Kilian no había hecho reponer el espejo. Había comprado un tocador nuevo aún más suntuoso. Una pieza de oro ridícula y de mal gusto. Amely observó el corte en la mano que se había hecho sin darse cuenta. Solo quedaba una cicatriz rosada como recuerdo. Dejó caer la bata resbalando desde sus hombros. El cuerpo le olía a jabón de baño caro y tenía un tacto sedoso. Se acarició la piel, los pechos y el vientre. Todo parecía hinchado. ¿O se confundía? No, sobre el vientre tirante se apreciaba una clara redondez. Se giró de lado en el taburete y sacó el vientre hacia fuera.
Pasos pesados. Se giró a tiempo de dar la espalda a la puerta; Kilian ya estaba en su habitación. Se cubrió los hombros apresuradamente y cerró la bata. Antes no se habría privado de entrar y desnudarla de nuevo. Peor todavía, se habría aliviado con ella. Hoy solo sintió su mirada en la nuca.
—¿Te sientes mejor, Amely, querida?
Se refería sin duda a su excursión a la «choza» y al hecho de que quizás había ayudado a mejorar su ánimo. Estaba bien que creyera eso.
—Sí —dijo ella.
No seas tan parca en palabras, solo harás que se enoje de nuevo, se amonestó a sí misma. Pero cada conversación con él le suponía un esfuerzo.
Él esperó. Amely sostenía un frasco de perfume a la altura del cuello y apretó la pera de caucho. Un aroma dulzón la envolvió.
—Estoy bien —dijo ella al ver que él no hacía ningún ademán de irse.
—No parece que sea así.
Qué te importa a ti eso.
—No me has contado todavía lo que te pasó con los indios. Quizá pienses que no me importa. Pero no es así, me interesa, y mucho.
Claro que sí, quieres oír historias truculentas sobre quienes crees que mataron a tu hijo.
—¡Si quisieras hablar por lo menos una vez sobre lo que te ocurrió! —Kilian rugió y calló de nuevo. En el espejo lo vio frotándose las manos. La golpeó en los hombros con una expresión de alegría forzada—. Pero les daremos una lección a esos salvajes, ¿qué te parece? Haré colgar a cien de ellos como te prometí una vez. Ahora ya no tendrías tanta compasión por ellos ¿no es cierto?
Ella guardó silencio.
—¡Lo pasado, pasado está! Así que cambia de una vez esa cara de mal genio, que no queda bien con el carnaval —dijo riéndose forzadamente—. Si no, iré al teatro con Consuela ¿me oyes? Sería una buena columna de cotilleos en el Jornal. ¡Ja, ja!
Por fin se fue. Desde la puerta le recordó que se diese prisa y la dejó sola. Amely se puso el corsé, cogió aire y empezó a cerrar los corchetes. En ese momento entró Bärbel.
—Ya la ayudo yo, señorita. —Ató tan fuerte a su espalda que Amely iba a protestar—. Ha vuelto a engordar un poco desde su regreso.
—No aprietes tanto. ¿Cómo fue en la ópera? —preguntó Amely en un intento de desviar la atención de Bärbel de su cintura.
—¿Ópera, qué ópera? —resopló Bärbel, indignada—. La Bohème se suspendió. ¿No lo sabía usted? El tenor no quiso cruzar el gran charco, según se dice. ¡Tan joven y con semejantes aires!
—Hay que ver. —Amely se giró en la silla hacia la cama, sobre la cual estaba extendida su ropa para la noche—. Seguro que habría venido si hubiese sabido qué tipo de espectáculos decadentes se ofrecen por aquí. ¿Crees que podrás ayudarme a ponerme el disfraz?
—Sola no, tengo que llamar a Maria la Negra para que me ayude. —Bärbel apoyó las manos en las caderas e hinchó las mejillas como ponderando aquel difícil encargo.
Kilian saltó del asiento del conductor, se apresuró a rodearlo y a ofrecer la mano a Amely. Ella sabía lo que correspondía hacer ahora, por eso tomó su mano a pesar de que no tenía ningún deseo de hacerlo. Apearse del automóvil de su padre con aquel pesado atuendo que llevaba requería una sucesión de cuidadosos movimientos. De sus entusiasmadas cartas había deducido que se trataba de un Wehmeyer Dédalo. Alcanzaba la fabulosa velocidad de cincuenta kilómetros por hora y podía arrancar en menos de ocho minutos. Sin embargo, en las atestadas calles de Manaos no cabía preguntarse por la utilidad de aquel chisme, lo que importaba sobre todo era que los hombres estuviesen satisfechos. Amely contó ocho automóviles alineados junto a la acera del teatro de variedades. Un abrigo de automovilista y gafas deportivas no bastaban entretanto para deslumbrar.
