4

La luz del sol atravesaba sus párpados. Algo martilleaba en la cabeza de Amely, en alguna parte detrás de la frente. Abrir los ojos era una tortura. Los cubrió con la mano hasta que se hubo acostumbrado a los rayos del sol que penetraban en la habitación a través de las tablas de la puerta del balcón. ¿Dónde estaba? Sobre ella tenía un dosel perfumado, una nube de gasa… Una almohada suave, demasiado suave… Se sentó bruscamente. Giró la cabeza instintivamente; el lado de Kilian estaba vacío.

¿Cómo había llegado a la habitación de matrimonio? Por más que lo intentaba no conseguía acordarse. Lanzó las piernas sobre el borde de la cama, intentó pescar las pantuflas con los dedos de los pies y apartó un escarabajo. Luego se levantó. De inmediato sintió náuseas. Recordó que debía levantarse más despacio y corrió hasta el baño, donde se inclinó sobre el lavamanos. Después se sintió aceptablemente bien. ¿Se encontraba tan mal debido a su embarazo o había bebido demasiado anoche? Le pareció recordar bastantes copas de champán. Música martilleante y salvaje… ¿O el recuerdo de aquello no era más que el dolor de cabeza? Se tambaleó hasta el lavabo y abrió el grifo. El agua tibia fluyó en sus manos, se lavó la cara. Los restos de maquillaje que no habían quedado sobre la funda de la almohada desfiguraban su rostro abotargado. Tanteó buscando un pañuelo de seda y se lo pasó sobre los ojos y las mejillas.

¿Qué había sucedido?

Aquel horrible programa de variedades, sí, de eso se acordaba. Del griterío de Malva Ferreiras y de que en algún momento había estado sentada al lado de Felipe da Silva en un automóvil. De la costumbre de la gente de lanzar agua a la cara de todo el mundo, y de que había pasado mucho calor con aquel horrible disfraz. Del pectoral inca que… ¡Por Dios! ¿De verdad se lo había dejado en el teatro? El corazón se le encogió. Bueno. Su esposo se encendía cigarros con billetes… Aquello era una metedura de pata perdonable.

¿Y luego? Volvió al dormitorio y miró alrededor, como si pudiese encontrar la respuesta en alguna parte. En el suelo, una solitaria pluma azul de tucán le recordó la escapada nocturna. Alguien, Maria probablemente, le había quitado el disfraz, le había puesto el camisón y la había metido en la cama. ¡Qué bochorno! Volvió a la cama y se dispuso a asir el cordón del timbre sobre la mesilla de noche. Entonces llamaron a la puerta. Entró Consuela.

—Disculpe, dona Amely —dijo en voz baja—. Pero oí que estaba despierta. ¿Puedo traerle un cafezinho? ¿O alguna otra cosa?

¿Habría contado Consuela a Kilian que ella, Amely, le había pedido un álbum de fotos de sus hijos?

—Guaraná estará bien —replicó Amely amistosamente. La muchacha no debía sospechar que estaba enfadada con ella bajo ningún concepto, y mucho menos por su relación con Kilian—. Pero llévamelo a mi habitación; voy a pasar allí enseguida.

Allí podría relajarse. Descansar todavía un poco o, mejor aún, dormir una hora más y luego llamar a Bärbel; esperaba obtener de ella una información decente sobre lo que había ocurrido la noche anterior.

—Enseguida, dona Amely.

Consuela salió de la habitación. Amely buscó una bata. La cama deshecha le recordó que pronto tendría que dormir con Kilian, y algo más que dormir, si quería conseguir imputarle el hijo de Ruben. ¡Qué idea tan horrible! Moralmente reprobable, además. Pero ¿qué había dicho él entonces, cuando le rogó de manera humillante que pagase a sus esclavos, por lo menos? La moral tiene valor de mercado; puede comprarse y venderse. Tu pordiosería es demasiado barata. Anda, come un poco de feijoada, te estás quedando en los huesos.

Se dirigió a la puerta. Le daba todo igual. Solo le importaba su plan. Debía pensar siempre en ello para no cometer ningún fallo…

Al abrir la puerta se encontró con Kilian, que entraba. Dio dos pasos atrás, de vuelta a la habitación. Él cerró la puerta y bostezó. ¿Olería su boca a matarratas como la de él?

Él llevaba su bata dorada sobre un pijama arrugado. La venda negra que se ponía para mantener la forma de su bigote a lo káiser debería haber resultado cómica. Sin embargo solo hacía que su rostro pareciera aún más amenazador.

—¿Adónde vas, Amely, querida?

