La nueva estrategia de los medios en el caso de los Diarios de Guerra de Afganistán

Tras haber probado varias maneras de proceder, tales como simplemente cargar documentos en nuestra web sin decir palabra, permitir la participación de periodistas en el proyecto, e incluso actuar como un medio de comunicación, en esta ocasión queríamos que todo saliera bien. Teníamos en nuestras manos un enorme montón de documentos sobre la operación militar en Afganistán. En relación con los «Diarios de Guerra de Afganistán», queríamos involucrar a los medios en el momento preciso. En este caso, queríamos tener el control y buscar unos socios adecuados.

No tardamos en decidirnos por The New York Times. Por razones estratégicas queríamos informar a un medio de comunicación americano. ¿Por qué no acudir al más importante?, pensamos entonces. Nuestro segundo socio de mayor relevancia fue The Guardian británico, en el que Julian contaba con buenos contactos. En cualquier caso eso decía. En Alemania nos decidimos por una colaboración con el Spiegel, de la que yo sería responsable.

Marcel Rosenbach, Holger Stark y John Goetz son periodistas muy experimentados que trabajan en la redacción del Spiegel en Berlín. La revista ya había publicado un artículo en el año 2008 sobre WikiLeaks. Pero cuando hicimos públicos el vídeo Asesinato colateral por fin debimos parecerles lo suficientemente interesantes como para contactar con nosotros en persona, cosa que hicieron en la Re:publica 2010, una conferencia celebrada en Berlín sobre la Web 2.0. Les facilité un portátil encriptado, para que pudieran custodiar los documentos con mayor seguridad. Nuestros interlocutores de los medios consiguieron además criptófonos, pero nos indicaron que no debíamos utilizarlos en ningún caso en nuestras comunicaciones.

A partir de aquel momento, nos reuníamos como mínimo una vez a la semana, para ponernos al día mutuamente y asegurarnos de que todo iba bien. Habíamos acordado una fecha para la publicación, el 26 de julio de 2010, para la que todavía faltaban algunas semanas.

El material se componía de un total de 90.000 documentos del puesto de mando central de las fuerzas armadas de Estados Unidos, entre los que se encontraban informes de situación, informaciones sobre tiroteos y ataques aéreos, datos sobre incidentes sospechosos y los llamados threat reports (informes de amenazas). Ningún periódico, libro o película había podido facilitar hasta entonces informaciones tan concretas, y además de primera mano, sobre la guerra de Afganistán.

Los periodistas examinaron el material y realizaron sus propias pesquisas. Nosotros nos encargamos de que los documentos estuvieran listos desde el punto de vista técnico, tan pronto como todo el asunto saliera a la luz en Internet.

Pero entonces se nos presentó el primer problema. Queríamos colaborar con varios medios, y no solo con los tres que ya habían sido informados. Los periodistas se convierten en perros que defienden su hueso enseñando los dientes, cuando se trata de una buena historia. Los medios con los que hasta entonces habíamos hablado, obviamente, querían la historia en exclusiva.

Marc Thörner, por ejemplo, ya había escrito profusamente y con un buen enfoque sobre Afganistán. Había trabajado mucho tiempo como reportero sobre el terreno, y la prensa había hecho muy buenas críticas de su libro Afghanistan Code (Código Afganistán). Queríamos vincularlo a las investigaciones y ofrecerle también la oportunidad de echar un vistazo a los documentos. Pero los otros medios no lo vieron con buenos ojos. ¿Cómo era posible que un periodista libre cualquiera pudiera participar en aquello? Los grandes periódicos nunca lo consentirían. Según ellos, se trataba de otro nivel.

Debido a la presión ejercida por los medios informados, Marc Thörner, quien posteriormente escribió para el Tagesspiegel el informe más fundamentado sobre el tema, tuvo que conformarse con publicar un día después que los grandes. Aunque habíamos dicho que nunca permitiríamos que los poderosos supervisaran con quién y cómo trabajábamos, ya en este temprano estadio tuvimos que ceder.

Por mi parte, aquellas condiciones en ningún caso eran negociables, y así lo manifesté en mis conversaciones con el Spiegel. The Guardian y The New York Times ejercieron mucha más presión. Julian era dado a la confrontación fácil cuando se trataba de sus colaboradores, pero los periodistas de aquellos periódicos de momento parecían haberlo domesticado. Por supuesto, soy consciente de que no siempre es agradable hacerse odiar por los medios. Tampoco cabía la menor duda de que nuestros interlocutores llevaban más tiempo en aquel negocio que nosotros. ¿Qué nos habíamos creído? La caza de noticias exclusivas era una cuestión de competencia clásica. No debíamos engañarnos con la ilusión de que no intentarían imponernos sus reglas.

De acuerdo con nuestro plan inicial, habíamos previsto reunirnos todos en Londres. En un principio se habló incluso de encerrarnos en un sótano para deliberar todos juntos sobre el material. Entre tanto, nadie debería abandonar la sala. Algo parecido a una clausura, tal como había sucedido en el caso del vídeo de Asesinato colateral.

También estábamos de acuerdo en que, de cara a los periodistas, no debía escapársenos ni una palabra sobre la existencia de material adicional. Todavía no habíamos podido examinar a fondo los documentos que nos habían llegado con posterioridad, relacionados con la guerra de Afganistán. Pero intuíamos el alcance de la materia explosiva que teníamos entre manos.

