5

Así que ¿aquello era lo que se sentía al morir? No, la muerte debía de ser más bella: un disparo y ya se había acabado todo. Eso había pensado aquella vez, en el igarapé. Pero ahora sucumbía a una muerte interminable que la quemaba por dentro. Ruben estaba frente a ella y la observaba con el ceño fruncido. A mí estas hormigas ya me han mordido muchas veces, y no ha sido tan grave, le dijo. Ella le vio mover los labios con claridad. Pero ¿qué haces dejando que te piquen tres en la cara? Y la cuarta, ¿dónde está?

La cuarta la había visto en la mano de Kilian. Él se había palpado rápidamente la piel cuando Amely le puso el frasco en su nuca, y se sacudió las hormigas de los hombros entre chillidos. Entonces, se puso en pie de un salto y profirió gritos por toda la casa. Sí, de aquello todavía se acordaba: carreras, golpes con las puertas, gemidos de horror y gestos de cólera… ¿Cuánto tiempo había pasado desde aquel momento? A ella le parecían días, años. Solo sabía que todavía estaba postrada en la cama. Cuando las hormigas le picaron, experimentó un dolor como si en la carne le estuvieran hundiendo enormes clavos al rojo vivo, y todavía los sentía por dentro. En vano intentó levantar la mano para palparse la cara. Todavía le quemaba. Sudaba por todos los poros de la piel, y cada vez que respiraba era como si diera contra un envoltorio de metal ardiente. La sola idea de levantarse y huir de aquella cama le provocaba profundas náuseas.

Como a través de un velo tornasolado, vio a Kilian dar vueltas por la habitación. Parecía no advertir la presencia de Ruben, que estaba junto a la cama, con todo el esplendor que le conferían sus adornos de plumas. Ruben, cuyo cuerpo bañaba la luz de la luna, la luna verde de la bahía. Amely oía el murmullo del agua, el silbido del viento entre el ramaje de las ceibas. Oía hasta cómo caían las flores amarillas. ¿No eran rayas y pirañas lo que agitaba la superficie del agua? Kilian no veía nada: él seguía gritando y gesticulando. Amely quería alargarle la mano a Ruben, pero no lo conseguía. Si tan solo él le diera algún remedio para aplacar aquellos dolores. Tal vez le bastaría con nadar junto a él entre las aguas.

Detrás de él descubrió a Felipe. ¿Estaba realmente allí o también era solo un sueño? La buscaba con la mirada, y ella le giraba la cabeza. Si no sintiera ya aquel calor en la cara, a buen seguro la tendría enrojecida de vergüenza. Mucho más le avergonzaba pensar que una vez le había pasado por la cabeza darse a la fuga con él. Como si aquel hombre se hubiera atrevido alguna vez a quitársela a Kilian Wittstock. No era más que su perro guardián, que le había olisqueado los tatuajes y enseguida se había puesto a ladrar. Amely sentía impulsos por gritar por la rabia de haberse acostado con aquel hombre. Pero no sentía su propia voz. Él tampoco la oía, solo la observaba. Como de costumbre, se hurgó en el bolsillo de la camisa buscando sus cigarrillos. Maria llegó y le riñó, diciéndole que la enferma necesitaba aire fresco. Bärbel también estaba en la puerta, llorando con la cara cubierta con el delantal. El señor Oliveira se atusaba su bigote bien arreglado. Y hasta su señor padre había ido del Imperio alemán para verla. Parecía sorprenderse de su sufrimiento. En tus cartas no me llegaste a preguntar nunca cómo me iba, le reprochó en silencio. Yo no tenía ni idea de esto, dijo su padre en su defensa. Amely, mi niña, lo siento tanto

Ojalá desaparecieran todos y solo quedara Ruben junto a ella. Ruben la miraba. Le tendió la mano y con el pulgar le apartó el sudor reluciente de los labios. Ellos no están aquí, le oyó decir en su cabeza. Solo estoy yo.

