Estaban sentados uno al lado del otro en la orilla del agua. Amely le rodeaba con su brazo por el talle; el brazo de él la rodeaba por los hombros. Ella pensó que tenía que estar ocurriéndole a él igual que a ella: no estaba segura de que él estuviera realmente a su lado. Hasta su interpretación al violín le parecía ahora irreal. No había logrado un sonido armonioso, sino más bien machacón; la humedad había afectado al instrumento. ¿Qué piezas había tocado? ¿Y por qué? ¿Pretendía llamarlo de verdad a la manera india de los espíritus? ¡Bah, tonterías! Tan solo había querido sumergirse un instante en el recuerdo de aquel día de Año Nuevo, hacer como si el tiempo volviera atrás, y si ella mirara a un lado él yacería allí herido, y todo comenzara desde el principio. Tan solo entregarse brevemente a la ilusión…
Todo eso era indiferente si lo de ahora no se trataba de ninguna ilusión.
Por favor, Dios mío, haz que sea verdad que él está sentado a mi lado y que yo estoy sintiendo su piel, todas sus cicatrices, toda su vida. A él parecía estar sucediéndole otro tanto de lo mismo. Estaba temblando ligeramente. Sentía la pulsión de la sangre en la punta de los dedos. Tal vez estuviera pensando si debía atreverse a decir algo sin que ella se fuera volando como un pájaro asustado. Amely se pasó la lengua por los labios, estaba luchando por formular la pregunta que le estaba quemando por dentro: ¿qué estás haciendo aquí? No has venido porque sabías que estaba aquí, ¿verdad?
—¿Qué estás haciendo aquí, Amely? —preguntó él en voz baja y con la voz tomada. Giró el rostro hacia ella. Moreno cobrizo enmarcado por una cabellera dorada.
Amely agarró aquellos mechones. La mano de él se posó sobre la suya, acarició su mejilla.
—La canoa de ahí, ¿es tuya, Amely? Amely, Amely… —preguntó pasándole la mano por el pelo, todavía incrédulo—. Te has escapado, ¿verdad?
—Sí. De alguna manera así es. En realidad me ha echado.
Él esperó. Giró sobre sus nalgas, rodeó con las piernas el regazo de ella, siguió acariciándole la cabeza y observándola como a una maravilla.
—Simplemente salté por la noche al agua desde mi embarcación —dijo ella. De pronto acudían las palabras con facilidad a su boca—. Miguel me había procurado la canoa y también me la amarró a la orilla. Primero fui remando un trecho, luego esperé a que hubiera claridad, y entonces me puse a remar rápidamente para alejarme de allí todo lo que pudiera. ¿Tienes hambre? Miguel me ha metido una olla de feijoada; a mí no me gusta. Kilian quiere divorciarse, y yo tengo que pudrirme en Berlín para el resto de mi vida como castigo porque fui tan insensata como para creer que podía arañar algo de su poder procurando convencerle de que se podía plantar caucho en otra parte.
—¿Eso es lo que querías decir cuando dijiste que querías ponerle coto?
—Fue una idea estúpida.
—¿Y qué ibas a hacer ahora?
—Correr a la selva. Buscarte. —Morir en el intento si era necesario, pensó sin pronunciarlo—. De algún modo me las habría apañado.
Los ojos de él se dilataron.
—¡Gracias a Tupán que he pasado yo por aquí! Amely, eso era una estupidez. Te crees que eres una mujer ava porque puedes remar con fuerza, pero no lo eres en realidad.
—Sí, sí, tienes razón. ¿Y tú? Estás solo. ¿Qué ha sido de tu tribu?
Aunque él lo reprimió, ella se dio cuenta de que él se tensó por unos instantes como si albergara alguna pena dentro. Él dirigió la vista al agua.
—Muchos han muerto. Y no sé dónde está el resto. Pero los encontraré.
—¡Oh, por Dios, Ruben! —¿Muertos, muertos? ¿Cómo…?, se preguntó para sus adentros, pero ella ya tenía una idea de lo que debió de suceder. Ahora no era el momento de hablar de tal cosa.
—He venido a arrebatarte a mi padre —dijo él—. Un propósito también bastante insensato, ¿verdad?
—Ya no tienes que hacerlo. Pero ¿sabes que todos creen que estoy chiflada?
—Eso es lo que creían también mis gentes de mí.
—¿Y lo estamos?
—Cuando todos lo dicen… —dijo él sonriendo burlonamente.
Ella no podía hacer otra cosa, tenía que, sí, tenía que besar aquella boca hermosa. Los brazos de ella lo agarraron como por iniciativa propia. Y él la rodeó con los suyos tan firmemente que se sintió envuelta por su calidez. Y ahora más ya que su lengua jugueteaba con su gota de oro, que le cosquilleaba. Unas gotas cayeron sobre su piel, pero una mirada a la copa verde brillante de los árboles le confirmó que el aire era seco. Las gotas recorrieron todo su cuerpo, la volvió blanda y deseó caer al suelo y abandonarse a Ruben. Todavía la sujetaba él. Todavía…
Él se crispó de golpe. Apartó a Amely de sí por los hombros. Antes de que pudiera decir nada, él se había llevado el dedo a la boca avisándola. Mirando en torno suyo agarró el arco, que siempre dejaba cerca de él, y una de las flechas con plumas que sobresalían del carcaj. Amely se puso a escuchar con atención, pero de entre los murmullos y pitidos y crujidos no era capaz de filtrar ningún sonido que no perteneciera a aquel entorno. Ruben se puso en pie lentamente. En su semblante se reflejaba el enfado por su oído malo mientras movía la cabeza de un lado a otro.
