En enero de 2008 empecé a participar en WikiLeaks y por primera vez me impliqué directamente en una publicación. Alguien había cargado una maraña de números y cálculos, organigramas, hojas de ruta y contratos en nuestro buzón de correo digital. ¿Para qué servía todo aquello? Julian y yo necesitamos un par de días solo para echar un vistazo a todo el material. Cientos de páginas que reproducían la correspondencia interna, las notas y cómputos de la banca Julius Bär, uno de los establecimientos bancarios privados más importantes de Suiza.
Las personas que depositan su dinero en bancos en Suiza no siempre lo hacen por amor al aire puro de los Alpes. Gracias a aquellos documentos podía comprenderse cómo se habían ocultado fortunas millonarias ante posibles inspecciones fiscales, y se ponía de manifiesto mediante casos concretos. Se trataba de fortunas entre cinco y cien millones de dólares por cliente. Con los impuestos evadidos por aquellas varias decenas de personas con grandes ingresos hubieran podido llevarse a cabo incontables proyectos sociales.
El refinamiento de aquel banco era sorprendente. Un complejo sistema de compañías subsidiarias y transacciones financieras garantizaban que el dinero ubicado en las Islas Caimán no solo estuviera protegido de posibles intervenciones fiscales. El banco ocultaba los flujos de efectivo en interés de sus clientes, pero al hacerlo también se llenaba los bolsillos a espuertas. Me impresionó la inteligencia de las personas que habían ideado todo aquel sistema.
Investigamos el trasfondo de todo ello, escribimos un resumen y colgamos todos los detalles en Internet. Se envió un comunicado de prensa a los medios. Después esperamos impacientes la reacción, que tuvo lugar el lunes 14 de enero de 2008.
El martes tenía una reunión de personal en la empresa. Eso significaba reunirse con entre quince y veinte personas en una sala de dimensiones demasiado reducidas, mientras respirábamos aire enrarecido y manteníamos los ojos clavados en hojas de cálculo de Excel. Las manecillas del reloj de la sala parecían estar pegadas con Pattex No Más Clavos. Cada cinco minutos miraba de reojo mi móvil para comprobar si aparecía alguna noticia sobre nosotros en Google News. Estaba seguro de que pasaría algo. Era solo cuestión de tiempo.
Aunque los administradores de las páginas web desean saber exactamente quién navega en sus páginas y los botones que ha pulsado, en nuestro caso no habíamos previsto esta formalidad técnica, porque iba en contra del enfoque anónimo de WikiLeaks. De manera que no podíamos saber si alguien había consultado la documentación.
Cuando por fin mi superior dio por finalizada la reunión, recogí mis cosas y salí corriendo.
De camino a casa pasé por la tienda ecológica de la esquina para comprar un poco de carne, patatas y coliflor. Cuando llegué a mi piso en la zona oeste de Wiesbaden (un sótano con dos habitaciones, una cocina grande y un baño, y un oscuro pasillo desde el que se accedía a todas las estancias), dejé la compra en la cocina, sobre la encimera, y encendí mis dos portátiles. La primera reacción ante el caso Julius Bär había llegado. El punto de partida de nuestra lucha contra los poderosos. La prueba de fuego. El primer correo electrónico llegó el 15 de enero de 2008 a las 20.30.
El remitente era un abogado de un bufete con sede en California, que normalmente se ocupaba de defender los casos relativos a estrellas de Hollywood. Los abogados nos exigían en un tono altanero que diéramos a conocer el nombre del autor de los documentos y que retiráramos el material de la página.
«Dios mío —escribió Julian—. Mira esto.»
«Acabaremos con ellos», respondí.
Julian y yo solo chateábamos, nunca hablábamos por teléfono. Las frases que intercambiamos en las siguientes horas, entre algún lugar en el mundo y Wiesbaden, entre Julian y yo, estaban llenas de signos de exclamación y palabras malsonantes.
Mientras pelaba las patatas, cocía la coliflor y cocinaba un escalope, Julian y yo reflexionábamos sobre cuál sería el siguiente paso. No tenía miedo de que pudiera acabar mal, de que pudieran arrestarnos o incautar el material. Estábamos preparados para afrontar las posibles dificultades.