Sin embargo, los acontecimientos no se desarrollaron según nuestros planes. Julian rechazó nuestro apoyo y viajó solo a Londres. Más tarde me enteré de que el interlocutor del The New York Times había dejado muy claro que prefería trabajar en su redacción, una vez tuvo en su poder no solo los documentos sobre Afganistán, sino también los documentos relativos a la guerra de Irak, que nunca antes habían estado a disposición de nadie. Después subió al avión y desapareció. Lo cual contravenía todo lo que habíamos acordado.

David Leigh de The Guardian se hizo cargo de la coordinación. Durante las conversaciones, Julian daba la impresión de estar totalmente agotado, o se enfrascaba por completo en su trabajo ante el ordenador, según me contaron los periodistas de Spiegel.

Muy pronto resultó obvio que ya no éramos los dueños y señores del procedimiento. Además, estábamos totalmente desbordados por la preparación técnica de los documentos. Nuestros técnicos trabajaban sin descanso para dar a los documentos un formato legible.

La fecha de publicación se había acordado para un lunes, con el fin de que Spiegel, que es una revista semanal, pudiera mantener su edición habitual. Para ello, la revista modificó expresamente su proceso de producción: el domingo no hubo ningún avance editorial para los políticos en Berlín, y la versión ePaper debería ser asimismo enviada después.

El miércoles anterior a la fecha de publicación fijada, me reuní con Marcel Rosenbach y John Goetz en un restaurante italiano de la calle Behrenstrasse a la hora de comer. Aunque no tenía nada de hambre, por educación pedí un plato de pasta cualquiera. Me dispuse a enrollar lentamente la pasta en el tenedor, mientras ambos hablaban. Los periodistas me informaron de lo bien que iba todo. Entre tanto yo miraba interesado cómo los espaguetis serpenteaban en el tenedor en anillos cada vez más amplios.

«¿Y vosotros qué tal?», me preguntó Goetz.

Tomé un bocado y asentí. Los dos periodistas de Spiegel parecían muy contentos. Yo tenía un mal presentimiento. El hambre se me pasó definitivamente cuando ambos preguntaron sobre los avances respecto al proceso de minimización de daños («Harm Minimization Process»). «¿Ya habéis acabado con la redacción?»

Debí de poner cara de tonto. Pero enseguida intenté controlar mi expresión. Habían acordado con Julian que eliminaríamos los nombres de los documentos, me recordó Rosenbach. Era la condición exigida por los tres medios de comunicación, absolutamente innegociable, antes de proceder a la divulgación online del material.

Yo no sabía nada al respecto. Los nombres de los inocentes implicados debían eliminarse, parecía lógico, estaba absolutamente de acuerdo con ellos. Empezaba a tener con frecuencia el problema de que Julian no me hacía partícipe de informaciones relevantes, o cuando lo hacía ya era demasiado tarde. Eso a veces me ponía en una situación comprometida ante los periodistas. Es bien probable que esa sea también la explicación de lo sucedido en aquella ocasión.

Corrí a casa y me comuniqué inmediatamente con nuestros técnicos y sus ayudantes. Estaban abrumados por el trabajo, pero era la primera vez que oían que había que volver a redactar documentos.

Nos encontrábamos entre la espada y la pared. Los artículos estaban casi terminados, las prensas tipográficas ya se estaban calentando: era demasiado tarde para detener el proceso de producción. Sobre todo cuando Spiegel hubiera perdido miles de euros para cambiar la fecha de publicación prevista.

Entré en el chat. Julian estaba conectado, y le pregunté: «Eh, ¿de qué va eso de la minimización de daños?».

¡Hop! Julian de pronto ya no estaba. Y no volvió a entrar durante el resto del día.

Para todos los demás había sonado el teléfono rojo. Hacíamos todo lo que estaba en nuestras manos. Creo que durante aquellos cinco días, del miércoles al lunes, dormí como mucho entre diez y doce horas. Anke vivía con un fantasma.

Al echar una ojeada a los documentos, vimos que incluso si eliminábamos los nombres, el contexto seguía allí, y por el contexto también se puede identificar a las personas. Cuando en un informe se mencionaba, por ejemplo, que uno de los tres afganos que fueron detenidos el 25 de marzo de 2009 en la localidad XY había proporcionado información a los americanos, aquello no hacía más que facilitar al talibán regional la tarea de búsqueda de aquella persona para tomar represalias.

¡90.000 documentos! Eran demasiados. Me quedé atónito mirando la pantalla y no supe qué hacer. Era imposible modificarlos en el documento original. Necesitábamos una interfaz web que facilitara la tarea de redacción. Nuestros técnicos desarrollarían posteriormente un programa, con cuya ayuda los colaboradores voluntarios podrían acceder a los documentos mediante una conexión segura, para corregirlos o camuflar los nombres. Pero en el caso de aquella publicación no teníamos tiempo.

Los medios de comunicación nos dieron el criterio decisivo: debíamos retirar 14.000 de los 90.000 documentos y esperar hasta nueva orden. Se trataba de los llamados threat reports (informes de amenazas). En aquellos informes se incluía una relación de los afganos que habían actuado como informantes de las tropas de los Estados Unidos, y que, por ejemplo, habían avisado a los norteamericanos de un atentado planificado o de la ubicación de un nuevo depósito de armas. Los informantes eran mencionados por su nombre y probablemente hubiesen sido una presa fácil para los actos de venganza de los talibanes.