Entonces se quedó quieto y tensó el arco.
—Ve detrás de mí —le susurró al oído.
Amely se agachó y se puso a gatas. Estiró el brazo en busca de la cerbatana en el taparrabos de Ruben. El peligro no era ningún animal, lo presentía. Y cuando oyó aquella voz le pareció que no podía ser de otra manera.
—¡Tira el arco, indio! ¡Te estoy apuntando!
—¿Quién es? —preguntó Ruben en voz baja.
—Felipe da Silva Júnior —dijo ella jadeando—. El hombre que te disparó en el igarapé de tu padre. —Por Dios, ¿cómo había podido seguirle la pista? ¿Se lo habría delatado Miguel? No, no quería creer que fuera así.
Ella se incorporó de rodillas por detrás de Ruben.
—¡El indio es Ruben Wittstock! —gritó ella—. ¿Me oye usted, Da Silva? —Felipe tenía que oírlo, tenía que comprender; tal vez así le avivaba los escrúpulos—. ¡Ruben Wittstock! ¡Ruben Wittstock, el hijo de su patrón!
—Yo solo veo a un indio, senhora —fue la réplica. Ahora, igual que antes, no podía distinguirse dónde se encontraba—. Y usted sabe tan bien como yo cómo me juzgará mi patrón cuando le diga que he matado a un indio. ¡Y ahora apártese!
—¡Oh no, no, no voy a apartarme de ninguna de las maneras! —Su voz sonó quebrada por el temor. Lo mejor sería situarse delante de Ruben. Mientras todavía pensaba que le estaban temblando demasiado las rodillas, se puso en pie y se colocó delante de él.
—Amely —dijo Ruben entre dientes—. ¿Qué haces?
Ella no se movió del sitio. No quería pensar en que Da Silva sería capaz de dispararle a ella también a pesar de su advertencia. Ella había huido de casa; no se enteraría nadie.
Presentía más que veía cómo la punta de la flecha seguía los movimientos de la cabeza de ella. Ruben no podía arriesgarse a disparar al buen tuntún; sería desperdiciar una flecha y el tiempo para colocar la siguiente. Como antiguo seringueiro, Felipe sabía cómo moverse sin hacer ruido. Tal vez estuviera ahora apostado en algún otro lugar.
—¿Ha sido Miguel quien me ha delatado? —exclamó Amely sin grandes esperanzas de que él diera a conocer su nueva posición contestando.
Delante de ellos se oyó crujir algo. El estampido de un disparo. Ruben dejó volar la flecha.
No estaba herido; Amely comprendió que Da Silva solo había querido incitarle a disparar la flecha. Felipe apareció por detrás de una ceiba con el rifle en alto y subiéndose con paso seguro a las raíces.
—Supongo que ese salvaje será lo suficientemente listo para no echar mano ahora de otra flecha. Y usted, senhora, agarre el carcaj y láncelo fuera de su alcance.
Llena de rabia se agachó y lanzó el carcaj ante sus pies con tanta fuerza que se salieron todas las flechas de él. Ella dejó caer la cerbatana al suelo en los breves instantes en que el otro bajó la mirada.
Se acercó.
—Ese escarabajo no la delataría a usted jamás, senhora; observé que él le proporcionaba a usted la canoa. No perdí de vista la embarcación porque me temía algo así. En algún momento me di cuenta de que usted sabía lo de Ruben porque había dado con él… No había otra explicación. Y que usted iba a encontrarse de nuevo con él. —El cañón del Winchester señaló unos instantes al vientre de ella—. Supongo que la criatura es de él.
—Y usted estará deseando ansiosamente irse para contárselo de buena tinta a Wittstock, ¿no es cierto? —le preguntó con un tono despectivo.
En otro tiempo había estado enamorada de él, ¿cómo pudo suceder tal cosa? Ahora, lo odiaba. ¿Lo odio? Más bien le daba lástima que se viera obligado a pagar con su alma una mejor vida. Probablemente se creía de verdad que era algo más que un lacayo de Kilian.
La comisura de sus labios se contrajo en un asomo de sonrisa.
—Eso depende de si sigue con vida cuando regrese. Lo más probable es que no.
Lo había matado. ¡Dios santo bendito! Se llevó involuntariamente la mano al cuello. Había sucedido algo en la Casa no sol que había provocado a aquel perro guardián a hincar el diente.
O se habían vuelto todos locos sencillamente.
—Y ahora, senhora, apártese si no quiere que la mate de un disparo por culpa de él.
—¡Jamás!
Ruben la empujó a un lado con el codo y ella cayó de rodillas por el susto. Rápidamente, Da Silva levantó su arma un poco más, y Ruben tensó el arco al máximo. Se dirigió con paso solemne a Da Silva; volvía a ser el audaz Aymaho que anhelaba la muerte.
—¡Con calma, bichejo! —Da Silva retrocedió medio paso—. ¿No sabes que ella también me hizo sitio a mí entre sus muslos? ¿Te lo ha contado? ¿Te ha dicho quién soy yo?
—Sí lo hizo —replicó Ruben con tranquilidad.
Ella estaba segura de no haber mencionado nunca a Felipe. Ni siquiera se le habría pasado por la cabeza en plena embriaguez de epena.