Los escritos oficiales de tribunales o de otras autoridades parecen estar redactados con la única intención de desencadenar los peores sentimientos de impotencia o de ira en los destinatarios. Esta vez solo estaba por ver quién llevaba las de perder. Era la primera prueba para el sistema que habíamos ideado y que en la teoría nos parecía genial, pero que en la práctica todavía debía demostrar su eficacia.
Solicitamos al bufete datos concretos: les preguntamos a qué clientes se referían. Y les indicamos que seleccionaríamos a un abogado apropiado para el caso.
En realidad, estábamos muy lejos de disponer de una gran lista de abogados. Para ser más exactos, solo teníamos contacto con una jurista, que nos ayudaba a título honorífico. Julie Turner vivía en Texas, y pasamos un par de días angustiados hasta que pudimos contactar con ella. Pero de cara al exterior aparentábamos contar con un importante departamento jurídico.
Para este caso me decidí por el nombre Daniel «Schmitt». No era especialmente imaginativo (mi gato se llamaba así), pero serviría para mantener alejados a posibles detectives privados. Nos habían llegado noticias de que los grandes bancos no tenían reparos en utilizar detectives para seguir la pista a aquellas personas que les pudieran resultar molestas. Y no me apetecía que nadie fisgoneara en mi vida.
Desde el caso Julius Bär he usado ese nombre. La prensa solo me conocía como Daniel Schmitt, y así debería seguir siendo en el futuro.
Durante los siguientes días intenté trabajar desde casa siempre que pude. Hacia mediodía me colocaba un viejo dispositivo estropeado bajo el brazo y me despedía de mi superior con un rápido: «¡Prueba de instalación, adiós!». Cuando mi móvil sonaba en horas de trabajo, me refugiaba en el almacén del octavo piso.
Muy pronto llegaron más correos electrónicos. Numerosos medios de información y organizaciones de defensa de los derechos de los ciudadanos de los Estados Unidos se pusieron de nuestra parte. Al fin y al cabo, actuaban en su propio interés: protección de los informantes y libertad de prensa. El problema de base consistía en que los trabajadores que quisieran informar sobre situaciones injustas en su propia empresa no podían hacerlo debido a los contratos internos que les amordazaban con cláusulas de confidencialidad, un tema sobradamente conocido y debatido. La cuestión de los informantes estaba mucho más evolucionada en los Estados Unidos que en Alemania, donde las personas que revelan secretos son considerados delatores y no héroes de la libertad de información.
Sin embargo, en un primer momento casi llegamos a creer que nuestros adversarios podrían con nosotros. Los abogados de la parte contraria consiguieron una resolución provisional del juez competente en California. El juzgado de California contaba con un motivo muy simple: el dominio WikiLeaks.org ya estaba registrado. El bufete había alegado que se trataba de «secretos empresariales» robados por un «antiguo trabajador», que de este modo había contravenido un «acuerdo escrito de confidencialidad». El juez admitió la instancia. El sitio WikiLeaks.org fue en consecuencia eliminado de Internet. Nos habían borrado del mapa. Por lo menos eso es lo que ellos creían. No tenían ni idea de uno de los fundamentos en los que se basa el principio de WikiLeaks, que consistía en lo siguiente: tan pronto como alguien eliminaba un sitio de la red, en otro lugar del mundo se creaban cientos de réplicas. Por esa razón, era casi imposible taparnos la boca.
Se desató una oleada de indignación por todo el mundo. Nuestros teléfonos no paraban de sonar. Periodistas de todo el planeta querían hablar con nosotros, necesitamos días enteros para responder a todos los correos que recibimos. Debido a la diferencia horaria apenas podía dormir. Aparecieron multitud de artículos y programas en los que los medios informaban sobre el caso.
Los periodistas fueron lo bastante inteligentes para hacer alusión a las casi doscientas páginas web a través de las cuales se podía seguir accediendo a WikiLeaks. The New York Times dedicó varios artículos al caso, además de hacer pública nuestra dirección IP. Todo ello culminó en un titular de CBS News: «Freedom of Speech has a Number». La libertad de expresión tiene un número. Y ese número era la dirección IP de WikiLeaks: 88.80.13.160. NOSOTROS éramos ese número. Y uno bastante importante.
