Estando aún en Islandia, Julian y los demás empezamos a trabajar en el documental titulado Asesinato colateral. En el proyecto estaban involucrados también Birgitta, Rop y dos o tres islandeses que nos prestaron fundamentalmente asistencia técnica. Los informáticos y yo trabajamos desde casa con nuestros portátiles. Los demás alquilaron una casa vieja en las afueras de Reikiavik, se encerraron allí, corrieron las cortinas y se dedicaron a preparar el vídeo.
Por aquella época se unieron dos personas más a WikiLeaks: los periodistas islandeses Kristinn Hrafnsson e Ingi Ragnar Ingasson. Es probable que tanto Kristinn como Ingi influyeran decisivamente en que nuestra siguiente producción tuviera un tono tan periodístico. Ambos procedían del mundo de la televisión e Ingi era productora. Los dos animaron a Julian a elaborar un reportaje propio con el material de vídeo.
Kristinn comprendió enseguida lo que WikiLeaks podía significar para él en tanto que periodista. Actualmente es el nuevo portavoz de WikiLeaks. Y creo que fue él quien llevó a Ingi a WikiLeaks. Al poco, la joven de diecisiete años adquirió el extraño estatus de colaboradora de Julian, un título que nunca he terminado de comprender. A partir de aquel momento, Julian se refugió en Kristinn para lanzarme muchos de sus ataques: «Kristinn puede confirmar que los demás también están cansados de ti», Kristinn esto, Kristinn lo otro.
Sin necesidad de hablar del asunto, todos dimos por sentado que yo ni quería ni debía regresar a Islandia. Tenía la sensación de que Julian no me quería allí y no mostré ningún interés por viajar. Podía trabajar para WikiLeaks desde Alemania sin mayores problemas y, además, ahora tenía un buen motivo para querer quedarme en Berlín: Anke. Pronto nos habíamos dado cuenta de que estábamos hechos el uno para el otro: compartíamos los mismos valores, ambos queríamos un mundo mejor y podíamos tratarnos de igual a igual.
En cambio, Julian y yo no nos poníamos de acuerdo en cuál debía ser nuestra relación a partir de aquel momento. Yo intentaba propiciar el diálogo, pero él lo bloqueaba. Había llegado el momento en que ya solo íbamos a conversar a través del chat, aunque muchos aseguran que habría bastado con que nos encontrásemos en persona para solucionar nuestras diferencias. Nuestras conversaciones eran cada vez más inverosímiles. A principios de mayo me enzarcé en otra de mis frecuentes batallas perdidas para intentar comprender de qué me acusaba. He aquí un fragmento del chat original.
D: tengo que saber qué podemos hacer para recuperar la confianza mutua, j
D: en cuanto tengas un minuto para hablar del tema, házmelo saber
D: solo necesito una conversación constructiva
J: no sé ni por dónde empezar. además, si te lo tengo que explicar, ¿de qué va a servir?
D: a lo mejor servirá para poder seguir adelante
D: y yo aún creo que soy de las pocas personas en las que puedes confiar, confiar de verdad
D: y ese tipo de personas no abundan, créeme
D: yo creo que vale la pena, aunque solo sea por lo que hemos hecho estos últimos tres años
J: los mentirosos patológicos tienen mucha confianza en su propia honestidad, y eso los ayuda a mentir
D: ¿crees que soy un mentiroso?
D: porque yo no recuerdo haberte mentido nunca, jamás.
D: tengo la sensación de que escuchas las mentiras de los demás
D: pero que ni siquiera te tomas la molestia de preguntarme a mí
D: pero, fundamentalmente, es que no entiendo por qué crees que soy un mentiroso
D: tío, esto va mucho más allá de lo que yo imaginaba
J: la has cagado de todas las formas imaginables y encima quieres que las enumere. ¿de qué va a servir si eres incapaz de verlo por ti mismo?
J: no, quiero que descubras tus errores por ti mismo.
D: lo que pasa es que yo pongo en duda esa lista
D: y por eso no puedo descubrir mis errores, porque por lo menos la mitad ni siquiera son ciertos
D: son cosas que no han pasado nunca, aunque tú creas que sí
D: ¿cómo quieres que las descubra por mí mismo?
J: Se trata de observaciones directas, no de informaciones de terceras partes.
