Aquí, en esta bahía, el agua tenía una claridad desacostumbrada. Era tan clara que Amely, a la luz de la luna llena y de las estrellas innumerables, llegaba a ver los ojos de las pirañas, que desaparecían velozmente al avance de sus pies desnudos.
El pez raya, sin embargo, prefería permanecer en aquel fondo arenoso, especialmente en ese lugar en el que los granos de arena eran extremadamente finos. ¿No acababa de moverse sospechosamente el fondo de ahí enfrente? Amely se arrodilló lentamente, se alzó el camisón y se lavó la sangre de los muslos. Las pirañas la detectaron y regresaron, pero las espantó la mano de Amely al agitar el agua. Quizá se marcharon también porque comprendieron que Amely no estaba herida. No era la sangre de ella.
Se levantó y se escurrió el dobladillo del camisón. La gigantesca luna estaba en un punto muy bajo, se acercaba a las copas de los árboles haciendo que las sombras verdes se posaran sobre el agua. Aquella calma era desacostumbrada. Tan solo se escuchaba el cric constante de las cigarras hembras. Y un pez saltó ondulando las aguas. ¿Cuándo se haría de día?
Había visto muchas veces ese lugar a la luz del día, pero siempre de lejos, desde el río y sentada en la cubierta de su pequeña embarcación de vapor, y pensaba que esa pequeña bahía, rodeada por los troncos de los sauces que surgían del agua, era el lugar más hermoso del mundo. No hay ningún otro lugar en el mundo como Brasil, solía decir el señor Oliveira. Y en ningún otro lugar se encuentra uno con la dureza de la vida tan a menudo y tan de repente.
¡Oh, eso era tan cierto! ¡Tan cierto…!
Había visto muchas cosas en los meses que hacía que estaba allí, pero nunca había visto al boto. Una canción era capaz de invocarlo, decían los caboclos, los mestizos que habitaban a orillas del río Negro. Y a veces, de noche, cuando una de sus muchachas iba a la orilla del río a lavarse, ese peculiar delfín de río se transformaba en un hombre, bello y cautivador. Entonces ascendía a la orilla espantando a los peces raya. Seducía a la muchacha y se la llevaba corriente abajo hasta la ciudad encantada llamada Encante.
Y ahora es de noche, y estoy aquí.
Amely salió del agua para ir a buscar su violín. Apartó a un lado con el pie la pistola semienterrada en la arena. La invadió una sensación de alivio cuando tuvo en las manos su instrumento amado. Con cuidado retiró y sopló los granos de arena, enjugó con el camisón algunas gotas de agua de la madera. Deseó para sus adentros que no hubieran ocasionado ningún daño. Al menos estaban secos el arco y las cuerdas.
Evitó dirigir la vista al rostro desencajado por el dolor del hombre que estaba a sus pies. Por el rabillo del ojo veía unos mechones rubios y sudorosos que caían sobre unos ojos abiertos de par en par. Con mano temblorosa trataba él de tocarla. Su estómago ascendía y descendía con violentas sacudidas. La otra mano sujetaba convulsivamente la herida sangrante.
—Amely —susurró—. No me dejes morir.
Amely regresó a la orilla. Se colocó el violín suavemente en la curvatura del cuello y levantó el arco. Solo la canción más hermosa era capaz de atraer al boto. Estaba decidida a tocar como nunca.