Pero tampoco era cierto, por mucho que lo deseara. Y lo deseaba, porque, si no, no sería capaz de soportar aquellos dolores que le abatían el cuerpo en forma de olas de fuego.

Acuérdate de cuando estaba herido, postrado frente a ti. Te veía como me estás viendo tú ahora. Tú me ayudaste con tu mirada, con tu voz, con tu violín.

¡Ay, ojalá tocara él algo!

Ruben se llevó las manos dobladas a la boca y empezó a tararear. A ella le gustaba, le recordaba a su época en la selva. Kilian se tapaba los oídos. Seguía sin ver a su hijo. Entre el bullicio, se mezclaba un murmullo y un golpeteo. De repente, Ruben se elevó por los aires. De las manos le brotaron plumas. Se deshizo en miles de manchas de colores intensos. Y antes de que desapareciera por completo, Amely oyó su voz:

—Venga, venga, enséñame tu oro, Kuñaqaray sai’ya. Deja que reluzca.

Ella se echó a reír. Nunca le había explicado cómo lo había conseguido.

La hormiga de las veinticuatro horas no se llamaba así por nada, como Amely descubrió al día siguiente. Los dolores cedieron al recuerdo de una noche que no quería volver a vivir. Las mordeduras de la cara todavía le quemaban, pero se hacían más soportables. Se sentía exhausta. Apaciblemente exhausta, como después de una marcha extenuante. Provista de un abanico y una sombrilla, iba dando paseos por el parque, visitando las tumbas y rezando por las almas de los difuntos Kaspar y Gero, por la salud de Ruben, dondequiera que estuviera, y porque alguna vez les aguardara un futuro juntos. Pero ¿cómo iba a ser posible? A pesar de aquellos anhelos que no había conseguido colmar y del recuerdo del Carnaval, se sentía bien. Kilian y Felipe se habían marchado a algún lugar, probablemente a las obras del bosque de Oue. ¡Que perdieran todo el tiempo que quisieran en aquel proyecto inútil! Estaba condenado al fracaso, si bien ellos todavía lo ignoraban.

Amely se sentó en el borde de la fuente. Le cayó encima un aguacero. Ella miraba hacia el cielo con gesto atormentado. En pocos instantes se le había empapado el vestido de gasa transparente de color crema, dejándole a la vista la piel de debajo de las mangas. Ya poco le importaba. Apoyó las manos detrás, puso una pierna sobre la otra bajo la falda amplia y se fue balanceando con el pie al ritmo de una melodía de La Gioconda, al tiempo que la lluvia se hacía cada vez más fuerte, arruinando su peinado. En la biblioteca de Kilian había descubierto un nuevo tesoro, un gramófono, y había estado jugueteando con él como si no hubiera otra cosa. Dos jardineros pasaron cerca de ella, interrumpieron su charla y se quitaron el sombrero por cortesía. Le dirigían una mirada compasiva. En breve juntarían las cabezas y dirían: Dona Madonna se pegó un tiro, y Dona Amalie ha perdido el juicio. Pobre mujer.

Amely se levantó, se estiró la falda de seda y regresó hacia la casa. Empapada como estaba, se dirigió al despacho del señor Oliveira, que, como siempre, estaba detrás del escritorio, afanándose por aumentar el patrimonio de Kilian. Y, como de costumbre, se alegró de poder serle de ayuda. Pasó por alto su vestido empapado y se ahorró cualquier mención sobre la noche anterior. La casa entera actuaba como si no hubiera pasado nada. Tan solo las criadas bajaban aún más la mirada cuando la señora pasaba junto a ellas, y acto seguido cuchicheaban a sus espaldas.

—Solo una cosita, senhor Oliveira —le dijo en un tono amigable—. Prepáreme el viaje hasta la «choza», si es tan amable. Me gustaría retirarme allí unos días, y me gustaría partir de inmediato. Me hizo mucho bien la última vez.

