Después del congreso de finales de 2008, Julian regresó conmigo a Wiesbaden y se hospedó dos meses en mi casa. Vivía siempre así: no tenía una residencia fija ni duradera, sino que se instalaba en casa de otras personas. Su equipaje consistía en una mochila, en la que llevaba sus dos portátiles y un sinfín de cables (aunque luego, cuando buscaba uno, no lo encontraba nunca).
Iba siempre vestido con varias capas de ropa e incluso cuando se encontraba en espacios cerrados (aunque nunca he logrado comprender por qué) llevaba dos pantalones y a veces varios pares de calcetines.
En Berlín habíamos pillado la «peste de los congresos», nombre con el que se conoce la epidemia de gripe que, tradicionalmente en esa época del año, suele contagiarse en reuniones multitudinarias, cuando los asistentes comparten los teclados y el aire de los congresos. Con el rostro macilento, acatarrados y en silencio, el 1 de enero de 2009 subimos al tren rápido que nos llevó a Wiesbaden. En cuanto llegamos a mi piso, la gripe nos obligó a instalarnos de inmediato en nuestros colchones; en realidad, y como yo me encontraba algo mejor que él, le cedí mi cama a Julian y me instalé en un colchón en el suelo.
Julian se vistió con toda la ropa que fue capaz de encontrar y aun sacó unos pantalones térmicos de esquí de su mochila. En ese estado se metió bajo el edredón, se cubrió con dos mantas de lana y se deshizo de la fiebre durmiendo y sudando. Cuando al cabo de dos días volvió a levantarse, estaba curado. Había resuelto aquel asunto con gran eficiencia.
Mi piso estaba situado en el Westend de Wiesbaden. Se trata de un barrio en el que es mejor atar la bicicleta con un buen candado, aunque la aparques en el patio interior. La zona tenía la ventaja de contar con numerosas tiendas de móviles y supermercados en los que se podían conseguir móviles y tarjetas SIM por poco dinero.
El piso se encontraba en el semisótano del edificio, más o menos medio metro por debajo del nivel de la acera. Al principio, Julian se mostró bastante nervioso ante el hecho de que los transeúntes pudieran ver el interior de mi sala de estar. Decidimos bajar la persiana; se trataba de una persiana translúcida de color amarillo a la que había pegado una bandera del Tíbet. El sol se filtraba convertido en una luz turbia y crepuscular, una especie de sol prestado. A mí me gustaba así.
Superada la gripe, gozamos de varios días tranquilos durante los que pudimos trabajar. Nos sentábamos en mi sala de estar y escribíamos en nuestros portátiles: yo en la mesa del rincón, junto a la ventana, Julian ante mí en el sofá, con el ordenador en el regazo. Por lo general llevaba su chaqueta de plumón verde y a veces incluso se ponía la capucha, o se cubría las piernas con una manta.
Yo estaba algo preocupado por mi sofá. Julian convirtió la pieza, un Rolf Benz de terciopelo marrón que había logrado salvar antes de que mis padres lo tiraran al contenedor, en su puesto de trabajo permanente. Julian comía siempre con las manos, aunque se tratara de foie-gras, y luego se limpiaba los dedos en los pantalones. El sofá había sobrevivido treinta años, era incluso mayor que yo, y de pronto temí que a Julian fueran a bastarle unas pocas semanas para destrozarlo por completo.
Julian utilizaba su ordenador a ciegas, con un método de trabajo poco menos que meditativo. Así, por ejemplo, cuando respondía correos, se movía a toda velocidad por los campos de texto sin ni siquiera mirar la pantalla. Escribía ante la atenta mirada de su ojo interior y se desplazaba de un campo de texto al siguiente utilizando los comandos del teclado.