—Buenos días, Kilian. Voy a vestirme. Luego quiero bajar al despacho del señor Oliveira. —A hablar. Hablar de negocios era mejor que callar como una pecadora y mirar al suelo—. Quiero pedirle que contrate a una muchacha nueva para la «choza». La mujer del hombre cuya familia apadrino; ya sabes, ¿no es cierto? —Lo que él no sabía era que la mujer de Trapo iba a hacer de transmisora de noticias entre ellos. Que Amely quisiera evadirse a la «choza» de vez en cuando no llamaría la atención de nadie.

—Sí, sí, ya sé: tus tonterías —dijo deambulando hasta el armario empotrado a su lado de la cama y agarrando una botella de ginebra y un vaso. Amely quiso aprovechar la ocasión para marcharse, pero él la llamó—: Espera.

Mientras se servía la observó de arriba a abajo.

—Levántate el camisón.

—¿Cómo? —Se lo levantó hasta la pantorrilla, aunque sabía que no era eso lo que él quería.

—Más —exigió de inmediato. Y cuando finalmente se lo hubo levantado por encima de las caderas—: Ponte de lado.

Ella obedeció. Instintivamente contrajo el vientre y dejó caer el dobladillo de volantes. Dios del cielo, no se veía un vientre abultado, él no podía notar nada…

—Maria tiene buena vista —gruñó él quitándose minuciosamente el bigote y bebiendo un sorbo—. Esperas un hijo.

Los pensamientos se agolparon en su cabeza. Quizá no se dio cuenta la otra noche que no llegó a culminar. Ahora debo desear que se me acerque y me abrace con ilusión. Aunque me resultará terriblemente odioso.

—¿Te lo hicieron los indios en la selva? —La rodeó con el vaso en los labios y se quedó de pie detrás de ella.

Se sintió como si tuviese semillas de caucho en el bolso y un miliciano le clavase el cañón de la pistola en el cuello. Creyó incluso sentir el frío metal. Pero se trataba solo del sudor frío que el miedo le provocaba.

—Puede que haya sido también algún caboclo piojoso. O un seringueiro. Pero no; fue un salvaje, ¿verdad? Llevas un pendejo de piel cobriza y pelo negro dentro de ti. —Su voz estaba cargada de repugnancia—. ¿Tiene padre? ¿O tiene varios? ¿Te gustó follar con una bestia?

¡Por Dios! ¿Cómo se le ocurría?

—¿Te gustó? —bramó en su oído haciéndola estremecer.

Sí. Sí. Sí.

—La manera en que estás temblando es suficiente respuesta.

No estaba temblando. Su cuerpo se sacudía sin control, pero no podía evitarlo.

—Date la vuelta.

Obedeció de nuevo. Mantenía aún los brazos pegados al cuerpo con el camisón abombado.

Saúde! —dijo él brindando hacia ella y bebió—. ¿Por qué no has perdido este hijo? El mío lo perdiste. ¿O no era mío? Si hubiese sabido que tu señor padre me iba a endiñar una hijita puta…

No ofendas a mi padre. No lo dijo en voz alta. No porque tuviese miedo —lo tenía—, sino porque no valía la pena.

Levantó el brazo con el vaso para golpearla. La ginebra le salpicó en el rostro. Antes de que él pudiera golpearla corrió hacia el pasillo. Gritó algo para que todos oyeran lo que la amenazaba; quizás eso lo frenaría. La siguió a grandes zancadas. La alcanzó en la escalera de caracol y quiso agarrarla. Solo consiguió agarrarle el pelo. Amely tropezó con sus propios pies y amenazó con caer por las escaleras. Se acuclilló en los escalones; sus manos se agarraron a la barandilla.

—No hagas tanto teatro —gruñó Kilian.

Ella vio a Maria la Negra a través de los arabescos de la reja de hierro forjado. Bärbel, algunas muchachas del servicio. Incluso el señor Oliveira había salido de su despacho y se arreglaba nervioso la corbata.

—¡Senhor Wittstock, no haga! —dijo Maria entre lamentos y dando palmadas de desesperación. Bärbel retorcía su delantal con las manos. Todos enmudecieron, hasta los guacamayos.

Kilian levantó a Amely y la arrastró tras él en dirección al dormitorio. Ella palpaba la pared con la mano libre, como si pudiese encontrar allí un arma. Agarró una estatuilla de bronce de un artista francés, una bailarina de ballet, y golpeó una pintura de de Angelis, que también había decorado el Teatro Amazonas. Consiguió dañarla. Por supuesto, también consiguió aumentar la ira de Kilian. Quizás era lo que quería; no lo sabía. Intentó zafarse de su mano, clavó los talones desnudos en el suelo, se giró y gritó. Él la arrastró hasta la habitación y cerró la puerta tras de sí. Ella quería alcanzar el balcón, lanzarse al vacío; él la tiró contra la cama.

—Sabes comportarte como un estibador del puerto —dijo él pasándose la mano por la mejilla—. ¡Cállate de una vez! Y no te atrevas a moverte.

