WikiLeaks y el dinero

Las filtraciones de más éxito, y con una mayor repercusión mediática, tenían un efecto directo en nuestras cuentas. Desde 2008 contábamos con tres cuentas PayPal a través de las cuales se nos podía hacer llegar donaciones. Tras el caso Julius Bär, el 1 de marzo de 2008 llegaron a la cuenta principal 1.900 euros, el 3 de marzo 3.700 euros; el 11 de marzo se habían acumulado en esa cuenta un total de 5.000 euros En junio de 2009 se bloqueó la única cuenta activa de PayPal: todavía era posible realizar ingresos, pero no podíamos retirar dinero.

Hacía meses que no nos habíamos interesado por la cuenta. Únicamente cuando nos llegó el mensaje de PayPal sobre el bloqueo, echamos un vistazo a los ingresos.

«Agárrate —escribió Julian en agosto de 2009—. Hay casi 35.000 dólares.»

Yo quería desbloquear el dinero a toda costa, pero para Julian no era una prioridad. No veía por qué debíamos mortificarnos.

PayPal nos pedía un documento oficial que demostrara el tipo de organización que éramos. Nos habíamos inscrito como una organización sin ánimo de lucro, pero nunca llegamos a solicitar esa denominación oficialmente, «501c3» en la jerga de las autoridades norteamericanas.

Busqué en Google y resultó que no éramos la única entidad sin fines lucrativos que había tenido que hacer frente a ese problema. PayPal había puesto dificultades de forma reiterada por el mismo motivo a varios clientes. Así que nos registramos como sociedad. Tuvimos que pagar por ello, pero nos ahorramos las engorrosas gestiones administrativas, puesto que cambiar una sola coma en el contrato con PayPal suponía una pérdida monumental de tiempo.

Puedo asegurar que llamé como mínimo treinta veces a la línea de atención al cliente, envié varios correos, y finalmente llegué a la conclusión de que PayPal era una empresa que no tenía operadores, sino que se trataba de una máquina. Con todo, si esperaba lo suficiente, al final conseguía hablar con una persona real. Pero el subcontratista hindú, o quien quiera que fuese el encargado de realizar aquella tarea para PayPal, en última instancia poca cosa podía decir, aparte de rogar al usuario que utilizara la ayuda on-line.

Creo que los trabajadores de PayPal, al igual que sus clientes, estaban a merced de su propio software. El arte de rellenar los campos correctos del sistema siguió siendo para mí una ciencia oculta inaccesible.

Una vez modificada la descripción de la cuenta, cuando dimos nuestra conformidad al pago de las tasas correspondientes, el sistema nos recompensó con un desbloqueo a corto plazo. El desbloqueo duró aproximadamente un día. Y después se repitió el mismo sinsentido desde el principio: volvía a faltar un dato, y de nuevo me resultaba imposible dilucidar en qué campo debía introducirlo, de forma que otra vez tuve que pelearme con la ayuda on-line.

Había una dificultad añadida en estas contingencias, ya que no éramos los únicos que lidiábamos con los campos a cumplimentar. En aquella época todas las cuentas a nuestro nombre eran gestionadas por voluntarios. La cuenta congelada de PayPal había sido abierta por un periodista estadounidense. Nuestro contacto era un hombre de casi sesenta años del Medio Oeste americano, bastante tradicional, empleado en un periódico local. Unos meses atrás nos había preguntado si podía hacer algo por nosotros, y puesto que no se había ofrecido para ocuparse de temas contables, le asignamos precisamente ese cometido. Nuestra decisión se basó en la lógica de que si alguien no se interesaba por el dinero, era el mejor indicado para administrarlo. Si a alguien no le interesaba ejercer su propia influencia en la opinión pública, podía gestionar el chat, y así con las demás tareas.

Aquel voluntario se sentía completamente desbordado y no tenía la menor idea de cuál era la raíz del problema.

En septiembre de 2009 Julian recurrió a la Nanny, figura que entraba en juego cada vez que había una tarea pendiente de la cual Julian no quería o no podía ocuparse personalmente. En ocasiones venía poco antes de que tuviera lugar una conferencia para escribir sus ponencias. También sería ella la que, más adelante, cuando algunos miembros del equipo abandonamos WikiLeaks, se desplazara por todo el mundo como mediadora entre Julian y nosotros para pedirnos que no perjudicáramos el proyecto con críticas públicas.