Los hombres tenían sus miradas clavadas el uno en el otro. Por encima de ellos retumbaba el cielo. Amely levantó la mirada hacia ellos mientras se esforzaba en palpar la zona buscando la cerbatana sin llamar la atención. ¡Tenía que estar ahí! En la arena no había nada. Ahí estaba su vestido de seda; lo apartó a un lado. Sus dedos tocaron agua. ¿Había tirado el arma sin querer al río? En la comisura de sus ojos se dibujó un destello plateado: pirañas… y tenía los dedos de los pies metidos en el agua. Sacó los pies lentamente. Se fue arrastrando lentamente por la arena, detrás de Ruben, como buscando protección. Unas gotas gruesas salpicaron en sus manos buscadoras. La cerbatana, ¿dónde estaba la cerbatana…?
—¡Le he dicho que se fuera, senhora!
—Haz lo que dice, Amely.
Ella se arrastró a la parte saliente de la maleza mohosa. La lucha comenzaría en cuanto ella saliera de la línea de fuego, eso lo tenía claro. Entre dos truenos sonó el clic del fusil.
El disparo no se produjo. En su lugar oyó el silbido de la flecha suelta.
Todo sucedió en un segundo. Cuando ella se dio la vuelta sobre las rodillas vio a Da Silva precipitarse sobre Ruben, rabioso, agitando el arma poco segura. ¡La flecha de Ruben estaba clavada en su brazo, solo en su brazo! Ruben se agachó por debajo del cañón del fusil, que describió un arco sobre su cabeza, echó la mano atrás para sacar su navaja y la extendió hacia arriba con rapidez. Felipe gritó. Un rastro de sangre recorría su rostro de través, pero tampoco esta herida le hizo desistir de echarse encima de Ruben.
¡Ojalá que la vieja herida no estorbara a Ruben! Pero no daba esa impresión, porque cargó con todas sus fuerzas contra su adversario. Enseguida la sangre de Da Silva manaba ya de varios cortes recibidos. Consiguió hacerle soltar la navaja de la mano a Ruben, pero este, en su furia, no vaciló en bloquear al otro con las piernas y en clavarle los dientes. Da Silva ya no aullaba únicamente por la cólera. Sus manos resbalaban por el cuerpo empapado por la lluvia de Ruben, mientras que a él su pesada vestimenta le dificultaba los movimientos. Ruben lo acosaba igual que Chullachaqui, hasta el punto de que le entró miedo incluso a Amely de verlo de aquella manera. Ella se arrastró más adentro en la espesura, quería quedarse ahí porque ya apenas albergaba duda alguna sobre el triunfo de Ruben. Y la estúpida cerbatana, la única arma con la que ella habría podido ayudarle, seguía sin aparecer.
Una mano la agarró igual que una cadena por la articulación del pie. El grito que iba a dar se le quedó detenido en la garganta por el susto. Se desplomó boca abajo, pataleó, no pudo evitar que la arrastraran de nuevo un poco desde la espesura. El pesado cuerpo de Da Silva se arrojó sobre su espalda. El brazo sangrante de él rodeó su garganta como para estrangularla. Él volteó hasta que ella estuvo encima de él. La lluvia arrastró el sudor ardiente a los ojos de Amely dejándola ciega por unos instantes. Entonces vio a Ruben a gatas, respirando con dificultad. Se fijó sin querer en la cuchilla en su vientre. No, Felipe no lo había conseguido. Al parecer tan solo le había dado una potente patada de la que se estaba doliendo.
—¡No te me acerques! —vociferó Felipe debajo de ella, por detrás de ella, muy pegado a su oído. Algo metálico destelló en su ángulo visual. La punta de la navaja de Ruben pendía muy cerca del ojo de ella—. ¡Si no, la degüello!
Ruben se puso en pie tambaleándose. Se sacudió de modo que salieron volando gotas de agua de su cabello. También él había tenido que encajar lo suyo, tal como podía comprobarse por los bultos enrojecidos en su pecho y en sus brazos. Se apoyaba en las rodillas y respiraba ruidosamente.
—Agarra tu canoa y desaparece —exigió Da Silva. En sus palabras flotaba un deje de decepción por no haber podido cargarse a su adversario.
Temblaba la punta de la navaja. Amely intentó girar la cabeza en vano; el brazo en torno a su cuello apenas le permitía respirar.
Ruben se acercó agachado y resollando pesadamente. Tenía un aspecto espantoso. Tenía la boca embadurnada con la sangre de Felipe. Sus ojos fulgían. Amely sabía que su furia guerrera era más fuerte que toda razón. El halcón quería matar sin importar que ella estuviera ahí abajo. Sus dedos, también manchados de sangre, se retorcían hacia los lados, como si pidieran un arma.
—¡Atrás, tú, bichejo salvaje! —dijo Da Silva refunfuñando—. ¡Hace ya muchísimo tiempo que dejaste de ser el hijo de Wittstock! ¡Diablos!
Se incorporó sin soltarla un solo instante. Ella sentía mareos, porque cada respiración era una tortura para ella. Tenía las uñas clavadas en el brazo de Da Silva, pero este no parecía ni notarlo. Ella se dio la vuelta y vio con horror la cerbatana en su mano libre. Intentó agarrarla, pero le faltaron las fuerzas. El tronco de Felipe se estiró hacia arriba; se llevó la caña de bambú a la boca. Entonces ella sintió debajo de su mano izquierda un escozor familiar. Metió la mano entre las hormigas y las lanzó con la arena tras de sí.
Él se puso a renegar y apretó el brazo estrangulándola aún más. A ella le daba lo mismo con tal de que él hubiera errado el disparo.
No.
Ruben emitió un jadeo largo. Se agarró del cuello y dio un paso adelante. Todavía se sostenía sobre las piernas esparrancadas; sus cabellos se movían de un lado a otro delante de su cara. El sonido del resuello que salía de su garganta le atravesó hasta la médula.
