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El trabajo le iba bien y le resultaba fácil a pesar de la incesante lluvia. El padre José no tenía nada en contra de que el joven ayudara, pero no podía comprender por qué Ruben se estaba matando a trabajar para construir una canoa.

—Hijo mío, lo podrías tener mucho más fácil. Te vas con Amaral a Boa Vista, te buscas cualquier trabajo que te proporcione suficiente dinero para que alguien te lleve a Manaos. Tal vez te encuentres a alguien que se crea tu historia y te preste algunos reales. Tu padre pagaría seguramente con creces esa limosna si pudiera estrechar entre sus brazos al hijo pródigo. Igual que en la historia del Evangelio según san Lucas, ofrecerá una fiesta que será la envidia de tus hermanos, ¡en el caso de que tengas alguno, claro, en el caso de que sea cierta toda esa historia!

Con la sotana y la borla chorreando rodeó el solar con la mano sobre la pipa. El tronco seguía estando sobre el arroyo, pues para moverlo habría sido necesario un puñado de hombres por lo menos. Y ni el padre José ni Amaral querían mover un dedo por esa tontería, tal como llamaban a aquello. A Ruben ya le iba bien así, podía ensimismarse en su labor sin la cháchara del padre. Cristobal, parco en palabras, no le molestaba. Con entrega y habilidad, este joven ava daba muestras de la herencia de su pueblo perdido. Ahora estaba alisando las paredes ya excavadas de la futura canoa; para tal fin había curvado el filo de una navaja y lo había endurecido al fuego. También golpeaba piedras para que tuvieran un canto duro, y se servía de huesos y arena.

—Así de diligente me gustaría verte siempre en el trabajo —le dijo renegando el padre José al marcharse. Y dirigiéndose a Ruben—: Amaral parte mañana a primera hora de la mañana; quiere regresar a su árida ciudad. Así que tienes todavía una noche para dormir sobre tu inútil trabajo.

Ruben ya había pensado ir con Amaral, pero no le agradaba el pensamiento de arrojarlo por la borda en el río Blanco para hacerse con la canoa motorizada y dirigirse hacia el sur; sobre todo porque no sabía si se las arreglaría manejando la canoa y si pasaría sin ser descubierto por el puerto de los trabajadores del ferrocarril.

Él había cumplido el perentorio deseo de Amely de no enfrentarse a los ambue’y. Le había dicho que quería saludar al padre en la selva, en ninguna otra parte si no. Pero ¿dónde debía tener lugar ese encuentro? No tenía tribu, era un apátrida. Incluso si hubiera un lugar al que su padre pudiera ir, ¿qué tipo de lugar debía ser? ¿Un claro en la selva, una mísera cabaña, un nido infame como esa población de ahí? Y él mismo, ¿recibiría a su padre venido a menos y próximo a la demencia como Teresa?

No. Así, no.

—¿Vas a darle un nombre a la canoa? —quiso saber Cristobal. A la mirada sorprendida de Ruben explicó—: Los otros lo hacen. La canoa de Amaral se llama Quero namorar com você, Luisa. Significa…

—Sé lo que significa. —Era lo que había hecho miles de veces con Amely y quería volver a hacer otras miles de veces—. Y había olvidado completamente que yo también poseía una pequeña gaiola pintada de rojo a la que puse un nombre cualquiera, no recuerdo ya cuál. Llamaré Amely a esta canoa.

—Amely —dijo Cristobal con un murmullo.

Se inclinó de nuevo sobre su trabajo, y Ruben prosiguió aporreando con el hacha la madera rojiza del palo de Brasil y limpiándose la lluvia del rostro. Los dos trabajaban en silencio pegados el uno al otro. La campana sonó más tiempo del habitual; eso significaba que el padre José llamaba a un ritual de adoración de su Dios. Cristobal recogió a toda prisa sus herramientas y se fue trotando en dirección al pueblo; mientras tanto, Ruben trabajó hasta caer rendido de cansancio junto a la canoa.

Tal vez debería darle el nombre de uno de sus hermanos. Gero. A Amely se le había escapado sin querer que Gero y su madre habían muerto, aquella vez que se lo susurró al oído creyendo que no oía de aquel oído, pero él lo entendió a cachos.

¿Cómo fueron sus muertes? Incluso para un joven fuerte como Gero había muchas posibilidades de morir. Tal vez le sorprendió la malaria. Tal vez una enfermedad como a su madre. Siempre había sido una persona débil. Demasiado débil para Kilian Wittstock.

La muerte tiene una presencia frecuente en la casa de mi padre… y yo he dejado a Amely que regresara allí.

Una tórrida sensación de miedo recorrió su cuerpo cuando pensó en el tiempo que todavía tardaría en estar lista la canoa. Y en realizar el trayecto hasta Manaos. Pero no era únicamente el temor lo que le apremiaba. Se retorció sobre el suelo mojado con la mano en los cordones del taparrabos.

—Te lo agradezco, padre José. Con gusto te daría algo por tu ayuda, pero…

—¡Ah, déjalo estar, hijo mío! —dijo el padre con un gesto negativo de la mano—. Sucedió ad majorem Dei gloriam, para mayor gloria de Dios. Pero que te lleves contigo al chico… Bueno, se va, como se han ido todos los indios.

Cristobal llegó corriendo desde la cabaña de Teresa, donde se había despedido de ella. Llevaba bajo el brazo el pequeño hatillo con sus pertenencias.

—Cristobal, hijo mío —dijo el padre José poniendo una mano sobre el hombro del joven ava y mirándole a los ojos con gesto serio—. Cuídate mucho. No caigas en las tentaciones de la vida de la ciudad. Si necesitas ayuda dirígete a mi orden; allí te darán al menos de comer.

