La idea del puerto franco de los medios

En el verano de 2009 la crisis mundial de la banca se encontraba en su peor momento. Alguien nos había enviado material sobre el Banco Kaupthing, en aquel momento el más importante de Islandia. Publicamos la documentación el día 1 de agosto 2009.

El material demostraba que los socios comerciales y allegados de aquel banco habían recibido créditos en condiciones especialmente ventajosas, justo antes de que el banco se declarara insolvente. Los medios hablaban de «saqueo financiero por parte de los banqueros». Los beneficiarios apenas habían ofrecido garantías, en ocasiones ninguna, y sin embargo en algunos casos habían conseguido créditos que ascendían a muchos millones. Los islandeses se habían lanzado en masa a las calles para manifestarse. Asimismo, la indignación alcanzó importantes cotas en Inglaterra y en los Países Bajos, residencia de muchos de los deudores. Los islandeses comprendieron que la explotación de la que eran objeto seguía las directrices de un plan: deberían pagar la bancarrota de su Estado y del sistema de seguridad social durante generaciones, mientras que los banqueros se habían llenado los bolsillos.

Poco después un grupo de islandeses contactó con nosotros, entre los que se encontraba Herbert Snorasson, un estudiante. Tenía previsto organizar una conferencia sobre «libertades digitales» con su club universitario, Félag um stafrænt frelsi á Íslandi (FSFÍ), que defendía la libertad de Internet, y quería saber si estábamos interesados en participar. Inmediatamente acepté la invitación. Julian no lo tenía claro.

Como era habitual, decidió asistir en el último momento. Yo ya había confirmado mi intervención y organizado el viaje. Tal vez lo que le convenció esta vez fue mi comentario de que, según unas estadísticas que había leído en alguna parte, en Islandia se encuentran las mujeres más bellas del mundo.

Me alegré de viajar con él a Islandia para acudir a aquella conferencia. Cuando estábamos juntos nos divertíamos mucho. Lo único que empezaba a molestarme era su comportamiento; su actitud de jefe. Por ejemplo, siempre era él el primero en dar la mano a la gente con la que nos reuníamos.

«Soy Julian Assange y él es mi colega.»

A mí nunca se me hubiera ocurrido presentar a Julian como «mi colega».

En noviembre volamos a Islandia. Tomé el avión en Berlín, y Julian fue desde algún lugar que desconozco. Había buscado una pensión donde alojarnos, se llamaba Baldursbra, una casa de huéspedes acogedora pero no demasiado elegante, en el casco antiguo, regentada por una francesa. Julian y yo compartíamos una habitación en el segundo piso.

Nada más llegar fui al centro de la ciudad y busqué un restaurante. Allí me encontré con Herbert, que vino acompañado por su compañero de estudios Smari. No recuerdo el nombre del restaurante, solo me acuerdo de que me sirvieron una magnífica sopa de pescado. En Islandia hay además cerveza de malta de una calidad excelente. Enseguida me sentí a gusto en aquel país.

Conocía a Herbert por su participación en el chat. Tras la publicación del caso Kaupthing se había puesto en contacto con nosotros, y enseguida aceptó la tarea de responder a las preguntas de los que empezaban a interesarse por WikiLeaks. Herbert es una persona muy atenta y agradable, con un refinado sentido del humor. Debe de tener unos veinticinco años, lleva una barba al estilo inglés, con unas patillas que presentan una tendencia al crecimiento desmesurado, y estudia historia y ruso en la Universidad de Reikiavik. Una de sus citas preferidas es «¡Propiedad es sinónimo de hurto!» de Pierre-Joseph Proudhon, un economista y anarquista francés del siglo XIX. Dice de sí mismo, utilizando una cita del anarcosindicalista alemán Rudolf Rocker: «Soy anarquista no porque crea que el anarquismo es el objetivo final, sino porque creo que no existe algo semejante a un objetivo final».

