Al llegar al aeropuerto de Schönefeld cogí un metro directo a Mitte, donde me instalé en el sofá rojo para invitados del Chaos Computer Club. A menudo, cuando estaba de visita en Berlín, pasaba la noche allí.
Estaba alicaído. Seguramente, si en aquel momento hubiera sabido que faltaban unas pocas horas para conocer a la mujer con la que me casaría unos meses más tarde, no me habría sentido tan derrotado. En cualquier caso, la vida volvía a tratarme bien e iba a encadenar una alegría con una tristeza.
Pero de momento iba de aquí para allá, lánguidamente, por las salas del club. La verdad es que en Alemania no hacía mucho más sol que en Islandia y yo no me sentía con ánimo de responder a las ansiosas preguntas de los demás sobre las gestiones relativas a la IMMI. «Estoy cansado», me limitaba a decir y me dejaban en paz. Por fortuna, el peligro de que pudieran importunarme con preguntas indiscretas era muy limitado.
Me dirigí hacia Friedrichstrasse para comprar algo para comer. Aunque lo hago muy de vez en cuando, me lie un porro e intenté relajarme. Por casualidad terminé en el Dada Falafel, el moderno restaurante árabe de comida rápida de Oranienburger Tor. De forma aún más casual, allí me encontré con Sven, un conocido, al que acompañaba una mujer.
Sven nos presentó:
—Este es Daniel, Mr. WikiLeaks en Alemania —dijo señalándome a mí—. Y esta es Anke. Trabaja en Microsoft —explicó mirando a mi futura mujer—, pero a pesar de ello es muy simpática.
Le di un mordisco a mi falafel y miré a Anke por encima de su ensalada con humus. Era una mujer enrollada, elegante y con un estilo personal, segura de sí misma y con buen sentido del humor.
Nos pasamos la noche hablando, reparando cada vez menos en lo que nos rodeaba. La comida se fue enfriando hasta convertirse en una masa pegajosa. Cuando nos quisimos dar cuenta, se habían llevado nuestros cubiertos. Habrían podido cambiar toda la decoración del restaurante, encender una traca bajo nuestros pies o regalar billetes de cien dólares, que nosotros habríamos seguido sumidos en nuestra conversación.
Por aquel entonces Anke apenas había oído hablar sobre WikiLeaks y no sabía nada de Julian ni de mí. En Microsoft, se dedicaba a desarrollar estrategias de gobierno abierto, es decir, al fomento de transparencia aplicada desde arriba; nosotros, en cambio, trabajábamos desde abajo. En cualquier caso, creo que hacía una buena labor.
Anke contaba todo lo que le pasaba a través de Twitter. Esa misma noche publicó un tweet en el que decía haber «conocido a un fundador de WikiLeaks en Dada Falafel» y afirmaba haber mantenido una interesante conversación.
Hacia la una y media regresé al club. Tenía la cabeza llena de pensamientos; algunos giraban en torno al pasado, pero también pensaba en el futuro. Tardé mucho rato en dormirme. Cuando me metí dentro del saco de dormir, me dije que era muy agradable poder dormir solo de nuevo. Además, por primera vez desde hacía mucho tiempo volvía a pensar en una mujer. Me pregunté si yo también le gustaría a Anke. Era extraño, meneé la cabeza con incredulidad. ¿Dónde había ido a parar mi mal humor? Creo que aquella noche sonreí en sueños.
A partir de aquel día quedé con Anke casi a diario y pronto me olvidé del hacinamiento y la claustrofobia de Reikiavik.
Cuando, al cabo de cuatro días, volví a ponerme en contacto con Julian estaba de bastante buen humor. Le hablé enseguida de aquel feliz descubrimiento llamado Anke. Su primera reacción fue: «Descubre toda la basura que puedas sobre ella». Así, si lo nuestro terminaba mal, por lo menos iba a sacar algo positivo de todo aquello y tendría algo que utilizar contra ella. Me quedé de piedra. En cambio, cuando le mostré el chat, Anke se rio.
«Oye, lamento que la convivencia conmigo estos últimos días fuera tan dura», le escribí. Nunca he tenido problemas a la hora de pedir perdón y en aquel momento me resultó particularmente sencillo. Desde mi llegada a Berlín, me había dado cuenta de que en Islandia había perdido un poco el norte.
Con la perspectiva que da la distancia, me acordaba de mí mismo en el pasillo del Hotel Floss, golpeando nervioso con el pie en el suelo y a punto de explotar porque Julian volvía a hacernos esperar cinco minutos. Tenía la sensación de que el Daniel de Islandia era algo así como una copia mala de mí mismo, un insoportable manojo de nervios. Darme cuenta de ello fue un descanso; habría sido mucho peor constatar que todos los reproches de Julian habían sido injustos.