En los 76.000 documentos restantes aparecían muchos menos nombres. Varios medios independientes realizaron verificaciones posteriores y todavía encontraron un centenar de nombres.

Estábamos trabajando a toda máquina, cuando en la tarde del día siguiente Julian apareció de repente en el chat. Según dijo, «quería deciros hoy lo de los nombres». A continuación, nos envió una larga lista de tareas pendientes:

J: 1. Mañana hay que estandarizar los URL. Se han unificado los nombres: «Diarios de guerra de Kabul» y «Diarios de guerra de Bagdad».

J: 2. Hay que comprobar si en la base de datos de Afganistán hay información que afecte a informantes inocentes. Dichas informaciones se encuentran sobre todo en los threat reports. Hay bastante trabajo para eliminarlas.

J: 3. Es necesario realizar un sumario y noticias de prensa.

J: 3.5. Nuestras comunicaciones internas deben ser uniformadas. Deben distribuirse Satellite Pagers, si están disponibles, y SILC/IRC variantes como alternativa.

J: 4. Debe comprobarse de nuevo la infraestrucutra de distribución.

J: 5. Es necesario eliminar el campo correspondiente a la clasificación, de las versiones de la base de datos de Afganistán proporcionada por nosotros.

J: 6. He creado una versión SQL completa de la base de datos; debe estar disponible como archivo descargable.

J: 7. Compartición de archivos .torrent[4] / reparto previo de archivos.

J: 8. Es necesario convertir los servidores de e-mail en máquinas robustas.

J: 9. Debe uniformarse el equipo de prensa/contactos.

J: Todo esto ES NECESARIO para que no fracasemos.

J: Y ahora lo necesario si queremos hacer justicia.

J: 10. He desarrollado junto con The Guardian el front-end basado en Perl con funciones de búsqueda. Debe distribuirse también como archivo descargable (más adelante entraré en más detalles).

J: 11. Hay que hacer un vídeo de introducción de 3 minutos. Dispongo del personal necesario para las tareas de grabación y edición, pero queda pendiente la parte gráfica (p.ej. Google Earth, imágenes terrestres).

J: 12. Las personas [periodistas], que han trabajado con esta información deben ser entrevistados para que expliquen sus métodos y la calidad / las limitaciones de la información. De 10 a 20 minutos cada uno. No es necesaria ninguna preparación. Ya he asignado esta tarea en Londres, pero todavía falta Berlín y Nueva York. Es la manera más rápida de conseguir una «guía» para el material, y sirve además para crear una relación de igual a igual entre WikiLeaks y nuestros tres grandes interlocutores.

J: 13. El equipo de prensa debe consolidarse y necesitamos una lista de expertos que puedan hablar sobre el tema con fundamento (no solo nosotros).

J: 14. Debe comprobarse el sistema de donativos y hacerlo más transparente. Debe mencionarse la dirección postal en Australia para el ingreso de cheques, etc., y probablemente también es conveniente que aparezca la cuenta bancaria .au [australiana].

Respondí lo que todos pensaban: «Faltan cuatro días para publicar». Sin la lista de Julian ya teníamos bastante presión. Como era de suponer, la noche antes de la publicación todavía no habíamos acabado.

The Guardian publicó la información on-line sin contar con nosotros. The New York Times esperó, porque no se atrevían a ser los únicos en publicarla en el mercado de los Estados Unidos. Nuestros interlocutores de Spiegel me llamaban continuamente para saber cuándo pondríamos en circulación el material en la red. Era el caos.

En el momento en que la maquinaria de los medios se puso en marcha, ya no le importó a nadie que hubiéramos echado a perder la acción concertada y que nuestra publicación fuera con retraso respecto a los medios. El mundo exterior, por lo que sé, no supo nada de nuestros problemas internos. Nadie se imaginaba el caos reinante en la etapa preliminar.

Un portavoz del Pentágono declaró en una conferencia de prensa que WikiLeaks tenía «las manos manchadas de sangre». Sin embargo, se ha demostrado que hasta la fecha ni un solo informante ha sido perjudicado debido a la publicación de aquellos informes. Más tarde se ha sabido que el Ministerio de Defensa estadounidense no tardó en clasificar la información como inofensiva en un comunicado interno.

Fueron los medios quienes nos indicaron que no debíamos permitir la circulación de los threat reports. No habíamos profundizado en el contenido de los documentos, puesto que correspondía a los periodistas realizar dicha tarea. No obstante, Julian apareció más tarde ante las cámaras para elogiar el proceso de minimización de daños.

También nuestros técnicos trabajaron cientos de horas. Por ejemplo, transformaron todo el material a formato KML, para poder visualizar en Google Earth el desarrollo cronológico de los incidentes. Pero tuvieron que darse por satisfechos con una frase de agradecimiento en el chat.

En todo el mundo se inició un amplio debate sobre la posibilidad de que aquella publicación hubiera podido perjudicar a alguien. No se habló demasiado sobre el contenido, con excepción de la primera oleada de los medios, que se habían preocupado de examinar los documentos, y la segunda, en la que otros periódicos realizaron sus análisis tan pronto tuvieron la posibilidad de ver el material.

Julian se había propuesto acabar con una guerra. Por desgracia, faltaba mucho camino por recorrer. Teníamos la esperanza de que los documentos cambiarían por completo el punto de vista sobre la operación militar. Creíamos que en el momento en que resultara evidente que en Afganistán se habían cometido muchas injusticias, la gente se manifestaría y exigiría a sus gobiernos la interrupción de los ataques y el regreso de los soldados.