Nuestra comunicación con el exterior debía pasar por varios mecanismos que aseguraban que los mensajes se gestionaban de forma anónima y segura, y no podíamos mandar los correos desde nuestros portátiles, sino que debíamos hacerlo a través de máquinas remotas, por lo que las conexiones eran lentísimas. Cuando escribías algo, las palabras no aparecían en la pantalla hasta al cabo de bastante rato. Y, sin embargo, Julian quería siempre resolver sus tareas en un santiamén, a pesar de volar sin visibilidad. «Trabajar sin feedback óptico es una forma de perfección, una victoria sobre el tiempo», me contó; hacía ya tiempo que había terminado lo que debía resolver con su ordenador.
Por aquel entonces recibíamos ya algunos donativos en nuestra cuenta de PayPal y habíamos adquirido el hábito de enviar regularmente mensajes en los que agradecíamos a nuestros benefactores la importancia de su donativo, que era en realidad una inversión en la libertad de información. Realizábamos esa tarea por turnos y en esa ocasión le tocó a Julian escribir el correo conjunto y añadir las direcciones de nuestros mecenas.
Ahí estaba, sentado en mi sofá, bañado por la luz amarillenta y envuelto con dos mantas de lana, escribiendo sus mensajes. Yo oía el tecleo constante, incansable, pero de pronto el aria se interrumpió abruptamente con un «¡maldita sea!». Julian acababa de cometer un error. Como el mensaje iba dirigido a varios destinatarios, las direcciones debían incluirse no en el campo «para», sino en el «cco», para que los destinatarios individuales no tuvieran ocasión de ver los nombres del resto de benefactores. Julian se había equivocado precisamente en eso; y ya había enviado el mensaje.
El error tuvo lugar en febrero de 2009 y supuso nuestra primera y única filtración propia. Las reacciones a ese correo de agradecimiento no tardaron en llegar.
«Por favor, utilice la opción con copia oculta (CCO) para mandar correos como este…», o: «A menos que su intención fuera filtrar 106 direcciones de e-mail de personas que les han efectuado donativos, le recomiendo usar el CCO». Uno de los mensajes decía incluso: «Si no conoce la diferencia, no dude en ponerse en contacto conmigo y yo lo guiaré con mucho gusto a través del proceso».
Julian escribió una disculpa. ¿Julian? No, lo hizo Jay Lim, nuestro experto legal del WikiLeaks Donor Relations, el departamento de donativos.
Pero pronto constatamos que la casualidad es caprichosa. Entre los benefactores a quienes mandamos nuestro agradecimiento se encontraba un tal Adrian Lamo, un ex hacker más o menos conocido que, más tarde, sería el responsable de la detención de nuestro supuesto informador Bradley Manning.
—Fíjate tú, qué golfo —dijo Julian al descubrir la coincidencia.
Abrí nuestro buzón de entrada y encontré un nuevo «documento secreto»: alguien nos había mandado nuestra propia lista de donativos como filtración oficial, acompañada por una nota bastante desagradable. Normalmente no sabíamos quiénes eran nuestras fuentes, pero Lamo reconoció más tarde que había sido él quien nos había hecho llegar nuestra propia chapuza. Nos gustara o no, no teníamos más remedio que publicarlo.
Aquella era una cuestión interesante. A menudo filosofábamos sobre qué sucedería si un día debíamos publicar algo sobre nuestra propia organización; estábamos de acuerdo en que, llegado el momento, también debíamos dar a conocer informaciones negativas sobre nosotros. La prensa se hizo eco de la filtración de forma positiva; por lo menos éramos consecuentes. Ninguno de los responsables de los donativos se quejó.
Julian se comportaba a menudo como si se hubiera criado entre lobos y no entre seres humanos. Si yo alguna vez cocinaba algo, la comida no se repartía, sino que se trataba de ver quién comía más rápido. Si había cuatro trozos de foie-gras y yo era demasiado lento, él se comía tres y me dejaba tan solo uno. Nunca antes me había encontrado con alguien que se comportara así y a menudo me preguntaba si no sería un cursi, pues me venían a la mente frases propias de mi madre, como «por lo menos podrías haber preguntado», y otras parecidas.
