En el año 2008 empezamos a publicar las listas de filtros de varios sistemas, utilizadas en todo el mundo para bloquear el acceso a páginas web concretas.
La primera lista nos llegó desde Tailandia. En este caso, se trataba de un evidente abuso del poder político: el régimen empleaba el filtro sobre todo para vetar las críticas a la casa real. Asimismo, quedaban prohibidas las páginas de contenido pornográfico.
Muy pronto llegaron listas de filtros de países democráticos, tales como Noruega, Finlandia, Dinamarca, Italia y Australia. En dichos países, los filtros debían utilizarse supuestamente para poner freno a la difusión de la pornografía infantil. Algunos de estos sistemas están ideados para su aplicación voluntaria, es decir, los padres pueden instalarlos en sus ordenadores y en los de sus hijos. Con toda seguridad, se trata de un buen enfoque. Sin embargo, estos filtros pueden convertirse en una sospechosa medida de censura cuando los legisladores pretenden obligar a todos los usuarios de Internet a instalarlos.
El argumento esgrimido por sus partidarios afirmaba que solo de este modo sería posible luchar de manera efectiva contra la pornografía infantil en la red. Pero se trata de un argumento engañoso, que posteriormente sería rebatido de muchas maneras.
Nuestras filtraciones pusieron de relieve que incluso las mejores listas de censura no incluían ni siquiera un tercio de los sitios identificados como peligrosos. Algunas listas presentaban hasta un noventa por ciento de errores. Entre ellas destacaba la lista finlandesa: un porcentaje mínimo de las páginas identificadas incluían en realidad contenidos de pornografía infantil. Esta información desencadenó un amplio movimiento político de protesta.
Los sistemas no solo eran pésimos, sino que podían ser manipulados fácilmente con fines políticos, y no solo en dictaduras y regímenes tiránicos tales como China o Tailandia. En Finlandia la censura afectó a Matti Nikki, conocido autor de un blog. Tras publicar la lista prohibida finlandesa, su propia dirección IP pasó a formar parte de la misma.
Las listas australianas habían incluido la página web de un dentista y páginas web de antiabortistas, así como de minorías homosexuales y religiosas.
Publicamos la lista australiana en plena campaña electoral. En Australia, el gobierno pretendía, al igual que en Alemania, instaurar los filtros de la red de forma obligatoria para todos los usuarios. El gobierno negó que la lista publicada fuera el mismo documento en el que se basaba su proyecto de ley. Curiosamente, muy pronto recibimos una nueva lista, muy parecida a la anterior, aunque mejorada por sus responsables en los puntos más criticados por la opinión pública.
A finales de abril de 2009, la entonces ministra de Familia alemana, Ursula von der Leyen, presentó un primer proyecto de ley para restringir el acceso en la red. Ya los servicios de investigación del Bundestag manifestaron en su momento tener dudas sobre su constitucionalidad. Pienso que, aunque no hubiéramos sacado el tema a la luz, el proyecto habría sido rechazado de todos modos.
Pero en aquella época no era el nombre WikiLeaks el que atraía la atención de los medios. Era necesaria una persona que enfocara el tema como un asunto personal. Tuvimos la gran suerte de que esa persona fuera Franziska Heine.
La joven berlinesa supo del asunto a través de un blog, y de inmediato hizo una petición on-line —para impedir la implementación de la Ley— que se convertiría en la de mayor éxito de la República Federal de Alemania. Como consecuencia, Franziska pasó a ser famosa en muy pocos días, por lo menos en los círculos que profundizaron en la cuestión de la censura desde una perspectiva política y periodística. Los principales periódicos y programas de televisión querían entrevistarla. Cuando estaba con ella, su teléfono sonaba constantemente, y aprovechaba la hora de comer para atender a la prensa.
Conocí a Franziska por correo electrónico. Tras haber hecho pública al mundo su petición, escribí un correo para preguntarle si le interesaría unirse a nosotros. Cuando respondió parecía entusiasmada, y al final de su correo decía: «Deberíamos vernos».
