6

Dos meses antes

—¿Cómo que allí está la señal de un espíritu? Si te refieres a las lianas anudadas, deja que te diga que eso es cosa de la naturaleza, y que pertenece por entero a Dios Todopoderoso. A Él solo y a ningún otro dios, porque no hay otros. ¿Entiendes, Cristobal? ¡Ah! ¡Cómo me fastidia tener que explicar esto una y otra vez a un pagano!

—Es tu deber cristiano, padre José.

—¡Ignorante y perezoso para aprender como un burro, pero impertinente y hablando sin ton ni son! —Un chasquido, como una bofetada—. Coge el machete y corta la liana si te cierra el camino. No tienes por qué tener ningún miedo, Cristobal, las plantas no tienen espíritu. Créeme.

—Las plantas no tienen ningún espíritu. Pero no es ninguna liana, padre. Es como eso de ahí.

—¿Como una cruz? —La voz, áspera por el abundante disfrute del tabaco, sonó sorprendida.

—Sí, padre. Es muy viejo y podrido.

—Seguro que son dos troncos cruzados. Un capricho de la naturaleza. Una casualidad.

—No, lleva al Dios clavado. Igual que este.

—¡Dios clavado! ¿Cuántas veces te he dicho que no debes hablar con tan poco respeto? Seguro que te equivocas. Aquí no hubo antes misión alguna en muchos kilómetros a la redonda. Seguramente se trata de restos de un viejo ídolo. ¡Así que asegúrate de que desaparece!

—Sí, padre José, lo cortaré para leña.

—¡Bien, bien! Pero ten cuidado de no clavarte el hacha en los pies. Serías capaz.

Ruben deseaba que las molestas voces se apagasen. ¿Qué clase de extraño sueño había tenido? En él, manos desconocidas le daban bebidas calientes y amargas. Enfriaban su frente ardiente con agua, ponían ungüentos calientes sobre sus heridas. Buscó a tientas. Su mano se movía torpemente, como le ocurría a menudo en sueños. Pero cuando olió las apestosas puntas de los dedos supo repentinamente que estaba despierto.

Que estaba vivo.

¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible que hubiese sobrevivido en la selva herido? ¿Se había convertido otra vez en espíritu, una transformación que permitía que otros espíritus peligrosos de animales y plantas no le afectasen? Debía hablar de ello con Rendapu. No… Dejó caer el pesado brazo con un gemido. El cacique había muerto hacía tiempo. Entonces con Oa’poja. Pero tampoco él vivía. El recuerdo de los terribles acontecimientos volvía por partes. La vereda, que había herido el bosque como un corte de hacha. El ferrocarril. La lucha contra los otros. La muerte de Tiacca. La despedida de Amely.

Amely.

Él era Ruben. No era ningún espíritu. Soy Ruben, el que ha sobrevivido su deambular desesperado, sin rumbo a través de la selva. Ruben, que simplemente no quiere morir.

—¡Cristobal, espera! ¡Por el amor de Dios, espera! Quiero ver tu «cruz». Y pobre de ti si no lo es. Entonces…

—Cállate —gimió Ruben—, por el fuerte brazo de Anhangas, el parloteo es insoportable.

—Por… ¿qué, cómo, Anhanga? —La molesta voz se acercaba, cada vez más alta. La cabeza de Ruben se estremeció hacia un lado, la oreja mala quería evitarla. Pero el movimiento era tan difícil como todos los demás—. Renuncia, por favor, a invocar a tus dioses —bufó la voz—. Ya que te he salvado la vida me harás este favor, ¿verdad?

Ruben se obligó a abrir los párpados. Un rostro flaco, enmarcado por cabellos hirsutos y una barba igualmente hirsuta que inspiraba miedo, flotaba sobre él. Ahora comprendió también que estaba tumbado en una hamaca colgada entre dos árboles con una lona hecha de pieles por encima de él. El hombre tenía un papagayo sobre los hombros que hurgaba con el pico entre los cabellos de aquel hombre, como si buscara una fruta escondida.