Nos gustaba comer carne roja y también picadillo con cebolla. Si yo tardaba más en comer el foie-gras era porque a mí me gusta comerlo con pan y mantequilla, mientras que Julian prefiere tomar el alimento solo, sin acompañamiento: él come carne, o queso, o chocolate o pan. Si alguna vez creía que necesitaba ingerir cítricos, chupaba limones uno tras otro. A veces esos antojos le daban en plena noche, después de haber pasado un día sin probar bocado.
El problema, desde luego, no era que nadie le hubiera enseñado educación: Julian podía ser sumamente educado cuando quería. Así, por ejemplo, tenía la costumbre de acompañar a mis visitas hasta la calle, aunque no las conociera de nada.
Por otro lado, Julian era muy paranoico. Daba por sentado que alguien vigilaba la casa y por ello insistía en que nadie debía vernos salir ni regresar juntos. Yo siempre me preguntaba de qué servía aquello: si alguien se había tomado la molestia de vigilar mi casa, desde luego ya había descubierto que vivíamos juntos.
Si salíamos juntos por la ciudad, Julian insistía siempre en que debíamos separarnos antes de llegar a casa. Él se iba por la izquierda y yo por la derecha; a menudo, al llegar a casa, debía esperarlo un buen rato porque se había perdido. Nunca he conocido a nadie con un sentido de la orientación tan pésimo. Julian era capaz de entrar en una cabina telefónica y, al salir, no recordar por dónde había llegado. Una y otra vez, no acertaba a dar con la puerta de mi casa. Era imposible actuar de forma más sospechosa que Julian, que recorría la calle de un extremo a otro, una y otra vez, mirando a derecha e izquierda, intentando dar con la puerta correcta, hasta que yo me cansaba y salía a buscarlo.
En su obsesión por adoptar siempre un aspecto nuevo y por dar con el camuflaje perfecto, había tomado prestados mi chándal azul de la RDA y unas gafas de sol de Fórmula 1, que combinaba con una gorra de béisbol marrón. Yo me reía en silencio de su actitud infantil. Aquello no le daba en absoluto un aspecto más discreto: más bien parecía que fuera disfrazado. En una ocasión salí a buscarlo y dobló la esquina con un palé de madera encima del hombro derecho; no me pareció una táctica de camuflaje muy profesional que digamos. A veces creo que se había dejado influenciar demasiado por una serie de libros que, mezclados con su propia fantasía, habían dado lugar a algo así como un «Código de Conducta Julian Assange».
Julian tenía también una relación muy libre con la verdad; a veces tenía la sensación de que probaba hasta dónde le era posible llegar. En una ocasión, por ejemplo, me contó una historia sobre el origen de su pelo blanco. A los catorce años había construido un reactor en el sótano de su casa, pero había cometido un error de polarización. A consecuencia de ello, el pelo se le había vuelto blanco por culpa de los rayos gamma. Pues muy bien. A lo mejor quería comprobar hasta dónde podía mentir antes de que yo exclamara: «¡Ya basta! ¡Eso no me lo trago!». Pero por lo general yo no decía nada; para mí esa no era forma de tratar a otra persona.
Julian no solo se perdía constantemente, sino que también se montaba en el tren equivocado o conducía en dirección contraria. Y cada vez que cogía un avión, un barco o un tren para ir de un punto A a un punto B, se perdían inevitablemente varios recibos y resguardos. Constantemente esperaba «con urgencia» una carta que debía sacarlo del último apuro en el que se había metido: una firma para una cuenta, una nueva tarjeta de crédito, una licencia para un nuevo contrato… No había duda de que la carta iba a llegar «mañana, a mucho tardar». Si alguien le preguntaba por algo que se había comprometido a hacer, ni una sola vez le oí responder: «No lo he conseguido/Me he olvidado/No he terminado», sino: «Estoy esperando aún una respuesta de Fulanito». La frase hecha: «Lo que puedas hacer hoy, no lo dejes para mañana» la inventaron para Julian. Y ahora viene la gran sorpresa: si olvidaba algo, la culpa no era nunca suya, sino de los bancos, del personal de la compañía aérea, del responsable de planear la ciudad o, en caso de duda, incluso del Departamento de Estado, el Ministerio de Asuntos Exteriores americano. Seguramente el Departamento de Estado estaba también detrás de las tazas que se rompieron en el transcurso de sus visitas a mi cocina de Wiesbaden.