Un par de días más tarde me encontraba en un tren rumbo a Berlín. Franziska es una persona muy abierta. Ya en nuestro primer encuentro paseamos durante horas por las orillas del Spree mientras hablábamos. Tiene una mirada amable y adormilada, un tanto pícara, y da gusto charlar con ella. En aquel momento, lo que más hubiera deseado era no tener que cargar con la pesada bolsa de bandolera, en la que llevaba mis dos portátiles y los móviles, que por motivos de seguridad me había acostumbrado a no dejar en casa sin vigilancia.
Después la acompañé a un bar situado a la orilla del río, el Club de los Visionarios. Nos sentamos en la pasarela sobre el canal Flutgraben, escuchamos música electrónica y observamos el agua. Más tarde se unirían a nosotros otros bloggeros y ciberactivistas. A Franziska le fascinaba aquel tema como mínimo tanto como a mí.
No sé si le gustaba el revuelo que se había formado en torno a ella. Conseguía llegar a todo, además de realizar su trabajo a jornada completa como gestora de proyectos en una empresa de telecomunicaciones, lo cual a buen seguro era agotador. En mi opinión, era la que mejor podía desempeñar aquel papel, porque no se la conocía como ciberactivista, y tampoco tenía ambiciones políticas, ni pretendía aprovechar lo sucedido en beneficio de su propia carrera. Franziska no era una experta en el ámbito de la tecnología, así que me pidió que la acompañase en sus apariciones ante la prensa. Lo hice con gusto, no solo como apuntador y enciclopedia técnica ambulante, sino también porque de ese modo podría entrar en contacto con los dirigentes políticos.
En 2009, Franziska y yo pegamos juntos los carteles que anunciaban la gran manifestación contra el control «Libertad en lugar de miedo», en Berlín, y volvimos a encontrarnos en la multitudinaria conferencia de los hackers (Hacking at Random, HAR) en los Países Bajos. Ahora hemos perdido un poco el contacto. Creo que anhelaba volver a dedicarse a su profesión y sobre todo a su vida privada. En aquel momento ya había mucha gente interesada en cuestiones relativas a la censura, pero resultaba muy difícil que trabajaran en equipo. Algunos se habían involucrado en el asunto mucho antes, y a veces se comportaban como si tuvieran la exclusividad. En las conversaciones, con frecuencia ya no se hablaba del tema sino solamente de los nombres que figuraban en los papeles.
Franziska recibió una invitación a un debate con la entonces ministra de Familia, Ursula von der Leyen. Los moderadores serían el periodista de Zeit Online, Kai Biermann, y el redactor de Zeit, Heinrich Wefing. Franziska me pidió que la acompañara, y a pesar de que ambos periodistas aceptaron mi presencia, insistieron en que todas mis respuestas serían atribuidas a Franziska.
Aunque recibí un trato correcto —me ofrecieron una silla y una taza de café— no dejé de tener la sensación de estorbo. Cuando Franziska hablaba, ambos asentían con la cabeza amablemente. Querían saber cómo había llegado a plantear semejante petición. Cuando intentaba aclarar un detalle técnico, la respuesta era casi siempre: «Demasiados detalles, demasiada tecnología».
Me preguntaba cómo era posible entender todo el asunto, cuando ni siquiera estaban preparados para profundizar en los detalles técnicos. Pero a los periodistas les interesaba más la trayectoria personal de Franziska.
En general no me preocupo de revisar las entrevistas antes de ser publicadas. E incluso comenté a Wefing que esa actitud de desconfianza me parecía un cáncer para el periodismo en Alemania, declaración por la que otros periodistas me hubieran abrazado espontáneamente. Wefing me explicó que por el contrario se trataba de una virtud de corrección alemana, y que nadie ofrecía entrevistas a los periodistas sin haber pactado previamente esta cuestión.
Con posterioridad nos dimos cuenta de que en realidad habíamos cometido un error al conceder sin más ni más aquella entrevista a zeit. Tuvimos una buena impresión de la copia que se nos presentó, pero el mismo texto fue enviado enseguida a nuestros adversarios. Y el portavoz de prensa de Ursula von der Leyen no pudo reprimir la tentación de hacer sus propios retoques. El resultado final que vimos publicado en el periódico manipuló el debate en perjuicio nuestro, lo cual nos molestó considerablemente.