La Nanny es una vieja conocida de Julian, una persona muy dinámica y afable de unos cuarenta años, que para Julian ofrecía una gran ventaja: nunca hablaría de su relación con WikiLeaks en público.

En todo caso, la Nanny acabó por completo con los nervios de nuestro ayudante americano, sobre todo porque la diferencia horaria les hacía incompatibles a la hora de comunicarse, puesto que uno de los dos siempre tenía que mantener la conversación durante la fase profunda del sueño. Eso sin contar que aquel pobre hombre no estaba dispuesto a volver a explicar toda la problemática desde el principio.

Al final nos ayudó una periodista y conocida mía del New York Times. En la última semana de septiembre preguntó a través de la vía oficial más directa de PayPal cómo era posible que hubieran congelado uno de los proyectos respaldados por el New York Times. ¡Alakazam! Poco después la cuenta estaba desbloqueada.

En ese momento empezaron las verdaderas disputas. De repente contábamos con un montón de dinero, pero Julian y yo teníamos visiones muy distintas de cuál debía ser su destino.

En mi opinión, lo principal era la adquisición de nuevo hardware, no solo porque esa era mi especialidad, sino porque nuestra infraestructura lo estaba pidiendo a gritos. Estábamos corriendo muchos riesgos de seguridad y de posibles averías, y se lo estábamos poniendo demasiado fácil a nuestros adversarios. Mientras todo pasara por un solo servidor, cualquiera podía entrar fácilmente en WikiLeaks. Pero lo peor era que en ese mismo servidor se almacenaban todos los documentos.

Sin embargo Julian tenía otros planes. Hablaba de fundar empresas, expresamente con el fin de proteger mejor las donaciones contra posibles ataques externos. Decía que solo por registrarnos en los Estados Unidos los gastos jurídicos ascenderían a 15.000 dólares.

Julian también tenía contacto con algunas entidades que deseaban participar en el proyecto como mecenas. Crearíamos organizaciones sin ánimo de lucro a las que los patrocinadores norteamericanos podrían hacer donaciones para ahorrarse impuestos. No sé quiénes eran los interlocutores de Julian, ni qué películas veía, aunque lo más probable era que la idea hubiera surgido de leer algunos de los documentos que llegaban a nuestra página web. En todo caso, solo hablaba de sociedades pantalla, ley internacional y actividades financieras en paraísos fiscales extraterritoriales. Me lo imaginaba utilizando un criptófono a prueba de escuchas, las manos apoyadas con aire de autosuficiencia en las caderas, el entonces largo flequillo blanco peinado hacia atrás con gomina y diciendo:

«Hola, ¿Tokio, Nueva York, Honolulu? Sí, transfieran por favor tres millones a las Islas Vírgenes. Sí, gracias, muy amable. Y por favor, no olviden destruir los contratos una vez realizada la transacción. Incinérenlos, por favor. Después pueden barrer las cenizas y proceder a tragárselas, ¿de acuerdo? Ya saben que no soporto que queden restos...».

Las fantasías en las que Julian pudiera estar inmerso se correspondían con su sueño de contar con una organización infranqueable, con una red internacional de empresas y con la aureola de los intocables, y ser capaz de hacer malabares en todo el mundo con finanzas y sociedades sin que nadie pudiera ponerle freno. Pero en mi opinión, y aunque no sonara tan grandilocuente, para ello primero necesitábamos unos cuantos elementos prácticos y muy simples.

La que era mi novia entonces nos proporcionó criptófonos y nos dejó mucho dinero de golpe. Todavía hoy me remuerde la conciencia cuando pienso en la poca atención que dediqué a nuestra relación.

Algunos meses después, en Islandia, me enteré por casualidad de que Julian había intentado vender a uno de nuestros conocidos uno de aquellos teléfonos tan caros, por unos 1.200 euros. En primer lugar, los teléfonos no le pertenecían; pero además, trató de vendérselo a alguien que no tenía dinero por un precio desorbitado. Posteriormente, Julian regaló ese mismo teléfono a un adolescente de diecisiete años, como gancho para involucrarlo más en WikiLeaks. Julian podía ser la persona más generosa del mundo y al día siguiente demostrar el aspecto más mezquino de su carácter.

En abril de 2008 habíamos abierto una cuenta en Moneybookers, a través de la cual los donantes, sobre todo de los Estados Unidos, podían realizar sus donaciones on-line. Nadie supo nunca la cuantía de los ingresos que llegaron a Moneybookers ni cuál era su destino. Julian impidió el acceso a toda la gente de WikiLeaks.