¡No! ¡Eso no! ¡No ahora!
Entre llantos golpeó a Da Silva; por fin acabó él soltándola. Apoyado en los codos miraba fijamente a Ruben con una mueca de triunfo en su rostro.
—¡Ruben! —Por fin conseguía ella gritar—. ¡Ruben!
De pronto se echó el cabello para atrás y se irguió. Y con la misma sorpresa levantó el Winchester del suelo y apuntó con él. Amely vio con toda claridad el dardo de la cerbatana clavado en su cuello.
Con tres pasos rápidos se plantó delante de Da Silva, que intentó arrastrarse de espaldas para escapar de él.
—No sabes cómo funciona eso. Lo has olvidado, lo has olvidado… —repitió como un conjuro, queriendo hacérselo creer a Ruben.
Y tú, Felipe, tampoco sabes que él es en verdad el salvaje por el que tú le tienes. Va a hacer exactamente eso, o algo peor.
Apuntó a la cabeza de Da Silva, pero entonces se inclinó el cañón hacia abajo. Amely esperó secretamente que el arma se encasquillara impidiendo de nuevo el disparo. Cuando se produjo la detonación y tembló el cuerpo de Da Silva, también ella se echó a temblar. Ruben arrojó lejos de sí el rifle y se agachó sobre él con las piernas abiertas. Da Silva profirió un sonido torturador. Había perdido la navaja hacía rato; Ruben la alzó y señaló con la punta entre sus ojos.
Amely se arrojó junto a la cabeza de Felipe. Le llameaban los ojos; sus labios temblaban. Se estremecía como si estuvieran azotándole una docena de látigos.
—Felipe… —Ella le agarró la cabeza y la volvió hacia ella.
—Amely… El… es de verdad un salvaje. Yo… yo no sabía esto. Wittstock… debería haberme contado más… cosas sobre él.
—¿Felipe? ¿Qué quiso decir usted antes con eso de que quizá Kilian podía seguir con vida?
Su boca se movía, pero ella no entendía ninguna palabra. Una oleada de dolor le obligó a apretar con fuerza los ojos. Le salía la saliva por entre los dientes apretados.
—Amely —dijo él con un graznido y tosiendo sangre. La lluvia se la llevó mejillas abajo.
Kilian, ¿qué sucede con Kilian?, es lo que quería saber ella, pero en lugar de eso salió inesperadamente de sus labios otra pregunta:
—¿Me acosté realmente contigo?
Ella no contaba con una respuesta aunque él hubiera sido capaz de dársela. Ese canalla se alegraría de dejarla para siempre en la incertidumbre. Con los puños cerrados tiró de la camisa que siempre llevaba, con los cigarrillos en el bolsillo; los palpó ahora también. Hasta en la hora de su muerte ofrecía un aspecto temerario.
—N-no. Amely. No, tú no lo… consentiste…
Con la última palabra exhaló su último suspiro y se quedó inmóvil.
Ruben le acercó el filo de la navaja a la sien.
—No. —Amely le agarró la muñeca—. Por favor, no lo hagas.
Él asintió vacilante y retiró la mano. Amely se puso en pie de un salto y corrió a la orilla. Se obligó a llevar sus pensamientos hasta aquel día ahí en esa bahía. Ahí estaba su violín. Lo levantó, también encontró el arco y apretó las dos cosas contra su pecho. Todo era como aquel entonces… Sin embargo, el pez raya prefería permanecer en el fondo arenoso, especialmente en ese lugar en el que los granos de arena eran extremadamente finos. ¿No acababa de moverse sospechosamente el fondo de ahí enfrente? Amely se arrodilló lentamente, se alzó el camisón de noche y se lavó la sangre de los muslos. Las pirañas la detectaron y regresaron, pero las espantó la mano de Amely al agitar el agua. Quizá también porque comprendieron que Amely no estaba herida. No era la sangre de ella.
Ella no prestó mucha atención cuando Ruben arrastró el cadáver hasta el agua y lo empujó dentro con los pies. Luego dio unos pasos más allá para evitar a las pirañas y se lavó medianamente. Amely se dirigió corriendo hasta él. Lo examinó atentamente de arriba abajo. Dejando aparte algunas pequeñas heridas estaba sano y salvo. Todavía tenía clavado el dardo. Él mismo se lo extrajo cuando se dio cuenta de dónde se había quedado fijada la mirada de ella.
—No llegué a empaparlo de veneno —dijo con una sonrisa. Le apartó de la cara los mechones húmedos con una dulzura tal que ella se preguntó si ya se había olvidado en serio de la lucha que acababa de librar—. ¿Y ahora, Yacurona? ¿Qué hacemos?
El cielo volvió a retumbar. Ruben frunció el ceño después de levantar la vista. Enseguida iba a ponerse a llover con fuerza. Agotada se desplomó en los brazos de él. Durante un buen rato permaneció quieta dejándose consolar en silencio por ese hombre que había hecho cosas tan terribles.
—Tenemos que regresar, Ruben. Si Kilian ha muerto realmente, todo será distinto ahora.
—Y si está con vida… —Él dejó en el aire la continuación de la frase. Ella consideró que todo era posible. Pero sucediera lo que sucediera, había llegado el momento de que el hijo se presentara ante el padre.