—¿Tú me has salvado?

—Así es. Soy el padre José, hermano de la Orden de los jesuitas, llamado a anunciar el Evangelio en estos parajes perdidos. —Hablaba un dialecto ava bastante comprensible, aunque trufado de palabras que sonaban extranjeras. Una amplia sonrisa apareció sobre los rasgos arrugados—. ¿Y cuál es tu nombre, indio?

—Ruben.

—¡Ah, Ruben! Un nombre hebreo: «Ved, es un varón». En la Biblia es el primer hijo de Jacob. Ruben, el que salva a José de sus hermanos. Sí, este nombre aparece muy a menudo entre los paganos —su voz retumbó—, tan a menudo como el pelo claro. ¿Cómo va a parar un hombre tan singular, en mitad de la jungla, a la orilla del curso de un río en el que se habría ahogado si no hubiese estado yo por ahí recogiendo miel? De dónde tienes esas heridas de bala también es algo que me interesaría saber. Pero no debes contestar inmediatamente, al fin y al cabo hace ya bastante tiempo que estás ahí tumbado sin hacer nada útil. Bebe antes algo reconstituyente.

Destapó una calabaza, vertió guaraná aromático en un vaso y se lo tendió a Ruben, quien se giró a un lado, apretó los dientes y se incorporó. Un agudo pinchazo en el hombro y otro más suave en la cadera estuvieron a punto de tumbarlo de nuevo en la hamaca. Mas tras los primeros sorbos de la dulce bebida el dolor se calmó.

—¿Desde cuándo estoy aquí?

—Te encontré hace tres días. Cuánto tiempo pasaste vagando por la selva desnudo, como Dios te trajo al mundo, no lo sé, naturalmente. Pero espero que sea mucho. Me inquietaría un poco si los pistoleiros que te han dejado en este estado estuviesen todavía por aquí cerca.

Ruben se miró. Sobre la cadera tenía atado un paño de lino.

—Dudo que debas preocuparte por eso. ¿A qué distancia de la ciudad estamos?

El padre José olisqueó la calabaza y bebió de ella sin vacilar.

—Boa Vista está a un día de camino en dirección al norte. El cartero vendrá dentro de tres días, y si te vistes con algo decente y te quitas esas cosas horribles, Amaral te llevará. —Se tiró de la oreja y el papagayo le pellizcó—. Pero, bueno, Madalena, ¿qué haces?

¿Había otra ciudad además de Manaos? No seas tonto, ya lo sabes, acuérdate, se reprendió Ruben. Se frotó el rostro acalorado para ayudar a sus recuerdos a despertar. Boa Vista estaba a orillas del río Blanco; por lo tanto había ido lejos hacia el norte. Muy lejos. Mucho tiempo. ¿Diez días, quizás? Observó sus miembros. Las marcas de picaduras de hormigas, escorpiones y otras más grandes indicaban que todo ese tiempo no lo había pasado sin ser molestado.

Manaos se encontraba muy al sur, y de pequeño había oído hablar de Boa Vista, también de Santarem, Belén y Macapá. El mundo estaba lleno de las grandes ciudades de los ambue’y. Eran los señores del mundo, y él pertenecía a este. Este lugar, sin embargo, no tenía más que cinco cabañas agrupadas alrededor de una casa de piedra a través de las cuales fluía un pequeño riachuelo. Por detrás murmuraba el agua de un ancho igarapé, y habían arrancado un poco de terreno al bosque en el que cultivaban mandioca y maíz. Ruben se agarró el pecho. Pero sus colgantes habían desaparecido, únicamente tocó las plumas de tucán, regalo de Amely. En el extremo de la casa se erguían dos vigas cruzadas como las que había visto a menudo en Manaos. El símbolo del Dios de los otros, que había llevado en su cuerpo toda su vida sin saberlo. También el ava adolescente, que estaba en pie unos pasos más allá y miraba fijamente a Ruben, llevaba una de esas cruces al cuello. Sobre sus hombros desgarbados llevaba una camisa demasiado ancha que alguna vez había sido blanca y sus piernas estaban metidas en pantalones remangados y también demasiado anchos.