Pero estaba repentinamente demasiado cansada para eso. Inhalaba pesadamente el aire, que solo ahora notaba cuánto le faltaba. Kilian paseaba arriba y abajo a los pies de la cama.

—Eres un pájaro de mal agüero. Desde que llegaste solo hay problemas. ¡Tu creas los problemas! Lo imaginé ya cuando te sorprendí con el álbum de fotos. —También él jadeaba con esfuerzo—. Abre las piernas.

—¡¿Qué?!

—¿No me has entendido?

Sí, había entendido. Y oyó en su interior su vieja amenaza: ¿Te preocupan los indios? Haré colgar a cien de ellos si no te calmas de una vez. Cuando él se le acercó para ayudarla a fuerza de golpes, ella intentó esquivarlo inútilmente. Él era más rápido. Más fuerte. Las patadas que ella daba eran inútiles. Agarrándola fuertemente de los tobillos la obligó a separar las piernas.

Repentinamente supo qué era lo que él quería ver. Se quedó helada.

—Da Silva me ha dicho que te comportaste como una bailarina de variedades en un local. Que quisiste seducirle. ¿Es cierto?

¿Cómo iba a demostrar lo contrario? Incluso si lo intentase, solo encontraría gente que confirmaría que había estado allí. Y el matrimonio Ferreira probablemente no tendrían recuerdos claros de esa noche. Podía imaginarse vivamente a Malva poniendo los ojos en blanco y contestando encantada a su pregunta: «¡Estuvo fantastique!».

—Claro que es verdad —se respondió a sí mismo—. Porque todavía estás mojada, puta. Precisamente tú, que has jugado siempre a ser el angelito inocente, siempre en casa con la nariz metida en revistas de buenos modales. Querías hacerme creer que no sabías nada de las costumbres licenciosas de Berlín, ¡ja, ja! Pero no fue por eso por lo que me dio el consejo de mirar con atención debajo de tu falda. ¿Qué significa este tatuaje? Pues que te buscaste un amante entre los indios, y él te tatuó eso. ¿Cierto?

En el piso de abajo se volvían a oír de nuevo los chillidos de los guacamayos. Oía la voz amortiguada de un jardinero. El rumor de pasos y crujir de ruedas sobre la grava. Le parecía incluso oír el chapoteo del agua de la fuente de delante de la escalinata. Todo seguía su curso. Y ella moría de mil muertes ahí dentro.

Kilian se agachó al lado de la cama con una mirada de preocupación, como si el doctor Barbosa estuviese sentado ahí.

—¡Amely! ¿No te das cuenta de lo que me has hecho, mezclándote precisamente con un indio? Dios, ¡qué asco! ¿Tenía ese animal por lo menos un nombre?

Ruben. Ruben. Ruben.

—¿Por qué? —preguntó agarrándola del pelo y sacudiendo su cabeza—. ¡Maldita sea! ¿¡Por qué!?

Ella abrió la boca. Pero el nombre de su hijo no salió de sus labios. Kilian no se merecía saber de él. Nunca. Tampoco la creería si le contase esa barbaridad ahora, en esa situación.

Se levantó y caminó pesadamente delante de la cama. Se sirvió un vaso más y se lo bebió de un trago.

—¿Por qué? ¿Por qué? —murmuraba constantemente para sí.

Seguro que se pregunta por qué se ha desmoronado su vida, pensó Amely enojada. Nunca comprenderá que su vida no tiene nada que ver con la mía.

Su camino sin rumbo le llevó al balcón. Desde allí gritó en portugués que le llevaran algo; ella no entendió qué. Oyó el golpeteo de la caja de madera de cedro, que estaba siempre a punto sobre la mesa por si le apetecía fumar un puro habano después de desayunar en la terraza. Probablemente no sabía que las cajas casi llenas debían cambiarse a menudo a causa de la lluvia. Regresó con un puro humeante. Llamaron a la puerta. Sacó la llave del bolsillo de su bata, abrió, cogió algo y cerró de nuevo cuidadosamente la puerta.

Era un vaso vacío, tapado con un corcho. Lo giró por un momento a un lado y a otro, y lo guardó en el bolsillo de la bata.

Ella tuvo la falsa y loca esperanza de que se hubiera olvidado de ella. Ahora volvió a sentarse a su lado.

—Yo te quiero de verdad, Amely, querida. —Lo dijo con aquella horrible voz quebrada que, por un momento, hizo creer a Amely que decía la verdad. Por lo menos él creía lo que estaba diciendo—. Soy tu marido; no puedes despacharme con tu silencio. Me vuelve loco.

Se hundió en la sábana cuando él se inclinó sobre ella dando una profunda calada al puro. ¡Oh, Dios! ¡Iba a quemarla! No, se levantó de nuevo, se puso a dar vueltas alrededor de la cama. La volvía loca con sus zancadas.