Conocía los clásicos anarquistas que formaban parte de mi lista extraoficial de autores preferidos de la literatura mundial. Me sentía entusiasmado al haber encontrado tan lejos de casa a una persona con el mismo modo de pensar. Qué es la propiedad, de Pierre-Joseph Proudhon, era para mí el libro más significativo de todos los tiempos. Entre mi equipaje se encontraba una nueva edición de las obras de Proudhon, en la que aparecían publicadas cartas hasta entonces inéditas. Desde Navidad se apilaban en mi casa pendientes de lectura además Blackwater: el auge del ejército mercenario más poderoso del mundo, de Jeremy Scahill, Corporare Warriors (Guerreros corporativos: El auge de la industria militar privatizada), de P. W. Singer, y La revolución, de Gustav Landauer. Tenía la intención de reducir un poco aquel montón durante mi estancia en Islandia. Con Herbert podía filosofar durante horas. Como historiador, sabía muchas cosas de las que los informáticos no teníamos la menor idea. Por su parte, se sintió entusiasmado con la nueva edición de la correspondencia de Proudhon.

Con Smari tuve contacto por primera vez en aquella ocasión. Estudiaba informática en la universidad y organizaba junto con Herbert la conferencia. Es un poco inconstante e informal, pero en compensación cuenta con una gran cultura y está involucrado en muchos proyectos sociales. Es medio irlandés, y además de su maraña de pelo rubio tiene un nombre especialmente sonoro: Smari McCarthy. Smari significa «hoja de trébol» en islandés (sus padres se permitieron hacerle una pequeña broma). Lo llevaba bien, como casi todo lo demás.

Hablamos hasta que los propietarios del restaurante se acercaron a nuestra mesa y nos dijeron que les gustaría cerrar. Julian llegó en el último vuelo y se reunió con nosotros en la pensión. Aquella noche se nos ocurrió la idea de convertir Islandia en un puerto franco para los medios de comunicación.

Estábamos en Islandia únicamente por la conferencia, pero en aquel país tan pequeño había corrido la voz de nuestra presencia. Tras haber publicado las maquinaciones del banco Kaupthing, éramos casi una especie de héroes nacionales. La cadena de televisión islandesa RUV tenía previsto incluirnos en el informativo de la noche el día 1 de agosto, pero cinco minutos antes de la emisión llegó un auto provisional que prohibía la retransmisión del reportaje. La redacción no permitió que les coaccionaran y emitió en sobreimpresión nuestra dirección de Internet. Muchos visitaron nuestra página web para acceder al documento original.

Al día siguiente nos llegó la invitación del presentador televisivo más popular de Islandia, Egill Helgason, que quería entrevistarnos en su programa nocturno de los domingos. Unos días antes, tuvimos una conversación previa con él en la ciudad. Le expusimos nuestra idea de convertir Islandia en el país con la legislación sobre medios de comunicación más avanzada del mundo, y de servirnos de su programa como lanzadera.

A decir verdad, ni la idea era nueva, ni se nos había ocurrido a nosotros, sino que la habíamos sacado de la literatura de ciencia ficción. Una de las fuentes de la idea, que habíamos estudiado a fondo, era el libro Criptonomicón, de Neal Stephenson. Esta novela de ciencia ficción con ambientación histórica del año 1999 trata, entre otras cosas, del desciframiento del sistema encriptado del ejército alemán, del oro nazi y de diversas operaciones militares secretas. En el libro tiene también un papel central la creación de un puerto franco de datos: la isla asiática ficticia de Kinakuta debe convertirse en un lugar en el que ninguna instancia del mundo pueda controlar las vías de comunicación.

Junto a los libros de Solzhenitsyn, esta era una de las lecturas clave de Julian. Incluso había tomado prestadas algunas formulaciones de esa obra, como por ejemplo el «bruñido», un concepto de ingeniería que denomina a un proceso mediante el cual una constatación pretendidamente objetiva se va modelando y refinando hasta lograr que se aproxime al resultado deseado. Si Julian quería mejorar una formulación, decía siempre que aún había que bruñirla un poco, como si se tratara de esmerilar un pedazo de metal.

Además, cambió su viejo nombre de hacker, Mendax, por Proff, tal vez una leve alteración del «Prof» del libro. El Prof del Criptonomicón está basado en un personaje real: el matemático británico Alan Turing. En determinados ámbitos informáticos, Turing está considerado uno de los grandes pensadores del siglo XX. Fue él quien escribió el código de una de las primeras máquinas de cálculo y también quien descifró el código en clave de los nazis.