—¡No te quedes ahí ocioso, Cristobal! ¡Anda y derriba el ídolo!

El joven sacudió su cabellera lisa, teñida de negro intenso con genipa y larga hasta los hombros.

—Pero tú querías ver primero si es un ídolo de verdad, padre José.

—Ah, sí, claro. —El padre José dio a Ruben unos golpecitos en el brazo—. Descansa, hijo mío, estaremos de vuelta enseguida. No te preocupes, aquí nadie te hará ningún daño. Vivimos aquí solos, el chico, Teresa, Madalena y yo.

El hambre era una buena señal, indicaba que el cuerpo se recuperaba y ansiaba fuerza. Ruben engulló la papilla de harina de mandioca, maíz, bananas y lagarto cortado en pequeños trozos, un manjar después de los días en que se había alimentado de raíces, hojas y algunas frutas. Cuando terminó su tercer vaso de guaraná, el padre José suspiró.

—Tendré que recoger miel durante días para recuperar lo que te zampas, ¿te das cuenta?

—¿Quieres que te pague? No tengo nada, pero…

—¡Por Dios bendito, no! No quería decir eso. Es mi deber cristiano ayudarte. Ese es el único motivo de que esté yo aquí. Mira —dijo levantando un dedo bajo cuya uña rebosaba la suciedad—. Antes había muchas misiones en la selva, asentamientos como este. Los hermanos de mi orden se impusieron como tarea predicar la Palabra de Dios en el Nuevo Mundo. Y poner coto a la esclavitud; sí, ya había esclavitud entonces, desde que estas tierras pasaron a manos de Portugal después del descubrimiento y se empezó a cultivar caña de azúcar. Querían además enseñar a los indios a llevar una vida ordenada, como vestirse decentemente y cosas así. Pero la gente de tu pueblo es perezosa, cerril e ingenua, como este inútil de aquí. O por lo menos lo parecen. Les das un hacha para que hagan leña y vuelven por la noche con un par de ramitas finas. Pero dales una canoa y se pasarán el día entero remando contra la corriente, sin descanso alguno, para visitar a un pariente. ¿No es así, Cristobal? ¡Abre la boca, chico! Ah, ¿ves lo obstinado que es? No logra abrirla. En cambio yo otro tanto.

Ruben se quedó atónito.

—Los indios vivieron un tiempo satisfechos en las misiones, donde no tenían que exponerse a los peligros de la caza y la vida era mucho más fácil. Pero la añoranza era siempre más fuerte. Luego llegó la maldición del caucho, todas esas cosas horribles; no sé si habrás oído hablar de eso…

—Sí, he oído.

—Los salvajes se retiraron a la profundidad de la selva y las misiones cayeron en el olvido, como esta.

Ruben señaló la cruz descompuesta que el hombre que se hacía llamar padre José y Cristobal habían cargado hasta allí.

—Entonces, ¿hubo aquí una misión anterior?

—Quién sabe, hijo mío, quién sabe. —El padre José desató una bolsa que provocó que el papagayo se balancease nervioso. El guacamayo cogió ansioso las nueces que el padre José iba sacando de la bolsa—. Hay historias duras sobre cruces como esta. Los señores blancos las levantan en medio de la selva y encargan a los indios que las mantengan en condiciones. Pero eso es imposible; todo se desmorona con rapidez, como sus cabañas, que tienen que rehacer constantemente. Al cabo de cierto tiempo, vuelven, les acusan de no haber cumplido con la tarea y exigen como compensación hombres a los que arrastran a la esclavitud. ¡Y todo ello en nombre de mi Dios! Créeme —dijo apoyando una mano sobre el hombro de Ruben—, ¡si de mí dependiera asaría a esos tipos en picas! ¿Quieres un poco más de cocido?