El hecho de que no se produjeran consecuencias concretas y de que no se iniciara un nuevo debate social de la noche a la mañana, cuestionando el sentido de aquella guerra, con toda probabilidad se debió a la increíble cantidad de datos incluidos en el material. Aquella recopilación de documentos era demasiado extensa y compleja como para que la gran mayoría pudiera participar en el debate. Por otra parte, precisamente en los 14.000 documentos que no habíamos publicado se encontraba el material más explosivo. Casi todos los artículos publicados por Spiegel, The Guardian y The New York Times tomaban como punto de partida aquellos documentos. En última instancia, los tres medios que fueron nuestros interlocutores sacaron el máximo partido a aquellos archivos de los que tenían la exclusiva, mientras que la competencia tuvo que conformarse con los restos.

Por supuesto, nadie puede echar en cara a los periodistas, en tanto que individuos independientes, que buscaran una buena historia y que desearan tener la exclusividad. Con la mayoría de ellos mantengo relaciones cordiales. Pero la manera de funcionar de los medios, su afán por conseguir informaciones en exclusiva, el intento continuo de sacarnos lo máximo posible, y esa mezcla de curiosidad permanente y amistosa autosuficiencia, a veces me sacaba de mis casillas.

Todavía recuerdo aquellos tiempos en los que nadie nos conocía, cuando tenía que telefonear a los distintos medios para llamar su atención sobre un buen material. Entonces, no me devolvían la llamada, ni respondían a mis correos. En un principio, muchos de los periodistas alemanes hicieron valoraciones muy críticas y escribieron ingeniosos análisis sobre los problemas asociados a nuestra plataforma. Era algo normal. Hubo otros, sin embargo, que cambiaron de opinión al darse cuenta del interés que podían generar gracias a nuestro material. Entonces empezaron a adularnos. Lo cual me pareció muy extraño.

Cada vez con mayor frecuencia, en los debates acerca de las filtraciones de aquella época se nos criticaba que WikiLeaks arremetiera contra los Estados Unidos como principal enemigo. Y sin embargo, había situaciones en otros lugares de la Tierra que también merecían ser sacadas a la luz pública. En efecto, todas las publicaciones importantes del año 2010 estaban relacionadas con aquella potencia mundial.

Era debido a varias razones. El antiamericanismo de Julian se alimentaba del simple hecho de que los Estados Unidos estaban implicados en la mayoría de conflictos políticos del mundo. Además, en el caso de muchas operaciones, se sospechaba que los Estados Unidos participaban en la guerra movidos por intereses económicos. Un argumento de peso al respecto era su intromisión en la política de otros países. Por descontado, eso no excluía la necesidad de criticar a los gobiernos que cometen crímenes contra su propia población.

Ese era uno de los motivos. Otra de las razones era bastante más trivial: las dificultades idiomáticas. Ninguno de nosotros sabía hebreo o coreano. A menudo, nos resultaba bastante difícil comprender el significado de un documento en inglés. Julian tampoco sabía idiomas. A pesar de que aprovechaba su superioridad como único anglófono nativo en nuestros debates internos para tergiversar hábilmente en su favor los temas que le resultaban desagradables con disquisiciones minuciosas sobre el significado de palabras concretas, con frecuencia no podía recordar el nombre de los medios de comunicación extranjeros, ni tampoco el de nuestros correligionarios. En una entrevista en televisión que concedió tras mi cese en WikiLeaks, incluso se le anudó la lengua al intentar decir mi apellido. Hubiéramos tenido que buscar más voluntarios que nos ayudaran con las traducciones. Pero hacía tiempo que habíamos fracasado en nuestro intento por integrar a simpatizantes en tareas mucho más elementales.

Mucho más relevante era el tercer y último motivo: en los Estados Unidos habíamos encontrado nuestro mayor adversario. Julian Assange no perdía su tiempo con los débiles, sino que había escogido a la nación más poderosa del mundo como enemigo. Su propia importancia se medía por la de su enemigo. ¿Por qué tendría que buscar pelea en África o en Mongolia, o con la casa real de Tailandia? Acabar en la cárcel en África o Tailandia, o desaparecer con un bloque de hormigón en los pies en un río de Rusia, resultaba bastante menos atractivo que informar a la opinión pública mundial, con el emocionante respaldo de los medios, de que los Estados Unidos le habían echado al cuello a sus servicios secretos. Aquella estrategia era garantía de éxito en los titulares.

El mayor problema de la publicación de los Diarios de Guerra de Afganistán radicaba en que Julian había abierto su caja de Pandora para mostrar a los medios el material restante. Aquello nos ligaba a los mismos interlocutores. Y nuestro plan de seguir controlando el proceso se convirtió en una farsa.

The New York Times, por ejemplo, no había incluido nuestro link en su artículo, tal vez por miedo a tener problemas legales. Pero ya poseían todo el material sobre Irak. Hubiera sido muy difícil publicar los siguientes documentos sin ellos.