—Kilian…

—¿Sí? —Él se acercó a ella esperanzado.

Pero ella permaneció en silencio. No sabía siquiera lo que había querido decir.

Volvió a sentarse suspirando; sacó el bote de cristal del bolsillo de la bata y lo puso sobre la mesita de noche.

—¿Sabes qué es esto?

Un frasco vacío, y tú estás loco. No, ahora vio insectos en su interior. Tres, cuatro… Hormigas. Hormigas gigantes.

—Miguel cazó estos bichos para asustar a Maria la Negra. No consiguió más que una paliza —explicó él agitando el frasco y riendo—. Suerte que no ha ahogado a los animalitos. A estas horas deben de estar bien rabiosas, ¿no crees? Bueno, ¿vas a hablar por fin?

Oh, sí, cayó en la cuenta de que se trataba de ejemplares de la hormiga de las veinticuatro horas. Sabía por Ruben que su picadura podía ser mucho menos dolorosa de lo que le había contado el señor Oliveira. Pero cuatro ejemplares al rojo vivo… Cielos.

Kilian giró el bote, empequeñeció los ojos, consideró quizá si necesitaba ya unas gafas.

Le vino a la cabeza la imagen absurda de un Kilian joven, un niño que en verano hinchaba ranas y en invierno encontraba sables y tambores y barcos de guerra bajo el árbol de Navidad. ¿Cómo debía haber sido su padre?

—Te contaré lo que pasó en la selva —dijo ella— si me cuentas cosas de tus hijos.

Era peligroso pedir eso. Exigir eso de Kilian borracho era como lanzarse de la Roca Roja. Se preparó para recibir un puñetazo que le arrancaría la cabeza de los hombros.

Él dejó el vaso y respiró pesadamente.

—¿Qué quieres saber?

No quería saber nada. Tampoco quería ayudarle a derribar las mentiras que aprisionaban su alma como un muro de piedra. Él ya no significaba suficiente para ella. Solo quería ganar tiempo. Y verle sufrir antes de que él la hiciera sufrir a ella.

—¿Amabas a Ruben?

Él mordisqueó el puro medio quemado.

—Pregunta por Gero. Por Kaspar, si tiene que ser. Pero no me preguntes por Ruben. Ya has olisqueado bastante. Sabes perfectamente por qué odio a los indios.

—¿Todavía piensas en él?

—¡De vez en cuando! —dijo reanudando sus paseos por la habitación. Le dio la espalda, se rodeó de maloliente humo y levantó la nariz. ¿Realmente estaba llorando? No se lo podía imaginar. De pronto tiró el resto del puro en un cenicero de mármol y se dirigió hacia ella. Sus puños golpeaban a su lado, a derecha e izquierda sobre la sábana. Sobre ella flotaba su rostro agotado, en el que se dibujaba una sonrisa forzada.

»¡Amely, querida! Ven, hagamos las paces. Sí, sí, ¡mis hijos están todos muertos! Y este… —Deslizó una mano bajo su camisón, desplegó los dedos sobre su vientre, como para tomar posesión del bebé. Su tacto la atravesó como un latigazo—. También lo haremos matar cuando lo tengas. ¡No me mires tan horrorizada! Los indios, a los que tanto quieres, lo hacen constantemente. ¿O no? Y después empezaremos de nuevo desde el principio. Te había prometido una boda por la Iglesia, después de Nochevieja, pero entonces no estabas. La recuperaremos. En Europa, si quieres. O en otra parte del mundo. Y durante el viaje engendraremos por fin a nuestro hijo. También podríamos ir un par de meses a Norteamérica. ¡En invierno! Por fin estaciones de verdad. Nieve. Patinar sobre hielo. Iremos a un espectáculo del salvaje oeste. Ahí verás indios de verdad, no como las figuras enanas que hay aquí. ¿Qué te parece?

Los ojos de él brillaban de entusiasmo. Decía todo aquello completamente en serio. Se arrastró sobre ella. Le separó los muslos con las rodillas.

—Y eso de ahí —dijo tocando su tatuaje—. Eso lo haremos borrar. Hoy mismo, así ya te lo quitas de encima.

Sacó su miembro del pijama rápidamente. Esta vez no tendría un gatillazo. Amely se quedó sin aliento cuando él se lanzó sobre ella con todo su peso. Se mareó por el dolor y el espanto.

Cegada por las lágrimas tiró de su bata, pero era como si quisiera arrastrar una pared de roca. Braceó, y él no se dio cuenta de que ella había alcanzado el frasco de cristal. Clavó las uñas en el corcho, tiró del tapón. Con la abertura hacia abajo lo agitó sobre la nuca de él.