Ruben se frotó el hombro dolorido. Recordó oscuramente haber jurado en Manaos que nunca más tomaría comida de las manos de un hombre como ese. ¿Qué más daba?

—Sí —levantó su cuenco casi vacío y el padre José lo llenó de nuevo con un enorme cazo de cobre—, encontré a uno como tú que vestía de negro en Manaos. También él se rasuraba la parte posterior de la cabeza. ¿Por qué lo hacéis?

El padre José se acarició la zona redonda de su cabellera, cubierta de cortos pelos.

—Hay muchos motivos. Por ejemplo, para que los piojos no puedan anidar tan fácilmente. He oído que los yanomami lo hacen por eso. —Rio, como si supiera demasiado bien que en sus sucios cabellos anidaban muchos otros parásitos además de piojos—. Pero sobre todo es para recordarme a mi Dios. Lo que significa que de vez en cuando me olvido de Él en este infierno verde. Cristobal, anda y trae mi navaja de afeitar, ¡ya toca!

Evidentemente contrariado, Cristobal apartó su potaje de lagarto y arrastró los pies hasta una de las cabañas.

—¿Por qué está él aquí todavía? —preguntó Ruben.

—Le encontré hace un par de años en el río Blanco. Desnutrido. Casi muerto. Todo lo que averigüé de él fue que pertenecía a la gente del río. Viven en grandes barcazas en las que celebran ceremonias idólatras y hacen fiestas. Sus mujeres tienen a sus hijos en ellas. Solo bajan a la orilla cuando es completamente imprescindible.

—He oído hablar de ellos.

—En algún momento se marcharon. Yo saqué adelante al muchacho y le di un nombre cristiano decente. Se marchó como tantos otros antes que él, pero volvió al no encontrar a su familia.

—¿Y Teresa?

—Ah, Teresa. Buena chica. Se sienta siempre fuera, pero te tiene miedo. Toma, dale de comer. Así le gustarás, seguro. —El padre José llenó un cuenco con el cocido de la olla borboteante y se lo dio a Ruben, quien no estaba muy dispuesto a dar un paso innecesario, pero se levantó y siguió a José hasta una de las cabañas. Era tan miserable como la del jefe del poblado: apenas más que un refugio cubierto de hojas de palmera, paredes de paja, caña y lianas, mínimamente elaborado. Completamente envuelta en una hamaca yacía una persona menuda. El padre José apartó la tela, dejando ver el rostro de una anciana.

—Mira, Teresa, Ruben te trae rico cocido. Comerás un par de cucharadas, ¿no?

Ayudó a la temblorosa mujer a incorporarse. Ella esbozó una sonrisa desdentada y temerosa mientras agarraba el cuenco. La mujer era todo piel, huesos y unos pocos pelos que emergían de su cráneo, por lo demás calvo. Tras negarse al principio, la anciana dejó que Jose le diese de comer. Miraba a Ruben fijamente mientras el cocido le resbalaba de la boca. Cuando terminó, José acarició la arruga de su nuca.

—Bien hecho, viejita. ¿Ves? Es grande pero inofensivo.

De vuelta en la hoguera Ruben sintió su hombro dolorido. Los pocos pasos le habían agotado. El padre José desenterró una botella del suelo y la destapó.

—Un poco de ginebra te hará bien. Y a mí también. —Bebió sin vacilar, eructando acto seguido—. La malaria puede llevárselo a uno por delante en cualquier momento.

Pasó la botella a Ruben, que escupió tosiendo el primer trago y la devolvió.

—¿No te gusta? A todos los indios que conozco les gusta la ginebra, sin embargo no les sienta bien, luego se comportan como salvajes. Pero tú no eres un indio, ¿verdad?

—Conozco este sabor —replicó Ruben con aire sombrío. Uno no podía ser hijo de Kilian Wittstock y no conocerlo—. ¿Encontraste también a la mujer?

—La compré a unos indios deambulantes por un cuchillo decente. Querían abandonarla. Me dijeron que la había alcanzado un árbol al caer. Les creí, al fin y al cabo en la selva se muere uno antes por un árbol que tumba la lluvia que por una picadura peligrosa.