Poco después celebramos un segundo encuentro con la ministra. El despacho de Ursula von der Leyen se encuentra en un edificio de hormigón gris en la Alexanderplatz.
La sala de reuniones, situada en el último piso, tenía aproximadamente las dimensiones de la mitad de un aula escolar y estaba provista de varias mesas con sillas a su alrededor. Allí nos esperaban unas cuantas personas más, aparte de la ministra: Annette Niederfranke, la directora general del ministerio y del Departamento 6: ayuda a la infancia y la juventud, con una de sus ayudantes, así como el portavoz de prensa Jens Flosdorff, que ya conocíamos de nuestra entrevista con Zeit. Pero había además otro asistente a la reunión, con el que no contábamos: Lisa*, metro veinte de estatura, una niña de unos ocho años.
Tomamos asiento en uno de los extremos del círculo de mesas, frente a la niña morena de cabellos rizados, que hacía garabatos con ceras sobre hojas en blanco, más o menos absorta en su tarea.
Lisa* era la hija de la ayudante de Annette Niederfranke y su padre había salido en viaje de negocios, por lo que la niña había tenido que quedarse con su madre después de la escuela. Y puesto que ninguna otra persona en todo el ministerio podía ocuparse de ella, la niña debía asistir a nuestras conversaciones sobre pornografía infantil.
«No es ningún problema, ¿verdad?», dijo Ursula von der Leyen sonriendo, como si hubiéramos puesto algún inconveniente. Lisa* era una niña tranquila y se limitaba a pintar coloridos y simpáticos dibujos. Y ahora que ya estaba allí, no debíamos utilizar la palabra que empezaba con «p» bajo ningún concepto. No debíamos decir aquella «palabra horrible», dijo la ministra, y por si no había quedado claro repitió: «esa horrible, espantosa palabra», con una expresión desconsolada en su rostro. «Todos sabemos muy bien de qué estamos hablando.» Volvió a hacer un significativo gesto con la cabeza a todos los asistentes. La entrevista podía comenzar.
La reunión duró dos horas, durante las cuales Ursula von der Leyen habló consecuentemente de la palabra que empezaba con «p», mientras la joven ayudante de la directora del departamento, la madre de Lisa*, utilizaba sin reparos las palabras «pornografía infantil». Loriot (un famoso cómico alemán) no hubiera podido poner mejor en escena semejante parodia. Finalmente, la reunión se dio por terminada porque era muy tarde y Lisa* tenía que ir a dormir.
«Gracias por su asistencia, ¿necesitan que les acompañemos a la salida?»
El tono de la conversación fue en todo momento tranquilo y sereno. Ursula von der Leyen demostraba con cada palabra y cada gesto su amabilidad y buena disposición. Tampoco queríamos asustar a la pequeña Lisa*, de forma que nadie pudo poner los puntos sobre las íes y decir: «Lo siento, pero esa basura que tenéis entre manos no tendrá ningún éxito en la lucha contra la pedofilia».
Sea cual fuera aquella estrategia, nos sentimos moralmente extorsionados. Más tarde lamentaríamos no habernos negado a asistir a aquella reunión. Pero al menos pudimos comprender un poco mejor cuál era la motivación de Ursula von der Leyen. Nos explicó lo mal que se sentía cuando en conferencias internacionales se le preguntaba por qué Alemania no actuaba con la suficiente dureza contra la pornografía infantil.
Ese era su argumento. Bien. Pero yo tenía la impresión de que quería hacer algo para demostrar que realmente estaba haciendo algo. De qué se trataba exactamente, sin embargo, parecía pasar a un segundo plano.
No obstante, la oposición a la ley del bloqueo en la red fue una de las acciones políticas de mayor éxito durante mi época en WikiLeaks, y puso de manifiesto la posibilidad de generar una gran presión política en muy poco tiempo. Contábamos con los hechos, Franziska era la activista y cuatro semanas después nos reuníamos con la ministra competente, Ursula von der Leyen.