—Como desee, senhora Wittstock —le contestó con un aire desprevenido. Cuando Amely ya había salido del despacho y se dirigía a su habitación para prepararse para el viaje, él la siguió—. Permítame que la acompañe.

—¿Y por qué?

—Bueno —dijo retorciéndose las manos—, el senhor Da Silva, que es quien tendría que cuidar de usted, no está. Por eso, déjeme que lo haga yo.

Amely se giró hacia él.

—¿Tiene que decirme algo, por casualidad?

—No. —Esbozó una sonrisa forzada.

—Esta casa es la casa de las mentiras —dijo ella con un tono frío—. Y usted también miente, aunque le falta el talento para hacerlo.

—No, no necesito la litera, señor Oliveira. No, gracias, no hace falta que me busque un caballo, ¡si solo es un paseo! ¿Qué quiere que haga con este velo de gasa en el sombrero? ¡Me molesta! —¡Por Dios! Todas aquellas atenciones no hacían más que incordiarla. ¿Encontraría el momento de hablar con la mujer de Trapo bajo la mirada de aquellos cien ojos? Se remangó la falda y recorrió la vereda agrietada por la última lluvia, tan horrenda como la del bosque de Oue.

El señor Oliveira se apresuraba a seguirla.

Maldito —masculló entre dientes. A continuación, alzó la voz—. Espere, senhora Wittstock, déjeme a mí ir primero.

—¿Por qué?

—Ya se lo he dicho: yo no sé nada, solo sé que…

De pronto apareció ante ellos la «choza» envuelta por los rayos del sol. Amely subió corriendo la escalinata y abrió la puerta. El pequeño vestíbulo estaba en calma, y tampoco se oía a nadie charlar en el salón de té. De la cocina salía un aroma a café y el débil golpeteo de la vajilla. El ayudante de cámara era un hombre mayor y duro de oído que no prestaba atención ni a los ruidos de los cascos de los caballos. ¿Dónde estaba su ama de llaves, la mujer de Trapo, que se hacía llamar Marisol? Tampoco había rastro de los esclavos negros, a pesar de que, en otros tiempos, siempre solía haber uno cerca por si lo necesitaban. A diferencia de la animada Casa no sol, aquella pequeña casa siempre le había parecido tranquila, pero ahora, a pesar de los ruidos que le llegaban de la cocina, era como si estuviera dejada de la mano de Dios.

El corazón le latía tan fuerte en el pecho que le costaba respirar. Sobre la mesita de té, en un cenicero dorado, había una colilla. El olor a tabaco todavía se percibía en el ambiente. En una esquina, halló un bastón de color negro brillante, y un sombrero de paja… ¿No tendría que haber visto el barco? También era cierto que había salido rápidamente del suyo y se había dirigido a la casa sin apenas detenerse.

Los escalones crujieron. Su sombra apareció antes que él sobre la pared. Lentamente, fue bajando la escalera. Tenía la chaqueta arrugada, el pelo bañado en sudor y la barba impoluta como de costumbre. Esto no significa nada, trataba ella de convencerse. Tocaba mantener la serenidad, como diría la señora Ferreira en aquel momento. Con una impasibilidad fingida, se desató el sombrero por debajo de la barbilla y se lo quitó. Llamaron a la puerta. El señor Oliveira entró y se quedó de piedra ante la mirada de su señor. A continuación se inclinó rápidamente.

—Así que ¿le ha contado a mi mujer que estaba aquí? —murmuró Kilian.

—No, no señor —balbuceó el señor Oliveira. ¿Dónde habían quedado sus maneras elegantes? La camisa le apretaba visiblemente—, pero tampoco era fácil no decir nada.

Amely quiso no faltar al decoro y saludar a Kilian, pero él tampoco lo hizo.

—¿Qué haces aquí?