Unas semanas después, The Washington Post publicó un amplio reportaje titulado «La América secreta», en el que se ponía de manifiesto el trasfondo de la industria armamentística. Los artículos abrían los ojos a los lectores sobre el tremendo crecimiento del que se había beneficiado este sector como resultado de la lucha contra el terror. La información era excelente. No sé cómo The Washington Post la había obtenido, pero toda aquella cobertura informativa, junto con los documentos y mapas on-line, demostraban una impresionante eficacia, que además procedía de su propia redacción. Cuando The Washington Post me preguntó si podrían tener acceso a los 14.000 documentos restantes, pensé que sería una colaboración muy sensata. Les hubiera facilitado con agrado aquel material, como retribución por el excelente trabajo realizado. Pero Julian impidió que llegáramos a un acuerdo: «Ya nos hemos comprometido con los otros tres, no podemos engañarles», fue su explicación.

Me arrepiento de no haber sabido actuar para conseguir otros logros por mi parte. Para Julian, el concepto de compromiso o de acuerdo, de todos modos, no tenía demasiado valor. Con frecuencia él mismo me había dicho que no se trataba de alterarse por las ideas de los demás, sino de participar activamente en la construcción de la realidad. Más adelante, redefiniría el supuesto compromiso de exclusividad con los medios, y entre otras cosas facilitó también a Channel 4 los documentos de Afganistán, contraviniendo todos los acuerdos.

Tampoco quería dañar la imagen de WikiLeaks, haciendo que nos vieran como interlocutores informales. Me debatía en el dilema de aquellos que se atienen a las reglas y al mismo tiempo tienen que tratar con alguien que las utiliza, sobre todo como argumentos, cuando encajan en sus planes.

Nuestras propias pretensiones de publicar inmediatamente el material del que disponíamos, y de seguir siendo independientes a la hora de tomar decisiones, se me antojaban ahora ridículas. Y los medios nos tenían exactamente donde querían. Podían sacar provecho del material de forma exclusiva, mientras nosotros teníamos atadas las manos.

Nuestros técnicos desarrollaron en un plazo muy breve de tiempo un software muy ingenioso, que nos permitió ampliar el círculo de ayudantes, siguiendo el principio «los amigos de los amigos», en el proceso de redacción. Cada uno de ellos tenía acceso a un pequeño paquete de datos a través de una interfaz front-end de la red, y por tanto solo podían ver una sección del juego de datos completo. De esa forma, cientos de voluntarios podían visualizar y trabajar simultáneamente en los documentos. Para cada documento contábamos como mínimo con dos voluntarios, y cada una de las modificaciones efectuadas se protocolizaba. Todos funcionaban a la perfección, y pronto los 14.000 documentos restantes estuvieron pulidos.

El conflicto entre Julian y yo seguía ahí, a pesar de que nuestra colaboración diaria se desarrollara de forma paralela. Empecé a hablar con Birgitta en el chat sobre ello, porque me sentía como si estuviera dando palos de ciego sin saber lo que Julian tenía en mente. Tan pronto como Julian y yo volviéramos a tirar juntos del carro, sería posible encarrilar de nuevo WikiLeaks, o al menos eso creía yo.

A finales de junio, Birgitta me contó a través del chat una conversación que había mantenido con Julian. Le había exigido que no volviera a confiar en mí, y me había calificado de «adversario».

D: Eso no tiene ningún sentido.

B: No, él cree que va más allá, que quieres hacerte con WikiLeaks.

D: ¿Más allá? Eso es basura.

B: Dinero y fama.

D: Sí, claro. Jajaja. Esto ya lo hemos aclarado con todos los demás. Y estamos todos de acuerdo en que es basura.

B: Ya lo sé.

D: El único que no lo ha entendido es J, ya lo solucionaremos. Creo que sé por qué piensa así.

B: Eso espero. ¿Por qué?

D: Por algunos comentarios que hice, por ejemplo, en relación con el dinero. En una ocasión discutimos porque había gastado parte de ese dinero.

B: Cree que estás retirando grandes cantidades de dinero regularmente.

D: Le dije que, si él no quiere hablar conmigo, gastaré dinero en gastos necesarios, sobre todo teniendo en cuenta que el dinero aquí, en .de [Alemania] en gran parte es resultado de mi trabajo.

D: LOL [laugh out loud] (carcajadas). He retirado quizá 15-20K [entre quince y veinte mil] de esa cuenta, como mucho, y todo ese dinero fue destinado a servidores que necesitábamos, o cosas semejantes, guardo todas las facturas.

B: Le he pedido una y otra vez que se reúna contigo para aclarar todo este asunto.

De forma paralela, tuvimos que oponer resistencia a la presión cada vez mayor del exterior. El 30 de julio de 2010 publicamos en el dominio de los documentos de Afganistán, así como en varios sitios de bolsas de intercambio, un archivo de 1,4 GB encriptado con el título «insurance.aes256». El encriptado de material especialmente delicado, para proceder a su posterior distribución, era una medida más que sensata que debíamos haber puesto en marcha mucho antes.

Ni siquiera yo mismo sabía qué era lo que los técnicos habían guardado en aquel archivo. Estaba codificado con el sistema de encriptación simétrico AES256, que ofrecía una protección relativamente inmune ante los intentos de desciframiento. Pero la idea de colgarlos en la red, no me pareció tan genial.

En un principio, con aquel archivo de seguridad queríamos evitar que alguien desmantelara WikiLeaks o intentara secuestrar a alguien del equipo para sacarle de la circulación con el fin de impedir la publicación de más documentos. Al igual que otros depositan sus conocimientos ante un notario, nosotros lo hicimos en la red.