De las dos posibles formas de compromiso político esa era mi preferida. Se puede criticar a posteriori los errores cometidos, por ejemplo en el servicio de peaje para camiones o la industria farmacéutica alemana. O bien, se puede influir en el proceso en curso. En esta ocasión habíamos aprendido que era necesario superar cierto umbral de percepción en los medios de comunicación para poder cambiar algo. Y para ello lo mejor era, lamentablemente, personalizar un problema con un cara y un toque individual.
En la conferencia HAR 2009 intentamos trasladar a un foro mayor aquella acción política cuyo ímpetu habíamos percibido en Alemania. Nuestro objetivo era dar vida a un movimiento político que opusiera resistencia a las medidas de censura en Internet en todo el mundo.
HAR es la abreviatura de Hacking at Random (Pirateo aleatorio) y para los hackers es algo así como un Woodstock, un festival de gran relevancia que tiene lugar cada cuatro años en diferentes ubicaciones de los Países Bajos. La conferencia HAR es una buena oportunidad para conocer gente y dar impulso a temas de actualidad. Julian y yo teníamos tres ponencias programadas, entre ellas un debate sobre la cuestión de la censura.
Junto con mi novia y uno de nuestros dos técnicos, nos desplazamos a Vierhouten en un gran Mercedes Sprinter blanco, apenas una semana antes de que comenzara el festival el 13 de agosto. En nuestro equipaje llevábamos una enorme tienda. Me sentía especialmente orgulloso de la bandera azul celeste con el logotipo de WikiLeaks, que había encargado por Internet a una empresa textil: en un palo de seis metros de altura ondeaba una bandera de casi dos metros de largo. Contábamos además con dos tiendas para fiestas, mi unidad solar móvil, un montón de luces y una bola de discoteca. Nuestro equipaje incluía además una nevera, hamacas, un sillón hinchable y un colchón.
El campamento se estableció en un gran recinto con prados y bosques, que normalmente es un camping al que acuden familias en sus vacaciones. Ayudamos a instalar las unidades de energía, la red de información y las tiendas en las que tendrían lugar las conferencias, y colaboramos en el tendido de kilómetros de cables y fibra óptica sobre los árboles para que nadie pudiera tropezar con ellos. Para aquellos cinco días de conferencias se creaba una ciudad completa, con todo lo necesario, incluida una conexión a Internet de 10 GB, que en los próximos días transferiría la mayor parte del tráfico europeo en la red en dirección Vierhouten.
Los preparativos son casi lo que más me gusta de estos campamentos. Me parecía estupendo volver a trabajar al aire libre con personas reales.
El tiempo fue fantástico. Solo hubo una tormenta una noche, debido a la cual el agua de la lluvia penetró en las baterías del equipo de energía solar. Se produjo un cortocircuito y por poco se quema toda la instalación. Pero eso lo descubrimos a la mañana siguiente.
Julian llegó dos días antes de la conferencia. Puso su tienda en el lugar más recóndito, y luego se dispuso a vagabundear por el recinto. No parecía tener muchas ganas de ayudarnos.
En aquel campamento todos llevaban consigo teléfonos DECT, conectados entre sí mediante una red propia. De ese modo los asistentes a la conferencia podían contactar unos con otros o llamar a los amigos que se habían perdido entre el gentío. Por supuesto, también era posible usarlos para llamar por teléfono en todo el mundo.
Se podía reservar un código de cuatro dígitos para cada teléfono DECT. Yo elegí el código LEAK. Para Julian había reservado el código 6639, es decir MNDX, que representaba Mendax, su antiguo nombre de hacker. Creo que se alegró mucho. Recuerdo que durante una conferencia en 2008 en Berlín, alguien del público había reconocido a Julian en la tribuna y le había llamado en voz alta: «¡Eh, Mendax!». En la cara de Julian podía leerse su alegría. En el congreso celebrado en diciembre de 2007, cuando nos vimos por primera vez, era seguramente el mejor hacker de todos con diferencia, y él se pavoneaba en consecuencia. Creo que se sentía un tanto decepcionado de que casi nadie le reconociera.
No oí su teléfono ni una sola vez durante la conferencia. Pero nunca cargaba la batería, y tampoco parecía interesarle demasiado.