Yo quería que las cosas entre nosotros se arreglaran. Por aquel entonces ni siquiera podía imaginarme que la opinión que Julian tenía de mí iba a ser definitiva. Puedo ser muy testarudo y cuando he querido a una persona, no me dejo desalentar con facilidad.
—Ahora no podemos arreglarlo —me dijo.
—¿Y más tarde?
—Puede ser.
La forma más sencilla de provocar la ira de Julian consistía en afirmar ni más ni menos lo que decían algunos artículos sobre WikiLeaks: que Daniel Schmitt era uno de sus fundadores. Julian tenía mucho miedo de que alguien pudiera discutirle ese título. Desde que WikiLeaks se había destapado como una fuente de dinero, fama y popularidad, a él, que había montado, planeado y sostenido el proyecto desde el principio, le parecía inconcebible tener que compartir esa atención con un pelagatos de Wiesbaden que había llegado después de él.
Yo conocía perfectamente lo que se siente cuando tus esfuerzos y tus ideas no se ven reconocidos e intenté comprender las preocupaciones de Julian. Pero cuanto más pensaba en ello, más difícil me resultaba.
Y lo cierto era que yo iba con pies de plomo y en todas las conversaciones con periodistas me presentaba como uno de los primeros miembros de WikiLeaks, pero no su fundador, aunque estos no me lo preguntaran y, en algunas ocasiones, antes incluso de que me invitaran a sentarme. Aun hoy, varios meses más tarde, les pregunto a los periodistas si alguna vez me han oído afirmar que soy uno de los fundadores de WikiLeaks. De hecho, siempre utilicé la misma fórmula: «Me incorporé al proyecto pronto y ahí me quedé».
Cuando le hablé a Julian de Anke, me preguntó enseguida si no sería la mujer que había conocido a un «fundador de WikiLeaks». La idea de que yo hubiera podido utilizar su WikiLeaks para pavonearme ante una mujer debió de quitarle el sueño. Seguramente me imaginaba en el restaurante, rodeado por diez supermodelos, vacilando con un sinfín de historias sobre WikiLeaks, hasta que las mujeres caían rendidas a mis pies.
En el fondo, creo que nadie le daba al concepto «fundador» tanta importancia como el fundador mismo. A la mayoría de periodistas eso les traía sin cuidado y, con tal de que les diera algo que escribir en su artículo, lo mismo les podría haber dicho que era el viceportavoz para cuestiones especiales en Alemania y Europa Central.
Julian me dijo que mis conocidos del club hablaban mal de mí. La cosa llegó tan lejos que no invité a algunos de ellos a mi boda. Según Julian, le habían recomendado que se deshiciera de mí, pues daba muy mala prensa a WikiLeaks en Alemania. E incluso aseguró que mucha gente evitaba comprometerse con WikiLeaks porque no se identificaban con mis opiniones anarquistas. Todas esas calumnias me afectaron bastante.
Julian me echó en cara que estaba obsesionado con que alguno de los miembros del club pudiera quitarme el trabajo. Pero eso no era cierto. Es cierto que me preocupaba que alguien pudiera estar intrigando a mis espaldas, pero no porque yo estuviera particularmente interesado en seguir siendo el portavoz de WikiLeaks y temiera la competencia, sino porque me habría costado mucho digerir que se rompiera el ambiente de solidaridad dentro del club. De pronto había empezado a preguntarme hasta qué punto conocía a los demás.
Hacía poco que era miembro del club y no pagaba ningún tipo de cuota, sino que intentaba mostrar mi agradecimiento de otras formas, consiguiendo hardware y ayudando a organizar eventos. Los miembros del club tenían una conciencia de pertenencia que no iba conmigo, y me sentía algo culpable por pasar tantas noches en aquel sofá. Les pregunté a los demás qué pensaban, pero me respondieron: «Hace ya mucho tiempo que formas parte del club». Para mí fue un gran honor que pensaran así, me sentí casi como si acabaran de investirme caballero.
El club había superado otras situaciones difíciles, yo no era el primero cuyo trabajo despertaba una cierta atención. Antes de mí, otros miembros habían logrado cosas mucho más extraordinarias. Y si el éxito individual provocaba el descontento de algunos, eso era algo que pasaba en las mejores familias. En cualquier caso, el club había logrado superar los conflictos. Un factor importante en ese sentido era que la reacción dentro del grupo ante un éxito ajeno no solía ser de envidia o de rencor; la única reacción que uno podía estar seguro de provocar era de curiosidad, y tampoco era infrecuente que alguien se ofreciera a ayudar. Por lo demás, cada uno se preocupaba por sus propios intereses.