Más tarde abrió otra cuenta en Moneybookers, esta vez a su nombre. En nuestra página de donaciones había un link que conducía directamente a dicha cuenta. Nunca me dijo para qué era aquel dinero. La cuenta fue bloqueada en otoño de 2010. Y al tiempo, Julian se quejó de que alguien había retirado los fondos de WikiLeaks. El periódico The Guardian citó un correo electrónico de Moneybrookers a WikiLeaks, con fecha 13 de agosto de 2010, en el que se anuncia cómo, tras una inspección realizada por el departamento de seguridad de Moneybookers la cuenta quedaba inoperativa de forma provisional «para someterla a investigaciones adicionales de las autoridades gubernamentales». La cuenta fue definitivamente bloqueada, pero alguien había retirado los fondos con anterioridad.

Y sin embargo, a Julian, el dinero en sí le daba igual. Tampoco disponía de fondos, así que casi siempre dejaba que pagaran los demás. Se justificaba, por ejemplo, con la excusa de que no quería que alguien pudiera saber su paradero por sacar dinero de un cajero automático. Una excusa absurda si pensamos en que podía estar a punto de dar una rueda de prensa que se retransmitiría por todo el mundo, pero que todos aceptaban. Sobre todo recibía ayuda de las mujeres. No sé cuántas cosas llegaron a comprarle: ropa, cargadores, móviles, café, vuelos, chocolate, bolsas de viaje, calcetines de lana.

Julian no daba valor a los símbolos que identifican con determinada clase social. Quizás haya cambiado, pero cuando viajábamos juntos no tenía reloj, ni coche, no llevaba ropa de marca, le daba todo igual. Incluso su ordenador era un vetusto Mac, uno de aquellos iBooks blancos, que hoy son casi una pieza de museo. Como mucho de vez en cuando se compraba un nuevo lápiz de memoria USB.

No obstante, con frecuencia pensábamos en cómo conseguir dinero para WikiLeaks. Se nos ocurrió que tal vez podíamos cobrar por los documentos, subastando el acceso exclusivo al material. Una especie de Ebay para WikiLeaks. En septiembre de 2008 hicimos una prueba. Anunciamos la subasta de los correos electrónicos de Freddy Balzan en nuestra página web y en comunicados de prensa. Balzan era quien escribía los discursos del presidente venezolano Hugo Chávez. Esta notificación tuvo una gran repercusión en los medios de comunicación latinoamericanos, y no precisamente porque acudieran muchos a la puja, sino más bien porque de inmediato se desató un debate crítico. Se nos reprochaba que quisiéramos sacar dinero del trabajo de nuestros informantes, y se denunciaba que de esa forma los primeros en obtener la información serían los medios con más recursos. De todos modos, entonces ni siquiera contábamos con la capacidad técnica para llevar a cabo una subasta semejante.

Decidí presentar una solicitud a la John S. and James L. Knight Foundation para conseguir dinero. Esta fundación fomenta proyectos periodísticos extraordinarios. Solo en el año 2009, la fundación repartió más de 105 millones de dólares entre varios medios de comunicación. A finales de 2008 presenté por primera vez la solicitud de subvención por valor de dos millones de dólares, que por cierto fue rechazada en la tercera o cuarta ronda del procedimiento eliminatorio de selección de candidaturas. Tras la invitación a la segunda ronda, Julian ya había comunicado a los destinatarios de nuestra lista de correo que teníamos prácticamente en el bolsillo la subvención de dos millones de dólares.

En 2009 volví a intentarlo, pero en esta ocasión tan solo solicité medio millón de dólares. La preparación de una solicitud semejante comporta mucho trabajo, pero Julian no me ayudó. Otra persona y yo trabajamos durante dos semanas la solicitud. Había que contestar a ocho preguntas relativas a la motivación y a la estructura interna del proyecto. Un día antes de que se cumpliera el plazo de presentación, apareció Julian, con la Nanny a remolque, y se dispuso a escribir la solicitud para la Knight Foundation que nosotros teníamos preparada desde hacía días. Julian simplemente había decidido presentar dos solicitudes. Así seguro que una de ellas tendría éxito. Julian y la Nanny me explicaron además por qué la suya triunfaría. Mi solicitud fue aceptada, pasó la primera ronda y la segunda, y de repente formaba parte de las elegidas en la penúltima. La de Julian y la Nanny fue descartada ya en la primera ronda.