D: pues entonces aún lo entiendo menos
J: te pasé una lista larguísima de las cosas que me fastidian de ti hace seis semanas.
D: ¿te refieres a esa lista donde decías que casi siempre llevo la ropa bien planchada?
D: de verdad que no lo entiendo
La lista, Dios mío, menuda locura. Julian había elaborado una lista con todos mis supuestos defectos en la que, por ejemplo, me echaba en cara que los pantalones de mi traje llevaran siempre una raya perfecta. Es importante puntualizar que nos vestíamos con ropa seria aproximadamente una vez cada tres meses. Yo era de la opinión de que muchas de nuestras citas resultarían más productivas si renunciábamos a nuestro aspecto habitual de colgados y nos vestíamos con ropa algo más conservadora. Apariencia formal, actitud subversiva: he aquí mi postura.
Desde hace un tiempo, Julian aparece en público vestido siempre con traje (un traje perfectamente planchado). A mí me parece muy bien. Sobre este tema existe una gran cita de Daniel Ellsberg, un famoso informador que en 1971 filtró a los medios documentos secretos del Pentágono sobre la guerra de Vietnam: «Si a uno lo detienen, debe llevar traje». El objetivo, naturalmente, no es aparecer elegante en las fotos de la detención, sino el efecto que eso produce en la opinión pública: que vean que un buen traje no impide recibir un castigo.
Otro de sus reproches era que, desde que me había mudado a casa de Anke, mi nombre aparecía en el timbre. Para Julian eso era verdaderamente inquietante. A menudo me he preguntado qué le importaba eso a él. Julian me acusaba de poner en peligro mi propia seguridad, pero la verdad es que ya antes de irme a vivir con Anke tenía un cartel con mi nombre en la puerta de mi casa. Y también en Wiesbaden, por cierto, donde Julian había vivido durante dos meses.
Aparte de eso, siempre que me he mudado de piso he cambiado la vieja cerradura por una nueva y mejor. Forzar la puerta de mi casa no era fácil. Y si alguien hubiera entrado en el piso, me habría dado cuenta enseguida. Por otro lado, hacía poco me había hecho con un bono de los ferrocarriles alemanes que me permitía viajar en tren y en metro siempre que quisiera durante un año. La tarjeta había costado 3.800 euros, que habían salido de la cuenta de la Fundación Wau Holland, que no paraba de crecer. Así, podía sentarme en el tren y viajar sin dejar un rastro de pagos con tarjeta de crédito que pudieran dar pistas sobre mi ruta de viaje. En definitiva, llevaba un estilo de vida más seguro que nunca.
Julian hacía tiempo que no tenía residencia fija, vivía aquí y allí, y siempre encontraba a alguien que lo acogía. Ya de niño había tenido que mudarse constantemente; su madre pasó mucho tiempo huyendo de su padre, que era miembro de una secta New Age australiana.
El año anterior, yo mismo había podido experimentar lo que se siente al vivir sin un domicilio fijo. En julio de 2009 había renunciado a mi piso de Wiesbaden y había pasado siete meses sin una dirección fija, hasta que conocí a Anke. Es posible que en un primer momento pensara que podía resultar emocionante llevar un estilo de vida como el de Julian. Y, de hecho, al principio la sensación de vivir sin lastre resultó interesante. Cuando digo «al principio» me refiero más o menos al primer mes.
Pronto lo empecé a detestar. Lo que más echaba de menos era mi cocina, donde tenía mis provisiones, mis especias y mi comida, el espacio alrededor del cual se articulaba mi orden vital y donde podía cocinar cuando tenía hambre.
Mis muebles (que habían ocupado dos minibuses llenos hasta los topes, medio para mi cocina y uno para el hardware) los había dejado en casa de mis padres. Mi idea era encontrar algo en Berlín, pero ni siquiera llegué a mirar pisos. Siempre andaba de aquí para allá con una mochila enorme, asistiendo a conferencias, alojándome en pensiones baratas o pernoctando en casa de amigos.
Y entonces fue cuando conocí a Anke y al cabo de una semana los dos supimos que iba a instalarme en su casa. Creo que cuando, más tarde, vio el sofá rojo del sótano del club donde había dormido la mayor parte del tiempo, se sintió muy aliviada por haberme propuesto que me fuera a vivir con ella. Anke vivía en una casa grande y cómoda, con un sofá rinconero en la sala de estar y una cocina que fue una verdadera bendición para mi hambrienta alma nómada. Es posible que Julian fuera mucho más nómada que yo y que ese tipo de vida le resultara agradable. Sin embargo, después de la época que pasé en el sofá rojo del club, entendí que no era para mí.