No sin gran esfuerzo, copié el archivo en lápices de memoria USB, y lo envié a centenares de personas de mi confianza en todo el mundo. Entre ellos, políticos de los verdes, periodistas y otras personalidades, en las cuales suponía que podía confiar.

Para ello compré diferentes lápices de memoria USB y muchos sobres distintos, marrones, blancos, grandes, pequeños, y fui a correos con un montón cada vez, para asegurarme de que era imposible interceptar todo aquel cargamento. En algunos casos, los entregué en mano. A cada lápiz USB acompañaba una carta, con fecha del 20 de julio de 2010:

Consigna de datos

Apreciado amigo,

Nos dirigimos a ti en un acto de confianza. Junto con esta carta encontrarás un lápiz de memoria USB, que contiene información en un archivo encriptado.

Antes de que se produzcan los desafíos a los que nuestro proyecto tal vez deberá hacer frente en las próximas semanas, te enviamos esta información, además de distribuirla a otras personas y entidades dignas de confianza en todo el mundo. De esta forma nos aseguramos de que pueda llegar a los medios de comunicación, y por tanto al gran público, independientemente de lo que pueda suceder. Al mismo tiempo, cumple la función de reaseguro para que no le suceda nada al proyecto o a nosotros mismos.

En caso de que algo vaya mal, se desencadenará un segundo mecanismo que hará pública la clave de este material para poder descifrar el archivo, y de este modo garantizar que no todo fue en vano.

Rogamos no comenten a nadie la recepción de esta carta y de los datos. Hay mucho en juego.

Recibe un cordial saludo, y muchas gracias.

WikiLeaks

Los técnicos trabajaron mientras tanto en una solución para que las contraseñas se publicaran automáticamente en caso de que pasara algo. Este método recibe el nombre de Dead man switch.[5] En ese momento no sabía que existía un plan para publicar el archivo también en la red y distribuirlo en varias plataformas de descarga. De haberlo sabido, me hubiera opuesto a ello. Incluso aunque el proceso de descodificación del archivo sin contar con la clave hubiera requerido mucho tiempo, no se podía descartar la posibilidad de que alguien lo consiguiera.

Al consignar aquel archivo, nuestra intención era accionar los resortes políticos. Creo que como mínimo conseguimos que el personal del Departamento de Estado pasara un par de noches sin dormir ocupados con un archivo encriptado, que hacía las veces de «seguro», de acceso público en la red, en una plataforma de intercambio de archivos .torrent. Por lo menos no era uno de los problemas habituales reseñados en sus manuales. Y tampoco podía resolverse con el envío de un portaaviones.

No puedo decir con certeza si ese mecanismo de seguridad interesó a alguien o si impidió la detención de algún miembro de WikiLeaks. En todo caso, todos creímos firmemente que serviría. Con posterioridad, cuando Julian sufrió una detención preventiva en Londres a causa de la investigación abierta en Suecia sobre ciertas acusaciones, este manifestó a su abogado que habría que considerar la «opción termonuclear», refiriéndose a la posibilidad de hacer pública la clave del «seguro-archivo» en caso de que Julian fuera extraditado a Suecia.

Por descontado, esa no era su finalidad. El «seguro-archivo» debía proteger a los trabajadores amenazados y a nuestros documentos, y no estaba pensado para que Julian esquivase las investigaciones en un país democrático, sobre todo cuando se trataba de un asunto puramente privado.

La necesidad fundamental de semejante mecanismo de seguridad se confirmaría más adelante, cuando Jake Appelbaum fue detenido e interrogado al entrar en los Estados Unidos. La única falta en la que había incurrido fue dar una conferencia sobre WikiLeaks en representación de Julian, seguramente porque este último creyó que era importante que WikiLeaks estuviera presente. Aquello bastó para que al llegar a los Estados Unidos le confiscaran el portátil, le cachearan y le tuvieran detenido varias horas. Después le gastábamos bromas maliciosas, diciéndole que todos los contactos que tuviera guardados en su móvil tendrían los mismos problemas que él si viajaban a los Estados Unidos.

Este incidente fue muy desagradable para Jake. En comparación, las aventuras de las persecuciones de Julian eran más bien anecdóticas. En mayo de 2010, los funcionarios de aduanas le retiraron el pasaporte en cuanto entró en Australia. Aquel supuesto escándalo se difundió por todo el mundo a través de todas las agencias. El contratiempo dio pie a que Julian concediera varias entrevistas en la televisión australiana, en las cuales declaró que ya no se sentía seguro en ninguna parte. Yo había visto su pasaporte y la verdad es que estaba destrozado. Así que alguno de los funcionarios querría comprobar que en efecto se trataba de un documento oficial y no de papel reciclable. De todos modos hay que decir que a los pocos minutos Julian había recuperado su pasaporte.

Como consecuencia, Julian declaró que ya no podía salir de Australia con garantías de seguridad, que le parecía demasiado peligroso. Recuerdo que coincidió con la propuesta de dar una conferencia ante el Parlamento Europeo, en un acto informativo acerca de la censura en Internet. Julian solicitó que se le invitara a él, en vez de a mí, con el argumento de que los servicios secretos no le importunarían si viajaba bajo la protección del Parlamento Europeo. Puesto que el Parlamento esperaba su comparecencia, nadie se atrevería a secuestrarle o asesinarle. «Necesito cobertura política», era su discurso. Siempre pensé que como mucho nos seguirían un par de estudiantes radicales o simpatizantes del derechista NPD (Partido Nacional Demócrata de Alemania), para darnos una paliza. Nadie secuestraría un avión de pasajeros australiano para dejar fuera de circulación a Julian Assange.