Nuestra idea de crear un puerto franco para los medios, análogo a las islas que se convierten en paraísos fiscales por su legislación particularmente favorable para el negocio bancario, se basaba en convertir Islandia en un paraíso informativo, con leyes favorables para empresas de comunicación y proveedores de información. En muchos países del mundo no existe realmente la libertad de prensa e incluso en los países democráticos, las redacciones reciben presiones, se ven sometidas a persecución legal o se ven obligadas a publicar sus fuentes. La idea era que medios y proveedores pudieran trasladar las sedes de sus empresas a Islandia (en caso necesario de forma tan solo virtual) y allí acogerse a una legislación informativa particularmente avanzada.

Islandia tenía ya previsto desarrollar sus centros de cálculo a lo grande y hacer llegar su sistema de datos a todo el mundo mediante el cable submarino. También disponían de energía verde procedente de numerosas centrales térmicas. Como últimamente habíamos conseguido hacer realidad tantas cosas que hasta entonces parecían poco más que argumentos de novela, pensamos: ¿por qué no vamos a poder llevar a la práctica también nuestro proyecto de desarrollar un puerto franco para los medios de comunicación?

Por su parte, cuando Julian le presentó la idea, Egill Helgason detuvo su taza de café a medio camino de la boca y yo detecté un brillo en su mirada. Nos quedó claro que íbamos a lanzar nuestra propuesta durante la entrevista que nos iba a hacer el domingo.

De vuelta a nuestra pequeña habitación con vistas, cortinas de flores, un cubo de basura beige y el aseo en el pasillo, intercambiamos aún unas palabras sobre la primicia. Rebosábamos confianza en nuestras posibilidades: a continuación nos íbamos a inmiscuir un poco en la política islandesa. Y si no lográbamos sacar esa simpática isla de la crisis, por lo menos nos reiríamos un rato. Nuestra siguiente aventura podía empezar, el equipo estaba a punto.

Aquel domingo, un chófer nos recogió en la pensión y nos acompañó hasta el estudio de televisión. Nos dirigimos lentamente a la colina de las afueras de la ciudad donde este estaba situado. Eché un vistazo por la ventana; el paisaje estaba cubierto de nieve y soplaba un fuerte viento. Mirando a través de los copos blancos que caían sobre el parabrisas, daba la sensación de que no nos movíamos de sitio. Reikiavik era un lugar peculiar, fabuloso e inhóspito al mismo tiempo. Habría podido quedarme eternamente dentro de aquel coche. Es probable que no hiciera más frío que en Alemania, pero el mundo que veía a través de la ventana del coche parecía la Antártida. El sol asomaba apenas en el horizonte, brillaba miserablemente durante unas pocas horas y volvía a desaparecer, exhausto, del campo de visión. Yo me sentía extrañamente fatigado, el cansancio se apoderaba de mí nada más levantarme y no lograba desperezarme en todo el día. A pesar del flechazo instantáneo que había experimentado con Islandia, habría podido darme cuenta de buen principio de que aquel país no solo iba a aportarme cosas buenas. Tal vez incluso podría haber anticipado que surgirían problemas con Julian si teníamos que pasar mucho más tiempo allí.

Ya me había percatado de que nuestra relación había experimentado un cambio y pensaba a menudo en ello. Julian reaccionaba con una irritación exagerada casi cada vez que yo abría la boca. A veces ni siquiera contestaba a mis preguntas y me trataba como si ni siquiera estuviera allí, o corregía mis frases con una pedantería pedagógica que me sacaba de quicio y que, por mí, se podría haber ahorrado. El inglés era su lengua materna, ¡naturalmente que se expresaba mejor que yo! Y yo tenía que hablar e incluso conceder entrevistas en una lengua extranjera. Pero en realidad el problema tampoco era ese: discutíamos sobre estupideces para no tener que mencionar el verdadero conflicto.

También mis ojos me daban problemas: los párpados me pesaban una barbaridad e intentaba detectar en las miradas de los demás si había algo raro en mi aspecto. Así, casi cada día atravesaba la nevasca para ir al supermercado a comprar zumo de naranja natural, con el que pretendía suplir la falta de sol. En la botella de zumo había una radiante esfera anaranjada, vagamente parecida al sol que tanto añoraba. Si no podía verlo, por lo menos iba a beberlo.