Todos los hombres, vestidos con frac, sombrero de copa y bastón de paseo, y todas las mujeres, colmadas de joyas, se volvieron hacia ella. Amely había creído que no soportaría esa entrada en escena, pero no era ella quien caminaba del brazo de Kilian por la enorme alfombra que cubría la acera. No era tampoco ella quien oía cómo él contaba todos los coches europeos y aseguraba que el coche de su padre era el más caro y el más bonito y su apoyo financiero muy útil.
No era ella quien con dificultad llevaba ese vestido, sobre el que pronto leería en la prensa. La baronesa del caucho regresa de la selva…
Los flashes de magnesio llameaban. Amely notó la presión de la mano de Kilian, apremiándola: Sonríe. Ella lo hizo. Y al mismo tiempo habría querido que la tragase la tierra. Llevaba una cofia decorada con plumas azules, rojas y amarillas que enmarcaba su rostro como una corona solar. El vestido ajustado estaba adornado con plumas de tucán de un azul oscuro entre las que titilaban algunos diamantes. Los brazos los decoraban brazaletes de piel de mono, las muñecas cadenitas de oro de las que colgaban agujas de hueso. Ornaba su frente una fina banda de la que colgaban dientes de jaguar de oro que oscilaban sobre sus cejas. Sobre su pecho llevaba un pectoral de oro: la cara de un inca con ojos de esmeraldas y obsidianas oscuras y dientes de ágata moteada. Lo más escandaloso eran, sin embargo, los pies, desnudos bajo las pequeñas guirnaldas de plumas que colgaban de cadenitas de oro.
La senhora Malva Ferreira se acercó a ella con los brazos abiertos.
—¡Queridísima Amely! Très fort! ¿Cómo lo hace? Ha conseguido aventajarme por segunda vez. Estoy profundamente impresionada.
Entre sus dientes brillaron algunos rubíes. Su sonrisa lucía roja, como si se hubiese bebido la sangre de su esposo. Llevaba una falda de tafetán negra y encima un frac con una corbata en cuyo nudo fulgía un enorme diamante. Completaba su atuendo un monito de seda blanco sobre su sombrero de ala ancha.
—Queridísima Malva —dijo Amely esforzándose por parecer alegre—. Como he podido observar ahora mismo, es usted la única mujer de Manaos que conduce su propio automóvil. Nadie puede superarla.
Claramente complacida con el cumplido, Malva la rodeó observándola detenidamente de la cabeza a los pies.
—Me interesaría saber con urgencia qué llevaba usted realmente en la selva. Me resulta difícil imaginármela como india con un mono en el hombro y plumas en el pelo.
—Entre los ava solo los hombres llevan plumas. Y a los monos no los encuentran adorables porque parecen cabezas reducidas y roban la comida. Los matan y se los comen.
Malva boqueó buscando aire.
—C’est barbare! ¡Son como animales! ¿Ava? ¿Qué significa eso?
—En la lengua de los yayasacu, «ser humano».
—Hélas! —rio ella sonoramente—. Hará usted furore con esta excitante historia. Tiene que contárnoslo todo, ¿non, Philetus?
—Sin falta.
El gobernador hizo una reverencia ante Amely y besó su mano. Amely fue saludada por toda la acicalada concurrencia, damas y caballeros a los que no había visto desde la noche de fin de año. Le dolían los pies cuando por fin se sentó en una mesa con Kilian y la pareja formada por el gobernador y su esposa. Era consciente de la envidia en las miradas de todos. Muchachas ligeras de ropa se deslizaban velozmente entre las mesas redondas, sirviendo champán, suflés de frutas y pralinés con helado. Lo que ocurría en el escenario parecía no tener ninguna importancia por el momento. La gente charlaba mientras negros vestidos como turcos hacían cabriolas, cantaba un coro cómico masculino y se presentaba un cinematógrafo que mostraba imágenes en movimiento de un partido de tenis. Solo el flatulista hizo reír a los espectadores, y el ambiente se relajó cuando ya avanzada la noche una bailarina, estirándose sobre un canapé, se despojó de las piezas de su indumentaria hasta quedar en ropa interior.