—¿Y tú crees que está mejor aquí que en el mundo del más allá de su pueblo?

—¿Crees que se debería abandonar a alguien para que muera en la selva? —La mirada del padre José sobre Ruben decía más que todas las palabras que el padre podía encontrar. De pronto se inclinó hacia él; su voz rasposa adquirió un tono conspirativo—. Anda, dime quién eres. Dios sabe que no conozco a todas las tribus de esta zona, pero si hubiese uno con tu cabello claro lo habría sabido. Eres un mestizo, ¿no es cierto? Pero, por Dios, ¿en qué parte del mundo son las cabezas tan rubias como la tuya?

—En Europa —murmuró Ruben. La sangre latía en su hombro y detrás de su frente.

—¿Tú vienes del Viejo Mundo? Extraordinario, extraordinario… —El parloteo del padre sonó tras él mientras se dirigía con esfuerzo a su hamaca.

El tiempo no significaba gran cosa entre los yayasacu. Nadie tallaba muescas en varilla alguna para contar los días, como había hecho él en los meses en que fue espíritu. Ahora que estaba separado de su gente sentía el apremio de su ascendencia civilizada por conocer el tiempo. Cavilaba constantemente sobre cuánto tiempo había estado de camino, cuánto faltaba para que estuviese lo bastante fuerte para proseguir. Y cuánto tiempo era necesario para encontrar al resto de los yayasacu. Paseaba por la selva, buscaba fibras con las que se hacía taparrabos, y tintes vegetales en los que empaparlos.

Al pasar el tercer día se quejó al padre José porque el correo no había aparecido.

—Vendrá mañana entonces. O pasado, seguro, hijo mío. Empieza la temporada de los aguaceros, y a Amaral no le gusta demasiado mojarse. —José sacudió la cabeza desmañada sin comprender, mientras se arrodillaba entre la mandioca y limpiaba el huerto de plantas trepadoras. Madalena revoloteaba por encima de él—. Dos días no tienen importancia. Si la espera se te hace demasiado larga puedes tallar algún animal bonito en el taburete que he hecho hace poco. ¿Sabes hacerlo? Los indios saben hacerlo bien. Pero animales, no ídolos. ¿Me oyes?

Ruben se agachó con un pequeño cubo perfumado de madera de ceiba entre las rodillas e intentó deducir por las vetas que contenía qué espíritu de animal podía conjurar en la madera. ¿Y si no funcionase así y al espíritu del papagayo, que había comenzado a tallar, no le importase su hacer? Observó las poses de Madalena. José la reñía y hablaba con ella como con una persona, y ella respondía como una persona. Sabía desde su niñez que los guacamayos pueden repetir un par de palabras; pero no lo había aprendido porque se le hubiese ocurrido a ningún yayasacu la singular idea de enseñar a hablar a un papagayo.

Si Ruben llamaba a un espíritu en su trabajo de talla, desde luego no era el de Madalena. En el mundo de los otros no creían estas cosas. En su mundo. Él no era un yayasacu, y no los volvería a encontrar. No tenía la menor idea de adónde podían haber ido después de tanto tiempo. ¿De vuelta a su antiguo territorio? ¿O buscarían todavía la buena tierra negra, que en la lengua de los ambue’y llamaban terra preta? Escuchaba atentamente al padre José con la oreja sana. El hombre hablaba en su lengua materna consigo mismo, o con Madalena y también con Teresa, ya que ella no entendía nada. Ruben entendía cada día más y más portugués. Porque de niño ya lo hablaba. Porque soy uno de los otros. No quiero serlo. Pero los dioses me han separado de mi tribu. O el Dios, al que rezaba de niño.

—¿Padre José?

—¿Sí, hijo mío?

No sabía explicarse por qué José le llamaba así. El viejo no estaba del todo bien de la cabeza.

—¿Cómo se llama la oración que recitan los niños en la cama por la noche?

El padre José se enderezó y apoyó la mano en la espalda.