Ella se embutió en su corsé y en su vestido, pues ¿cómo iba a regresar en enaguas? Dejó los botines tirados en la arena. Puso el violín en su canoa, que iba a quedarse allí. De todas formas el delicado instrumento no había sobrevivido a la tormenta. Esta no es una tierra para violines… Ruben se quedó mirando detenidamente y con asombro aquella vestimenta de dama. Ella se arremangó las faldas mojadas y se subió a la canoa de él. Embutida en toda aquella tela no le era posible remar tan rápidamente como Ruben. Él estaba sentado en la proa, pues conocía el camino. Amely se esforzó en no dirigir la mirada buscando el rastro de Felipe mientras la canoa se deslizaba por entre jacintos de agua y pasaba junto a imponentes nenúfares saliendo de la bahía.
¡Que Dios se apiade de su alma!
Ruben se había atado a la espalda el arco y el carcaj. Se armaría un buen escándalo cuando pisara la casa. Ahora que aquel río de aguas lentas con sus sonidos y rumores familiares estaba siendo como un bálsamo para su agitado interior, ella comprendió lo que había sucedido. Él estaba a su lado. Ella estaba disfrutando con la visión de sus músculos, que suscitaban los movimientos del halcón. La brisa hacía ondear su cabello rubio. Llevaba pocos adornos de plumas en ese momento; tal vez los había perdido. La pluma de tucán que le había regalado ella seguía allí. Su tucán tallado seguía allí. De repente a ella le pareció completamente justo que ella tuviera que ir allí donde se encontraba él.
Apenas se dio cuenta de cómo transcurría el tiempo. Un aguacero la dejó calada, pero no le molestó. Sus pulmones no se hartaban de toda aquella humedad aromática. Daba igual lo que sucediera ahora; ella estaba allí donde debía estar.
Llegó el momento menos agradable en el que la ciudad hizo acto de presencia con su hedor y sus basuras. Pero al poco rato la canoa estaba ya en el igarapé do Tarumã-Açú. Paulatinamente, el corazón de Amely comenzó a latir de miedo. En el muelle privado de Kilian todo parecía estar como siempre. Allí, la escalerilla; solo sobresalían del agua dos escalones en ese momento. Ruben llevó la canoa hasta el terraplén, saltó afuera y la ayudó a bajar. Ella lo ayudó a levantar la canoa. Cuando quiso él comenzar a subir, ella le puso una mano encima del brazo.
—Por favor, no con tus armas. Ese no sería un buen comienzo.
En los dedos percibió que él se ponía tenso de mala gana. Sus cejas fruncidas le daban un aire funesto.
—¿Estás segura de que no hay por aquí una segunda persona que preferiría verme muerto?
Segura no lo estaba del todo. ¿Qué ocurría si esa segunda persona era Kilian? Sin embargo ella asintió con la cabeza.
Ruben se quitó el arco y el carcaj y los depositó en la canoa. Finalmente se sacó la navaja del taparrabos y la arrojó sobre las demás cosas. La mirada que le dirigió a ella denotaba que a pesar de aquello no se sentía ni estaba completamente indefenso. Amely subía la escalinata por delante y miró hacia la izquierda, a las tumbas. ¿Yacería Kilian entretanto allí?
El pequeño cementerio tenía el mismo aspecto de siempre. Amely dio unos pasos hacia los arbustos y apartó el follaje empapado de agua hasta que pudo verse la tumba de Ruben.
—¿Qué clase de persona es quien hace algo semejante? —preguntó él.
—Tal vez solo un perturbado —dijo ella en un murmullo—. Ven.
Ella lo condujo a través de las sendas de gravilla por debajo de las copas bajas de los árboles primorosamente cuidados. Había dos jardineros ocupados en los hibiscus con las espaldas vueltas a ellos, otros dos se dedicaban con la misma entrega al césped inglés. Los monos alborotaban y hacían oscilar aquí y allá las hojas de las palmeras salpicando brillantes gotas de lluvia. No había nadie en la escalinata blanca. Algo pesaba sobre la casa; no podía verse, no había nada que lo indicara así, pero estaba allí, exactamente igual que aquel día de su llegada, cuando divisó la «choza» desde la litera en la que la transportaban. Gero ha muerto. ¿Quién saldría ahora y diría que Kilian estaba muerto? De manera involuntaria, Amely dirigió la mirada a la fuente junto a la puerta de hierro forjado, como si esperara ver en cualquier momento a Felipe a lomos de su campolina. Agarró la mano de Ruben.
—No es como antes —dijo él—. Me da la impresión como si la casa se hubiera encogido. Y la pintura ha perdido el color.
A Amely le sorprendió escuchar aquello; las baldosas de color rosa resplandecían y todo el blanco de las barandas y columnas estaba recién limpio, como siempre. Subieron lentamente las escaleras. Amely agarró el picaporte de la puerta de dos hojas.
—Está cerrada. Así está realmente solo por las noches. Espera un momento.
Ella recorrió a paso rápido el mirador hasta llegar a las ventanas altas que eran las del despacho del señor Oliveira. Ojalá tuviera suerte… Sí, lo oyó hablar. Lo vio sentado al escritorio a través de las láminas de la contraventana, que había cerrado para protegerse del sol. Cuando golpeó en las láminas, él se levantó de golpe. En su semblante había un gesto de incredulidad infinita. Abrió la ventana de par en par, luego la contraventana.
—¡Senhora Wittstock! Nos habíamos preguntado todos si la habían vuelto a secuestrar a usted cuando dijeron que…
—¡Claro que no! —le interrumpió ella con una sonrisa—. ¿Sería tan amable de abrir la puerta?
—Por supuesto.