Por entonces, Julian empezó a tratar con un joven islandés de diecisiete años, involucrándolo cada vez más en el proyecto, algo que todavía hoy no deja de sorprenderme. Con anterioridad nos había prevenido contra aquel joven, afirmando que era un mentiroso y que no era digno de confianza. Julian quería evitar a toda costa que habláramos con él. Por ello me sorprendió aún más que le ofreciera una dirección propia de correo en WikiLeaks. Aquel era un privilegio reservado a muy pocas personas, entre diez y veinte, no más. Julian le compró dos portátiles e incluso le regaló uno de los criptófonos.

Además, Julian tuvo un comportamiento negligente en lo que a nuestras medidas de seguridad se refiere. Los correos dirigidos al joven de diecisiete años, así como los destinados al que sería más adelante portavoz, Kristinn, eran reenviados automáticamente a sus respectivas direcciones de gmail, con la comodidad como única justificación. Me preguntaba si realmente debíamos poner tan fácil a los americanos que leyeran nuestras comunicaciones internas. Y de ser así, ¿por qué no renunciábamos a los caros criptófonos?

Julian también se volvió cada vez más descuidado a la hora de mantener el secreto de los documentos. Le facilitó al islandés todo el material de los Cables para que pensara en «cómo podría editarse desde el punto de vista gráfico». Por descontado, no cayó en la cuenta de que hubiera sido mejor no encargarle una tarea tan delicada.

El islandés proporcionó aquel material a la prensa, entre otros a la periodista Heather Brooke de The Guardian. Más tarde se justificaría diciendo que se había cuestionado la manera de optimizar la influencia política de dicho material, y por esa razón «había tenido que hablar con un par de personas sobre ello».

Aquel factor humano, el deseo de difundir conocimientos secretos y de este modo revalorizarse un poco como persona, recurriendo a la prensa si era necesario, no era nada nuevo. Por eso precisamente había que ser muy prudente a la hora de hacer circular una información. ¿Acaso no lo habíamos aprendido ya?

Julian era extremadamente paranoico, sobre todo en cuanto a su seguridad personal y, sin embargo, de repente bajó la guardia. Cuando se enteró de aquello, envió a Ingi y Kristinn para que hablaran con él. Pero de qué servía si la información ya había sido divulgada. Los islandeses hicieron que firmara una declaración en la que decía que le habían sustraído los documentos de forma ilegítima. El simple hecho de asociar su nombre con aquellos documentos era muy peligroso.

Aquel joven de diecisiete años suponía un riesgo de seguridad cada vez más elevado. Julian escribió en Twitter que el joven había sido detenido varias veces por la policía. Y él nos dijo que la policía le había preguntado por WikiLeaks, y que le habían enseñado fotos para interrogarle sobre personas concretas. Julian también lo escribió en Twitter. Sin embargo, no fue posible comprobar aquellos hechos, y la policía de Islandia los desmintió. En todo caso, el misterio de WikiLeaks se avivó considerablemente con los relatos sobre el acoso y las detenciones.

Durante el año 2010, Julian viajaba cada vez con más frecuencia acompañado de guardaespaldas. Quizás eso le hacía sentirse más importante. En algún momento llegué a pensar que la peor hecatombe imaginable para Julian sería que me detuvieran antes que a él. Tal vez por eso se enfadó tanto al ver mi verdadero nombre en el timbre de la puerta.

Nuestra relación no mejoró, después de que en abril me dijera que si me la jugaba y ponía en peligro a nuestras fuentes, me perseguiría y me mataría: «If you fuck up, i will hunt you down and kill you». Es cierto que lo dijo en una situación de mucho estrés. A veces, lo que me decía parecía dirigido contra él mismo. En otra ocasión dijo que yo suponía un riesgo para la seguridad, porque «no podría soportar un interrogatorio». Me pregunté entonces por qué película se había dejado llevar Julian en realidad. ¿Acaso visualizaba mentalmente a un policía que me apretaba las clavijas, mientras yo escribía una confesión de un folio, que haría que le condenasen a muerte?

En una ocasión Julian me había contado que de tanto en tanto se iba a pasar un tiempo al campo. En soledad total podía concentrarse en él mismo y cargar pilas, en lo que él llamaba proceso de «puesta a punto». Allí no podía hablar con nadie y se limitaba a vivir el día a día. Según decía, realmente necesitaba semejante retiro cada dos o tres meses, como mínimo. Cuando pienso en los últimos dos años, no recuerdo que se tomase ni un solo día entero para estar en la naturaleza, ni siquiera un rato para pasear por un parque.

Muchas de las personas que le vieron en conferencias o con motivo de alguna de sus visitas, me comentaron que Julian tenía mal aspecto, y que daba la impresión de estar reventado. La verdad es que no le entendía, por qué era necesario trabajar con tanta presión. Había algo que le impulsaba a actuar así, pero no podría decir qué era exactamente. En 2010 publicamos copiosas filtraciones, una tras otra, como si el diablo redivivo nos pisara los talones. Tal vez aquella presión era el resultado del nuevo material que nos había llegado durante los últimos meses.