A pesar de todo, la entrevista fue un éxito rotundo. Helgason nos preguntó todo lo que tenía que preguntarnos y al final, al hablar sobre WikiLeaks y el Kaupthing Bank, lanzamos nuestra propuesta sobre el puerto franco para los medios. Tras esa aparición pública nos conocía toda la isla.

Nos saludaban por la calle, nos abrazaban en el supermercado y nos invitaban a chupitos en los bares. Era una locura, nos habíamos convertido en estrellas y me gustaba tanto que casi sentía vergüenza. Ser héroe por un tiempo sentaba francamente bien y mentiría si dijera que no me sentí así. En un primer momento habíamos hecho todo lo posible para dar a conocer WikiLeaks. Los periodistas tardaban semanas en devolverme una llamada, dábamos conferencias a las que asistían tan solo un puñado de personas; a menudo nos tachaban de delatores, de locos o de criminales. De repente, y por primera vez, alguien reconocía nuestro trabajo y eso me gustaba. Sin embargo, no detecté ningún cambio de actitud en Julian. Al parecer, que de repente nos adularan era para él lo más natural del mundo y si acaso se preocupaba escrupulosamente de que los himnos de alabanza siempre le dedicaran un par de cánticos más a él.

Desde luego, los viajes con WikiLeaks no podían compararse con unas «vacaciones con un amigo». Nunca cocinábamos juntos, ni siquiera veíamos una película por la noche. Si alguna vez no nos saltábamos directamente el desayuno, nos sentábamos a la mesa con los ordenadores y nos comíamos unos panecillos sin ni siquiera abrir la boca. Si hubiera utilizado el chat para pedirle a Julian que me pasara la cafetera, no habría cambiado gran cosa. Eso sí, una noche salimos juntos por Reikiavik y terminamos en un club del centro de la ciudad. También allí nos invitaron a las consumiciones y todo el mundo quiso beber y bailar con nosotros.

En realidad, Julian y yo nunca fuimos demasiado aficionados a ir de bares. En todo el tiempo que estuvimos juntos, no salimos más de una docena de veces. Me acuerdo de una noche en Wiesbaden, en el Schlachthof. Los amigos con quienes salimos bautizaron a Julian como «el rey de la pista» por su peculiar estilo bailando, pues la verdad es que necesitaba muchos metros cuadrados. Su forma de bailar recordaba una danza ritual; Julian abría mucho los brazos y avanzaba por la sala dando largos pasos. No tenía un estilo particularmente rítmico, ni elegante, más bien daba la sensación de que obedecía a un sentido musical algo demencial, pero aun así daba el pego. A él le traía sin cuidado lo que los demás pensaran de él. En una ocasión me dijo que, para que el ego pudiera fluir, necesitaba espacio. Esa explicación encajaba perfectamente con su forma de bailar.

Pasábamos los días sentados en los sofás del Café Rot, un minirestaurante autogestionado agradabilísimo situado en un viejo y ruinoso edificio donde los domingos se bailaba swing y donde podías tomarte un café por un euro y pasar el día rellenando la taza y trabajando.

Tres días más tarde se celebró la conferencia en la que conocimos a Birgitta, que acudió en su condición de parlamentaria para informarse sobre nuestras ideas para el puerto seguro de datos. Birgitta era miembro del Movement, un nuevo partido que había accedido al parlamento a raíz de la crisis económica y las protestas sociales; era una activista del movimiento de derechos civiles, una fanática del Tíbet que había viajado por todo el mundo; por si eso fuera poco, escribía poesía y no era en absoluto una política al uso.

Después de la conferencia se nos acercó y fuimos juntos a comer. Por su condición de parlamentaria, despertó inmediatamente el interés de Julian, que cuando creía encontrarse ante una persona importante podía ser muy atento. Su saludo seguía siempre el mismo patrón: le daba la mano a la persona en cuestión, en el caso de Birgitta, por ejemplo, no entendió su nombre, entonces se acercaba un poco más, volvía a preguntárselo y, finalmente, intentaba pronunciar correctamente lo que había entendido. Para alguien como Julian, que solía tener problemas con los conceptos extranjeros, los nombres islandeses eran complicados. Así, por ejemplo, Birgitta se convirtió en Brigitta. Y así se quedó, aunque durante los meses siguientes nos acompañó a menudo y se estableció entre nosotros una estrecha relación de gran confianza.