De pronto supo que estaba al corriente de todo. Por Dios, ¿cómo se había enterado? ¡Trapo la habría delatado! Había sido una tonta por confiar en él. Tendría que haberse dado más tiempo para buscar otras posibilidades y mostrarse como una mujer ejemplar para Kilian para que este no hubiera podido adivinar sus oscuras intenciones. De todos modos, conseguir sus planes le llevaría muchísimo tiempo. Pero ahora ya era demasiado tarde…

—El trabajador al que le habías ordenado robar las semillas de caucho está colgado desde ayer en el bosque —le contestó sin perder la calma.

Aquellas palabras le resonaban en la cabeza como el estallido de un trueno sobre el río.

—¿Quieres que Da Silva te lo enseñe? —Se sentó en la mesa al tiempo que el ayudante de cámara servía el té y saludaba a Amely ensimismado. Ella se dejó caer en otra de las sillas.

—No sé de qué me estás hablando. —Su lengua debía de tener vida propia; si no, no se explicaba que hubiera dicho algo tan estúpido.

—Su mujer también está muerta…

Amely volvió a levantarse de un salto y subió corriendo las escaleras. La habitación que estaba bajo el tejado inclinado era la de Marisol. Sin llamar a la puerta, la abrió. Si aquella mujer estuviera allí sentada, o bordando, o durmiendo, o…

En efecto, Marisol estaba durmiendo. La india estaba tumbada sobre una cama estrecha, con su librea de sirvienta puesta. Pero nadie se tumbaba así para descansar: rígida, con los brazos y las piernas estirados y separados del cuerpo. Alrededor del cuello, casi cubierta por el pelo suelto, tenía una cuerda anudada.

Kilian entró a toda prisa en la habitación detrás de Amely. Ella se giró cuando sintió su mano sobre los hombros. Kilian tenía todavía la cabeza gacha de entrar por aquella puerta baja.

—¡La has estrangulado! —gritó Amely—. ¡La has matado!

—No —la contradijo él con una calma sorprendente—. Mírala bien: se ha ahorcado ella.

Amely volvió a proferir un grito sin palabras que retumbó en la habitación. Retrocedió y se topó con la ventana del techo inclinado. Al abrirla para pedir socorro, no vio más que a Da Silva haraganeando en el exterior, rebuscándose con los dedos en los bolsillos. Sería el último en ayudarla. Volvió a cerrar la ventana.

Senhor Wittstock, por favor… —El señor Oliveira se hallaba en el umbral de la puerta; su mano derecha fiel y desvalida.

—¿Qué pasa? No le estoy pegando, ¿o es que está usted ciego, Oliveira? Ya no tengo ningún interés en enseñarle buenos modales. O se va usted o lo hago salir yo, si entiende lo que le quiero decir…

Titubeando y con un tono pálido sobre su piel morena, el señor Oliveira retrocedió al pasillo. Amely se puso detrás de la cama de la habitación para tener algo entre ella y Kilian. Más aún, se sentó en el borde y tomó entre los brazos a Marisol, que había tenido que morir por sus descabellados planes. Olía a selva, a muerte todavía no. Debía de haber pasado hacía poco. Kilian y Da Silva se había dirigido a aquella casa expresamente: nunca habían tenido intención de ir al bosque de Oue. Pero ¿cómo sabían…?

—Te preguntarás cómo me he enterado. —Kilian le adivinó el pensamiento.

El Carnaval, pensó ella de inmediato. Al parecer, había hablado más de la cuenta movida por la alegría del champán.

—Tú misma me lo has contado, Amely, querida. El dolor de las picaduras de las hormigas te afectó tanto que contestaste a todas mis preguntas de buena gana. Que el tatuaje sea de Ruben se lo atribuyo a tu desmesurada fantasía. Que quisieras hacerme caer sacando semillas de caucho del país no me lo creía del todo. Pero el trabajador ha confesado y me ha abierto los ojos. ¡No me mires con esa cara de espanto! ¿De verdad te creías que te ibas a salir con la tuya? ¿Tú, que eres la mujer más tarada que haya conocido nunca?