Malva y Philetus Ferreira se besaban a su antojo. Amely no podía ver lo que hacía la mano de la señora Ferreira, pero seguramente nada distinto de lo que se podía observar en las mesas adyacentes. Entre los balones de caucho de colores y el confeti que volaba por todas partes empezaron a desaparecer los escrúpulos. Se formó un tumulto cuando la bailarina en ropa interior comenzó a hacer movimientos en sus caderas como para quitarse las medias de encaje. Amely solo había oído sobre escenas parecidas en París. Pero en el «París de los Trópicos» no debería sorprender. Se dispuso a aguantar mientras Kilian no se acercara a ella. Naturalmente no lo hizo, en vez de eso sentó a la camarera en su regazo. En alguna parte, en uno de los rincones oscuros, una dama estaba sentada a horcajadas sobre su caballero moviéndose delatadoramente. Amely no pudo evitar reírse para sus adentros. Se entretuvo con su copa de champán y el delicioso sorbete de maracuyá. Malva y su esposo se habían levantado y bailaban despreocupados entre las mesas. Sobre el escenario, la bailarina desvergonzada había dado paso a un grupo de acróbatas masculinos que tampoco escatimaban con la piel desnuda. En algún momento vio desaparecer a Kilian con una mujer del brazo, distinta de aquella a la que había visto antes sobre su regazo. Sonó un golpe sordo, como si un hombre hubiese dado un puñetazo a un rival. Si hubiera ahora un tiroteo no me extrañaría, al fin y al cabo estamos en Manaos, pensó Amely mientras sorbía su copa. Ruben, ¿qué pensarías tú de esto si pudieses verlo?
Maria la Negra había contado que después del espectáculo de variedades habría varios bailes de carnaval en los que el disfraz era condición obligatoria. Amely llevaría naturalmente un disfraz distinto en cada ocasión y Kilian había dicho que él también se disfrazaría; seguramente pensaba darle una alegría con ello. No había límites a la fantasía, el gobernador ya había revelado que iría disfrazado de Papa.
¡Cielos! Amely intentaba no pensar en cuántas veladas como aquella tendría que soportar durante su vida hasta que su plan diera fruto. El caucho de contrabando necesitaría años hasta que se desarrollara en otro país tropical y produjese cosechas suficientes para competir con el caucho brasileño, hasta que llegase incluso a hacerlo tan poco interesante que no valiera la pena ampliar la superficie de explotación de la selva. Eso, en el caso de que arraigase en otro lugar, en el caso de que consiguiera sacarlo del país.
La mayor incertidumbre de su descabellado plan era sin duda que este se hallaba en manos de un hombre como Trapo.
El cafuso se había girado y la había mirado fijamente. Creyó leer en su cara los pensamientos que estaban pasando por su mente: Esta mujer rica que al parecer no sabe qué hacer con su vida podría hacerme colgar por placer y a nadie le importaría lo más mínimo.
—Me voy ahora, senhora. —Lo dijo lentamente y se movió lentamente. Su mano palpó buscando la manija de la puerta mientras él no dejaba de mirarla, como si fuera una serpiente a sus pies.
—Quédese. Es una propuesta seria.
—No lo creo.
—¡Es verdad! —dijo retorciéndose las manos—. ¿Qué puedo hacer para que me crea?
—Nada.
Una parte de ella deseaba que se fuese de una vez. Sabía que no revelaría nada; sería peligroso únicamente para él porque nadie le creería. Pero otra parte le recordó que no debía abandonar. Con un brusco movimiento se quitó del dedo su costosa alianza nueva y se la lanzó.
—¿Lo ve, senhor Trapo? Es un asunto serio. Quiero que mi esposo caiga. Coja usted el anillo. Tírelo al río. Vamos, adelante, ¡cójalo!
Seguramente pensaba que sería mortal para él si alguien encontrase ese anillo con él. Aun así lo recogió. Se acercó a ella sosteniéndolo entre dos dedos. Se acercó tanto que su mal aliento amenazaba con tumbarla.
De repente se quitó el cordón que le sujetaba los pantalones.
¿Qué se proponía? Amely dio instintivamente un paso atrás. Él se inclinó sin dejar de mirarla y se metió la mano entre las piernas. Cuando se levantó, mostró la mano vacía.