Desde la entrada les llegó un sonido estruendoso, como si se astillara alguna madera. ¡Santo cielo! ¡Ruben había tirado la puerta abajo de una patada! El señor Oliveira se llevó la mano a la frente del susto.
—Disculpe usted, senhora —exclamó saliendo a toda prisa del cuarto. En lugar de desandar el camino, se introdujo en la casa a través de la ventana y echó a correr detrás de él. En efecto, Ruben entraba en ese momento en el salón. Toda la servidumbre acudió corriendo al oír aquel estruendo. Todos se quedaron como petrificados, incluso el señor Oliveira, que se puso a toquetear el nudo de su corbata. Solo el doctor Barbosa se encaminó hacia Ruben.
—¡Oliveira, llame usted a la policía! —dijo a voz en grito.
Amely no le habría creído capaz de semejante voz de trueno a aquel hombre bajito de agradables patillas. ¿Qué estaba haciendo ahí, con el chaleco abierto, el cuello de la camisa abierto y la camisa arremangada más arriba de los codos? Del bolsillo de su pantalón sobresalía un pañuelo con manchas de sangre.
—No —exclamó Amely, y lo repitió en portugués para mayor seguridad—: Nao! ¡Mire usted bien quién es!
Giró la cabeza hacia ella y frunció la frente como si estuviera pensando por qué razón estaba de vuelta la extravagante señora de la casa y abría la boca.
—Senhor Oliveira, haga usted lo…
—¡No! ¡No, no! —gritó ella. Y sacudió la cabeza.
Todas esas personas no conocían a Ruben. Sí, las de más edad sí, pero no entendían la situación. Se negaban a creer que ese hombre, desnudo y lleno de tatuajes bárbaros, con el cabello largo y revuelto, era el hijo pródigo. ¿Dónde estaría Maria? Ella sí lo entendería. Amely no se atrevía a perder de vista a Ruben para ir a buscar a la negra. Ruben estaba en el centro del salón mirando a los ojos y examinando a cada uno de los presentes. Dos criadas se marcharon corriendo. Una tercera dio un paso rápido hacia atrás, tropezó y se cayó sobre el trasero. Hasta Miguel estaba allí, con la mandíbula inferior caída.
Ruben se detuvo ante el señor Oliveira.
—De usted me acuerdo yo. —Siguió avanzando y se quedó mirando fijamente al doctor Barbosa—. De usted, también. —A continuación contempló a una pálida Consuela, cuyas rodillas le temblaban a ojos vista—. De ti, no. —Antes de llegar a Bärbel, esta se fue disparada hacia Amely.
—¡Señorita! ¡Señorita! —exclamó frotándose las orejas como asegurándose de no llevar ella también esas horrorosas agujas de hueso—. ¿Es él…?
Amely asintió y se llevó el dedo a los labios. Ruben se situó delante de Maria la Negra, que tenía las manos cruzadas delante del pecho. De sus ojitos manaban las lágrimas como cuentas de cristal. Fue la única que sonrió, y su sonrisa era de felicidad.
El señor Oliveira carraspeó con la mano en la boca.
—Senhor… Wittstock. —Apenas quedó pronunciada aquella monstruosidad, un rumor se extendió por entre la servidumbre reunida—. Llega usted justo a tiempo. Si usted quiere ver a su padre antes de…
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ruben—. ¿Ha pillado finalmente la malaria? ¿O ha sido la ginebra? —Apartó a algunas de las personas junto con Maria la Negra.
Amely se asustó profundamente cuando descubrió a Kilian. Yacía sobre la mesa del comedor; alrededor de él había objetos terribles: unas tenazas finas, unas pinzas. Una pistola. Estaba vestido con su batín dorado, descalzo. Tenía una manta enrollada debajo de las corvas; una almohada debajo de la nuca.
—Doutor Barbosa. —Amely se fue corriendo hasta él. Él dirigió una mirada de asombro a los pies desnudos de ella, que sobresalían de su vestido plisado de seda—. ¿Quién le ha disparado?
—Él mismo.
¿No Da Silva?, tenía en la punta de la lengua. Consiguió tragarse esa pregunta en el último instante.
—¡Por Dios! ¿Por qué? No habrá sido por mí, ¿verdad?
—Los precios del caucho han caído brutalmente en todas las bolsas —contestó el señor Oliveira en lugar del médico—. Solo puede haber una razón para que haya sucedido tal cosa: alguien ha conseguido llevar una gran cantidad de semillas fuera del país y cultivarlas con éxito. En realidad eso es algo imposible, pero ¿quién puede decir lo que es posible o no? En Malasia, dicen los primeros rumores.
¡Santo cielo!, ¿dónde estaba Malasia? En alguna parte del sureste asiático, donde dominaban los británicos.
—¿Y no puede tratarse de una oscilación normal de los precios? —La pregunta le pareció estúpida. Los precios del caucho no oscilaban, solo subían. Julius se lo había dicho así. ¿Qué entendía ella de esas cosas? Nunca había mostrado un interés especial por ellas. Para ella, el caucho era un olor que rodeaba a Kilian, y ella había respirado ese olor solo de mala gana.
—No, senhora.
Poco a poco fue entendiendo lo que había sucedido. Alguien había logrado lo que ella había intentado torpemente. Hacía años. Décadas quizá. Todo ese tiempo había ido creciendo en el mundo lo que haría dar un traspié a los barones brasileños del caucho, y ninguno de ellos había presentido lo más mínimo. O no habían querido presentirlo mientras celebraban sus fiestas en el éxtasis de su opulencia.
Cuando un imperio llega a estos extremos, se desmorona, pensó Amely. ¿No me lo había imaginado yo así?