Al margen de los muchos actos programados, siempre había alguna fiesta. En nuestra tienda había una bola de discoteca y música, y por la noche cocinábamos todos juntos. Bajo ella se reunían unas veinte personas, aunque solo fuera porque estábamos tan bien equipados. Mi novia tuvo la oportunidad de relajarse, estaba contenta de poder tenerme cerca durante tantos días. Se mecía en la hamaca o se pintaba las uñas de los pies con los colores del arcoíris. Se encargaba además de recaudar fondos para las compras y ayudaba en la cocina. Todos estaban encantados con ella.
Nuestro técnico fue el que más pareció alegrarse con aquella excursión. Se sentía muy a gusto en la naturaleza, entabló nuevas amistades y dejó de pensar en el mañana. Se me ocurrió entonces que deberíamos hacer algo juntos con mucha más frecuencia. Hacía mucho bien fijar la vista en un par de árboles, y no siempre en la pantalla del ordenador.
Un periodista preguntó en una ocasión a Marvin Minsky, experto en inteligencia artificial y uno de los primeros en defender la hipótesis de que algún día los ordenadores estarán conectados directamente por cable con nuestro cerebro, cuándo nos despediríamos finalmente del mundo real para entrar en el virtual. A lo cual contestó que mientras fuéramos capaces de mirar hacia el exterior, después de haber pasado dos horas ante el ordenador con las mejores imágenes en 3D, para observar un árbol y maravillarnos atónitos ante aquella realidad tan fantástica y rica en detalles, a buen seguro no pasaría algo semejante.
A Julian se le ocurrió entonces que quería dar otra conferencia. Pero no había contado conmigo, a pesar de que hasta entonces siempre habíamos dado las conferencias juntos. Se fue a un hotel, porque según me dijo allí podía prepararse mejor y además quería volver a revisar minuciosamente su ponencia con un conocido suyo.
Por una parte me alegré de que por lo menos se hubiera presentado dos días antes de la conferencia, en lugar de dos minutos antes, como casi siempre. Sin embargo, me hubiera gustado haberlo sabido antes. Aquellos numeritos improvisados y espontáneos a lo kamikaze en la tribuna me destrozaban los nervios. Hoy en día, a menudo acudo a las apariciones en público sin haberlas preparado previamente, puesto que a estas alturas conozco la temática al dedillo. Me he vuelto mucho más espontáneo. Con frecuencia los oyentes me dicen después que les encantó escucharme y que mi exposición les pareció viva y desenfadada. Esto debo agradecérselo a Julian. Desde que empezamos a dar conferencias juntos, dejé de preocuparme de que algo pudiera ir mal, de que el proyector se incendiara o la tribuna se derrumbara.
Había veces que secuestrábamos la tarima. Cuando el organizador no había previsto nuestra participación, pero creíamos que debíamos estar incluidos en el programa, sencillamente saltábamos al estrado sin preguntar antes. Así fue por ejemplo en junio de 2008, cuando Julian y yo asistimos a la conferencia de Global Voices (Voces globales) en Budapest. Global Voices es una red universal de bloggeros, que traducen blogs y periodismo ciudadano en todos los idiomas, para divulgar sus contenidos y defenderlos contra la censura. En aquella conferencia esperábamos hacer nuevos contactos que pudieran apoyarnos a la hora de dar a conocer nuestras filtraciones al mundo. Para ello simplemente creamos nuestro propio punto del programa y repartimos folletos de forma previa a nuestro asalto a la tribuna, durante una ponencia oficial.
Una vez concluida la conferencia, Julian habló con un representante del Open Society Institute (OSI) de George Soros, que le preguntó de dónde sacábamos el dinero para WikiLeaks, y dio a entender que el OSI subvencionaba proyectos como el nuestro. Según Julian, este se interesó también por nuestra lista de necesidades, y comentó que no debíamos ser modestos. Por lo que sé, tampoco conseguimos nada.
Dimos tres conferencias en el ámbito de la HAR. Nuestro objetivo era llamar la atención al nuevo movimiento internacional sobre el tema de la censura en Internet. Fui moderador de una mesa redonda al respecto. Compartí la tribuna con Julian y Rop Gonggrijp, un ciberactivista neerlandés, que posteriormente también nos ayudaría en la publicación de Asesinato colateral, además de Franziska, y el artista y ciberactivista padeluun, de la asociación para la protección de datos Foebud de Bielefelder, así como una informante y ex agente del MI6 de Gran Bretaña.