—¿La oración? —Se secó el sudor de la zona de su cabeza recién tonsurada con la manga de su raído hábito—. Bueno… debes de querer decir el Padrenuestro.

—Dímelo.

—Padre nuestro que estás…

—No en la lengua de los ava. Quiero oírlo en portugués.

—Pai nosso que estais no céu,

santificado seja o vosso nome,

venha a nós o vosso reino,

seja feita a vossa vontade,

assim na terra como no céu.

O pão nosso de cada dia nos dai hoje;

perdoai-nos as nossas ofensas,

assim como nós perdoamos a quem nos tem ofendido,

e não nos deixeis cair em tentacão,

mas livrai-nos do mal.

Porque teu é o reino, e o poder,

e a glória, para sempre.

Amen!

Sí, lo conocía. Lo repitió una vez más para sí mismo, en silencio. Creyó por un fugaz momento oír la voz de su madre brasileña. Y al mismo tiempo vio cómo su madre verdadera se lanzaba a los pies del cacique para salvar su vida.

Mi madre verdadera está muerta.

—Y bien, hijo mío, ¿te dice esta oración algo? —La sombra del padre José cayó sobre él—. Ah, ¿será Madalena? Bien.

Ruben continuó trabajando la madera. Siempre le había llamado la atención que él, a diferencia de los yayasacus, raramente lloraba. Entretanto sabía por qué: a los niños prusianos les extirpaban el llanto antes de que fuera demasiado tarde. Incluso ahora las lágrimas no querían venir.

Yami estaba en el suelo, atada de pies y manos. Había llovido a cántaros y el lodo amenazaba con ahogarla. Su enorme vientre se elevaba como una isla. Alargó el cuello y jadeó buscando aire. Uno de los intrusos blancos estaba de pie sobre ella con las piernas separadas y los pantalones abiertos. Orinaba sobre ella un chorro interminable y ella movía la cabeza de un lado a otro para escapar de la muerte por ahogamiento que la amenazaba. Del cinturón del hombre se bamboleaba una cabeza, los ojos ciegos de Oapojas estaban abiertos de par en par. El ambue’y reía atronadoramente. En la mano derecha tenía una escopeta. Se la lanzó a otro hombre, que apuntó con ella a la sien de Yami. El disparo se fundió con el silbido de la locomotora.

Ruben luchaba por salir de aquel atroz sueño. Pero seguía oyendo el silbido. Se golpeó la oreja y entonces entendió que no era su espíritu del ruido que le atormentaba. El ruido era real… Abrió los ojos, esperó ver la locomotora saliendo de la selva. Una cara encima de él; un segundo después estaba en pie, con la navaja de tallar en la mano. La hoja presionaba contra la garganta de Cristobal, que en aquel momento sudaba por todos los poros de la piel, aterrorizado.

—Pa-padre José ha… ha dicho que te despierte —tartamudeó—. Amaral ha llegado.

Ruben retiró la navaja sin una palabra y salió en dirección al igarapé. Un pequeño barco a vapor había amarrado en una de las palmeras junto al agua. En aquel momento el padre José recibía un cajón de madera tintineante sobre la borda. El sonido conocido reveló a Ruben que se trataba seguramente de botellas de ginebra. Amaral, tan desgreñado y flaco como el padre José, clavó la vista sobre Ruben. Silbó a través de sus dientes rotos.

—¿Quién es ese, padre?

—Un huésped. Vamos, vamos, ¿dónde está el correo?

Amaral sacó un par de sobres reblandecidos del bolsillo de la camisa que el padre José guardó en su hábito. Después recogió un paquete de hojas impresas. Periódicos, pensó Ruben. El padre José echó un vistazo rápido a la portada de un Jornal do Boa Vista.

—Cada vez son más viejos, Amaral. Antes me traías algunos que solo tenían dos meses, ¡pero estos son de cuando Cristobal Colón preparaba el viaje!

—Sí —gruñó Amaral impasible—. Parece que la última colecta del convento de los jesuitas ha sido algo floja. No ha llegado ni para tabaco.