En cambio, en mi vida he visto a nadie con una capacidad de concentración como la de Julian, que podía pasarse días enteros sentado ante la pantalla del ordenador, de fundirse con ella en una unidad inalterable. Si me acostaba tarde, lo dejaba sentado en el sofá como un Buda flaco. Cuando me despertaba a la mañana siguiente, Julian seguía delante del ordenador con la capucha puesta, exactamente en la misma posición en la que lo había dejado. Cuando por la noche me iba a dormir, Julian seguía allí.
Mientras estaba trabajando era casi imposible hablar con él, pues se sumía en un trance en el que programaba, escribía y leía no sé muy bien qué. Entonces, de pronto y sin previo aviso, se levantaba de un brinco y hacía unos extraños ejercicios de kung-fu. Algunos medios lo han pintado como si Julian poseyera por lo menos el equivalente a un cinturón negro de todas las modalidades de artes marciales. En realidad, sus combates contra un adversario imaginario duraban a lo sumo veinte segundos y servían básicamente para estirar los tendones y las articulaciones.
Julian era capaz de trabajar concentrado durante varios días y, de repente, irse a dormir. Se metía en la cama tal como iba vestido, con pantalones, calcetines y capucha, se cubría con las mantas y se quedaba dormido al instante. Cuando despertaba, su regreso al mundo era igual de súbito: se levantaba de sopetón y, en el proceso, solía llevarse siempre algo por delante. En la habitación había un banco de hacer pesas; perdí la cuenta de las veces que, al levantarse del colchón donde dormía, Julian se golpeó con la barra de hierro. De pronto se oía un gran estruendo y yo sabía que Julian volvía a estar despierto.
Tenía otra manía muy rara: le gustaba llevar ropa que reflejara su estado de ánimo. No, en realidad era al revés: tan solo lograba alcanzar el estado de ánimo deseado si llevaba la ropa apropiada.
—Daniel, necesito una chaqueta. ¿Tienes alguna?
—¿Quieres salir?
—No, tengo que escribir una declaración muy importante.
—¿Cómo?
Aunque por lo general se sentaba a la mesa de mi cocina vestido con chándal y gorro, de pronto tenía que buscarle sin falta una chaqueta con la que pudiera escribir un texto para un comunicado de prensa. A continuación ya no se quitaba la chaqueta en todo el día, adoptaba una expresión muy seria y redactaba. Luego se iba a dormir, con la chaqueta puesta.
Durante los dos meses en que vivió conmigo, conocí a una persona muy distinta al tipo de gente con la que solía relacionarme. Y que conste que estoy acostumbrado a los caracteres fuertes. Por una parte Julian me resultaba insoportable, pero por otra le cogí un cariño increíble.
Tenía la sensación de que en la vida de Julian debía de haber fallado algo fundamental. Habría podido ser un ser humano increíble y, de hecho, yo estaba orgulloso de tener un amigo en el interior del cual ardía un fuego abrasador y para quien las ideas, los principios y la voluntad de mejorar el mundo lo eran todo; alguien que era capaz de pasar a la acción sin prestar demasiada atención a lo que dijeran los demás. En determinados aspectos, yo intentaba incluso copiar su actitud. Pero Julian tenía también esa otra cara, que a lo largo de los meses siguientes fue imponiéndose.
Muchos amigos me han preguntado cómo logré aguantar a Julian durante tanto tiempo. Yo creo que todos tenemos nuestras peculiaridades y que no es fácil convivir con nadie. En el mundo de los hackers, sin ir más lejos, existen no pocos personajes extremos, algunos incluso con tendencias autistas. Por otro lado, yo tengo una tolerancia superior a la media en lo tocante a las rarezas de los demás. Por eso aguanté tanto tiempo a Julian, mucho más que la mayoría.