Un tiempo después, Julian me echó en cara que había incluido mi nombre en la solicitud. El problema, en realidad, era otro: en el año 2008, el último día del plazo de presentación me encontré con la solicitud cumplimentada en mi escritorio, sin saber si debía firmarla e indicar mi nombre real y mi dirección. No teníamos ninguna oficina, y por tanto ninguna dirección. Y Julian no tenía siquiera un domicilio fijo.

Como el tiempo apremiaba, pensé que debía olvidarme de los Estados Unidos, daba igual si constaba mi verdadero nombre. Así que firmé la solicitud y la envié.

Durante los siguientes días en efecto soñé con el medio millón de dólares para WikiLeaks y con todas las cosas de las que nos proveeríamos. Antes de dormir pensaba en cómo dispondríamos aquellos nuevos componentes de tecnología punta para la seguridad de nuestra red: medio bastidor en un centro informático adecuadamente refrigerado, con alimentación y red redundantes, así como un terminal para el acceso a otros servidores, por si se producía una avería. Por descontado serían servidores de última generación, no de la antepenúltima.

Y seguía soñando. Soñaba que podríamos alquilar una oficina y confiar tareas concretas a algunos ayudantes. Y que podríamos cobrar un sueldo. Lo que más deseaba era no tener que volver a la empresa, las hojas de cálculo de Excel y las reuniones de los martes, y a mis teleconferencias secretas desde el almacén del octavo piso.

El proceso de selección de solicitudes se prolongó durante semanas. La Knight Foundation nos pidió documentación adicional y quería invitarnos a la última ronda en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), en Boston. La fundación quería conocernos personalmente y entrevistar a los miembros de nuestra junta.

El Consejo Consultivo era una creación ficticia de antes de que yo participara en el proyecto. De las ocho personas que dábamos como consejeros, solo una declaró públicamente su adhesión a WikiLeaks: C. J. Hinke, un ciberactivista de Tailandia. Con el tiempo, los periodistas encontraron a cada uno de los supuestos miembros de la junta. Los chinos inmediatamente desmintieron su participación, y Julian despachó con pocas palabras el asunto: «Es obvio que no pueden declararse públicamente a favor nuestro».

Ben Laurie había negado en varias ocasiones haber formado parte del Consejo. Philip Adams por lo menos admitía haber estado de acuerdo con nosotros en alguna ocasión, pero por motivos de salud no había podido hacer ninguna aportación.

Seguro que la fundación habría apreciado poder hablar con el selecto núcleo de WikiLeaks, como mínimo en una ocasión. Pero resultó imposible encontrar una fecha para una teleconferencia conjunta. Hubo un profuso intercambio de correos, y la fundación debió tomarnos por unos arrogantes o por una organización extremadamente desorganizada, lo cual, en ambos supuestos, era cierto. Les aseguré que independientemente de la fecha que propusieran, por lo menos yo estaría a su disposición. Quería que nuestros interlocutores tuvieran la sensación de que estábamos realmente interesados. Julian me escribió entonces en un correo malintencionado: «Tú no eres el solicitante».

Con posterioridad declaró a terceros que yo había intentado meter baza en la solicitud. ¡Dios mío! Hubiesemos aprovechado mejor nuestras energías de haber realizado una presentación convincente juntos. Como consecuencia, en la siguiente ronda fuimos descartados.

Yo tenía muy claro que algún día los colaboradores de WikiLeaks podríamos cobrar un sueldo, con el fin de que nadie tuviera que seguir prostituyéndose. Ese era el problema: necesitábamos mucha más gente y disponer de más tiempo. Lo cual no era posible porque casi todos teníamos que ganar dinero, aparte de trabajar en WikiLeaks.

En mi opinión, el hecho de no poder realizar el trabajo que satisface a cada uno es una especie de prostitución. Aunque por supuesto soy consciente de que no soy el único que no puede hacer lo que más le gustaría.

En aquella época tan solo hubo una persona que recibió dinero por su colaboración: un técnico que todavía sigue trabajando para WikiLeaks, tal vez incluso porque siente estar en deuda con el proyecto. En una ocasión una periodista recibió unos seiscientos euros para que escribiera un análisis exhaustivo sobre las filtraciones relativas a la banca. Entonces consideramos que debíamos encargar a alguien la realización de una investigación en profundidad. En 2008, seiscientos euros todavía era mucho dinero para nosotros.