—Ya me las apañaré —replicó Cristobal con fervor—. Además tengo que ir con Ruben, porque de lo contrario no encontraría el camino al río Blanco.

Únicamente este había sido el motivo por el que Ruben cedió a los ruegos del chico, que insistía en acompañarle. La canoa esperaba ya en el igarapé, cargada con unas pocas provisiones, un arco que Ruben se había fabricado, además de flechas y un arpón. También habían tallado dos remos. Achicaron el agua de lluvia que había entrado en la canoa, se subieron y se sentaron en ella; el padre José soltó la soga que la mantenía sujeta a un árbol.

—Saluda a Wittstock de mi parte, hijo mío —exclamó.

—Yo soy el hijo de él —replicó Ruben—. No el tuyo.

El padre José se echó a reír.

—Todo este tiempo me has llamado «padre», ¿no te has dado cuenta?

Hora tras hora transcurrieron por sinuosas corrientes de agua; la lluvia y el sol se alternaban. Cuando la proa alcanzó las aguas de color pardo lechoso del río Blanco, Cristobal levantó el puño con orgullo. Ruben depositó tranquilamente el remo en la canoa. Con la misma tranquilidad extrajo su navaja, se fue hasta él y le rodeó el cuello por detrás con el brazo. El filo de la navaja hacía presión contra la mejilla de Cristobal.

El chico se quedó petrificado del susto. Se le cayó el remo en el regazo.

—Calma, mucha calma, no voy a hacerte nada si saltas ahora al río. Me parece que lo puedes hacer sin problemas; no tiene el río pinta de ser peligroso. Pero si no obedeces, te mato. Y créeme que lo haré.

—¡Pero yo quiero ir a la ciudad!

—¡No! —Ruben lo agarró del hombro y lo giró violentamente hacia él. Empuñando la tela de la camisa de yute sacudió a Cristobal—. ¿Crees que quiero verte sentado en una acequia, borracho y medio muerto de hambre, con los cuervos picoteándote las piernas y que un coche de caballos te pase por encima? Eso es lo que les pasa a los ava ignorantes como tú.

—Eso… Eso no me lo creo.

—¡Yo mismo lo he visto con mis propios ojos!

—A mí no me pasará eso —dijo Cristobal lloriqueando.

Con sorprendente rapidez levantó el remo y golpeó con él en la sien de Ruben. Este se tragó el dolor y le dio tal puñetazo en la cara que comenzó a sangrar por la nariz. A continuación lo tiró de espaldas al agua. Pataleando y realizando grandes esfuerzos se asomó Cristobal a la superficie; braceando en el aire sus manos dieron con el borde de la canoa. Quiso subirse jadeando. Ruben le golpeó con el filo de la navaja en la mano. Se soltó dando un grito. A una distancia debida fue nadando junto a la canoa a la deriva.

—¡Que te maldiga Tupán! —dijo entre sollozos y escupiendo sangre—. ¡No! ¡El diablo!

—Ya lo hizo hace mucho tiempo. ¡Vete de vuelta a casa del padre José! —exclamó Ruben por encima del hombro—. Sin ti no sobrevivirá mucho tiempo por aquí.

Introdujo el remo en el agua y dirigió la canoa hacia la corriente.

Así pues, iba a regresar por segunda vez a Manaos. Y ojalá fuera la primera vez, porque él regresaba ahora a la ciudad como un hombre con recuerdos. Hoy sabía cómo se llamaba el igarapé que conducía a la casa de su padre, cómo se llamaba la casa, cómo olía y qué ruidos había en ella; sabía cómo los estallidos del padre podían hacer callar a todo el mundo, incluso a los guacamayos del salón. Tuvo que confesarse a sí mismo que no se encontraba libre de temor ante ese encuentro. El viaje era como un aplazamiento que él detestaba al tiempo que lo aceptaba como algo oportuno. Sin embargo los días transcurrieron rápidamente y ya presintió el olor del puerto mucho antes de que pudiera oírse el ruido y también mucho antes de que el río se llenara de basuras. Decidió pasar la noche en aquella bahía a la que Amely lo había llevado en aquel entonces. La región había cambiado; el río bajaba muy crecido, pero él la descubrió con facilidad.

Había algo que no encajaba con lo que acostumbraba a haber en la selva. Él se puso tenso y atento, con todos los sentidos vigilantes. Entonces comprendió lo que le resultaba extraño: unos sonidos que no casaban con el entorno. Música, un violín.

Pero claro que casaban con el entorno. Allí estaba ella y…

Remó lentamente entre las imponentes hojas de nenúfar y bajo las arqueadas ramas de los sauces, por encima de una alfombra verde. Allí estaba ella. Yacurona vestida de blanco. A sus pies yacía una nube de color azul oscuro de una tela abombada. Un corsé. Parecía que se había desembarazado de toda la ropa, conservando únicamente las enaguas de seda. Se hallaba ligeramente inclinada a un lado y tocaba totalmente entregada su canción que curaba. Sumergió el remo en el agua lo más silenciosamente posible. Tan solo un poco más adelante… La canoa crujió al contactar con la arena. Ella bajó el violín. Le vio.

Dejó el remo a un lado con todo cuidado. De rodillas sobre la madera levantó la mirada hacia ella, con las manos a los lados, preocupado por no hacer ningún ruido ni ningún gesto brusco para no espantarla. Hasta su espíritu del ruido estaba en completo silencio.

—Ruben —dijo ella con un lamento—. Todavía sigo sin haber visto el boto.

Echándose a reír dejó caer el arco y el violín. Él saltó de la canoa. Ella se precipitó en los brazos de él.