Todos estaban de acuerdo con la teoría de que los políticos de todo el mundo preparaban leyes de censura, pero también por todas partes había personas que intentaban oponerse a ello. Asimismo, consideraban conveniente adoptar un enfoque internacional y centralizar la resistencia. Tras el coloquio se nos acercaron muchos oyentes que querían demostrar su apoyo. Creamos una lista de correo que debería cimentar la base de un movimiento global.
Pero en eso se quedó. A lo mejor, lo que faltó en aquel movimiento fue un líder, un abanderado que hubiera podido entusiasmar a más gente. Quién mejor que yo podía saber que en estos casos siempre es necesario un idealista que vaya en cabeza.
Además de la creación de un movimiento global anticensura, en la HAR me encargué de otro cometido, tal vez el más duro de mi vida. Había encargado camisetas con el logotipo de WikiLeaks sobre un fondo blanco, porque pensé que nuestro logo así resaltaría más, y además nos ahorrábamos un par de céntimos por unidad. Fue una estupidez. Las camisetas blancas no se venden, sobre todo en un mundillo en el que las camisetas negras casi forman parte del código de indumentaria. Ni siquiera yo me pondría en la vida una camiseta blanca.
Había encargado doscientas cincuenta unidades, casi cuatro cajas llenas. Apiladas una sobre otra habrían alcanzado tres metros de altura. Ahora tenía que intentar reducir aquel montón monstruoso. Hoy seguro que se venderían como artículos para fans por diez veces su precio, pero entonces no las quería nadie.
Tenía que asaltar literalmente a la gente al pasar por nuestro stand, para intentar convencerles de que comprasen una camiseta por cinco euros. A mis compañeros tampoco se les daba mucho mejor que a mí. De haber tenido que dedicarnos al comercio, ya nos hubiéramos muerto de hambre. Mi novia era demasiado sincera para venderle a alguien una camiseta tan horrible sin tener mala conciencia. Julian, por su parte, prefería iniciar una profunda conversación con los posibles compradores sobre el estado de las cosas en el mundo. Así que allí estaba, parloteando o buscando camorra. Nadie se acordaba ya de las camisetas.
Por muy poco escapamos a la ruina. El merchandising de WikiLeaks a buen seguro no nos sacaría de nuestras dificultades financieras.
Poco después se nos concedió un premio relacionado con el arte. La fundación donante era Ars Electronica, que cada año celebra un festival en Linz. En mi opinión, aquello era una estupidez, que empezó además de forma muy divertida.
De hecho es necesario presentar una solicitud para poder optar a un galardón de este festival de los medios de comunicación. Cada año se presentan miles de artistas. A nosotros, con toda seguridad, no se nos hubiera ocurrido nunca.
Recibimos una carta de los organizadores. En primer lugar enviaron un par de correos con informaciones sobre el premio, que eliminamos de inmediato. El arte no nos interesaba en absoluto. ¿Qué querían de nosotros? Sin embargo, siguieron llegando cada vez más correos. Finalmente se nos preguntó si no queríamos presentarnos. ¿Acaso querían darnos un premio? El modus operandi nos pareció un tanto extraño. Por otro lado, creíamos que los personajes de aquel mundillo intelectual y artístico, relacionado con la alta tecnología, eran capaces de todo. Leímos por encima las descripciones de los trabajos premiados del año anterior, y ya no nos extrañó nada. Todo aquello nos hizo pensar en algunas citas del cómico Helge Schneider, o en artículos de la revista Titanic, aunque evidentemente iba en serio. No parecía demasiado relevante para la sociedad. ¿Dónde encajaba WikiLeaks?
Pero puesto que los responsables de Ars Electronica habían insistido tanto, envié un par de folios con información general de WikiLeaks a Linz. ¡Sorpresa! Recibimos una invitación para asistir en Austria a la ceremonia de entrega de premios el 4 de septiembre de 2009.