—¿Sabe usted dónde está ahora el anillo?
Amely tragó saliva.
—Creo que sí.
Se limpió los dedos en el cuello de encaje blanco de Amely. Ella se estremeció de ira, pero permaneció en silencio.
—No la creo porque sea usted digna de confianza, senhora, —dijo fríamente cuando se apartó de ella—, sino porque no tengo nada que perder. Así que explíqueme cómo se ha imaginado usted este asunto. Y cuánto piensa pagarme.
Amely agarró con alivio el paquete de billetes de banco que tenía en su bolso de mano…
Levantó la botella de champán de la fuente del hielo. Casi vacía. Una muchacha se acercó a ella, llenó su vaso sonriente y dejó la botella recién abierta en la fuente.
—¿Se divierte usted, senhora? —preguntó, y se fue sin esperar respuesta.
El siguiente a quien sirvió, un caballero corpulento, la sentó en su regazo y le metió pedazos de hielo en el escote. Mi plan no es solo descabellado, pensó Amely, de hecho es imposible. Miró a su alrededor y recordó la antigua Roma. ¿No era una constante histórica que cuando una sociedad se comportaba de una manera tan repugnante y decadente era porque estaba ya muy cerca de su caída?
Alguien la hizo girar en su silla y se inclinó sobre ella. Solo su voluminoso disfraz impedía que el hombre la pudiera abrazar.
—Vamos a bailar, guapa —balbuceó. Ella quería agarrar la fuente del hielo, pero entonces él tropezó y cayó de espaldas.
Da Silva esperó hasta que el hombre se alejó trastabillando, se frotó la barbilla ensangrentada y volvió de nuevo a la pared, donde una retahíla de guardaespaldas esperaban firmes.
Amely se levantó y arregazándose el vestido se dirigió al baño a través del vestíbulo vacío e iluminado por candelabros de cristal. Vomitó sobre el cuenco de mármol. Quizás el alcohol no era bueno para el bebé. Pero ¿cómo iba a saber ella eso? La esposa de Trapo es pobre, pero seguro que no es tan tonta como yo. Palpó a ciegas en busca de la pila de toallas de lino cerca del lavabo y se secó los ojos.
El espejo estaba empotrado en un mosaico de baldosas azules. Estaban decoradas con imágenes de bailarinas con faldas arremangadas en alto y señores con pantalones bajados. Su imagen en medio de ellos hizo que Amely se estremeciera. Había abandonado definitivamente su amor por Ruben por el bien de su plan. Ahí estaba ella ahora, una india grotescamente desfigurada, colmada de oro y piedras preciosas. En vez de eso podría estar sentada en una cabaña, sin nada más que una falda de rafia en las caderas, y ser feliz.
La puerta se abrió y entró Da Silva.
—¿Qué busca usted aquí? —gruñó, se giró y le lanzó la toalla a la cara.
—Debe dolerle a usted el cuello con esa cosa —dijo señalando a su cabeza y se acercó a ella lentamente. Levantó las manos. Ella no se apartó de él mientras le quitaba la cofia de plumas. Realmente le dolían todos los músculos—. Ahora puede girarse, senhora, no la voy a apuñalar.
Ella le dirigió una mirada dura, pero obedeció y se quitó el pesado pectoral de oro. Él posó los dedos sobre sus hombros y ella dejó caer la cabeza. Ahora podría estrangularme y nadie sabría, después de una noche como esta, que habría sido él.
Las yemas de sus dedos presionaron sobre su piel. Sus tensos músculos protestaron, pero le hacía bien la manera inflexible en que él la masajeaba. Sus pulgares buscaron su cuello, justo en el nacimiento de sus cabellos recogidos en alto. Sin poder evitarlo, se le escapó un gemido. Notó que manoseaba las horquillas de su pelo, uno tras otro fueron cayendo los mechones.
—¡Amely! ¡Amely!
Ella se giró. Él se había alejado tres pasos de ella. Malva entró como un torbellino.
—¡Ah, aquí está usted, Amely! Ya pensaba que había huido. Sería comprensible, porque ahí fuera ya no pasan más que cosas absurdas. Philetus y yo queremos cambiar de établissement. Venga usted con nosotros, ma chérie. —La ligeramente perturbada esposa del gobernador agarró su mano—. Y no se preocupe usted por el paradero de su esposo. Mañana despertará en alguna parte y no sabrá cómo fue a parar ahí. Ah, monsieur Da Silva, qué bien que está usted aquí. ¿Podría usted conducir mi Daimler Phoenix? Estoy demasiado borracha para conducir.