Además, de la noche a la mañana me convertí en padre. Mi nuevo hijo se llamaba Jacob y tenía diez años. Aunque mucha gente no se lo crea, nos entendimos desde el primer segundo. Desde mi nueva base de operaciones, me dediqué a trabajar en el proyecto con energías renovadas.
Durante una época, el chat estuvo muy calmado. Al parecer, los demás estaban demasiado ocupados preparando el documental y nadie aparecía por el chat. Pero al cabo de un tiempo se produjeron los primeros debates, centrados fundamentalmente en la estrategia a seguir con los medios y los donativos.
Poco después de la filtración, Julian anunció que el trabajo de Asesinato colateral había costado 50.000 dólares, cantidad que tenía intención de recuperar a través de donativos. Además, afirmó que la decodificación del material de vídeo le había llevado mucho trabajo. Yo sé que eso no era del todo cierto. De vez en cuando recibíamos vídeos codificados, pero ese en concreto había llegado acompañado de la clave. Lo único que había que hacer con el documento era escalarlo un poco para mejorar la calidad de la imagen, pero incluso de eso se encargaron en gran medida una serie de colaboradores voluntarios. En realidad, en aquellos momentos prácticamente los únicos gastos de Julian eran el alquiler de la casa y su propio vuelo. Los voluntarios nos ofrecían hasta la memoria necesaria para el buen funcionamiento de nuestro servidor.
Más tarde, Ingi y Kristinn, que Julian había enviado a Irak para hablar con testigos oculares e investigar un poco, me llamaron para pedirme el reembolso del precio de sus billetes a Bagdad, que habían pagado de su propio bolsillo, ya que Julian les había prometido que cubriría los gastos.
Su idea consistía en crear una fundación propia en Islandia, que, más tarde, nos serviría para reunir el dinero necesario. Evidentemente, Julian había descubierto que las donaciones a WikiLeaks constituían un modelo de negocio que permitía conseguir importantes sumas de dinero en cualquier momento.
Solicité un desembolso a la Fundación Wau Holland para los dos islandeses y les devolví el dinero.
La aparición del documental Asesinato colateral puso por primera vez sobre la mesa la cuestión de los derechos sobre nuestras propias publicaciones. Las televisiones nos llamaban y nos preguntaban si podían utilizar el vídeo, si disponíamos de una versión en alta definición y cuánto costaba. Acordamos solicitar donativos a cambio de nuestro material o, si los estatutos de algún medio (como era el caso de la ZDF) lo impedían, pedir honorarios a cambio de entrevistas. En general, las discusiones económicas sobre aquel vídeo nos dejaron muy mal sabor de boca, y no hablo solo por mí. Sin embargo, Julian se negaba siempre a discutir el asunto conmigo y con los demás y nos repetía una y otra vez que no debíamos «poner en duda el liderazgo en tiempos de crisis».
Julian voló a Washington invitado por el National Press Club para dar una conferencia sobre el documental Asesinato colateral en compañía de Rop. Justo antes de subirse al avión, despidió la sesión de chat colectivo con las palabras: «Y ahora me voy a poner punto y final a una guerra».
Seguramente habríamos tenido que responderle: «Vale, hasta luego. ¿Quieres que te prepare unos bocadillos?». Soy un tipo optimista y no soporto la falsa modestia, pero esa frase me pareció algo exagerada.
Más tarde se rumoreó también que nos podían dar el Premio Nobel de la Paz. Me enteré por el Arquitecto, que dijo que se lo había oído decir a Julian. Me quedé de piedra.
«Existe la posibilidad de que nos concedan el Premio Nobel de la Paz», me dijo también Julian. Más tarde descubrí en nuestra bandeja de entrada un correo de uno de nuestros colaboradores suecos; nos contaba que conocía a dos profesores universitarios que podían proponer candidatos para el Premio Nobel, y añadía que iba a preguntarles si podían sugerir la inclusión de WikiLeaks en la lista de nominados. Así pues, se trataba de la típica historia sobre el perro de la tía de un conocido del vecino del hermano de no sé quién. Evidentemente estábamos aún muy lejos de poder seguir la senda de Martin Luther King, la Madre Teresa de Calcuta y Barack Obama.