El 17 de febrero de 2009 me invitaron al programa Küchenradio, que se emite por Podcast. He aquí el correo que Julian escribió a nuestros colaboradores:
«Daniel Schmitt en el programa Keutchenradio de Berlín: Entrevista de dos horas con vídeoconferencia a nuestro corresponsal alemán, Daniel Schmitt, en el reputado programa berlinés Kuechenradio, esta noche a las 21.00.»
Aún hoy, al leer esas palabras, me pongo sentimental. A veces me olvido de lo genial que fue la época que pasamos juntos. Julian escribió «reputado»; Küchenradio era un Podcast para freaks de la tecnología y, sin embargo, Julian estaba orgullosísimo de nosotros. La verdad es que todavía hoy hay momentos en los que me pregunto si las cosas tenían que acabar necesariamente mal y si, de no ser por el éxito brutal de WikiLeaks, el dinero, la atención y la presión internacional, no seguiríamos siendo amigos.
Lo de «Keutchenradio» también es típico de Julian, que era incapaz de recordar cualquier palabra que no fuera en inglés. Se refería al Spiegel como «Speigel» incluso cuando hacía ya meses que esa revista de actualidad era uno de nuestros colaboradores mediáticos más cercanos.
En un taxi, de camino al barrio berlinés de Neukölln, donde debía reunirme con el periodista Philip Banse, recibí una llamada de mi madre. Se había muerto mi abuela, algo que desde hacía ya tiempo sabíamos que podía pasar cualquier día. Y, sin embargo, yo no había ido a visitarla a Rheingau ni una sola vez. Sé que mi abuela estaba orgullosa de mí y de mi lucha para lograr un mundo más justo, pero aun así en aquel momento me avergoncé por no haber renunciado al programa de radio para así poder despedirme de ella como es debido. El resto de mi familia había pasado la semana entera junto a su cama, pero yo tenía esa cita en Berlín y era importante.
Por aquel entonces teníamos la sensación de que debíamos aprovechar todas las oportunidades para dar a conocer WikiLeaks. Necesitábamos urgentemente donativos y nos alegrábamos cada vez que alguien subía un documento a nuestros servidores. Todo lo demás quedaba relegado al final de nuestra lista de prioridades, muy al final.
La primera vez que una frase de Julian me dio realmente mala espina fue a principios de 2009, cuando nos estábamos planteando volar a Brasil para asistir al Foro Social Mundial. Un amigo me había dicho que le gustaría acompañarnos. Se lo conté a Julian, aunque en realidad a mí no me parecía muy buena idea; mi amigo no tenía nada que ver con el proyecto y nuestra intención no era ir a Brasil de vacaciones, sino a hacer contactos y a trabajar. A Julian, en cambio, le pareció una idea genial y comentó: «Sí, dile que venga». A continuación añadió que siempre venía bien tener a alguien que cargara con las maletas. Entonces, por primera vez, me pregunté quién le llevaba las maletas en esos momentos; y no vi a nadie… salvo a mí mismo.
Más tarde comprendí que, en numerosas ocasiones, Julian debió de tener la sensación de que yo adoptaba una actitud de subordinación cuando, en realidad, yo tan solo intentaba mostrarme amable y considerado. Era evidente que a menudo me consideraba mucho más débil de lo que en realidad era.
Eso se debía quizás a que yo soy un tipo optimista, que invierte mucho menos tiempo en las críticas que en los hechos concretos. En todo caso, a partir del momento en el que Julian tuvo la sensación de que yo había dejado de subordinarme a él, nuestra amistad empezó a resquebrajarse. En cuanto empecé a sacar a colación problemas concretos (porque esos problemas existían y no porque de pronto yo hubiera empezado a valorar nuestra relación de forma distinta), Julian empezó a referirse a mí como alguien al que había que contener, controlar y mantener a raya.
A principio de 2010 su actitud hacia mí había cambiado ya visiblemente. De hecho, llegó a decirme que si cometía un error, me «cazaría» y me «mataría». Nunca nadie me había dicho nada parecido. Y por mucho miedo que tuviera de que algo pudiera salir mal, una amenaza de ese calibre no tiene excusa posible. Yo me limité a preguntarle si se había vuelto loco, solté una carcajada y dejé correr el asunto. ¿Qué otra cosa podía hacer?
