esto sigue así, será mejor que lo dejemos».
Dejarlo quería decir escindirse, disociarse. ¡Huir! ¡Por fin! Eso quería decir que no era el único que había pensado en esa posibilidad. Y aunque era consciente de que el Arquitecto tenía mejor relación conmigo que con Julian, hasta ese momento no estaba seguro de que, a pesar de todo y llegados a aquel extremo, no dijera: «Seguiré fiel a WikiLeaks para siempre». Obviamente, su posicionamiento era decisivo. Sin él hubiera resultado casi imposible plantearse un nuevo proyecto.
Por supuesto, nos asaltaron serias dudas, una vez empezamos a comentar con cautela aquella idea con otras personas. Por ejemplo, con Harald Schumann y Birgitta, a quienes preocupaba la posibilidad de poner en juego la idea de WikiLeaks, de escindir la organización. Al fin y al cabo, WikiLeaks se había convertido en algo así como una marca. Insistían en que debíamos solucionar el problema con Julian, en que debíamos luchar por WikiLeaks hasta agotar todos los recursos. Pero el Arquitecto y yo teníamos un punto de vista más pragmático.
Una vez eliminada esa barrera, una vez pronunciadas las palabras decisivas, y tras haber aguantado durante mucho tiempo las disputas y los quebraderos de cabeza, ya no hubo forma de contenernos.
En el caso del Arquitecto y de mí, y muy pronto también de Herbert, por ejemplo, aquel anhelo manaba directamente de nuestro interior. En un principio se trataba solamente de vagas fantasías. Empezamos a intercambiar nuestras visiones sobre la posibilidad de un WikiLeaks mejorado. Muy pronto se nos ocurrió incluso dar un nombre a nuestra ilusión. Inmediatamente surgieron propuestas sobre cómo se podría evitar que una nueva organización, tarde o temprano, acabase evolucionando como WikiLeaks, una vez hicieran aparición la fama y el dinero. Todo empezó en julio, tal vez agosto de 2010.
Anotamos los primeros conceptos que deberían constituir la piedra angular del nuevo proyecto. Algunas de mis propuestas se remontaban todavía a la época en la que preparé por segunda vez los documentos para la fundación Knight Foundation. Aunque parezca gracioso, escribimos una frase en nuestro primer documento, sobre la que los fundadores profesionales de instituciones semejantes seguramente se hubieran reído de todo corazón. Pero a nosotros nos preocupaba muchísimo la cuestión de la toma de decisiones en semejantes organizaciones, sin que uno de sus miembros tenga que imponerse a los demás. Queríamos poder decidir de forma consensuada siempre que fuera posible. Y ante la duda preferíamos discutir durante días, antes que ignorar la opinión de uno solo de los miembros del equipo. No queríamos volver a sentir que trabajábamos bajo la presión del tiempo. Dejamos constancia además de que en caso de duda preferíamos jugárnoslo a «piedra, papel o tijera», que llegar a una situación en la que de nuevo una sola persona tuviera que imponer su autoridad por encima de todas las demás cabezas pensantes.
No era tan fácil plasmar el principio «piedra, papel o tijera» sobre el papel, de forma que sonase medianamente serio. Finalmente tuvimos que permitirnos bromear sobre nosotros mismos, y acabamos retirando aquel principio del concepto oficial. Por otro lado, manifestamos nuestro deseo de convertirnos en un prestador de servicios neutral, y no en un agitador político. Queríamos evitar a toda costa que la nueva organización produjera una nueva estrella del pop.
Cuando tras aquella última conversación en el chat, por fin tuvimos la certeza de que abandonaríamos WikiLeaks, empezaron a arrancar los preparativos para el proyecto OpenLeaks. Aunque me sentía apesadumbrado porque mi época en WikiLeaks había concluido para siempre, en última instancia para mí era una liberación.
Decidí además hacer pública mi salida de la organización. En aquel momento era inminente la filtración sobre Irak. Yo era responsable de mantener el contacto con los periodistas del Spiegel. En nuestro siguiente encuentro les expliqué que, lamentablemente, aquella colaboración ya no era de mi competencia, porque ya no formaba parte del equipo de WikiLeaks.
Rosenbach y Stark me propusieron sin más preámbulos realizar una entrevista. Podría salir incluso en el siguiente número. Pero les pedí una semana de tiempo para reflexionar. Tenía que pensar qué quería decir y cuánto quería revelar. Era consciente de hasta qué punto me sentía frustrado y alterado en ese momento. En ningún caso quería caer en la tentación de que aquella frustración degenerara en una campaña de venganza personal. El único móvil para dar aquella entrevista debía ser relativizar hasta cierto punto la credibilidad del proyecto, que yo siempre había transmitido, y abrir los ojos a las personas que quisieran comprometerse con WikiLeaks, hacer donaciones, o colgar documentos en la página web. Si con anterioridad había respondido por WikiLeaks al afirmar que el proyecto era digno de confianza, ahora solo era posible relativizar aquella aseveración públicamente.
Era una situación completamente nueva. Durante casi tres años no le había contado a nadie los detalles de nuestro funcionamiento interno. Al contrario, siempre intenté vender WikiLeaks lo mejor posible, lo cual, en caso de duda, implicaba tener que disipar posibles recelos o rebatir las críticas. Para ello, entre otras cosas, tuve que recurrir a un poco de cosmética lingüística, y a veces me movía en la fina línea divisoria entre la verdad y la propaganda. Nunca dije una falsedad deliberadamente. Consideré a los dos periodistas de Spiegel sobre todo como testigos de mis reflexiones.
Cuando me reuní con Marcel Rosenbach y Holger Stark, me escucharon muy interesados. Ya en nuestras conversaciones anteriores, Holger Stark había hecho uso de su bloc de notas en varias ocasiones. En un momento dado le pregunté por qué siempre tenía que tomar apuntes. Dijo que quería acordarse de mis palabras. Yo repliqué que preferiría que lo guardase, y volví a recordarles su promesa de que nada de lo que habláramos sería utilizado de forma incorrecta.
En una de las siguientes conversaciones, Stark volvió a poner el bloc de notas sobre la mesa. Era algo que me ponía nervioso. Tal vez me había vuelto desconfiado. En las últimas semanas se habían producido demasiados malentendidos, demasiados problemas internos, que en los medios de comunicación habían aparecido descritos brevemente, y habían sido motivo de disputas. Por esa razón, en aquella entrevista para Spiegel me reprimí y no manifesté ninguna crítica feroz hacia Julian.
La entrevista apareció el 25 de septiembre. Pasé todo el lunes nervioso, esperaba alguna reacción, tal vez incluso que Julian adoptase una postura oficial. No pasó nada. Solo se pusieron en contacto conmigo otros periodistas. Pero en aquel momento no tenía la menor gana de seguir hablando sobre WikiLeaks y mi renuncia. No obstante, todavía aclaré un par de detalles al respecto a uno o dos, para que pudieran formarse una idea más clara. A continuación, sentí la necesidad, en primer lugar, de recuperar mi tranquilidad.
Una necesidad imperiosa.