Se le había acercado: tenía las rodillas apretadas contra el borde de la cama. Amely se agazapó detrás del cadáver.

Yo tampoco tardaré en estar muerta.

Kilian se apoyó con los puños sobre el colchón al inclinarse.

—Ya sabes cuál es la pena que se aplica en este país a los que trafican con semillas de caucho. —Tenía la cara a dos palmos de la suya—. Pero no te voy a entregar a las autoridades, no soy tan cruel. No tengo ganas de un escándalo como este. Me voy a divorciar de ti y te voy a mandar de vuelta con tu padre. Ya te puedes imaginar lo que les ocurre a las mujeres repudiadas y con un bastardo, no hace falta que te lo cuente, ¿no? No te van a volver a tocar. Puedes acabar tus días en el frío de Berlín, trabajando de modista en cualquier patio trasero. Tampoco esperes que tu padre te ayude: voy a interrumpir todas nuestras relaciones de negocios. Puedo arruinar su empresa en cuanto quiera. ¡Ya se arrepentirá de haberme endosado a su hija!

Aquellas amenazas no eran infundadas.

—Sería todavía mejor decirle que te meta en un manicomio. Te meterá igualmente cuando se entere de que quisiste quitarte la vida con un espejo roto. No es que estés un poco loca… ¡Mira que decirme que Ruben está vivo! ¡Está muerto! ¡Muerto! —La agarró con el puño por encima de Marisol y la sacudió; ella ya no veía ni oía nada—. ¡Y ya estarás lejos antes de que puedas decir ni una palabra más sobre mis hijos fallecidos!

Kilian se incorporó y se atusó el bigote, que le temblaba de la excitación.

—Volverás en el Amalie, que, por cierto, vuelve a ser de mi propiedad, dado que era mi regalo de compromiso. Da Silva te llevará sin dilación a la costa. No sé cuánto tendrás que esperar al siguiente barco que vaya a Hamburgo. Por mí, como si pasas semanas pudriéndote en cualquier pensión de mala muerte de Macapá. Puedes aprovechar y que Da Silva te folle o te muela a palos, lo que más te apetezca. A mí me da igual.

Se oyeron pasos acelerados. El señor Oliveira entró con las manos levantadas a modo de súplica.

Nao, por favor! —En efecto, imploraba a Kilian con las manos juntas—. Déjeme a mí llevar a su esposa a Macapá, senhor Wittstock, que este… asunto conserve un poco de dignidad.

—Por mí… —gruñó Kilian. Lo apartó como a un criado molesto y ya en la puerta volvió a girarse—. Dime cuáles de tus cosas quieres. Ya mandaré a alguien a bordo para que te las lleve.

Los pensamientos le pasaban por la cabeza a toda velocidad al tiempo que volvía a dejar a la muerta sobre la cama con cuidado. ¿Qué quería? ¿Qué tenía que para ella tuviera algo de valor? Su tucán tallado, pero nunca mencionaría aquella joya.

—¿Mi champú Puedo ser tan bella, quizás?

—Ahórrate las burlas, Amely, ya no te las puedes permitir.

Tenía que haber algo que quisiera. Solo entonces el Amalie volvería a atracar en el puerto de Manaos.

—Mi violín nuevo —dijo ella.

Estaba sentada en cubierta, contemplando aquel paisaje familiar como aturdida. ¿No iba a volver nunca a la Casa no sol, ni a ver a Maria la Negra ni a Bärbel? Las tumbas del jardín, su habitación… No es que hubiera cogido mucho cariño a aquel extraño cementerio ni a la casa. Pero aquello no le podía estar pasando a ella, ni ahora ni nunca. Estaba allí sentada bajo el toldo, junto a la mesita en la que el camarero iba sirviendo fruta fresca en bandejas de porcelana, y todo era como aquella vez cuando el señor Oliveira le había enseñado el perezoso, le había obsequiado con unos anteojos y la había entretenido con sus relatos y sus enseñanzas. Por aquel entonces, hubiera dicho él, le habrían dado una alegría si le hubieran dicho que podía regresar a casa, a Berlín.