—¿No hay tabaco? —El padre José estaba visiblemente horrorizado—. ¿Qué significa eso? ¿Tengo que plantarme el tabaco yo mismo? ¡La avaricia es uno de los pecados capitales! ¡Maldita sea!

Ruben cogió el primer periódico del paquete. Un término familiar llamó su atención: Lei Ãurea. Su padre había discutido apasionadamente sobre la ley de abolición de la esclavitud. Y ahora comprobaba que estaba en vigor desde hacía tiempo. Pero parecía propio de Kilian Wittstock no preocuparse lo más mínimo por ello. ¿Quién sabía? ¿Quién preguntaba qué pasaba con los ava en las profundidades de la selva? Por ley les correspondía la propiedad de un trozo de tierra, siempre que nadie viviese allí antes. Un ava contaba tanto como un animal. Ruben comprobó sorprendido que el rey Pedro II había sido derrocado. Brasil era una república.

Amaral saltó sobre la barandilla con una red en la mano en la que llevaba dos peces que exhalaban un fuerte olor.

—Los he pescado esta mañana —dijo. El padre José los cogió arrugando la nariz y se los lanzó a Cristobal.

»No había visto nunca un indio que leyera periódicos —dijo Amaral, sorprendido—, no conozco siquiera a un caboclo que sepa.

—¿Sabes quién es Kilian Wittstock? —preguntó Ruben.

—Sí, es uno de los barones del caucho.

—¿Has oído que su mujer perdida haya vuelto?

Amaral rio, descubriendo tres dientes mellados, negros de caucho.

—Los cotilleos sobre las tonterías de la gente rica no me interesan, no me dan de comer. Lo más que te puedo decir es que dicen de Wittstock que es un aventurero porque está construyendo una línea de ferrocarril en la selva.

—¿Por qué te interesa? —preguntó el padre José a Ruben.

—Bueno, ¿por qué no se lo iba a contar? Soy su hijo.

—Padre, tu huésped está loco —murmuró Amaral.

Los dos hombres se sentaron alrededor del fuego, comieron las pirañas que Cristobal había asado en una paella agujereada, bebieron ginebra y fumaron hasta que el humo los cubrió. Las luciérnagas bailaban al anochecer, que llegó rápidamente, las cigarras cantaban, los mosquitos se mantenían alejados del humo y torturaban a Ruben, quien se había sentado algo apartado y completaba su talla. No era una obra destacable, en su tribu nadie se la habría pedido. Pero le ayudaba a relajarse. La vieja herida de bala en la cadera había enmudecido, y la nueva, en el hombro, dolía poco.

Por fin tenía la sensación de poder confiar en su cuerpo de nuevo. Todavía tres, cuatro días y estaría completamente restablecido.

Amaral quería zarpar en tres días. No le importaba el aspecto de Ruben ni lo que llevaba. O no llevaba.

—A mí me da igual quién seas —le había dicho—. Si quieres te llevo conmigo, a cambio de la cadena con la bonita pluma de tucán que llevas al cuello.

Ruben dejó la navaja de tallar a un lado y cogió un hacha. No para partir cabezas, sino para talar árboles. Estaba en un estado lamentable. Fue a una de las cabañas en las que el padre José guardaba sus herramientas a la manera de los ava: atadas al techo con cordeles y en cestos colgantes. Teresa respiraba plácidamente en su hamaca, cerrada sobre ella como un capullo. Mientras él buscaba en los cestos, los dedos de Teresa asomaron por los bordes de la hamaca, como las patas de una araña. A continuación salió su cabeza desfigurada. Abrió la boca y su lengua se movió en el aire. ¿Había perdido la voz además del entendimiento? Su grito silencioso y los ojos desorbitados revelaban terror. Ella no vio su tatuaje de halcón, ni el adorno indio con la pluma de tucán del cuello, el único que no había perdido. Tampoco vio las agujas de hueso de la oreja. Su mirada estaba clavada en sus cabellos rubios y, al inclinarse sobre ella, queriendo tranquilizarla, se giró con un graznido desesperado y se encerró de nuevo en la hamaca. Él se preguntó si habría visto ella antes a un hombre con el pelo claro. Y quién había sido, y qué le había hecho.