De ese modo, a principios de 2008, en el transcurso de muy pocos días pasamos a ser conocidos. Sin la demanda de Julius Bär no hubiéramos podido conseguirlo tan rápido. Enseguida recibimos apoyo, propuestas de colaboración, así como nuevos documentos. No recuerdo haber tenido esa sensación de vértigo con anterioridad en mi vida.
Pero la culminación de todo ello llegó cuando fuimos capaces de oponer resistencia a aquellos arrogantes abogados. Apenas diez días después el juez revisó su precipitada sentencia y la página volvió a ser conectada. En último término fue la presión de la opinión pública quien lo consiguió. Una semana más tarde, el banco Julius Bär retiró la demanda. Hace poco leí que los depósitos realizados durante 2010 en ese banco disminuyeron drásticamente debido a las investigaciones realizadas en toda Europa sobre fraude fiscal. Por cierto, nunca volvió a presentarse una demanda contra WikiLeaks.
Publicamos la correspondencia que mantuvimos con los abogados en su totalidad. De haber aceptado la publicación del material en silencio, la banca Julius Bär hubiera salido bastante menos perjudicada.
En estas comunicaciones parecían participar muchas personas. No obstante, aun en nuestros mejores tiempos en WikiLeaks, apenas contábamos con un puñado de personas a los que podíamos confiar las tareas de mayor relevancia. En realidad, durante mucho tiempo fuimos solo Julian y yo los que nos ocupábamos de la parte del león del trabajo. Cuando un tal Thomas Bellmann, o un tal Leon del departamento técnico respondían correos electrónicos o prometían transmitir la consulta al departamento jurídico, quien estaba detrás era yo. También Julian trabajaba con varios nombres distintos. Todavía me preguntan si puedo facilitar contactos de personas que participaban en el proyecto. En efecto, puedo dar las direcciones de correo electrónico sin problema. Pero en algunos casos, a fecha de hoy no sé si se trata de personas reales o simplemente es otro de los nombres de Julian Assange. Jay Lim se encargaba de responder las cuestiones jurídicas. ¿Jay Lim? ¿Tal vez era chino? Nunca lo vi ni hablé con él. Tampoco tuve nunca contacto con los disidentes chinos que se supone participaron en la fundación de WikiLeaks.
Durante demasiado tiempo solo contamos con un servidor, aunque ambos teníamos muy claro que de cara al exterior debíamos disimular. Nuestra infraestructura debía parecer mucho más compleja. Cuando aquel ordenador fallaba, los usuarios no sabían a ciencia cierta si se trataba de censura o de un ataque de nuestros enemigos. En realidad, el misterio se debía, por decirlo lisa y llanamente, a que nuestros elementos técnicos eran chatarra. Para ser sinceros, quizá también podría decirse que se trataba de falta de profesionalidad, o como mínimo de dejadez. Si nuestros contrarios hubieran sabido entonces que solo se trataba de dos jóvenes fanfarrones y radicales con una única y vetusta máquina, tal vez hubieran tenido la oportunidad de detener la ascensión de WikiLeaks. O por lo menos de crearnos muchos más problemas.
En el Chaos Communication Congress de 2009, el último al que asistimos juntos, fuimos a la presentación de un nuevo programa para realizar análisis literarios. Los ponentes intentaban demostrar lo sencillo que resultaba relacionar diferentes textos con un solo autor. No solo la caligrafía del escritor, sino también elementos estilísticos recurrentes, palabras o la construcción de las frases ayudaban a reconocer de manera indiscutible al mismo autor de varios textos.
Hice una seña a Julian mediante un golpecito en el pie. Nos miramos y no pudimos evitar empezar a reír a carcajadas. Si alguien hubiera analizado nuestros documentos con un programa similar, hubiera podido determinar que detrás de las numerosas noticias de prensa, análisis de documentos y correspondencia siempre estaban las mismas personas, que adoptaban todo un abanico de identidades distintas.
Asimismo, el número de voluntarios estaba, para decirlo en plata, considerablemente abultado. Desde un buen principio dijimos que contábamos con miles de voluntarios y cientos de ayudantes activos que colaboraban con nosotros. No era del todo mentira, puesto que nos limitamos a contar a todas aquellas personas que se habían inscrito en una lista de correo y que de hecho en alguna ocasión habían comunicado su deseo de apoyar el proyecto. Sin embargo, en su mayoría nunca tuvieron una participación activa; eran simplemente nombres.