No recuerdo haber cometido ningún error grave. Solo en una ocasión se me olvidó hacer una copia de seguridad del servidor central. Cuando este se estropeó, Julian me dijo: «WikiLeaks sigue vivo tan solo porque no he confiado en ti».
Él tenía una copia de seguridad, a partir de la cual logramos poner de nuevo el servidor en marcha. Es posible que hiciera esa copia no solo por precaución, sino también por desconfianza hacia mí, pues se trataba del servidor donde almacenábamos nuestros correos.
Lo más absurdo era que, por lo general, quien perdía o se olvidaba de las cosas era él. Y eso era justamente lo que me echaba en cara. Los percances de Julian tenían siempre una explicación perfecta, por no decir heroica. En junio de 2009 debía recoger el Premio de la Prensa de Amnistía Internacional, pero llegó tres horas tarde a Londres. El galardón premiaba la filtración sobre los asesinatos por encargo de la policía keniana, que había matado a más de 1.700 personas y secuestrado a más de 6.500. Dos activistas pro derechos humanos kenianos de la Oscar Foundation habían descubierto el complot y habían escrito un informe al respecto.
Julian llegó tarde a la entrega de premios. En el auditorio habría tenido ocasión de hablar ante muchas personas a las que, por aquel entonces, no teníamos acceso de ninguna otra forma. La concesión de ese premio debía abrirnos muchas puertas, pues nos serviría como garantía ante muchas críticas: al fin y al cabo, si Amnistía Internacional te concedía un premio, tu labor no podía ser tan inmoral, ¿no?
Dos meses antes de la entrega de premios, Oscar Kamau Kingara, director de la Oscar Foundation, y su director de programas, John Paul Oula, fueron asesinados a quemarropa en Nairobi, mientras iban en su coche. Ambos se dirigían a la Comisión de Derechos Humanos de Kenia, en colaboración con la cual habían elaborado el informe; nosotros lo habíamos colgado ya en nuestra página web, lo que le había dado una gran proyección pública. En realidad estábamos en deuda con Kingara y Oula, y debíamos recoger el premio también en su nombre. Julian había redactado una solemne nota de prensa en la que elogiaba su compromiso.
La excusa que puso Julian por no haber llegado a tiempo a la entrega de premios habría podido llenar páginas y más páginas de un libro de espías; aún recuerdo que aseguró que dos policías lo habían estado siguiendo.
En otra ocasión, Julian me explicó que había perdido el vuelo de enlace porque estaba resolviendo un complejísimo problema matemático. A pesar del tiempo que había pasado con él, nunca supe a ciencia cierta cuándo mentía y cuándo decía la verdad.
En ese sentido, conozco tres versiones distintas sobre su pasado y el origen de su apellido. Existen historias sobre, por lo menos, diez antepasados distintos procedentes de diversos rincones del planeta, desde irlandeses hasta piratas de los Mares del Sur, y durante una época en sus tarjetas de visita ponía «Julien d’Assange». Lo cierto es que urdió un verdadero misterio alrededor de su persona, que nunca dejó de añadir nuevos detalles a su pasado y que se alegraba cada vez que un periodista se hacía eco de ello. En cuanto me enteré de que tenía intención de escribir su autobiografía, mi primer pensamiento fue que el libro iba a tener que aparecer en la sección de ficción.
Julian se creaba cada día de nuevo, como si fuera un disco duro que se formateara una y otra vez. Deshacer y reiniciar. A lo mejor era simplemente que no sabía ni quién era, ni de dónde venía. O a lo mejor había aprendido que siempre terminaba separándose de todo el mundo, ya fueran mujeres o amigos; entonces, si podía revisar su personalidad y darle al reset, todo era mucho más fácil.