En Islandia me hice también un tatuaje. Los tatuajes me encantan y siempre intento encontrar un motivo especial, personal. Me gusta llevarme tatuajes como recuerdos de lugares especiales, e Islandia era uno de esos lugares.

Le di bastantes vueltas al asunto. De repente se me ocurrió la idea de tatuarme el reloj de arena de WikiLeaks en la espalda; era algo que ya me había planteado anteriormente, pero siempre había terminado descartándolo. Recuerdo que se lo comenté a Julian y que le pareció una buena idea. Más tarde, sin embargo, se burló a menudo de mi tatuaje y dijo que le parecía patético.

La gente de Karamba, una cafetería en la que por las tardes me tomaba cafés americanos mientras trabajaba con mi portátil, me recomendaron la Icelandic Tatoo Corp, situada en el número 1 de Hjallabrekku.

El centro de tatuajes tenía un ventanal translúcido que daba a la calle principal y en cuanto abrí la puerta, sonó la campanilla y salió a recibirme un joven que incluso hablaba alemán. Sin embargo, cuando le pedí una cita para tatuarme, sacudió la cabeza y se rio como si acabara de preguntarle si creía en Papá Noel: imposible, no les quedaban horas disponibles, ni siquiera durante el mes siguiente. Iba a marcharme cuando un segundo empleado salió del cuarto trasero y me reconoció al instante.

—¡Oye, te he visto en la tele y me gusta lo que haces!

Se me acercó sonriendo, me tendió la mano y me dijo que se llamaba Fjölnir. Le enseñé el motivo que quería tatuarme y me dio cita al momento.

Por desgracia, el tatuaje quedó inacabado porque el tatuador y yo nos rendimos, agotados, al cabo de más de cuatro horas. Tuve que tomarme dos dosis de paracetamol con mucha agua. Una y otra vez, le preguntaba a Fjölnir en qué continente del logo estaba trabajando.

—Voy por Islandia.

Yo suspiré.

—Marruecos.

¡Oh, Dios mío!

Al llegar al Cabo de Buena Esperanza mis esperanzas se agotaron. Decidimos abandonar de mutuo acuerdo.

Por eso aún hoy voy por el mundo con medio logo de WikiLeaks en la espalda. Y así seguirá; me parece muy apropiado.

Durante nuestro último día en Reikiavik, estábamos otra vez en el Café Rot cuando cogí a Julian y me lo llevé a dar una vuelta. Quería hablar con él. Nos dirigimos hacia el puerto, mientras la nieve caía encima de nuestras gorras.

Quería saber qué nos estaba pasando y me había cansado ya de intentar descubrir qué le molestaba tanto de mí. Últimamente, por ejemplo, Julian se tomaba muchas molestias para llevarse por lo menos el 52 por ciento de la atención y de que yo recibiera tan solo el 48. A lo mejor me veía como alguien con quien tenía que compartir algo; a lo mejor creía que yo quería engalanarme con las plumas que le correspondían a él, que quería que me adularan por su gran proyecto y que me guardaba mis ideas sobre lo que más le convenía a WikiLeaks. Compartir los fracasos había sido sencillo; adjudicarnos la cuota justa de éxito, en cambio, resultó ser mucho más complicado. Intentaba comprender sus sentimientos negativos y disiparlos en la medida de lo posible. Para mí era evidente que el fundador de WikiLeaks era él y que nadie iba a disputarle la autoría de su obra. Eso sí, yo también había contribuido a nuestro éxito; había hecho un buen trabajo y no veía motivos para ocultarlo.

Regresé a la pensión con la sensación de que aquella conversación nos había venido bien. En la entrada, mientras me sacudía la nieve de la ropa, me dije que tal vez aquellas últimas semanas habíamos acusado un poco el estrés, pero que a partir de entonces todo volvería a ser como antes.