—Pero contestando a su pregunta, senhora: también por usted.
De golpe percibió el olor a sangre que flotaba detenido en aquella atmósfera pesada. Una venda manchada de rojo rodeaba la cabeza de Kilian cubriendo sus ojos.
—¿Vive aún? —preguntó ella con un suspiro.
Antes de que nadie pudiera contestar, Ruben se dirigió a la mesa y dio una vuelta entera a su alrededor.
—¿Está muerto? ¿No volverá a vulnerar nuestras selvas? ¿Ni hará esas cosas horribles a los ava? ¿Nunca más irá aporreando a la gente que se queda paralizada a su paso por el miedo? —Su voz, todo su porte, chorreaba un desprecio infinito.
Así no, pensó Amely. Por favor, Dios mío, no permitas que acabe así, no por los dos.
El olor se convirtió para ella en hedor. Sus piernas amenazaban con ceder. Agarró la mano de Maria, que no pareció darse cuenta, porque toda su atención estaba puesta, como hipnotizada, en Ruben. Él parecía querer despertar a la vida de nuevo a Kilian con toda la fuerza de su mente.
—Quería que vinieras a mi casa en la selva —dijo él. Le temblaba la voz ligeramente—. Deseaba que vieras donde estoy. Pero ahora mírame, mira qué soy.
Kilian permanecía en silencio.
Ruben chilló, golpeó fuertemente con el puño sobre el tablero de la mesa, junto a la cabeza de Kilian.
—Tienes a Tiacca en la conciencia. ¡Tú, tú has asesinado a Tiacca! ¡Tú mismo! Tú eres Vantu, no eres un ser humano.
La calma era tal que hasta los guacamayos permanecieron en silencio. Al principio de una manera imperceptible pero luego cada vez más clara se fue destacando la respiración de Kilian de aquel silencio.
—¿Te acuerdas de la mujer a la que todo el mundo llama Mamae, de cómo la importunaste con tus maneras crueles?
Un temblor de culpabilidad recorrió el cuerpo de Kilian. Amely recordaba ese nombre. Mamae. Ruben, que por aquel entonces era el ignorante Aymaho, la había descubierto en los barrios más bajos de Manaos. Una madama de burdel al que Kilian acudía regularmente y a la que se había beneficiado de la manera más repugnante. Y cuando lo oí, todavía no sabía que era mi padre, le había soltado Ruben temblando de odio. Y ella, Amely, había pensado: Hay cosas que un hijo jamás debe saber sobre su padre.
Ruben tiró todos los instrumentos al suelo pasando la mano por la mesa. A Amely le pareció que todo se volvía aún más silencioso, aunque eso resultaba imposible. Todos estaban paralizados a la vista de su furia.
—¡Ruben! —le gritó ella—. ¿No te das cuenta de que eres como él?
—Soy Aymaho kuarahy. Soy un ava —le espetó lleno de desprecio—. Los ava exponen sus sentimientos ante todo el mundo, ¿te has olvidado de eso?
—Tú eres el hijo de tu padre. Y estás justo a punto de demostrarlo.
Él se mesó los cabellos, sacudió la cabeza como si tuviera que luchar contra un presunto espíritu del ruido. Dijo algo en indio que ella apenas entendió. No podía negar su origen por mucho que lo intentara. ¿No habrían podido tener los dos un origen mejor? Ella se lamentaba casi.
—Nunca supo comportarse —murmuró Kilian.
Ruben se detuvo al final de la mesa, donde estaba la cabeza de Kilian, y le miró fijamente. Tenía los labios por encima de los dientes en un gesto repugnante.
—¿Me reconoces entonces?
—Te tendría que haber pegado con más frecuencia. Con mucha mayor frecuencia. —Kilian movió ligeramente la cabeza. Las gotas de sudor hacían surcos al atravesar las estrías rojizas. Sus dedos se cerraron en puños sobre el abdomen—. No reina disciplina alguna en este país. Allá en el Imperio haría ya mucho tiempo que estarías en el colegio militar de cadetes inculcándote los buenos modales prusianos. «¡Cuádrate!, ¡cierra la boca!, ¡mantén el estilete en alto!, ¡extiende las manos para golpear!», eso es lo que te ha faltado aquí en la escuela. Fui contigo siempre muy indulgente en todo. Y este es ahora el resultado.
—Su padre está ciego —objetó el señor Oliveira confuso.
—¡Ah, vaya… ciego! —Ruben resolló pesadamente—. Y yo no puedo oírte, padre. —Se llevó la mano al oído derecho—. ¿Qué acabas de decir?
—He dicho que te has merecido cada uno de mis bofetones, que han sido demasiado escasos…
¿Estaba en sus facultades ese hombre? Amely notó cómo Maria le apretaba fuertemente la mano.
—Doña Amely está también aquí. —La Negra tiró de ella hasta la mesa.
Amely no quería ir; apoyaba los pies pesadamente en el suelo, pero Maria la Negra no tuvo que esforzarse con ella. Con aire desafiante levantó Ruben la cabeza y replicó a la mirada sombría de Maria. Amely vio su orgullo, su rabia o sencillamente su desamparo. Hervía dentro de él una rabia que llevaba cociéndose desde hacía mucho tiempo y que no conocía otra manera de extenderse que hiriendo a todo el mundo.
—Senhor Wittstock, aquí está su esposa. —Maria puso la mano de Amely en la de él. Había cedido toda tensión en aquella garra que en otro tiempo tuvo tanta fuerza. Estaba húmeda y tan débil que Amely se asustó. Muy débil. Pero entonces sintió los dedos moviéndose tímidamente.