Julian estaba siempre enzarzado en una lucha por ejercer el dominio, incluso con Herr Schmitt, mi gato, un animal de pelaje gris y blanco que toda su vida fue un ser de lo más pacífico, tal vez precavido en exceso, pero manso hasta las barbas. Desde la llegada de Julian a mi piso de Wiesbaden, la bestia vivía en una especie de estado de psicosis permanente.
Julian lo sometía a ataques constantes. Crispaba los dedos de las manos como si de un tenedor se tratara y se lanzaba contra el cuello del gato. Se trataba de ver quién era más rápido: unas veces, Julian lograba pescar al animal y retenerlo contra el suelo; otras, el gato era más rápido y se quitaba a Julian de encima con un fulgurante arañazo felino. Para Herr Schmitt aquello debió de ser un martirio. Apenas se enroscaba ronroneando en un rincón, le caía encima el australiano chiflado. Para sus ataques, Julian prefería los momentos en los que Herr Schmitt estaba particularmente cansado.
«Se trata de entrenar su atención», me explicó. El gato debía aprender a ejercer su dominio. «Un hombre no puede olvidar nunca que él es el amo y señor del lugar», añadió Julian. Yo no sé quién cuestionaba la identidad humana de Herr Schmitt, el gato, ya fuera en mi casa o en mi patio trasero. Además, Herr Schmitt estaba castrado. Pero aun así no logré que Julian renunciara a sus jueguecitos.
En abril de 2009, mientras regresábamos de la International Journalism Conference en Perugia, Italia, se produjo un enfrentamiento con un revisor de tren que a punto estuvo de costarnos nuestro billete de avión de regreso a Alemania.
Aquel día teníamos un plan de viaje muy apretado, pues debíamos llegar a tiempo para coger un vuelo de enlace en Roma. Un tren llegó con retraso por culpa de un problema en la catenaria, por lo que tuvimos que cambiar de tren, comprar un billete nuevo y pagar un recargo. Yo me encargué de todo y pasé unos minutos agónicos en el mostrador de la compañía ferroviaria mientras Julian estaba sentado en un banco, vigilando nuestro equipaje. Finalmente nos dirigimos corriendo al andén y logramos subir al tren con un último sprint después de que yo, desde las escaleras, me pusiera a gritar: «¡No arranquen, esperen por favor!».
Así pues, con el corazón a cien por hora y sudando como condenados, logramos subir a aquel tren que, tal como nos habían dejado claro en la estación, era nuestra última posibilidad de llegar a tiempo. De hecho, era el último tren del día. Encontramos dos asientos junto a una ventana, dejamos nuestras mochilas en los asientos contiguos y estiramos las piernas con un suspiro de alivio.
El infortunio llegó en forma de un tipo rechoncho y mal afeitado, que fue avanzando de hilera en hilera hasta llegar a nuestros asientos, y que era un revisor italiano. El hombre estudió nuestros billetes con el ceño fruncido y nos los devolvió con gesto insolente. A Julian se le hinchó la vena del cuello.
En un inglés macarrónico, el italiano nos dijo que lo sentía mucho, pero que al parecer habíamos comprado los billetes equivocados; aunque acto seguido anunció que (¡tachán!) por un módico precio nos ofrecía la posibilidad de resolver el asunto allí mismo. Yo me habría resignado sin más, pero a Julian se le fundieron los plomos, se negó en redondo a pagar los diez o quince euros de suplemento y miró al revisor con aire desafiante.
El revisor era un tipo malhumorado y desatento de cincuenta y tantos años, que lo único que quería era volver lo antes posible a su compartimento para jugar a las cartas con sus colegas, o lo que fuera que hicieran allí. Nosotros, por nuestra parte, podríamos haber pasado una eternidad discutiendo con aquel italiano cómo era posible que nos volvieran a pedir dinero por algo que no era culpa nuestra y, de modo más general, comentando lo que opinábamos de su país y de sus estructuras mafiosas, pero lo cierto era que debíamos llegar a Roma cuanto antes para coger un vuelo económico para el que yo había comprado ya los billetes. Por eso, yo habría preferido pagar aquel ridículo recargo y poder relajarme de una vez. Pero Julian montó tal escándalo que, al llegar a la siguiente estación, el revisor llamó a los carabinieri. Yo pasé mucha vergüenza, sobre todo porque en el vagón viajaba una persona que también había asistido a la conferencia de Perugia. A Julian, en cambio, no le molestaba en absoluto tener público; al contrario, parecía disfrutar con ello.