Pero ahora no quiero.

Y mucho menos de aquella manera tan humillante.

Sentía calor y frío al mismo tiempo por el miedo.

—Por favor, tráigame mi abanico —indicó al camarero, que enseguida satisfizo su deseo. El abanico era de seda pintada de color violeta con puntas. En su habitación de la Casa no sol tenía una docena de ellos, algunos con diamantes engastados, caprichos de una mujer inmensamente rica. Pero una costurera no tenía ni un abanico como aquel.

Apoyó los codos sobre la mesa y se echó a llorar, tapándose con el abanico mientras le temblaba todo el cuerpo. Poco le importaba si la tripulación se daba cuenta de aquel arrebatamiento; al fin y al cabo, la habían visto ya delante de Kilian con la falda remangada.

—Tenga, senhora Wittstock.

Bajó las manos. Ante ella estaba el señor Oliveira, que le tendía un pañuelo con torpeza.

—Gracias. —Lo tomó y se secó la cara.

—Si lo desea, mando traer también sus joyas —dijo casi en un susurro.

Amely pensó en su cadena de estilo inca, el regalo de Navidad de Kilian que se había arrancado del cuello y arrojado a sus pies. Por aquel entonces, no había adivinado que nunca más podría permitirse un gesto de derroche como aquel.

—No quiero que a mi marido se le pase por la cabeza que quiero salvarme del castigo vendiendo las joyas para conseguir ahorros —respondió ella con tono melancólico—. Y tampoco las quiero. Pero gracias por su ofrecimiento. ¿Podría hacerme solo un favor más?

—Lo que sea que esté en mis manos, senhora.

—Quiero que el joven Miguel me lleve el violín al camarote.

—¿Miguel?

Amely se levantó encogiéndose de brazos. Le dedicó la mejor sonrisa de la que fue capaz.

—Me gustaría volver a ver a una, por lo menos a una de las personas amables de la casa.

—Naturalmente. Todo esto me sabe muy mal, senhora.

—Ya lo sé. Lleva pidiéndome disculpas desde que llegué a este país, y seguirá haciéndolo hasta cuando me tenga que ir.

El resto de la travesía se retiró a su camarote. Pronto le llegó a los oídos el ajetreo del puerto, seguido del olor a podrido. Se imaginaba aquel gentío rebosante de vida: los trabajadores, los marineros, los ladrones y los vendedores de baratijas. En la lonja elegante de Gustave Eiffel los gatos se peleaban por las cabezas de pescado, y en las tabernas las mujeres de la calle se disputaban con los monos la atención de los señores. El barco se adentró en el igarapé do Tarumã-Açú, más tranquilo. Les invadió un olor a pan de una canoa que se deslizaba cerca de ellos vendiendo barras. Poco después, el Amalie atracó en el pequeño muelle privado de Kilian.

El ruido más insignificante hizo reaccionar a Amely: de pronto a todo le había cogido cariño, y le gustaba tener que dar un manotazo a un mosquito, que el aire fuera tan húmedo, que las capas de tela se le pegaran a la piel. Aquel sol eterno, la lluvia siempre tan fugaz. Si realmente regresase a Berlín, se sentiría como uno de aquellos hombres de las exposiciones de indios y bestias exóticas: abrumado por el cielo invernal y el frío helado.

Manaos era repugnante. Pero amaba aquel país. Su padre le había prometido que llegaría aquel día. Naturalmente, se lo había dicho por animarla, pero había mantenido su promesa.

Oyó pasos arriba y la voz amortiguada del señor Oliveira. Amely no entendía nada. El corazón le latía con fuerza. Tiró del abanico doblado, rasgando la tela delicada. Cuando llamaron a la puerta, se levantó del susto.

Favor entrar! —exclamó.

Miguel entró. Tenía la cabeza entre los hombros alzados, como queriendo hacerse más pequeño. ¿Amely se había dado cuenta antes de que tenía las orejas de soplillo?