Me llevó varios meses hablar con todas aquellas personas que Julian aseguraba tenían una mala opinión de mí y preguntarles qué podíamos hacer para superar esas diferencias. Otro de los rumores de entonces fue que estaba a punto de incorporarme a un servicio secreto, pues las personas que, como yo, sufríamos situaciones de estrés, éramos presa fácil para dichas organizaciones. Aún hoy me pregunto qué servicio secreto andaría detrás de mis servicios y qué trabajo irrechazable me habrían ofrecido. ¿Jefe de cantina? ¿Archivista de documentos secretos? Todas esas teorías de la conspiración parecían sacadas de una mala película de suspense.
Poco después de que me marchara de Islandia, Julian empezó a atacar la política islandesa y en particular el Ministerio de Justicia, con el que habríamos tenido que colaborar para lograr la aprobación de la IMMI.
Inicialmente, nuestra cuenta de Twitter había sido una plataforma neutral desde la que informábamos a nuestros seguidores sobre las novedades y los artículos relacionados con WikiLeaks; por descontado, también incluíamos textos críticos. Sin embargo, la cuenta pronto se convirtió en una especie de «canal sobre lo que piensa Julian Assange», y tardó muy poco en empezar a hablar de sus seguidores y de su cuenta. De repente estaba prohibido criticar sus tweets. En una ocasión tildó a un periodista de idiota integral y en otra (y sin que nadie se lo hubiera pedido) escribió que no tenía tiempo para conceder entrevistas, mensaje que recibieron ni más ni menos que 350.000 personas.
En uno de sus tweets, Julian dejó por los suelos un artículo de la revista norteamericana de noticias confidenciales Mother Jones. Más tarde, el autor de dicho artículo asistió a la rueda de prensa de WikiLeaks sobre las filtraciones de la guerra de Afganistán y aprovechó la ocasión para preguntar qué tenía de malo el artículo de marras. Julian respondió: «Ahora mismo no tengo tiempo de volver a analizar esa mierda». Lo que más le irritaba era que los periodistas recurrieran a procedimientos poco científicos y no se basaran en sus fuentes primarias, tal como exige cualquier método de trabajo mínimamente serio. Sin embargo, tampoco él podía documentar siempre sus historias, por ejemplo, cuando por enésima vez afirmaba que alguien lo perseguía.
Nunca he comprendido de dónde salía esa obsesión de Julian de que alguien lo estaba persiguiendo. Era como si para convencerse de la trascendencia de su labor de resistencia tuviera la necesidad de que primero lo declararan enemigo número uno del estado. En Islandia se compró el libro El primer círculo, de Solzhenitsyn. Cuando descubrió la obra en una librería de viejo, el hallazgo le arrancó una sonrisa. Los libros de Solzhenitsyn son una lectura clásica dentro del movimiento anarquista, pero para Julian tenían una importancia aún más significativa, pues se identificaba con el escritor ruso, que había pasado mucho tiempo en el gulag y que más tarde había vivido desterrado en el desierto kazajo.
Julian veía muchas similitudes entre su vida y la de aquel erudito, matemático y filósofo.
El que más tarde fuera premio Nobel de Literatura fue arrestado por haber expresado una crítica contra Stalin en una carta a un amigo. Hace tiempo, Julian escribió una entrada de blog en la que aseguraba que «el momento de la verdad» se produce «cuando vienen a por ti». La entrada, publicada en el año 2006 bajo el título «Jackboots» rebosa de heroísmo romántico. En ella, Julian habla también de los científicos presos en los campos de trabajo de Stalin y de los paralelismos entre lo que estos escribieron en su momento y su propia experiencia. Según Julian, la verdadera convicción empieza cuando «las botas de los soldados derriban la puerta de tu casa y vienen a por ti».
Una y otra vez acusó a la policía islandesa de estarlo vigilando. Asimismo, Julian aseguró que al tomar un vuelo para asistir a una conferencia en Oslo lo siguieron dos miembros del Departamento de Estado norteamericano; dijo tener pruebas irrefutables de que estos habían viajado en el mismo avión que él. Eso fue lo que les contó a nuestros (no, perdón: sus) seguidores de tweeter. Julian creía también que el hotel estaba vigilado.
Desde luego, esa aura de amenaza constante no perjudicó en absoluto la expectativa creada alrededor de nuestras filtraciones. Era evidente que no necesitábamos ningún departamento de marketing.