Como solo nos pagaban una habitación de hotel, Julian y yo tuvimos que compartir una cama de matrimonio. En comparación con las pensiones de mala muerte en las que nos solíamos alojar, el Hotel Wolfinger se nos antojó el Ritz. Con todo el encanto austríaco y además muy chic. Como un reflejo involuntario hice amago de quitarme los zapatos en cuanto pisé el elegante parqué de madera de la habitación. Y lo que era aún peor, sentí incluso el impulso de ordenar, antes de que se me pasaran las ganas, puesto que allí donde Julian y yo permanecíamos más de cinco minutos, enseguida parecía como si la maleta llena de ropa hubiera explotado y alguien hubiera tendido cables y teléfonos por encima como decoración. Después me consoló el pensamiento de que los demás artistas probablemente no eran mucho más ordenados.
Habíamos iniciado aquel viaje con la esperanza de conocer a un par de bichos raros, pero acaudalados, del mundo del arte, con los que pudiéramos crear una red social mediante la cual recaudar fondos. Llevábamos una vida bastante espartana. Tuve que poner cinta americana alrededor del portátil para que la batería no saliera de su receptáculo. Un par de zapatos nuevos hubieran hecho de Julian otro hombre. No obstante, hicimos todo lo que pudimos para pulir nuestra imagen ante la escena artística. Yo me puse unos zapatos de cuero negro decentes. Julian llevaba un abrigo entallado de paño negro, de corte probablemente femenino, que le iba un poco pequeño. Me recordaba a Phantomias poco antes de despegar, pero de alguna manera había conseguido estar verdaderamente elegante.
Perdí a Julian de vista antes de que se realizara la entrega de premios, que tuvo lugar en el centro de congresos Brucknerhaus. Quizás estuviera paseando por el río o hubiera vuelto al hotel, puesto que no le gustaba aquel ambiente.
No se perdió nada. En mi opinión, fueron premiados proyectos completamente absurdos, y por último el presentador anunció que habíamos ganado el segundo premio, sin mencionar siquiera nuestro nombre. La enorme sala en la que tuvo lugar aquella gala estaba llena de señores en traje y damas en vestido de noche. Una de las primeras filas estaba ocupada por aproximadamente veinte de los patrocinadores, y entre estos y el público estaban sentados los artistas con su indefectible peculiar indumentaria. Pero el acontecimiento fue para nosotros bastante improductivo, puesto que nadie se enteró de quiénes éramos en realidad. Tampoco conseguimos un cheque importante de los ricos y extravagantes artistas. La ceremonia me pareció además completamente forzada. Por lo menos pude comprarme un reloj que funcionaba con bioenergía procedente de una planta, el único proyecto que me gustó. Por lo demás, solo vi y escuché a personas enamoradas de sí mismas, que hablaban sobre sus banales proyectos, de los que por supuesto se vanagloriaban.
En el sótano había una presentación con un par de fotos y paneles nuestros. Reconfiguré en secreto los terminales de Internet, de forma que el navegador solo permitiera el acceso a la página de WikiLeaks. Pero nadie se dio cuenta.
Al día siguiente volé de vuelta a casa, antes de lo previsto, porque todo aquel espectáculo me crispaba los nervios. Julian se quedó hasta el lunes, ya que al haber recibido el segundo premio, se nos ofrecía la oportunidad de volver a presentar el proyecto y entrar en contacto con los demás.
Hacia mediodía tuvo lugar una conferencia de prensa, en la misma sala, aunque esta vez el número de participantes era mucho más reducido. Cada uno de los galardonados disponía de cinco minutos para su exposición. Los organizadores cometieron el fallo de dejar que Julian fuera el primero.
«¿Hay algún representante de la prensa en la sala?», preguntó.
Aproximadamente la mitad de los asistentes confirmaron que pertenecían a los medios.
«Qué suerte —dijo Julian—. Tenía miedo de que me hubieran vuelto a encerrar aquí únicamente con artistas papanatas.»
La mitad del público profirió una carcajada, casualmente los mismos que con anterioridad habían alzado la mano. Julian empezó a hablar y explicó a los regocijados periodistas y a los artistas ofendidos cómo funcionaba el mundo y WikiLeaks; acabó cuarenta y cinco minutos después.