—Le traigo el violín, senhora —le dijo haciendo tres reverencias.

—Miguel… —Quería sonreírle como acostumbraba una señora de la casa, pero no pudo—. Ay, Miguel, no me mires así.

Lentamente fue bajando los hombros. Él tampoco sabía qué hacer. Así, ambos estuvieron mirándose hasta que, de pronto, él echó mano de su chaqueta.

—Esto lo he cogido de camino. Había pensado que quizá le gustaría verlo. En Manaos todo el mundo va diciendo a las cuatro nubes lo guapa que estaba usted.

Le tendió un periódico doblado. No era el Jornal, sino uno de los otros cinco periódicos de la ciudad. En efecto, una fotografía suya ocupaba la contraportada, entre un anuncio de mosquiteras y una orden de busca y captura. En Berlín, los periódicos solían publicar más bien fotografías de grandes líderes, pero allí, naturalmente, los costes de impresión no importaban lo más mínimo.

—A los cuatro vientos, Miguel, a los cuatro vientos. Gracias, será un recuerdo muy lindo.

—Y su violín, como había mandado, senhora.

Dado que ella no lo cogía, dejó el estuche sobre la cama del camarote. Luego esperó. No a que le diera un real, al parecer. Ella se preparó para revelarle sus intenciones.

—Lo siento mucho —dijo él en su lugar. Se ruborizó sobre el moreno brasileño—, por lo de las hormigas. Me gustaría compensárselo, si pudiera, de verdad, senhora. No sabía qué pasaría con los bichos, solo quería que Maria… —Tragó saliva y bajó la cabeza.

—Ya lo sé, Miguel. Y que quieras compensarlo es como un regalo del cielo para mí.

Frunció el ceño sin entenderla. Pronto sabría si lo decía en serio o si todo resultaría un chasco como con el senhor Trapo.

—Ya sabrás que el Amalie se dirige hacia la costa. Y por qué.

—Sí —contestó él con voz ronca.

—Pero hoy ya se ha hecho tarde y el capitán no zarpará.

—Sí.

—¿Puedes salir de la casa a oscuras sin que te vea nadie?

Claro que era capaz, cualquier joven podía. Durante un instante, Miguel mostró una expresión desencajada.

—¿Para hacer qué, senhora?

—Quiero que consigas una barquilla de remos y la ates junto al barco, pero que nadie te vea, claro —le explicó—. Mejor que sea una canoa —añadió.

—¿Se quiere escapar?

¿Hacía bien en pedirle aquel último servicio? ¿O estaba condenándolo a la muerte como había hecho con Trapo? Por nada del mundo querría poner en peligro a aquel joven. Sin embargo, se tranquilizó: allí no había nadie más que pudiera delatar sus planes, y Miguel no era un seringueiro anónimo para Kilian.

—Sí, Miguel, me quiero escapar.

—¿A la jungla?

—Exacto.

—Pero es peligrosa, y usted no puede remar por el río… quiero decir que usted…

—¿No lo has leído? Baronesa del caucho regresa como una india. —Le extendió el periódico—. Ahí lo pone. Y sí, tienes razón, me dolerán mucho los brazos, pero, créeme, he aprendido a remar. En este sentido, los indios no tenían compasión. Y si puedes hacerme el favor, ¿podrías conseguir un poco de agua y provisiones?

Miquel la miró y ella creyó adivinarle el pensamiento: siempre decían que estaba loca, y ahora me doy cuenta de que tenían razón.

—¿Sabe una cosa, senhora? —preguntó él con un brillo en los ojos—. Aquella noche, durante la véspera do Ano Novo, vi a una mujer blanca yendo al igarapé. Como entonces dijeron que usted se había ido, yo me pregunté si no sería usted. Y si ahora me dice que era usted, entonces… entonces lo hago.

Ahora sí que le sonrió.

—Sí, era yo.