Por fin encontró la piedra de afilar y salió. El padre José arrastraba los pies en la casa de piedra, como hacía cada mañana y cada anochecer. Luego hizo sonar la campana de hierro con su horrible repiqueteo bajo el techo a dos vertientes. ¿Quién está loco aquí?, pensó Ruben. Sabía perfectamente cuál era la utilidad del repiqueteo, pero ¿quién iba a oírlo?

Lo que hacía Cristobal carecía igualmente de sentido: limpiaba el lugar de hojas arrastradas por el viento y cáscaras de nuez que había dejado Madalena con un haz de leña. Barría cuidadosamente alrededor de la vieja cruz que descansaba apoyada en la pared de la iglesia. El padre José todavía no había decidido si le haría un lugar en su iglesia o si la dejaría desmoronarse.

—Cristobal, coge tu hacha —le dijo Ruben.

Cristobal dejó caer la escoba, corrió a su cabaña y volvió con un hacha. Lanzó una mirada a su amo, buscando comprobar si llegaba un signo de reprobación, pero el padre José estaba inmerso de nuevo en una bulliciosa charla con el cartero de Boa Vista.

—¿Has hecho alguna vez una canoa? —preguntó Ruben.

—He ayudado a mi padre.

—Bien. También puedes ayudarme a mí; quiero hacerme una. Y tú sabes mejor que yo dónde encontrar por aquí un árbol que sirva para eso.

—¿Quieres irte otra vez? —El joven, que apenas le llegaba al hombro, se apresuró a su lado. Sonaba casi desilusionado.

—¿Pensabas que me quedaría aquí y me dedicaría a contar los piojos en la cabeza de José el resto de mi vida? ¿Acaso quieres tú hacer eso para siempre? ¿No tienes ganas de encontrar una mujer?

Cristobal se sonrojó bajo el tono cobrizo de su piel.

—A veces pienso cómo sería, irme con Amaral a Boa Vista. Trabajar allí, comprarme una casa pequeña y… —Se interrumpió, caviló—. Pero me da un poco de miedo.

—Haces bien en tener miedo —dijo Ruben con dureza.

Cristobal abrió la boca, como si quisiera refutar el reproche. Pero guardó silencio. Guio a Ruben por entre las matas, bajo helechos altos como un hombre, hasta un pequeño arroyo sobre el que había caído un pernambuco. Las raíces de otros árboles ya habían tomado posesión de él. Ruben caminó pesadamente por el agua, que le cubría hasta la rodilla, arrancó algunas plantas trepadoras y telas de araña de la corteza espinosa y espantó a una serpiente inofensiva que se había instalado cómodamente sobre una rama. Una mariposa Morpho menelaus aleteó ante sus ojos. La agarró y observó la figura de filigrana en su mano.

—¿Qué tiene de malo la ciudad? —quiso saber Cristobal.

Ruben levantó la mano y la mariposa salió volando.

—¿No te ha contado Amaral nada?

—No.

Suspiró interiormente. Levantó el hacha y la dejó caer sobre una gruesa liana que agarraba el árbol. Serían necesarios días, solo para liberar al tronco de la maleza y los bichos que se habían apoderado de él.

—Busca a tu mujer en la selva, Cristobal. Busca una tribu que te acepte. Quizá morirás, pero habrás muerto con orgullo.

El joven parecía ensimismado, hasta que por fin se puso manos a la obra. Por qué querría ir a la ciudad de los otros un hombre que había nacido en el río y allí había pasado su niñez, libre e independiente, era un misterio para Ruben. La ciudad atraía como la luz a los mosquitos, y devoraba a todo aquel que no tenía cuidado.

Él no quería ir a la ciudad. Pero tenía que hacerlo.