Ya me había anunciado que no disponíamos de tanto tiempo como antes para tratar cada detalle, que habíamos crecido demasiado, que el proyecto había tomado un cariz muy serio como para seguir trabajando con tranquilidad. Tal vez también lo que le gustaba era que las cosas tuvieran el carácter más destructor, radical y trascendental posible.

Mi punto de vista era diametralmente opuesto. Ahora que cada vez éramos más conocidos y que los documentos cada vez eran más explosivos, debíamos ser cautelosos. Hubiéramos podido aprovechar la pausa que nos impusimos a finales de 2009 para seguir desarrollando nuestra estructura interna. Y hubiéramos tenido que encargarnos más bien de filtraciones de menor relevancia, hasta que nuestra infraestructura hubiera sido sólida.

También me preguntaba si Julian en realidad tenía miedo de algo: si le impulsaba una preocupación para mí desconocida, o si el nuevo material se había convertido en algo demasiado peligroso para él. Solía decir que debíamos deshacernos de los documentos. Manifestaba una gran inquietud, diciendo que de lo contrario nos «machacarían». Por otra parte, nunca me pareció que Julian tuviera miedo de nada. El miedo pertenecía a una categoría de características que en su caso no parecía en absoluto acentuada. Así que tampoco tenía que superarlo.

La presión tuvo como resultado que, en efecto, cada vez cometiéramos más fallos. Y que ya no pudiéramos cumplir con la inmensa responsabilidad que nos habíamos cargado a las espaldas. Julian se limitaba a repetir su frase preferida: «No pongas en duda al líder en tiempo de crisis».

Esta frase casi tenía un potencial cómico. Julian Assange, el revelador de secretos en jefe y el crítico militar más mordaz en misión de paz global, se había acercado también de palabra a los poderosos a los que pretendía combatir. Parecía hallar cada vez mayor satisfacción en el lenguaje técnico extremadamente afilado y desalmado de los documentos, con sus absurdos acrónimos y códigos.

Hacía mucho que calificaba a cualquier persona como «activo», concepto que se utiliza en el lenguaje empresarial para denominar el inventario, y en el ejército para referirse a los soldados que componen las tropas. La manera como Julian utilizaba este término tampoco era simpática, sino que demostraba que para él las personas de nuestro equipo eran simplemente carne de cañón.

Cuando posteriormente quiso echarme, alegó lo siguiente: «Deslealtad, insubordinación y desestabilización en tiempo de crisis», todos ellos conceptos del Espionage Act (Ley del espionaje) de 1917. Las cláusulas de esta ley se derivaron de la entrada de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Se trataba de lenguaje militar dirigido a traidores.

El lenguaje en clave no solo es habitual en un entorno militar, sino que constituye la base de la mayoría de los ámbitos de especialización. Asimismo, la mayoría de los textos legales contienen su propia jerigonza, la llamada jerga jurídica, al igual que en el caso de la empresa o la banca. Este tipo de lenguaje llega a su máxima expresión, aún más que en el caso del ejército, por ejemplo, en el tono empleado por la Cienciología, cuyos manuales están plagados de acrónimos.

Es un lenguaje no solo perfecto para impedir o dificultar el acceso a los profanos, sino que también es utilizado por grupos profesionales enteros, cuya existencia se justifica únicamente por el hecho de que son necesarios para orientarse en su propio sistema de referencias internas. Aunque el tema en cuestión sea después de todo banal, suena como si se tratara de ciencia oculta. No me sorprende que a Julian le gustara. El llamado tecnolecto lleva intrínseca la falsa apariencia de ser relevante, además de insinuar que el orador sabía previamente de qué se trataba. Pero por favor, que a nadie se le ocurra preguntar nada al respecto.

Por cierto, que se trata de una realidad desconocida para mí hasta entonces y que debo agradecer a mi trabajo en WikiLeaks: independientemente de si se trataba de militares, servicios secretos o comisiones estratégicas, todos eran iguales. Algunos documentos me parecían, tras examinarlos más en detalle, increíblemente ingenuos. Publicamos, por ejemplo, un documento de la CIA del grupo Célula Roja, un thinktank («laboratorio de ideas») de los servicios secretos, fundado tras el 11-S. El documento del grupo Célula Roja informaba sobre las estrategias en materia de relaciones públicas con las que, en su opinión, los americanos deberían intentar actuar contra la cada vez menor aceptación de la guerra de Afganistán por parte de alemanes y franceses.

Hans-Jürgen Kleinsteuber, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Hamburgo, en una entrevista de radio calificó dicho documento de «redacción de colegial». La estrategia de querer contar a los alemanes que su intención era velar por los intereses económicos en Afganistán, por un lado, y a los franceses que la finalidad era salvaguardar los derechos de las mujeres, por otro, era al mismo tiempo un plan tan simple como malicioso. Realmente no podían haberlo ideado estrategas especialmente astutos, pero el lenguaje de la CIA le confería un tono excepcionalmente relevante, aunque bien podría haber salido de la pluma de un alumno de bachillerato.

Por supuesto, nosotros también teníamos referencias internas. WikiLeaks era «WL», Julian quedaba representado por una «J» en el chat, yo era una «S» de «Schmitt», y otros miembros del equipo también contaban con solo una letra. De ese modo se estableció una peculiar lógica: cuanto más importante era una persona en WikiLeaks, más corto era su apodo. Cuando en el chat de WikiLeaks aparecía un ente representado por una sola letra, uno podía estar casi seguro de que estaba en presencia de un representante oficial del proyecto.