El caso es que, de pronto, nos vimos rodeados por el revisor y dos jóvenes policías. «Documentación, por favor», dijo una policía de no más de veinte años y que tenía un aspecto tan hosco como su compañero.
Revolví mis bolsillos, pero Julian protestó airadamente: «No vamos a enseñarle la documentación a nadie».
Le tendí mi documento de identidad a la mujer; Julian, por su parte, se cruzó de brazos y resolló con actitud de menosprecio.
Los tres italianos se miraron, vacilantes. A los tres les habría encantado echar a Julian del tren, pero ninguno se atrevía a dar el primer paso. Habrían tenido que agarrar del brazo a aquel australiano, que seguía apoltronado en su asiento, y llevárselo de allí a rastras; ninguno de los tres quería tener que pasar por eso.
Julian se creía en la obligación de darle una lección a aquel revisor. De hecho, en su opinión había que cuestionar siempre a la autoridad uniformada. Además, era intolerable que alguien pudiera tratarlo sin respeto. Respeto, respeto, respeto: Julian hablaba de ello constantemente. Sin embargo, todo aquello era particularmente absurdo, pues lo más probable era que los tres italianos no comprendieran ni siquiera el vocabulario básico de la lección.
A mí aquella situación me resultaba muy desagradable, quería resolver el problema para no volver a pagar otros 700 euros por dos billetes de avión. Así pues, decidí aprovechar el impasse en el que de pronto nos encontrábamos para darle al revisor lo que nos pedía. Durante el resto del viaje tuve que soportar el mal humor y los discursitos de Julian. Sin embargo, a mí me preocupaba mucho más lograr que WikiLeaks se convirtiera en una parte esencial de mi vida que si me había rebajado más o menos.
En 2009 me hicieron una vídeoentrevista en el Zeit Online en la que también hablamos de las motivaciones personales que me habían empujado a comprometerme con WikiLeaks; Julian me acusó de exhibicionista. «Demasiada personalidad», me recriminó. Teníamos tanto trabajo que tampoco había habido tiempo para grandes entrevistas. Al ver su reacción intenté mantenerme en un segundo plano, pero no era tan sencillo.
Durante la conferencia periodística en Perugia concedí una entrevista a la revista de tecnología americana Wired, con la joven periodista freelance Annabel Symington, que había estudiado en la City Unversity de Londres. A través de ella, y aún en Perugia, conocimos al periodista americano Seymour Hersh que, entre otros, había destapado el suceso de My Lai en Vietnam. Salimos con los dos a comer una pizza y Hersh nos estuvo contando interesantes historias de sus años de reportero de guerra. Al contrario de lo que sucede con muchos de los llamados periodistas estrella, Hersh era un tipo nada vanidoso, además de un interlocutor muy divertido.
Durante mi entrevista con Annabel, sin embargo, Julian no paró de lanzarme malas miradas. Luego aseguró haber oído que me refería a mí mismo como «fundador» de WikiLeaks; para él era importantísimo dejar claro que el único fundador era él.
Nunca expresé la menor duda al respecto.
Con posterioridad, Julian me acusó de haber iniciado una disputa por el poder. Se equivocaba: yo no tengo ningún interés en el poder, ni tampoco ningún problema en cederlo si eso tiene que ser útil para la causa. Al contrario: ¿qué necesidad tengo de cargar con una responsabilidad enorme si el trabajo en equipo va a dar mejores resultados? Soy un jugador de equipo, no un lobo solitario como Julian. Y si alguien es capaz de hacer algo mejor que yo, sé reconocerlo; de hecho, existen muchísimas personas más capaces que yo, maldita sea.