Durante mis primeros meses en WikiLeaks no tenía muy claro cuántos éramos. En ocasiones me sorprendía el hecho de no tener que reunirme con otras personas, aparte de Julian, con más frecuencia; o apenas oír hablar de alguien, aparte de nosotros dos, que fuera responsable de alguna tarea. Los remitentes de los correos utilizaban las mismas cuentas de WikiLeaks que Julian. Cuando por fin me di cuenta del reducido número de personas que en realidad participaban en el proyecto, tuve la sensación de ser cada vez más indispensable. Y el hecho de que tan poca gente hubiera tenido una repercusión tan impresionante me motivaba aún más.
La publicación del caso Bär hizo que se pusiera en contacto con nosotros un tal Ralf Schneider*.[1] Schneider* era un arquitecto alemán que figuraba en la información adicional del informante como uno de los evasores fiscales. Nos escribió un correo. Le hubiera encantado tener varios millones para ponerlos a buen recaudo en Suiza, pero no era así; debía tratarse de un error. Me quedé estupefacto.
Las informaciones sobre las personas implicadas procedían de nuestro informante. Fuera quien fuese la persona que nos había hecho llegar el material, también había hecho sus propias pesquisas en relación con informaciones sobre los clientes y las había añadido a los documentos con la esperanza de facilitar su comprensión. Precisamente en el caso de aquel nombre había cometido un error. Había confundido al arquitecto alemán Ralf Schneider* con el verdadero criminal, que tenía un nombre similar, un colega de profesión suizo llamado Rolf Schneider*. Del mismo modo que habíamos publicado todas las observaciones de nuestra fuente, enseguida añadimos la información relativa a aquel error. Inmediatamente pudo leerse en nuestra página web: «Este documento, su contenido y ciertos comentarios son, de acuerdo con tres fuentes independientes, entre las que no se encuentra Julius Bär, falsos o están manipulados. WikiLeaks ha abierto una investigación al respecto».
¿Tres fuentes independientes? Suena bien, lástima que nos lo inventáramos.
¿Por qué no eliminamos el nombre de inmediato, cuando la información podía meter en problemas a un inocente? Decidimos no hacerlo porque era habitual que las personas que veían sus nombres publicados y asociados a informaciones negativas se dirigieran a nosotros con la petición de retirar de inmediato su nombre de la página. Queríamos comprobar la información antes de corregirla.
Schneider* estaba furioso, y con razón. Cuando los posibles clientes buscaban «Ralf Schneider, arquitecto» en Google, la primera página que aparecía como resultado era la que le vinculaba al fraude fiscal. No obstante, pudo demostrarnos que las demás informaciones incluidas en los documentos no encajaban con su perfil. «No tengo ni he tenido nunca una cuenta bancaria en la banca Julius Bär —escribió—. No tengo ninguna casa en Mallorca, ni una cuenta en las Islas Caimán, ni vivo en el extranjero. Ya he encargado a mi abogado que presente una denuncia por difamación en el ministerio público de […]»
En realidad no queríamos modificar las declaraciones originales de nuestra fuente, sino que preferíamos defendernos con notas explicativas. Sin embargo, al cabo de un año Schneider* volvió a ponerse en contacto con nosotros porque al buscar su nombre en Google el resultado seguía remitiéndolo a WikiLeaks, por lo que me encargué de la actualización de las páginas en el archivo del buscador.
Schneider* fue acusado de forma injusta. Por lo que sé, ha sido el único caso en toda la historia de WikiLeaks. Me dio mucha pena. Pero las demás reclamaciones, amenazas y ruegos, que con anterioridad o posterioridad nos llegaron en relación con nuestras filtraciones, en última instancia se trataba siempre de un intento de encubrir los propios delitos. Al introducir su nombre en Google descubrían el link que les remitía a WikiLeaks, y entonces se ponían en contacto con nosotros en un tono indignado. Desde amenazas a ruegos, pasando por intentos de soborno, no desistían hasta intentarlo todo. Y nosotros nos divertíamos con ello.