En cualquier caso, yo cada vez aborrecía más mi trabajo. No encontraba sentido a gastar mi energía en los clientes. ¿Qué importancia tenía si Opel producía más automóviles, o si ascendían las cifras de ventas de algún otro comprador? Esas cuestiones no harían del mundo un lugar mejor. Era de la opinión de que aquellas personas que poseyeran un don concreto tenían la responsabilidad de ponerlo al servicio de la sociedad. Tenía la sensación de que cada minuto que pasaba en la oficina era tiempo perdido. Me concentraba únicamente en realizar mi trabajo de la manera más eficiente posible. En una gran empresa en la que, de todos modos, los plazos para las distintas fases de un proyecto son muy amplios, no me resultaba demasiado difícil, sobre todo teniendo en cuenta que era más eficaz que la mayoría de mis compañeros.

Por la noche me dedicaba a WikiLeaks, y por el día atendía las peticiones de mis clientes, aunque cada vez podía trabajar desde casa con más frecuencia. A veces me despertaba el teléfono a las once de la mañana con la llamada de un cliente importante: una teleconferencia que había olvidado por completo. En ropa interior, desperezándome del sueño más profundo, avanzaba tropezando con un montón de documentos militares secretos, esparcidos por el suelo, para sentarme en mi puf. A continuación, me dirigía a los directivos de consorcios internacionales para ilustrar con todo detalle el magnífico proceso de optimización de sus centros informáticos, mientras me fijaba en un agujero del calcetín de mi pie derecho. Una vez hecho esto, volvía a enfrascarme en los documentos, informaciones sobre servicios de inteligencia y casos de corrupción, que deberían aparecer en nuestra página próximamente. La calidad de mi trabajo no se veía afectada por ello. Mis padres me habían educado con una conciencia del deber que no se puede olvidar fácilmente.

A mediados de 2008 estuve durante cuatro semanas en Moscú por motivos de trabajo. Debía organizar la estructura de un centro informático en un edificio de oficinas. Una vez allí, el complejo proyecto resultó ser incontrolable.

Me alojaba en un Holiday Inn en las proximidades del parque Sokolniki al noroeste de Moscú, así que cada día debía viajar durante cuarenta y cinco minutos en metro hasta mi lugar de trabajo. Como era el único que no era ruso, solo confiaban en mí, y muy pronto me convertí en el chico de los recados. El cliente me llamaba a diario. Trabajaba todo el tiempo. Además, siempre pasaba algo, a veces un trabajador esmerilaba las paredes de la sala de servidores, o el aire acondicionado tenía una fuga. Así que, entre mis tareas, también estaba la de proteger del polvo y la suciedad componentes de hardware por valor de aproximadamente un millón de dólares.

Las obras eran una pesadilla: los trabajadores mal pagados escondían cascotes y desechos en el falso suelo, de forma que incluso antes de que hubieran acabado ya se habían producido los primeros escapes en los tubos de la calefacción, porque nadie caminaba con cuidado. Me pasaba todo el día corriendo de un lado a otro, de hecho, incluso me salieron ampollas en los pies. En Moscú gasté por completo un par de botas Dr. Martens. La ciudad me ponía de los nervios.

Un día decidí darme un respiro y visitar a un viejo conocido de cuando participé en el programa de intercambio del último curso de bachillerato. Aquella fue la primera vez que estuve en Rusia. Vladimir* había estudiado derecho, y cuando le pregunté que a qué se dedicaba, me respondió: «Hago favores». Tenía cuatro amigas, a cada una de las cuales había regalado un coche y una casa. Lo que más me impresionó fue que en su coche había una nota del jefe de policía que rezaba: «No se debe importunar al propietario».

No suelo ser mal copiloto, pero cuando Vladimir* entraba a cien por hora en un carril para girar a la derecha, o habilitaba uno para su uso exclusivo, convencido de que los demás debían dejarle pasar, porque de todos modos los responsables de tráfico le darían la razón, me agarraba con fuerza al asidero que hay encima de la ventanilla.

Desde la ventana de mi oficina, me entretenía contemplando las numerosas obras en las que los obreros moldavos trabajaban para batir nuevos récords. A la izquierda, el edificio más alto de Europa, a la derecha, la segunda torre más alta del mundo, si mi memoria no me traiciona. Los obreros vivían en pequeños barrios de chabolas hechos de contenedores, algo parecido a townships rusos, cercados por alambradas. Más de cincuenta habían perdido la vida en accidentes desde que comenzaron las obras.