Desde Berlín me encargué de organizar las invitaciones, de preparar una sala y garantizar la emisión en directo por Internet de la conferencia de prensa sobre el vídeo Asesinato Colateral en Washington. Cuando era necesario, aun funcionábamos bien como equipo. O, mejor dicho, tres días antes de la fecha en Washington aún no había nada organizado. De no ser por mí, Julian habría podido atender a los periodistas en el vestíbulo del National Press Club, o delante de la puerta. Eso, claro está, si alguien se hubiera enterado de que iba a pronunciar una conferencia.
Cuando Anke y yo decidimos casarnos, Julian fue el primero en enterarse. Eso sucedió en marzo de 2010. Es posible que Julian y yo estuviéramos pasando por una época difícil, pero para mí seguía siendo una de las personas más importantes en mi vida. Cuando acordamos una fecha, le dije que para mí sería una verdadera satisfacción poder contar con su presencia. Julian no respondió a mi invitación. Por aquel entonces ya habíamos chocado varias veces con motivo del dinero y del nuevo rumbo que debía tomar WikiLeaks, y nos las habíamos tenido en el chat. Decidí no volver a sacar el tema. No quería arriesgarme a que rechazara mi invitación, pero lo cierto es que no hubiera deseado nada más que tener a Julian a mi lado.
Poco antes de la boda montó un numerito y se quejó de que no lo hubiera invitado. ¡Pero si lo había invitado antes que a nadie!
—Pues yo no he recibido ninguna invitación por escrito —insistió él.
—¿Y adónde demonios querías que la enviara? —le pregunté yo; además, no habíamos mandado imprimir ningún tipo de invitación.
El 5 de abril colgamos el vídeo Asesinato colateral en Internet. Solo en YouTube llegó a los diez millones de reproducciones. El vídeo mostraba, desde el punto de vista del cañón de a bordo de un helicóptero militar, cómo unos soldados norteamericanos disparaban contra civiles iraquíes. El ataque se cobró también la vida de dos periodistas de Reuters. Aquel vídeo marcó nuestra consagración definitiva. A partir de aquel momento, no quedó nadie que no conociera nuestra página web.
La agencia de noticias Reuters llevaba varios años intentando en vano que el ejército norteamericano les proporcionara el vídeo. Los soldados disparaban también contra los civiles que bajaban de un minibús para auxiliar a los dos periodistas y al resto de víctimas. Los comentarios cínicos que acompañaban sus disparos provocaron la indignación del mundo y ofrecieron una imagen real de algo que se vendía como una guerra que limpia.
Es posible que el título Asesinato colateral fuera una buena idea desde un punto de vista literario pero, considerándolo a posteriori, también es cierto que nos valió muchas críticas. Habíamos abandonado nuestra posición neutral. Al elaborar un vídeo propio a partir de material original y añadir subtítulos sobre lo que decían los protagonistas y sobre los mensajes que se oían por la radio, nos habíamos convertido en manipuladores de la opinión pública. Pero lo que más nos echaron en cara fue el título del documental y la cita de Orwell que lo acompañaba: «El lenguaje político está creado para que las mentiras suenen como verdades y los asesinatos parezcan respetables para, así, dar apariencia de solidez a algo que no es más que viento». Lo cierto era que nosotros nos habíamos planteado ya todas esas cuestiones: ¿hasta dónde debíamos llegar en el tratamiento del material para poder garantizar su efecto? Aquellos reproches, ¿eran un precio razonable a pagar por una filtración que había logrado despertar tanta atención? ¿Cuál era la tarea de los periodistas y qué papel debíamos desempañar nosotros?
De forma intencionada, dimos a la página web que contenía el documental una imagen distinta de la de WikiLeaks, para así dejar claro que no se trataba de material original. De hecho, creamos un dominio nuevo llamado collateralmurder.com. Lo que es innegable es que el material sin tratar de las secuencias originales habría tenido una repercusión mucho menor.
Con todo, y en mi opinión, nos habíamos equivocado de camino.
Experimentábamos constantemente con nuestro rol, cometíamos errores y aprendíamos de ellos. Creo que esa es una actitud aceptable siempre y cuando uno no intente esconder dichos errores.