Por ejemplo, habíamos publicado un escrito de demanda de Rudolf Elmer, hasta 2003 vicepresidente de Julius Bär en las Islas Caimán. En 2008 presentó una reclamación por varios casos de violaciones de la Convención de los Derechos Humanos en el Tribunal de Justicia Europeo para los derechos humanos. Muchos creen que Elmer era el informante que facilitó los datos sobre Julius Bär. En todo caso, tras la pérdida de su puesto en el banco, o tal vez incluso antes, se convirtió en un comprometido combatiente contra la ley bancaria en Suiza. En una oración al margen de dicha reclamación, se afirma que un tal John Reilley* supuestamente había recibido asesoramiento del banco Julius Bär. Reilley* es un conocido inversor que se proclama a sí mismo en su página web como un gran promotor de proyectos sociales y «filántropo».
Un par de días después de dicha publicación, se puso en contacto con nosotros un tal Richard Cohen*. Su correo empezaba con un himno de alabanza a WikiLeaks, seguía deshaciéndose en elogios y finalizaba con una propuesta: según decía deseaba hacer una donación, pero puesto que la cuenta en PayPal no funcionaba en aquel momento, le pareció aún mejor idea organizar una recaudación de fondos en Manhattan para nosotros. A continuación mencionaba de pasada que «causalmente» había buscado a su inversor en WikiLeaks, y quién le iba a decir que John Reilley* aparecería vinculado con aquel fraude fiscal. Reilley* estaba por encima de cualquier duda. ¿No podría tratarse de un error de traducción?
Cuando en pocas palabras respondimos que nuestra traducción era correcta, su tono dejó de ser afable.
Fuimos amenazados por toda una serie de abogados, con procedimientos judiciales y otras medidas. Transparencia Internacional y hasta el mismo Dios deberían ser informados. En más de una página, Cohen* exponía de forma detallada cómo el aparato judicial no tardaría en hacernos pedazos, como si aplastara una mosca, y luego se limpiaría la punta del zapato. Nuestra respuesta fue aún más breve que la anterior: «Deje de perder su tiempo y el nuestro con esta estupidez».
Admito que en ocasiones disfrutábamos al imaginar a nuestro interlocutor mordiendo el respaldo de la silla a causa de la ira. En esta vida, a mí también me han sacado de mis casillas algunas personas.
Desarrollamos un sexto sentido para los correos que empezaban con alabanzas. Casi siempre acababan mal.
También publicábamos en nuestra página web las respuestas de nuestros enemigos, sus elogios y maldiciones. Tan pronto como se lo hacíamos saber, empezaba abruptamente el primer asalto.
Publicábamos todo lo que llegaba a nuestras manos en cumplimiento de nuestro principio de transparencia. ¿Cómo hubiéramos podido aplicarlo de otro modo? En caso de no haberlo hecho, se nos hubiera recriminado parcialidad. Nos daba igual que afectara a la izquierda o a la derecha, a personas simpáticas o a tontos: simplemente, lo publicábamos todo. Solo descartábamos las informaciones extremadamente insignificantes. A buen seguro nuestras publicaciones en ocasiones iban demasiado lejos, puesto que no retirábamos los correos privados que afectaban a terceros no involucrados.
Publicamos, por ejemplo, la correspondencia del negacionista del Holocausto David Irving. Con ello echamos a perder de forma indirecta su gira literaria por los Estados Unidos. Cuando se dieron a conocer los lugares en los que tenía programadas sus conferencias, la mayoría de los organizadores demostraron no tener la menor intención de buscarse problemas con una manifestación contra Irving. De manera simultánea, los correos revelaron la desaforada relación del controvertido historiador con su propia asistente. Se trataba sin duda alguna de un asunto privado. Probablemente no fue agradable para su colaboradora. ¿A quién le gusta quedar expuesta como víctima? Pero para mantener nuestra imparcialidad, debíamos imponer nuestro anhelo de transparencia como un principio férreo.
Para Julian los principios estaban por encima de todo. Cuando uno de nuestros informantes descubrió un fallo de seguridad en la página web del senador americano Norm Coleman de Minnesota, y sin más ni más nos envió los datos en sistema abierto, accesibles al público, Julian no solo quería publicar la lista con los nombres de las personas que le financiaban, sino también los datos de sus tarjetas de crédito, incluidas las claves. Por supuesto, informamos por correo electrónico a todos los afectados acerca de la inminente publicación para que pudieran bloquear sus cuentas. Los datos estuvieron disponibles, además, en aplicaciones de intercambio de archivos durante semanas.