Es realmente vergonzoso que no publicáramos nada sobre la situación en la que estaba sumido el país. Nos llegaba muy poco material de Rusia, y además, desconocíamos el idioma. Cualquiera podía hacer críticas a nuestro enemigo preferido, los Estados Unidos, pero en Moscú también había mucho por denunciar. Durante aquellas semanas me hubiera gustado contar con más tiempo para WikiLeaks. Con todo, conseguí reunirme en Moscú con Transparencia Internacional y concedí una entrevista a la ARD (Consorcio de instituciones públicas de radiodifusión de la República Federal de Alemania), en su delegación en el extranjero.

Simultáneamente, se produjo la primera oleada de despidos en la sede de mi compañía, y el comité de empresa envió un correo a todos los trabajadores para ofrecerles asesoramiento al respecto. Poco después recibimos un correo de la dirección: si un trabajador perdía un cuarto de hora con el comité, le sería descontado del horario de trabajo acordado. A partir de ese momento, no cesaron de llegar insinuaciones de que se llevarían a cabo operaciones de vigilancia y otras sandeces pedagógicas semejantes, tales como el recordatorio de que el día 24 de diciembre se trabajaba media jornada, o de que los bolígrafos y las gomas de borrar eran propiedad de la empresa.

Trabajaba dieciséis, a veces dieciocho horas al día, para que la empresa después me echara en cara que quería estafar un cuarto de hora de trabajo. Así que como respuesta redacté un correo que envié a todos los trabajadores alemanes del consorcio. Utilicé la dirección de la gerencia como remitente, con copia a todos los directivos. En el correo solicitaba al gerente que por favor no aplicara su propia moral laboral a los demás trabajadores. Y que estaría bien que el comité de empresa no diera su brazo a torcer. Hice que el correo saliera a través de una impresora de red, de la cual conocía la dirección IP porque estaba en el pasillo de mi oficina en Rüsselsheim.

No tardó mucho en aparecer una ventana del chat en mi ordenador: era una compañera que pertenecía al pequeño círculo de gerencia. Tenían un problema y me pedía si podía ayudarles, puesto que sabía que era experto en temas de seguridad.

Simulé estar muy sorprendido: «¡No puede ser!».

Realicé a conciencia las comprobaciones pertinentes y les recordé que en el pasado ya había indicado los problemas de seguridad de las impresoras de red en varias ocasiones.

«¿No es posible identificar al remitente del correo?»

«Desgraciadamente no —respondí lamentándome—. Tengo además mucho trabajo pendiente, lo siento.»

Me despedí amablemente y volví a dedicarme al proyecto ruso.

Algunos de mis colegas en Alemania desarrollaron muy pronto un auténtico odio hacia el autor del correo. Tenían miedo de que alguien pudiera acusarles de ser los redactores del mensaje y de la posibilidad de perder realmente su trabajo. Sobre todo estaban muertos de miedo aquellos que en otras circunstancias no dejaban pasar la menor oportunidad de echar pestes de la gerencia.

Observé divertido cómo la gerencia había recurrido incluso a la policía, y los procedimientos chapuceros de sus agentes. Estos hicieron un gran despliegue para sellar la sala y tomar huellas dactilares de impresoras y fotocopiadoras. Desmontaron los dispositivos de memoria de todos los aparatos cercanos y los enviaron al forense. Por supuesto, no consiguieron descubrir nada.

A principios de 2009 tuve claro que dejaría el trabajo, puesto que era difícil que figurara entre los despedidos. Al ofrecer mi renuncia voluntaria, y dado que era joven y soltero, la empresa no pudo rechazar mi oferta. Conseguí el sueldo de un año como compensación y renuncié a mi cargo el 31 de enero de 2009. Lo primero que hice con el dinero fue comprar seis portátiles nuevos y un par de teléfonos para WikiLeaks.

En un primer momento mis padres no pudieron entender por qué había dimitido: desde su punto de vista, renunciar a un trabajo seguro y a la pensión de jubilación sonaba un poco arriesgado. Sin embargo, me apoyaron en todo momento. Sobre todo mi madre, que sabía desde hacía mucho tiempo de mi intención de hacer algo con una finalidad social, y era consciente de que cualquier intento por su parte de hacerme cambiar de opinión, únicamente tendría como resultado justo lo contrario.

Di por supuesto que en el plazo de un año conseguiríamos sacar adelante el proyecto, de forma que pudiéramos cobrar un modesto sueldo. Por eso, el paso que había dado no me pareció tan descabellado. Tenía la sensación de haber tomado la decisión correcta.