La señora Malva Ferreira emitía grititos y risotadas y el gobernador del Amazonas charlaba como un papagayo. Ambos debían haber ingerido una buena cantidad de alcohol. Felipe no había bebido; a pesar de ello tenía dificultades con la conducción. Constantemente cruzaban las calles alegres participantes de la fiesta; chillaban y tamborileaban y lanzaban agua a la cara de todo aquel que no fuese lo bastante rápido para huir de ellos. Que los tapizados de aquel automóvil, pecaminosamente caro, estuvieran empapados no parecía molestar a la esposa del gobernador. Al contrario, esta celebraba cada chorro que la alcanzaba. Las plumas del traje de Amely colgaban tristemente boca abajo desde hacía rato. Ya no llevaba el peto de oro. ¡Cuán desquiciado había que estar para olvidar algo tan caro en un lavabo! El agua caía por sus cabellos sueltos. Ella estaba sentada a su lado, y eso no parecía hacerla feliz. Pero eso cambiará, pensó él decidido.
—¡Cuidado! —gritó ella.
Él dirigió la mirada de nuevo hacia adelante. Un grupo de tamborileros con los rostros cubiertos por máscaras de cartón piedra cruzó la calle corriendo por delante del automóvil. Uno de ellos lanzó un globo de caucho hinchado. Una lluvia de agua se derramó sobre Felipe, lo que hizo que el humor de Malva Ferreira mejorase todavía más. Incluso Amely sonrió. Y volvió a sumirse inmediatamente en sus sobrios pensamientos.
Debió pasarlo realmente mal con los indios.
Paró el vehículo en uno de los muchos bares de la zona portuaria, donde el carnaval le gustaba mucho más que en los nobles bailes de los señores. El año anterior había llevado a Wittstock. Y para el año siguiente se había propuesto llevar a Oliveira. Ya le quitaría yo el bastón del traje a ese joven envarado.
Si para entonces sigo siendo la «mano izquierda» de Wittstock. Si para entonces sigo vivo. Kilian Wittstock podía pegar y hacer la vida imposible, pero estrangularía a cualquiera que la rondase.
Vio la sorpresa en sus ojos cuando la llevó a través de la insignificante puerta de entrada a una sala preñada de humo. Allí había de todo entre el público: criollos, caboclos, cafusos, indios, de todo menos señores blancos.
—No tenga miedo, conozco a la gente —dijo a Amely tranquilizadoramente.
Los Ferreira parecían encantados de permitirse esa aventura. Lo sería realmente si no fuese porque arrastraban una cadena de guardaespaldas tras ellos que habían seguido al coche a caballo. Felipe los instaló en una pequeña mesa, pidió bebidas un poco más fuertes que el vino espumoso francés y se deshizo del molesto esmoquin. Le gruñía el estómago. Seguro que a los señores también, porque al fin y al cabo nadie queda harto de suflé. Preguntó si querían que pidiese feijoada y, aunque el ruido casi engulló su pregunta, el gobernador y su esposa asintieron encantados. Amely meneó la cabeza y arrugó la frente.