Aun así, me pareció que el riesgo era demasiado grande, y sobre todo inútil. Los datos exactos de las tarjetas de crédito de los donantes de Coleman no tenían mayor relevancia en este caso. Tras gran alharaca, acordamos tintar las últimas cifras de los números de las tarjetas de crédito en nuestra publicación.
Julian parecía disfrutar sembrando la discordia lo más posible. Me dijo de forma explícita que le gustaba fastidiar a la gente. Por ejemplo, consideraba el correo spam como un mal menor e incluso agradable, que exasperaba a los destinatarios. Creía que de este modo se les hacía un favor indirecto. Por casualidad hacía bien poco que había cometido un error con una lista de correo, que provocó la inclusión de 350.000 personas en un bucle de correos de WikiLeaks que se reenviaban continuamente. Nuestra dirección acabó como consecuencia incluida en algunas listas de filtros para correo spam, de las que no resultó tan fácil que nos retiraran. No obstante, Julian consiguió ver la parte positiva de todo ello, al asegurar que las personas se alegran de poder enfadarse.
Durante mucho tiempo consideramos igual de importante nuestra norma de revisar los documentos por orden de recepción. Queríamos publicar todo lo que llegaba a nuestras manos, aunque tuviera una mínima relevancia. Así lo hicimos hasta finales de 2009, cuando Julian sobre todo empezó a insistir cada vez más en que debíamos publicar en primer lugar los temas más mediáticos, un procedimiento que más tarde sería motivo de graves disputas entre nosotros.
Pero en la época del caso Bär, una discusión seria entre Julian y yo hubiera sido impensable. Apenas nos veíamos, casi solo chateábamos. Nuestros raros encuentros eran entrañables. Siempre decía «Hoi» como saludo, y «How goes?» para preguntarme qué tal me iba. Tal vez Julian no era demasiado cortés, pero tenía la habilidad de hacer sentir bien a sus interlocutores.
Ya por entonces no podíamos reunirnos en lugares «normales». A Julian le preocupaba el hecho de que alguien pudiera observarnos. Creía que era demasiado peligroso que nos vieran juntos. Nunca fui a buscarle al aeropuerto o a la estación de trenes; casi siempre aparecía inesperadamente, o llamaba a mi puerta por la noche, o me pedía que me reuniera con él en algún lugar con poca antelación. Todavía recuerdo cuando en 2008 nos volvimos a encontrar después de largo tiempo. Quedé con él en la estación de metro Rosa-Luxemburg-Platz en Berlín. Se acercó a mí y nos abrazamos calurosamente.
—Me alegro de verte —dijo.
—Yo también —contesté.
Me gustaba estar con él. Sabía que luchaba por lo mismo que yo. No me importaba el que pudiera venderse por mucho dinero a los industriales. Quería hacer algo útil por la sociedad y dar su merecido a los malos, según sus propias palabras.
Un fin de semana del verano de 2008 alquilamos un coche, un Mercedes Clase C Combi plateado. Llenamos el maletero de servidores que habíamos comprado con las primeras donaciones y nos dispusimos a hacer una pequeña gira por Europa, lo cual era absolutamente necesario. Nuestra infraestructura se tambaleaba bajo el peso de los cada vez más numerosos envíos y visitas a nuestra página. En principio era positivo crecer, tal como había sucedido. Pero en realidad nuestra infraestructura técnica era una osadía irresponsable. Si alguien hubiera descubierto entonces el emplazamiento de nuestra máquina, lo hubiera tenido muy fácil para darle el golpe de gracia a WikiLeaks.
Tenía pensada la ruta para las posibles ubicaciones, en varios países distintos, lo más seguras y discretas posible, que deberían mantenerse en absoluto secreto. No queríamos poner en peligro a las personas que nos alquilaban los locales para los servidores.
Nos esperaba un periplo extenuante durante aquel fin de semana. Cuando devolvimos el coche veinticuatro horas después, los trabajadores de la casa de alquiler se quedaron estupefactos al comprobar en el cuentakilómetros que habíamos recorrido dos mil cien kilómetros.