—Amely… —suspiró Kilian—. Al parecer no voy a poder librarme de ti. Has ganado. Mi caucho no valdrá ya nada dentro de poco. Dime, ¿quién es ese que está ahí? ¿Es mi hijo de verdad?
—Sí, Kilian. Es Ruben.
—No. No, no me lo creo. Está muerto. Lo sé mejor que tú…
Sus rasgos se distendieron. Su tórax se quedó quieto de pronto. ¿No debía suponer eso un alivio para ella? No, en su lugar, ella le frotó la mano para recuperar la vida.
—Kilian, es él. ¡Oh, por Dios! No te mueras ahora, todo saldrá bien… saldrá bien… Tu alma puede curarse solo con que tú se lo consientas.
Vio con alivio cómo tomaba aire jadeando.
—No, déjame. Me quedaría ciego, pronto estaré arruinado, y la criatura es de él, ¿verdad?
Lo dijo con tanta sobriedad que el horror se le metió definitivamente en todas sus extremidades.
—Sí —contestó ella con un suspiro. Las lágrimas cosquillearon sus mejillas. Sin soltar su mano se llevó el brazo a la nariz para sonarse con la tela del vestido. ¡Debía odiarlo, sí, claro que sí! Pero con su disparo había apagado toda su monstruosidad. Ante él tenía a un hombre digno de lástima.
—Me estoy muriendo, Amely, querida. Está bien así. Solo lamento que… que yo… que Ruben…
—Me arrinconaste en la jungla —profirió Ruben lamentándose en voz alta—. Tú me…
—No, Ruben, no, ¿a quién le sirven ahora los reproches? —Agarró su mano por encima de Kilian; la otra la seguía manteniendo en la mano de Kilian—. Y al fin y al cabo, ¿no fue bueno para ti, o dirías que no habrías querido ser un yayasacu? Las cosas no pudieron suceder de otro modo.
—¿Qué estás diciendo? ¡Echó a todo aquel que no podía soportarlo! A mí, a ti. ¡A mi madre! Él la llevó a la muerte —gritó, y luego volviéndose a su padre—: Porque sucedió así, ¿no es verdad? —La cabeza de Kilian se movió esforzadamente de un lado a otro como si quisiera defenderse de ese reproche negando rotundamente con la cabeza. Ruben no le prestó atención. Volvió a dar vueltas alrededor de la mesa—. Admitid las cosas que han sucedido aquí —dijo refunfuñando al señor Oliveira, al doctor Barbosa y a todos aquellos que se habían atrevido a permanecer allí—. ¡Tisis! ¡Una mentira, ¿verdad?! ¡Maria! Dímelo tú.
Le temblaban las mejillas.
—¿Qué decir? Dona Madonna de tuberculosis murió. Siempre débil. Cuando tú fuera, escarlatina. Siempre fiebre, siempre enferma, pobre mujer.
—No entiendo esa palabra, «escarlatina». Bueno, ¡ni una palabra! —Dio unos pasos atrás, se desplomó en una silla.
Maria se fue hasta él, y Ruben levantó la mano defendiéndose, como si temiera que le fuera a propinar una bofetada. Se encontró con su abrazo. El puño de él golpeó la espalda de ella mientras rugía de la rabia. Todo aquello que había querido echarle en cara a su padre, todo el tiempo que había llevado esa inquina consigo, completamente encerrada en él, y ahora no era como se lo había imaginado tantas veces desde que sabía quién era él. No era ningún triunfo. Tan solo un hurgar en viejas heridas.
El señor Oliveira se frotó las manos nervioso, como había estado haciendo todo ese rato.
—Su señora madre enfermó de escarlatina por aquel entonces, cuando usted se metió en la selva. También padeció de malaria, dos veces si mal no recuerdo. Nos pareció un milagro que sobreviviera las dos veces. ¿No se acuerda usted, senhor?
—Escarlatina… Yo la pasé también. En algún momento; me acuerdo oscuramente. —Ruben apartó a Maria y se levantó. Estaba tan pálido y compungido que Amely habría querido dar la vuelta a la mesa y tomarlo también en brazos para consolarlo si no hubiera tenido miedo de su falta de dominio en esa grave situación—. Así que esa fue la enfermedad que yo llevé a mi pueblo sin darme cuenta. Sabía que era yo el culpable, pero yo siempre… siempre esperé que no fuera así.
—Ruben —dijo Kilian entre jadeos. Su voz no era más que un susurro desesperado—. Me estoy muriendo.
Ruben se inclinó sobre él.
—Hijo… hijo mío —dijo Kilian con un suspiro lo que se había impedido a sí mismo expresar todos esos años—. Me gustaría verte.
Ruben levantó las manos por encima del rostro de Kilian. Las tenía flotando por encima, muy pegadas a su cara, y Amely consideró que podía suceder de todo, incluso que lo estrangulara. Detrás de él gemía Maria.
Ruben dejó caer lentamente las puntas de los dedos sobre el rostro de su padre. Se deslizaron por él, temblorosos, con cautela. Una gota cayó sobre la mejilla de Kilian. Ruben se inclinó hacia delante, agarró con las dos manos aquel rostro maltratado, y puso su mejilla junto a la mejilla de Kilian.
—Las cosas no pudieron suceder de otro modo. —Las palabras de Kilian para él eran apenas un hilo de voz—. Ahí tiene… Amely… razón.
Agarró el cabello de Ruben. Su mano se desplomó hacia atrás; la otra se distendió definitivamente en la mano de Amely.