Su cerrazón no podía deberse al ambiente. Sobre una larga mesa que hacía las veces de escenario bailaba y cantaba entre el humo de las velas y los cigarrillos una negra acompañada de tres muchachos que tocaban atabaques con manos y palos. El ritmo salvaje de los tambores hacía aplaudir a la gente, la música cruda penetraba en todos los miembros del cuerpo. Una pareja tras otra se levantaba y bailaba el fogoso maxixe. Figuras cubiertas con paños negros en los que había esqueletos pintados saltaban entre la gente. Amely se estremecía y se apartaba de ellos, pero les aplaudía. Felipe no le quitaba los ojos de encima. La miraba mientras bebía ginebra, mientras tocaba uno de los tambores que circulaban por la sala, mientras una mujer desconocida rozó su cadera contra él y luego, como él no reaccionaba, se fue dando tumbos para caer en los brazos de otro. Pronto haría un año y medio que había conocido a Amely Wittstock. Y desde hacía poco menos de un año y medio la deseaba: a la mujer que había creído que acabaría desmoronándose en aquellas tierras. ¿Se había desmoronado? Wittstock la había maltratado, pero ella había vuelto con vida de la selva. Hombres hechos y derechos habían fracasado en el intento. Había tenido a muchas mujeres en su hamaca desde aquella noche en que mató a Pedro para poder abalanzarse sobre ella sin ser molestado. Como las había tenido también todos los años antes de eso. Era conocido en los burdeles de las favelas, no solo porque Wittstock le pedía ocasionalmente que cuidase de él allí. Pero todo aquello había dejado de satisfacerle. Aquellas muchachas medio desnudas con el pelo negro y liso y los ojos grandes, que hablaban poco y sonreían con desgana, eran todas iguales. No podían compararse con aquella casta dama que, a pesar del color tostado que había adquirido su piel en la jungla, seguía siendo una belleza invernal. Pidió su tercer vaso de cachaza. ¡Demonios! ¿Cómo llegó a descubrir que no había encontrado a Ruben Wittstock? Cuando se lo soltó, sin más ni más, pensó que le partía en dos un rayo. Ya era extraña antes, pero desde que había vuelto de la jungla no había quien la entendiese. Era más fácil de entender cuando los gritos de los monos aulladores la sobresaltaban. El contoneo de una bailarina criolla cuya falda dejaba entrever el inicio de sus rechonchas nalgas despertó sus ansias. Quizá debería quitársela de la cabeza de una vez y cortejar a la gobernadora… Sería más fácil. Rio observando su vaso, casi vacío de nuevo. Se fijó en los bailarines luchadores cuando ya tomaban por asalto las mesas. Ya había bebido demasiado aguardiente de azúcar de caña, estaba claro. La voz de Malva Ferreiras retumbaba por toda la sala. Sus guardaespaldas despejaban el camino a golpes. Felipe se llegó hasta Amely y la levantó por los hombros. Los bailarines se habían instalado en el centro de la sala, donde saltaban y revoloteaban acompañados por las palmas de la multitud y el rechinar de aquella música horrible.
—¿Quién es esa gente? —gritó Amely.
—Capoeiristas. Son antiguos esclavos que roban porque no tienen trabajo ni comida. Tenemos que marcharnos.
La empujó en dirección a la salida.
—Pero ¿y los Ferreira? —repuso ella, y él la ignoró. Al salir fueron recibidos con nuevas duchas de agua.
Rodeándola por la cintura corrieron por aquella calle oscura y se introdujeron por callejuelas estrechas. No estaban lejos de su casita. Para variar, el vecindario estaba tranquilo; todos los vecinos habían ido a la ciudad. Soltó a Amely. Ella se desplomó jadeando en los escalones de su terraza.
—¿Qué ha sido todo eso? —se oyó decir a sí misma con un deje entre indignado y cansado.
En el débil resplandor de una lamparilla de petróleo vecina vio que su maquillaje se había emborronado. Incluso eso la hacía más deseable.
—Ya he tenido bastante de este carnaval sarnoso, quiero ir a casa.
Su terquedad le volvía loco. No aguantaba más.
Ahora o nunca más.
Ahora. Tenía que ser ahora. Después ella no se atrevería a contarle a su marido que él, Felipe, le había mentido.
Ella misma tendría que vivir con una mentira.
Algo en un rincón de su cabeza le decía que debía acercarse a ella de manera correcta. Pero esa voz era demasiado débil. La agarró de los brazos y la empujó hasta que tocó las tablas de la baranda. La besó en la boca antes de que pudiese gritar. Notó por el roce en las caderas que ella tiraba de su camisa. No para acariciar su piel, sino para desgarrarla con las uñas. Puso la rodilla entre sus piernas mientras con la mano tiraba violentamente de la tela de su vestido, de la que volaron las plumas. Ella sacudía la cabeza a un lado y a otro, pero él no dejaba de secundar los movimientos de ella y de darle lengüetazos. En la oscuridad supuso que ella había cerrado los ojos. Tiró de la tela del vestido hacia abajo haciendo salir sus pezones, que cubrió de inmediato con la boca. La camisa de él se desgarró por la espalda. Los dedos de ella se deslizaron sobre sus omóplatos cubiertos de sudor. La soltó para abrirse los pantalones, para entonces demasiado estrechos. Ella no aprovechó esa ocasión para escapar.