Tuve que pisar fuerte el acelerador, sin dejar de observar por el retrovisor los coches que nos seguían, por miedo a que alguien pudiera descubrir nuestra misión secreta; a mi lado Julian no paraba de despotricar. Era un espantoso acompañante. Se quejaba todo el rato de que conducía demasiado rápido. Al ser australiano, las calles le parecían demasiado estrechas y demasiado transitadas. Además, parecía que no podía librarse de la sensación de estar circulando por el carril contrario.
En uno de los centros informáticos en los que dispusimos nuestro servidor en el pasillo, Julian tomó sin preguntar un cable de la habitación contigua y lo cortó por la mitad para confeccionar una extensión para el portátil, ya que la fuente de alimentación no llegaba hasta el siguiente enchufe. No le importaba demasiado que hubiera cámaras de vigilancia, como es habitual en estos centros de procesamiento, ni que a los trabajadores pudiera molestarles que alguien cortara uno de sus cables.
Recuerdo también que a nuestro paso por Suiza me aprovisioné de Ovomaltine con los últimos francos que me quedaban. Me encanta ese chocolate suizo, y durante todo el viaje estaba deseando llegar a casa para prepararme un gran vaso de esa bebida. Pero al llegar a Wiesbaden no quedaba nada del cacao en polvo. Julian simplemente había abierto el paquete y se lo había comido todo.
En Suiza se nos ocurrió que podríamos hacernos una foto ante la sede de Julius Bär en Zúrich posando como triunfadores. Si no hubiéramos tenido tanta prisa, lo habríamos hecho, en un paralelismo con David y Goliat.
Con posterioridad al caso Bär publicamos otras filtraciones tal vez incluso más significativas, revelaciones de gran importancia para la política internacional, que nos habían proporcionado nuestros minutos de gloria en las noticias de la noche. Sin embargo, nada volvería a satisfacernos tanto como el triunfo en el caso Bär. Un banco con recursos ilimitados, que había confiado su defensa a un famoso bufete de abogados, y nada había podido hacer contra nosotros y nuestro inteligente sistema. Debían de estar acostumbrados a amordazar con una sola carta a cualquiera que les hiciera frente. En nuestro caso se habían pillado los dedos. Además, si pensábamos que ni siquiera los más poderosos e inteligentes pudieron conseguir nada, incluso tratándose de semejantes sumas de miles de millones, ¿quién podría pararnos? Esta clase de personas siempre encontraban la tapadera adecuada para cualquier negocio turbio. Y sin embargo, en aquella ocasión nuestros adversarios no habían podido acallarnos, aunque solo éramos dos personas con una pequeña máquina obsoleta. Por primera vez fui consciente de que podíamos con el mundo entero.
Sería exagerado decir que mi ego se había hinchado de manera desmesurada. Nunca había sufrido de falta de autoestima. Pero cuando se ha abatido a un coloso semejante, la verdad es que uno va por la vida sacando más pecho.
La tienda alternativa Haselnuss, donde realizaba mis compras diarias, estaba cerca de mi casa, a unas dos manzanas en la misma calle. Por aquellos días, mi contacto con el mundo real era más bien escaso, y aquella tienda era una de las pocas conexiones que todavía conservaba. Tras el caso Julius Bär iba a comprar pensando: «Si supierais a quién acabamos de machacar, creo que os encantaría».
Siempre estaban los tres mismos dependientes, con los que charlaba mientras ponían en una bolsa mi nata batida o leche sueca filmjölk. En una ocasión me preguntaron que a qué me dedicaba. Creo que de mis extensas explicaciones sobre Internet y la lucha contra la corrupción solo les quedó la idea de que debía de ser uno de esos freaks de la TI. Sonrieron amablemente y añadieron a mi bolsa un frasco de la nueva mantequilla de cacahuete de comercio justo, «¡para que la pruebe!». La conversación derivó hacia productos para untar en pan, lo cual parecía interesarles bastante más.
En la tienda Haselnuss también vendían prensa, entre ella unas pocas publicaciones que ilustraban las noticias de todo el mundo desde una perspectiva marxista de la teoría Queer, aunque la mayoría eran periódicos serios como el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Vi que en un par de los diarios hablaban del caso Julius Bär. A veces miraba de reojo los periódicos apilados y en mi interior me alegraba de que los trabajadores de Haselnuss no supieran que ese tipo desgarbado, con una camiseta estampada y mal afeitado, que cada día les compraba nata para hacerse el desayuno, formaba parte de la gente de WikiLeaks.